DOI: 10.22325/fes/res.2023.201

Utopías concretas entre lo rural y lo urbano. Iniciativas comunitarias de agricultura urbana


Concrete utopias between the rural and the urban. Community urban agriculture initiatives



Ion Martínez Lorea ORCID

Departamento de Sociología y Trabajo Social e I-COMMUNITAS: Institute for Advanced Social Research,
Universidad Pública de Navarra, España. ion.martinez@unavarra.es. Email

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 33 Núm. 1 (Enero - Marzo, 2024), a201. pp. 1-21. ISSN: 1578-2824


Recibido / Received: 19/11/2022
Aceptado / Accepted: 13/10/2023



Sugerencia de cita / Suggested citation: Martínez Lorea, I. (2024). Utopías concretas entre lo rural y lo urbano. Iniciativas comunitarias de agricultura urbana. Revista Española de Sociología, 33(1), a201. https://doi.org/10.22325/fes/res.2023.201



RESUMEN

Las situaciones de crisis social, política, económica, sanitaria y medioambiental que venimos experimentando han resultado propicias para la estimulación de la imaginación utópica. Las utopías cobran especial fuerza cuando la realidad y las formas de narrarla, comprenderla y gestionarla se tornan problemáticas. A través de las mismas nos permitimos imaginar formas espaciales, institucionales o sociales diferentes. Un ámbito que se ha prestado a la exploración y experimentación del pensamiento utópico ha sido el de la agricultura urbana y especialmente el de los huertos comunitarios. En este artículo, nos servimos del concepto de utopía concreta desarrollado por Henri Lefebvre con el objeto de analizar las prácticas de los huertos urbanos comunitarios en Pamplona-Iruña, interrogándonos sobre sus potencialidades y limitaciones para responder a situaciones diversas de vulnerabilidad social, así como para repensar la relación entre lo rural y lo urbano.

Palabras clave: Utopía concreta, Henri Lefebvre, agricultura urbana, huertos comunitarios, Pamplona-Iruña.


ABSTRACT

Our current social, political, economic, healthcare and environmental crise situations have stimulated the utopian imagination. Utopias become particularly strong when reality and how it is narrated, understood and managed becomes problematic. Through them, we allow ourselves to imagine different spatial, institutional and social forms. One field that is useful to explore and experience with utopian thinking is urban farming, particularly community allotments gardens. This paper uses the specific concept of the concrete utopia developed by Henri Lefebvre to analyse practices in community urban allotment gardens in Pamplona-Iruña; it, weighs up their strengths and weaknesses to address different social vulnerability situations and rethink the relationship between towns and the countryside the rural and the urban.

Keywords: Concrete utopia, Henri Lefebvre, urban agriculture, community allotment gardens, Pamplona-Iruña.




INTRODUCCIÓN


Decía Ernst Callenbach, autor de Ecotopía (2020) , que “cuando uno comienza con la tierra y el estiércol, nunca sabe lo que puede llegar a suceder” (2020, p. 233). El estudio de los huertos comunitarios de la ciudad de Pamplona-Iruña que aquí presentamos nos permitirá confirmar el sentido de esta afirmación. Las prácticas de agricultura urbana (Mougeot, 2006) analizadas en este texto nos remiten a experiencias específicas, personales y grupales, asociadas a una tierra que enraíza pero que también se remueve y remueve a quien la trabaja. De algún modo, los huertos comunitarios transitan de lo urbano conocido a lo urbano desconocido o, dicho de otro modo, a lo urbano transformado. Por ello, planteamos la posibilidad de definir tales prácticas como utopías concretas. Lejos de las formas socioespaciales fijas y definitivas, a las que se vincula buena parte de la tradición utópica, las iniciativas aquí analizadas muestran a partir de prácticas localizadas en un espacio-tiempo concreto, una potencia de apertura y transformación (sin tener la certeza de cuál va a ser la dirección de tales movimientos), en muy diversas escalas de actuación, desde la propia dimensión socioespacial, que cuestiona los modos de organizar el espacio urbano, pasando por las dinámicas de producción de alimentos, hasta los mecanismos de respuesta que se da la sociedad, tanto a nivel público como a nivel comunitario, en soportes o infraestructuras sociales diversos (Klinenbarg, 2021), ante situaciones de emergencia social o de vulnerabilidades reproducidas y mantenidas en el tiempo (Martuccelli, 2021).

Tomando la tierra como campo de análisis, abordaremos determinadas experiencias que tienen lugar en el presente de nuestras ciudades y que, a partir de la toma de distancia provisional respecto de los ritmos y las formas de la cotidianidad urbana, consiguen dibujar un escenario diferente sin por ello mantenerse en un estadio de abstracción o de evasión de aquella realidad. Muy al contrario, se proponen interpelarla, confrontarla e influir sobre ella. Así pues, en este trabajo planteamos estudiar la Red de huertos comunitarios de la ciudad de Pamplona-Iruña en tanto que ejercicio de transformación social, interrogándonos sobre en qué medida dicha Red puede ser interpretada como una utopía concreta.

Recordaba Mario Gaviria (1980) que para Marx la humanidad solo se plantea los problemas que es capaz de resolver y que, al formular un problema, está presente también el germen de su solución. Y, a la vez, añadía que algo similar sucede con las utopías: no serían meras declaraciones inconcretas e irrealizables sino, muy al contrario, representarían la posibilidad de su realización germinando desde la propia enunciación. Las utopías concretas nos hablan pues de la tensión entre lo posible-imposible, entre una realidad social que genera y reproduce un creciente malestar entre la ciudadanía y una serie de iniciativas y proyectos alternativos que, partiendo de dicha realidad, buscan socavarla. La fuerza de las utopías concretas estaría pues tanto en su capacidad para mostrar un horizonte social alternativo al “neoliberalismo realmente existente” (Brenner y Theodore, 2017), como en hacer factible y asumible dicho horizonte. En otras palabras, las utopías concretas permitirían generar “espacios de esperanza”, recurriendo a la terminología de David Harvey (2003) , haciendo posible lo que a priori se ofrece como imposible.

Partiendo de la interpretación realizada por el filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre (1971, 2013, 2017), proponemos, en el primer apartado, un desarrollo de las características fundamentales que debiera tener hoy la utopía concreta para ser un concepto operativo a través del cual analizar algunas iniciativas socialmente transformadoras localizadas en espacios urbanos, subrayando tanto sus potencialidades como sus limitaciones. En el segundo apartado, ponemos el foco en la agricultura urbana como escenario de transformación social, a través del cuestionamiento de una dicotomía rural-urbano que tiende a desarticular y jerarquizar los territorios, ocultando la relevancia que, por ejemplo, las prácticas de jardinería y horticultura han tenido a lo largo de la historia en las ciudades y, en particular, obviando el creciente protagonismo que la horticultura comunitaria está adquiriendo en las ciudades contemporáneas (Ballesteros, 2018). En el tercer apartado, nos centramos en las prácticas de agricultura urbana mediante el análisis de la Red de huertos urbanos comunitarios de Pamplona-Iruña, planteando la posibilidad de interpretarla como un ejercicio de utopía concreta. Concluimos señalando qué características harían efectivamente de esta Red de huertos comunitarios una utopía concreta y cuáles son las limitaciones detectadas a este respecto.

Este texto se articula a través un análisis metodológico de tipo cualitativo-interpretativo (Alonso, 1998) desplegado en fases diversas entre los años 2020 y 2022, contando con tres líneas principales de recogida y análisis de información: en primer lugar, el trabajo documental basado, por un lado, en la revisión de literatura especializada y, por otro lado, en la reconstrucción crítica del caso a través del estudio de la información relacionada generada tanto por los principales medios de prensa local, por las administraciones locales (Ayuntamiento de Pamplona-Iruña), como por las propias entidades implicadas en la actividad de los huertos comunitarios de Pamplona-Iruña; en segundo lugar, la observación panorámica no participante a través de la visita al espacio donde se localizan los huertos en momentos de actividad más intensa (tardes y fines de semana así como momentos puntuales de celebraciones y situaciones especiales que hacen de los huertos un punto de encuentro de relevancia en la zona en que están insertos) tomando como unidades de análisis los perfiles y roles de las y los participantes, las labores específicas que se realizaban en los huertos y la interacción con otros actores del entorno; finalmente, en tercer lugar, la realización de 18 entrevistas semiestructuradas a informantes clave y a personas expertas.


