Sección monográfica / Monographic section
Departament de Sociologia, Universitat Autònoma de Barcelona, España jose.noguera@uab.cat
Revista Española de Sociología (RES), Vol. 30 Núm. 2 (Enero - Abril, 2021), a44. pp. 1-17. ISSN: 1578-2824
Recibido / Received: 26/07/2020
Aceptado / Accepted: 04/12/2020
RESUMEN
La muerte de Erik Olin Wright ha sido recibida casi unánimemente como una gran pérdida para la ciencia social y su obra ha suscitado sonoros elogios entre los sociólogos. Resulta sorprendente comparar dicha reacción con la recepción hostil que tuvo el marxismo analítico en la sociología y especialmente entre los sociólogos marxistas durante el siglo XX. En este artículo se examinará la concepción de la ciencia social que Erik Olin Wright defendió y aplicó analizando los principios metodológicos y epistemológicos que según él identificaban al marxismo analítico, corriente teórica con la que mantuvo un compromiso explícito a lo largo de toda su trayectoria. Ello llevará a diseccionar críticamente qué había de “marxista” en el marxismo analítico, así como la noción de “ciencia social emancipatoria” de Wright, mostrando que acaba sucumbiendo al dilema epistémico-normativo que ha atenazado a todas las corrientes de “sociología crítica”.
Palabras clave: Marxismo analítico, metodología, Wright, sociología crítica, ciencia social emancipatoria.
ABSTRACT
The death of Erik Olin Wright has been considered almost unanimously as a great loss for social science as well as accompanied by extensive praise of his work among sociologists. It is surprising to compare this reaction with the hostile reception that analytical Marxism had in sociology during the 20th century, especially among Marxist sociologists. This article will examine the conception of social science that Erik Olin Wright defended and applied by analysing the methodological and epistemological principles that he considered as definitory of analytical Marxism, the theoretical trend he explicitly committed with throughout his career. This will lead to a critical dissection of what exactly was ‘Marxist’ about analytical Marxism, as well as of Wright's notion of ‘emancipatory social science’; this notion, it will be argued, ends up succumbing to the epistemic-normative dilemma that all attempts to build a ‘critical sociology’ have faced.
Keywords: Analytical Marxism, methodology, Erik Wright, critical sociology, emancipatory social science.
El fallecimiento de Erik Olin Wright el pasado 23 de enero de 2019 fue recibido de forma prácticamente unánime entre los científicos sociales y la intelectualidad de izquierda como una gran pérdida, y acompañada de sonoros elogios en la profesión sociológica. El número y extensión de los actos de homenaje académico y político a su figura puede solo vislumbrarse parcialmente, por ejemplo, en la página web a tal efecto diseñada por su amigo y colega, el también sociólogo Michael Burawoy. 1 En esa misma página puede verse también la reacción de muchísimas publicaciones y organismos tanto en los Estados Unidos como en otros países. Por citar solo algunos a modo de ejemplo, el New York Times, en su obituario, ensalzaba a Wright como un marxista “no ideológico” con un “enfoque pragmático”, que “creyó en el debate abierto y la evidencia empírica”. La revista Jacobin afirmaba que “la izquierda ha perdido a uno de sus más brillantes intelectuales”. Según The Conversation, “al final de su vida, Wright había alcanzado un nivel de aclamación internacional que pocos teóricos marxistas han logrado nunca”. Para el New Statesman, “hoy (…) las ideas de Wright para una utopía inclusiva han cobrado una nueva urgencia”. The Nation destacaba que “nunca renunció al sueño de una sociedad justa y equitativa donde los seres humanos se tratasen unos a otros tan gentilmente” como él trataba a los demás. 2
Resulta como mínimo curioso comparar dichos elogios con la recepción que tuvo el marxismo analítico, la corriente teórica en la que explícitamente se incluía Wright, entre los marxistas académicos durante las dos últimas décadas del siglo XX. A finales de ese siglo, incluso, proliferaron los diagnósticos sobre la muerte del marxismo analítico y su fracaso en revitalizar el marxismo. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción? Una mera búsqueda en Google Trends puede certificar que Wright despertó siempre más interés que el marxismo analítico como tal. No sería arriesgado afirmar que fue el marxista analítico más aceptado por los sociólogos y por la izquierda en general, a mucha distancia de otros miembros del Grupo de Septiembre, el núcleo original que dio origen a esta corriente. 3 Sin embargo, como intentaré mostrar en este artículo, desde el punto de vista epistemológico y metodológico, poco, si algo, le separaba del grueso de las tesis del grupo, tesis que fueron blanco de críticas y descalificaciones radicales por parte de muchos de los teóricos y sociólogos marxistas de la época.
