El 21 de febrero de 1936
Más datos. El 9 de febrero Largo Caballero explicó qué idea tenía él de la coalición electoral: un paso previo antes de «ir directamente a la implantación del régimen socialista»
La producción historiográfica sobre la Segunda República es inabordable. Y también plural. Sin embargo, el primer semestre de 1936 ha sido muy poco estudiado en profundidad, lo cual se explica, probablemente, por el peso del fantasma de la narrativa franquista que aún sigue influyendo en muchos investigadores y la dificultad para trabajar con fuentes primarias dispersas y complejas. El caso es que desde que Javier Tusell y su equipo publicaron en 1971 su libro sobre las elecciones generales de 1936
Aún más. Se ha progresado mucho en las tramas golpistas y en la trayectoria de los militares que las protagonizaron; se han publicado biografías de mucha importancia para el período y se ha estudiado la situación política, social y religiosa a nivel local y regional. Sin embargo, de la primavera de 1936 muy poco. Son conocidos los estudios de Rafael Cruz
Pero ese primer semestre de 1936, como decía, sigue encerrando, a pesar de todo, bastantes interrogantes. Por eso elegí la primera plana de
Por supuesto, podría esgrimirse que todo formaba parte de la tensión electoral de la época. Ahora bien, con ser cierto tampoco se puede minusvalorar. Porque mucha gente, especialmente los correligionarios de los pueblos, los escucharon atentamente. Y no solo eso, también lo interiorizaron. Lo cual es importante, porque hizo posible que muchos vieran como algo normal el hecho de que un cambio de mayorías en las urnas conllevara la expulsión de los funcionarios. Sin pasar por alto el que también empezaran a denostar algo tan fundamental en democracia como el pluralismo y la alternancia. El caso es que no hubo que esperar mucho para ver las primeras consecuencias de aquellos discursos. En efecto, ahora sabemos, casi con precisión quirúrgica, que la captura del poder dio comienzo casi al mismo tiempo que cerraron los colegios electorales
La realidad, desde luego, fue mucho más compleja, si bien no hay espacio para reflejarla. Por eso quiero subrayar algunos aspectos que, a mi juicio, aún siguen tras un tupido velo. Hay que radiografiar la trayectoria de los revolucionarios de tercer y cuarto escalón. Estudiar cómo interiorizaron y llevaron a la práctica aquellas llamadas a la revolución. Es importante averiguarlo por dos razones. Primero, porque hay que ahondar en las posibles continuidades o discontinuidades que rodearon a la violencia política del 36. Y, segundo, porque esas radiografías nos permitirán conocer el origen de los agitadores y los profesionales de la revolución. En efecto, muchas veces conocemos los nombres y las acciones que protagonizaron, incluso las corrientes internas a las que se adscribieron, si bien apelativos como «prietista» o «caballerista», aplicados a esos individuos, no tienen ningún significado más allá de que en un momento concreto estuvieran apoyando a Indalecio Prieto o a Largo Caballero. Solo así tendremos el retrato completo de todos los actores que participaron en la violencia política del período.
Por tanto, es indispensable averiguar de dónde venían; cómo habían sido sus años de juventud; con qué ideas habían crecido; a qué escuelas políticas habían acudido; qué maestros habían tenido y de qué figuras les habían hablado cuando fueron jóvenes; cuáles fueron sus referentes y cuáles sus anhelos. Es fundamental averiguar también si tuvieron algún contacto con ideas diferentes o si siempre se movieron en el mismo espectro de la acción y la revolución. Solo así entenderemos su carrera política, lo cual es indispensable para concluir si aquellas llamadas a la acción que escucharon en los mítines fueron el pequeño empujón que les faltaba. Y conociendo todo esto podremos profundizar aún más en los sucesos que tuvieron lugar. Lo cual a su vez nos llevará, a modo de cadena, a entender mejor las reacciones y las respuestas que adoptaron los españoles que no comulgaban con la radicalidad. Todo indispensable, finalmente, para rescatar con garantías las verdaderas posibilidades de supervivencia que tuvieron la libertad y la democracia liberal en la España del 36.
