Artículos / Articles

DOI: 10.22325/fes/res.2022.118

Las tránsfugas de la clase alta argentina: experiencias formativas de quienes resisten un destino de privilegio


Argentine high-class outcasts: formative experiences to resist priviledge


Victoria Gessaghi ORCID

Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. victoriagessaghi@gmail.com. Email

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 31 Núm. 3 (Julio - Septiembre, 2022), a0. ISSN: 1578-2824


Recibido / Received: 31/10/2021
Aceptado / Accepted: 13/03/2022





RESUMEN

Este artículo recupera una investigación centrada en el análisis de las trayectorias educativas de “la clase alta argentina” y se detiene en un referente empírico poco abordado por los estudios de la reproducción de la desigualdad: las experiencias formativas de aquellos que, contando con todos los capitales para reproducir una posición de privilegio, rompen la continuidad social y se desclasan. A partir de un enfoque etnográfico, el artículo indaga en sus historias de vida y se interroga acerca de qué significa dejar de pertenecer a “la clase alta argentina”, cómo se abandona “una gran familia” y por qué es necesario un trabajo activo de los sujetos para lograr convertirse en un tránsfuga de clase alta. Documenta qué son las propias experiencias formativas de los sujetos en la trama singular del sistema educativo argentino, y la condición de posibilidad del desajuste necesario para instalar una discontinuidad en los procesos de reproducción social.

Palabras clave: Elites, Reproducción Social, Clases sociales, Etnografía educativa, Tránsfugas de clase.



ABSTRACT

Based on previous research on Argentine upper class’s educational trajectories, this article explores an empirical object little addressed by critical theory: the formative experiences of those who having all the capitals to reproduce a privileged position break social continuity and step outside class. Following an ethnographic approach, the article examines their life stories and it addresses what it means to stop belonging to “the Argentine upper class” and how to abandon “a great family”. Furthermore, it describes the active work required to step outside high class. It documents that the subjects' own formative experiences in the singular fabric of the Argentine educational system are the condition of possibility of the distance needed to install a discontinuity in the processes of social reproduction.

Keywords: Elites, Social Reproduction, Social classes, educational ethnography, Class outsiders.




INTRODUCCIÓN


La relación entre educación y desigualdad social ha sido una preocupación central de las ciencias sociales en la Argentina y ha estado asociada a la recepción que tuvo La Reproducción (1970) en ese país: en un contexto de grandes transformaciones sociales y de ampliación de la cobertura en todos los niveles educativos1, las investigaciones recuperaron la teoría de la reproducción y pusieron en cuestión la relación entre acceso a la escuela y movilidad social, discutieron la promesa meritocrática de la escuela moderna y documentaron los diversos modos en que ésta perpetua las desigualdades sociales (Filmus, 1988; Braslavsky, 1985; Krawczyk, 1987; Neufled, 1988; entre otros).

Sin embargo, es justo decir que la influencia de la obra de Bourdieu y Passeron (1970) en la sociología de la educación vernácula no estuvo exenta de lecturas críticas. Algunos trabajos advirtieron las declinaciones y singularidades de los procesos de reproducción en un país cuyo sistema educativo se configuró a partir de las luchas de los sectores medios y populares quienes, muy tempranamente, conquistaron una considerable democratización del acceso a la escuela y resistieron los intentos de institucionalización de trayectos exclusivos para las elites (Puiggrós, 1990; Dussel, 1997). Otros prestaron atención a los procesos de apropiación de la participación activa de los sujetos en la vida cotidiana escolar, trascendiendo las recepciones deterministas iniciales del trabajo seminal de los sociólogos franceses (Rockwell y Espeleta, 1985; Neufeld, 1988; Rockwell, 1996).Entre estos últimos, la etnografía educativa local, inscripta en la tradición de la etnografía educativa latinoamericana, se preguntó por los modos en que los sujetos se apropian activamente de sus condiciones de vida y solo crítica, conflictiva y creativamente reproducen las estructuras sociales (Santillán, 1994; Achilli, 2000; Neufeld, 2000; Cragnolino, 2001). Este enfoque describió la escuela como recurso contradictorio2 y la definió de manera amplia, no reductible a la educación formal. Y pensó “educación” aún más ampliamente: distinguiéndola de escolaridad3 (Rockwell y Espeleta, 1985; Levingson et al., 1996; Rockwell, 2009).

En el recorrido teórico conceptual de la reproducción a la producción cultural, la etnografía educativa amplió considerablemente los límites de los estudios educaciona-les críticos (Levingson et al., 1996). Sin embargo, el compromiso de estos académicos con las mayorías en la región más desigual del mundo, las clases subalternas, llevó a que privilegiaran los estudios vinculados a la relación entre educación y exclusión. Ciertamente, aun cuando existieran estudios en los campos de la sociología y la ciencia política argentina sobre las elites y su relación con el desarrollo o, en su defecto, con la dependencia (Heredia, 2005), hasta la primera década de los años 2000 no hubo en ese país líneas de trabajo sistemáticas ni tradiciones que indagaran en los vínculos entre escuelas, capitales escolares o culturales y elites. Será recién a partir del estallido social del año 2001 y la evidente profundización de la desigualdad de la sociedad argentina cuando la sociología de la educación y la etnografía educativa comenzarán a desarrollar una pluralidad de trabajos que subrayan la importancia de acercarse al estudio de la formación de las elites4 (Tiramonti, 2004; Tiramonti y Ziegler, 2008; Villa, 2011; Méndez, 2013; Fuentes, 2015; Gessaghi, 2016). A diferencia del caso francés analizado en La Reproducción, estos trabajos coincidieron en señalar que en la Argentina no es posible definir a las “elites” a partir de los capitales que los sujetos ponen en juego para acceder a dichas posiciones. Tiramonti y Ziegler (2008) mostraron que el tipo, el volumen y las trayectorias de los capitales de quienes ocupan posiciones jerárquicas dentro de la sociedad argentina son muy diversos y heterogéneos y, a diferencia de las elites francesas, no se evidencia una supremacía del capital escolar.

Inscrita en esta tradición, a lo largo de este artículo, recupero una investigación centrada en el análisis de las trayectorias educativas de “la clase alta argentina”5 dete-niéndome en un referente empírico poco abordado por los estudios de la reproducción de la desigualdad: las experiencias formativas (Rockwell, 2009) de quienes, estando determinados a reproducir una posición social encumbrada, se resisten a continuar un destino dentro de la clase alta. El artículo explora las experiencias formativas de quienes perteneciendo a las “Grandes Familias” argentinas y contando con todos los capitales para reproducir una posición de privilegio, rompen la continuidad social (Eribon, 2017) y se desclasan.

Las interpretaciones que se presentan en el artículo se construyen a partir de un trabajo de campo multisituado6 (Marcus, 1998) llevado a cabo entre los años 2006 y 2019. Durante el periodo, realicé 114 entrevistas en profundidad a hombres y mujeres pertenecientes a “la clase alta argentina” con el objetivo de conocer sus experiencias formativas, sus espacios de sociabilidad, entre otras cuestiones. Accedí al terreno a partir de la red de relaciones construida por los sujetos y las entrevistas se realizaron con personas que nos iban recomendando unas a otras. Aunque no fueron mayoría7, en ocasiones, me era recomendado conversar con sujetos que se autopercibían como “desclasados”.