En efecto, la recepción del marxismo analítico, identificado con figuras como Jon Elster, Gerald A. Cohen, John E. Roemer, Adam Przeworski, Philippe Van Parijs o el propio Wright, fue notablemente agria durante las décadas de 1980 y 1990 entre la intelectualidad marxista y de izquierda próxima a la teoría social. Publicaciones como New Left Review, Socialist Review, Science & Society, Theory & Society, Berkeley Journal of Sociology, Praxis International, Sociology, Canadian Journal of Philosophy o Actes de la Recherche en Sciences Sociales se prodigaron en publicar artículos y debates muy críticos contra el marxismo analítico. Autores como (Burawoy, 1989; Lash & Urry, 1984; Lebowitz, 1988; Mandel, 1989; Wacquant & Calhoun, 1989; Wood, 1989) o Smith (1988) escribieron críticas contra el marxismo analítico que en ocasiones llegaron a adoptar tonos desagradables y personales.
Entre las críticas recibidas por los marxistas analíticos en esa época hay tres tipos de argumentos que aparecen con frecuencia: a) Argumentos de autoridad, según los cuales los marxistas analíticos no habrían entendido o aceptado lo que “realmente” dijo Marx, o la función teórica “real” de uno u otro concepto en la globalidad de su obra. (Carver & Thomas, 1995), por ejemplo, se escandalizaban de que “para Elster, los escritos de Marx pueden simplemente ser explotados para extraer cualquier cosa que contengan, y lo que no se considere valioso puede arrojarse al estercolero”;Mandel (1989) le califica de “aporreador de Marx” (Marx-basher); para Burawoy (1989), el marxismo analítico era “la exacta antítesis del proyecto marxiano”. b) Argumentos político-ideológicos, según los cuales los marxistas analíticos representaban la renuncia a la agenda política del marxismo, bien explícitamente o bien por incapacidad de entender que esa sería la consecuencia inevitable de abandonar el método dialéctico de Marx y entregarse a la “ciencia social burguesa” (Kieve, 1988; Lebowitz, 1988). c) Argumentos ad hominem, según los cuales sería la búsqueda de posiciones académicas, respetabilidad y aprobación por parte de las élites intelectuales de los países capitalistas lo que llevaría a los marxistas analíticos a su heterodoxia teórica e ideológica (Anderson & Thompson, 1988).
En general, los marxistas (incluido el propio Burawoy, que era amigo personal de Wright), vieron al marxismo analítico como un morrocotudo error que convertía la teoría marxista en algo ahistórico, acrítico, adialéctico, reformista, contrarrevolucionario, derrotista políticamente cuando no directamente liberal-conservador, academicista e incluso -la acusación definitiva- positivista (término que, como notaba (Wright, 2001), los críticos rara vez definían con precisión). El contraste entre esta recepción y las actitudes a la muerte de Wright no puede por menos de sorprender. Sin embargo, el mismoBurawoy (2019) que criticaba ácidamente el marxismo analítico treinta años antes, lo describía a la muerte de Wright en unos términos mucho más comprensivos, como un intento de “reconstrucción” y “clarificación” del marxismo, aunque recalcando que, a diferencia de otros miembros del Grupo de Septiembre, Wright se había mantenido “leal” al marxismo. No en vano un marxista analítico como Wright había sido elegido en 2012 presidente de la ASA (American Sociological Association). El contraste no puede dejar de sorprender.
¿Es posible que las críticas contra los marxistas analíticos estuviesen motivadas principalmente por miedos de impureza ideológica, antes que por argumentos propiamente científicos, epistemológicos o metodológicos, y que la “fidelidad” ideológica de Wright le acabase granjeando una mayor simpatía relativa? Un examen más detenido de los rasgos fundamentales del marxismo analítico tal y como Wright los defendió explícitamente puede quizá ofrecernos algunos elementos de juicio para esbozar una respuesta a esa pregunta. Las líneas que siguen son unas reflexiones al respecto al hilo de los posicionamientos de Wright. En la proxima sección se desbrozará el compromiso de Wright con el marxismo analítico como orientación teórica en las ciencias sociales, mientras que en la siguiente se analizará su compromiso con el marxismo y su propuesta de una “ciencia social emancipatoria”, que desarrolló ya entrado el presente siglo. Se finalizará con una breve conclusión sobre en qué medida la defensa del marxismo analítico por parte de Wright surtió los efectos pretendidos por el autor.