La utopía concreta


La proclamación de la muerte de las utopías a final de la década de 1980 sirvió a su vez como constatación del triunfo del proyecto neoliberal. Muchas iniciativas emancipadoras vinculadas a la tradición socialista y desplegadas a lo largo del siglo XX habían padecido el descrédito (siendo descalificadas como “utópicas”) bien por ser consideradas carentes de realismo político o bien por quedar asimiladas a las dinámicas totalizantes y totalitarias del estalinismo. La consecuencia entre muchos de aquellos que las habían abanderado fue, por un lado, una actitud defensiva, en forma de sostén agónico del armazón de logros sociales alcanzados en las décadas anteriores, y que estaban siendo desmontados a marchas forzadas, y, por otro lado, una actitud de renuncia a todo lo que pudiera ser asociado con lo utópico (Jameson, 2014).

De forma minoritaria y sigilosa, lejos de los debates políticos e intelectuales centrales, la utopía siguió, no obstante, cultivándose en ámbitos como la literatura de ciencia ficción (véase el caso de Ursula K. Le Guin o Kim Stanley Robinson) o desde parte del pensamiento filosófico (a través de autores que, influyeron claramente sobre los movimientos sociales críticos y alternativos post-68: Cornelius Castoriadis, Guy Debord, Herbert Marcuse o Henri Lefebvre) en lo que se ha dado en llamar la utopía después del fin de la utopía (Fernández Buey, 2007, p. 295). 

En el caso de la ciencia ficción se dio la feliz paradoja, tanto en su formato literario como audiovisual, de haber encontrado un resquicio para reflexionar sobre la utopía desde su antítesis, la distopía (Davis, 2001). El problema subrayado recientemente por autores como Francisco Martorell (2019, 2021) o Layla Martínez (2020) es que algunas distopías incorporadas a los circuitos mainstream y amparadas en el miedo al futuro (frente al utópico deseo del futuro) han logrado justificar y hacer preferible el presente social, político y económico, por mucha destrucción y sufrimiento que venga generando en nuestras sociedades, apuntalando la famosa máxima thatcheriana del “no hay alternativa” y provocando así el bloqueo de la imaginación política y de la exploración de alternativas interpretadas en este caso como imposibles (Harvey, 2003; Eagleton, 2016; Fisher, 2016).

El ascenso de las distopías, entendidas aquí como rechazo y cierre al pensamiento utópico, coincide en las últimas décadas con una intensa sucesión/acumulación de crisis financieras, geopolíticas, sociosanitarias y medioambientales que han mostrado a la vez la arrogancia y las limitaciones del capitalismo para abordarlas, por un lado, sin generar un mayor padecimiento entre aquellos sectores de la sociedad más vulnerables (Fundación FOESSA y Caritas, 2022; European Anti-Poverty Network [EAPN], 2022) y, por otro lado, sin poner en riesgo la sostenibilidad climática y medioambiental del planeta (Tejero y Santiago, 2019; García, 2021).

Aunque tanto los relatos hegemónicos como el momento sociohistórico nos sitúa ante un estrechamiento del futuro, detectamos firmes argumentos teóricos y científicos para la búsqueda de “salidas de emergencia” (Santiago Muiño, 2023). De este modo, con el cambio de siglo y milenio comenzaron a evidenciarse ciertas filtraciones utópicas o, dicho de otro modo, el resurgir de un pensamiento y de una serie de propuestas explícitamente utópicos. Desde muy distintos ámbitos y disciplinas como la geografía (Harvey, 2003; Geocrítica, 2016), la filosofía (Fernández Buey, 2007; Martorell, 2019), la crítica literaria (Jameson, 2014), la sociología (Wright, 2014; Arboleda, 2021), el urbanismo (Careri y Merlo, 2020), el ecologismo (Fundación FUHEM, 2020; Escrivà, 2022) o el ensayo literario (Frase, 2020; Martínez, 2020) hemos podido constatar un auge de lo que Fredric Jameson ha denominado “la diversidad de lo utópico” (Jameson, 2014, p. 15). 

En todas estas aportaciones se recoge de un modo u otro la necesidad de trascender los límites impuestos en el presente a la imaginación o, dicho de otra forma, la necesidad de romper con los límites de lo pensable y de lo que hoy se nos ofrece como imposible, para reivindicar, diseñar y ejecutar proyectos de transformación social, política y económica que hagan viable “un mundo común” (Garcés, 2022). 

Asimismo, en la mayor parte de las iniciativas y propuestas recogidas se plantea la problemática de una utopía que en la tradición clásica (pero también en no pocos proyectos contemporáneos), se ha situado, primero, en otro momento: hablamos, por un lado, de un futuro mejor y, por otro lado, de su contracara, un presente que todavía no es apto para el cambio; y, después, en otro lugar: no en el marco de nuestras ciudades donde se desarrolla la vida cotidiana, y de las cuales solo cabría la huida, sino en territorios vírgenes donde construir una alternativa desde cero (Harvey, 2003). Es decir, se señala la rémora de una utopía que se pospone a sí misma.

Dicho de otro modo, la utopía cobra sentido hoy cuando nos remite a un ejercicio situado en un aquí espacial y en un ahora temporal. Esto supone pues tratar la utopía de una forma concreta, lo cual nos acerca al planteamiento del filósofo alemán Ernst Bloch, quien acuñara el concepto de utopía concreta en su Principio esperanza (2004) . Partiendo de Bloch, el objetivo de la utopía concreta sería, por un lado, superar la condición eminentemente abstracta de una parte de la tradición utópica, mantenida frecuentemente en el nivel de la ensoñación y la inconcreción del diseño, en una lógica de esbozo literario, pero también arquitectónico-urbanístico y político. Por otro lado, la utopía concreta, tiene también como objetivo reconocer la parcialidad y particularidad de muchos proyectos que subrayan su sentido necesariamente dinámico y abierto, enfrentado pues a diseños utópicos rígidos, cerrados y totales.

Siguiendo la estela de Bloch, el filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre, hará suya la reivindicación de la utopía concreta, poniendo en su caso un especial énfasis en la dimensión socioespacial de la misma. Algo que suponía un extraordinario y original cuestionamiento al domino que hasta el último tercio del siglo XX había mantenido la dimensión temporal a la hora de explicar el cambio social (Lefebvre, 2013). Definida inicialmente como utopía experimental (1971), Lefebvre se refiere a la utopía concreta como “la exploración de lo posible humano, con la ayuda de la imagen y lo imaginario -acompañada de una incesante crítica y una incesante referencia- a la problemática dada en lo real” (Lefebvre, 1971, p. 125).

Cuatro elementos resultan fundamentales en la propuesta lefebvriana: en primer lugar, la ruptura del bloqueo a la imaginación en el relato triunfante de la tardomodernidad capitalista; en segundo lugar, la necesidad de concreción y aplicabilidad espacial de los proyectos enunciados con capacidad para aplicarse por caminos y procedimientos diversos; en tercer lugar, la permanente crítica y revisión de las producciones socioespaciales entendidas en oposición a la perfección de la utopía clásica; y, en cuarto lugar, la pretensión de generalización, asumiendo la confluencia de diversas de escalas espaciales interconectadas.

1) Dirá Lefebvre que la especialización y compartimentación del conocimiento y de su aplicación, amparadas en el mito de la tecnocracia y en la naturalización de lo existente, generarán el “bloqueo del pensamiento y la investigación urbanística” (Lefebvre, 1971, p. 209). Una vez desvelada y denunciada tal limitación, resultaría posible liberar el pensamiento y ahondar en las posibilidades de la transformación social desde las experiencias situadas socioespacialmente:

Que la imaginación se despliegue, no lo imaginario que permite la huida y la evasión que sirve de vehículo a las ideologías, sino lo imaginario que se implica en la apropiación (del tiempo, del espacio, de la vida fisiológica y del deseo) (Lefebvre, 2017, p. 135 ).