Lo que acabo de proponer es una tarea difícil. Hay que localizar las fuentes y también sortear el peso de la ideología antifascista que aún sigue influyendo en algunos investigadores. En este sentido, es de sobra conocido el hecho de que la narrativa franquista se fundamentó en una acusación que dio lugar a ríos de tinta
La cuestión es que hay que olvidarse de las grandes discusiones y las trampas ideológicas, para seguir ahondando en una serie de circunstancias y acontecimientos fundamentales para conocer lo ocurrido. Como sabemos, la publicística franquista dibujó un período muy negro; pero lo que nunca destacaron fue que, por paradójico que pareciera, durante aquellos meses los jueces, los fiscales y los policías siguieron haciendo su trabajo. Por las comisarías y los juzgados, naturalmente, pasaba muchísima gente acusada de los más diversos delitos. Ahora bien, a partir de marzo empezó a notarse un cambio: a los tradicionales delincuentes se les empezó a sumar una larga lista de revolucionarios y falangistas que no dejó de engrosar durante los meses siguientes. Entre los primeros había un buen número de alcaldes y concejales. Fue aquí donde empezó uno de los problemas más importante para el mantenimiento de la convivencia. La razón es evidente: los jueces y los policías eran un pilar fundamental para el sostenimiento de la democracia. Ahora bien, ese pilar no se sostenía por sí solo, ni de cualquier manera. Para que se mantuviera erguido era necesaria la existencia de un consenso procedimental fuerte y, sobre todo, una férrea voluntad en los servidores públicos para defender la ley ante los enemigos de la democracia. El que muchos alcaldes, concejales y cuadros medios de los partidos desfilaran por los juzgados no ayudó nada a sostener dicho pilar.
La pregunta que debemos hacernos es por qué aquella gente a la que me acabo de referir acabó ante la Justicia. Y la respuesta la encontramos una vez más en la influencia que ejercieron las arremetidas de un amplio sector de los ganadores de febrero a favor de la revolución y en contra de la juridicidad. Gracias a ellas, como he dicho, muchos empezaron a ver con normalidad el que se pudieran sobrepasar los límites que habían imperado hasta aquel momento, para bochorno incluso de algunos gobernadores civiles del Gobierno de la izquierda republicana. Fernando del Rey lo estudió en La Mancha
A estos sucesos se le unió inmediatamente la vuelta de los presos del 34 amnistiados por el nuevo Gobierno. Un dato interesante, porque fueron recibidos como héroes y no como asaltantes de la legalidad republicana. Y estos dos acontecimientos se convirtieron a su vez en un enorme respaldo para los propios radicales. Lo cual los llevó a dar el siguiente paso: capturar el espacio público. Eso originó más consecuencias: cacheos a los viandantes; palizas a los opositores; agresiones verbales; ocupaciones de fincas rústicas y urbanas o abusos de todo tipo. Tal fue «la movilización de la izquierda obrera [que] dio pie a que los ayuntamientos de provincias de mayoría derechista como la que nos ocupa [Ciudad Real] pasaran a sus manos sin que los gobernadores movieran un dedo para impedirlo»
La captura de los ayuntamientos dio lugar y «de forma fulminante a la depuración de los empleados y funcionarios municipales considerados desafectos». Una depuración que, como bien explica Del Rey, «tampoco tenía precedentes»
Más asuntos. No hay ninguna panorámica sobre la Segunda República en la que no se preste atención a las cuestiones económicas. Es un asunto capital, pero hay una particularidad: los menesterosos siempre contaron más en los libros de historia que aquellos que arriesgaron su capital en busca de beneficios. Esto, a la postre, ocasionó que durante muchos lustros la historiografía se centrara más en las medidas de lucha contra el paro y muy poco en las consecuencias económicas, sociales y políticas que ocasionaron. En este sentido, la combinación de las políticas económicas del nuevo Gobierno con las acciones que se realizaron desde los ayuntamientos en manos de la izquierda obrera contribuyó a enrarecer, primero, y a incendiar, después, la convivencia en muchas zonas del país. La razón la explicó hace casi veinte años José Manuel Macarro: la solución a aquel «problema apremiante» se descargó «sobre los ricos, que tenían la obligación de dar trabajo. Posiblemente, la herencia de una mentalidad precapitalista pesaba demasiado». Así, continúa, lo que hubo fue una «consideración sobre el deber de dar trabajo o mantener a los jornaleros, sin valoración alguna de las necesidades mínimas de los sectores productivos para poder continuar funcionando»
Este problema se agravó porque a las arbitrariedades que cometieron contra los industriales y los agricultores se les sumó las que perpetraron contra muchos trabajadores. El asunto podría sintetizarse de la siguiente manera: primero, como ya he dicho, convirtieron a los agentes sociales «en sujetos con deberes» ante «la comunidad»
Todas estas actuaciones y otras circunstancias que no puedo atender por falta de espacio respondieron a una lógica muy concreta: conformar un poder popular desde abajo. Si lo conseguían, y los acontecimientos de aquella primavera del 36 demostraban que, en algunos aspectos importantes, iban por buen camino, evitarían la competencia política y, lo que era más importante, el pluralismo y la alternancia propias de un régimen democrático. Siguiendo con aquella lógica, la lucha contra la competencia los llevó a enfrentarse también con la Iglesia pues, para ellos, era fundamental evitar que los curas siguieran controlando las conciencias, es decir, haciendo política desde los púlpitos. Fue una de las razones que explican los asaltos que empezaron a sucederse contra los edificios religiosos y, también, la persecución que sufrieron los católicos señalados por haberse opuesto o estar oponiéndose supuestamente al predominio de aquella izquierda obrera.
