Debate / Controversy
Universidad Complutense de Madrid olga.salido@cps.ucm.es
Revista Española de Sociología (RES), Vol. 30 Núm. 2 (Enero - Abril, 2021), a49. pp. 1-9. ISSN: 1578-2824
Recibido / Received: 30/07/2020
Aceptado / Accepted: 15/12/2020
RESUMEN
El debate sobre la renta mínima y sus distintas formas, como el ingreso mínimo vital, ha descuidado con frecuencia su dimensión de género. La justificación de la nueva prestación, recién aprobada por el Gobierno de España, apela a las ideas de justicia y eficiencia en la distribución de los recursos, pero ¿hay lugar para la preocupación por la igualdad de género? En este artículo discutimos las distintas aproximaciones desde las que esta cuestión se ha abordado, evaluando los argumentos e identificando las preguntas clave que deberían marcar el debate actual en nuestro país para evitar impactos no queridos sobre el bienestar de las mujeres y la igualdad de género. ¿Hasta qué punto un ingreso mínimo vital puede considerarse un instrumento para la profundización de la igualdad de género? ¿Hay efectos potencialmente perversos que puedan ser anticipados?.
Palabras clave: Ingreso Mínimo Vital, Igualdad de género, pobreza, desigualdad.
ABSTRACT
The debate on minimum income and its various forms, such as the minimum vital income, has frequently neglected its gender dimension. The justification for the new benefit, recently approved by the Government of Spain, appeals to the ideas of justice and efficiency in the distribution of resources, but is there room for concern about gender equality? In this article we discuss the different approaches from which this issue has been addressed, evaluating the arguments and identifying the key questions that should mark the current debate in our country to avoid unintended impacts on the well-being of women and gender equality. To what extent can a minimum vital income be considered an instrument for deepening gender equality? Are there potentially perverse effects which might be anticipated?.
Keywords: Minimum Vital Income, Gender equality, Poverty, Inequality.
La aprobación por el Gobierno de España y la consiguiente convalidación por el parlamento de una “prestación por ingreso mínimo vital” ha abierto una nueva etapa en la definición y despliegue de un sistema de cobertura universal de riesgos sociales en nuestro país, complementando el sistema de rentas mínimas que se había venido desarrollando en las CCAA desde hace ya varias décadas (Ayala, Arranz, García-Serrano, & Martínez-Virto, 2016; Fernández, 2015). En palabras de la Ministra Portavoz, María Jesús Montero, la nueva prestación pretende significar un paso de gigante en la lucha contra la desigualdad y la pobreza y en favor de la igualdad de oportunidades y la justicia social.
No obstante, de acuerdo con los expertos, son numerosos los problemas que tendrá que afrontar esta nueva prestación, no siendo menor el de su coordinación y engarce con las prestaciones de naturaleza similar de las CCAA, pero también el de su cuantía y el grado efectivo de cobertura para la población. Las preguntas clave son: ¿Para quiénes? ¿Con qué generosidad? ¿Bajo qué condiciones? Las respuestas a estas preguntas, pese a la dificultad de anticiparlas con exactitud, especialmente en un contexto de excepcionalidad y crisis socioeconómica como el provocado por la pandemia del COVID-19, pueden condicionar no sólo su eficiencia, sino su sostenibilidad financiera en el tiempo, precisamente, una de las cuestiones que suscita más reticencias entre los críticos. La respuesta a todas estas cuestiones, pues, determinará si se trata de un “parche” o del “broche de oro” (o, al menos, de plata) que nuestro sistema de protección social asistencial venía necesitando desde hace tiempo (Ayala, 2019).
A diferencia de la renta básica universal, el ingreso mínimo vital se dirige a la población vulnerable, definida como aquella cuyos ingresos la sitúan por debajo de un determinado umbral considerado como “mínimo vital”. Se trata, por tanto, de una prestación de último recurso, ya existente en numerosos países del entorno europeo, pero que queda lejos de una renta básica garantizada con carácter universal, que, en palabras de Van-Parijs (2004), se definiría como “un ingreso pagado por una comunidad política a todos sus miembros de manera individual, sin necesidad de prueba de medios o requisitos de trabajo” (p. 8). La principal diferencia es el carácter condicionado o no del ingreso percibido, que hace que en el caso de la renta básica universal se pueda plantear de una manera más explícita y radical como un instrumento para aumentar la “libertad real” del conjunto de los ciudadanos (Van-Parijs & Vanderborght, 2017). La cuestión abierta es si dentro de esa categoría genérica de “ciudadanos” caben cómodamente las mujeres y cuáles serían las consecuencias de la renta básica o, en este caso, del ingreso mínimo vital, desde la perspectiva de la igualdad de género.
