Sección monográfica / Monographic section
Universidad Autónoma de Madrid, España luis.alonso@uam.es
Universidad Autónoma de Madrid, España carlos.fernandez@uam.es
Revista Española de Sociología (RES), Vol. 29 Núm. 3 - Sup 1 (Junio - Diciembre, 2020), pp. 197-214. ISSN: 1578-2824
Recibido / Received: 20/04/2020
Aceptado / Accepted: 26/05/2020
RESUMEN
En buena parte de Europa occidental, la consolidación del fordismo tras la II Guerra Mundial contribuyó a la creación de la sociedad de consumo moderna. Sin embargo, estos procesos de modernización se han llevado a cabo, pese a los rasgos comunes, con notables diferencias nacionales, a veces articuladas con formas muy diferentes de capitalismo. El caso español es uno de los más llamativos, por las condiciones políticas, sociales y económicas en las que nace la sociedad de consumo, caracterizadas por la existencia de un régimen autoritario en un país semiperiférico, en el que ni la industrialización, ni el fordismo, se despliegan en todo su potencial. En este artículo, nuestro objetivo es el de realizar una interpretación de dicho modelo de consumo, señalando sus peculiaridades y su desarrollo a lo largo de las últimas décadas.
Palabras clave: Sociedad de consumo; cultura de consumo; semiperiferia; España; modernización.
ABSTRACT
In most of Western Europe, the consolidation of Fordism after WWII was key in the creation of modern consumer society. However, and despite certain common grounds, the modernization processes have featured substantial national differences usually articulated with specific varieties of capitalism. In that sense, the Spanish case somehow stands out due to its specificities in the birth of consumer society: it is an authoritarian regime in a semi-peripheral country where neither industrialization nor Fordism are fully deployed. In this paper, our aim is to provide an interpretation of such model of consumption, highlighting its peculiarities and development during the last decades.
Keywords: Consumer society; consumer culture; semiperiphery; Spain; modernization.
Frente a la idea de la convergencia y la unificación de los estilos de vida típica de la teoría de la modernización y la occidentalización lineal, es necesario recalcar, como indican algunos autores (por ejemplo, Mendras, 1999), que todos estos procesos de modernización se han llevado a cabo, pese a los rasgos comunes, con notables variantes nacionales y regionales, a veces articuladas con formas muy diferentes de capitalismo. Esto afecta de forma muy particular a la construcción de las sociedades de consumo. En el caso español, de hecho, gran parte de la primera literatura sobre la sociedad de consumo nacional se ha centrado en las posibles similitudes y diferencias entre lo ocurrido en nuestro país y los modelos occidentales tradicionales de formación de la sociedad adquisitiva contemporánea (por ejemplo Míguez, 1970; Navarro, 1978). En el conjunto de los países centrales de la economía mundo, es clara la tendencia a la normalización de los comportamientos económicos y las formas de compra, que tienden a unificar modos y estilos de vida en torno a modos de consumo que se han ido homogeneizando, así como conformando la idea misma del bienestar asociada a la posibilidad de la universalización de esas prácticas de compra (Chaney, 2003). El mismo concepto de sociedad de consumo, o sus visiones analíticas alternativas o complementarias, como la noción de fordismo- ha tendido a circular siempre acompañada a la idea de estandarización, normalización, homogeneización y unificación de los modos de vida circunscritos a modos de consumo radicalmente nuevos respecto a los estilos de vida tradicionales, y se ha acudido a conceptos como American way of life, standard package o affluent society para tratar de describir estas formas de vida que implicaba un consumo mercantil generalizado, integrador y uniformador (Alonso, 2005).
Sin embargo, el modelo de transición español a su sui géneris sociedad de consumo, además de superar con mucho el grado de complejidad de las versiones más lineales -y por etapas- de conformación de una “era de alto consumo de masas”, nos indicaba la posibilidad de hibridación entre formas institucionales y políticas tradicionales con características inequívocamente autoritarias, con la configuración de formas adquisitivas y estilos de vida comerciales activamente modernizantes2. Son tantas las diferencias, con respecto a los modelos centrales, en lo que se refiere a las bases políticas y económicas sobre las que se va a construir la transición de la sociedad de consumo en España, que es necesario forzosamente analizar el conjunto de circunstancias específicas que hicieron que en nuestro país se consolidase una sociedad de consumo sui géneris con sustanciosas y relevantes diferencias con otras democracias avanzadas del Occidente desarrollado, que ha influido, de forma ostensible, el desarrollo de la sociedad de consumo española a lo largo del período democrático. El objetivo de este artículo es, precisamente, el de realizar una reflexión e interpretación, de carácter histórico y fundamentada en bibliografía seleccionada, en torno a los elementos diferenciales que nos pueden permitir hablar de una vía a la española en el desarrollo de la sociedad de consumo, cuyas implicaciones alcanzan no solamente a su peculiar conformación, sino a sus transformaciones a lo largo de las últimas décadas.
España era, a principios del siglo XX, uno de los países más rezagados en su modernización económica, tras su incompleta industrialización. Los esfuerzos durante el período de la dictadura de Primo de Rivera con el liderazgo estatal y la constitución de una primera y muy restringida norma de consumo se vieron truncados por la Guerra Civil y el período de la autarquía durante el franquismo, que afectó muy negativamente a la economía del país, marcada por un atraso económico profundo, por utilizar el término de Gerschenkron3. La transición de este modelo autárquico y agrario a un modelo -frustrado- de Estado emprendedor e industrializador directo -mediante el Instituto Nacional de Industria- en el curso de los años cincuenta, cuando la guerra fría incluía a España dentro de la zona de influencia militar, política y comercial hegemonizada por los Estados Unidos, supuso la semilla del cambio. No es hasta los años sesenta cuando se perciben los rápidos y espectaculares cambios en la estructura productiva y en los estilos de consumo derivados de los efectos del cambio de marco económico institucional que supuso del Plan de Estabilización desplegado por el régimen de Franco a finales de la década de los cincuenta. La integración dependiente y semiperiférica del capitalismo español en la división internacional del trabajo era la base del modelo de transición de la sociedad de consumo en España, permitiendo el aprovechamiento, por el sistema económico español, de los excedentes económicos y tecnológicos de los países occidentales en auge en ese momento, que buscaban, en esa misma coyuntura, la posibilidad de ampliación de sus mercados e inversiones en un territorio con potencial de crecimiento (Alonso, 2004).