Este combinatoria de apertura y cierre, de imaginación y concreción, se articulará a través de la búsqueda de lo (im)posible. Frente a una utopía abstracta que “se ocupará de la ciudad ideal sin relación con las situaciones determinadas” (Lefebvre, 1971, p. 124 ), Lefebvre defiende una utopía basada en la detección de las posibilidades (virtualidades) en y de lo real: por un lado, los llamados “lugares socialmente exitosos” (Lefebvre, 2017, p. 131) y, por otro lado, los impulsos transformadores que se detectan dentro de dinámicas o proyectos que no tienen por qué ser en sustancia transformadores. En este sentido, la utopía concreta debe ser interpretada como un ejercicio de ruptura de los bloqueos de la imaginación concibiéndola como una apertura tanto frente al cierre de un presente sin alternativa como del futuro de proyectos utópicos prediseñados con una rígida forma de organización y desarrollo.

2) Ante tales retos, podríamos afirmar que no hay un único modo para caminar hacia la utopía como objetivo y desde la utopía como procedimiento. Ello, precisamente, rebaja el dramatismo y la épica en los proyectos de transformación social, así como la exigencia de lo que, siguiendo a Rendueles (2020) , podemos denominar un “heroísmo político”, es decir, la movilización permanente de la ciudadanía a la que se le exige estar altamente politizada, y que a la postre desmoviliza más que activa y fractura a los no activados frente a los movilizados. Por ello, resulta útil entender la utopía concreta a través de situaciones específicas y localizadas en el territorio en el marco de nuestras sociedades, que permitan proyectarse en otra realidad, pero partiendo de las enseñanzas de la realidad presente, lejos pues de aquellas utopías abstractas que ni pueden ni saben enraizarse en el territorio. Ello exigirá, por un lado, subrayar la parcialidad utópica. Y, por otro lado, requerirá de explorar (frente a apuestas adanistas y heterotópicas) un saber acumulado, ahondando tanto en experiencias negativas, por ejemplo, la memoria del sufrimiento y del padecimiento propio, de otros o de generaciones pasadas, como en las experiencias exitosas sobre las que desarrollar la potencialidad utópica: modos en que organizarse, dialogar, negociar, confrontar, impugnar, reunirse, celebrar, etc. (Lefebvre, 1971).

3) Lefebvre contribuyó a poner los cimientos para la exploración de experiencias concretas de transformación socioespacial, alejadas de cualquier halo de perfección, asumiendo pues la exigencia de tratarlas desde la eventualidad de cada momento y dentro del escasamente reconfortante escenario de la ciudad capitalista. De hecho, Lefebvre no dejó nunca de plantear la exigencia (a políticos, urbanistas, arquitectos y habitantes de la ciudad) de que la utopía fuera considerada, necesariamente, desde una dimensión experimental, lejos de la idealización de diseños pretendidamente autosuficientes y de proyecciones ajenas a las problemáticas presentes, “estudiando sobre el terreno sus implicaciones y sus consecuencias” (Lefebvre, 2017, p. 130). Asimismo, reclamó la necesidad de desplegar una crítica incesante, un cuestionamiento y una evaluación permanentes de los proyectos desarrollados, moviéndose sobre las circunstancias de los individuos y los colectivos que elaboran las utopías, sobre las coyunturas políticas y económicas y sobre las decisiones tomadas y las enmiendas realizadas (Lefebvre, 1971).

4) Un reto fundamental en este caso será preguntarnos sobre la viabilidad de hacer que las utopías concretas trasciendan la especificidad de cada caso y puedan ser ejemplos replicables en el espacio y estables en el tiempo. En relación con esto, el enfoque analítico de Lefebvre, con un lenguaje complejo y no pocas veces críptico, y su anclaje en un periodo histórico concreto, donde se hace frecuente la negación de vínculos con instancias institucionales, corre el riesgo de servir de coartada a quienes, considerándose, en palabras de Raymond Williams (1988) , “verdaderamente radicales”, buscan hacer la desesperación convincente, antes que la esperanza posible. Por ello, creemos oportuna la interlocución y el acompañamiento de otros autores que han dedicado sus esfuerzos a tratar seriamente desde otros enfoques cuestiones como la deseabilidad normativa, la viabilidad técnica o la factibilidad política de las utopías. Es el caso del sociólogo estadounidense Erik Olin Wright (2014) quien también desde la tradición marxista, pero a partir de un tratamiento distinto al empleado por Lefebvre, plantea su investigación sobre las “utopías reales” y su capacidad de generalización 1 . Un caso similar sería el del sociólogo colombiano Martín Arboleda (2021) quien, más allá de los malestares expresados en el territorio y de fogonazos utópicos de autoorganización, plantea la necesidad de dibujar escenarios donde la utopía sea gobernable, planificable y escalable de lo local a lo global.

Como hemos resaltado al comienzo, hay momentos sociohistóricos más propicios que otros para el desarrollo de las utopías y este podría ser uno de ellos. En este sentido, podemos pensar en un tipo específico de utopías concretas que nos ayuden a comprender y explicar dinámicas sociales que se activan frente a las vulnerabilidades asociadas a la ausencia o deterioro de vínculos, prácticas y apoyos comunitarios en entornos urbanos, no desconectadas, claro es, del avance de las vulnerabilidades materiales más básicas (vivienda, empleo, alimentación, salud, etc.) (Martucelli, 2021). Ello pone el foco en las lógicas de gestión política, económica pero también medioambiental crecientemente desligadas de las necesidades ciudadanas y, sobre todo, desligadas de la capacidad de la ciudadanía para intervenir en la articulación de respuestas socialmente eficaces. Sin duda, nos remite igualmente a la toma de decisiones y a la gestión sobre los propios espacios urbanos (derecho a la ciudad), soportes sociales desde los cuales desplegar una vida social y política más rica y donde la confrontación de un menguante valor de uso y un expansivo valor de cambio entrará en evidente liza (Lefebvre, 2013; 2017). En este caso tomaremos como objeto de estudio un conjunto de experiencias de agricultura urbana comunitaria en el contexto de la ciudad de Pamplona-Iruña sobre las cuales nos interrogaremos en qué medida pueden ser interpretadas como utopías concretas. La pertinencia de analizar este caso de estudio deriva de tres elementos concretos: las robustas lógicas participativas vecinales y comunitarias con que cuenta la ciudad de Pamplona-Iruña, especialmente apreciable en el contexto de las crisis más recientes 2 ; una experiencia de largo recorrido histórico en la horticultura informal periurbana y en horticultura comunitaria (Razkin Fraile, 2003, 2009); y, finalmente, representar la Red de huertas comunitarias de la ciudad un caso relevante, dentro de las ciudades españolas de rango medio, de iniciativas sociales comunitarias que permiten analizar las experiencias de transformación social en contextos urbanos de la última década.


La agricultura urbana entre lo rural y lo urbano


Tal como pone de manifiesto Lefebvre (2017) , la relación campo-ciudad ha experimentado profundos cambios a lo largo del tiempo. Atendiendo al proceso de modernización, las ciudades aparecen como las protagonistas indiscutibles (industrialización, civilización), mientras que la naturaleza y el campo tienen una clara caracterización como rémora del pasado (lo no modernizado, lo agrario, lo salvaje) o, en el mejor de los casos, como complemento de dicha modernización, escenario colonizado e incorporado a las dinámicas urbanas (tejido urbano). La urbanización de la sociedad, siguiendo la expresión de Lefebvre, confiere a la ruralidad una condición residual. Tales representaciones de lo rural y lo urbano han llegado a nuestros días hasta el punto de considerar el campo, la naturaleza y la ruralidad como elementos aislados, ajenos a la vida urbana y, con ello, carentes de valor específico para las dinámicas centrales de la sociedad. Incluso cabe preguntarse hasta qué punto la propia investigación social no ha actuado de igual modo, haciendo pasar lo urbano por lo social, es decir, los problemas de las ciudades por los problemas de la sociedad generando toda una zona velada, de falsa residualidad geográfica, demográfica, económica y cultural, de patios traseros o emplazamiento de no-recursos que no se nombran, que no aparecen en la contabilidad medioambiental y que implican a enormes espacios naturales y a muy diversos paisajes sociales rurales y del sur global. La minusvaloración y la invisivilización de lo rural, frente a la hegemonía de lo urbano se produce a la vez que se aprecian claras dificultades para delimitar con precisión los confines de la ruralidad y la urbanidad (Oliva Serrano, 1995; Lefebvre, 2017). Con empeño clarificador, la ruralidad y la naturaleza son expulsadas de los imaginarios urbanos: por ejemplo, la agricultura aparece como complemento fundamental pero externo a la vida urbana. Los planos urbanos (re-productores de las imágenes de la ciudad), señalan baldíos (zonas disponibles para la producción urbana) o zonas yermas (urbanamente improductivas), olvidando (ocultando), que la tierra en y de la ciudad ha sido movilizada (removida) sin pausa a lo largo de la historia para producir alimentos y satisfacer necesidades básicas, generar bienestar y posibilitar el placer de sus usuarios (Gaviria, 1994). En este sentido, las prácticas de la agricultura urbana dan buena cuenta de lo distorsionador de la rígida división y desconexión entre lo rural y lo urbano tal como se ha planteado tradicionalmente, desatendiendo las intensas dinámicas de interconexión entre ambas esferas (Steel, 2022).

