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DOI: 10.22325/fes/res.2021.64

La perspectiva tecnosocial feminista como antídoto para la misoginia online


The feminist technosocial perspective as antidote for online misogyny


María José Rubio Martín ORCID

Universidad Complutense de Madrid, España majrubio@ucm.es


Ángel Gordo López ORCID

Universidad Complutense de Madrid, España ajgordol@ucm.es

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 30 Núm. 3 (Mayo - Junio, 2021), a64. pp. 1-19. ISSN: 1578-2824





RESUMEN

Este artículo revisa las principales aportaciones de la perspectiva tecnosocial feminista frente a la violencia sexual y de género en entornos digitales (a lo que denominamos “misoginia online”). Para ello se realiza una revisión de las contribuciones producidas en el ámbito de las ciencias sociales, referidas a la misoginia online occidental, principalmente las publicadas en lengua inglesa y española, con el fin de ofrecer una panorámica de las posturas actuales y sus estudios más representativos. Además, ponemos especial atención en el modo que la perspectiva tecnosocial feminista y su concepto de “disposición tecnosexual” (affordance tecnosexual) encuentran correspondencia con el análisis crítico de los entornos digitales. Ilustramos esta relación con ejemplos que muestran cómo el diseño de estos entornos tiende a reproducir determinadas relaciones de género y poder, entendidas como parte de un contexto más amplio de discriminación estructural y sistemática contra las mujeres.

Palabras clave: misoginia online, disposiciones tecnosexuales, realidades híbridas, violencia sexual y de género online, discriminación contra las mujeres.


ABSTRACT

This article reviews the main contributions of the feminist technosocial perspective to sexual and gender-based violence in digital environments (or ‘online misogyny’). For this, we carry out a review of the contributions produced in the field of social sciences, referring to western online misogyny, mainly those published in english and spanish, in order to offer an overview of current positions and their most representative studies. We pay special attention to the way that this feminist technosocial perspective and its concept of “technosexual affordance” find correspondence with critical analysis of digital environments. We illustrate this relationship with examples that show how the design of these environments tends to reproduce certain gender and power relations, understood as part of a broader context of structural and systematic discrimination against women.

Keywords: online misogyny, technosexual affordances, blended environments, online gender and sexual violence, discrimination against women.




INTRODUCCIÓN: SOBRE LA MISOGINIA ONLINE


La misoginia online alude a todos aquellos actos de odio contra las mujeres que se cometen, instigan o agravan, en parte o totalmente, a través de diferentes entornos digitales (Internet, telefonía móvil, correo electrónico, webs, apps de redes sociales, mensajería instantánea, campus virtuales, etc.), y que conllevan cualquier tipo de daño directo o indirecto de tipo psicológico, profesional, reputacional o físico (Ging y Siapera, 2018; Serra, 2018). Englobamos por tanto en el concepto “misoginia online” otros términos como “violencia de género online”, “acoso y violencia sexual online” o “ciberodio de género”, que tomados por separado sólo recogerían aspectos parciales del problema (Ging y Siapera, 2018). Frecuentemente, esos actos de odio en los nuevos medios digitales convergen y se retroalimentan con otros que se producen en los medios tradicionales, creándose así casos de misoginia online en espacios mixtos (a los que aludiremos como “realidades híbridas”).

La misoginia online forma parte de un problema estructural y cultural que privilegia determinadas discriminaciones de género y relaciones de poder. En este sentido, la Relatora Especial de Naciones Unidas ha advertido que las nuevas tecnologías digitales están siendo utilizadas en un contexto más amplio de discriminación estructural, generalizada y sistémica contra las mujeres y las niñas (Human Rights Council, 2018).

A pesar de las todavía insuficientes estadísticas, algunos estudios han mostrado la creciente relevancia del problema. Las mujeres en todos los continentes tienen 27 veces más probabilidades que los hombres de ser acosadas en línea (European Women’s Lobby, 2017). También la Comisión de Banda Ancha de las Naciones Unidas un lustro atrás indicaba que casi las tres cuartas partes de las mujeres que se conectaban online habían estado expuestas a alguna forma de violencia digital (UNWomen, 2015). La Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, 2014), a partir de una encuesta realizada a 42.000 mujeres de los 28 Estados miembros, ha señalado que el 11% había sido víctima de algún tipo de violencia en Internet (ya fuera a través de web, correo electrónico o móvil). Por su parte, el Lobby Europeo de Mujeres recuerda que en Europa 9 millones de niñas han experimentado algún tipo de violencia online antes de los 15 años (European Women’s Lobby, 2017).

La misoginia online sigue siendo un problema creciente en el momento actual, una pandemia como señala el Instituto Europeo de Igualdad de Género (EIGE) y recuerda Serra (2018) en el informe Las violencias de género en línea. La Macroencuesta de violencia contra la mujer del Ministerio de Igualdad (2019) advierte que la prevalencia del acoso sexual (a través de Internet) a lo largo de la vida sobre el total de mujeres que ha sufrido algún tipo de acoso sexual es del 18,4%. Por su parte la fundación Calala Fondo de Mujeres (2020) en el estudio Las violencias machistas en línea hacia activistas. Datos para entender el fenómeno identifica que un 82,61 % de las participantes en este estudio (con una muestra en su mayoría compuesta por mujeres activistas de 184 encuestas completadas en el contexto del Estado español) afirma haberse visto afectada por las violencias digitales. La mayoría de estas agresiones se produjeron en Facebook (73,37%), Twitter (65,21%), en canales de mensajería instantánea (61,75%) e Instagram (30,04%). Con este telón de fondo, planteamos la pertinencia de los estudios que proponen indagar en el protagonismo del diseño y las funcionalidades de los entornos digitales en la difusión y amplificación de la misoginia online. La adopción de este enfoque, conocido como perspectiva tecnosocial feminista, permite observar cómo los propios entornos digitales previenen, se muestran indiferentes o fomentan estas prácticas abusivas.