Entre los defensores de la renta básica, el optimismo es la tónica general. El propio Van Parijs argumenta que, bajo prácticamente cualquier reforma imaginable de ingresos básicos, las mujeres se beneficiarían mucho más que los hombres, ya sea en términos de ingresos o de oportunidades vitales ( (Van-Parijs et al., 2017) , p. 185). En esta misma línea, otros autores han argumentado que un ingreso básico constituye una oportunidad para aumentar el margen de libertad y la capacidad de negociación de las mujeres, que podrían así “escapar” de relaciones no deseadas (Pettit, 2007) o, incluso, una vía para promover la igualdad de género y alterar la actual división sexual del trabajo y el reparto desigualitario de los cuidados, que recae principalmente sobre las mujeres (Standing, 1992).
Sin embargo, son numerosas las voces que reclaman que el debate en torno a la renta básica ha descuidado con frecuencia las dinámicas de género subyacentes, precisamente, las que ayudan a entender la situación de mayor vulnerabilidad de las mujeres. Para algunas autoras, esta “relación feliz” entre la renta básica y la división de género podría incluso ser considerada más un soborno (“hush money”) que una paga de emancipación (“emancipation fee”) (Robeyns, 2000). Así, desde una óptica feminista 1 , la renta básica y, por extensión el ingreso mínimo vital, aparecen como un arma de doble filo que puede perjudicar la situación de las mujeres e, incluso, profundizar las desigualdades preexistentes (Koslowski & Duvander, 2018; Orloff, 2013; O’reilly, 2008; Schulz, 2017); o, cuando menos, no podría definirse como un instrumento emancipatorio para las mujeres (Cantillon & Mclean, 2016).
Redactado apenas unas semanas después de que la prestación se ponía en marcha, este artículo se limita a elaborar una reflexión general sobre los posibles impactos de género de la nueva prestación de Ingreso Mínimo Vital (IMV), sus luces y sus sombras desde una perspectiva feminista. A través de esta reflexión se plantean algunas cuestiones e interrogantes con el objetivo de enriquecer y ampliar el debate sobre esta medida de política pública. El artículo comienza recogiendo las principales objeciones y reticencias planteadas en la literatura feminista sobre este tipo de medidas de compensación de rentas, para continuar analizando con algo más de detalle lo que podríamos considerar el nudo gordiano de la cuestión: el valor social del trabajo de cuidados. Más allá de garantizar (o no) la autonomía financiera de las mujeres, ¿supone un instrumento para remover la desigualdad de género? Finalmente, el artículo concluye con algunas reflexiones y cuestiones abiertas, que requerirán sin duda de una investigación empírica más detallada cuando la nueva prestación lleve un tiempo suficiente de andadura, pero que de momento nos sirven para remarcar la importancia de considerar críticamente el impacto de cualquier medida de política que afecte a las mujeres.
Parece evidente que si la suficiencia financiera no garantiza la autonomía vital al menos constituye una base cierta sobre la que construirla. ¿Cuáles pueden entonces ser las objeciones a una medida orientada a ensanchar los márgenes de libertad de elección individual más allá de las constricciones de orden económico para el “conjunto” de la población o, al menos, para aquella parte con menos recursos, dentro de la cual se encuentran por regla general las mujeres? La lógica que subyace parece inapelable: si se trata de medidas para incrementar el nivel de ingresos del conjunto de la población, ¿no beneficiará más a los más vulnerables, a los más necesitados? Y, dado que la vulnerabilidad social y económica de las mujeres suele ser mayor, ¿no las beneficiará en mayor medida que a los hombres? La cuestión es que, aunque es posible que tal cosa ocurra, ni siquiera una mejora efectiva de la situación de las mujeres desde un punto de vista económico está garantizada a priori a través de medidas de corte estrictamente económico. Sobre todo, cuando las medidas no están diseñadas pensando en las circunstancias y peculiaridades de la situación social y económica de las mujeres (Orloff, 2013), ni aún mucho menos, como un instrumento para su empoderamiento y el avance de la igualdad de género (Koslowski et al., 2018; O’reilly, 2008).
