Artículos / Articles

DOI: 10.22325/fes/res.2022.120

Las categorías del juicio escolar en secundaria y la producción cotidiana del fracaso escolar


The categories of school judgment in secondary education and the ordinary production of school failure


Javier Rujas ORCID

Universidad Complutense de Madrid, España. javier.rujas@ucm.es. Email

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 31 Núm. 3 (Julio - Septiembre, 2022), a120. pp. 1-19. ISSN: 1578-2824


Recibido / Received: 31/10/2021
Aceptado / Accepted: 13/03/2022





RESUMEN

Los discursos públicos sobre el fracaso escolar dicen poco sobre cómo se producen los éxitos y fracasos en la práctica cotidiana de las escuelas. Este trabajo analiza cómo se produce el juicio escolar en la educación secundaria obligatoria a partir de un trabajo de campo etnográfico (observación participante y entrevistas) en un instituto público de un barrio popular. Muestra que el juicio escolar —y, con ello, los éxitos y “fracasos” escolares— es producto de un proceso colectivo de categorización y jerarquización del alumnado. Los juicios cotidianos del profesorado movilizan diversas categorías o esquemas de percepción y apreciación incorporados: la presencia, la actitud, el comportamiento, la capacidad y el nivel. Su estudio revela que la educación secundaria, a pesar de las reformas comprensivas y la incorporación de nuevas categorías psicológicas al vocabulario docente, mantiene un fuerte carácter selectivo basado en una mezcla de ideología del don e ideología meritocrática.

Palabras clave: Fracaso escolar, categorías del juicio escolar, juicio escolar, educación secundaria obligatoria, selección escolar.



ABSTRACT

Public discourses on school failure do not say much about how successes and failures are produced in the ordinary life of schools. This paper deals with how school judgment is produced in lower secondary education drawing on an ethnographic fieldwork (participant observation and interviews) in a state secondary school located in a working-class area. It shows school judgment —and, thus, successes and failures at school— are the result of a collective process of categorization and hierarchization of students. Teachers’ ordinary judgements mobilize different categories or schemes of perception and appreciation: presence, attitude, behaviour, ability, level. The analysis shows that, despite comprehensive reforms and the inclusion of new psychologic categories in teachers’ vocabulary, secondary education still shows a strongly selective character based on a mix between the ideology of gift and meritocratic ideology.

Keywords: School failure, categories of school judgement, school judgement, lower secondary education, educational selection.




INTRODUCCIÓN


La dicotomía éxito-fracaso reduce una gran diversidad de situaciones a una oposición binaria (Fernández Enguita et al., 2010). Además, en la vida cotidiana de las escuelas conviven distintas definiciones del éxito y del fracaso. Lo que puede ser un fracaso para el alumnado de un determinado grupo social puede ser un éxito para el de otro, las expectativas de los docentes se modulan en función del público con el que lidian —definiendo y redefiniendo lo que sería un éxito o un fracaso para su alumnado—, y muchas veces los “éxitos” y “fracasos” no se verbalizan como tales, sino que aparecen de forma implícita en los discursos, los gestos corporales o las distribuciones espaciales. Escolarmente, el éxito y el fracaso se dicen de muchas maneras.

Para entender cómo se producen los “éxitos” y “fracasos” escolares en la vida cotidiana de las escuelas hay que entender cómo se produce el juicio escolar, es decir, las percepciones y apreciaciones que los profesionales de la institución escolar, y en particular el profesorado, generan sobre su alumnado. Estos juicios se construyen continuamente en la relación pedagógica, condicionados por las dinámicas y tiempos escolares. Resultan de un proceso colectivo de categorización, clasificación y jerarquización del alumnado que implica a distintos actores en diversos escenarios y rituales escolares y que moviliza distintas categorías de percepción y apreciación docentes. Estos juicios y expectativas se modulan, además, en función de las características sociales del alumnado (clase, género, etnia, etc.), su trayectoria escolar y su inserción en determinados programas o itinerarios escolares (Becker, 1952; Rujas, 2017; Tarabini, 2015). Por último, inciden en el propio alumnado, condicionando sus expectativas, su implicación y su desempeño en la escuela (Río, 2015; Rist, 1991). Entender cómo se construyen estos juicios en la práctica es, por tanto, clave para entender el funcionamiento de la institución escolar y los procesos de éxito o fracaso escolar.

Este artículo analiza cómo juzgan los docentes a su alumnado en la educación secundaria obligatoria (ESO), prestando especial atención a los esquemas de percepción y apreciación que movilizan. Se basa en los materiales producidos por medio de entrevistas y observación participante en un trabajo de campo etnográfico realizado en un instituto público de un barrio popular de Madrid. Tras exponer la aproximación teórica y detallar la metodología seguida, se analizan las categorías del juicio escolar movilizadas por los docentes y cómo se producen y gestionan las articulaciones y discrepancias entre ellas.

La producción del juicio escolar

Los discursos públicos sobre el fracaso escolar nos dicen poco sobre cómo se producen los “éxitos” y “fracasos” en la práctica cotidiana de los centros escolares. Para comprender este proceso, debemos investigar cómo juzgan y clasifican los docentes a sus alumnos, estableciendo jerarquías de valor entre ellos. Las categorías de percepción y apreciación docentes tienen aquí un papel central, como mostraron Bourdieu y sus colaboradores en los años 1960 y 1970. En particular, Bourdieu & Saint Martin (1975) analizaron las “categorías del entendimiento profesoral” estudiando las valoraciones escritas por el profesorado en las redacciones del alumnado y encontraron que los docentes, sin darse cuenta, juzgaban de forma distinta los trabajos de estudiantes de distintos orígenes sociales. El juicio escolar es un juicio social: no es neutro socialmente, aunque esto quede oculto tras los criterios académicos (Bourdieu & Passeron, 1970).

El análisis de las categorías del juicio escolar enlaza con la tradición del análisis de las formas de clasificación (Durkheim & Mauss, 2017). Las clasificaciones no obedecen a criterios lógicos, sino sociológicos, prácticos (Bourdieu & Saint Martin, 1975), que van más allá de los criterios de evaluación empleados conscientemente por los docentes. Son esquemas de percepción y apreciación incorporados (Bourdieu, 1980): se movilizan en forma de operaciones prácticas, generando reacciones mentales, corporales y emocionales (enfado, indignación, pena, frustración, sorpresa, satisfacción, etc.). Son, en este sentido, esquemas generativos vinculados a conjuntos de relaciones sociales, marcos que la sociología debe reconstruir (Martín Criado, 1998a, p. 70). Analizar cómo juzgan los docentes a sus estudiantes cotidianamente permite así captar las disposiciones del habitus docente.

Aunque inició una línea de investigación fructífera, el trabajo de Bourdieu y Saint Martin no estudiaba las “prácticas escolares efectivas” (Lahire, 2000, p. 53) y tendía a representar las categorías del entendimiento profesoral como categorías fijas y consensuales (Darmon, 2012). En este sentido, conviene estudiar los esquemas docentes “en acto, como una dimensión de un trabajo profesoral que se está haciendo” y analizar sus “principios de variación”, las “constricciones no escolares” a las que están sometidos y sus “usos escolares” (Darmon, 2012, p. 6).