Entre los trabajos más representativos de esta perspectiva, como veremos más adelante, destacan algunos estudios centrales como los de Massanari (2017), Massanari y Chess (2018), Wood (2018), Thompson y Wood (2018), Dragiewicz et al. (2018). Es de destacar el modo en que estos estudios reenvían a trabajos previos fundacionales como los de Gillespie (2010 (véase también Ging, 2017; Ging y Siapera, 2018; Shepherd, Harvey, Jordan, Srauy y Miltner, 2015). Este enfoque también posibilita identificar cómo el diseño de los entornos digitales promueve un sinfín de convergencias entre medios y espacios más tradicionales de comunicación y los nuevos medios digitales creando una realidad hibrida (online-offline) que alimenta y amplifica múltiples casos de misoginia online. A nuestro modo de ver, no tener en cuenta todas estas cuestiones supone perder de vista el papel activo de los medios digitales no sólo como transmisores de una violencia estructural inserta en nuestra cultura, sino como productores y facilitadores de una intrincada malla de nuevas posibilidades tecnológicas (políticas de plataforma, algoritmos, códigos…) que concurren y se retroalimentan de una manera activa en la creación de nuevas configuraciones misóginas. Además, como más adelante apuntamos, la perspectiva tecnosocial feminista puede ser útil para el activismo feminista, quien puede emplear estos análisis de forma tanto defensiva como proactiva (ver Cerva, 2020; González Pérez, 2019).

En esta revisión nos centramos en aquellas contribuciones producidas en el ámbito de las ciencias sociales, referidas a la misoginia online occidental, principalmente las publicadas en lengua inglesa y española. Esto, obviamente, no supone ignorar o subestimar el problema en otros contextos geográficos y culturales. Muy al contrario, y conscientes de la relevancia mundial del mismo, consideramos que el abordaje de esos otros contextos requiere una revisión en profundidad, que tenga en cuenta las particularidades de cada uno de ellos.

El presente artículo está organizado de la siguiente manera: en un primer momento se exponen algunos de los antecedentes contemporáneos de la perspectiva tecnosocial feminista. En segundo lugar, se ofrece una panorámica de las principales posturas actuales y sus estudios más representativos sobre temáticas relacionadas con la misoginia online. En tercer lugar, ponemos especial atención en el modo que esta perspectiva y su concepto de “disposición tecnosexual” (affordance tecnosexual) encuentran correspondencia con avances más recientes en el ámbito de los estudios críticos de los medios sociales en torno a las nociones de ‘políticas de plataforma’ y ‘realidades híbridas’. Finalmente, en la última parte del texto ilustramos las posibilidades de la perspectiva tecnosocial feminista para el análisis de los entornos digitales.

Esperamos que la perspectiva aquí esbozada encuentre numerosas aplicaciones más aún en la era del coronavirus y la creciente centralidad de la digitalización acelerada de nuestras sociabilidades, trabajos y formaciones.1


MODELOS SOCIOCULTURALES Y FEMINISTAS PARA LA EVALUACIÓN DE LOS DISEÑOS TECNOLÓGICOS


Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, raramente se había reparado en la tecnología en tanto que proceso social. Salvo en contadas excepciones, lo tecnológico aparecía como una base material intrínseca al sistema económico. El intento de reclamar la naturaleza profundamente social de la tecnología encuentra algunos de sus principales referentes en Bentham y la metáfora del panóptico, así como en los estudios historiográficos de Mumford (1934/2010) o Ellul (1954). Esta línea de análisis crítico de la historia de la cultura material, en la que se encuadra la tecnología, sería retomada por Gigerenzer (1991, 2001), Winner (1985), Gray (1996) y entre otros Noble (1999).

A pesar de sus muy distintos momentos y énfasis, estos trabajos de corte histórico —algunos de ellos con un fuerte acento materialista— (ver Fox y Aldred, 2018) muestran como hace tiempo que sabemos que la tecnología no se compone de meros artefactos con una naturaleza preestablecida que determina sus posibles usos. También sabemos que el uso que hagamos de la misma está mediado, a lo largo del tiempo, por los distintos contextos culturales, valores y discursos. Los colectivos y las luchas feministas también hace tiempo que repararon en la naturaleza política de los artefactos y sus improntas de género.

A pesar del tiempo transcurrido desde su formulación en la década de 1980, sigue siendo impactante la vigencia de los trabajos de teóricas de la ciencia como Bush (1983, p. 157) en los que, desde la perspectiva de las mediaciones socioculturales —orientada hacia la generación de un modelo de evaluación del impacto de los desarrollos tecnológicos—, identificaba distintos niveles en los que opera la tecnología. En un primer momento señalaba el nivel del diseño o el contexto de desarrollo, que incluye las decisiones sobre el propio artefacto, los materiales, las personas y los procesos que, desde la propia materia prima, intervienen en su construcción. El contexto de uso considera las motivaciones, las intenciones, las ventajas o beneficios asociados a la tecnología. Por su parte, el contexto del entorno estaría constituido por el espacio físico indeterminado o ambiente en el que se desarrolla y utiliza dicha tecnología. Por último, el contexto cultural atiende a las normas, valores, mitos, aspiraciones y leyes de las que la propia tecnología forma parte. A partir de la consideración de estos cuatro niveles, Bush propone un modelo de evaluación al que se refiere como análisis equitativo, el cual conlleva “una comprensión integral del contexto en el que la propia tecnología opera y un análisis sostenido de sus ventajas e inconvenientes” (Bush, 1983, p. 168).