Pueden caber pocas dudas de que Wright se identificaba plenamente con el marxismo analítico desde que contribuyó a la formación del mismo hasta su muerte. De hecho, podría incluso afirmarse que a él debemos una de las primeras y más conocidas formulaciones de los “principios” del marxismo analítico, o, si dicha expresión parece demasiado fuerte, de los rasgos comunes o parecidos de familia que identificaban a los miembros de esa corriente intelectual y los distinguían tanto de otras tendencias de la tradición marxista como de otras orientaciones teóricas en ciencias sociales. En efecto, en un artículo publicado originalmente en la revista Socialist Review (Wright, 1995), titulado precisamente “What Is Analytical Marxism?”, Wright especificó y describió con precisión cuáles eran esos rasgos, mostró su plena adhesión a los mismos afirmando ser un “defensor partisano del marxismo analítico” (Wright, 1995), y afirmó que este era “la más prometedora estrategia general para reconstruir el marxismo” (Wright, 1995).
Esta explícita auto-identificación con el marxismo analítico no fue, además, pasajera, sino que se mantuvo durante toda su carrera intelectual, algo que puede acreditarse no solo en sus publicaciones y entrevistas (Wright, 2001; Wright, 2005) sino también en las útiles notas sobre sus cursos de marxismo y filosofía de la ciencia social que Wright publicaba regularmente en su página web personal (Wright, 2017). En las notas de su curso sobre “Marxismo sociológico” de 2017 todavía afirmaba: “yo trabajo con firmeza dentro de una de las ramas de esta familia [marxista], una rama a veces llamada marxismo analítico” (Wright, 2017). Este compromiso explícito y continuado es sin duda significativo si se compara con la evolución de otros destacados miembros del grupo inicial, como Jon Elster o Adam Przeworski, que pronto dejaron de considerarse marxistas, o como Hillel Steiner y Philippe Van Parijs, que nunca lo hicieron, lo que no les impedía pertenecer al grupo: “nunca me he definido a mi mismo como marxista. Sin embargo, siempre me he sentido extremadamente cómodo dentro del Grupo de Septiembre porque incluía a compañeros de viaje y no solo a marxistas analíticos” (Van-Parijs, 1997). En efecto, contra lo que el término “marxismo analítico” podría hacer pensar, el Grupo de Septiembre nunca se configuró teniendo como denominador común estrictas afiliaciones ideológicas, sino que pesaba más el hecho de suscribir y aplicar el talante intelectual “analítico”, un calificativo que a buen seguro siempre ha podido aplicarse a todos sus miembros. Como explicaba (Wright, 1995), la discusión sobre si exigir un cierto compromiso con el marxismo para pertenecer al grupo se zanjó priorizando la coincidencia sobre las “reglas del juego” intelectuales por encima de la ideológica o normativa.
Las anteriores citas de Van Parijs y de Wright son además indicativas de otro hecho importante, que el propio Wright señala en su artículo programático: la gran variedad de posiciones y puntos de vista que albergaba el Grupo de Septiembre (Vrousalis & Van-Parijs, 2015; Wood, 1989), incluyendo sonoros desacuerdos “sobre virtualmente todas las cuestiones” (Wright, 1995); esto condujo a numerosos cuestionamientos respecto de que pudiese en realidad hablarse de una “escuela” con contornos mínimamente definidos (Carver et al., 1995; Lebowitz, 1988; Paramio, 1990) . En ocasiones podría caerse en la tentación de ver a Wright como un marxista analítico “atípico” (el único sociólogo del grupo, uno de los pocos que realizaba investigación empírica, el más comprometido políticamente junto con Van Parijs), cuando lo cierto es que todos lo fueron en alguna medida. Se trataba de un grupo heterogéneo de personalidades provenientes de diferentes campos académicos, con intereses y agendas de investigación propias, e incluso con posiciones políticas distintas, cuyo único interés común era abordar problemáticas típicas de las tradiciones marxistas desde el talante intelectual de la filosofía analítica y la ciencia social convencional.