Las categorías del entendimiento profesoral no son universales ni inmóviles: pueden variar en el tiempo, entre etapas escolares, según la posición de los docentes en la institución y las constricciones administrativas o situacionales. Difieren, de hecho, entre etapas y contextos tan distintos como la educación infantil —donde se valora la “participación” y se psicologizan fuertemente las diferencias sociales (Darmon, 2001)—, la escuela primaria —donde se da una mayor ritualización y mayor centralidad a lo escrito (Darmon, 2001; Lahire, 2000)—, los procesos de selección para escuelas de élite (Darmon, 2012), las escuelas normales francesas de los años setenta (Bourdieu & Saint Martin, 1975) o los concursos donde compite el “mejor” alumnado de los institutos (Bourdieu & Saint Martin, 1970). Asimismo, en las últimas décadas, el juicio escolar ha incorporado nuevos registros de interpretación (psicológico, sociológico, biológico, neurológico) a los propiamente pedagógicos (Morel, 2012), favoreciendo una medicalización del fracaso (Morel, 2014) y una patologización de la diversidad (Tarabini, 2015). Los juicios escolares no describen nunca únicamente los actos del alumnado, sino al sujeto mismo: son “maneras de calificar a un individuo” en las que además suele estar implicada una “apreciación de normalidad” (Foucault, 2006, p. 25).

El juicio escolar se construye en el contacto cotidiano entre profesorado y alumnado, combinando impresiones conscientes y pre-reflexivas, conocimiento informal e información más formalizada (informes, calificaciones, etc.). Depende, por tanto, de las condiciones específicas de la socialización escolar y de la interacción pedagógica. En la ESO, esta implica una continua negociación del esfuerzo y de las conductas (Martín Criado, 2010), y la propia forma de estar en el aula de los alumnos es constantemente objeto de atención, evaluación y sanción, a diferencia de en la universidad, donde la interacción pedagógica es más distante. Además, frente a etapas escolares anteriores (Darmon, 2001), en secundaria la socialización escolar está más ritualizada, el aprendizaje se concibe como escolar o académico más que “social” y el estudiantado llega con parte del oficio de alumno (Perrenoud, 1990) aprendido y las rutinas escolares interiorizadas —aunque de forma desigual—. Por ello, los requisitos no escolares exigidos y valorados por la institución (Bourdieu & Passeron, 1970; Bourdieu & Saint Martin, 1975) aparecen de forma menos clara, ocultos en los propiamente académicos. Las relaciones pedagógicas, sin embargo, no se reducen a relaciones puramente académicas o de transmisión de conocimientos: están atravesadas por luchas y negociaciones continuas donde están en juego la identidad y el valor social de los individuos. A los discursos y prácticas del profesorado y del alumnado subyace una economía moral de las relaciones pedagógicas: concepciones implícitas de lo que debe ser la relación entre los sujetos de la relación pedagógica que afectan a las formas cotidianas de manejar esas relaciones1.

Asimismo, el juicio escolar está sujeto a constricciones temporales y se produce en la urgencia de la práctica (Bourdieu, 1980), de forma rápida y sin demasiado tiempo para valorar aspectos de la vida del alumnado y su compleja relación con su rendimiento escolar. Estudiar el juicio escolar en acto es, por tanto, estudiarlo en su producción cotidiana, en los diversos escenarios en que se produce, siguiendo a los diversos actores que participan en su producción, mostrando las categorías que moviliza y las constricciones que pesan sobre él. Implica analizar el “efecto estructurante (y no solo estructurado) de las categorizaciones nativas y su carácter dinámico” (Darmon, 2001, p. 526).


Metodología


Estudiar la producción de los juicios docentes requiere una metodología capaz de captar los discursos cotidianos en los que estos se manifiestan y construyen. El planteamiento original de Bourdieu & Saint Martin (1975) tenía la potencia de mostrar de forma muy visible las relaciones entre origen social y juicio escolar cruzando gráficamente los calificativos empleados por los docentes con el origen social de su alumnado en un diagrama. Sin embargo, tenía el defecto de aislar las palabras de los discursos y prácticas en que se insertan, de sus contextos de enunciación y de los efectos que estos tienen. La etnografía, al contrario, nos permite observar las prácticas y discursos en los contextos en que se producen (Hammersley y Atkinson, 1994), captando además sus variaciones entre distintos escenarios, situaciones y actores, y sin aislarlos de sus constricciones sociales, administrativas y situacionales.

El trabajo de campo etnográfico en el que nos basamos se realizó en el curso 2012-2013 en un instituto público de educación secundaria situado en un distrito popular del sur de Madrid, combinando observación participante, entrevistas y análisis de documentos. El centro contaba con una composición social heterogénea: acogía mayoritariamente a jóvenes de clase trabajadora, a una pequeña proporción de clases medias, a población de origen inmigrante y de etnia gitana. La observación se realizó en varios escenarios: en el aula, siguiendo a un grupo de primero y otro de segundo de la ESO; en las juntas de evaluación de esos grupos (segundo y tercer trimestre); y en la sala de profesores, además de en otros eventos puntuales. En el aula, los juicios docentes se expresan de forma explícita e implícita, a través de llamadas al orden verbales y no verbales dirigidas al alumnado, y en las propias calificaciones. Los docentes despliegan cierta dramatización (Goffman, 1959) para negociar el esfuerzo y las conductas y tratar de imponer su definición de la situación (Martín Criado, 2010). En la sala de profesores y en las juntas de evaluación, en cambio, los docentes se encuentran entre pares y se suspende momentáneamente esa fachada (Goffman, 1959): se liberan colectivamente las tensiones, se comparten quejas, se bromea, y se manifiestan los juicios sobre su alumnado de forma más cruda y menos medida (Hargreaves, 1981; Woods, 1979). Por eso son espacios privilegiados para captar la construcción de los juicios escolares y los esquemas de pensamiento docentes.

Se entrevistó a miembros del equipo directivo del centro, a docentes, a profesionales socioeducativos (orientadora, profesora técnico de servicios a la comunidad —PTSC—) y al alumnado (Tabla 1). En este trabajo nos centramos en las entrevistas realizadas a los profesionales del centro, en particular al profesorado2. Tomando como base la observación participante, las entrevistas permitieron profundizar en los esquemas de percepción y apreciación docentes: las preguntas se orientaron a recoger las valoraciones concretas del profesorado sobre sus grupos y alumnos/as para evitar discursos generales y despegados de la práctica. Partimos, así, de sus juicios efectivos (expresados en el aula, en la sala de profesores, en las juntas de evaluación, en las interacciones informales, y en las entrevistas) y no de sus relatos sobre cómo evalúan a sus alumnos o de sus teorías sobre las causas del éxito o fracaso escolar. Apostamos, por tanto, por diferenciar el hacer (los juicios elaborados espontáneamente en la urgencia del momento) y el decir sobre el hacer (las racionalizaciones de los actores) (Lahire, 1998; Martín Criado, 1998a). En los primeros encontramos las claves de la construcción cotidiana de los éxitos y fracasos escolares.


Tabla 1. Muestra de entrevistas.

Categorías de agentes

Entrevistados

Equipo directivo

- Director (2)

- Jefe de estudios (1)

Profesionales socioeducativos

- Orientadora (2)

- Profesora Técnico de Servicios a la Comunidad (2)

- Mediador gitano (1)

Tutores y docentes de grupo

- Tutor del grupo de 1º (1)

- Tutor del grupo de 2º (1)

- Otros docentes del grupo de 1º (2)

- Otros docentes del grupo de 2º (4)

Docentes en medidas de atención a la diversidad

- Profesoras de Pedagogía Terapéutica (2)

- Profesora de diversificación de 3º (1)

- Profesora de compensatoria de 1º (1)

- Profesora de compensatoria de 2º (1)

Alumnado

- Alumnos/as con dificultades en 1º (7)

- Alumnos/as con dificultades en 2º (6)

Total

30 entrevistados, 33 entrevistas

Fuente: elaboración propia. Nota: entrevistamos dos veces al director, a la orientadora y a la PTSC. Una de las docentes daba clase en ambos grupos: aparece dos veces, aunque se contabiliza una.