El artículo indaga en sus historias de vida, describe qué hace y rehace a una “familia tradicional” y se interroga acerca dequé significa dejar de pertenecer a “la clase alta argentina”, cómo se abandona “una gran familia” y por qué es necesario un trabajo activo de los sujetos para lograr convertirse en un tránsfuga de clase alta. Documenta que son las propias experiencias formativas de los sujetos en la trama singular del sistema educativo argentino la condición de posibilidad del desajuste que produce la distancia necesaria para instalar una discontinuidad en los procesos de reproducción social.


ENCLASARSE Y DESCLASARSE


Amalia tiene setenta y cinco años y un apellido “tradicional”. Su bisabuelo fue “un prócer” y su padre, el dueño de varios ingenios azucareros en la provincia de Tucumán. Amalia hizo sus primeros años escolares en una escuela católica inglesa y pasó las vacaciones de su infancia en la estancia familiar, hoy lugar turístico frecuentado por la elite del polo internacional. Durante el año vivía en Recoleta, el barrio más exclusivo de la Ciudad de Buenos Aires, en un petit hotel de tres pisos junto a sus once hermanos. Amalia Uriburu es la primera entrevistada que me dice: “Yo me desclasé”. Y me introduce en esta categoría: ser una desclasada.

“No pertenezco más hace muchos años ni culturalmente, ni por elección, ni por marido, ni por formación de mis hijas. No pertenezco más culturalmente a la clase alta. Vivo en Almagro. Mis hijas fueron a colegios de clase media. No tengo hábitos, cultura, nada”, dice.

Lo que Amalia llama “hábitos, cultura” de clase alta es una representación amplia-mente instalada en el sentido común en la Argentina respecto de una red de grupos de parentesco vinculados a través de sus apellidos, que son asociados a la “elite fundadora de la patria” y que tienen un pasado en el país con anterioridad a las inmigraciones masivas de principios del siglo XX. A grandes rasgos, la “clase alta” es una categoría nativa que remite a una trama formada por las “familias tradicionales” de nuestro país: “llegaron primero”, están vinculados a “la tierra” y fundaron —según representaciones ampliamente instaladas— buena parte de la Argentina moderna. Estar inserto en una red social formada por algunas familias, vivir en determinados barrios de la Ciudad de Buenos Aires, veranear en Punta del Este o en la estancia familiar, concurrir a determinados clubes y ser católicos son algunas de las prácticas que diferencian (Gessaghi, 2016).

Sin embargo, los sectores más privilegiados de la Argentina debieron asumir los desafíos de una sociedad cambiante cuyas jerarquías son siempre sensiblemente cuestionadas por los efectos de la movilidad social o por la expansión de la educación o del consumo. Es decir que las fronteras sociales de la clase alta se han debido edificar y recomponer constantemente. En ese trabajo de distinción el apellido marca inicialmente la pertenencia a este grupo social y la riqueza material no legitima el acceso a este grupo social (aunque muchos de estos grupos familiares son ricos). Esto expresa, por un lado, la competencia con otras fracciones de la clase dominante que conquistan posiciones a través de la acumulación de bienes materiales (Gessaghi, 2016). Por otro, se articula con tradiciones históricas propias de la Argentina: en la trama de una configuración cultural en donde la experiencia igualitaria (Grimson, 2011) delimita un campo de posibilidades, la primacía económica no es una variable legitimada.

El apellido debe, además, como en toda sociedad moderna, articularse con principios de distinción ligados a discursos meritocráticos. Patricios de principio de siglo, pujantes empresarios de los agronegocios o gobernantes que vienen a refundar la patria son algunas de las formas a partir de las que los miembros de estas familias disputan la legitimidad de pertenecer a una elite democrática. Pero estos sentidos están lejos de una meritocracia escolar. Estos sectores van a la universidad y están altamente calificados, pero ante la masificación del sistema educativo y la inflación de los títulos escolares (Beaud, 2002), la distinción pasa por la posibilidad de acceder a determinadas instituciones que dan el acceso a redes y a relaciones valiosas cara a cara. La diferenciación pasa por ser aceptado dentro de un circuito de escuelas donde construir capitales sociales y simbólicos que jerarquizan y distinguen (Gessaghi, 2016). De esta manera, la escuela realiza su más importante trabajo: instaura una separación entre quienes son admitidos y quienes no, distingue y consagra (Bourdieu, 2013). Impone la creencia de que la clase alta es tal porque elige, y es elegida por, estas escuelas y no otras. La escuela ejerce el poder de nominación de “las grandes familias”: no a través del otorgamiento de credenciales educativas —como en el caso francés analizado por Bourdieu y Passeron— sino a través de la inclusión de los sujetos en una red de relaciones que construye al grupo social.

La construcción de la condición de distinguidos también se realiza a partir de una dimensión corporal y sensible. Un vocabulario, un tono, una gestualidad particular son parte de las disposiciones incorporadas. Es una sutil distinción. La postura corporal, la vestimenta, la decoración del hogar suponen una de las tantas formas en que el pasado interiorizado reafirma la posición ocupada en el espacio social, permite el reconocimiento entre pares y favorece, a la vez, la construcción de jerarquías y diferencias con “los otros”.

Así, el trabajo de formación de la clase alta depende de la escuela, pero la excede.

“Mis hermanas no son desclasadas porque no lo eligieron”, reflexiona Amalia. Luego se detiene, duda, me dice que

“como están casadas con hombres con ‘apellido’ no están afuera de la clase alta, pero en la práctica un poco desclasadas han sido, porque ahora que lo estoy pensando por primera vez con vos, cuando vos dejás de tener los recursos, […] se produce como un desclasamiento”.

Amalia intenta transmitirme la complejidad del proceso: se puede pertenecer a la clase alta si uno se sigue moviendo en determinado círculo. Eso no requiere muchos recursos, pero “a la larga, algo tenés que tener”. Su hermano Alberto todavía “pertenece” porque “es el presidente del Tenis en el Club Argentino, mi otro hermano, el mayor, tiene su mujer que pertenece, que son de la consignataria. […] Siguió con el Jockey Club, siguió con esto, siguió con el otro, sigue con sus amigos tradicionales”. Su hermana Agustina, “se hizo pobre en Tucumán, pero también sigue perteneciendo porque, como dice mi madre, es pobre pero digna, pobre pero digna”, repite Amalia y se enoja: dice que la dignidad de su hermana pasa por no quejarse ni mostrar su pobreza.

Amalia es precisa: desclasarse implica sostener la decisión de distanciarse del mundo familiar. Esto se debe a que, justamente, los sentidos que condensan los apellidos no pueden ser borrados fácilmente. Por eso la madre de Amalia una vez le dijo: “una hija mía jamás va a dejar de pertenecer”. El apellido se lleva de por vida y su marca no desaparece completamente. Además, como la distinción de las grandes familias no se asocia al dinero, como relata Amalia, experimentar una movilidad social descendente no significa dejar de estar incluido en una “familia tradicional”. Fundamentalmente, “desclasarse” implica dejar de hacer el trabajo de formación de la clase alta, esto es: no casarse con un miembro de ese grupo social, ni seguir frecuentando sus círculos y desistir de los colegios elegidos por estas familias.