Tal como han recogido de modo excepcional José Luis Fernández Casadevante y Nerea Morán (2015) , la relación entre agricultura y vida urbana supone una constante en la historia de las ciudades. Incluso en momentos en que, con el auge de la metrópolis industrial, la actividad agraria parecía completamente ajena a la actividad cotidiana de las y los urbanistas, encontramos infinidad de ejemplos de cómo la agricultura está, nunca mejor dicho, firmemente enraizada en la trama urbanística y social de las ciudades. Es el caso, en el cambio del siglo XIX al XX, de los poor gardens, primero, y los huertos obreros, después, que podemos encontrar en Gran Bretaña, Alemania, Francia o España. Las profundas crisis económicas y la carencia de alimentos darán lugar, en el contexto de la primera y la segunda Guerra Mundial o de la guerra civil española, a los denominados war gardens. No obstante, también podemos dar cuenta de diseños deliberados, donde la agricultura urbana no se muestra como algo que ya estaba ahí o a lo que se recurre de urgencia, sino que forma parte central de la planificación urbanística: basta recordar las propuestas de la ciudad jardín de Howard o la ciudad lineal de Soria donde, precisamente, la reivindicación de la naturaleza y la agricultura urbana forman parte de la pretensión reformadora de una metrópolis industrial que resultaba inhabitable (Hall, 1996).

Aunque existe una enorme cantidad de ejemplos de agricultura urbana a lo largo del siglo XX, podemos decir que la sombra de la ciudad industrial es alargada y no es hasta el último tercio de siglo cuando se retoman con fuerza estas experiencias en muchas ocasiones con una componente de transformación social y política, como es el caso de los huertos urbanos comunitarios, con una especial presencia inicial en Estados Unidos. En el caso español, el trabajo pionero de Mario Gaviria, junto a Artemio Baigorri, sobre agricultura periurbana en Madrid (Baigorri y Gaviria, 1985) puso de manifiesto la importante expansión de huertos informales o en precario, donde se combinan fundamentalmente los huertos de ocio y recreo con los de ayuda a la subsistencia, sin olvidar toda una tradición de huerta periurbana existente previamente en las riberas de los ríos que circundan o atraviesan las ciudades. La expansión urbanística de finales de siglo XX y el boom inmobiliario de comienzos del siglo XXI supuso una amenaza efectiva sobre la agricultura urbana y periurbana que fue desapareciendo bajo la imposición del ladrillo. No obstante, con la influencia del agro-ecologismo y de la reivindicación de la soberanía alimentaria, encontramos a movimientos sociales urbanos diversos como colectivos vecinales, grupos de consumo ecológico, centros sociales okupados que a través de la búsqueda de espacios intersticiales dentro de la trama urbana y suburbana van a dar forma a nuevos huertos comunitarios (Fernández Casadevante y Morán, 2015). 

Frente al tramposamente simplificador desgajamiento y encapsulamiento del campo y la ciudad, de lo rural y lo urbano, buena parte de las narrativas utópicas elaboradas desde Tomás Moro en adelante han enfatizado lo que Carolyn Steel define con ironía como “la obsesión utópica por cultivar cosas” (Steel, 2020, p. 409). En este sentido, debe subrayarse la centralidad que adquieren el huerto y el jardín en muchas utopías escritas, proyectadas y en ocasiones plasmadas sobre el terreno, convertidos en lugares para la buena vida, para el trabajo gratificante, artesanal y cooperativo y para la contemplación y la ociosidad, para el don y para el divertimento.

Tal como recuerda Santiago Beruete (2021) , jardinería y horticultura trascienden una dimensión ética y estética y pueden llegar a cumplir también un rol político, en la doble vertiente de imaginar futuros de transformación social y, a su vez, de movilizar acciones de resistencia e iniciativas de rearticulación social en el presente. Precisamente, hoy en día encontramos la proliferación de experiencias de huertos y jardines comunitarios en infinidad de ciudades del Estado con un marcado carácter político que sirven para vehicular múltiples reivindicaciones ciudadanas (Fernández Casadevante y Morán, 2015).

Repensar nuestro futuro social y político desde la recomposición de las relaciones rural-urbanas que posibilitan algunas experiencias de agricultura urbana requerirá en todo caso de la realización dos prevenciones: en primer lugar, evitar hacer pasar estas experiencias por proyectos finalistas, fijos, cerrados y autosuficientes que opten de un modo acrítico por la tentadora idea clásica de comunidad (Subirats y Rendueles, 2016; Rendueles, 2021). Y, en segundo lugar, evitar que la interconexión entre nuestro ámbito de análisis (espacios hortícolas) y su entorno socioresidencial, refuerce, a través de un énfasis despolitizado de la idea del “reverdecimiento urbano” y la mejora de los “equipamientos ambientales” (Swyngedouw, 2011), los llamados procesos de gentrificación verde (Anguelovski y Connolly, 2019) que a la postre deparen la expulsión de pobladores de bajos ingresos o el simple reforzamiento de la polarización urbana (favoreciendo a los barrios más pudientes). Dicho de otra forma, es importante subrayar los riesgos de que la horticultura urbana quede sobre todo reducida a un mecanismo de legitimación de las nuevas políticas urbanas neoliberales (López Hernández y Martínez Moreno, 2021).


La red de huertos comunitarios de Pamplona-Iruña. Explorando utopías concretas


En la actualidad es cada vez más frecuente encontrar vinculadas las experiencias de agricultura urbana con una cierta dimensión comunitaria y de hecho muchas de las iniciativas que proliferan en nuestras ciudades reciben la denominación de huertos comunitarios. En realidad, la relación entre lo agrario-rural y lo comunitario viene de lejos y, precisamente, cobra relevancia en el momento en que se recuerda que tal relación fue tensionada y/o negada. La Revolución Industrial conllevó el intento de expulsión material y simbólica del agro de las ciudades y supuso un profundo desgajamiento de las comunidades locales agrarias respecto a las tierras y bienes comunales, básicas para su subsistencia (Laval y Dardot, 2015; Ostrom, 2015; Thompson, 2018). A su vez, supuso la ruptura con costumbres e instituciones locales de gestión colectiva de recursos y de cohesión social. Tal como apunta el historiador José Miguel Lana “el siglo XIX es el siglo de los intereses privados y de la desarticulación del régimen comunal” (Lana Berasáin, 2018, p. 100). La privatización de terrenos fue una característica de la Europa decimonónica: se despojaba al campesinado de los derechos de uso de tierras que había tenido; se producía la acumulación de propiedad de tierras en la clase terrateniente; y se impulsaba una economía de mercado que ahondaba en la desigual distribución de las rentas entre las clases sociales. La desamortización civil, en el caso del sur de Europa, y las enclousures, en el caso del Norte de Europa, son los dos grandes hitos de “distribuciones hacia arriba” en el proceso de desposesión de los bienes comunes (Lana Berasáin, 2018).