Todo este proceso, abierto a partir de las medidas tomadas a partir de 1957-1959, supuso el cambio más profundo que se ha producido en la historia económica de España, pero no habrían tenido lugar sino hubiese sido impulsado desde el exterior en el contexto de una coyuntura propia y favorable a los intereses de las nuevas clases económicas ascendentes internacionales, formadas en la expansión del capitalismo europeo y norteamericano de ese tiempo, transitando por una vía claramente expansiva. La difusión de ese capitalismo de consumo mundial a la conquista de nuevos mercados y en el uso de las ventajas ofrecidas por el control político de las condiciones de funcionamiento de la economía nacional penetraba en todos los sectores de la producción española, modernizando sus esturas y construyendo las bases para la formación de una muy particular (por utilizar el concepto desarrollado por Aglietta, 1979) norma de consumo de masas ajustada al mercado interno español. Este, según algunos autores (Muñoz, Roldán y Serrano, 1978), se basaba fundamentalmente en una serie de ventajas comparativas, como amplia mano de obra con bajos salarios y estrictamente disciplinada por el régimen franquista, y un mercado en expansión, con estabilidad jurídica y protección a las empresas respecto a la competencia exterior. Ello permitió la rápida formación de una economía que va a ocupar un nivel intermedio en la división internacional del trabajo y que, siguiendo a Immanuel Wallerstein en su caracterización sobre las economías semiperiféricas, podemos decir que “actúa como zona periférica para los países del centro y, en parte, actúa como centro para algunas áreas periféricas” (Wallerstein, 1976: 462-473).
Esta tendencia a la dualización y a la desintegración -funcional y espacial- de la economía y la sociedad española, que ya era uno de sus rasgos históricos a largo plazo, se refuerza y consolida en la construcción de esa nueva sociedad de consumo a la española; se establecen así sectores de rápido (aunque muy dependiente) crecimiento económico, combinado con ramas de actividad y/o zonas geográficas permanentemente atrasadas, enmarcado todo ello en el contexto de una modernización política prácticamente nula que imponía serias restricciones a un cambio social profundo (Alonso y Conde, 1994). Modelo, por tanto, en este período de formación de la sociedad de consumo, de características semi-industriales, en el que se produce una fuerte aceleración del proceso de industrialización y una masiva transferencia de fuerza de trabajo, incluso a corto plazo, entre el sector primario y los sectores secundario y terciario -con los consiguientes procesos de emigración, urbanización y proletarización asociados a ello- y marcado por un carácter fuertemente segmentado y heterogéneo, tanto a nivel de ramas productivas como a nivel de desequilibrios espaciales, regionales y de renta. Solo la masiva entrada de turistas y las remesas de los emigrantes a los países europeos necesitados de mano de obra, podrán equilibrar la balanza de pagos de este tan espectacular como desigual “milagro económico español” (íbid., 1994).
Tres son los rasgos fundamentales que, a nuestro modo de ver, marcan la situación diferencial del caso español de cara a la formación de una sociedad de consumo: 1) Su grado y modelo de desarrollo económico, en el que se combina un primer atraso económico profundo, con un rápido, forzado y desequilibrado desarrollo económico en la década de los de los sesenta y primeros setenta tras la puesta en marcha del Plan de Estabilización, y que permite la creación de una sociedad de consumo a la española un tanto peculiar; 2) el extraño y patológico marco institucional de la política oficial del franquismo, con sus sangrantes repercusiones para la cultura cívica , la convivencia ciudadana y las formas cotidianas de vida; y, por fin, 3) la también peculiar forma de instituirse de un muy característico Estado intervencionista, conformado entre el keynesianismo autoritario y el nacionalismo empresarial, con sus funciones asociadas de impulsor de una industrialización protegida y dirigida gubernamentalmente, así como de creador un marco jurídico de asalarización disciplinario y forzado. Estos factores, lógicamente interrelacionados y combinados, suponían las principales vías para introducirnos en un tipo de sociedad de consumo muy característica, vinculada a modos nacionalistas y autoritarios, sin referentes en la democracia política y con un Estado empresarial como principal regulador del proceso. Tal y como describe Ortí (2001), lejos así de los referentes liberales, mercantiles, democráticos o derivados de las representaciones modernizadoras de un bienestar común que acompañan al a sociedad de consumo en su aparición en los países centrales de la economía mundo, en España este tipo de sociedad se forma en un marco institucional tradicionalista y antidemocrático, donde se introducen formas de modernización económica pero se conservan los retardos políticos, culturales y cívicos inducidos por el régimen franquista.
Esto nos lleva a la segunda dimensión que antes destacábamos, y es que España se comportaba, en ese período, como un país especialmente peculiar: su capacidad productiva y su diferenciación funcional superaban ampliamente ya las estructuras agrarias y extractivas tradicionales, pero a pesar de ello, ni su grado de desarrollo material, ni su capacidad tecnológica, ni su sistema de estratificación social, ni su horizonte cultural podían ser comparados con el de los países centrales europeos de aquella época. El consumo va a tener, así, un papel fundamental en la modernización de los estilos de vida. España, al estar bloqueada la modernización política y de la cultura cívica del país por el autoritarismo del modelo institucional y de convivencia franquista, encuentra en el consumo el único rasgo de avance modernizador de las costumbres cotidianas, que encuentran, en él, el primer referente -superficial y todavía lejano, pero ya presente y efectivo- de incorporación al entorno europeo (Alonso y Conde, 1994). No podemos aplicar por ello al caso español los esquemas habituales de consolidación de las sociedades de consumo canónicas -producidas en ciclos históricos largos, sólidamente mesocráticas, con potentes sistemas productivos nacionales, políticamente democráticas, etc.-, pero si es posible subrayar la importancia para el cambio social español de la creación de una cultura de consumo específica como elemento transformador de las representaciones sociales y de los estilos de vida de nuestro país. De otra manera, se puede hablar de un precipitado y desequilibrado fordismo español, una especie de pseudofordismo o fordismo inacabado, donde la relación salarias, ya amplia y extensivamente implantada, está fuertemente distorsionada (Toharia, 1986).
La situación que se fue creando en España se caracterizaba por un problema de abierta y estructural asincronicidad entre los procesos de cambio económico y sus consecuencias materiales y la construcción real de un estatuto de ciudadanía política y cultural. Este cultural lag o desfase cultural y social español, lejos de ser un proceso de simple retardo cognitivo que surge a causa de la variación más rápidas de la variables económicas y tecnológicas con respecto a las sociales y culturales de un determinado territorio -tal como lo teorizó William Ogburn (1972) en su clásica obra para explicar de una manera evolucionista y funcional las causas y ritmos del cambio social-, es un hecho aquí provocado por la forma autoritaria y forzada que adquiere el capitalismo español en el momento de la profundización de los mecanismos de producción y acumulación económica en la estructura social española. El primer acceso, entonces, al consumo de masas en nuestro país se alcanzaba privado de derechos de ciudadanía plena, para el pueblo español, esto es, siguiendo al no menos clásico T.H. Marshall (1998) sin derechos de poder ni decisión, ya sean civiles, políticos o socioeconómicos.