La reproducción de todos los integrantes de un grupo de parentesco nunca se produce de forma idéntica. En cada familia, los distintos miembros transitan una diversidad de trayectorias de clase. Muchas veces los parientes mejor posicionados colaboran con los que tienen menos ingresos. O en los casos en que la familia comparte una propiedad agropecuaria importante, un miembro de la familia se ocupa de administrarla y con ese ingreso sostiene al resto. El familiar administrador, en general un hombre, siempre retiene una proporción mayor de los ingresos repartidos en retribución por su trabajo. Entre las generaciones mayores, este era el modo de organización y división del trabajo entre hermanos varones y mujeres. Pero la pertenencia a este grupo social no se cifra en el dinero líquido que se posea en el presente. Por eso, como muestra el relato de Amalia, si se mantienen los mismos círculos de sociabilidad, determinados comportamientos y los casamientos, se puede seguir perteneciendo a la clase alta, aunque no se posea dinero.

Por todo esto, los casos de desclasamiento que encontré implicaron una distancia con el mundo cotidiano de la familia. Cecilia Escalante Duhau8 lo cuenta de la siguiente manera:

“mi abuela se murió hará 10 ó 15 años, pero se murió a los 95, muy vieja y muy lúcida, una matriarca y ella tuvo 10 hijos y los 10 hijos por ejemplo dos tuvieron diez hijos y yo tengo cincuenta primos hermanos. Era tan enorme la familia (..) mi abuela los reunía porque era una matriarca. Nos reunía y todos nos conocíamos (…) Cuando yo era joven,a mí me decían Escalante Duhau y seguro que era primo o primo segundo, que también los conocía. La familia de mamá, eran dos: ella, su hermana y punto; en la familia de papá, bueno, dos hermanas de papá casadas con Patrón Costa, salteños. Dueños de todos los ingenios. Eran dos hermanas de papá casadas con dos hermanos Patrón Costa y esas dos tuvieron diez hijos cada una. Y esos diez hijos que son primos hermanos míos tienen setenta años y también se abrieron como abanico (…) mi hermana Clara mantiene el contacto. Clara sabe que Dolores no sé qué, no sé cuánto, la prima se casó con… A mí no me interesa. A Clara sí. Se fue a Salta porque es el casamiento de … todos fueron a Salta menos yo. Me parecía terrible todo eso, el ingenio azucarero de los hermanos Costa, yo vengo de los años 70 también, ¿viste? (…) Yo soy más la excepción”.

Volveré sobre la referencia a los años 70, pero quiero destacar aquí es que lo que marca el desclasamiento es dejar de participar del trabajo de formación de la clase alta. La ruptura de Cecilia con su círculo social se concreta al separarse y volver a armar pareja con un hombre fuera de ese círculo social, judío, con el que tuvo hijos a los que mandó a colegios fuera del circuito tradicional de este grupo social y al sostener la distancia con la red de relaciones en las que se inserta el grupo familiar.

El desajuste en lo concerniente a los procesos de inscripción armoniosa en el mundo familiar y social es más o menos profundo según los sujetos. Algunas entrevistadas encontraron formas para evitar la ruptura: distanciadas respecto de “su clase social”, asumen una forma de espíritu crítico (Eribon, 2017) pero se “reconcilian” con ella, como Teresa Quesada Daireaux9. Ella hizo “una vuelta”, dice. Durante un tiempo, que como mostraré más adelante tuvo que ver con la militancia política durante la dictadura, dice:

“negué mis compañeros de colegio porque eran de un núcleo social cerrado y durante mucho tiempo los dejé de ver. Y en un momento dado cuando me separo, bueno, después yo tengo otra pareja, la segunda pareja, dije no, yo tengo que poder, yo tengo cosas en común, tengo que poder reconciliarme. Aparte me dolió mucho porque se murió la madre de una de mis amigas y yo me enteré, no sé, tres meses después. Y me sorprendí mucho porque era una de esas casas a las que yo iba todos los días y yo la adoraba y ella me adoraba y ahí me dolió. Y dije claro, culpa mía, me dije, entonces ¿sabés qué? vamos a hacer una comida mensual donde nos vamos a juntar todas. De eso te estoy hablando, no sé, y desde hace diez años vamos a almorzar juntas porque si no, no tengo tiempo de verlas. Pero claro, uno crece, uno madura. Eso es lo que pasa también. Ahora pienso: y bueno, si pensás así, pensás así, yo no te voy a cambiar, yo hago mi camino, pero tenemos como cosas, nos une la cuestión de la infancia. Ahí hay 2 ó 3 que me une la infancia y hay 2 ó 3 que son del mismo colegio (…) de mi mismo grupo social, íbamos al mismo club, al Argentino de Tenis. Con mi marido también íbamos ahí. Así como que te reencontrás con gente que estaba en el colegio que la perdiste de vista, que empezaste a salir para un lado, para el otro, después se casaron… Coincidía por ahí que eran amigos de mi marido. Nos volvimos a encontrar algunas, inclusive las sigo viendo ahora, pero durante mucho tiempo las perdí. Ahora ya las veo desde otro lugar. No me voy a gastar en discutir”.

“Yo no hago más todo ese trabajo de ir al campo, juntarnos con todos los primos, estar donde hay que estar”, dice Amalia, pero aclara: “para mi vieja el apellido se lleva de por vida, la marca no desaparece”. En efecto, “desclasarse” implica borrar la marca indeleble de lo que se fue en lo que se es.


REEDUCAR EL HÁBITUS INCORPORADO


Pierre Bourdieu (1999) sostiene que lo que deshace a la familia rara vez es lo bastante poderoso para no tropezar con lo que la hace y la rehace sin cesar: la lógica afectiva, el sentimiento de culpa, el respeto de ciertas obligaciones sociales, los llamados al orden permanente. “En contra de lo que podría imaginarse, sin duda es menos fácil no coincidir con lo que uno es (…) que ajustarse perfectamente a ello” (Eribon, 2017, p. 42).

El apellido condensa ese otro pasado que perdura en la situación presente de aquellos que se encuentran en una situación “en falso” debido a un habitus escindido (Eribon, 2017). Teresa cuenta que según la conveniencia de los distintos miembros de la familia cada uno usaba el apellido de diferentes formas: “mi apellido es Quesada Daireaux, ¿no? Quesada viene por mi abuelo paterno, y Daireaux por mi abuela paterna (…) Cuando yo empiezo a militar mi contradicción en la militancia es que este apellido yo lo usaba, igual mi hermana es Ana Quesada. Cuando Ana dice “yo voy a conseguir trabajo por mis propios medios”, se va a la bolsa de trabajo. Hace la cola como había que hacerla, yo qué sé qué, y va y le hacen llenar los datos y cuando pone este apellido le dicen “vos, una Daireaux, ¿venís a buscar acá trabajo? bueno, le dio tanta vergüenza que se sacó el Daireaux. Y desde ahora es Ana Quesada. Mi hermana escritora que vive en Francia se pone el Daireaux porque tiene la tradición de escritora. Yo ahora lo vuelvo a usar completo porque yo acá tengo muchas reuniones con gente de nivel muy alto. Entonces si yo digo Quesada no es nada. Si digo Quesada Daireaux ah vos sos. Como te identifican te aceptan”.

Pero producir una distancia con la historia condensada en el apellido no es suficiente10. Es necesario borrar las marcas que deja la clase en el cuerpo, trabajar para deshacerse, tanto como sea posible, del peso de la historia sedimentada y corporizada.