Esta perspectiva encuentra correspondencia en otros estudios que apuntan a su vez en esta dirección más contextual y performativa de la tecnología entre los que se incluyen los trabajos pioneros de Noble (1984), Linn (1987), Karpf (1987), Bernard (1982, y . Semejantes trabajos se hallaban adscritos a las posturas que defendían que las tecnologías son productos sociales en el sentido que, según , “somos nosotros/as mismos/as y las fuerzas sociales las que crean y configuran la tecnología; la tecnología lleva consigo la impronta de su contexto social al tiempo que refuerza dicho contexto” (p. 11 –nuestra traducción-). también señala que las tecnologías no determinan, pero configuran lo social. Propone una comprensión de las relaciones entre el género y la tecnología como un complejo ensamblaje de relaciones de poder estructuradas a partir de los sistemas tecnológicos, pero también constituyentes (o estructurantes) de los mismos. Otra fuente de inspiración también precursora de algunos de los debates y posturas actuales, fue el movimiento escandinavo del diseño democrático de artefactos que comienza en los años setenta (Kramarae, 1988; Smith, 1978, 1983; Smith, 1990, 1992; Benston, 1983, 1988).

Este breve recorrido por algunos de estos estudios clásicos de la historia de lo material y las luchas y trabajos feministas en torno a la importancia de los artefactos y sus improntas de relaciones de género y de poder desde los años 70 del siglo pasado, ayudan a comprender las condiciones de posibilidad (intelectual, política y material) de la perspectiva tecnosocial que pasamos ahora a exponer. Además, aporta un encuadre y mayor sentido a las principales temáticas e intereses actuales de esta perspectiva.


PERSPECTIVA TECNOSOCIAL FEMINISTA: PRIMERA APROXIMACIÓN A LA MISOGINIA ONLINE


Con la expansión de Internet en la década de los años noventa del siglo XX, algunas académicas feministas confiaban en el potencial de las tecnologías online para superar muchas desventajas estructurales (Haraway, 1991; Turkle, 1995; Plant, 1997; Hayles, 1999; Wajcman, 2000). Una ilusión que pronto evidenciaría cómo la realidad online no estaba exenta de las violencias sexuales y de género. Internet no era la tecnología de liberación que en principio habían pensado. En este sentido, los trabajos pioneros sobre misoginia online comenzaron por conectar la violencia que se produce en la vida real (offline) con aquella que tiene lugar online, como si de una extensión de la realidad se tratara (Filipovic, 2007; Citron, 2009).

A finales del siglo XX, Allen (1988) alertó sobre el riesgo que entraña la transformación de la información en mercancía para nuestra privacidad. Un riesgo más acentuado en el caso de las mujeres. Según esta autora, las mujeres en Internet son particularmente vulnerables a la invasión de su privacidad, entendida en el sentido reparador, en tanto la capacidad de decidir desde la autonomía, en lugar de privacidad identificada con la esfera privada, “doméstica” — noción que ha servido para recluir aún más a la mujeres a espacios de escasa visibilidad— (véase Varela, 1997). Una década después de su primera incursión en temas de privacidad a finales de los ochenta, Allen concluye que la privacidad de las mujeres en la red, por lo general, muestra todavía mayores niveles de exposición y riesgos que la de los hombres ().

Por su parte, Balsamo (2000) argumentó que la realidad online trae consigo narrativas hegemónicas sobre el cuerpo y el género. A principios del nuevo siglo, Van Zoonen (2002) advirtió a su vez que a pesar de los pocos estudios sobre la representación y construcción del género en Internet, ya había suficientes evidencias (acoso sexual, insultos misóginos, pornografía infantil) que cuestionaban la visión utópica de Internet como un espacio liberador para las mujeres.

Unos años más tarde Filipovic (2007) acuña el término “misoginia de internet” cuando, a partir de su propia experiencia, denuncia cómo muchas mujeres sufren acoso a través de un conocido foro digital de estudiantes universitarios de Derecho (AutoAdmit): comentarios sexistas, amenazas de violación, publicación de fotografías previamente robadas de su cuenta personal o mensajes degradantes. Para Filipovic (2007), misoginia y acoso corren a la par en el mundo virtual y en el presencial. En un estudio más amplio sobre el problema Citron (2014) indica que Internet amplifica el sexismo y otras hostilidades offline, y concluye como, una vez más, las mujeres, los/as jóvenes que pertenecen a minorías sexuales y raciales son las principales víctimas del odio cibernético. Esta autora también señala que el acoso cibernético de género tiende a trivializarse. Como apunta en un trabajo previo, al mismo tiempo que el público caracteriza a los acosadores como bromistas, acusa a las mujeres de ser demasiado sensibles o provocadoras (Citron, 2009).

Por su parte, Turton-Turner (2013) estudia las campañas de odio online contra las mujeres. Muestra cómo algunos sitios de Internet facilitan y normalizan discursos misóginos, al tiempo que las protestas y demandas para impedir este tipo de agresiones son contrarrestadas alegando derechos democráticos y de libertad de expresión por parte de los agresores. La figura del trolling, nacida en la década de los años sesenta del siglo XX en el entorno militar de los Estados Unidos, sirve en Internet para hacer un uso sexista y abusivo de determinados comportamientos y comentarios, que no estarían permitidos offline (Filipovic, 2007; Hardaker, 2010). Según Turton-Turner (2013) la modalidad de trolling que denomina como “trolling estratégico” persigue silenciar las críticas feministas (para una revisión actualizada en castellano de las posturas antifeministas véase Bonet-Martí, en prensa, 2021).

Pero, el trolling ha sido explicado no sólo como una práctica de silenciamiento y acoso (Jane, 2012), sino como un problema cultural, que se adapta al panorama de las tecnologías actuales. Para Phillips (2015) el problema no radica en la mera existencia de individuos que exaltan nociones de dominación, género o ideología, sino más bien en una cultura que permite que prosperen los trolls. En este sentido Mantilla (2013) analiza el odio digital en varias comunidades de Internet a través de la figura del gendertrolling, un término que la autora utiliza para describir las formas específicas en que las mujeres son agredidas online. Amenazas de violación, tortura o muerte, insultos, publicación de información privada de la víctima en internet (doxxing) forman parte del repertorio de este tipo de trolling. Por su parte Villar y Pecourt (en prensa, 2021), en un trabajo que conjuga con gran maestría la dimensión teórica con la empírica, muestran el carácter androcéntrico y misógino de la cultura digital en su análisis del troleo antifeminista en la plataforma Twitter.