En este sentido, una de las principales objeciones que desde una óptica feminista se plantea a las rentas garantizadas es precisamente su excesivo énfasis en las situaciones de escasez económica, como si estas fueran la clave de todas las demás desigualdades o, incluso, las únicas relevantes. Con frecuencia, el ingreso básico, universal o no, es planteado en términos políticos como una solución al problema de la pobreza persistente y la creciente desigualdad económica.
Una línea en la que parece situarse también la recién estrenada prestación del Ingreso Mínimo Vital en nuestro país. En la exposición de motivos del RD-L 20/2020 de 29 de mayo que regula la nueva prestación, esta se justifica de manera explícita como un instrumento para la reducción de las tasas de pobreza severa y la desigualdad económica. Si bien es cierto que en su articulado se recogen algunas medidas específicas para las situaciones de violencia de género, no se puede decir que exista una perspectiva de género que “enmarque” el conjunto de las medidas. Así, aunque se hace referencia a la “importante dimensión generacional” de la tasa de pobreza, que afecta desproporcionalmente más a hogares con niños menores de 16 años, y se reconoce que la situación se agrava aún más en los hogares monoparentales 2 , no existe una mención explícita a la situación particular de las mujeres, que no obstante encabezan el 81,6% de los hogares monoparentales en nuestro país de acuerdo con la última Encuesta Continua de Hogares (2019).
De algún modo, las rentas básicas, universales o no, parten del supuesto de un mundo en el que las principales desigualdades son distributivas, no estructurales. Sin embargo, más allá de las constricciones que impone la necesidad económica, el contexto normativo y cultural que define la posición social de los individuos delimita sus posibilidades de acción e incluso sus expectativas y oportunidades vitales. La eliminación (o, al menos, minoración) de las constricciones económicas no garantiza el desarrollo personal ni la plena libertad de los individuos y, aún más, no lo hace de una manera neutra respecto a su género. Las situaciones de pobreza económica suelen estar ligadas a otras circunstancias que condicionan y delimitan las opciones reales de elección de los individuos y las estrategias desarrolladas para salir adelante (Serrano & Arriba, 1998; Subirats, 2004).
La pobreza no sólo afecta más a las mujeres (Network, 2019), sino de una manera diferente, ya que las circunstancias que la provocan se ven agravadas por otras relacionadas con la desigualdad de género (Gornick & Boeri, 2016), como la sobrecarga de trabajo de cuidados, la violencia machista o la dificultad para el acceso a la educación y al mercado laboral, aumentando la probabilidad de agudización y cronificación de la pobreza y planteando un importante desafío para la agenda de futuro de las políticas públicas de bienestar y protección social (Bradshaw, Chant, & Linneker, 2017). Además, las usuarias de los programas de transferencia de rentas son en gran medida mujeres, lo que abre la puerta a trayectorias marcadas por la marginalidad y la dependencia de las ayudas públicas, algo que contribuye a su estigmatización, como refleja el mito de la “reina de la beneficencia” (“welfare queen”), acuñado para referirse despectivamente a las mujeres afroamericanas que hacen uso de las prestaciones asistenciales en Estados Unidos (Zucchino, 1999).
Esta perspectiva estructural invalida de principio un planteamiento que asume relaciones entre individuos iguales orientados por fines y aspiraciones homogéneos. La desigualdad de género atraviesa estructuralmente el sistema social y económico en su conjunto, convirtiéndose en un eje ineludible para entender la desigualdad en un sentido amplio, incluyendo obviamente la desigualdad económica, así como para definir los instrumentos de política a través de los cuales hacer frente a estas situaciones. Mientras en un mundo de iguales las diferencias económicas se pueden neutralizar potencialmente mediante intervenciones en la distribución individual de la renta, la situación se vuelve más compleja cuando tomamos en consideración las desigualdades estructurales de base y el contexto social en el que aquellas surgen y se reproducen. Desde una óptica feminista, se enfatiza la idea de que las desigualdades entre hombres y mujeres tienen un carácter estructural, que sobrepasa ampliamente las diferencias salariales en el mercado de trabajo. Sólo una redefinición de lo que es “trabajo” y su significado social puede alterar realmente el marco en el que se define la desigualdad de género. Algo para lo que las políticas de rentas se muestran como instrumentos claramente imperfectos.