El estudio de tales procesos ha permitido interpretarlos en muchas ocasiones como una dolorosa ruptura por la desposesión de bienes y derechos a una mayoría social, pero también nos permite entenderlos como una forma de cuestionar el relato único de la modernización-industrialización según el cual los bienes comunitarios se asociaban con el infra-aprovechamiento de los espacios y recursos y con gestiones caóticas (Hardin, 1992). En el caso de Navarra, ya durante la década de 1970 se profundiza en el estudio y reivindicación de los bienes comunales e instituciones y prácticas comunitarias como el batzarre o el auzolan (Gaviria et al., 1978). Son ejemplos de experiencias concretas y saberes acumulados que nos hablan de costumbres comunitarias que han funcionado de modo eficaz durante largo tiempo y que permiten abrir la reflexión sobre la inevitabilidad de los procesos de privatización y mercantilización del espacio. Trasladándonos a una esfera eminentemente urbana, y centrándonos en este caso en Pamplona-Iruña, capital de Navarra, comprobamos que Gaviria (García Tabuenca et al., 1979; Gaviria et al., 1985) y otros autores como Razkin Fraile (2003; 2009), ponen de manifiesto el papel de las actividades agrícolas insertas en el tejido urbano, a partir de su valor social-comunitario, no regido por dinámicas estrictamente mercantiles o, al menos, no en todos los casos.

La horticultura urbana es caracterizada como un mecanismo de resistencia ante la presión urbanística que durante las últimas décadas del siglo XX se ejerce sobre los espacios no edificados de las franjas periurbanas. Pero, a su vez, es una forma de producir socialmente el espacio, conservando y dando forma a un paisaje natural y social, que, por un lado, bascula entre sotos, huertas, edificaciones privadas y dotaciones públicas y, por otro, atiende a los modos de cultivar aunando saberes tradicionales e innovaciones tecnológicas, intercambios y compraventa de productos en los mercados locales y el disfrute de espacios de ocio. Este es el caso de los meandros del río Arga a su paso por el término municipal de Pamplona-Iruña y de tres espacios de referencia destinados a la horticultura en su entorno como son Aranzadi, Rochapea y La Magdalena (García Tabuenca et al., 1979; Gaviria et al., 1985; Razkin, 2003; 2009).

La presión urbanística sobre el espacio hortícola ha continuado con la entrada y avance en el siglo XXI, en unos casos, reduciendo las huertas, como sucede en la Rochapea, y, en otros casos, procediendo a la expulsión de los hortelanos y a la conversión de dichos espacios, como sucede en Aranzadi, en una suerte de parque temático de la horticultura (Centro de interpretación de la agricultura de Navarra), dando la medida del valor simbólico que se le otorga institucionalmente a esta actividad asociada a la naturaleza, al mundo rural y a las labores tradiciones, pero desde la lógica del simulacro, de la copia sin original:

Una intervención que cancela el valor de uso original para favorecer su consumo semiótico masivo (turismo urbano, interpretación tematizada, etc.) y las dinámicas del espectador-cliente frente a las de la ciudadanía activa (Oliva Serrano e Iso Tinoco, 2010).

Sin duda, la centralidad geográfica de estos espacios en el caso de Pamplona-Iruña ha provocado que queden encapsulados dentro de las dinámicas de expansión urbanística y de reconversión de actividades urbanas, experimentando una permanente presión y amenaza a su supervivencia. No obstante, en espacios más periféricos como las riberas del río Arga alejadas del centro urbano siguen existiendo infinidad de huertos, en unos casos informales en otros regularizados por el Ayuntamiento. Algo parecido sucede en los municipios del Área Metropolitana de Pamplona-Iruña, donde además de estas modalidades encontramos la proliferación de un considerable número de polígonos de huertos recreativos con caseta. Por otro lado, los intersticios y baldíos urbanos van a dar cobijo a huertas, gallineros y/o compostadoras promovidas por colectivos vecinales, centros sociales okupados o grupos de consumo ecológico.

Dentro de esta modalidad de proyectos que surgen en los espacios intersticiales de la ciudad y desde una dimensión comunitaria, queremos poner el foco en una experiencia concreta como es la constitución de la Red de huertos comunitarios de Pamplona-Iruña (Figura 1) proponiendo el análisis desde su conceptualización como utopías concretas y preguntándonos sobre el adecuado ajuste de tal conceptualización para dar cuenta de este fenómeno.


Fuente: Ayuntamiento de Pamplona-Iruña y Gobierno de Navarra

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Figura 1 Red de huertos comunitarios en la ciudad de Pamplona-Iruña


La Red de huertos urbanos comunitarios de Pamplona-Iruña está compuesta por cinco iniciativas situadas en diferentes barrios de la ciudad, con características urbanísticas, socio-económicas y demográficas muy distintas entre sí: Piparrika en el Casco Viejo, Krispilak en la Txantrea, Baratzapea en la Rochapea, Udaberri (San Juan Xar) en Donibane y Loraldea (Ermitaldea) en Ermitagaña-Mendebaldea 3 . La primera iniciativa desarrollada surge en el Casco Viejo a través de una propuesta vecinal en 2013 para elaborar un huerto en terrenos municipales, aunque la misma es rechazada por el Ayuntamiento, gobernado por el partido regionalista de centro derecha Unión del Pueblo Navarro (UPN). Con el cambio de gobierno en la legislatura 2015-2019, cuando accede al poder local uno de los denominados ayuntamientos del cambio (coalición progresista de los grupos Bildu, Geroa Bai, Aranzadi e Izquierda-Ezkerra), esta propuesta es reactivada de nuevo por las y los vecinos, cuando se constata que el Ayuntamiento cuenta con un posicionamiento favorable. Así pues, en 2016 comienza su andadura Piparrika que será tomado como modelo para el resto de huertos que conformarán la Red junto a los otros cuatro huertos que se activarán durante los años 2018 y 2019 y que permanecen hoy en funcionamiento, habiendo experimentado evoluciones y dinámicas diversas.

Al comienzo hay un boom del huerto, mucha gente se acercaba y es cierto que al ver que era algo comunitario y que no era “yo me quedo con mi parcela” hubo gente que [se fue]. Ese boom duró un año. Luego sí que ha habido ciclos, donde mucha gente se ha ido acercando y se ha ido. Pero más o menos se ha conseguido un grupo estable (Participante Huerto 1).

Es verdad que cada huerto actúa de manera autónoma y tiene su propia idiosincrasia. Y cada iniciativa es diferente: la Piparrika, por ejemplo, no es solo un huerto, sino que es el proyecto de la plaza [de Santa Ana] y hacerla del vecindario y eso ha traído problemas en el huerto. El resto son el típico huerto, con vallado. La Txantrea también tiene la situación de que el terreno es de Gobierno de Navarra y que quiere hacer vivienda social para mayores y puede que desaparezca donde está (Participante Huerto 2).

Hay también peculiaridades. Por ejemplo, en Mendebaldea-Ermitagaña militábamos en Ermitaldea y el huerto es parte de Ermitaldea, de un todo. Eso facilita mucho. Pero en la Rochapea, ves el huerto que está precioso, pero la relación con otros colectivos del barrio es muy diferente. No es lo mismo formar parte del tejido asociativo y montar dentro un pilar más que unos vecinos montar eso alejado de todo (Participante Huerto 3).

Desde el Ayuntamiento son descritos como “espacios públicos” en cesión sin ánimo de lucro. Son promovidos y gestionados por asociaciones vecinales, donde pueden participar las y los vecinos libremente a partir de un uso colectivo-comunitario, recibiendo apoyo técnico y económico municipal 4 . Entran pues a formar parte de los denominados “espacios públicos de gestión ciudadana”, resultado de la negociación y el acuerdo entre la administración y la ciudadanía organizada (Díaz Orueta et al., 2021).

Por su parte, los huertos urbanos van a afrontar de un modo específico su relación con la idea de comunidad, trascendiendo el sentido idealizado y lastrante de una unidad de pequeño tamaño, homogénea y cerrada (en lo que sería una exaltación esencialista de un grupo social autosuficiente). En este caso, cuando se habla de huertos urbanos comunitarios se señala a una colectividad plural con una base territorial mínimamente estable (una vecindad, un barrio) pero no rígidamente delimitada (porosa), con necesidades y/o intereses compartidos en base a la proximidad a un bien común (Castro-Coma y Martí-Costa, 2016). De esta forma la comunidad no se comportaría como un elemento preexistente, sino que adquiriría forma en el momento en que se despliega la actividad en torno a ese bien:

Nosotros estábamos un poco ahí creando tejido social en el barrio porque aquí no ha habido tejido social en la vida y entonces [...] dijimos “pues adelante” (Participante Huerto 1).