El análisis que aquí presentamos se centra en los esquemas de percepción y apreciación docentes, apostando por comprender los discursos como prácticas vinculadas a estrategias que dependen a la vez de posiciones sociales y dinámicas de relaciones (Martín Criado, 2014b). A continuación, analizamos cada uno de estos esquemas —la presencia, la actitud, el trabajo/esfuerzo, el comportamiento, la capacidad y el nivel—, junto con los argumentos, atribuciones, expectativas y estrategias docentes con los que se asocian, y finalizamos analizando sus articulaciones y discrepancias en los juicios docentes.

El requisito de la presencia y la estigmatización de los “absentistas”

La presencia y asistencia regular de los alumnos a clase aparece con frecuencia en los juicios docentes. El profesorado clasifica como “absentistas” a quienes tienen abierto oficialmente un protocolo de absentismo, pero también a quienes, desde su punto de vista, se ausentan reiteradamente impidiéndoles ejercer la acción pedagógica. Los grados de “absentismo” son, sin embargo, muy variables entre los alumnos así etiquetados: no hay un criterio “objetivo” en los juicios docentes para distinguir cuándo un alumno es “absentista” o no (salvo cuando se ha abierto un protocolo). Así, en el grupo de primero el profesorado clasificaba como “absentistas” a un grupo de alumnos/as de etnia gitana con grados de ausencia que iban desde asistir a clase una vez al mes a saltarse recurrentemente la primera hora, pasando por ausencias regulares de uno o dos días por semana. La visión etnificada del absentismo hace, además, que se valore el caso de forma distinta y tenga distintas posibilidades de ser objeto de intervención según se pertenezca a la etnia dominante, a la etnia gitana o se descienda de inmigrantes (Río, 2011, p. 46).

La clasificación como “absentistas” tiene un efecto de descalificación simbólica. El/la “absentista” es con frecuencia representado por el profesorado como persona de mala fe, que no hace el esfuerzo considerado mínimo para desarrollar el trabajo pedagógico (la asistencia). El profesorado concibe la relación pedagógica como un contrato donde tanto el docente como el alumnado deben poner de su parte: a la transmisión docente de conocimientos debieran responder los/as estudiantes con muestras de interés y buena actitud. En esta particular economía moral de la relación pedagógica, el alumnado “absentista” no cumpliría con su parte: no asistir o ir “cuando les da la gana” es visto por los profesores como una falta de respeto y de compromiso. El “absentismo” es así juzgado como una variante extrema de la “mala actitud”, generando en los docentes actitudes de desdén, indiferencia, aversión o recriminación.

Estos juicios y actitudes se acentúan cuando se trata de alumnado de etnia gitana y perceptor de ayudas sociales: se les atribuye entonces un cinismo que se explica por características étnicas o culturales, no por la adaptación a las características disciplinarias del propio sistema de ayudas:

Lo del absentismo es lo que a mí más me hace perder los nervios. El absentismo viene fundamentalmente por la población gitana, que vienen para cubrir el expediente, para que no les cuente la falta para su expediente de RMI. Y vienen sin material. Y no consigo, no conseguimos sacarlos adelante. […] vienen un día sí y tres no. (Profesora-Len-ESO1)
Esta mañana con uno que nunca llega a primera hora, siempre llega a segunda como poco, y últimamente las últimas por lo menos seis o siete veces tarde. Después de avisarle en varias ocasiones, […] y ponerle falta […] hoy me llega otra vez tarde. Y he dicho: “Hasta aquí hemos llegado”. Le he cogido, me lo he llevado a Jefatura […]. Le han dejado sin recreo […] y eso le ha sentado como un cuerno. […] Suele ocurrir con alumnos de etnia gitana, que entienden que eso de madrugar es pa’ los payos, que somos gilipollas. Pero para ellos no, son la élite. (Profesor-CCNN-ESO1)

El absentismo se interpreta empleando “atajos culturalistas” que homogeneizan las situaciones heterogéneas del alumnado gitano (Río, 2010, p. 91; 2011, p. 46). Esto no excluye actitudes de mayor tolerancia (intentos de “repescar” a aquellos cuyo absentismo se ve menos grave y a los que se ve con posibilidades de “reengancharse” o con mejor actitud) o negociaciones donde intervienen otros criterios (negociar una presencia mínima para no abrir protocolos a familias que verían peligrar las ayudas que les permiten subsistir)3. No obstante, cuando el profesorado interpreta el absentismo como producto de una mala fe, tiende a delegar la negociación en otros agentes y a adoptar actitudes de rechazo o abandono ante este alumnado.

El profesorado manifiesta pena o rabia por no haber podido desarrollar una acción pedagógica continuada con los/las “absentistas” que han asistido más y han juzgado capaces. La percepción de una capacidad “malgastada” y de que estos alumnos/as no accederán a la salvación por la escuela incrementa la frustración docente:

Y bueno, este, fíjate: falta, falta, falta. ¿Ana? Pues un día viene, un día trabaja, pero en general es absentismo. ¿Y esto? Absentismo. ¿Qué haces con eso? Y este chico, que es gitano también, este chico es listísimo. Pero falta más que viene. […] Viene un día sí y veinticinco no. Y claro, el día que viene y que lo pilla, trabaja más rápido que los otros. Pero claro, ante esa discontinuidad pues no va a aprobar. Imposible. (Profesora-Mat-Comp-ESO2)
El resto de “absentistas”, al no satisfacer el requisito mínimo de presencia, no podrían ser juzgados escolarmente como sus compañeros, lo que genera expectativas.

Las dos caras de la “actitud”, o la buena voluntad escolar

La categoría de actitud es central en el juicio escolar en secundaria. Es una noción ambivalente: suele referirse al comportamiento más o menos aceptable escolarmente (adecuado a las normas escolares), o a un conjunto más difuso de elementos que incluye la disposición del cuerpo, el tono de voz, el autocontrol, los signos verbales o corporales de “interés” y “motivación”, de docilidad, etc. Engloba, por tanto, una serie de disposiciones incorporadas (habitus): ser “educado”, “no sacar los pies del tiesto”, mostrar contención verbal, aceptación de la autoridad, disposición al trabajo escolar, organización, autonomía; reglas de saber estar y de ascetismo escolar que afectan tanto a la producción y circulación del discurso como a los gestos, movimientos y disposiciones del cuerpo. Se adquieren socialmente: cuanto más cercano es el modo de socialización familiar del modo de socialización escolar, más fácilmente se adaptan los comportamientos a las exigencias escolares.

La desigual distribución de estas disposiciones, en particular el desajuste entre el habitus del alumnado de fracciones menos escolarizadas de las clases populares y las exigencias escolares, es percibida por los docentes como diferencias de “hábitos” y actitudes:

El problema principal, como casi siempre en la secundaria, es la disparidad. Te encuentras con alumnos con los que podrías trabajar a un nivel de rigor, de constancia, de trabajo diario estupendo. Y te encuentras con alumnos con los que el nivel de exigencia es más bien el de que sean puntuales (ríe), que se sienten correctamente, que sean capaces de traer el material y ese tipo de cosas. (Profesora-Len-ESO2)
Esto tiene consecuencias en la acción docente: se desplaza el énfasis de lo académico a lo disciplinario o incluso a lo emocional.