El aparente mundo neutral y objetivo de los motores de búsqueda fue explorado por Noble (2013), quién mostró cómo Google utilizaba toda una serie de criterios para priorizar determinadas páginas y resultados. A partir, por ejemplo, del descriptor black girls, el buscador ofrecía resultados con un claro sesgo racial y de género. En este trabajo pionero sobre la dimensión política de los códigos fuente o algoritmos, Noble (2013) ya indicaba que el uso cada vez más generalizado de motores de búsqueda precisa de inspecciones y análisis detallados de los valores asignados a la raza y el género en los sistemas de clasificación e indexación web.

La participación de las mujeres en el mundo de los videojuegos parece ir acompañada de un aumento de las reacciones violentas y misóginas contra su presencia (O’Donell, 2014). Autoras como Jenson y Castell (2013) expusieron años atrás la relevancia de promover un activismo feminista que combata la misoginia como un problema estructural, que tiene lugar a tres niveles: individual (posición de las mujeres tanto como jugadoras como trabajadoras en la industria del juego), cultural (cultura del juego) y estatal (normativa, política). En esta misma línea, Chess y Shaw (2015) analizan el patrón sexista que guía la industria y la cultura de los videojuegos. A partir de la campaña de acoso #GamerGate y de la manipulación online de un debate académico organizado mediante el formato fishbowl (pecera --técnica de facilitación de la comunicación--) muestran cómo toda una cadena de acosadores misóginos puede construir una supuesta conspiración feminista para destruir la industria de los videojuegos y de la cultura gamer. Otro estudio de caso sirvió a Salter y Blodgett (2016) para analizar la hipermasculinidad y el sexismo de la comunidad de jugadores de videojuegos (especialmente de los gamer hardcore). El análisis de las reacciones al videojuego Dickwolves (de la webcomic Penny Arcade) en diferentes medios online (foros, blogs, Twitter, sitios web, etc.) permite identificar la retórica compartida de violencia sexual dentro de la cultura del juego, así como la continua marginación y hostilidad hacia las mujeres.

Jane (2014a analiza una multitud de experiencias representativas de un discurso hostil (denominado e-bile [hiel o bilis digital]), especialmente misógino, agresivo e hiperbólico presente desde hace años en Internet y en las redes sociales (Facebook, Twitter, comentarios sobre vídeos en YouTube, correo electrónico, etc.). Ese tipo de discurso, que tiene como principal objetivo recordar a las mujeres su sometimiento a la cultura del patriarcado, se ha normalizado hasta contar con proporciones “epidémicas en todo el mundo”. Además, como han indicado otros trabajos (European Women’s Lobby, 2017), las mujeres que contestan y se defienden de estos ataques suelen atraer aún más la hostilidad machista. Debido a la gravedad del problema, insiste en que la e-bile es un campo de investigación que necesita ser abordado por parte de la academia tanto teórica como empíricamente. En otros trabajos, se ocupa de examinar formas de activismo feminista para hacer frente a estas agresiones mediante prácticas de contrataque. identifica prácticas similares de resistencia de colectivos de mujeres universitarias en México desde los propios entornos digitales. Desde su énfasis en ese otro uso de los recursos y medios digitales para articular estrategias contra la violencia de género hacia las mujeres, destaca, a partir del trabajo del , la iniciativa de la asociación de estudiantes (“Acoso en la U”) que empieza a finales de 2017 con la edición de un blog y, posteriormente, llega a convertirse en una organización que “expone en las redes las denuncias de agresiones sexuales en las universidades de todo el país [México]”, además de haber “impulsado la implementación de protocolos para atender casos de amenazas, acosos, maltratos, violencia física o psicológica y discriminación en universidades” (Cerva, 2020).

Estos casos más esperanzadores que recurren y movilizan los propios entornos digitales para hacer frente a los brotes misóginos son la cara más prometedora del problema, aunque todavía se encuentran en minoría. Los abusos misóginos, que en muchas ocasiones se convierten en amenazas de violación y de muerte, son mucho más frecuentes, y también tienen un lugar en redes sociales como Twitter. La facilidad con la que los usuarios pueden permanecer anónimos y/o construir identidades alternativas, así como la falta de recursos legales para investigar estas nuevas formas de comportamiento online, convierten a las redes sociales generalista (Twitter, Facebook, Reddit) y a las microrredes (Whatsapp, Telegram, Sign) en grandes difusores y reproductores de acoso y violencia contra las mujeres (Hardaker y McGlashan, 2015).

La misoginia que impone el negocio de las apps y webs de citas online como Tinder también ha sido documentada y analizada. Las reacciones hostiles de muchos hombres que se sienten rechazados o ignorados en estas plataformas de citas constituyen una nueva forma de disciplina de género, de exhibición del poder y del control masculino sobre los cuerpos y las decisiones de las mujeres. Aunque participar en páginas de sexo casual suele presentarse como una expresión de liberación sexual, en la realidad puede suponer una forma de sexismo especialmente siniestra (Thompson, 2018). Algunos de estos estudios han tomado su base empírica de algunas cuentas de redes sociales (como Instagram) creadas a modo de campañas feministas de denuncia. Este tipo de campañas online han propiciado una herramienta de defensa y contrataque frente a una masculinidad tóxica, además de facilitar recursos discursivos para desafiar las normas masculinas y denunciar la cultura de la violación (Hess y Flores, 2016; Shaw, 2016).