La sociedad de consumo en España tendía, de esta forma, a tomar necesariamente un rumbo distinto a los modelos-tipo conocidos. La formación de una norma de consumo de masas -corta y desigual al principio y evolucionando rápidamente para emular más tarde los modelos europeos- con su cultura de consumo asociada, sirvió de espacio de integración y socialización lo suficientemente eficaz para inducir vía la modernización el cambio de gran parte de las representaciones sociales y de los valores tradicionales que articulaban las formas de convivencia cotidiana españolas. Los cambios introducidos por estos nuevos modos de consumo permitían así que se produjesen y se reprodujesen en múltiples aspectos de la vida española potentes efectos túnel -utilizando la denominación del ejemplar maestro de las ciencias sociales, Albert O. Hirschman (1984)-, es decir, expectativas de mejora que se perciben en el conjunto de la sociedad cuando sólo unos grupos de la misma sociedad mejora, a la espera que pronto llegará su mejoría propia, e igualmente, si uno o varios sectores de la sociedad avanzan, se espera que avancen todos los demás por un efecto de inducción y mejora colectiva. En gran medida, los cambios en el consumo en España implicaban no sólo la mejora de confort familiar y calidad material de vida de un mayor número de habitantes, sino que también abrían la esperanza de una normalización general de vida. A la vez, presentaba un horizonte de homogeneización con las formas de vida de las naciones de nuestro entorno, creando así también un efecto halo asociado al consumo -un rasgo positivo destacado influye sobre los demás sin posibilidad de evaluarlos objetivamente: ver Sutherland (2015)- de una España moderna y superadora de las miserias del pasado que, a su vez, ocultaba los enormes déficits de ciudadanía del modelo español.
Se instituye así la creación en España de un tipo de consumidor voraz y rápidamente seducido por la compra. Es el resultado de un conjunto de diferencias sociales y culturales características: el rápido cambio de eje de la economía española de los sesenta; la memoria reciente, por entonces, del hambre, el estraperlo, el subconsumo y el racionamiento de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta; la imposibilidad de encontrar otro foco de modernización y normalización que no fuese el consumo mismo -bloqueados los elementos políticos, sociales y cívicos de ciudadanía por el modelo autoritario franquista-; y, finalmente la predisposición del comunitarismo católico español a crear un habitus de representación pública del estatus y la ostentación rápidamente incorporado a las formas del nuevo consumo de masas, identificándose el reconocimiento social con la modernidad, el consumo industrial y la condición urbana (ver Alonso y Conde, 1994; Conde, 1994). Se trata de un modelo de representación muy diferente al de la racionalización y el control del yo que ejercía, por ejemplo, la fuerte individualización que ejercía la tradición protestante en los modelos de consumo europeos. Todas estas circunstancias le conferirían un éxito fulgurante a la primera sociedad de consumo española -rápidamente considerada como “muy consumista”, por su alta propensión marginal al gasto y poco dada al cálculo-, que abría la brecha para ampliar la modernización de la sociedad española que el régimen de Franco trataba de mantener controlada bajo su ideario político.
En este sentido, la secularización introducida por esta cultura de consumo se demostró lo suficientemente fuerte como para anular, progresivamente, muchos comportamientos sociales arcaicos y modificar estilos de vida e incluso creencias tradicionales, a la vez que, también, servía para desactivar eficazmente los peligros de una movilización popular frontal contra el régimen de Franco, que a partir de entonces era capaz de mostrar su cara desarrollista y de propagar discursos altamente propagandísticos sobre el “milagro” español y el incremento del bienestar de las familias españolas. La constitución de una sociedad de consumo en la España de los años sesenta y setenta introducía un proceso de secularización muy importante para el cambio de hábitos de vida y de representaciones sociales en España, pero aquí es, básicamente una secularización parcial, si llegamos a una formulación profunda del concepto de secularización -que vaya más allá de la simple “laicización” o “desacralización” de la vida (Marramao, 1989) -, esto es, si entendemos por secularización el proceso por las sociedades llegan a regirse por principios de decisión autónoma de sus ciudadanos (o de acciones electivas o acciones racionales legales), así como de diferenciación y especialización de funciones sociales y de institucionalización del conflicto y el cambio social. En la España del desarrollismo, esta secularización quedaba inacabada y, en gran parte, limitada (Alonso y Conde, 1994).
El caso español representa, así, un tipo particular de proceso en el que el desarrollo económico fue capaz de introducir los aspectos básicos de la modernización secularizadora en los años sesenta –como cierta individualización (frente a un viejo comunitarismo autoritario local o religioso), división del trabajo, urbanización, norma de consumo de masas, ampliación del grado de independencia económica, etc.-, pero que deberá esperar al menos un par de decenios más para que alcance un grado en que pueda ser equiparada a los estándares de las naciones de su entorno. Ello es debido a que, durante todo este primer período, no existe un auténtico estatuto de ciudadanía, ni se generan aparatos institucionales capaces de integrar social y políticamente el conflicto laboral desde un tipo de mediación genuinamente racional-legal. El consumo interno se convertía, así, en la palanca central de expresión y legitimación en la era tecnocrática del capitalismo autoritario español de los sesenta, donde se trataba de realizar la idealizada proposición de la clase dominante franquista de aquel período: “asimilar los modelos económicos occidentales y preservar las especificidades de los modelos sociales y políticos vigentes en España desde finales de la guerra civil” (Ortí, 1970: 25).
Entramos así directamente en la tercera característica que conformaría esta peculiar sociedad de consumo a la española (Castillo Castillo, 1987): los efectos inducidos por el proteccionismo y el intervencionismo estatal en el desarrollo económico del país. El consumidor español de los sesenta sólo tuvo acceso a un conjunto limitado de bienes fabricados directamente en España, en condiciones de protección a la industria nacional y de reserva política y arancelaria del mercado español para fabricantes españoles, estos directamente conectados con las élites franquistas. Esta reserva de mercado para el fabricante español impedía la importación de productos de consumo extranjeros aplicando fuertes tasas y aranceles y perpetuando el tradicional aislacionismo de la economía española (Vicens-Vives, 1974). Ello supuso en la mayoría de las ocasiones efectos muy desfavorables para el consumidor nacional, que se encontraba con precios, calidades y gamas de productos sustancialmente peores que los consumidores europeos de referencia.