“Las mujeres de la clase alta son como de otra raza, otra especie, una manera de hablar, todas flacas, pelos lacios, las caras, hay una estética que modifica la manera de hablar, la ropa toda igual” señala Amalia.

El cuerpo, señala Bourdieu (1984 [1979]), manifestación sensible de “la persona”, se percibe como la expresión más natural de la naturaleza profunda, sin embargo, es un producto social. El pasado, la historia del grupo social, se inscribe en el cuerpo, se pega en la piel. Cecilia Escalante Duhau dice que creció en un ambiente que “despreciaba lo que no era ese lenguaje además típico de la clase, ¿no?”. Los alumnos que estudiaban en el instituto de apoyo escolar que ella dirigía se distanciaban de aquellos que no tenían “ese léxico”:

“Si alguno dice tres palabras que no están dentro del código conocido, no vale la pena. No entablan relaciones con gente que no es del mismo grupo social, y hay una cosa fuerte con las palabras, vos decís ‘rojo’, ‘rojo’ no, ‘piloto’ tampoco. Si vos decís que vivís en Velazco y no sé qué, ¿dónde queda eso? no, se cae del mundo, ya sentís un rango inferior en algún punto, no sos de la nobleza, ¿entendés?”.

Los modos de hablar participan de la dimensión de la diferencia perceptible de inmediato. Un vocabulario, un tono, una gestualidad particular es un modo sutil de reconocimiento de pertenencia a la “clase alta” por parte de quienes no estamos incluidos en ella y por ellos mismos. En los recuerdos de las personas que entrevisté abundan anécdotas de “concursos” a los que de pequeños eran sometidos quienes no pertenecían a “familias tradicionales” o los compañeros nuevos: “¿Cómo se dice: ‘rojo’ o ‘colorado’? ¿‘Pelo’ o ‘cabello’?”.

“Tu novio ¿come o cena?”, le preguntó su tía a Helena. “Ir a una comida” distingue de aquellos quienes “cenan”. Quería saber a qué clase social pertenecía el novio de su sobrina.

Un abogado entrevistado que, durante los años en los que la empresa familiar de su padre enfrentó dificultades económicas, debió ir a un colegio público, recuerda la experiencia como “un shock”:

“En ese momento caí en un nido, no hostil, pero completamente desconocido, que me costaba. Había dos o tres amigos —a vos te lo digo: de la clase social mía—, con los cuales hicimos buenas migas porque teníamos el mismo léxico; los demás no nos entendían […] Nosotros hablamos distinto, porque vos dijiste una palabra recién: vos dijiste ‘milla’ [imita mi pronunciación]. Mató, ya está. No. Yo lo hubiese dicho distinto. Y después, es más o menos igual que los ingleses, que saben perfecto el Who’sWho por el tono”.

Cecilia cuenta que ese código puede ser adquirido por aquellos que lo necesitan: quienes tienen dinero, pero no una trayectoria extensa en “la clase alta” que les permita incorporar los códigos correctos y desarrollar un cuerpo apto. Sin embargo, otros entrevistados señalaron que, para la primera generación, adquirir esos signos que diferencian es más difícil, aunque no imposible, solo si logran “mimetizarse” es posible ser aceptado por el grupo social.

“La lista de la gente de esta élite se va engrosando porque [ingresa] gente de muy alto poder económico, pero tiene que aprender el código, […] o estar al lado o ir al mismo colegio que la otra. Se tiene que dar o tener apellido o tener dinero y aprender el código… Yo creo que mucho es, es una cuestión de mimetizarte. La primera generación por ahí te va a mirar con condescendencia, la segunda ya está integrada porque l[a] han mandado al colegio que debe ir, que tiene la compañera que habla el mismo lenguaje que tiene el código. Las primeras generaciones por ahí es más difícil: pero, bueno, si vos te hacés socio del X-No-Sé-Cuánto-Club, ¿no?, vas los fines de semana, jugás al golf, aprendés alguna palabra que no se puede decir, te vestís en determinados lugares —qué sé yo—, y sos simpático […]podés ser aceptado”, me explicaba un genealogista entrevistado.

Esa posibilidad deadquirirlos signos de la distinción supone que los sujetos son agentes reflexivos, activos apropiadores de las condiciones que configuran su experiencia. En el mismo sentido, la necesidad de desclasarse demanda abdicar de las relaciones familiares, de cierta lengua, determinadas entonaciones, modos de vestirse y conducirse. Pide automodelarse, es decir, producir un trabajo y una violencia contra la marca del orden social en el individuo (Eribon, 2017).

“‘Virgi es cheta pero no se nota’ me dijo una vez un amigo de la universidad y para mí fue uno de los mejores elogios que me podían haber dicho”, dice Virginia, una profesional de 45 años, hija de embajadores y sobrina de jueces de la Nación. Cuando ingresó a la universidad pública, su temor era no poder dejar en las puertas de la facultad las señales de su origen. Como si eso del pasado que perduraba en el cuerpo volviera el presente inestable o insostenible.

Hay que “parecer normal”, dice Virginia, “mimetizarse”, dice otro entrevistado, “como en la selva, mezclarte entre los árboles y no resaltar”.

“Yo me acuerdo de tomar conciencia de eso y de empezar a pronunciar más la ye, la malla. Malla no se decía, era el traje de baño, yo recuerdo haciendo un esfuerzo tremendo para dejar de hablar como la gente de mi edificio, por ejemplo, y al mismo tiempo mis compañeros de la Facultad de Trabajo Social, de San Justo, por ejemplo, mostrándome qué terrible que era todo: como hablaba, el color del pelo, como me vestía, todo. Esas marcas eran más indelebles de lo que yo creía”, cuenta otra mujer de 50 años.

En el intento por distanciarse del mundo del que se viene, desclasarse implica fundirse en el que se llega. Para eso es necesario reeducarse, hacer un trabajo consciente sobre uno mismo para eludir a cada paso las huellas del ayer, remodelar el cuerpo para borrar las huellas del pasado incorporado, producir una “transformación cultural de sí” (Eribon, 2017).

Pero ¿qué es lo que provoca esa situación “en falso”? ¿Cuál es el disparador de esta poderosa desidentificación social que escinde el hábitus? En su estudio sobre su propia experiencia como tránsfuga de clase, Didier Eribon postula que allí radica el mayor misterio, lo que resiste el análisis. Sin embargo, sostiene que, en su tránsito de la clase obrera a la elite, la alta cultura y la gran literatura representaron poderosos vectores de desidentificación con la clase de origen (2017, p. 125). ¿Cómo es este proceso en quienes hacen un recorrido inverso?11


EXPERIENCIAS FORMATIVAS: MÁS ALLÁ DE LA ESCUELA


Catolicismo y Universidad

Diversos trabajos han señalado que, en La Reproducción, “la posición inicial” de los agentes aparece como un espacio homogéneo, invariable, desprovisto de conflictos (Méndez y Gessaghi, 2019). La llamada “socialización familiar” es, como mínimo, una caja negra (Beaud, 2002; Lahire, 2004) o directamente, como señala Florence Weber (Noiriel, 1990): “la teoría de Bourdieu es prácticamente muda sobre la socialización familiar”.