En el sustrato de todas estas manifestaciones de violencia de género y sexual subyace una cultura misógina online. Las normas culturales preexistentes juegan un lugar clave en la forma en que se articula el odio a través de los diferentes sitios de Internet. Por eso, no debemos confundir la enfermedad con el síntoma. Numerosos hashtags, por ejemplo, normalizan el odio no sólo por su capacidad de difusión, sino porque funcionan como proxys que refuerzan el anonimato y la impunidad. Detrás de un hashtag existe toda una serie de soportes estructurales que legitiman la exclusión en función del género. Detrás de la normalización del odio misógino, que termina por convertirlo en una verdadera “epidemia de misoginia online” (Penny, 2013), existe una política de poder (Shepherd et al., 2015). Como señalan Banet-Weiser y Miltner (2016) más allá del anonimato de los trolls o de la insuficiencia de los marcos legales para combatir la misoginia online, lo realmente esencial es la naturaleza estructurante de esta violencia. Son principalmente estos factores estructurales y culturales los que la legitiman y sustentan. La misoginia, la homofobia o el racismo no son un invento de Internet; más bien Internet plasma las normas culturas sobre comunicación y tecnología ya presentes (Shaw, 2014).

Pero, los diferentes sitios que conforman el ecosistema online “no son vectores neutros de determinados intereses o impulsos sociales” (Van Dijck, 2016, p. 7). El ecosistema online moldea una sociabilidad (una cultura de la conectividad), en la que las plataformas y las prácticas sociales se constituyen mutuamente (Gordo, Rivera, Díaz-Catalán y García, 2019). Como se verá en el epígrafe siguiente, las tecnologías digitales no solo facilitan o agregan las formas existentes de misoginia, sino que también crean otras nuevas que están inextricablemente conectadas con las posibilidades tecnológicas de los nuevos medios.

En todo el vasto campo de investigación que constituye la misoginia online existe un problema que lo atraviesa, y es la capacidad de las tecnologías digitales para reproducir y superponer las desigualdades de género, raza, clase, sexualidad y otras diferencias construidas (Vickery y Everbach, 2018). En su amplia y rica obra Mediating Misogyny. Gender, Technology & Harassment, Jacqueline R. Vickery y Tracy Everbach (2018) exponen cómo Internet posibilita, difunde y hace más visibles los ataques e interacciones machistas basados en actitudes sexistas, racistas, homofóbicas o aporofóbicas. Uno de los supuestos que recoge este trabajo es que no todas las mujeres experimentan misoginia online de la misma manera. Esta perspectiva interseccional, atenta a las formas en que el género se cruza con la raza, la clase, la sexualidad, la edad, la religión y la geografía, supone un rasgo común a muchos estudios que intentan superar una narrativa homogeneizadora. Por el contrario, los trabajos centrados en una sola categoría consideran que el acoso misógino afecta a cualquier tipo de mujer por el hecho de ser mujer. Pero, sólo una mujer blanca, de clase media, heterosexual, cis-género y capacitada puede experimentar acoso por género de forma aislada (Hackworth, 2018). En el hecho de ser mujer, negra, pobre y transgénero, se solapan muchas capas que hacen que el análisis y la experiencia de la misoginia online precisen de una mirada atenta a sus particularidades y especificidades.

La mayor parte de los estudios realizados hasta ahora sobre misoginia online (algunos de los cuales han sido citados más arriba) se han centrado en el análisis de una sola categoría (ya sea el género o la raza, principalmente, o como mucho combinando ambas), pero aún son escasas las investigaciones sobre acoso online en capas. Es a lo que Hackworth (2018) se refiere como “interseccionalidad ignorada”. Por ejemplo, como hemos señalado, las personas sexualmente diversas tienen un mayor problema de acoso online a pesar de no haber sido suficientemente recogido por la investigación y la literatura académica (Marwick, 2016). Por eso, parafraseando a Hackworth (2018), sería necesaria una reformulación interseccional de la misoginia que evidencie las limitaciones del género tomada como categoría analítica única (McCall, 2005). Esta reformulación, a nuestro entender, debería atender a su vez al modo que los entornos digitales condensan, reproducen y amplifican el entramado de categorías que se entrecruzan en la discriminación y desigualdad social.

La perspectiva tecnosocial feminista presta atención al papel activo de estos entornos como parte de un escenario interseccional más amplio; ayuda a “interrogar” estos entornos digitales y generar preguntas del tipo: ¿cuáles son los códigos y los recursos materiales y discursivos que precondicionan o predisponen sus usos o apropiaciones misóginos? De este modo, la perspectiva tecnosocial feminista invita a analizar la gramática (o pretextualización) de los entornos digitales (Figueroa-Sarriera, 2017), y el modo que estos espacios contribuyen a generar realidades mixtas o híbridas (blended realities) (Hine, 2008), al tiempo que, en lugar de prolongar las consabidas formas de misoginias sexuales, las redefinen y amplifican (Ging, 2017; Massanari, 2007; Parikka, 2012; Raman y Komarraju, 2018; Wood, 2018).


REALIDADES HÍBRIDAS Y SINERGIAS AMPLIFICADAS DE ODIO Y MISOGINIA SEXUALES


La perspectiva tecnosocial invita a analizar los entornos digitales como parte activa de las formas actuales de misoginia en los entornos digitales. Y lo hace desde una perspectiva y sensibilidad afín a la mirada de la interseccional. Como hemos señalado en la primera parte de este trabajo, cuyo principal objetivo es presentar el estado de la cuestión de la perspectiva tecnosocial feminista (incluyendo tanto fuentes clásicas que contribuyen a perfilar esta perspectiva -Allen (1988, 1999), Wajcman (1991, 2000), Van Zoonen (2002)-, así como otras más actuales), y como pasamos a detallar ahora, +todos esos trabajos tienen en cuenta tanto factores socioculturales como tecnológicos en la violencia de género y abuso sexual. Pero, como señala Massanari (2017) estos factores no han de ser entendidos como meras extensiones unos de otros, sino como co-constitutivos entre sí. La relación entre los medios digitales y los entornos o dinámicas más tradicionales no es sencilla (Ging, 2017; Raman y Komarraju, 2018). Buena parte de las experiencias e interacciones ocurren a través de los medios digitales, un medio cada vez más presente como hemos podido apreciar desde la llegada del COVID-19. La presencia cada vez mayor de la tecnología, y en concreto de los medios digitales, altera necesariamente nuestro entorno social (Irwin, 2016) y, desafortunadamente, los actos misóginos que forman parte del mismo (Alldred y Biglia, 2015; Biglia y Cagliero, 2019; Bonet-Martí, en prensa, 2021; Gómez Gabriel, 2020; Villar y Pecourt, en prensa, 2021).