Es un proyecto sociocomunitario que básicamente es crear un espacio de encuentro en el barrio que antes no existía […]. Todos los sábados hay auzolan y los vecinos van ahí a trabajar (Participante Huerto 1).

[Es una] iniciativa de una asociación del barrio, de los dos barrios de Ermitagaña y Mendebaldea, para la gente, para darle un poco más de vida al barrio, aprovechar ahí un terreno y que la gente que le gusta y tiene afición a las plantas, a la ecología y quisiera participar, tuviera la oportunidad de participar (Participante Huerto 2).

También puede entenderse como un ejercicio de reforzamiento de la comunidad surgida en las mismas condiciones desplegando, a su vez, posibles alianzas con actividades desarrolladas previamente y/o en paralelo:

El huerto urbano es una de las patas del trabajo comunitario. [También] Haizaldea, un colectivo infanto-juvenil. Por otro lado, está la comisión cultural y la comisión de fiestas. Y la tercera pata: lo que es el huerto comunitario” (Participante Huerto 3).

El huerto comunitario pone en evidencia su condición de infraestructura social estratégica (Klinenberg, 2021), que actúa como catalizador desde el cual estimular e intensificar las relaciones sociales entre individuos y grupos diferentes en un mismo espacio. De hecho, en el caso de Loraldea, de Ermitagaña-Mendebaldea, se subraya cómo el huerto no se considera un fin en sí mismo, como espacio de producción de alimentos, sino que su valor principal estriba en haber configurado un lugar físico que permite que inquietudes e intereses dispersos germinen gracias a esa infraestructura:

No es un espacio para que unos vecinos hagan unos huertos y ya. Sino que tiene una labor comunitaria, una labor social y educativa y una labor de referente […]. Aparte de ser un espacio de naturaleza dentro de la ciudad. El tener un punto físico, de encuentro para gente del barrio, con cierta mentalidad de soberanía alimentaria y no sé qué, se están viendo iniciativas dentro del barrio de gente del huerto o que nos hemos conocido en el huerto: empezamos a preocuparnos por el pinar que está al lado, se hicieron unas jornadas sobre el cambio climático, sobre el tema energético a la par de la creación de la comunidad local de energía, que hay gente en el huerto ahí, y luego hay un grupo de consumo que se está fraguando en el barrio. Pues todo eso se ha conseguido porque tenemos un espacio físico de referencia. La gente nos ha visto, nos ha conocido. Es un espacio de convergencia, de iniciativas del barrio, de inquietudes (Participante Huerto 3).

El grupo motor de Loraldea está constituido por quince personas voluntarias comprometidas con el funcionamiento permanente del huerto y otra quincena tienen un rol de seguimiento y acompañamiento puntual dependiendo de su disponibilidad laboral y circunstancias personales. La iniciativa y el grupo motor se articulan a partir de la asociación vecinal Ermitaldea, la ya citada Haizaldea, el grupo scout parroquial Dendari y otras personas a título individual.

El perfil mayoritario de las personas integrantes del grupo motor del huerto de Loraldea son jubiladas y personas de mediana edad con trabajo estable, en muchos casos funcionarias. La participación de personas jóvenes es más intermitente condicionada por situaciones de inestabilidad laboral o de infantes o mayores a su cargo, así como por la participación en otros colectivos e iniciativas que no dejan tiempo para dar continuidad a la labor en el huerto. Asimismo, el hecho de que el día de mayor actividad en que se desarrolla el auzolan sea el sábado por la mañana limita en mayor medida la participación de jóvenes.

Además de dar forma y engrosar el tejido social del barrio como mecanismo facilitador para actuar frente a las diversas vulnerabilidades que afectan al vecindario (especialmente a través de colaboraciones pedagógicas con entidades de personas con diversidad intelectual, asociaciones de atención infanto-juvenil, tres colegios del barrio, la recogida de semillas junto a la Biblioteca de Navarra, el reparto de alimentos a familias con necesidades básicas a comedores sociales o prácticas de inserción social), demuestran ser un espacio eficaz para articular respuestas rápidas y adecuadas a las necesidades generadas en momentos de emergencia social más acuciante. Esto se evidenció durante la primera ola de la pandemia de COVID-19 cuando los huertos comunitarios se organizaron para la donación de alimentos a los albergues de personas sin hogar de la ciudad o cuando actuaron como puntos de distribución del Banco de Alimentos 5 .

En unos casos al margen de o en clara confrontación con las instituciones y en otros en colaboración con ellas, demostraron el valor de ese tejido social denso frente a una actuación institucional inicialmente más lenta y errática, penalizada por un considerable desanclaje y desatención del territorio (Martínez Lorea e Iso Tinoco, 2022).

Respecto a la relación de los huertos con la administración local, se aprecia claramente una diferencia con los cambios de gobierno, pasando de un primer momento de cuidado y atención por parte del Ayuntamiento (legislatura 2015-2019) a una fase de desatención y de desgaste que no se materializa en una confrontación directa pero sí en pequeñas trabas administrativas o de financiación por parte de distintas áreas del Ayuntamiento o en el impedimento a la ampliación de huertos a otros barrios de la ciudad (dese 2019). A pesar de ello, desde la Red de huertos comunitarios consideran que el proyecto está lo suficientemente consolidado y con apoyo social amplio como para que sea viable en el corto plazo “echarlo para atrás”. Además, distinguen claramente entre los diversos niveles de la administración: desde las y los técnicos municipales con un trato directo y continuado que tienen interés en que los proyectos funcionen hasta las y los responsables de designación política de área y las y los propios responsables políticos que actúan sobre todo con lógica electoral y con apuestas partidistas. En todo caso, desde la hostilidad o el ninguneo, el Ayuntamiento hace en casos alarde de una iniciativa como la Red de huertos comunitarias:

Es la medallita que se ponen. No somos tan importantes en su estrategia. En toda la comunicación del Ayuntamiento no aparecemos, y si aparecemos se nos ningunea, y dicen que el Ayuntamiento hace los huertos (Participante Huerto 3).

En clave de funcionamiento interno, es importante subrayar el valor otorgado desde las experiencias de los huertos comunitarios al conocimiento previo en torno a la agricultura, tomándolo, en primer lugar, como una línea de continuidad que hace referencia a una suerte de “sustrato cultural común”:

Toda la agricultura periurbana que se daba en los meandros de Aranzadi y de la Magdalena crearon cultura, entonces ahí el volver a recuperar […]. Conocí a los hortelanos de Aranzadi, Magdalena de entonces, de los años 80 y eran colaborativos, incluso había economía circular, los residuos bajaban, algo que ahora parece innovador (Responsable Municipal 2015-2019).

En segundo lugar, como el reencuentro del conocimiento de viejos pobladores rurales que ahora viven en la ciudad en lo que supone la constatación intergeneracional de la continuidad de los vínculos rural-urbanos:

La gente pasa y te pregunta “¿y esto cómo lo hacéis, y esto otro cómo?” Es volver el campo a la ciudad. Lo que antes existía, de nuestros padres y abuelos […] Es que es algo que se ha vivido, las huertas dentro de la ciudad. Y, sobre todo, la relación con los pueblos de mis padres y abuelos. Hay una conexión muy fuerte con los pueblos, con el mundo rural en Navarra (Participante Huerto 3).

Ahora que pasean mucho […] y sobre todo la gente mayor que ha tenido huertos, te recomiendan qué harían, “pues a mí no se me había ocurrido”, gente que ahora vive en Iruña, pero que han vivido toda su vida en un pueblo, que tiene experiencia… o “yo cuando era pequeño…” y te cuentan (Participante Huerto 4).

Y, finalmente, en tercer lugar, como un ejercicio de recuperación simbólico-pedagógica de espacios y prácticas que la urbanización había sustraído a la vida urbana:

[Es] volver a lo de antes, volver a recuperar cosas que no se tendrían que haber perdido. En los pueblos evidentemente es algo que está a la orden del día, pero en una ciudad pues es muy difícil, pero te encuentras niños que no han visto en la vida cómo crece una lechuga o que flipan con las fresas (Participante Huerto 1).

