Reseñas de libros e informes / Books and Reports Reviews

DOI: 10.22325/fes/res.2023.156

Joaquín Esteban Ortega, Antropología hermenéutica de la gran salud. Granada: Comares, 2021


Pablo Echeverría Esparza

Universidad Pública de Navarra, España. pablo.echeverria@unavarra.es. Email

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 32 Núm. 1 (Enero - Marzo, 2023), a156. pp. 1-3 ISSN: 1578-2824




La muerte constituye un universal absoluto. Uno de los principales asuntos a ser afrontados por todo grupo humano a lo largo de la historia. De hecho, como diversos autores han apuntado, la manera concreta en que una sociedad enfrenta el hecho ineludible de la finitud de sus miembros da cuenta del funcionamiento mismo de esa sociedad. Se trata del mal, la nada o la alteridad plenas. Lo absolutamente otro, ante y mediante lo cual el propio grupo debe definirse.

En el caso de las sociedades modernas, la forma de relación con la muerte se ha caracterizado por una medicalización destinada a mantenerla apartada de la vida social. A alejarla, aplazarla y empequeñecerla, venciendo sucesivas batallas contra la enfermedad para prolongar la vida, tratando de olvidar el horizonte de la inevitable derrota. Tras un siglo XX en el que esta estrategia alcanzó sus mayores éxitos aumentando enormemente la esperanza de vida, el comienzo del siglo XXI parece venir marcado por el envejecimiento poblacional y las dificultades para comprender, comunicar y afrontar una muerte que, por pura senectud social, no puede sino encontrarse muy presente pese a su evacuación. La muerte, convertida en enemigo por excelencia, está por todas partes, queramos o no (y podamos o no) verlo.

Ante tan desfavorable escenario si lo concibiéramos desde esta lógica bélica que, en alguna medida, se ha establecido, Joaquín Esteban Ortega parece aplicar un enfoque basado en una frase cuyo origen habitualmente se atribuye a Sun Tzu, y que, aunque no aparece en su más célebre obra El arte de la guerra, bien podría hacerlo. Se trata de la pronunciada por Michael Corleone en El padrino: “Ten a tus amigos cerca, y a tus enemigos aún más cerca.” En nuestro caso, ante la transvaloración sufrida por la muerte en la modernidad, convertida en mal absoluto, principal enemigo de la narrativa del progreso encarnada en los avances médicos, de la propia humanidad y, especialmente, de cada ser humano; se trataría de revertir su alejamiento sin olvidar ni pasar por alto su condición de enemigo último, subsanando el error reactivo tardomoderno de pretender reconciliarse con la muerte, incluso abrazarla.

En un contexto de amplia crítica a la moderna evacuación y desaparición de la muerte de la cotidianeidad cuya corriente predominante aboga por su recuperación, reapropiación y/o aceptación, Antropología hermenéutica de la gran salud constituye un valiente ejercicio de problematización que, aceptando la premisa de la perjuiciosa evacuación de la muerte, cuestiona radicalmente estas reacciones reconciliadoras con ella. Desde su perspectiva, la muerte debe recuperarse, reapropiarse, pero para combatirla a muerte; porque para enfrentarla con todo el ser es necesario conocerla, saberla cierta, horrible y acechante. No reaproximarla mediante una idealización amistosa que puede a llegar a pecar de ingenua o naif, sino teniendo siempre presente que se trata de un enemigo a enfrentar: El enemigo a enfrentar. Volver a apropiarse de ella, mantenerla lo más cerca posible, no como reconciliación, sino precisamente debido a la consciencia de tan brutal e ineludible confrontación. Así, el autor reacciona críticamente ante la evacuación de la muerte, pero no planteando la necesidad de reintegrarla en la sociedad mediante su aceptación, sino mediante su asunción ontológica dirigida precisamente a poder afrontarla, a dotarse de herramientas para “luchar incansablemente” contra ella. En palabras de Javier Gomá, “empuñar la indefensión” absoluta del ser que se sabe derrotado de antemano, pero de ello saca fuerzas para establecer una pugna feroz, sostenida, repetitiva e incansable.