Las tecnologías digitales no son una mera extensión de la realidad física. Tampoco son meros difusores de la misoginia ya existente.

El diseño y las funcionalidades de los entornos digitales, así como las comunicaciones que propician, promueven un sinfín de convergencias entre viejos medios y nuevas redes que alimentan múltiples casos de violencia de género y abuso sexual (Parikka, 2012). En el estudio de caso sobre “la chica de Magaluf”, -- uno de los primeros casos de agresión grupal de una joven en esa localidad mallorquina que suscitó gran interés en la prensa inglesa e internacional--, Wood (2018) analiza cómo los teléfonos con cámara, los medios tradicionales de comunicación social (tabloides de noticias, realities de Televisión y otros programas) y las plataformas digitales (Twitter, YouTube, Live-Leak, UNiLad, Facebook), se coordinan creando toda una serie de reacciones (online y offline), que dan una “energía renovada para difundir determinadas ideas inscritas en la cultura” (Wood, 2018, p. 5).2 Titulares, noticias, vídeos, mensajes, memes, emoticonos, gifs, comentarios, o reportajes televisivos son algunos de los elementos que entran en juego en la construcción de una campaña misógina. Además, las diversas plataformas online pueden organizarse y coordinarse explotando las posibilidades y las lagunas específicas de cada una de ellas (Burgess y Matamoros-Fernández, 2016; Massanari, 2017; Quodling, 2016). En el caso de “la chica de Magaluf”, esas sinergias no están exentas del temor de las clases medias inglesas a “contagiarse” de la mala reputación y de las conductas vergonzosas de las mujeres jóvenes de clase trabajadora (el abuso sexual en este caso estaba envuelto en una espectacularización del sexo oral, que una joven turista realizó a un grupo amplio de jóvenes). De esta manera, la cooperación entre viejos y nuevos medios produce sinergias que traspasan el antiguo potencial de las tradicionales formas de violencia. Wood (2018), en este excelente trabajo en torno al caso de “la chica de Magaluf”, entrelaza nociones de transmedia, funciones discursivas del binomio mujer de clase baja, espectacularización de actos sexuales y efectos moralizantes, además de económicos, de estas relaciones. A nuestro entender es uno de los pocos estudios con base empírica que ilustra las posibilidades que surgen del encuentro entre el paradigma analítico interseccional, ya consolidado, y la perspectiva tecnosocial feminista, todavía “en desarrollo”.

Este posible diálogo entre perspectivas también coindice en plantear que la misoginia online no puede entenderse como un problema individual sino estructural. El odio online no se limita a conflictos particulares entre una víctima y unos trolls frustrados, sino que es producto de un odio sistémico que tiene como base una cultura más amplia profundamente sexista (Dragiewicz et al., 2018), que se prolonga hasta el propio diseño de los entornos digitales. Como hemos señalado en el apartado de antecedentes de la perspectiva tecnosocial feminista, el movimiento escandinavo del diseño democrático de artefactos que comienza en los años setenta (Kramarae, 1988; Smith, 1978, 1983; Smith, 1990, 1992; Benston, 1983, 1988) ya planteaba la necesidad de reparar en el diseño funcional de las tecnologías cotidianas (o “bajas” tecnologías) como los electrodomésticos, como parte activa de las desigualdades de género y sus bases “materiales”. Son precisamente esas desigualdades estructurales, las que al combinarse con los viejos medios y las nuevas posibilidades tecnológicas y sus (sub)culturas acompañantes, sirven para amplificar y radicalizar la cultura misógina (Nagle, 2018).

La perspectiva tecnosocial hace hincapié en cómo las plataformas digitales cuentan con un diseño y una arquitectura que llevan inscritos tanto los valores de una cultura misógina como las posibilidades prácticas para que ésta pueda reproducirse y difundirse (Thompson y Wood, 2018). Estas disposiciones tecnosexuales misóginas (a las que también podríamos aludir como “gramática de la misoginia online”) cuentan con un diseño y una arquitectura funcional que las hace posible, las predispone o las habilita. Entre esas prácticas cabe citar: el acoso que se produce en redes sociales o en plataformas de mensajería, las campañas de odio hacia ciertos modelos de mujer o ideas, el acecho mediante GPS instalados en los teléfonos inteligentes, la grabación de audios y videos por parte de parejas o exparejas y su difusión a modo de venganza (revenge porn), la toma y distribución de fotografías de contenido sexualizado sin consentimiento (creepshot y upskirting), las amenazas por SMS, el monitoreo de correo electrónico, el acceso a cuentas sin permiso, la suplantación de identidad, la publicación de información privada (doxxing) y cada vez un más largo etcétera (Dragiewicz et al., 2018).

Las plataformas digitales que acogen esas prácticas cuentan con unas condiciones materiales, un diseño funcional (Schäfer, 2011), que favorecen la configuración de determinadas formas de uso y contribuyen a la creación de una cultura misógina. En ese sentido, estas disposiciones (affordances) forman parte del sustrato material que actualiza, realiza y amplifica las lógicas estructurales de dominación y misoginia vigentes.