Esta división en dos grupos con relaciones distintas con la escolaridad es homóloga a la que el profesorado percibe en el público del centro: un “grueso” de clase media, que “tiraría” académicamente del centro —en realidad formado por alumnos de clase media y de fracciones más escolarizadas de las clases populares que apuestan por estrategias escolares de reproducción o promoción (Martín Criado, 2014a)—; y la población considerada “difícil”, formada por alumnos de clase popular (en realidad de sus fracciones más precarizadas y con menor capital cultural y escolar), de etnia gitana y de origen inmigrante, que tendría más problemas académicos y de conducta.

En la actitud se juzga también la calidad moral: ser “buen chico” o “buena niña”, tener “buen carácter” (sic), pero también se valora que se encarnen valores escolares como el trabajo, el esfuerzo, el “afán de superación” o la ambición, especialmente aquellos con más dificultades escolares, sobre quienes más pesa la inercia de una trayectoria escolar difícil: “Es que se ve cuando alguien tiene interés y lucha por el aprobado, y quien no lucha” (Profesora-Mat-Comp-ESO2). El sujeto que lucha por aprobar es valorado (aunque falle, se valora que lo intente), frente al que no lucha o el que “tira la toalla”. Esta metáfora deportiva del fracaso como derrota o abandono de la competición, habitual en el vocabulario docente, representa implícitamente la educación secundaria como una carrera en la que habría que mantener la “motivación”, aguantar el ritmo, seguir “peleando” incluso cuando el esfuerzo no obtiene recompensa. Esto refleja la moral meritocrática del trabajo escolar incorporada por el profesorado, basada en la exaltación del trabajo y el esfuerzo (sobre todo en el caso de los “malos” alumnos; de los “buenos”, como veremos, se exaltan otras cosas).

En algunos casos, se atribuye este fracaso a causas psicológicas, como falta de autoestima, motivación, confianza en las propias capacidades o “amor propio”:

Laura y Gabriel podrán aprobar por su trabajo. Los demás no, porque no tienen ni hábitos de trabajo ni amor propio como para que les importe el aprobado. […] a Bruno le da igual aprobar que no. Tiene ya asumido que va a repetir. (Profesora-Mat-Comp-ESO2)
Son más infantiles. Con lo cual, bueno, “me ha salido mal una cosa, pues ya la dejo”. Pues así hay varios en la clase. “¿Para qué me voy a esforzar si no merece la pena, si no lo voy a sacar?”. Y en el otro curso son más competitivos, más… de “Venga, voy a intentarlo por lo menos”. Yo creo que ha sido por eso, por dejadez pura y dura... (Profesora-Mat-ESO2)
La dificultad para entrar en el juego escolar y la desimplicación progresiva es percibida como falta de orgullo para “luchar” o falta de madurez, medida no en base a criterios psicobiológicos sino escolares: serían maduros quienes se acercan a las formas de ser valoradas escolarmente (seriedad, continuidad, autonomía, responsabilidad); quienes se alejan de ellas son juzgados infantiles. Lo mismo ocurre con la atribución a la motivación: se percibe como motivado a quien muestra buena disposición al trabajo escolar (atención, “voluntad de aprender”, esfuerzo, ausencia de resistencias). La actitud tiene, por tanto, una dimensión dramatúrgica: se trata de mostrar diariamente al docente el interés en el juego escolar, un aprendizaje clave del currículo oculto (Jackson, 1990) y del oficio de alumno (Perrenoud, 1990).

La propia hexis corporal del alumno —las disposiciones del habitus que regulan la pose, el porte, la manera de moverse y de llevar el cuerpo (Bourdieu, 1980)— es interpretada como indicador de buena o mala actitud, buena o mala voluntad escolar, de ciertos estados psicológicos o de ánimo, o de recepción de la comunicación pedagógica. Así, el profesorado trata de modificar la hexis para que se corresponda con el ideal escolar: las órdenes reiteradas de sentarse correctamente tratan de corregir la mala actitud mediante la adopción de una postura. Sentarse “correctamente”, recto y erguido, mirando al frente, simboliza atención, orientación a recibir el discurso docente, sujeta al alumnado a una visibilidad, a diferencia de otras posturas que permiten disimular, ocultar interacciones con los pares, interpretadas como desinterés y mala actitud (brazos cruzados, tumbarse sobre la mesa, dejarse caer en la silla, estirarse), como signo de una posible patología (mirada perdida, balanceo, inquietud) o como un cuestionamiento de la autoridad (alzar desairadamente un brazo, levantarse, golpear la mesa).

En la valoración de la actitud se juzga globalmente a la persona (Bourdieu & Saint Martin, 1975) y se revelan los criterios no escolares que permean el juicio escolar. Así, algunas disposiciones de los alumnos de clases populares son juzgadas vulgares, revelando la distancia social y cultural que les separa del profesorado:

La tutora dice que Nerea [fracción precaria de clase popular, ESO1] a veces “es muy bruta, tiene gestos muy […]”, pero parece que ahora “intenta reprimir ese gesto vulgar que tiene”. “Mejora”. Otra profesora dice que “no es maldad”. (Obs-JE)
Este etnocentrismo o racismo de clase (Bourdieu, 1979; Bourdieu et al., 1965) se expresa más frecuente y crudamente en el caso de algunas alumnas de clase popular: “Es cortita, pero al menos lo intenta. A veces es un poco arrabalera, pero bueno…” (Obs-SP); “la profesora de Música dice que es una verdulera” (Obs-SP). Estos calificativos se usan en femenino, pero no en masculino. Ello puede deberse a que, a origen social igual, las exigencias sociales de buenos modales, de moderación, de evitación de la “vulgaridad” pesan más sobre las chicas. Esta distancia de clase en general no necesita expresarse tan claramente, pues lo hace a través de las propias categorías escolares.

La actitud implica otros dos esquemas centrales en los juicios docentes en la ESO: el trabajo-esfuerzo y el comportamiento, que analizamos a continuación.

Hacer o no hacer: la ideología meritocrática del trabajo escolar

Los docentes juzgan constantemente el trabajo y el esfuerzo de los alumnos en ejercicios y actividades particulares, pero también globalmente y en términos comparativos. “Hacer” en la escuela es hacer lo que se espera de nosotros escolarmente, trabajar un mínimo de forma visible para el docente; otras acciones (bromear, hablar, dibujar, interrumpir…) se identifican con “no hacer nada” escolarmente.

El trabajo-esfuerzo aparece, así, como condición necesaria del éxito escolar. Esta ideología muestra su versión más extrema cuando se afirma que la única razón de las dificultades escolares de los alumnos es que no trabajan. Los contenidos de las asignaturas serían asequibles para el alumno medio para el que los docentes construyen sus clases (Becker, 1952; Tarabini, 2015), solo se requeriría trabajo:

Hombre, es que las Matemáticas es lo que tiene, que en el momento en que no les sale algo, pues “A mí siempre se me han dado mal las Matemáticas, ¿para qué me voy a esforzar ahora?”. Entonces, sí que tienen dificultades, pero yo creo que en cada curso las dificultades de cada curriculum se pueden solventar perfectamente. Porque… procuramos poner cosas también mecánicas. Con lo cual hay cosas que saldrían si ellos tuvieran su trabajo personal. Hay otras que no, claro. (Profesora-Mat-ESO2)
Esta ideología voluntarista y meritocrática del trabajo escolar obvia las diferencias de origen social, capital cultural y trayectoria escolar, reduciendo la explicación y solución a las dificultades escolares al esquema querer es poder y naturalizando al mismo tiempo el currículo.