¿Cómo definir, entonces, el marxismo analítico? La delimitación que propuso Wright en 1989 puede considerarse hasta cierto punto canónica y, desde luego, mucho más completa que la única existente hasta ese momento, la formulada muy brevemente en un par de páginas por John Roemer en la introducción a su compilación de textos sobre marxismo analítico (Roemer, 1989). Roemer definía allí el marxismo analítico únicamente por contraste con el marxismo tradicional. Según Roemer, lo que distingue al primero es: 1) un compromiso desacomplejado con la abstracción, frente al historicismo tradicional del marxismo del siglo XX; 2) la búsqueda de fundamentos, que lleva a hacer preguntas heréticas (como la de qué hay de malo en la explotación), frente a las “verdades heredadas” de la teoría marxista convencional, y 3) una aproximación no dogmática ni exegética al marxismo, para poner al día lo que según Roemer seguía siendo su núcleo racional. Tres años más tarde, Wright especificaba con mucha mayor extensión y precisión en qué consistía el carácter “analítico” del marxismo analítico, y en qué consistía su carácter “marxista”. En esta sección comentaré el primer aspecto de la caracterización de Wright (qué hay de “analítico” en el marxismo analítico), mientras que en la siguiente me centraré en el segundo (qué hay de “marxista” en el mismo), en conexión con su visión de una “ciencia social emancipatoria”.
Según Wright, el carácter analítico del marxismo analítico consiste en cuatro rasgos fundamentales:
Un compromiso con las normas convencionales de la ciencia
El énfasis en la conceptualización sistemática
La especificación detallada de los pasos argumentales y conexiones causales que se postulan
La importancia concedida a las acciones intencionales individuales en la explicación de los fenómenos sociales.
Todos estos compromisos, tomados conjuntamente, dibujaban una clara linea de demarcación no solo frente al “marxismo occidental” en sus diferentes versiones (teoría crítica, marxismo estructuralista, marxismo historicista, marxismo existencialista, marxismo ortodoxo, etc.) sino también frente a muchas corrientes de la teoría social dominante a finales del siglo XX.
Según Wright, la aceptación de las normas convencionales de la ciencia por parte del marxismo analítico implicaba básicamente tres cosas:
a) El abandono de la idea de que el marxismo tiene un “método propio” o una epistemología distinta que supuestamente concede acceso al conocimiento “real”, frente al “positivismo” que meramente “reproduce” lo existente y que es supuestamente propio de la “ciencia burguesa” (esto es, la que no es marxista). Ello suponía abdicar de uno de los conceptos más queridos del marxismo tradicional, el “método dialéctico”, pero también del llamado “socialismo científico”. Cualquier concepto o relación “dialéctica”, según Wright, debe poder ser traducido en términos de explicaciones realistas mediante mecanismos claros, esto es, en un lenguaje de causas y efectos convencionales.
b) Esta idea la extendió en años más recientes a su crítica a lo que llamaba “standpoint epistemologies” (Wright, 2017), entre las que se contaban ciertas corrientes del feminismo, o las “epistemologías del Sur” de autores como Boaventura de Sousa Santos, que parecen sugerir que quienes no tienen experiencia directa de ciertas realidades no pueden producir conocimiento sobre las mismas, y que desde la experiencia folk es posible llegar a conocimientos tan válidos como los científicos. Wright argumenta que una cosa son los sesgos en la producción de conocimiento a los que todos (incluidos los científicos) estamos expuestos, sesgos que los procedimientos científicos convencionales precisamente tratan de controlar (algo mucho más difícil en epistemologías folk), y otra el aceptar que determinadas posiciones dan acceso privilegiado a ciertos conocimientos o lo impiden (lo cual sería similar a las tesis del joven Lukács sobre el “acceso privilegiado del proletariado” al conocimiento de la dinámica histórica, que fue abandonada por el marxismo crítico occidental mucho antes del surgimiento de los marxistas analíticos).
c) La importancia concedida a la investigación y la evidencia empírica, y, por consiguiente, a la operatividad empírica de los conceptos y teorías. Ello, se cuida de advertir Wright, no implica que los miembros del grupo se dediquen siempre directamente a la investigación empírica, sino que sus modelos teóricos se cuidan de ser empíricamente operativos y aplicables, y buscan funcionar como modelos explicativos de fenómenos concretos, no como “grandes teorías de la sociedad”, “cosmovisiones” o “paradigmas”. De una buena teoría se deben poder derivar con claridad proposiciones que sean empíricamente testables. De una teoría vaga o insuficientemente especificada, resulta mucho más difícil hacerlo.
d) El antidogmatismo, entendido como la revisión y crítica constante de las teorías, incluidas las propias, algo que Wright y otros compañeros suyos como Elster, Roemer, Cohen o Van Parijs han practicado sin cesar, a veces inmisericordemente. El precio a pagar, según Wright, era abandonar la “marxología” y la “marxolatría” que según él convertían algunas defensas del marxismo en una forma de religión.