LÓGICAS Y EJEMPLOS TECNOSEXUALES A TRATAR


Para mostrar la lógica de funcionamiento de estos espacios amplificados a continuación ofrecemos algunos ejemplos de trabajos que han abordado el funcionamiento de estas disposiciones o affordances tecnosociales de misoginia online. Para ello comenzamos con un análisis de la plataforma Reddit basado en el trabajo de Massanari (2017) y el uso que esta autora hace de la noción de “política de plataforma”, acuñada por Gillespie (2010) y posteriormente desarrollada por Bucher (2012) y Van Dijck, Poell y Waal (2018).

Por política de plataforma Massanari (2017) entiende "el conjunto de diseños, políticas y normas que fomentan ciertos tipos de culturas y comportamientos para fusionarse en plataformas, mientras desalientan implícitamente a otros” (p. 333). A partir de estos planteamientos, esta autora analiza la campaña #Gamergate y el evento theFappening en la plataforma Reddit, uno de los sitios más visitados del mundo, con un perfil medio de usuario (hombre, joven, blanco), al que se permite mantener fácilmente el anonimato. Reddit utiliza el sistema de los karma (ratios de popularidad) para favorecer la visibilidad y participación de los usuarios con mayores cuotas de reconocimiento o reputación. La estructura de la plataforma posibilita a su vez agregar los contenidos en subgrupos que cuentan con escasa o nula regulación tanto de los contenidos que editan, como del comportamiento de los usuarios.

El hecho de que este tipo de plataformas deleguen en moderadores el cumplimiento de determinadas reglas, junto a las pocas herramientas con las que estos cuentan para lidiar con el complejo mundo de los subgrupos (subredits), así como la inexistencia de sistemas ágiles de flagging (advertencia) hacen posible, a modo de efecto llamada, la difusión de contenidos de odio hacia determinados grupos o identidades. En ocasiones, la razón de ser de esa permisividad, que termina conformando verdaderas culturas tóxicas, se sustenta en el modelo de negocio de la plataforma: el odio online genera tráfico de contenidos, interacción, polémicas, réplicas y contrarréplicas, lo que se traduce en ingresos económicos. Como bien señala Gillespie (2017), la imparcialidad de las plataformas digitales tan sólo es un mito. Según Shepherd et al. (2015) la permisividad y complacencia de plataformas como Reddit o 4chan permiten considerarlas como disposiciones tecnosociales que reproducen y amplifican las relaciones de poder y de género.

Pero, como decíamos más arriba, la violencia online no es una mera prolongación de la violencia que se produce en el mundo físico. La interacción entre espacios fuera y dentro de los entornos digitales produce una “realidad híbrida o mixta” (blended reality) (Figueroa-Sarriera, 2017; Gray, Figueroa-Sarriera y Mentor, 2020; Hine, 2008) en la que tienen lugar nuevas formas de objetivar y abusar sexualmente de las mujeres. Así lo reflejan, por ejemplo, las víctimas de violencia protagonizada por sus parejas o exparejas, quienes perciben que las nuevas y viejas formas de violencia se entrelazan invadiendo sus vidas de una forma intensa, continuada y atenazante (Dragiewicz et al., 2018, p. 11).3 El creepshotting, un abuso sexual basado en la captura furtiva, etiquetamiento y difusión de imágenes de mujeres, como señalan Thompson y Wood (2018), implica relaciones de género en las que las mujeres son objetivadas y deshumanizadas mediante “etiquetas” que se refieren a determinados atributos físicos (#hotshoppers, #asian- girl, #blonde, etc.). Por su parte, los hombres se autoetiquetan como orgullosos #creepers, #voyeurs y #perverts. Pero, la potencialidad del creepshot para promocionar esa cultura misógina va más allá de la agregación de contenidos y el etiquetado en línea. Thompson y Wood (2018) subrayan que el protagonismo del creepshot en el fomento la misoginia online reside en su capacidad de generar nuevas comunidades y redes sexistas, además de amplificarlas, gracias a la práctica de la construcción del significado colectivo del etiquetado de imágenes.

Otra práctica online mediante la que se facilita y normaliza la cultura sexista es el upskirting, una modalidad específica de creepshotting que tiene por objetivo fotografiar encubiertamente los genitales y las nalgas de las mujeres para difundirlas en línea sin su consentimiento. El upskirting no sólo difunde imágenes degradantes de las mujeres, sino que a diferencia de las viejas webs fetichistas o pornográficas las expone en los sitios más frecuentados de Internet (Facebook, Instagram, Twitter, Tumblr, Reddit). La degradación, objetivación y exhibición del cuerpo de las mujeres a la mirada de los otros contribuye a la construcción de un deseo masculino tóxico, que ya no circula por los márgenes sino por las vías francas de la comunicación. Incluso en algunos de esos sitios online se dan pautas para tomar fotografías de calidad y ser un buen upskirters. He aquí de nuevo una muestra de la potencialidad para generar nuevas comunidades sostenidas en un modelo de desigualdad entre hombres y mujeres (Thompson, 2016), y la capacidad de las tecnologías online para reforzar una masculinidad en grupo en la que reconocerse como iguales y como “capaces”.

Las posibilidades digitales de producir, por ejemplo, una foto, enviarla, etiquetarla, dar sobre ella un “me gusta” o comentarla ofensivamente, convierte la imagen en mucho más que un cuerpo. Como advierten Ringrose y Harvey (2015) acerca del sexting, esas imágenes no solo difunden cuerpos de adolescentes, sino que aceleran el histórico mensaje de vergüenza social asociada a la figura de ‘la puta’ y a la regulación sexual femenina en determinadas formas culturales. Al igual que sucede en el estudio de caso de “la chica de Magaluf” (Wood, 2018), en la cultura mediática digital contemporánea persisten las antiguas formas de relación y dominio de clase, y los medios contribuyen a reforzarlas. Más en concreto, “la chica de Magaluf” opera como un significante de los temores de la clase media al “contagio social”, y las plataformas contribuyen a marcar la diferencia entre “esa chica” y el ciudadano de clase media. Vemos una vez más como determinadas estructuras sociales y tecnológicas confluyen, permitiendo que se desarrollen determinadas interacciones y culturas, al tiempo que eluden, marginan o acosan a otras.