Es cierto que en etapa de la sociedad de consumo en todo occidente se puede hablar de un modelo nacional, donde los productos y las estrategias de fabricación de los bienes de consumo estaban muy relacionadas con la titularidad de los Estados nacionales, pero es cierto también que esta hegemonía nacional estaba complementada por los tratados internacionales de comercio, los espacios multinacionales de circulación de capital y mercancías y por una cierta simetría en las economías industriales en el intercambio de bienes y servicios, bajo la bandera ideológica de las ventajas de la importación y exportación de manufacturas de todo tipo. Todo esto ya le daba un primer carácter internacional al consumidor de los países centrales, que encontraba a su disposición, a precios competitivos de mercado, un paquete de bienes de consumo corriente y duradero de fabricación internacional. Sin embargo, en el caso español de esta época, más que de modelo nacional tendríamos que hablar de modelo nacionalista: un conjunto de empresas nacionales, utilizando patentes, marcas, tecnologías y hasta modelos internacionales -o copias de ellosfabrican exclusivamente para España, o mínimamente para algún mercado subordinado en su zona de influencia semiperiférica, productos poco o nada competitivos a nivel internacional. El entramado institucional franquista sirvió para crear un mercado de consumo a escala casi exclusivamente nacional, con mercancías y productos fabricados en España, dependientes de tecnologías, licencias y hasta en algunas ocasiones de marcas internacionales -con su correspondiente filial española, y cuya matriz debía aceptar limitaciones y obligaciones de inversión y reinversión en el territorio español. Todo ello generaba un mercado de bienes de consumo poco competitivo, con escasez de variedad en la oferta –en comparación con los países de la Europa occidental-, con productos con calidad media relativamente baja para el precio que se tenía que pagar por ellos, y con ninguna de las ventajas derivadas de la competencia abierta en los mercados nacionales y mucho menos internacionales (Braña, Buesa y Molero, 1984). Esta fabricación en España para españoles se impulsaba desde los aparatos gubernamentales con una suerte de incitación al consumo patriótico -llamaba a consumir productos españoles cuando, de facto, no había disponibles prácticamente otros, salvo en las zonas arancelarias libres extrapeninsulares-, pues las posibilidades de importar bienes de consumo extranjeros estaban, fiscalmente, bloqueadas (Rebollo, 1983; Alonso y Conde, 1994).
El primer crecimiento de la sociedad de consumo se impulsó, así, con una oferta corta y relativamente ineficiente de productos fabricados con patentes o emulaciones de patentes extranjeras, defendidos de la competencia internacional y fabricados sólo para el mercado español. No es de extrañar luego la especial sobrevalorización y mitologización del producto extranjero que se instaló en la primera cultura de consumo española. La idea de lo que todo lo que se fabricaba fuera era mejor, más atractivo y duradero tardaría muchos años en desarraigarse de la mentalidad del poco o nada soberano consumidor español que, hasta prácticamente mediados de la década de los noventa, tardaría en encontrarse con un mercado plenamente internacionalizado y globalizado a la altura de las naciones de su entorno (Alonso, Oubiña y Rebollo, 2000: 79-141).
Nos encontramos, así, ante una sociedad de consumo que es producto de una industrialización incompleta, dependiente, forzada e intervenida. Es característica de uno de los más viejos rasgos de la historia del capitalismo español: el intervencionismo y el dirigismo estatal (Donges, 1976; González, 1979). La defensa del mercado español para la fabricación española, la formación de un Estado empresario que, gracias a la empresa pública -del Instituto Nacional de Industria- trataba de empujar la producción de bienes de consumo y marcas nacionales, así como la compra de equipos y tecnologías no disponibles en el interior de nuestras fronteras, fueron la base de un salto en la escala de la producción de objetos de consumo. Cuantitativa y cualitativamente, este crecimiento no ha tenido parangón en la historia de España, si bien es cierto que nos encontrábamos en una senda de crecimiento muy limitada por las restricciones derivadas de un modelo lleno de insuficiencias. Este fordismo inacabado y semiperiférico, mantenido por un principio de subsidiariedad evidente en todos los segmentos de la producción y la financiación -dejando a la actividad privada los tramos más rentables del ciclo económico- producía, en última instancia, una sociedad de consumo nacional limitada en competencia y adaptada exclusivamente a un consumidor cautivo y a un mercado interno garantizado por las condiciones políticas impuestas. Gran parte de las patentes y bienes de equipo que sirvieron para fabricar los objetos de consumo que cambiaron rápida y radicalmente el estilo de vida de los españoles, eran en realidad excedentes tecnológicos poco o nada innovadores, con su ciclo de vida agotado o en decadencia en los mercados centrales, y que encontraban en España su última posibilidad de explotar un espacio rentable, defendido de la competencia, con público cautivo, y apoyado con incentivos estatales. En resumen, la inestable base del milagro español y de su diferente sociedad de consumo fue un modelo basado en la fabricación nacional sin tecnología nacional, con una fuerza de trabajo (y de consumo) políticamente controlada, y que además, necesita otras vías de financiación del propio crecimiento industrial, dada su insuficiencia estructural (como serán el turismo, la emigración de mano de obra, e incentivos estatales).
No es de extrañar, por tanto, que en el siguiente período de la sociedad económica española, los años ochenta del pasado siglo XX, este modelo nacional -y nacionalistade la sociedad de consumo se derrumbase. Según iba avanzando la transición política y nuestro país se incorporaba a lo que sería la Unión Europea, rápidamente se detectarán las ineficiencias de las empresas fabricantes de bienes de consumo (pensadas, adaptadas y defendidas para cubrir un mercado estrictamente nacional) y los problemas de abrirse a la competencia internacional. La reconversión industrial de los años ochenta y noventa (cuyos efectos se siguen notando, hoy de forma particularmente dramática) supuso la desindustrialización nacional definitiva del modelo de consumo español: en lo sustancial, se dejaba de fabricar, dentro de nuestras fronteras, muchos bienes de consumo duradero –electrodomésticos tanto de línea blanca como marrón, electrónica, equipamientos del hogar, todo ello centro del standard package4 moderno- mientras el capital internacional ya definitivamente liberado absorbía e incorporaba, en sus grupos multinacionales, la producción casi siempre de las gamas bajas de otros productos centrales del consumo duradero (por ejemplo, en la industria del automóvil). El consumidor español, por fin, empezaba a homogenizarse con los comportamientos de los compradores de los países de referencia, gran parte de los productos físicos de consumo que están a su alcance están fabricados en el extranjero -fundamentalmente en Asia-, las marcas nacionales han quedado definitivamente enterradas en la memoria colectiva de los españoles que ahora ya pasaban a quedar inequívocamente bajo la hegemonía de las marcas globales.
Muchos han sido los cambios que se produjeron en la estructura social de nuestro país durante los años sesenta y primeros setenta del siglo XX, y de ellos hemos tratado de dar cuenta en las páginas que preceden en lo tocante a la conformación de una sociedad de consumo. Ahora traeremos aquí a colación algunos aspectos fundamentales en el modelo de desarrollo español que han modificado las prácticas de compra y los estilos adquisitivas en el período siguiente, que va de la incorporación de nuestro país a la Unión Europea hasta la gran crisis financiera de finales de la década de nuestro siglo. El modelo económico de la España de los ochenta supuso una ruptura con el modelo de industrialización de los sesenta y setenta. La estrategia fundamental del capitalismo español en ese momento -siempre gubernamentalmente apoyada por las grandes fuerzas parlamentarias- fue precisamente romper con ese modelo de descentramiento histórico de la economía española apelando a tres elementos esenciales: la mercantilización y desregulación del mayor número de sectores de la economía (y la sociedad) española, la integración con todas sus consecuencias en los mercados y las instituciones políticas de Occidente y la rápida y fuerte tecnificación de los procesos productivos auspiciado por el discurso del impacto de las nuevas tecnologías. La reestructuración del capitalismo español en los ochenta y primeros noventa supuso, así, una fuerte desindustrialización como liquidación del modelo nacionalista de desarrollo, teniendo al Estado como el principal agente de la remercantilización de la sociedad y como liquidador de los sectores y ramas menos competitivas del entramado industrial, así como impulsor de la internacionalización y multinacionalización de los centros de decisión y control de la economía española (Etxezarreta, 2003: 23-36).