Asimismo, la reconstrucción de las experiencias formativas de la clase alta muestra que los resortes plurales de la acción, en términos de Lahire (2004), no pueden reducirse a la socialización primaria, en términos temporales, como si los sujetos no viviesen en contextos y comunidades de prácticas que aprenden continuamente (Lave, 2000). Así, un enfoque procesual de las historias de vida de los distintos sujetos que conforman las “grandes familias” permitió reconstruir las experiencias de los sujetos en tanto procesos relacionales que se transforman dinámica e históricamente. Lejos de un análisis de socializaciones primarias inmutables, anteriores e inconmovibles, el estudio de las experiencias construidas cotidianamente y los aprendizajes que conllevan, permite entender la socialización como un proceso histórico, plural, relacional, abierto e inconcluso que pone en evidencia la dimensión temporal y diacrónica de la clase social y arroja pistas para comprender los resortes del desclasamiento.

Las desclasadas que entrevisté recuperan sentidos en torno a un desajuste que produjo un desacople con el proyecto o el mundo familiar.

Amalia cuenta que el micro las pasaba a buscar, a ella y a sus hermanas, a las siete de la mañana para llevarlas al colegio en la zona norte de la Ciudad donde las monjas irlandesas se esmeraban por inculcarles la formación anglosajona que su madre tanto admiraba.

“Mi madre tenía todo el mito de la cultura inglesa, de la cultura europea, siempre decía que nos iba a mandar un año a estudiar a Inglaterra. Por eso le gustaba el Católico. Mi hermana mayor estuvo pupila todo el secundario. Aparte nosotros teníamos niñera. La vieja no nos daba ni pelota como era en esa época. Teníamos dos niñeras. Me acuerdo que la ponían en penitencia a mi hermana mayor pupila y nosotros íbamos con Julia, que era la niñera del sábado, a llevarle la muda de ropa y la pobre se quedaba quince días. Mi hermana era híper obesa, fue gorda toda su vida. Te digo eso como componente psicológico. Mi vieja estaba en otro mundo”.

Amalia hace una pausa y sigue, como repitiendo un discurso que tiene aprendido a fuerza de años de psicoanálisis12: “había un componente psicológico de abandono”.

Al morir el padre, cuando Amalia era aún pequeña, su familia enfrentó importantes dificultades económicas. Su hermano mayor se hizo cargo de administrar los campos familiares, pero como “no les enseñaron a hacer plata” se endeudaron mucho y las tierras tuvieron que ser rematadas. En ese momento la sacaron del colegio inglés y las “dejaron en una escuela pública del barrio”. Sin embargo, a diferencia de la experien-cia del entrevistado citado más arriba, este pasaje por la escuela pública no fue un inconveniente para Amalia. Según cuenta, era el colegio de “los chetos pobres” o de “los chetos que vivían en Barrio Norte”. Su ubicación privilegiada —cercana a su casa—, en las elegantes calles de Recoleta, la volvía la escuela “del barrio”. Además, en esos años, el sistema educativo argentino no experimentaba la fuerte fragmentación entre educación de gestión pública o privada que tiene hoy y los hijos de las clases altas podían realizar parte de sus trayectos educativos en la escuela pública (Gessaghi, 2017).

Para Amalia, el desfasaje con su mundo social surgió del vínculo con Julieta, su niñera, que era como su madre:

“Me acuerdo que Julieta que no tenía familia. Siempre me dio una cosa de desamparo, de querer protegerla y yo creo que por ahí me empezó, y el odio a mi madre obviamente. […] Y ahí vino [lo] de querer mucho a mi niñera: la veía sola en el mundo y me vino esta cosa social que primero empecé con las villas con las monjas (fue en esa época el boom del Tercer Mundo). Los curas tercermundistas estaban bien arraigados en Barrio Norte”.

La socialización, como señala Lahire (2004), es un proceso que implica a una diver-sidad de actores heterogéneos y contradictorios (incluidas la familia y la diversidad de relaciones sostenidas en su interior, pero no se limitan a ellas). A sus 15 años, Amalia Uriburu se sumó a un grupo de estudio coordinado por las monjas francesas de La Asunción —un colegio para señoritas de familias de clase alta—. Amalia, invitó a Julia Tedín, su gran amiga de la infancia que iba a otro colegio exclusivo de clase alta y allí conocieron a Helena y a Laura, su “familia elegida”, como las llama.

“Y nos hicimos un grupito de cinco, con la excusa de estudiar [una] encíclica. Ese grupo fue fundante, porque hizo las veces de la familia que no teníamos, porque ninguna contaba con la madre ni con el padre. [Para] el despertar de la sexualidad, de los chicos, fue como un grupo de pertenencia [con la excusa del estudio]. No nos juntábamos para ir a jugar al tenis en el Argentino (…) Las monjas del colegio se hicieron revolucionarias comunistas, cerraron el colegio, todo, eran las paquetas totales. Yo ya tenía 19 años cuando iba con otras chicas a un barrio no a hacer misiones tipo religioso, sino que habíamos enganchado la onda de un cura del Tercer Mundo. Te llevaban a un barrio no a hacer catecismo, sino a ver lo que era la vida del obrero. […] Te ponían a cosechar la uva, levantar paredes, a limpiar, a trabajar de mucama, a vivir en la casa, a aprender, no a enseñar. Eso también me dio otra mirada de la vida, del mundo”.

Aquí, no es el acceso a un capital cultural determinado (la “alta cultura”, en el estudio de Eribon) lo que produce una desidentificación con la clase de origen. La distancia respecto de su mundo familiar se produce dentro de las propias experiencias formativas de la clase alta, la socialización católica, en este caso, que habilita el encuentro con otros sujetos sociales y, entonces, el “descubrimiento de un mundo nuevo”.

La Universidad de Buenos Aires, pública y gratuita, fue otro de los espacios de encuentro con “los otros” que muchas veces implicó romper con la continuidad social a la que estas personas estaban destinadas. Hasta los dieciocho años, Amalia solo se había movido por las inmediaciones del Barrio de Recoleta.

“En la facultad entran las ideas” —dice al rememorar su paso por la Universidad de Buenos Aires, allí dice— “el comunismo no era un cuco, la izquierda, la oligarquía, era otro mundo, me acuerdo que me cargaban por la manera de hablar, que me daba vergüenza. Cuando vino la crisis de Onganía y con el quilombo que se armó, se cerraron todos los ingenios en Tucumán. Todos hablando de los patrones y yo ocultando que mi familia tenía un ingenio13”.

Amalia cuenta que

“no tenía cultura de sentar el culo en la silla; me acuerdo que mis compañeras me arrastraron, pero para mí sentarme en un café en Córdoba y Junín [o] ir a estudiar con una compañera que vivía en Ramos Mejía era más o menos otro mundo. Me acuerdo que me cargaban por la manera de hablar, que me daba vergüenza”14.

Históricamente, la Universidad de Buenos Aires recibió, por su prestigio, a amplios sectores de la clase alta. Pero a la vez, al ser gratuita y de ingreso irrestricto también a los sectores medios y, en menor medida, a las clases populares que lograban llegar a la educación superior. De este modo, aunque los entrevistados asistieron a las escuelas primaria y media que “consagran” por su exclusividad, la Universidad se configuró como un espacio poroso: es decir, un lugar donde fue posible encontrarse con los diversos “otros” y abrir una rendija que les permitiera a aquellos que lo deseaban, “salir de la burbuja”15.