CONCLUSIONES


En este artículo hemos presentado la perspectiva tecnosocial feminista y su relevancia para abordar el estudio de la misoginia online desde el análisis de sus estructuras materiales, tecnológicas. En un primer momento hemos identificado ciertas correspondencias entre esta perspectiva y trabajos ya clásicos en los estudios sociales sobre la historia de la tecnología, para pasar a proponer como posibles antecedentes de esta perspectiva los trabajos y proclamas feministas que desde la década de los 70 del siglo pasado repararon en las improntas de género y relaciones de poder que las tecnologías traen consigo (no solo las digitales, sino también las tecnologías cotidianas o mundanas como los electrodomésticos y los coches). En este marco más amplio hemos intentado situar y acometer nuestro objetivo principal en este texto: presentar las principales propuestas y planteamientos de la perspectiva tecnosocial feminista y explorar su utilidad para abordar la misoginia online. Para conseguir tal propósito realizamos una revisión de la literatura académica más reciente afín a la perspectiva tecnosocial feminista con el objetivo de: (i) exponer los principales antecedentes contemporáneos de esta perspectiva; (ii) ofrecer una panorámica de las principales posturas actuales y sus estudios más representativos sobre temáticas relacionadas con la misoginia online; e (iii) ilustrar las posibilidades de la perspectiva tecnosocial feminista para el análisis de los entornos digitales y el modo que sus diseños predisponen a determinadas interacciones, al tiempo que velan o inhiben otras relaciones sexuales y de género posibles.

Una de las principales conclusiones, según la perspectiva feminista presentada, es que en el diseño y la arquitectura de las plataformas digitales están inscritos tanto los valores de una cultura misógina como las posibilidades para que esta pueda ser reproducida y difundida. Estos trabajos también reparan en la cada vez mayor importancia de las realidades híbridas producidas a partir de las sinergias entre el nivel presencial y digital, y el modo que, por ejemplo, disponen y habilitan discursos y acciones amplificadas de misoginia online.

A nuestro entender situarse en este enfoque supone escrudiñar las bases digitales y su papel activo en cuestiones y problemáticas sociales como la misoginia online. A pesar de la abundante literatura producida en los últimos años con miradas e intereses afines como hemos intentado mostrar, aún son muy pocos los estudios sistemáticos con base empírica que aborden desde la perspectiva feminista tecnosocial el aspecto del diseño de los propios entornos digitales y su protagonismo en las relaciones de género y sexuales.

Esperamos que esta perspectiva encuentre numerosas aplicaciones en el contexto de la creciente centralidad de la rápida digitalización de nuestras relaciones sociales, entornos laborales y educativos. A nuestro modo de ver, la perspectiva tecnosocial feminista, podría verse como un referente para nuevos trabajos de corte etnográfico (Przybylski, 2020; Gehl, 2014), que ayuden a desentrañar las bases digitales de las misoginia online desde el estudio de entornos digitales específicos, Por nuestra parte, estamos intentado contribuir en lo posible a desarrollar investigaciones que aborden el diseño de los propios entornos digitales y su protagonismo en las relaciones de género y sexuales.

Como hemos indicado, resulta importante empezar a preguntar cómo las aplicaciones que utilizamos a diario, incluso aquellas más aparentemente inocuas, fomentan o por el contrario previenen determinados gestos, significados o acciones misóginas en nuestros espacios y relaciones tanto en el ámbito personal como institucional.




FINANCIACIÓN


Este artículo ha sido escrito en el marco del proyecto “Visibilizar y Dimensionar las violencias sexuales en las universidades” (RTI2018-093627-B-I00) que está co-financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (MCIU), Agencia Estatal de Investigación (AEI), Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), dentro del Programa Estatal de I+D+i Orientada a los Retos de la Sociedad 2018. Las publicaciones y comunicaciones que derivan de este trabajo reflejan únicamente las visiones de sus autoras/es, y el Ministerio no se hace responsable de cualquier uso derivado de las informaciones contenidas en las mismas.




NOTAS


1 Una de las principales aplicaciones futuras de este tipo de enfoque está dirigido al desarrollo de un protocolo de evaluación que permita analizar la mayor o menor disposición que fomentan o por el contrario previenen los propios entornos, espacios e interfaces digitales de las universidades públicas del Estado español.

2 Wood (2018) muestra un caso de acoso y exposición orquestado a través de las redes sociales y la prensa sensacionalista contra una mujer de clase trabajadora, conocida como la “chica de Magaluf”. Este acontecimiento surge en el contexto de uno de esos viajes organizados por agencias especializadas para jóvenes ingleses en determinados destinos de la costa española. En este caso se trataba de Magaluf (una localidad mallorquina popularmente conocida como Follilandia, Shagyland). En 2014, en uno de los pubs de esa localidad, con Dj, una joven, bajo la presión escénica, con audiencia y bajo los efectos de estimulantes varios, tuvo sexo oral con 24 jóvenes a los que realizó felatios. Esta práctica sería espectacularizada, pasando a ser viral, gracias a la televisión en streaming (reality tv), redes sociales, y posteriormente, la prensa sensacionalista, hasta llegar a ser motivo de debate nacional.

3 Esta dimensión híbrida, resultado de la combinación de espacios físicos y virtuales y sus distintas modalidades de comunicación (o transmedia, Jenkins, 2006; Jenkins, Ford y Green, 2013) era conocida en la literatura especializada como “realidad aumentada” (Sádaba y Gordo, 2010). En los últimos años encontramos el término “realidad modificada” para aludir a la naturaleza mediada, cambiante y poliédrica de nuestras realidades (Gray et al., 2020).


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