Complementariamente a todo lo anterior, Wright aboga también por una visión realista de la ciencia, esto es, una concepción de la misma como empresa que intenta especificar los mecanismos que generan los fenómenos empíricos que observamos; el realismo en la especificación de mecanismos permite, según el autor, escapar tanto al instrumentalismo de la economía neoclásica como a la divagación especulativa en la que abundaban el marxismo y la teoría social, pero también al empirismo ingenuo, puesto que dicha especificación solo puede llevarse a cabo desde modelos teóricos con intención explicativa. Resulta algo sorprendente, sin embargo, que en este aspecto Wright se inspirase explícitamente en los escritos de Roy Bhaskar, el “padre” del llamado “realismo crítico”, una corriente de filosofía de la ciencia social que discurre por cauces algo separados de la ciencia social convencional y que ha creado un lenguaje y un vocabulario teórico propios, que recuerdan algunas de las pretensiones de constituir una “ciencia especial” que el marxismo analítico denunciaba en el marxismo dialéctico (Noguera, 2013a; Wright, 2005).
El segundo rasgo identificador del marxismo de Wright como “analítico” consiste, según él, en un énfasis casi obsesivo en la definición de los conceptos y la coherencia lógica de las teorías que se formulan con ellos. La precisión y el rigor lógico en las definiciones conducen a maximizar la inteligibilidad, la replicabilidad y la eliminación de la ambigüedad y del margen de “interpretación” que tradicionalmente ha dado lugar en la teoría social (no solo en la marxista) a discusiones interminables sobre lo que cada autor “quería decir” en realidad. Uno de los lemas autoimpuestos de Wright, que repetía en numerosas ocasiones, es que el teórico o el científico social debería formular sus tesis de forma que quienes no estén de acuerdo con ellas puedan saber exactamente por qué.
No hay duda de que el valor de la inteligibilidad era una de las insignias del Grupo de Septiembre. La formación en filosofía analítica de algunos de sus miembros, como Elster o Cohen, les condujo a un importante esfuerzo de análisis del lenguaje que utilizaban en sus escritos. En una entrevista, Cohen describía así el momento de su trayectoria intelectual en el que pasó a ser conscientemente “analítico”: “Dejé de escribir a la manera de un poeta que simplemente anota lo que le suena bien y que no necesita defender sus argumentos (tanto si encuentran eco en el lector como si no). En vez de eso, traté de preguntarme a mí mismo cuando escribía: ¿en qué contribuye precisamente esta frase a la exposición o argumento que desarrollo?, y ¿es verdadera?. Uno se hace analítico cuando practica esta clase de autocrítica (frecuentemente dolorosa)” (Cohen, 1997). Cualquiera que haya leído su libro La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa, la obra fundacional del marxismo analítico, sabe de lo que habla Cohen. Como afirmaba Alan Carling, “mientras los althusserianos hablaban sin cesar de rigor, Cohen lo practicaba realmente” (Carling, 1986).
Wright se alineó completamente con este talante intelectual y dedicó similares esfuerzos a la delimitación lógica de las implicaciones de sus conceptos, especialmente en sus sucesivas teorías de las clases sociales. La influencia del Grupo de Septiembre era abiertamente reconocida por él, en contraste con una práctica dominante mucho más laxa en la disciplina de la sociología:
Aquí lo más importante a enfatizar son las exigencias extraordinariamente elevadas que este grupo plantea en términos de rigor intelectual y claridad. La sociología en general (no sólo la de inspiración marxista) se caracteriza por una argumentación ligera: los conceptos se definen habitualmente de forma vaga, se dedica poco esfuerzo a que cada paso de un argumento sea diáfano, los supuestos están enterrados y el razonamiento es opaco. El grupo de marxismo analítico ha hecho más que ninguna otra cosa para recordarme la importancia de evitar estos vicios metodológicos. Cuando escribo, las sombras de los demás miembros del grupo acechan sobre mi hombro y me regañan cuando me pillo a mi mismo saliendo del paso como sea en alguna parte difícil de un ensayo (Wright, 2001).