Las prestaciones económicas tienen importantes implicaciones de género, que van más allá del alivio de las situaciones de escasez económica y pobreza a nivel individual o doméstico y de un posible reequilibrio de la brecha de género de los ingresos. La existencia de la división sexual del trabajo hace que las mujeres asuman mayoritariamente las tareas de cuidado, lo que refuerza al tiempo su situación de mayor vulnerabilidad y precariedad en el mercado laboral y de dependencia dentro del hogar. Si bien un ingreso básico, especialmente si es no condicionado, podría contribuir al alivio de las situaciones de pobreza y mejorar la independencia personal de algunas mujeres, e incluso, convertirse en una forma de reconocimiento del valor social del trabajo de cuidado (Mckay, 2001; Mclean, 2016; Zelleke, 2011), también pueden tener efectos no queridos que acrecienten las desigualdades existentes y la vulnerabilidad de las mujeres (Gheaus, 2008; Orloff, 2013).
En primer lugar, como está ampliamente demostrado, la existencia de prestaciones económicas asociadas a los permisos y licencias por cuidados, especialmente si son remunerados, puede actuar como un desincentivo a la propia participación laboral de las mujeres, reforzando su dependencia dentro del hogar (Gornick & Meyers, 2003; Mandel & Semyonov, 2005). Un impacto negativo que resulta especialmente lesivo en el caso de las licencias parentales asociadas a la primera infancia, ya que refuerzan el modelo de “madre cuidadora” y dificultan el desarrollo de las carreras laborales de las mujeres en igualdad respecto a los hombres en unos momentos que resultan críticos para la consolidación profesional (Abrahamson, Greve, & Boje, 2019; Castro-García & Pazos-Moran, 2016). Algo similar ocurre con las políticas de dependencia basadas en compensaciones económicas (“cash for care”), un trabajo realizado en gran medida por las mujeres, que reprivatiza los cuidados y contribuye a reforzar la división de roles por género dentro del hogar al tiempo que dificulta el reingreso de las mujeres al mercado laboral tras las interrupciones ligadas al cuidado y un desarrollo pleno de sus capacidades (Yerkes, Javornik, & Kurowska, 2019).
Un efecto añadido de las prestaciones económicas es que debilitan la necesidad estructural de servicios de cuidado, al devolverlos a la responsabilidad del hogar en el “libre” ejercicio de la voluntad de sus miembros y, en particular, de las mujeres. Las decisiones sobre la participación laboral se toman dentro de la unidad familiar en función del coste de oportunidad de trabajar, que viene condicionado por los ingresos potenciales que obtendría cada uno de sus miembros en el mercado laboral y por el coste de externalizar el trabajo doméstico y de cuidado necesario para su reproducción social. La discriminación laboral por sexo que sufren las mujeres en el mercado de trabajo puede actuar como un desincentivo a su salida al mercado laboral, que vendría compensado, siquiera de manera magra, por las transferencias económicas recibidas. En el caso del IMV, los efectos sobre la composición de los ingresos del hogar serían si cabe aún más complejos que en el caso de una renta básica universal, y desde luego, muy condicionados por la pertenencia a grupos étnicos, minorías o colectivos específicos en situación de especial vulnerabilidad, como las trabajadoras del servicio doméstico (Vollenweider, 2013).
En segundo lugar, en tanto que las políticas de rentas no tienen entre sus objetivos explícitos la eliminación de las desigualdades de género existentes, no sólo pueden tener efectos no deseados sobre las situaciones concretas que viven las mujeres dentro de sus hogares y en el mercado de trabajo, sino que pueden generar también desincentivos a la inversión por parte del estado en políticas de igualdad y en otras políticas dirigidas a las mujeres. Uno de los riesgos de las políticas de rentas es que reemplacen de hecho instrumentos de política más complejos con un solo beneficio económico, desviando el foco de atención de las situaciones de mayor vulnerabilidad sufridas por determinados colectivos o grupos. La retracción de la acción del estado puede además tener consecuencias muy distintas dependiendo de las circunstancias individuales, como la pertenencia a grupos étnicos u otras características socioeconómicas, lo que requeriría un análisis interseccional (Launius & Hassel, 2018).