El desarrollo de los acontecimientos ha sido estudiado pormenorizadamente y gracias a ello también conocemos lo que sucedió. Podría resumirse así: el día del asalto los párrocos llamaban a los alcaldes para que los protegieran de las turbas que se habían congregado frente a las parroquias. Muchos alcaldes, como ahora sabemos, hicieron caso omiso o reaccionaron tarde y tímidamente. Ante esto, muchos curas recurrieron a los gobernadores civiles en busca de ayuda; pero estos también fueron desoídos por las autoridades locales. Abandonados ante los manifestantes violentos, la siguiente llamada telefónica la hicieron normalmente para pedir el envío de alguien que les ayudara a apagar el fuego
Clara Campoamor dejó escrita con acerada precisión la siguiente reflexión: «Una sublevación que no es aplastada desde el principio se convierte en un peligro para el régimen contra el que se produce. Un gobierno legal que no consigue ahogar desde los primeros momentos un movimiento revolucionario se arriesga a perder cada día una parte de su fuerza moral y de su autoridad»
Esa pérdida de fuerza moral y de autoridad fue, además, un proceso muy doloroso para los defensores de la legalidad republicana, porque se produjo en contra de sus esfuerzos para mantener el imperio de la ley y la convivencia. No es verdad que la Justicia se hundiera a partir de las elecciones de febrero del 36; tampoco que todos los que ocupaban puestos de autoridad actuaran de forma arbitraria. Pero sí que la acción de los radicales se abrió paso de forma inexorable y provocó un enorme malestar en importantes sectores de la población. Si ese malestar se hubiera canalizado a favor de la legalidad y la democracia, no habría existido ningún problema; es más, el Estado de derecho se habría visto reforzado. La cuestión, sin embargo, fue muy distinta: muchos reaccionaron en la dirección opuesta. Aquellos españoles hartos de la exclusión de los radicales no repararon en los esfuerzos que hacía la Justicia para mantener el orden y la legalidad —no en vano, desde las izquierdas obreras se denunciaba públicamente a los jueces por aplicar las garantías a los procesados y no practicar una justicia puramente política cuando se trataba de detenidos falangistas—. Sencillamente dejaron de creer en el predominio de la ley para retornar a la normalidad y derrotar a los revolucionarios. Y lo hicieron bien porque no fueron capaces de analizar la realidad por ellos mismos o porque, sencillamente, se dejaron arrastrar por los mensajes apocalípticos de algunas organizaciones. El caso es que muchos, como dije anteriormente, acabaron abrazando las filas del fascismo. Hasta entonces Falange no había sido más que un grupúsculo irrelevante en el panorama político español, aunque responsable de muchos atentados y choques con las izquierdas. Pero ¿quiénes fueron, en realidad, los nuevos falangistas que pidieron el alta a partir de febrero del 36?
Este interrogante merece un comentario. Durante mucho tiempo los historiadores consideraron que el crecimiento de la Falange se debió al trasvase masivo de derechistas hacia sus filas. A saber: los nuevos falangistas, gentes muy jóvenes, procedían en su mayoría de las radicalizadas Juventudes de Acción Popular. Pero esta explicación tan asentada entre tantos historiadores arranca, en realidad, de un análisis erróneo realizado por los propios cedistas. En efecto, después del triunfo del Frente Popular algunos correligionarios escribieron a Giménez Fernández contándole lo que, a juicio de aquellos testigos miopes, estaba pasando con los muchachos de la CEDA:
Tan pronto como he podido he procurado ir observando el estado de ánimo y opinión que hay por aquí y veo con agrado que no es tan desquiciado como supuse en lo que atañe a los dirigentes del partido. He hablado con el presidente de la Juventud, M. Gómez, y o lo disimula muy bien o las visitas de Pérez Laborda de que Vd. me habló no han surtido mucho efecto. Lo que sí me dijo, y esto es cosa que hay que procurar evitar, es que en pueblos que hace tres meses no sabían lo que era (bueno, ni hoy tampoco lo saben) el fascio, ya andan hablando de él
El retrato de aquella desbandada se basó en una serie de apreciaciones personales y no en una cuantificación numérica extraída de los ficheros de la organización. Paradójicamente, esa idea del trasvase masivo fue adoptada sin discusión por los historiadores. A este hecho se le unió otro de no menos importancia, relacionado muy directamente con las preferencias ideológicas de algunos investigadores. La cuestión se puede formular así: si era verdad que la Falange creció a costa de las JAP —y era verdad porque lo habían dicho los propios cedistas —, entonces el asunto estaba solucionado: la derecha siempre había sido enemiga de la República y la prueba de que eso siempre había sido así la aportaron los propios muchachos cuando cambiaron a Gil Robles por Primo de Rivera. Es lo que explica por qué durante décadas no se sintió la necesidad de investigar cuáles habían sido las bases sociales del fascismo en España. Todo había tenido una sencilla explicación desde el principio.