Y Esteban-Ortega habla de luchar incansablemente porque, explica, esto no se hace ocasionalmente, de forma novedosa y pasajera, como plantea el discurso médico que lucha contra la relativa excepcionalidad de la enfermedad entendida como contratiempo sobrevenido; sino a diario y mediante la repetición. Y tampoco como el agua que pretende erosionar la roca, sino como la roca que, sabiéndose destinada a ser erosionada, precisamente porque conoce lo inevitable de este final, se resiste a ello durante décadas, dejándose arrancar lo mínimo cada día. Se asume así la normalidad de la muerte en la vida y la conciencia del necesario final funesto, que se haya siempre presente y no sólo al efectuarse. La contradicción y su irresolubilidad es integrada en su propuesta hermenéutica no como excepción o contratiempo, sino como necesidad y virtud. Frente a los pacíficos discursos de conciliación o los equilibrios aristotélicos habitualmente reivindicados, lleva a cabo una defensa de la tensión y su desequilibrio, incorporados en la visión trágica de la predestinación a la derrota. Según Bauman, la muerte es ambivalencia encarnada. Y la ambivalencia, como explica Carl Gustav Jung, actúa como fuerza motriz, que aquí no es generadora de novedad rutinaria o innovación vacía, sino de activa y rebelde repetición. De ahí el elogio al anciano practicado por el autor. La roca anciana no es menos digna por haber sido arrebatada por el agua de una mayor parte de sí, sino que lo es más por llevar más días, más años, más décadas, rebelándose contra ello, defendiendo ferozmente cada partícula propia frente a un agua que ya conoce muy bien. Desde esta perspectiva, no hay mayor creatividad que la de la inmutabilidad. Sorprender cotidianamente a lo inevitable con la valentía trágica de seguir queriendo evitarlo aun sabiéndolo imposible. Como dice Esteban-Ortega, “sin esperanza y sin desesperación”. Por citar otra frase célebremente llevada a las pantallas de cine, en este caso en la película Interstellar, a partir del poema de Dylan Thomas: “No entres dócilmente en esa buena noche, que al final del día debería la vejez arder y delirar” (“Do not go gentle into that good night, old age should burn and rave at close of day”).

Frente al pacífico miedo que se refugia y tapa lo desconocido con biombos, o la sumisa aceptación que abraza la nada creyéndola conocida y amansable, se reivindica el espíritu de rebelión que afronta la terrorífica e incognoscible caducidad del ser con la valentía que la asunción y elaboración interna y narrativa (dialogada) del propio horror proporciona. Con el grado de decisión consecuente habilitado por una actitud trágica, que se sabe invariablemente condenada, no al fracaso, pero sí a la futura derrota, a la tan inaceptable como inevitable muerte. En este horror necesariamente constitutivo de la muerte toma gran relevancia también el dolor que, en la modernidad, queda igualmente relegado a la categoría de mero contratiempo evitable mediante la técnica médica. En tanto que tal, el dolor debe ser eludido y paliado en toda medida posible. Medida que, a su vez, dependerá a menudo de las posibilidades socioeconómicas. El dolor se convierte así en cosa de viejos y en cosa de pobres. Y, como los viejos y las sociedades subdesarrolladas, es cosa del pasado. El progreso -aun cuando en la práctica es precisamente productor de unos y otros- se erige como superador todos estos problemas, que devienen inadmisibles y despreciables. Es por ello que la dignidad de la muerte se determina a menudo en relación con la medida en que esta muerte se produce de forma apacible e indolora. La fobia al dolor y a la comparecencia explícita de las irresolubles tensiones implícitas a la vida -biológica y política- construye fantasías de apaciguamiento, como si la calmada estabilidad del “fin de la historia” anunciado por Fukuyama hubiese llegado y se hubiese consolidado no sólo en el plano político (donde bien sabemos ya que no lo hizo), sino también (e igual de ilusoria y provisionalmente) en el territorio de la salud.