Este mismo talante era el que Wright desplegaba en sus cursos cuando por ejemplo enfatizaba la necesidad de dedicar mucho tiempo a las definiciones de conceptos: “Creo que la confusión en las definiciones a menudo subyace a las dificultades para desarrollar teorías convincentes. Gran parte de este curso es un poco como un curso de lengua: hago distinciones, exploro conceptos, me preocupo por desplegar la terminología de manera coherente y consistente. Los cursos de lenguas son difíciles: tienes que conocer un lenguaje para leer un diccionario” (Wright, 2017). Compárese este espíritu intelectual con el que manifestaba su colega Burawoy en una de sus críticas al marxismo analítico: para este autor, las contradicciones e incoherencias en la obra de Marx, que los marxistas analíticos pretenden erradicar como parte de su programa de rigor lógico, “son el corazón y la principal fuente de inspiración de la tradición marxista. Abolirlas equivale a abolir esa tradición” (Burawoy, 1989). Y añade: “La verdad no es reducible a la correspondencia con los hechos y la coherencia interna, sino que estas dependen de una tradición de pensamiento” (Burawoy, 1989). Resulta patente que los marxistas analíticos no andaban muy errados al percibir que la teoría social marxista por aquellos años abrazaba sin reparos la ambigüedad y la contradicción incluso como “fuentes de inspiración”. 4
El tercer rasgo que confiere su analiticidad al marxismo analítico es según Wright la especificación detallada de los pasos argumentales que conectan conceptos y tesis, esto es, la descripción cuidadosa de las conexiones causales y/o lógicas entre los mismos. Wright, como los marxistas analíticos, sostiene que el mejor modo de lograr ese objetivo es el uso de la modelización, a menudo formal. Los modelos, dice Wright, simplifican la realidad (tal y como muchos de sus detractores aducen), pero eso es bueno cuando se trata de explicar la misma causalmente: se trata precisamente de identificar cuáles son los factores principales que generan un determinado fenómeno, y cómo lo hacen exactamente.
Un modelo obliga a explicitar claramente cuáles son los supuestos de los que se parte, en qué condiciones podrá aplicarse, y cuáles son los parámetros cuyo valor debe ser estimado en cada caso para dotarlo de contenido empírico y poder testar hipótesis. Al contrario de lo que suele ocurrir en la “teoría sociológica” o la “teoría social” mainstream, un modelo, al especificar todas esas cosas con claridad, convierte en explícito y formal todo lo que habitualmente está tácita e informalmente contenido en decenas de páginas de divagaciones.
Sin embargo, Wright se asegura de aclarar que el rigor explicativo no siempre exige la formulación de un modelo matemático-formal al estilo de los modelos de equilibrio general en la economía neoclásica (una opción que dentro del marxismo analítico fue cultivada profusamente por John Roemer), sino que puede tratarse también de modelos estadísticos (como los construidos por Przeworski) o de modelos teóricos explicativos que no requieren formalización matemática (como su propio modelo de clases sociales, o el modelo de Cohen para explicar la dinámica histórica de fuerzas productivas y relaciones de producción en la teoría de Marx).
El uso de modelos ayuda según Wright a identificar con precisión los mecanismos causales que generan los fenómenos y permiten explicarlos, también en la ciencia social. En esto Wright vuelve a mostrar la similaridad de su planteamiento con las tesis metodológicas de la moderna sociología analítica y el “enfoque de los mecanismos” (Aguiar, De-Francisco, & Noguera, 2009; Hedström, 2005; Linares, 2018; Noguera & de-Francisco, 2011; Noguera, 2010), como lo había hecho ya con su concepción de la ciencia y con su énfasis en la precisión lógica y conceptual. Wright defendió también, al igual que dicho enfoque, la utilidad de cierto pluralismo metodológico que admitiese explicaciones causales-cum-funcionales (esto es, explicaciones causales convencionales que pueden describirse, utilizando un atajo semántico, como si fuesen relaciones funcionales), y la de técnicas cualitativas que permitiesen hacer aflorar posibles conexiones causales y mecanismos que puedan testarse después más extensivamente con datos cuantitativos. En cualquier caso, en todo esto tampoco desentonaba Wright dentro de un grupo donde los desacuerdos sobre los tipos de explicaciones aceptables eran habituales (Aguiar et al., 2009).