Al valorar el trabajo escolar, aparece con frecuencia el argumento de los hábitos de trabajo. Este esquema remite a la interiorización de un habitus escolar ascético basado en la regularidad, la constancia, la organización, la autonomía y la previsión, un ideal que deslegitima otras estrategias como el esfuerzo puntual y la negociación con el profesorado:

Les cuesta mucho porque no tienen un hábito de trabajo, un hábito de estudio. Entonces, ¿qué ocurre? Que lo hacen. […] pero luego van a casa y es complicado y difícil, porque no hacen nada. (Profesor-CCSS-ESO2).
Cuando va llegando el final de evaluación, entonces “voy a meter el turbo”: Ramón, Guillermo, por ejemplo. De llegar al final de evaluación: “Y si ahora te saco un seis, ¿entonces me medias con los anteriores y tal?”. Y bueno, pues ahí han estado. Dejando y retomando, pero… pero estos sí, retomaban de vez en cuando. Y, como no son tontos del todo, pues oye, en el momento en que prestan un poco de atención y están atentos y preguntan, pues sacan. (Profesora-Mat-ESO2)

La ausencia de regularidad y continuidad enlaza con la metáfora del fracaso como desconexión: el ritmo de la clase, marcado por el docente y el currículo, aparecería como una emisión o una corriente continua a la que habría que permanecer conectado para no perderse:

Han desconectado, por completo. Entonces, pues… durante cierto tiempo estás encima de ellos: “Saca la hoja, saca el bolígrafo, escribe, anota, haz…”, pero llega un momento en que ya no… Vamos, que reconozco que han estado allí al fondo de la clase sin molestar […] reconozco que ya no he podido con ellos y los he dejado un poco a su aire. Mientras no me daban la lata, pues yo los he dejado estar. (Profesora-Mat-ESO2)

El ideal del trabajo escolar recurre con frecuencia al estereotipo feminizado de la hormiguita, que encarna una figura de éxito escolar, pero no la más legítima: la de la alumna trabajadora, regular, previsora, que “trabaja” y no pierde el tiempo “no haciendo nada”. La excelencia, sin embargo, la encarnaría el alumnado “brillante”, “excepcional”, “fuera de serie”, que, frente al trabajador/a “ejemplar”, destacaría menos por su tesón, seriedad, regularidad que por sus dotes o inteligencia:

Ninguno de los dos tiene un nivel de conocimientos muy alto, pero son alumnos ejemplares en cuanto al trabajo diario, la seriedad, etcétera. (Profesora-Len-ESO2)
No es que sea un fuera de serie, pero a base de mucho trabajo y de mucho interés, pues consigue sacar notas altas. Y no es que sea un portento de listeza. (Profesor-Len-ESO2)
El sistema escolar valora un tipo de relación con la escuela y con la cultura que no se basa en la laboriosidad —vista como demasiado “escolar”—, sino en la facilidad, la soltura (Bourdieu & Saint Martin, 1970), producto de una familiaridad ligada al origen social y a la herencia cultural (Bourdieu & Passeron, 1964; 1970).

Aunque la imagen del grupo de chicas aparece con frecuencia como encarnación de los valores del trabajo y la actitud, el profesorado muestra una ambivalencia hacia la diferencia de género: esta se constata, pero tiende a negarse y a formularse como coincidencia, sin conectarse con las dinámicas sociales que producen la feminización del éxito escolar (Gómez Bueno et al., 2001).

El grupito de niñas […] están a lo suyo, hacen lo suyo, salen y sin comentarios siempre. Pero el resto cuesta que […] se pongan a trabajar. […] Sí, las chicas son más tranquilas, más serenas. Están más centradas en lo que tienen que hacer. Que da la casualidad, yo creo, que son las chicas. (Profesora-Mat-ESO2)
El grupo de chicas […] coincide que tienen un nivel académico más alto y que tienen una cercanía y una proximidad entre ellas que hacen como una especie de grupo aparte, diría yo, tanto a la hora de participar como de ser, etcétera. […] y estas acabarán haciendo una carrera en la universidad seguro, vamos. O sea, es lo que quieren y para lo que les están metiendo la previa en casa. (Profesor-Len-ESO2)
Esta codificación por grupo (Darmon, 2001) sugiere, además, que las chicas que encarnan el éxito son una parte del todo, las provenientes de familias de clase media o de fracciones más escolarizadas de las clases populares. En el polo opuesto estarían las chicas escolarmente estigmatizadas: las chicas de las fracciones más precarias y menos escolarizadas de la clase obrera, menos dóciles y más distantes de las exigencias escolares; y las chicas gitanas, vistas como reticentes a la disciplina escolar y predestinadas al abandono escolar temprano (Fernández Enguita, 1999; Fundación Secretariado Gitano, 2013).

De la disciplina a la “disrupción”: la valoración del comportamiento

Otra de las categorías tradicionales del entendimiento profesoral es el comportamiento. Conviven diversos criterios de buen y mal comportamiento —está sujeto a interpretaciones (Ball et al., 2012)—, y la distinta presencia de alumnos con mal comportamiento en las clases obliga al profesorado a modular sus expectativas y umbrales de tolerancia. Esto depende de las ideologías pedagógicas y la apuesta del propio centro por una negociación de las malas conductas no basada exclusivamente en la sanción, pero también de las estrategias colectivas del profesorado (evitar el enfrentamiento directo y la expulsión, sancionar sin miramientos —“tolerancia cero”— en cuanto “se pase de la raya”) y de las propias visiones y estrategias de cada docente.

En el polo negativo del comportamiento aparece la figura del alumno “disruptivo”. Esta expresión, de origen anglosajón, designa al alumnado más “indisciplinado” de forma pseudo-técnica y eufemística y se alterna con otras denominaciones impersonales e irónicas (“elementos”, “especímenes”, “piezas”) o informales (“malotes”, “liantes”). Este alumnado es el más estigmatizado escolarmente, asociado con la mayor dificultad para el trabajo pedagógico, y es una referencia constante en las conversaciones:

Hay tres, cuatro personas, que son un poco disruptivas. […] y el resto se contagia, y llega un momento en el que a veces es un poco más complicado poder trabajar y dar clase. […] Algunos de los chavales más complicados, realmente es por una cuestión de que están aquí, pero realmente no quieren estar aquí. No pueden seguir las clases, no les gusta lo que están haciendo, pero por ley les obligan a estar aquí. Entonces claro, llega un momento en que se sitúan… en una posición de aburrimiento que tú, a nivel personal, como tienes que estar pendiente de dar clase, de avanzar en contenidos, de trabajar con los demás, pues llega un momento en que con ellos a veces es un poco difícil. (Profesor-CCSS-ESO2)
Las situaciones y conductas del alumnado definido como “disruptivo” son variables y diversas: interrupciones, comentarios a destiempo, movimientos en el aula, respuestas desafiantes, el juego continuo con los límites de lo legítimo en el aula, etc. Con frecuencia, su fama les precede y se convierten en sospechosos habituales: se avisa al investigador, los docentes y sus compañeros/as esperan de ellos/as estos comportamientos (su papel habitual en la dramaturgia del aula) y son conocidos/as por los jefes de estudios. Este mal comportamiento tiene que ver en ocasiones menos con su “mala educación” (atribuida a la familia) que con unas dificultades escolares que sitúan a este alumnado en desventaja. Los/las estudiantes de fracciones más desposeídas de las clases populares, con dificultades en su relación con el tiempo, la organización, el trabajo escolar (Millet & Thin, 2003), acabarían en una situación precaria y de malestar en la institución, con altas probabilidades de ser descalificados por el profesorado. Ante esto, pueden reaccionar protegiéndose de la descalificación, defendiendo su orgullo dañado o tratando de preservar una imagen ante sus pares y ante sí mismos con comportamientos deslegitimados.