Frente a esta fobia al dolor, también diagnosticada recientemente por Byung-Chul Han, Esteban-Ortega nos recuerda la certeza del dolor, a la par que rescata su valor (hermenéutico, empático, creativo) y, como hace con la muerte, nos invita y nos reta a volver a adueñarnos de él. Lo hace mediante la figura del superhombre anciano, que se apropia de su dolor y lo afirma, porque afirmar su dolor y afirmar su finitud es lo que le permitirá afirmar la vida y la gran salud. De esta manera, rompe con la lógica dicotómica y mutuamente excluyente habitualmente establecida entre vida y muerte, entre salud y enfermedad, integrando con gran acierto la visión heideggeriana de la muerte, en ocasiones malinterpretada desde la simplificación del “Ser para morir”, convertido en mero eslogan. El Ser para morir no implica que este sea el objetivo o la función fundamental del ser humano y que, por tanto, la muerte se añada al final de la vida para completarla y deba ser sumisamente aceptada como culminación del Ser. Por el contrario, la muerte está en la vida desde el comienzo de la misma, y es esta misma certeza la que empuja al Ser a ser, desde la consciencia profunda de ser intrínsecamente finito. La vida es completa en tanto que es siempre plena de muerte. En ello enraíza también la plenitud de la gran salud, henchida de imperfección, colmada de contradicción, ambigüedad y ambivalencia movilizadoras que activan la conciencia de especie y la compasión por el dolor y la muerte, propios y ajenos.

Aquí reside una de las grandes aportaciones de esta obra que nos obliga a volver la mirada hacia la muerte, desafiándonos a desafiarla, tanto si se trata de la propia como de la ajena. De esta manera, unidas a las filosóficas, la brillante provocación del autor adquiere inevitables implicaciones políticas. Frente a la razonable indignación producida por determinadas muertes, por ejemplo, las provocadas por (algunas) guerras, hoy día pareciera reinar cierta aceptación o resignación hacia aquellas que se producen de forma más silenciosa, debido al hambre, la enfermedad, u otros problemas derivados del abandono material. Esta suerte de darwinismo social que únicamente se indigna por las muertes achacables a una acción directa, y no a la inacción y el abandono, representa la más cínica forma de aceptación de la muerte y el sufrimiento, especialmente del resto y muy especialmente de los más desfavorecidos. La insensibilización al dolor se traduce en estos casos en el más absoluto rechazo al dolor propio o cercano, al mismo tiempo que la más absoluta indiferencia hacia el dolor de quien percibimos alejado.

Tal vez esta manifestación de la expropiación de la muerte y la narcotización social sea una de las más dignas de ser combatidas y desterradas de nuestro marco social. La reapropiación reivindicada en Antropología hermenéutica de la gran salud apunta también hacia un posible proceso de resensibilización que fomente tanto nuestra capacidad para sentir, interpretar y afirmar nuestro sufrimiento ontológico, como para denunciar y enfrentar los sufrimientos innecesarios que son cotidianamente asumidos sin atisbo de indignación -aquellos que Marcuse habría podido calificar como “sobrantes”-, corrigiendo tan poco virtuoso desequilibrio, particularmente inmovilizante.

Esta lúcida obra, que encontrará sin duda sus detractores (tal es posiblemente otra de sus virtudes), supone en sí misma un ejercicio de movilización filosófica. Araña hasta hacer muesca en las convenciones de nuestra costra cultural, obligándonos a esa esencial tarea para el sociólogo y el antropólogo y, sin embargo, tan complicada de llevar a cabo autónomamente: La puesta en cuestión de nuestro propio sistema de valores. Aquel que identificamos con “lo normal” o “el sentido común” y que puede llevarnos a naturalizar ciertas formas de afrontamiento de la muerte que, bien por la vía de la evacuación de la muerte y el sufrimiento, o bien por la vía de su pacífica aceptación, suponen igualmente su expropiación sanitaria y su parcial sustracción del núcleo trascendente de la vida social. La simplificación a mera técnica e ingeniería de aquello que, por su propia condición incognoscible e inefable, linda y contacta con lo ritual, lo mítico, lo eterno y lo sagrado. Espacios de reflexión y actuación estos últimos que, reducción mediante, la narratividad hermenéutica sólidamente aplicada por Joaquín Esteban Ortega rescata, afirma y engrandece.