Las sucesivas oleadas de reconversiones industriales, privatizaciones, ajustes finos y duros, saneamientos financieros públicamente amparados y la fuerte entrada de capital internacional en España han constituido un tipo de economía muy diferente a la de los años sesenta y setenta (Velarde, 1992), recolocándose ahora en un lugar diferente dentro de la división internacional del trabajo. Se ha pasado de ser una semiperiferia atrasada a una semiperiferia adelantada en el sistema mundial, en una integración desde el sur mucho más orgánica ya descrita por varios analistas (Lipietz, 1986: 203-224; Michalet, 2002: 389-415). El consumidor nacional español se va convirtiendo, poco a poco, en un consumidor global. Sin embargo, las desigualdades y desequilibrios históricos que se arrastran -desequilibrios regionales, zonas históricamente atrasadas, bolsas de pobreza tradicional rural o urbana-, como otros costes sociales resultado de la fuerte reestructuración de sectores económicos del período -economía negra o sumergida, nueva pobreza, depresión de antiguas zonas industriales, etc.-, configuran una imagen del nuevo o segundo “milagro económico español”, bastante quebrada, difusa y desigual (Murillo Arroyo, 2019), aunque también muy evidente y espectacular en lo que se refiere a la nueva accesibilidad a los productos internacionales o la homogeneización con los estilos de vida y consumo europeos.
La nueva estructura económica de España generó, a su vez, un tipo de distribución ocupacional bastante característica. La pérdida de empleo industrial y la indudable terciarización de la economía española (Cuadrado, 1999), han creado una fuerte concentración del empleo en el sector servicios, empleo este último que tiende a segmentarse fuertemente (Muñoz de Bustillo, 2007): por un lado, en un mercado difuso, externo y precario de contratos de baja estabilidad y baja calidad, con abundancia de “malos trabajos” (Sola et al., 2013); y por otro, en un núcleo duro de categorías de alta cualificación que, bien en el campo de la innovación, bien en el campo de la gestión financiera van a tratar de dar respuesta a las demandas de máxima competitividad y rentabilidad impuestas por el tipo de actividad formalmente postindustrial que empieza a dominar en este período, y que se van a convertir en los consumidores postmodernos de nichos y gamas altas. Por otra parte, la enorme presencia tanto del sector turístico y hostelero en España, como de la construcción y el sector inmobiliario (imbricado con el sector financiero) le dan también al modelo económico español, en esta etapa, un carácter espasmódico y quebrado, con rápidos aumentos y decrementos del empleo, una escasa innovación tecnológica y presencia relativamente baja en las cadenas de valor globales. Todo esto influye en que la nueva sociedad de consumo española presente un carácter de superficial homogeneización con el modelo de consumidor global internacional, pero con riesgos añadidos: el postfordismo español va ser muy dependiente de las coyunturas internacionales y de instancias de decisión políticas, empresariales y financieras extranjeras, lo que genera también un segmento enorme de consumidores relativamente débiles, con una capacidad adquisitiva muy condicionada por ingresos fluctuantes según el ciclo de empleo (Alonso y Fernández Rodríguez, 2009).
El modelo de acumulación económica de los ochenta y noventa en España cristalizó en eso que, de manera más o menos propia, podemos llamar postfordismo débil: flexibilidad tecnológica y social de la producción, segmentación de los mercados de bienes y de trabajo, consumos muy diferenciados, Estado mercantilizador, etc., pero, a la vez, debilidades importantes como la presencia de un elevado desempleo estructural y una enorme precariedad laboral, una dependencia máxima del sector servicios en la economía, y una desindustrialización progresiva y radical. El modelo de rápida financiarización de la economía y la vida cotidiana española de la última década y media ha creado las condiciones para la subordinación de los mercados de trabajo a los mercados de capital. La especulación inmobiliaria y financiera propia de una auténtica economía del despilfarro (Bowles, Gordon y Weisskopf, 2000) ha asegurado la rentabilidad creciente de todo tipo de operaciones financieras mientras que el desempleo no ha dejado de crecer -en los momentos críticos de este período las tasas de desempleo alcanzan a casi el 25% de la población activa-; el trabajo de precarizarse y la política social de convertirse en muchos casos más en un sistema asistencialista de disimulo de los costes sociales del ajuste (Rodríguez Cabrero, 2004: 137-152). Esta versión del postfordismo ha supuesto el paso a una norma de consumo de masas que, aunque mantiene su referencia ideológica en la supuesta universalidad de la clase media, en realidad comprende una diversidad de normas de consumo cada vez más adaptadas a posiciones y trayectorias muy desiguales y diversificadas que oscilan desde la nueva ostentación cosmopolita de las élites financieras y tecnológicas surgidas al albur de la nueva economía postindustrial, hasta los consumos defensivos, locales y regresivos de grupos laborales cada vez más subordinados y precarizados. El consumo en todo este período tendió a crecer, ampliarse, diversificarse e internacionalizarse; y a la vez, la desigualdad de normas, estilos, posibilidades y capacidades de gasto se hacía también más visible, en una dinámica cada vez más centrífuga. La flexibilización en el proceso de trabajo no sólo ha supuesto la instauración de mecanismos institucionales (o clandestinos) de imponer un orden turbulento en los ámbitos de contractualización de la mano de obra, también una rápida introducción de estrategias productivas -robotización, descentralización, subcontratación, internacionalización, etc.- que tienden a anular los procesos de homogeneidad y solidaridad que se les suponían a los típicos trabajadores industriales de cuello azul o a los asalariados administrativos o comerciales de cuello blanco que construían históricamente el núcleo duro de norma estandarizada del consumo de masas fordista (Alonso, 2007).