Pero había un problema que salió a relucir en cuanto salieron a la luz los archivos de Falange. Primero fue Alfonso Lazo
¿Qué había pasado durante aquellos meses del 36 anteriores a la guerra? ¿Qué razones habían llevado a tantos españoles, sin orígenes políticos, a ingresar, voluntariamente, en un partido como la Falange, derrotado en las elecciones de manera estrepitosa, rápidamente inserto en la clandestinidad, perseguido por la policía y fuertemente comprometido con la violencia y el riesgo sin fin? Porque lo cierto fue que los nuevos falangistas entraron en la Falange para combatir al enemigo en el peor momento de la organización. Que esto fue así nos lo demuestra otra información clave contenida en las propias fuentes falangistas: el porcentaje de inscritos en la primera línea. La adscripción a la sección más expuesta de la Falange —un verdadero instrumento de castigo contra los enemigos— era completamente voluntaria. Aún más, hasta 1938 no hubo ningún reglamento que organizara la pertenencia a la misma. Pues bien, yendo al meollo de la cuestión, los datos que obtuvimos sobre la primera línea arrojan otra cifra verdaderamente llamativa: el 65,9 % pidió su adscripción a la Falange de la Sangre, que era como se la conocía en la época. Así pues, los españoles que llamaron a las puertas de la Falange lo hicieron sin tutelas ni miedos de ningún tipo y sí para combatir a la izquierda radical y, sobre todo, para acabar con un régimen republicano al que culpaban de todos los males del país. Ellos mismos lo confesaron en las declaraciones que acompañaban a muchas de aquellas fichas y expedientes
Como bien ha explicado Manuel Álvarez Tardío en más de una ocasión, la supervivencia de la libertad, la democracia liberal y el pluralismo se anclan en cuatro pilares claves: la existencia de un consenso procedimental consolidado, la pervivencia del Estado de derecho, la firme voluntad gubernativa de defenderlo ante la acción de sus enemigos y la férrea convicción de la ciudadanía de que solo respetando las leyes democráticas es como se pueden perseguir los objetivos que uno ansía y, sobre todo, el único camino para dirimir las dificultades y las tensiones existentes en un marco de paz y seguridad
Los pueblos, como los individuos, debido a prohibiciones de la naturaleza, acaban a veces, a través de crisis crueles, creando sus propios organismos de defensa contra los elementos convertidos en dañinos. ¿Quizás para llegar a ese periodo de calma y de libertad que deseamos ardientemente, le era necesario al país atravesar esta dura prueba donde se pone trágicamente de manifiesto la constante equivocación de los elementos reunidos alrededor del Frente Popular?
¿Estaba Clara Campoamor justificando el golpe del 18 de julio? Claramente no. ¿Lo estoy justificando yo al traer estas reflexiones a esta presentación? Rotundamente no. Campoamor hizo estas reflexiones valientes para ayudar a las generaciones futuras a descubrir por qué el país encaró aquellos momentos tan difíciles
La entrada en Falange, en cualquier caso, fue una respuesta equivocada; pero una respuesta, a fin de cuentas. Es verdad que no fue la única reacción que hubo en aquellos días; pero tal vez fue la más importante de todas, especialmente si afrontamos el hecho desde la perspectiva de la democracia liberal. La oferta de la Falange consistió básicamente en un modo muy concreto de plantar cara a los radicales de izquierda que estaban acabando con la autoridad del Estado y los derechos de propiedad en tantísimos pueblos y ciudades de España. Esa respuesta, obviamente, fue madurando con el paso de las semanas y la sucesión de los acontecimientos (algunos de los cuales hemos mencionado anteriormente). Una respuesta, y esto fue lo trágico, que contribuyó a empeorar aún más la situación. Efectivamente, con el ascenso de la Falange la Segunda República sumó nuevos problemas a una larga lista ya existente en la que se encontraban los radicales de izquierda, los partidos de extrema derecha y, por supuesto, los militares que andaban preparando la sublevación.