La sede de la Alianza Francesa cercana a Recoleta, pero en un barrio vecino también fue un espacio que permitió, desde ofertas culturales valoradas por estas familias, el contacto con los sectores medios intelectuales de la Ciudad.

“Yo iba a la Alianza de Billinghurst y ahí me encontraba con gente de todos lados y me encantaba, me parecían mucho más divertidos que las compañeras de colegio con las que estaba todo el día o los amigos de mi hermano. Y ya solo me junaba con ellos, íbamos a otros lados, visitaba otros barrios”, dice Pilar, una entrevistada profesional de 50 años, que también se desclasó.

La Universidad, la Alianza Francesa, los círculos de formación católicos formaron parte de esos espacios donde en ocasiones, los hijos e hijas de la clase alta se tentaron a explorar más allá de las fronteras de su grupo social. Las trayectorias en la universidad pública y la reflexión en ciertos círculos de sociabilidad católicos, en algunos casos, incluso, construyeron miradas novedosas acerca de “los otros” y politizaron sus modos de relación con ellos.

La experiencia de la dictadura militar

“En la facultad entraron las ideas” —comenta Amalia—, era otro mundo, el comunismo no era un cuco, la izquierda, la oligarquía, todo una clase ideal. De ahí me voy a vivir a la villa a Mendoza. Pero eso duró un año y [mientras tanto] entro en la guerrilla y después me distancio. […] Vivo un año sola y lo conozco a mi marido, después viene la militancia (…) Mi militancia fueron tres o cuatro años. Por suerte, no milité en nada que sea armado, si bien estábamos bien metidos. Así que lo que más me marcó fue haber podido salir de Barrio Norte.

“—¿Y en tu familia vos sos la única desclasada?

—No, desclasada ideológica, sí. Yo y Martina. Tengo una hermana mayor que estuvo presa dos años, que le mataron al marido. Ella fue militante. Estuvo en Montoneros. Nosotros [también], y después en el PRT [Partido Revolucionario de los Trabajadores] y en el ERP [Ejército Revolucionario del Pueblo], y ella estuvo presa dos años y después […] exiliada en Europa, y también nada que ver. Y nosotras dos, nadie más”.

La dictadura fue un gran parteaguas para algunos hijos de la clase alta. Varios jóvenes se movilizaron, en aquellos años, a partir de su educación religiosa católica. Los curas tercermundistas en parroquias de Recoleta o las monjas francesas de La Asunción fueron un canal de acceso a la militancia política.

Al igual que Amalia, Helena Figueroa y Julia Tedín, en esos años, se acercaron a parti-cipar de los grupos católicos ligados a la corriente de sacerdotes tercermundistas que tenían su base en Recoleta, uno de cuyos representantes más conocidos y que trabajaba inicialmente en esa zona, Carlos Mugica, fue asesinado en 1974. Julia comenzó a colaborar con él en la Villa 3116 y convocó a sus amigas del colegio para que la acompañaran. Helena y Amalia se sumaron. De hecho, Helena, junto con su hermano y su hermana menor, ya iban a los debates de las “monjas paquetas comprometidas con la militancia” de aquellos años. Al final el colegio de las monjas cerró, no sin antes haber experimentado un éxodo de alumnas horrorizadas ante la prédica de las religiosas. El hermano de Helena comenzó a militar en el Ejército Revolucionario del Pueblo, fue preso y asesinado en la Masacre de Trelew. La hermana menor de Helena dejó de participar por orden de su madre.

Helena, Amalia y Julia se involucraron luego en la Juventud Peronista y en los “campamentos obreros”. Allí las tres conocieron a sus maridos: excepto el de Julia, que también provenía de una familia tradicional, eran hombre de clase media sin ninguna vinculación con la clase alta. Así comenzó el desclasamiento de Helena y Amalia, dos tránsfugas de clase.

Como se mencionó antes, Cecilia Escalante Duhau también comenzó a cuestionar a su familia a raíz de su participación en la agrupación Montoneros:

“Milité un poquito, me agarraron los coletazos del año —76 fue el golpe…—, en el 75, 73, había entrado en la facultad en el 70. Ya estaba nerviosa, notaba algo, también tenía mucho susto, estaba con gente entusiasmada como yo y de repente entré a trabajar en una imprenta […] no montonera, pero sí de la Juventud Peronista. En ese momento, para mí, seguir viendo a mi familia, con todos esos ingenios en Salta, hubiera sido absurdo. Hoy en día tampoco los veo y fue difícil porque era un cariño grande. Los veía una vez por año porque mi abuela nos nucleaba”.

Ahora que su abuela murió ya no los ve.

Teresa Darrideux, al igual que Amalia, Cecilia, Helena y Julia, también cuenta una experiencia similar. Y en la reconstrucción de los hechos que aparecen hoy como produciendo un desajuste con el mundo familiar aparece el reconocimiento de los otros sujetos ubicados en posiciones sociales subalternas. Pero no en tanto sujetos de asistencia, o de relaciones de asimétricas de reciprocidad como es habitual en el vínculo que las clases altas establecen con los sectores populares. Lejos de posturas paternalistas o miserabilísticas, estas desclasadas construyen una mirada política de la desigualdad (Fuentes, 2015; Gessaghi, 2016).

“Sé lo que puedo hablar y lo que no puedo hablar. (..) Pero yo siempre sé que, si hay algún conflicto, así como nos puso en los años setenta, yo voy a estar en la otra vereda seguro, y eso va a ser un lío para mí, espero que no pase. Eso va a ser un conflicto, pero voy a estar en la otra vereda, seguro, porque ahora hay con muchos temas políticos que están pasando, ¿viste? Cuando asume Kirchner, Néstor, bueno, decían mentalidad, un zurdo, es comunista, y yo, ¿viste?, escuchás eso y te querés matar. O tienen una visión también de la religión muy cerrada. Yo no soy ni muy abierta ni muy cerrada, digamos, no sé, a mí no me importa que piensen distinto en la religión pero que no te traten de imponer que la verdad es esa, ¿no? eso es lo que veo que se han mantenido, por eso digo hay alguna gente que se mantuvo así medio cerrados, se mantuvieron en eso y siguen en eso, bueno, que hagan su vida. Pero yo una vez le dije a un amigo mío: yo voy a estar en la otra vereda. Si hay un problema voy a estar en la otra vereda. Para mí es un conflicto, pero bueno”.

El desfasaje del tránsfuga de clase

Clara Reynal tiene 40 años, es la menor de cuatro hermanos. Cuando era chica veraneaba en el campo familiar o iba de viaje a Europa, al Líbano, a China. Mientras estudiaba Letras en la Universidad del Salvador, trabajó en la SIDE17 donde su papá le consiguió un puesto de recepcionista. Ganaba mucho dinero, pero se aburría. Es actriz, estrenó varias obras de teatro, publicó una novela, realizó un hermoso documental sobre un arquitecto amigo de la revolución cubana que ganó el premio del público en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, acaba de inscribirse en la universidad pública para hacer una segunda carrera. No se casó, no tiene hijos, no está en pareja. Con dolor, cuenta que es la “oveja negra” de la familia, que sus padres le regalaron a cada uno de sus hermanos y hermanas un departamento. A ella no, porque “anda a saber en manos de quien termina”.