No obstante, otros alumnos con dificultades escolares optan por estrategias de retraimiento y rechazo del juego escolar menos explícitas o visibles. De hecho, el relativo buen comportamiento (o no mal comportamiento) hace su situación más tolerable desde el punto de vista docente (se reitera el esquema “no trabaja/no hace nada, pero no molesta”), aunque no los proteja de la calificación negativa y del fracaso escolar, ni baste para que se considere buena su actitud.

El mal comportamiento aparece como la forma extrema de la actitud negativa y de la mala voluntad escolar, incluso cuando el profesorado le encuentra una explicación externa al individuo (una “mala” socialización familiar, una situación familiar difícil). Por ello, el mal comportamiento es asociado por los/las docentes al fracaso escolar y visto como su anticipación, aunque algunos intenten evitar este estereotipo y reconozcan la existencia de alumnos con resultados aceptables y mala conducta. Por último, la clasificación de un alumno con dificultades escolares como alumno con mala actitud o comportamiento tiende a cerrarle las puertas a determinadas medidas de atención (Rujas, 2017).

De la capacidad a las dificultades de aprendizaje: la ideología del don y sus reconversiones

Bourdieu & Passeron (1970) denominaron ideología del don al modo en que el sistema escolar transmuta diferencias sociales en diferencias de capacidades, dones o talentos naturales: en la escuela, el menor capital cultural del alumnado de clases populares acaba percibiéndose como una menor capacidad natural. Aunque esta ideología persiste, conoció una relativa descalificación con la “democratización” de los sistemas escolares en la segunda mitad del siglo XX (Morel, 2010, p. 321), dando paso a otros registros explicativos del éxito y el fracaso escolar, especialmente al psicológico. Nuevos conceptos vinieron a designar la capacidad o la inteligencia con fórmulas más eufemísticas, que funcionan como su equivalente funcional al explicar las dificultades escolares del estudiantado.

La extensión del concepto psicológico de “dificultades de aprendizaje” entre el profesorado puede entenderse, así, como una psicologización de la ideología del don (Zakaria, cit. en Morel, 2012, p. 138). La aplicación ambigua y genérica de este concepto en la escuela tiende a confundir la existencia de dificultades en el aprendizaje escolar –una forma específica de aprendizaje (Lahire, 2000)– con tener dificultades en el aprendizaje en general. El etnocentrismo profesoral (Bourdieu et al., 1965) toma la parte –lo escolar– por el todo: las dificultades para entrar en la lógica escolar son percibidas como diferencias de “comprensión”, “de aprendizaje” o de capacidad del individuo:

[Sobre una alumna de clase popular, de origen latinoamericano, repetidora, ESO1] Una profesora dice que “tiene un problema de comprensión”. Algunos confirman. […] La tutora precisa que es “mayor” que el resto (tiene quince años), pero a veces “el cerebro no da para más”, hay “un desajuste”. (Obs-JE)

La atribución de capacidad puede ser más o menos explícita según el alumnado: se habla explícitamente de capacidad para quienes tienen o podrían tener, a juicio del profesorado, un “buen” rendimiento escolar; se habla más eufemísticamente del alumnado al que se atribuye menos capacidad, sustituyéndola por “dificultades de aprendizaje” y expresiones similares:

Hay personas que tienen unas dificultades tremendas a la hora de… dificultades de aprendizaje y les cuesta mucho trabajo. Y entonces, […] va a ir tranqueando poco a poco. Que, dependiendo un poco del esfuerzo que le meta, pues va a ir sacando los cursos justita justita. […] Y luego pues hay otras personas que además de tener una capacidad, tienen un interés y están motivadas, y tienen por lo menos una presión familiar, y entonces no van a tener ningún problema. Y luego, tengo otros que tienen capacidades intelectuales suficientes como para hacer cualquier cosa, que dependerá de las ganas que tengan de hacer las cosas o no. (Profesor-Len-ESO2)

Aunque se evita hablar explícitamente de falta de capacidad, salvo cuando se trata de alumnos con necesidades educativas especiales, en contextos informales o inter pares se evoca a través de expresiones como “es de reacción lenta”, “muy cortita”, “tiene deficiencias, no entiende. Le cuesta, es muy corto”, “de donde no hay no se puede sacar” (sic), que se alternan con expresiones más eufemísticas (“dificultades de comprensión”, “dificultades de entendimiento”, “dificultades de aprendizaje”) sin concretar la dificultad o su porqué. En este sentido, aunque se suele atribuir la mala actitud a la educación o a las dificultades familiares (emocionales o económicas), es más raro que se atribuyan las dificultades en el aprendizaje escolar al capital cultural familiar.

La categorización del alumnado como con “dificultades de aprendizaje” o de “comprensión” no se tradujo, en la mayoría de los casos observados, en una asignación a medidas especiales o a una delegación del caso a profesionales para una intervención específica. Más bien, era usada para explicar las dificultades escolares por problemas individuales independientes de la voluntad del alumnado y fuera de la capacidad de acción docente. La psicologización se limita al uso de un registro psicológico débil (Morel, 2012) en los juicios docentes.

El “nivel” y el “desfase”: la centralidad de la norma edad-curso

El nivel, por último, es también un esquema docente central en secundaria. Con esta metáfora física, que evoca una vara de medir (el nivel es “alto”, “bajo”, “medio”), se designa la percepción del grado de adquisición por parte del alumnado del capital escolar requerido para un curso o edad. Junto con las categorías de “desfase” y “retraso curricular”, expresa una percepción docente estructurada por el currículo y por la norma temporal que asocia una edad a un curso y un nivel de conocimientos. Esta norma —que, lejos de ser natural, es un producto histórico (Ariès, 1972)— establece que debe aprenderse una determinada cantidad de conocimientos en un tiempo limitado, marcado institucionalmente. Es incorporada por el profesorado como categoría de juicio y referente del progreso escolar normal: los desvíos de la norma (repeticiones de curso, “desenganches” de un trimestre a otro, la lentitud en un aprendizaje, un “desfase” percibido) aparecen como indicios de dificultad y anticipación de un posible fracaso. Los propios conceptos de “retraso” o “desfase” son metáforas temporales que presentan el fracaso escolar como desvío del ritmo escolar.

Además, el profesorado define la dificultad de su trabajo en función de una imagen ideal del alumnado: cuanto más se desvía el estudiante real del esperado o ideal, mayor es la dificultad percibida (Becker, 1952). Perciben, así, la disparidad de niveles en sus clases como un problema difícil de manejar, fuente de tensiones y frustraciones:

Son grupos complicados [desdobles de Lengua, ESO1] porque hay niveles muy distintos. A veces hay que trabajar con tres niveles distintos […] Hay chicos que no saben nada, nada. […] Hay chicos con muy mala voluntad académica, que rompen todo el rato. Y hay chicos que llevan una escolaridad normal, para que nos entendamos […] Solo vamos a la par cuando leemos. Hacemos lo que podemos. (Profesora-Len-ESO1)
El profesorado juzga y clasifica a los alumnos según su “nivel” o su “desfase”. Invisibiliza y naturaliza, así, la norma edad-curso e identifica la distancia a la misma como problema de los individuos, que no tendrían el “nivel”, aunque a veces se atribuya esta carencia a una “mala” escolarización previa o a la promoción por imperativo legal. Los docentes se forman una imagen aproximada del “nivel” de su alumnado en función de su rendimiento en ejercicios, sus respuestas en clase, sus calificaciones en exámenes y su percepción del “nivel” normal para su edad y curso, basada en el currículo y en el “nivel” percibido en el conjunto de sus estudiantes. Esta percepción puede diferir entre distintos docentes, pues toman sus propias asignaturas como referencia. La existencia de estudiantes que satisfacen las exigencias del currículo evita que este sea cuestionado, así como lo que fija como trayectoria normal.