En este dosier se estudian algunas de aquellas circunstancias y también algunas decisiones que se adoptaron en la época. Son cinco artículos firmados por excelentes historiadores, de muy diversa formación, de muy diversos orígenes académicos, intelectuales y profesionales, aunque con un punto común: todos afrontan el pasado en sus respectivos artículos con rigor para contribuir al avance del conocimiento histórico. En «La historiografía sobre los frentes populares en Francia y España: una mirada comparada», José Luis Ledesma nos ofrece una panorámica muy detallada y una comparación sobre el peso y la valía de los estudios que se han realizado en Francia y España sobre sus respectivos frentes populares. Es un artículo de historiografía comparada, en el que el autor mide el impacto historiográfico que han ejercido los frentes populares en los dos países. Y es que mientras en Francia ha sido centro de atención durante décadas, en el caso español se está aún muy atrás, tanto en volumen de estudios como en profundidad de análisis. En «La autoridad, el pánico y la beligerancia. Políticas de orden público y violencia política en la España del Frente Popular», Sergio Vaquero nos acerca a los retos que tuvieron que afrontar los responsables del orden público en España entre febrero y julio de 1936. El Gobierno de Casares Quiroga tuvo que adoptar medidas difíciles, si bien fue incapaz de atajar la violencia política, perdiendo así el monopolio en el uso de la fuerza.
En «Historia de un desencuentro: Ejército y República hacia la España del Frente Popular», Joaquín Gil Honduvilla radiografía las difíciles relaciones que mantuvo un sector del estamento militar con el propio gobierno republicano. En su trabajo queda de manifiesto cómo el divorcio con el régimen republicano fue previo a la llegada del Frente Popular, si bien el ascenso de éste al poder y las políticas que emprendió o dejó de emprender fueron también algunas de las razones que empujaron a muchos militares hacia los brazos de la rebelión. En «República, religión y libertad: la Iglesia y el Frente Popular», Santiago Navarro se ocupa, recurriendo a fuentes vaticanas, de la postura que adoptó la Santa Sede ante la nueva etapa que inauguraron aquellas elecciones del 36 y, por supuesto, de las reacciones que siguieron a los ataques que empezaron a perpetrar las izquierdas radicales contra los católicos. Una Iglesia, dicho sea de paso, que intentó acercarse a la izquierda más moderada al tiempo que siguió apelando a los derechos que se le reconocían en la legislación española.
Finalmente, Joan María Thomàs, en «José Antonio Primo de Rivera y el Frente Popular», nos ofrece, a través de su fundador, una panorámica de la época tal vez más complicada de la Falange. Por las páginas de este artículo desfilan las contradicciones ideológicas del hijo del dictador, la definitiva asunción de los fundamentos fascistas, la evolución del partido durante aquellos meses tan trascendentales, el cómo muchos de sus correligionarios se sumaron a los preparativos golpistas y la falta de preparación real de los camisas azules para poner de rodillas a un Estado moderno que, por entonces, aún tenía intactas sus posibilidades de defensa. Cinco artículos, en definitiva, que, por encima de las particularidades de cada autor, van en busca de algunas respuestas a algunos de los retos e interrogantes que he ido señalando a lo largo de las páginas anteriores.
Este monográfico se enmarca en el Proyecto I+D+I HAR2015-65115-P (MINECO/FEDER). El autor se identifica con los siguientes números Orcid: 0000-0003-2762-0237 y Scopus: 36069754000.
Álvarez Tardío y Villa García (
Álvarez y Villa (
Tusell (
Cruz (
Ranzato (
González Calleja (
Martín Ramos (
Álvarez y Villa (
«Dictamen de la Comisión sobre la ilegitimidad de poderes actuantes el 18 de julio de 1936».
Una panorámica sobre la violencia en Del Rey (
Del Rey (
Macarro Vera (
Del Rey (
Macarro Vera (
Parejo Fernández (
Álvarez y Villa (
González Gullón (
Campoamor (
Parejo Fernández (
Lazo Díaz (
Parejo Fernández (
Parejo Fernández (
Álvarez Tardío (
Parejo Fernández (
Del Rey (
Campoamor (