Finalmente, si el IMV se implementa como una política neutra con respecto al género, padres y madres recibirían el mismo apoyo. Sin embargo, el hecho de que las mujeres asuman la principal carga del trabajo de cuidados, bien de forma gratuita en el hogar, bien por lo general en empleos precarios en el mercado de trabajo, o bien a través de magras compensaciones económicas a través de un sistema de rentas, las sitúa en una posición secundaria en el acceso a la protección dentro de los sistemas de seguridad social. Como señala (Schulz, 2017) p. 90, las mujeres pagan un alto precio por proporcionar la mayor parte del trabajo de cuidados porque ello limita su acceso a la educación y un trabajo remunerado, privándolas de la autonomía que conlleva la percepción de ingresos propios, pero también de la protección de los sistemas de seguridad social, donde ocupan con frecuencia una posición subsidiaria con respecto al varón sustentador.
Una de las principales objeciones planteadas al ingreso básico, sea universal o condicionado, es que no tiene en cuenta los condicionantes estructurales que anulan la supuesta igualdad de los individuos ante la percepción del ingreso y, en particular, los que se derivan de la desigualdad de género. Si bien es cierto que una renta garantizada, especialmente si es sin comprobación de recursos, aumenta el margen de libertad y de autonomía personales y facilita la toma de decisiones más allá de las limitaciones marcadas por la disposición de recursos, hay otro tipo de constricciones que afrontan los individuos y, en particular, las mujeres, que hacen que los efectos no queridos de las políticas de rentas sean complejos y difícilmente anticipables a priori.
La crítica feminista al optimismo que permea las políticas de rentas básicas es clara: sólo sobre la base de un reparto igualitario del trabajo doméstico y de cuidados puede la renta básica conseguir su objetivo de libertad individual, lo que viene a poner en cuestión desde su misma raíz el carácter emancipador de la misma. Incluso en el caso de la prestación del ingreso mínimo vital recién introducida en España, donde la cuantía de la prestación varía en función de los recursos conjuntos del hogar, se pueden producir desincentivos y disfuncionalidades con un impacto mayor para las mujeres. Esto es lo que hace que se ponga en duda el carácter radical de las políticas relacionadas con el ingreso básico desde el punto de vista del empoderamiento y liberación de las mujeres.
Las políticas de rentas como la renta básica o el ingreso mínimo vital pueden potencialmente ampliar los límites de la intervención estatal, lo que puede parecer a priori positivo y, de hecho, puede suponer beneficios sensibles para un amplio conjunto de la población vulnerable. Sin embargo, para que suponga un avance efectivo en la situación de las mujeres las políticas deben considerar también una evaluación de sus consecuencias desde el punto de vista del equilibrio de género dentro de los hogares y en el mercado de trabajo, considerando además la diversidad de las situaciones que afrontan las mujeres en función de su condición social, económica, étnica, de edad, etc.
Por otra parte, tal como se argumenta en el “Manifiesto feminista por la Renta Básica” recientemente lanzado por la Red Renta Básica y numerosas entidades y organismos, así como por destacadas figuras del ámbito de la comunicación, el activismo político o la academia, la “renta básica debe ir vinculada a la defensa y ampliación de los derechos y servicios públicos” 3 . Cuando la red pública falla o se debilita, los cuidados vuelven como un bumerán sobre los hombros de las mujeres. Superados los primeros obstáculos de la implementación administrativa de una medida nueva y su adecuada gestión financiera, parece indudable que contribuirá a reducir el número de hogares en situación de pobreza y amortiguará el efecto de la crisis de la COVID-19 sobre las economías más vulnerables, entre las que se encuentran numerosos hogares con hijos dependientes encabezados por mujeres. Ahora bien, hasta qué punto esto ayudará a cerrar la brecha de género de la pobreza en nuestro país y a dibujar un horizonte de certidumbre en la reducción de la brecha de pobreza, la precariedad y la discriminación que sufren las mujeres dependerá en gran medida de que venga acompañada por medidas de carácter estructural, haciendo propias las dos cuestiones centrales de la agenda feminista, la reorganización de los cuidados y la autonomía financiera de las mujeres (Porta & Babiker,, 8 de junio de 2020). Sólo así superará su carácter de medida de emergencia (sumada o más bien sustitutiva de otras ya existentes, como la ayuda por hijo a cargo), para convertirse en un instrumento de transformación social y no en una prestación económica de carácter paliativo.