La categoría de “nivel”, además, se aplica tanto a los alumnos como a los grupos, tomando una parte por el todo (el “nivel” percibido en una asignatura, en un determinado aprendizaje o en una parte del alumnado de la clase) y ocultando diferencias entre estudiantes y entre asignaturas (o dentro de ellas). Esta percepción del “nivel” orienta la acción del profesorado, hace que module sus expectativas sobre los conocimientos que puede transmitir o los métodos pedagógicos que puede aplicar y, si el “desfase” es percibido como suficientemente grande, puede llevar a la asignación de determinados estudiantes a medidas de atención especiales, afectando a sus trayectorias. Puesto que las dificultades del alumnado en los aprendizajes escolares dependen de su capital cultural y de su familiaridad con las normas escolares (Bourdieu & Passeron, 1970), su aprehensión en términos de “retraso” o “desfase curricular” aparece como una de las formas en que las desigualdades sociales se traducen en clasificaciones escolares.

Articulaciones, discrepancias y estrategias en los juicios escolares

Los esquemas analizados se combinan y entran en contradicción con frecuencia en los juicios docentes. Son frecuentes, así, las discrepancias entre rendimiento y trabajo, lo que genera tensión y modulaciones en los juicios. Esto se debe a que el profesorado ve el rendimiento escolar como resultado de la conjunción entre la capacidad del alumno y su trabajo-esfuerzo (entendido como reflejo de su voluntad). El aprobado logrado en el último momento, sin un trabajo regular, se juzga menos legítimo y merecido. Simbólicamente, valdría comparativamente más el resultado de un alumno trabajador que no logra notas brillantes que el de uno que no trabaja y al que se le darían facilidades, percibido como un vago o un cínico que no da todo lo que podría dar de sí:

Mira cómo fue este cinco: dos días antes del examen, eh, vino a los recreos: “Profe, no me entero de nada. Explícame”. Yo en el recreo no me salgo, entonces estuve con él machacando. Y claro, nos hicimos todos los problemas del libro... […] como es un chico listo, pues claro, el cinco le vino al pelo. Además, se lo dije: “Es un cinco engañoso, porque tú no has trabajado en la evaluación. Dos días antes del examen te has venido conmigo, un día a séptima hora y dos recreos, y claro, has vivido de las rentas”. […] Por lo menos tuvo el interés de en dos recreos y una séptima hora venir a buscarme. (Profesora-Mat-Comp-ESO2)
Aunque no se juzgue la calificación del todo ajustada al trabajo y esfuerzo exigidos, esto no sitúa al alumno en lo más bajo de la jerarquía de valores escolares: por debajo quedan quienes no habrían intentado ni mostrado “interés” en aprobar. Se distinguen, por tanto, distintas categorías de buenos y malos alumnos. Asimismo, las calificaciones positivas protegen frente la descalificación escolar cuando se percibe en el alumnado una mala actitud o una falta de capacidad o madurez:
Y hay otra alumna que es excelente en Inglés, que saca buenas notas y su comportamiento está fatal. Y sus contestaciones son muy malas… […] No siempre va mano a mano lo de “mal alumno, mala nota”. (Pausa) Tiene más delito lo de esta chica que casi lo de los otros, porque encima ella va a aprobar y está tocando las narices a los demás. […] Siempre hay algún ejemplo de lo contrario: el alumno malote que luego saca buenas notas. (Profesora-Ing-ESO2)

A la inversa, cuando el rendimiento es negativo, la buena actitud o el trabajo pueden favorecer una mayor tolerancia, empatía o pena por parte del profesorado o estrategias de calificación distintas: calificar más alto de lo merecido para “motivar” al alumnado o por “justicia” frente a otros/as con peor actitud que habrían tenido mejor calificación de la que merecerían. Así, el profesorado valora al alumnado que, manifestando dificultades, compensa invirtiendo en trabajo y esfuerzo:

Esta chica tiene un perfil de diver total, total y absoluto: empezó con dislexia, le saltan las letras […]. No saca dieces, ¿me entiendes? Pero estudia. […] Tiene notas razonables […] Pues ¿cómo no la voy a poner un ocho? Pues claro que se lo voy a poner. Lo tengo claro. (Profesora-Len-Diver-ESO3)
Se recurre a dos estereotipos comunes, que combinan actitud-voluntad y capacidad: los alumnos que quieren, pero no pueden (“trabajan, pero no les luce”, “es cortita, pero al menos lo intenta”, “trabajan, pero les cuesta”) y los que pueden, pero no quieren (“tiene cabeza, pero no trabaja”), desacreditados por falta de esfuerzo-voluntad:
Es muy difícil enseñar a quien no quiere. Más difícil que al que no puede, porque al que no puede, dificultad de cabeza la puede suplir con trabajo, y al final mecaniza las cosas. Pero es que estos [alumnos de compensatoria, ESO2] no quieren. (Profesora-Mat-Comp-ESO2)
Se articulan, así, la ideología del don y la ideología meritocrática. Algunos/as estudiantes, sin embargo, son clasificados en un polo u otro dependiendo del profesor/a. Las fronteras entre estos estereotipos son, por tanto, más difusas y porosas de lo que aparentan.

Por otro lado, el esquema del trabajo se articula continuamente con el de comportamiento. Cuando se percibe que el alumnado no trabaja y tiene mala conducta, se toma como índice claro de fracaso, en este caso percibido como legítimo pues el alumno lo habría querido (o se lo habría “buscado”): su fracaso sería el producto de su mala voluntad escolar, no de una mala acción pedagógica o de circunstancias externas. Si “no molestan”, esto puede servir de atenuante en los juicios docentes, aunque no les proteja del veredicto de fracaso.

La discrepancia entre capacidad percibida y calificaciones también genera frustración docente, especialmente cuando es vista como una falta de voluntad del alumno: “En el examen, mira, un siete y un tres y medio. O sea, es que puede hacerte lo que le dé la gana. Cabeza tiene. Pero mira qué notas, date cuenta. Es que es deprimente” (Profesora-Mat-Comp-ESO2). La distinción entre capacidad y voluntad, y la asunción de que deberían corresponderse o de que todo individuo debería querer desarrollar plenamente su capacidad (en un sentido escolar), hace que el profesorado se indigne cuando considera que una persona es capaz, pero no quiere esforzarse. En este caso, la “mala” actitud aparece como explicación del mal rendimiento y como agravante y legitimación del fracaso. Al contrario, las desventajas percibidas como graves e independientes de la voluntad de los alumnos (condiciones familiares difíciles, discapacidades) aparecen como atenuantes del juicio o ponderación: “bastante” bien van, o “bastante” tienen con sus problemas.

También las discrepancias percibidas por el profesorado entre la calificación y lo que el alumno merecería —por su trabajo y actitud— pueden dar lugar a ajustes de las calificaciones a sus impresiones subjetivas: evitar que “se inflen” (que sean superiores a lo que creen justo o adecuado al mérito), quitando puntos o dedicando parte de la nota a valorar la actitud; elevar la nota de un alumno por pena, por buena actitud o para “salvarle”. La práctica del examen y la objetivación matemática permiten cierta autonomía relativa entre el juicio subjetivo del docente y la calificación: las calificaciones reflejan la realización más o menos exitosa de exámenes concretos, pero no se ajustan necesariamente al juicio que el profesorado se hace del alumnado, que juzga a la “persona total” aun cuando parece juzgar solo sus producciones escolares (Bourdieu & Saint Martin, 1975). Los docentes buscan reducir así la distancia entre ambas dimensiones a través de diversas estrategias.