La dimensión social de todo este proceso ha supuesto, en gran medida, una fuerte fragmentación de los sujetos sociales, al romperse en mil pedazos el universo de representación en el que estaban inscritos (López Calle, 2019). En lo que se refiere al consumo estrictamente hablando, se pueden encontrar una serie de dinámicas que completan el modo de regulación postfordista en su relativo desorden y turbulencia institucionalizada. Estas dinámicas serían la fragmentación, la individualización, la virtualización y la globalización (Alonso, 2005). Así del gusto de clase media, los grandes mercados de productos muy poco diferenciados, la fabricación en cadena de largas series de enorme duración comercial con escasa renovación estética y simbólica de los productos, etc., típicos del fordismo nacionalista español, pasamos a una muy rápida instauración en nuestro país de un marco casi opuesto: mercados segmentados, desempleo estructural, tendencias a dualización y vulnerabilización social, oferta diferenciada y estratificada (hasta la personalización) de bienes y servicios globales, adaptación y permanente renovación de nichos comerciales, políticas estatales pro-mercado, etc. En tal contexto, las identidades sociales se han vuelto mucho más fragmentadas y se han multiplicado las sensibilidades y percepciones que, desde diferentes grupos sociales, se le da al hecho de consumir y a los efectos sociales y culturales buscados en las prácticas mismas de consumo (A lonso, 2005). De los mecanismos centralizados de comercialización hemos ido pasando a todo tipo de redes de producción, de distribución, de consumo, de información, etc. En este aspecto el consumo de masas, y su compañero natural, el de cultura de masas, debe ser contemplado desde un aspecto mucho menos integrador. A la vez, nuevos estilos de vida y consumos distintivos (tanto neoelitistas, como particularistas) se han incrustado en este conjunto de normas adquisitivas diferenciadas que se han venido componiendo en estos “nuevos tiempos” del consumo postfordista español, muy ligado a una estructura social especialmente segmentada y hasta dualizada, dada la debilidad de fondo de los fundamentos históricos de nuestro proceso de modernización.
En toda esta conversión, el capital internacional de nuevo ha sido fundamental, y la instalación definitiva en nuestro país de las redes comerciales de distribución europeas -grandes superficies y plataformas de comercio on-line- ha sido arrolladora. Es cierto que han sobrevivido algunos nichos locales o nacionales en la distribución española, pero estos distribuidores, en su inmensa mayoría, también comercializan mercancías globales o fabricadas externamente. El elemento nacional ha desaparecido casi totalmente y la marca ya tiene un valor por encima de la nacionalidad: de hecho, esta última es una entidad supranacional que articula un sistema de representaciones propio, y necesita poco de lo patriótico para generar su visibilidad y notoriedad (Alonso, 2016; Rebollo, 2016).
Para las clases medias, tampoco este período ha sido una época apacible: el consenso de clases medias, que habría tenido la oportunidad de irse estabilizando como resultado una cierta redistribución socialdemócrata, tendió a evaporarse como consecuencia de potentísimas dinámicas que deconstruían un sector servicios que había sido la base de las nuevas clases medias funcionales. Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, hemos vivido un proceso tardío de consolidación de las clases medias, justo en el momento en que, a la vez, se empezaban internacionalmente a experimentar los procesos de fragmentación y diferenciación social de estas mismas clases medias, resultado de los modelos neoliberales de desregulación y precarización de los sujetos sociales. En España, hemos conocido la tendencia a la proletarización, e incluso subproletarización, de un buen número de actividades habitualmente inscritas en el espacio social tradicional de las clases medias, al generalizarse modelos de prestación, distribución y reparto de bienes y servicios en mucha mayor escala, más masificados y que reclaman una mano de obra mucho más descualificada al llevarse hasta sus últimos extremos la división del trabajo –ejemplos serían el estilo de trabajo de las grandes superficies comerciales, la tendencia a la subcontratación de tareas en la generalidad del sector servicios, o la proliferación de un gran número de falsos autónomos. Esos estratos más bajos se han ido alejando de lo colectivo, volcándose hacia el consumo privado como forma defensiva de mantenimiento de un status individualizado en peligro por los procesos desregulación y privatización (mediante productos individualizados e individualizantes para un tiempo de profunda personalización de las representaciones sociales) (Alonso, 2005).
Por otra parte, hemos asistido también al rápido encumbramiento de los gestores de la economía de la especulación inmobiliaria y financiera, convertidos en los estratos superiores de las clases medias funcionales y ocupados en diferenciarse y hacer valer sus pretensiones adquisitivas, profesionales y hasta simbólicas, estando estas muy alejadas de las representaciones y formas de consumo clásicas del discurso de la clase media universal (Naredo, 2019). Todas estas posiciones sociales supraordinadas se ha afianzado una obsesiva cultura de consumo basada del esteticismo ostentoso, la compra de lujo, la individualización competitiva y la diferenciación social, haciendo de la postmodernidad neoliberal su seña de identidad cultural, en un ejemplo palmario de élites en rebelión respecto a las sociedades de clase media5. De igual manera, esta dinámica de desigualdad genera una huella ecológica sobre el territorio casi explosiva, la patrimonialización de las diferencias sociales en forma de inversiones inmobiliarias carga sobre el medio ambiente todas la externalidades negativas de la inversión privada y a largo plazo los costes ecológicos de este modelo son hoy inocultables, el peso de la construcción y la especulación de la vivienda en la economía española y un modelo turístico extensivo han acabado por conjugar una profunda desigualdad social estructural con un especial impacto agresivo sobre los paisajes, territorios y entornos ambientales españoles (Carpintero, 2005).
Si las incipientes clases medias fueron capaces de generar, en el primer postfranquismo, una cultura de compromiso como discurso de sus propias movilizaciones en favor de sus demandas de consumos públicos y de la expresión de su voz como traducción de su reivindicación de derechos -para homologarse con las de las sociedades occidentales-, según avanzaban los años ochenta y cambiábamos de siglo, las fracciones más altas de estas clases medias, más maduras y coronando su ascensión, se instalaron en una cultura de la satisfacción -como sabiamente la denominó en su día Jonh K. Galbraith (2000)-, de desprecio de lo público, ruptura de todos los pactos sociales, defensa de la mercantilización total y reivindicación de un consumo meritocrático de alta tecnología y alta gama proyectado como estilo de vida a largo plazo. Para las clases medias descendentes quedó simplemente la individualización defensiva y regresiva del consumo -emulativo y a crédito-, tomando su mantenimiento del acto de consumir como la única ilusión de vínculo social en una época en la que se pasaba de la norma de consumo al consumo como norma. Finalmente, las clases populares, desarticuladas en múltiples fragmentos con diversos grados de vulnerabilidad siempre creciente, sólo han podido aspirar a los residuos de un fordismo estigmatizante o las múltiples presentaciones del auténtico low cost: consumos a corto plazo, coyunturales, imitaciones, y productos de bajas o bajísimas gamas. Las gamas de objetos se van a diversificar para cubrir todo tipo de capacidades adquisitivas, y sobre una base de profunda tecnologización de toda la vida cotidiana podemos encontrar desde los atributos más distintivos -las marcas premium- hasta las marcas de distribuidor, marcas blancas, copias o productos de bazar o mercadillo (Alonso, 2006).