“Siempre me sentí diferente, a mí nunca me importó la ropa, siempre fui desprolija; mi madre es toda prolijita, ordenada. Hay algo que viene en mí, ya. Y yo siempre cuestioné cosas, desde chica. Y después, uno va conociendo gente, se va abriendo a mundos, y en un punto, te empezás a identificar más con los otros que con tu propia familia. En mis mundos artísticos, nadie es como mi familia, todos son más como yo. Yo empiezo a estudiar teatro a los diecinueve. En el taller había una hija de desaparecidos. Una historia terrible, los padres escribieron en la puerta ‘Yamila, te amamos’, quedó la puerta escrita. Empezamos a conversar. Y yo también, iba a mi casa y me decían: ‘Bueno, fue necesario porque la guerrilla y los guerrilleros. Es una guerra, de los dos lados’. Y ahí empezás a preguntarte, a cuestionarte y vas interiorizándote. Y todo eso hace que empieces a modificar”.

La dictadura se vuelve a hacer presente. De maneras nuevas en las generaciones más jóvenes, pero Clara señala que “siempre se sintió distinta”, es algo “que viene de ella”. El misterio del desajuste se resiste al análisis, dice Eribon. Amalia coincidiría:

“Siempre tengo la fantasía de que mi madre debe haber tenido un fato con el lechero, porque yo nunca me sentí cómoda en el ambiente bien de Barrio Norte, nunca lo sentí mi hábitat. Yo salía con chicos de 15, 16 años, pero pensaba ‘de este no me enamoro’”.

Todo tránsfuga de clase hace un viaje de alejamiento de su mundo de origen. A veces, en ese desplazamiento que extiende la distancia se logra conservar el lazo con el mundo familiar. Clara dice que le costaba al principio, ahora ya no:

“Me definí bastante por fuera de lo que es el círculo familiar. Me siento muy diferente a ellos. Políticamente, en todo. Imaginate que les parece que los gays son enfermos, yo me la paso yendo a las marchas gays. Vengo de ese mundo y algunas cosas están en uno y uno es parte de eso; pero en otras muchas, no, no me identifico. Tengo buena relación porque son muchos años compartidos, el cariño no te lo quita nadie. Me junto una vez al año, para los cumpleaños”.

La historia de Dolores Etchevere se hizo pública porque está enfrentada con su familia por la herencia familiar. Su hermano fue Ministro de Agricultura Nacional durante los años 2015 y 2019 y presidente de la Sociedad Rural. Su familia representa “el campo argentino” y ante reiterados ninguneos de la justicia argentina de sus reclamos, Dolores se asoció con una red de organizaciones sociales con el objetivo de instalar un proyecto cooperativo en los campos de los Etcheveres18. Dolores le cuenta a la prensa que se siente apoyada por “su nueva familia” pero también se siente sola19:“Yo estoy desarrollando este proyecto sin renunciar a mis costumbres de origen”, dice.

Así, toda desclasada vive entre el desgarramiento y el desfasaje. Sus cuatro hermanos varones, su madre, y quienes se identifican con ellos, ven en Dolores a una traidora. Pero ella es también una extranjera que no habla la lengua del universo al que llega: algunos movimientos sociales sospechan de su estirpe de familia terrateniente (Gessaghi, 2020).

Como señalé al principio, este desfasaje produce la discontinuidad o la reconciliación, pero en ningún caso se resuelve. La experiencia de desacople del tránsfuga de clase se sostiene: “el habitus escindido”, dice Eribon, “no puede designar simplemente una tensión o una contradicción en los campos sociales en los cuales uno está inmerso: también es una falla” (2017, p. 95). Los relatos de las entrevistadas enuncian una experiencia de extranjería: saben que pese a sus esfuerzos no lograrán aprender completamente el lenguaje del universo al cual llegan, les será imposible educar su cuerpo, saber justamente cómo comportarse y tendrán la sospecha o, incluso, la sensación física, de no poder anular la distancia socialmente instaurada por ese otro pasado que persiste en el presente. El proyecto del tránsfuga no se concreta, queda suspendido en un espacio “entre”.

¿Sólo desclasadas?

Juan Carlos Alsogaray —hijo de quien derrocara a Illia, sobrino de Álvaro (Ministro de Economía de las Juntas Militares) y primo de María Julia (funcionaria menemista)— fue parte de las filas de Montoneros. Lo asesinaron en el monte tucumano. Oscar Braun Seeber perteneció a una de las familias más ricas de nuestro país. Su hermano es el dueño de la cadena de supermercados La Anónima. Economista marxista, fue militante del peronismo revolucionario y miembro de Montoneros. Se exilió. Miguel Braun, su hijo, fue Secretario de Comercio del gobierno de derecha de Mauricio Macri. La dictadura fue un gran parteaguas para algunos hijos e hijas de la clase alta. El hermano de Helena militó en el ERP y murió en la masacre de Trelew. Las historias de varones desclasados circulan menos. A lo largo de mi trabajo de campo, no hubo entrevistados que me recomendaran con desclasados hombres. Solo me contaban algunas historias de aquellos que habían militado y muerto o desaparecido durante la dictadura. El desclasado hombre es heroico. Escuché rumores de algún hijo homosexual20 enviado al destierro. Jamás me indicaron que me pusiera en contacto con ellos.

No tengo más que algunas intuiciones que deberán ser exploradas en trabajos futuros: tal vez las trayectorias de los varones “díscolos” sean menos aceptadas y su “traición” al grupo se pague con la expulsión. La menor presencia de varones desclasados puede indicar la posibilidad de que ellos tengan más para perder si se animan a cruzar la frontera del grupo. A lo largo de mis conversaciones, las mujeres que abandonaban el trabajo de formación de la clase alta, se sacaban un peso de encima, se sentían liberadas de los mandatos de género: de ser las reinas del hogar, gestionar las relaciones familiares, etc. (Gessaghi, 2021). Acaso se deba a que la formación religiosa descrita está más presente en las experiencias educativas de las mujeres. Tal vez ellas se vean ayudadas por las voces del feminismo que les recuerda su sujeción, ellos no cuentan con conversaciones públicas similares. O puede ser que, efectivamente, haya menos hombres que intenten dejar de pertenecer a este grupo social porque tal vez tengan la posibilidad de ejercer una cierta libertad bajo una “doble vida”. Sin embargo, subrayo la necesidad de profundizar en la relación entre clase y género para comprender las discrepancias entre los desclasamientos femeninos o masculinos, sobre todo, el poder integrador de las alianzas matrimoniales heterosexuales, porque aquellas que concretaron sus desclasamientos lo hicieron durante segundas nupcias con hombres que no pertenecían a este grupo social, cuando enviudaron o al no casarse.




REFLEXIONES FINALES


La Reproducción (1970) mostró que —la mayoría de las veces— las disposiciones incorporadas se heredan de la misma manera que los rasgos biológicos y que la escuela y el sistema educativo tienen un lugar central en dicha reproducción. El estudio de las trayectorias y de las experiencias formativas de aquellos que se resisten a heredar los privilegios asociados a una posición de clase invita a abrir el debate acerca de los modos en que la educación —entendida más ampliamente que la escolarización—puede ser condición para eludir los determinismos inexorables de la reproducción.