El alumnado con capacidad y buena actitud que tiene un rendimiento escolar negativo genera sorpresa y preocupación en los docentes. En estos casos, pueden movilizarse otros marcos de interpretación para explicar el rendimiento, atribuyéndolo a problemas psicológicos, médicos o afectivos:

Dos profesores hablan de dos alumnas. Comentan que son trabajadoras, que hacen bien sus deberes, pero que sacan malas notas. Una tiene “dificultades de lecto-escritura”, dicen. Tiene faltas de ortografía muy vistosas a veces. Tiene una “dificultad”, están de acuerdo. Quizá “disortografía”, dice él. (Obs-SP)
Cuando las categorías escolares (actitud, capacidad, nivel) no parecen suficientes para explicar una conducta o forma de estar en el aula, se puede sospechar de una dificultad más grave y recurrir a categorías médicas (como el TDAH), produciendo diagnósticos profanos (Morel, 2012) basados en impresiones:
Hay quizá una o dos personas que deberían recibir algún tipo de tratamiento, no en un sentido bestial de la palabra, pero bueno, quizá con algún diagnóstico pendiente de déficit de atención, de TDAH, de hiperactividad, no lo sé. (Profesora-Len-ESO2)

Las discrepancias entre las expectativas escolares y el comportamiento y rendimiento de los alumnos generan tensiones en el juicio escolar y en la labor docente que tienen efectos en la relación pedagógica. La frustración por la falta de resultados del trabajo pedagógico frente a las resistencias de determinados alumnos se traduce en una rebaja de expectativas y tiende a generar una desimplicación docente en la relación pedagógica con este alumnado. El profesorado tiende entonces a centrarse en quienes percibe buena voluntad escolar y reduce su acción pedagógica con los más reticentes al mínimo o al control de la conducta. Una de las consecuencias perversas de las resistencias a la escuela es, así, que los alumnos con más dificultades escolares se ven condenados a la “exclusión interior” dentro del aula, en un círculo vicioso de mutua desimplicación de la relación pedagógica:

Bruno [fracción precaria de clase popular, ESO2, repetidor, “disruptivo”] en el grupo pequeño no consigo que haga nada, pues ya en el mayor... Además, si me pongo muy encima de él: “La tienes cogida conmigo, es que me tienes manía, es que desde luego”. Como fui su tutora el año pasado, pues al revés, en vez de verlo como “jo, esta está pendiente de mí”, no […] Entonces, ya tiro un poco la toalla, de verdad. (Profesora-Mat-Comp-Eso2)
Además de redefinir las relaciones profesor-alumno, las resistencias escolares también pueden cerrar la puerta a apoyos escolares como las medidas de atención a la diversidad o la intervención de otros profesionales (Rujas, 2017).



CONCLUSIONES


Los juicios docentes producen jerarquías de estudiantes más o menos valorados escolarmente, distintos tipos de “buenos” y “malos” alumnos. Las atribuciones cotidianas de éxito o fracaso se elaboran a partir de distintos esquemas de percepción y apreciación incorporados por el profesorado, movilizando distintos marcos, registros interpretativos, imágenes y metáforas. Estas categorías que estructuran el juicio escolar (presencia, actitud, trabajo-esfuerzo, comportamiento, capacidad, nivel) son evidentes y naturales a ojos de los actores escolares: se dan por hecho, sustrayéndose a toda problematización, y persisten a pesar de las transformaciones del sistema escolar. Sin embargo, son también nociones ambiguas y polisémicas sujetas a distintas interpretaciones y usos estratégicos en la escuela. Tan relevante es analizar cada una de ellas, lo que evoca en el imaginario docente y sus sesgos sociales, como estudiar sus articulaciones y discrepancias en los juicios cotidianos y su imbricación con las estrategias docentes en el día a día.

El estudio de las estructuras cognitivas del habitus docente y sus usos prácticos es fundamental para comprender la “cultura escolar” o las “culturas docentes”. La institución escolar, a pesar de las reformas comprensivas y la incorporación de nuevas categorías psicológicas al vocabulario docente, mantiene un fuerte carácter selectivo basado en una mezcla de ideología del don e ideología meritocrática. En sus juicios cotidianos, el profesorado oscila entre la primera, que atribuye las dificultades del alumnado a una falta de capacidad o a “dificultades de aprendizaje”, y la segunda, que los atribuye a una falta de trabajo o voluntad. La primera explica el rendimiento escolar por características del individuo independientes de su voluntad, la segunda lo atribuye a su voluntad y esfuerzo. Combina, así, la individualización constante de las dificultades escolares con algunas formas de exculpación del alumnado. El ideal docente de alumno/a se corresponde con un habitus escolar ascético, basado en la regularidad, la constancia, la organización, la autonomía y la previsión, y desigualmente incorporado por distintos grupos sociales. Paradójicamente, sin embargo, el sistema escolar valora sobre todo un tipo de relación con la escuela y con la cultura que no se basa en el esfuerzo, sino en la facilidad y la “brillantez”, como apuntaban los trabajos de Bourdieu y sus colaboradores. La centralidad de la actitud, conjunto difuso de disposiciones percibidas en la interacción y en el cuerpo del alumnado, muestra la importancia que tiene en la ESO el saber estar incorporado en la familia.

Estas formas ordinarias de clasificación de los estudiantes son producto de dinámicas escolares donde entran en relación el profesorado y un alumnado de distintos orígenes sociales, con socializaciones familiares más o menos distantes del modo de socialización escolar. Pero también revierten sobre estas dinámicas: abren o cierran posibilidades de acción, intensifican o inhiben el trabajo pedagógico con determinado alumnado y afectan a sus oportunidades y trayectorias escolares.




FINANCIACIÓN


Este trabajo forma parte de una tesis doctoral realizada gracias al programa de Formación del Profesorado Universitario (FPU) del MEC. Una versión previa se presentó en el XII Congreso Español de Sociología (Gijón, 2016).




NOTAS


1 Retomamos el concepto de economía moral, original de E. P. Thompson, tal y como lo empleó Martín Criado (1998b, p. 246 y 347) a las relaciones laborales, para aplicarlo a las relaciones pedagógicas.

2 Para referirnos a las observaciones realizadas en la sala de profesores y en las juntas de evaluación usaremos los códigos Obs-SP y Obs-JE respectivamente. En los fragmentos de entrevistas a profesores, abreviamos la asignatura (Lengua: Len; Ciencias Naturales: CCNN; Ciencias Sociales: CCSS; Inglés: Ing; Matemáticas: Mat) y, en su caso, el dispositivo (compensatoria: Comp; diversificación: Diver). Se usan ESO1, ESO2, etc. para indicar los cursos.

3 Para un análisis de la micropolítica de las intervenciones en torno al absentismo y de las categorizaciones de las familias implicadas en el proceso, véase Río (2010; 2011).


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Nota biográfica

Javier Rujas Martínez-Novillo es Profesor ayudante doctor del Departamento de Sociología: Metodología y Teoría de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y doctor en Sociología por la misma universidad (2015). Antes fue profesor del Área de Sociología de la Universidad de Burgos (UBU) y socio trabajador de la cooperativa de investigación social Indaga (www.indaga.org). Investiga sobre desigualdades sociales y educativas, fracaso, abandono y retorno escolar, políticas educativas y dispositivos institucionales, y transiciones a la educación postobligatoria. Es miembro del GRISE (Grupo de Investigación en Sociología de la Educación, UCM).