En suma, conocimos un período en el que el postmodernismo cultural y hasta cotidiano arraigó rápidamente en los discursos, las prácticas y los sistemas de identificación social en nuestro país (empezando por los discursos y las prácticas de consumo), cuando nunca habíamos completado ni profundizado un auténtico proceso de modernización política, cultural, económica y cívica. España se constituía, en ese fin de siglo, como una especie de nación postpremoderna o prepostmoderna, donde la debilidad histórica del proceso de modernización e institucionalización social del capitalismo español parece que trataba de ser compensada históricamente con un sobreconsumo privado y acelerado. El postfordismo español significó la homogenización del consumidor español a las tendencias internacionales del consumo en la era postfordista, esto es, un consumidor de bienes duraderos que están fabricados en Asia, de por supuesto marcas globales, y con estilos de vida muy similares a los europeos: individualización, estilización, segmentación, etc. No obstante, para el caso español, las deficiencias del modelo de consumo, con sus desequilibrios sociales y regionales, la debilidad de sus instituciones y la dependencia de los ciclos de inversión, visitas turísticas y decisiones financieras externas, seguían reproduciendo estructuras socioeconómicas arraigadas en nuestro país en procesos históricos de muy larga duración.
Y estos desequilibrios se reflejaron, de forma evidente, en la transición al nuevo milenio en la que, bajo el impulso de un ciclo económico internacional ascendente ante la emergencia de la nueva economía y un contexto nacional marcado por la desregulación de la economía, la euforia de la pertenencia a la zona euro y una burbuja inmobiliaria desaforada, se generó un consumo completamente desaforado que se tradujo no solamente en la construcción y adquisición desmedida de propiedades inmobiliarias, sino por la extensión de una cultura consumista en todas las capas de la población, financiadas en buena medida por el crédito bancario (ver Alonso y Fernández Rodríguez, 2009). El discurso oficial de aquel entonces (“España va bien”, “Estamos en la Champions League europea”) parecía anunciar que se dejaban atrás años de inferioridad respecto a la Europa del norte, y que desde el sur era también posible armar una economía competitiva, con altas tasas de crecimiento económico, importantes multinacionales y una modernización de sus estilos de vida. En resumen, el país, en el postfordismo de la “Nueva Economía”, parecía encontrar finalmente su sitio en el orden económico internacional. Sin embargo, las debilidades originarias del modelo, reforzadas en esos años del cambio de milenio de vino y rosas, volverían a resurgir tan pronto como la crisis económica mundial estalló.
La crisis financiera de 2008 puso en evidencia que las dinámicas históricas que han ido construyendo la sociedad de consumo en España tienden a presentarse y reaparecer en los momentos de dificultad y caída del ciclo económico. Muchos años más tarde todavía nos encontramos, en gran parte de los comportamientos y desarrollos de las formas de consumo españolas de la última década, con elementos estructurales que se arrastran desde el mismo momento de la formación de un fordismo semiperiférico español y su progresiva conversión en un postfordismo débil y dependiente. Es como si después de años de vivir en el optimismo de la inclusión definitiva en Europa, en sus modos de vida y sus estilos adquisitivos, la crisis trajera un enorme desencanto y frustración de expectativa que volvieron a recrear las imágenes regeneracionistas sobre el lugar descentrado y atrasado de una España ligada sin remedio a las peores fatalidades de la Europa del Sur. Una economía de gran tamaño, pero dependiente financieramente e incapaz de generar con garantía y robustez los recursos de todo tipo necesarios para afrontar una fuerte recesión de la economía.
De aquel modelo de construcción de la sociedad de consumo española quedó su escasa base tecnológica autónoma y sobreexposición a los riesgos internacionales, al estar fuertemente especializada en el negocio turístico, el sector inmobiliario y los servicios financieros. La crisis de la deuda soberana desinfló las burbujas especulativas -aunque con dificultad y con resistencias notables, como se ha manifestado en la vivienda de alquiler- y, como siempre, el modelo español cargó sobre los mercados de trabajo todos los costes de las reestructuraciones y las reconversiones económicas. Esto, más que suponer un colapso o crisis total del consumo, generó el modelo mental de un consumo de crisis, donde muchos de los grupos sociales más afectados por la crisis se aferraron a ajustar su nivel de consumo. La austeridad, los recortes de las prestaciones públicas, la devaluación salarial y las reformas laborales sucesivas fueron la respuesta de las políticas económicas ortodoxas para redimensionar la economía española y volverla a encajar en un lugar todavía más subordinado a los mercados internacionales. Este proceso amplió y profundizó el modelo de postfordismo débil de los años noventa y el cambio de siglo (ver Alonso, Fernández Rodríguez e Ibáñez Rojo, 2016b). Primero desempleo, luego malos empleos, precarización segmentación y dualización, son una especie de reajuste disciplinario y moral convertido en un discurso general, pero extraído directamente del ámbito del consumo y aplicado a grandes capas de la población: la admonición de que “habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades” y que ahora había que “hacer sacrificios” para salir de la crisis se convertía en el santo y seña ideológico de una sociedad de consumo como la española que nunca acababa de tomar conciencia de sí misma como una sociedad definitivamente modernizada y autónoma (Alonso, Fernández Rodríguez e Ibáñez Rojo, 2015). En estos años, el consumo de las clases populares apostó por modelos de resiliencia (Serrano Pascual, Martín Martín y de Castro, 2019) mientras por el lado de las clases altas y medias altas se apostó por modelos de consumo a imagen de las élites mundiales. De esta manera el consumo de esta época de crisis fue tomando formas dualizadas y hasta polarizadas, donde los consumos de lujo o de alto valor se consolidaron o incluso aumentaron cuantitativa y cualitativamente; pero, a la vez, los grandes consumos tendían a mantenerse a base de acudir al low cost, las marcas blancas y en el incremento de los procesos de compra en las plataformas informáticas y la gig economy. Distribución y consumo avanzaron en estos niveles sociales por la senda de la precariedad, de tal manera que el consumidor de productos online crea un empleo débil y coyuntural que, a su vez refuerza los consumos más coyunturales.