Si atendemos a la forma en que se organiza el espacio de los huertos comunitarios podemos plantearlo como un ejercicio de apropiación ciudadana que recupera asimismo el sentido del comunal agrario, en este caso con el consentimiento de la administración que cede formalmente el terreno.

Yo tengo muy claro que [...] si una asociación no pide un huerto, no hay. El Ayuntamiento nunca ha dicho “en este barrio tiene que haber un huerto”, ni muchos menos. Si una asociación pide que haya un jardín comestible en una zona, pues los técnicos lo estudiamos, se ve viable o no se ve viable y se acaba haciendo. (Personal Técnico Municipal).

Este procedimiento representa un modo de presionar y condicionar a una administración pública que tradicionalmente había mostrado escaso interés y sensibilidad en torno a las formas de organizar y gestionar el espacio al margen de criterios mercantiles y de especialización funcional previamente establecidos. En este sentido, podemos hablar de la profundización del derecho a la ciudad en lo relativo a tomar decisiones sobre el uso del espacio urbano (Lefebvre, 2017). A tal efecto, la apropiación de los denominados “vacíos urbanos” (Fernández y Gifreu, 2016) resulta una oportunidad para que, desde la provisionalidad, se puedan ensanchar los límites de lo posible relativos a la forma de proyectar y articular un espacio, sin perder de vista, claro es, la importancia de los tempos y coyunturas políticas, las posibilidades de alianzas y acuerdos, así como los más frecuentes rechazos o resistencias institucionales.

Hace dos años, más o menos; es un proyecto que se le ocurre a un vecino que dice “hay un descampado ahí donde la biblioteca, vamos a hacer algo ahí, vamos a hacer un huerto” (Participante Huerto 1).

Eso era una zona que lo utilizaban para que los perros hicieran sus necesidades. Era eso. Y es un espacio ganado por el barrio, por el vecindario. La cesión que tenemos en “en precario” lo que quiere decir que en cualquier momento… tampoco la damos muchas vueltas. Nosotros tenemos una concesión por cinco años. El año que viene hacemos el proceso para renovar […] Es cierto que esto, al ser terreno del Ayuntamiento, es más difícil que nos quiten cuando es algo que nos lo han dado ellos (Participante Huerto 3).

A partir de esta apropiación acordada, el espacio del huerto se configura como una institucionalidad público-comunitaria (Cruz Gallach y Martínez Moreno, 2016) que además incorpora a muchos actores sociales que no habían tenido oportunidad siquiera de plantearse ser interlocutores de la administración o protagonistas en las tomas de decisiones sobre el espacio urbano. El huerto comunitario juega así un modesto pero intenso papel como escuela de ciudadanía con altas dosis de pragmatismo relativo a la organización interna, a la legislación y a la negociación con la administración, como campos fundamentales de disputa.

La gente que viene es muy diversa. Hay gente que viene solo porque le gusta las flores y cuesta cómo gestionar las cuestiones comunitarias […], hay que hablarlo, hacer un proyecto… Lo comunitario es algo que se va creando. No hay una gran reflexión sobre qué es lo comunitario. De la gente que estamos, la gran mayoría no ha hecho trabajo en equipo. Hay que emplear ciertas metodologías. Es un aprendizaje de un trabajo en colectivo (Participante Huerto 1).

Igual que el huerto comunitario obliga a través de su misma existencia a replantear la organización de los espacios urbanos, también cumple un rol muy relevante en la reconfiguración de los tiempos urbanos. La incorporación precisamente del espacio-tiempo de la horticultura, los ritmos del trabajo de cultivar y recolectar, la celebración de todo ello y la distribución no mercantilizada de la producción, suponen una invitación a esa consideración diversa de los espacios-tiempos de la cotidianidad urbana.

La producción es de autoconsumo. No tenemos capacidad. Pero, si hay mucha producción, por ejemplo, de lechugas o acelgas, se destina a gente vulnerable o al comedor social. O también hacemos talleres de cocina con colectivos para conocer productos, kilómetro cero y consumo de temporada, y les damos pues espinacas si es la temporada y la receta. Pero la propia normativa del Ayuntamiento nos prohíbe vender, viene en el propio condicionado del Ayuntamiento (Participante Huerto 3).

Es un huerto que es comunitario totalmente, o sea, tanto los trabajos, lo que recolectamos que, bueno, a ver […], la producción no es mucha, es un poco... Ni siquiera llegamos al autoabastecimiento para las personas que estamos allí, ni siquiera, es un poco... Es más bien lúdico (Participante Huerto 5).

La dimensión lúdica está muy presente en la actividad del huerto. La producción hortícola se plantea como un aprendizaje compartido (como vimos en la relación intergeneracional) y un disfrute en sí mismo: con la satisfacción del seguimiento del cultivo y la obtención de resultados tras el trabajo realizado. El ejercicio del don es también parte recurrente de las actividades del huerto: el goce de repartir la producción entre familiares o amigos o el intercambio de saberes. La propia condición de soporte para el encuentro y la cooperación (Sennett, 2012) lo convierten eminentemente en un espacio del placer (Gaviria, 1994). La reunión entre aquellas personas que participan frecuentemente y la visita de curiosos son celebradas a través de la comensalidad a la que invita la propia producción hortícola.

Al final vas aprendiendo y es un goce, es un goce estar y ver las cosas, coger con tus manos, aprender. Es un espacio de disfrute en ese sentido. O gente que viene a pasar, que antes no pasaban, y tenemos las mesas. Es un espacio para el barrio y es un disfrute. La gente dice “yo voy a desconectar, a disfrutar con eso”. De vez en cuando, hacemos los almuerzos y comidas. Por ejemplo, el día de San Juan hicimos una cena con lo del huerto, luego pusimos unas velicas por el recorrido del huerto. Hacemos tanto internas como externas (Participante Huerto 3).

No podemos olvidar que en la reformulación del vínculo entre lo rural y lo urbano, a la que contribuye la práctica de la Red de huertos comunitarios de Pamplona-Iruña, se plantea también una problematización y una respuesta (modesta, a pequeña escala, concreta), a la crisis ecosocial, especialmente visible en el entorno urbano. Tal como recuerdan los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas 6 , aunque las ciudades ocupan el 3% de la superficie del planeta, producen el 70% de las emisiones globales de carbono y consumen el 60% de los recursos del planeta. El modelo de desarrollo urbano contemporáneo con unas dinámicas de producción y consumo expansivas ha tenido un claro efecto sobre la pérdida de biodiversidad planetaria en términos globales y en una desatención a una trama verde urbana que se ha comprobado tiene mucha más relevancia que la meramente ornamental. Así pues, las prácticas de jardinería y horticultura cumplen un papel no menor dentro de las denominadas propuestas de renaturalización urbana al contribuir directamente sobre el descenso de la temperatura y el incremento de la biodiversidad en hábitats urbanizados (Morán Alonso et al., 2021). Es cierto que en el caso de Pamplona-Iruña y su área metropolitana, la propia localización geográfica y las condiciones climatológicas, así como el trabajo realizado en los últimos años en clave renaturalizadora (alta densidad de superficie verde por habitante, desarrollo del parque fluvial del Río Arga, desarrollo de huertos, comopostadoras y gallineros comunitarios, huertos escolares, etc.), no sitúan esta cuestión como una nueva prioridad de los participantes. Sí aparece de forma más visible la preocupación por la producción alimentaria soberana, ecológica y de proximidad (Steel, 2020, 2022). En este sentido, cobra más relevancia la dimensión simbólica del huerto que la producción efectiva presta a satisfacer las necesidades de los habitantes de la ciudad. Por un lado, se resitúa la obtención de alimentos fuera de los circuitos de producción (agroindustria) y comercialización (supermercados) habituales:

Más o menos lo que queremos mostrar es un poco más educativo, educativo en valores ecológicos. Sobre todo, la experiencia que hemos tenido era que venían los críos y sacamos las patatas, pues era la primera vez que veían sacar las patatas. Es algo todavía totalmente novedoso (Participante Huerto 3)

Por otro lado, existe un objetivo de condicionar las formas de producir alimentos en la ciudad mostrando las alternativas que ofrece el huerto comunitario:

Yo me he enfocado en el tema de soberanía alimentaria, y […] la gente [ve] cómo producimos esos alimentos […]. Son huertos ecológicos, como es esta producción (Participante Huerto 6).