El desajuste entre el mundo familiar de origen y las trayectorias de vida relatadas por las mujeres en este artículo son coincidentes con la literatura sociológica que alertó acerca de las mediaciones entre las estructuras sociales y las experiencias subjetivas ausentes en La Reproducción (Lahire, 2004; Eribon, 2017). Ese desajuste se produce, no a partir de la acumulación de capital cultural, sino a partir de las experiencias formativas (religiosas, universitarias, de aprendizaje de idiomas) configuradas en entramados que, por las características integradoras del sistema educativo argentino, se conforman como espacios porosos: lugares donde encontrarse con sujetos ocupando posiciones sociales diversas. La tensión que produce este hábitus escindido (Eribon, 2017) se intuye en el hecho de que muchos de los desclasamientos estén asociados a situaciones como la militancia armada o el padecimiento bajo la dictadura: ello sugiere la violencia necesaria para producir estas fracturas. La experiencia de desfasaje es profunda y conlleva tanto la decisión de dejar de hacer el trabajo de formación de “la clase alta” como la transformación cultural de sí mismas para ajustarse al nuevo mundo al que se pretende llegar. Empresa nunca acabada, el automodelado de sí intenta borrar las huellas del pasado incorporado.

En la aceptación crítica que permite la reconciliación con el mundo familiar, algunas personas encuentran una forma de evitar el desgarramiento. Para otras, es imposible reconstruir los puentes que dinamitaron al cruzar las fronteras y se vuelven tránsfugas de clase. Aquellas que se animaron a apelar el veredicto de la ley sucesoria familiar nos desafían a complejizar las infinitas mediaciones a través de las cuales el sistema escolar continua como reproduciendo el orden social, tal como fue descripto hace más de cincuenta años en La Reproducción.




NOTAS


1 Durante la primavera democrática argentina, las ciencias de la educación revisaron los estragos hechos por la dictadura militar al tiempo en que las políticas educativas —con heterogéneos énfasis—expandían el acceso a la escuela secundaria primero, y a la educación superior después. Las lecturas críticas de La reproducción durante el período signaron ampliamente la agenda de investigación e intervención local.

2 Atravesadas por relaciones complejas y en tensión, donde las prácticas educativas no se corresponden vis a vis con las ideologías nacionales y donde estallan luchas, a veces sumergidas e invisibles, a veces claras y dramáticas, entre otras dimensiones.

3 Las “experiencias formativas” de los sujetos —según este enfoque— exceden la escolarización, se configuran en entramados que no se limitan al tiempo y el espacio de la escuela.

4 Por razones de espacio no me extenderé aquí en el amplio desarrollo de la literatura internacional sobre la educación de las elites, véase la profunda sistematización de Van Zanten (2018).

5 Dada la controversia acerca de la adecuación de la categoría de “elite” para el análisis del caso argentino, la investigación recupera—como se describe en el próximo apartado— una categoría social de identificación. Sobre la discusión clase/elite ver Gessaghi (2010).

6 Las interpretaciones se construyen a partir de diversas experiencias de investigación. Durante los años 2006 y 2010 entrevisté a 63 hombres y mujeres entre 30 y 88 años que se reconocían o eran reconocidos como miembros de “familias tradicionales” con el objeto de reconstruir sus experiencias formativas. Durante los años 2017 y 2018, entrevisté a 15 mujeres de la clase alta entre 35 y 45 años para reflexionar acerca de la articulación entre clase y género. En paralelo, entrevisté a 20 funcionarios de gobierno de Cambiemos pertenecientes a “familias tradicionales” y a 16 de sus compañeros de colegio. Se utilizaron, además, fuentes bibliográficas y material periodístico. Se entrevistaron a otros informantes clave, referidos por los entrevistados: ej. genealogistas; directores de guías sociales, entre otros. Se consultaron biografías escritas por miembros de las “grandes familias”, la biblioteca del Jockey Club de Buenos Aires y las referencias a las “grandes familias” en los principales diarios de tirada nacional (Clarín, La Nación y Página 12) entre los años 2006 y 2019. Finalmente, se realizaron observaciones —a veces participantes— en escuelas, casas y espacios laborales de los entrevistados.

7 Retomo 9 entrevistas en profundidad realizadas a mujeres que se presentaron de esa manera. Todas tenían entre 40 y 75 años, apellido tradicional, eran universitarias y fueron educadas en la religión católica. 6 de ellas estaban divorciadas al momento de la entrevista, dos eran viudas y una no tenía pareja ni hijos. En términos de ingresos tres de ellas habían experimentado una movilidad social descendente.

8 Cecilia Escalante Duhau tenía 65 años al momento de la entrevista en el año 2008. Su apellido evoca los negocios familiares, vinculados tanto a la compra y venta de inmuebles y tierras productivas como al ejercicio de la abogacía en grandes burós nacionales.

9 Teresa tenía 59 años de edad al momento de la entrevista en el año 2009. Su padre fundó un importante banco en nuestro país que fue vendido a la banca internacional en los años noventa. Ella y sus hermanas son las únicas herederas de esta venta. Su madre poseía un apellido muy tradicional que se encuentra hoy replicado en varias calles de la ciudad de Buenos Aires. A través de esta rama de la familia ha heredado tierras en la provincia de Buenos Aires. Sus hermanas están radicadas en Estados Unidos y en Francia y son reconocidas periodistas, escritoras y músicas.

10 En algunos casos, en los que el apellido es muy emblemático, esto ni siquiera es posible.

11 No distingo entre las entrevistadas que experimentaron movilidades sociales descendentes y quienes no porque entiendo la experiencia del tránsfuga como un desajuste en los procesos de identificación más allá del nivel económico. Sería interesante comparar estas experiencias de transición de clase con las de género y los modos en que inscripciones identitarias previas estructuran las nuevas.

12 Excepto algunas “desclasadas” que mencionaron el psicoanálisis como parte de sus experiencias de vida, el discurso psicológico no fue predominante en los relatos de los entrevistados.

13 Se refiere a Juan Carlos Onganía, presidente de facto de la Nación entre 1966 y 1970 y a los conflictos desatados durante su gobierno.

14 Las zonas de la Ciudad que menciona se encuentran a distintas distancias de Recoleta. A unas cuadras la primera, a gran distancia la segunda, sobre todo porque implica adentrarse en la provincia de Buenos Aires, territorio caracterizado por la presencia de las clases medias y populares.

15 En la Argentina, donde la representación de integración e igualdad sigue siendo productiva, los sectores más privilegiados que buscaban legitimarse como élites siempre valoraron aquellos espacios en donde era posible encontrarse con otros sectores sociales sin amenazar la justa distancia y las jerarquías establecidas.

16 Asentamiento popular lindero a Recoleta.

17 Secretaría de Inteligencia del Estado. Fue el servicio de inteligencia de la República Argentina entre 1946 y 2015.

20 A veces sus historias son hechas públicas por ellos mismos en biografías o circulan en la presenta amarillista.


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Nota biográfica

Victoria Gessaghi es Licenciada en Ciencias Antropológicas (UBA). Magister en Ciencias Sociales con Orientación en Educación (FLACSO). Doctora en Antropología Social. Actualmente es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y profesora de la Universidad de Buenos Aires. Sus áreas de interés se vinculan al estudio de la desigualdad social y las elites, la etnografía educativa y las historias de vida.