El desclasamiento y el miedo al desclasamiento, como miedo a la desvalorización de los capitales sociales, económicos y culturales de las clases medias (ver Chavel, 2016) ha sido uno de los motores más potentes para entender los comportamientos adquisitivos de nuestro país durante la crisis y la postcrisis financiera que ha presidido el último decenio. Cuando parecía que el consumidor español se integraba y homogeneizaba con sus referentes europeos, el conjunto de dudas, aprensiones y miedos a “que las clases medias estén desapareciendo”, ha vuelto a crear la muy persistente percepción en nuestra cultura de nuestra escasa convergencia y recurrente descentramiento de la economía y la sociedad españolas (Alonso, Fernández Rodríguez e Ibáñez Rojo, 2016a y 2017). Es como el eterno retorno a la vía semiperiférica que constituyó nuestro modelo de transición a la sociedad de consumo, evolucionada, transformada y hasta segmentada ahora, pero no por ello menos presente en el imaginario social que conforma el universo cultural de referencia para las prácticas económicas de la población española. Y cuando la desigual recuperación económica del último lustro parecía anticipar un retorno a un modelo de consumo todavía más fragmentado y desigual, el país se vuelve de nuevo a enfrentar a una nueva crisis, en este caso por algo tan inesperado como una pandemia, y cuyas consecuencias a día de hoy parecen, a medio plazo, devastadoras para la economía y sobre todo para los grupos sociales más vulnerables, que ya de entrada han sufrido más los períodos de confinamiento forzado. Aunque es imposible hacer predicciones sobre estas cuestiones en este momento ante la extraordinaria fluidez de los acontecimientos, el escenario más plausible es que, en los próximos años, se vuelvan a reforzar de forma hiperbólica las desigualdades en el terreno del consumo dentro de una sociedad que, estos días, por desgracia, vuelve a mostrar las débiles costuras de su estructura económica y sus instituciones, magnificadas ante el brutal impacto de la crisis.
1 Este trabajo ha sido financiado en el contexto del proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, con referencia PGC2018-097200-B-I00.
2 Por ello, más que considerar el caso español como un caso “excepcional” -en comparación con los casos canónicos de la occidentalización entendida como una tendencia unidireccional modernizadora- es interesante, también, observar el proceso español de transición a la sociedad de consumo como un proceso de hibridación cultural en el sentido de Néstor García Canclini (1990), cuando este hace hincapié en que los procesos por los que las culturas realizan su transición de lo tradicional a la modernidad, son todo menos lineales. No se manifiestan como estadios puros, sucesivos y consecutivos, sino que más bien nos encontramos con situaciones de mezcla y entrecruzamiento que dependen de formaciones sociales y territoriales concretas, y donde los estilos de vida, lejos de responder solamente a un patrón, pueden expresarse en sistemas de identidades múltiples. En la misma línea, Beatriz Sarlo (2020) puso en juego el concepto de modernidades periféricas para romper con la idea dicotómica de que no existen formas de asimilación, producción y relación con códigos cognitivos modernos en territorios donde la hegemonía política se ha construido sobre el tradicionalismo conservador y su especialización internacional en la economía mundial sobre la dependencia internacional. Cuanto más nos separamos de los tipos ideales/ideológicos occidentales, más nos acercamos a procesos hibridados y múltiples.
3 El concepto de atraso económico profundo se la debemos al historiador económico Alexander Gerschenkron (1973) y la asocia a procesos de industrialización derivadas o inducidas desde el exterior, forzadas, por bienes de consumo, inflacionistas que no modifican la estructura institucional de sus territorios, con granes proceso de períodos de estancamiento. No vamos a entrar aquí en el debate historiográfico sobre el tema del fracaso de la revolución industrial en España que, desde que Jordi Nadal (1975) publicó su obra, señera en tantos aspectos, ha estado presidiendo gran parte de las interpretaciones sobre los procesos de industrialización española; en todo caso el propio Jordi Nadal ha limitado y criticado su propia posición y desde luego las sobreinterpretaciones de la misma (Nadal, Carreras y Sudriá, 1987). En gran medida, al abordar el tema como nosotros hacemos, desde una perspectiva relacional de la posición de España en la división internacional del trabajo y de su hibridación cultural, la polémica queda en una pura discusión terminológica. Sí merece la pena hacer referencia a los intentos de introducir la modernización de la industrialización para el consumo final en España, anteriores al Plan de Estabilización: en este sentido, es fundamental el periodo de la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, y su incipiente proceso de crear una norma de consumo modernizada (Arribas, 1994). Esta época es importante como una primera y muy limitada aproximación al consumo de masas, pero culturalmente dominada y expresada de manera aristocratizante en su expresión por el gusto del consumo destinado a las élites nacionales. Como magnífica ilustración de la época, conviene estudiar a fondo el fascinante libro de Jordi Nadal sobre “La Hispano Suiza. Fábrica de Automóviles S.A.”, una empresa innovadora con magníficos resultados técnicos y económicos en la época de la dictadura de Primo y la Segunda República, pero incapaz de llegar a la gran producción de automóviles para las masas y absorbida finalmente en el entramado intervencionista del Instituto Nacional de Industria (Nadal, 2020).
4 El concepto de equipamiento normalizado o standard package -como un conjunto normalizado de objetos de consumo duradero en los que se fundamenta la integración social y económica del consumidor moderno, así como su socialización y capacidad de comparación pública- es uno de la principales aportaciones de David Riesman (1965: 24-63) a la sociología de consumo. Gaspar Brändle ha hecho un muy meticuloso trabajo sobre la evolución en España de los equipamientos domésticos en un período crítico para el cambio de modelo de consumo español: véase Brändle (2007: 75-114).
5 Los primeros en analizar esta revuelta de las élites en lo que se refiere a una exhibición ostentosa de su éxito como posición social y que rompe con la idea del prestigio universal de la clase fueron Taylor (1991) y Lasch (1996). Pinçon y Pinçon-Charlot (2014) analizan a fondo el tema con todas las herramientas teóricas y empíricas derivadas de la sociología crítica francesa y Zygmunt Bauman ha centrado sus muy conocidos trabajos en las consecuencias morales y éticas de esta conversión del consumo distintivo en el santo y seña del reconocimiento social en lo que él llama modernidad líquida y otros directamente postmodernidad: ver, por ejemplo: Bauman (2007 y 2008).
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NOTA BIOGRÁFICA
Luis Enrique Alonso es Catedrático del departamento de sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Especializado en Sociología Económica en su sentido más amplio (economía, consumo, trabajo), ha dirigido numerosas investigaciones en esta área de conocimiento, habitualmente desde una perspectiva cualitativa. Ha publicado más un centenar de artículos en revistas especializadas y en monografías colectivas, además de ser autor de varios libros, siendo los más recientes Los discursos del presente: un análisis de los imaginarios sociales contemporáneos (Madrid, Siglo XXI, 2013, co-escrito con Carlos J. Fernández Rodríguez) y Poder y sacrificio (también con Carlos J. Fernández Rodríguez, Madrid, Siglo XXI, 2018).
Carlos Jesús Fernández Rodríguez es Profesor titular en el departamento de sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Sus intereses de investigación son la sociología del consumo, de la economía, del trabajo y de las organizaciones, con especial interés por las teorías críticas sobre la empresa. Es autor de varios libros (siendo los últimos “Poder y Sacrificio”, co-escrito con Luis Enrique Alonso, Siglo XXI, Madrid, 2018, y “Enter Culture, Exit Arts?”, con Semi Purhonen et al., Routledge, Londres, 2019) y decenas de capítulos de libro y artículos en revistas científicas como Journal of Consumer Culture, European Journal of Industrial Relations, Economic and Industrial Democracy o Research Evaluation.