No es [solo] lo común, además es en tu misma ciudad, va a ser kilómetro 0, […] soberanía alimentaria, [...] que tú lo que produzcas te lo puedes comer con la garantía sanitaria [de] que eso no tiene producto químico y que vaya de la huerta a tu casa (Personal Técnico Municipal).

En todo caso, estas iniciativas pueden también interpretarse como experiencias piloto que lograrán mayor alcance productivo y replicación espacial con esfuerzo moderado por parte de la ciudadanía y mínima implicación de la administración. Otras iniciativas similares en la misma ciudad, algunas en clave autónoma, y en otros puntos del Área Metropolitana de Pamplona-Iruña así lo atestiguan.



Conclusiones

Según lo visto hasta el momento en este texto, podemos concluir que es factible interpretar la experiencia de la Red de huertos comunitarios de Pamplona-Iruña como una utopía concreta en tanto en cuanto representa iniciativas socioespaciales desplegadas en un contexto urbano específico desde el cual hace frente a situaciones de vulnerabilidad, explorando a su vez la transformación de las condiciones que generan tal vulnerabilidad (Martucelli, 2021).

Podemos afirmar que las utopías concretas analizadas no son, por un lado, ni meras anécdotas detectadas entre las experiencias del activismo militante urbano, pues, su número no ha dejado de crecer durante la última década (Ballesteros, 2018); ni, por otro lado, son elementos ni espacial ni políticamente monolíticos. Pues se asientan y crecen a partir de distintas esferas de actuación, con alcances distintos, con ritmos diversos y con potencialidades también diversas.

Es pertinente pues destacar la existencia de desajustes internos y entre las y los participantes del huerto y otros actores como las instituciones locales o las y los vecinos del entorno, lo que los aleja de cualquier halo de idealización y perfección utópica que, precisamente, nos situaría fuera de la realidad socioespacial sobre la que estas iniciativas pretenden intervenir.

Uno de las cuestiones relevantes que afrontan este tipo de experiencias es la detección de aquellas esferas de actuación que tienen mayor capacidad para incorporar inercias democratizadoras a las dinámicas socioespaciales y que a la postre serán más difíciles de revertir. En este sentido, la evidencia presente de las consecuencias de la crisis ecosocial, a la que el propio modelo urbano ha contribuido, hace que las lógicas de renaturalización en el corto plazo y el replanteamiento de los sistemas de producción y distribución de alimentación en el medio y largo plazo se sitúen en un punto estratégico del quehacer de estas utopías concretas.

Esto está en relación directa con la constatación de que las eventualidades económicas y políticas harán que experiencias como las de los huertos comunitarios y los logros alcanzados sufran situaciones de inestabilidad y de debilidad para proyectarse de modo firme en el tiempo y replicarse en el territorio. Si bien el propio sentido de la Red de huertos comunitarios muestra que, aún desde el padecimiento de resistencias y desgastes derivadas del recurrente desinterés y rechazo de las administraciones públicas, el modelo tiene capacidad de replicación y de permanencia.

Actuando como soportes o infraestructuras sociales (Klinenberg, 2021), los huertos comunitarios generan una apertura de posibilidades en torno a los usos y prácticas, apropiación y organización del espacio, reclamando a su vez la concreción territorial e institucional (Lefebvre, 1971; 2017). Son capaces de movilizar a actores sociales diversos (más allá de aquellos más movilizados y convencidos de antemano), por un lado, desde una clave pragmática que, sin embargo, por otro lado, trasciende la mera obtención de un permiso para constituirse en huerto comunitario. De este modo, recurren a un saber acumulado de prácticas e instituciones comunitarias que sirven de referencia exitosa a través de las cuales trabajar. Pero, a su vez, logran crear alianzas con otras iniciativas sociales en el territorio y densifican el tejido barrial, profundizando su capacidad, en particular, para responder a situaciones de emergencia social (como en el caso del COVID-19) y, en general, para restaurar los vínculos sociales deteriorados. Cuestionan pues el imaginario neoliberal de una vulnerabilidad que se padece y que debe ser gestionada individualmente (Foucault, 2009) constatando la imposibilidad de afrontarla de tal modo (Bauman, 2007; Beck, 2006).

Estas iniciativas se sustentan en gestos y actos cotidianos y en acciones de pequeña escala que pretenden contribuir a la confección de una buena vida en común (Garcés, 2022). Si bien asumen su carácter imperfecto e incompleto. Ni bastan ni se bastan. Por ello, junto a las pulsiones utópicas que los mueven no debe perderse de vista su posicionamiento específico dentro de un escenario más amplio junto a otras esferas estratégicas con las que habrá que contar y sobre las que se deberá influir: instituciones económicas, esfera jurídico-legal, esfera política o el campo de los hábitos y las costumbres (Wright, 2014; Arboleda, 2021).

En tanto que utopías concretas, los huertos comunitarios analizados no generan una ideal burbuja de perfección y completitud, sino que precisamente desde un hacer dinámico, en casos atinado y en casos errático, en casos con gran apoyo popular y en casos de forma cuasi testimonial, y con la exigencia de permanente revisión, se reconocen como una pequeña pieza que asume una labor específica. Dicha labor adquiere un papel relevante en el ejercicio de impugnación de las dinámicas de concentración de poder y recursos y de la mercantilización creciente de múltiples esferas de la vida, que generan y reproducen una fragilidad y vulnerabilidad social y ambiental en aumento (Harvey, 2010; García, 2021). Digamos que realizan, nunca mejor dicho, desde los intersticios de la ciudad capitalista, un aporte concreto en favor de lo que John Holloway (2011) definió como el ejercicio de “agrietar el capitalismo”. De este modo, podríamos afirmar, tal como recientemente recordaba Emilio Santiago Muiño (2022) , que hoy las transformaciones del sistema pasan antes por actuar sobre aquellas partes que lo conforman, como harían las utopías concretas, dando lugar progresivamente a un todo diferente, que por el esbozo de un big bang revolucionario más próximo a la utopía abstracta.




NOTAS


[1] Para una valiosa interpretación de esta propuesta ver Sola Espinosa (2021).

[2] Ver la información relativa al registro de participación ciudadana con fecha de 2021 por parte del Ayuntamiento de Pamplona: https://tinyurl.com/22u8z52p

[3] En este texto hemos centrado nuestra labor en el análisis del trabajo de campo realizado en torno a la experiencia del huerto comunitario Loraldea, de Ermitagaña-Mendebaldea.

[4] Ayuntamiento de Pamplona, (2022). Huertos urbanos. https://www.pamplona.es/huertos-urbanos

[5] La Vanguardia (14-4-2020). La producción de los huertos urbanos de Pamplona se destina a los albergues municipales para personas sin hogar. https://www.lavanguardia.com/local/navarra/20200414/48497182942/la-produccion-de-los-huertos-urbanos-de-pamplona-se-destina-a-los-albergues-municipales-para-personas-sin-hogar.html. Noticias de Navarra (27-4-2020). Huertos urbanos comunitarios dan productos al BAN. https://www.noticiasdenavarra.com/navarra/2020/04/27/huertos-urbanos-comunitarios-dan-productos-2291551.html.

[6] Naciones Unidas. Objetivo 1: Lograr que las ciudades sean más inclusivas, seguras, resilientes y sostenibles. https://www.un.org/sustainabledevelopment/es/cities/


Financiación


Este texto surge del trabajo desarrollado en el marco del proyecto de investigación titulado Iniciativas de innovación social en las prácticas de gobernanza urbana. Un análisis de los procesos y espacios participativos en el marco de las políticas urbanas de Pamplona-Iruña (PJUPNA1920) dirigido por el autor del artículo, y financiado por la Convocatoria de Ayudas para el desarrollo de proyectos de investigación dirigidos por personas jóvenes investigadoras, UPNA 2019

Agradecimientos


Agradezco los comentarios y sugerencias de las personas evaluadoras externas y del equipo editorial de la RES


REFERENCIAS


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