Finalmente, Wright resalta como último rasgo que identifica al Grupo de Septiembre como analítico la importancia concedida a las acciones intencionales individuales en las teorías, tanto explicativas como normativas. El intencionalismo metodológico es, por tanto, uno de los terrenos comunes del grupo, compartido también por Wright, frente a otras corrientes del marxismo más estructuralistas o incluso psicoanalíticas que tienden a considerar las acciones e intenciones conscientes de los sujetos como meros epifenómenos de otras instancias explicativas que discurren “por encima” o “por debajo” de las creencias y los deseos de los seres humanos.
Uno de los debates más enconados dentro del Grupo de Septiembre, y también entre algunos marxistas analíticos y sus críticos externos, fue el de si este intencionalismo metodológico conducía por fuerza al individualismo metodológico, y el de si este último, a su vez, aconsejaba la utilización del racionalismo metodológico (la hipótesis de racionalidad maximizadora en la conducta postulada por la teoría de la elección racional estándar). Desde un punto de vista puramente lógico, lo cierto es que ambos pasos no vienen dictados necesariamente. De hecho,Wright (1995) se cuida, una vez más, de manifestar que su compromiso con estos principios es más bien débil, limitándose a aceptar que “la teoría social debería incorporar sistemáticamente una preocupación por la elección consciente” (p. 21), algo que muchos teóricos que no se identifican con el individualismo metodológico ni con la teoría de la elección racional podrían suscribir sin problemas: era el caso de otros miembros del grupo como Gerald Cohen, Philippe Van Parijs, o, más allá de una etapa inicial, el propio Jon Elster, que había generado el debate con su texto programático sobre marxismo, invididualismo y teoría de juegos (Elster, 1984).
En este sentido, Wright no está sino recogiendo algo que es trivialmente reconocido por los practicantes (marxistas o no) de estas opciones, y que solo era necesario recordar por la frecuente tergiversación de que han sido objeto en la teoría social mainstream (también marxista o no): que el intencionalismo no implica necesariamente individualismo metodológico (aunque este pueda ser lo más adecuado en muchos contextos explicativos), que el individualismo metodológico y la teoría de la elección racional no se identifican necesariamente (aunque pueden hacerlo si es conveniente), y que ninguna de ambas cosas equivale a un “atomismo” social que ignora las relaciones entre los individuos, sino que, bien al contrario, son herramientas para explicar cómo se forman éstas y a qué fenómenos macrosociales dan lugar (Aguiar, Criado, & Herreros, 2003; Goldthorpe, 2010; Harsanyi, 2011; Noguera, 2003). Lo importante, para la mayoría de los marxistas analíticos, incluido Wright, es que los microfundamentos de la explicación en ciencias sociales se especifiquen con claridad, de forma que se eviten las “cajas negras” en las que el marxismo dialéctico, el marxismo estructuralista y otras corrientes de la teoría social se habían instalado con indisimulada comodidad. Todo ello es además concordante, de nuevo, con el espíritu de la actual sociología analítica, cada vez más atenta al papel explicativo del nivel meso-social y más escéptica respecto del poder explicativo de la racionalidad maximizadora (Noguera et al., 2011).
En esta línea, en un conocido artículo, (Levine, Sober, & Wright, 1987) desarrollaban su posición metodológica abogando por un “individualismo antirreduccionista” que difería tanto del holismo como del atomismo social. Aceptando que los individuos y sus propiedades (naturales o sociales) son los microfundamentos ontológicos últimos de la realidad social, esa tesis ontológica no implicaba para ellos necesariamente que siempre fuese posible una reducción a nivel teórico o explicativo, dado que en ciencias sociales se podrían reducir las “muestras” concretas (tokens) pero no los “tipos” de fenómenos (types), debido a la superveniencia de los “tipos” macro y su “realizabilidad múltiple”: un mismo “tipo” puede ser “realizado” por múltiples configuraciones de estados en el nivel micro, y, por tanto, la explicación de cada una de sus “muestras” requiere de microfundamentos específicos que impiden la reducción automática del “tipo”. Aunque el “antirreduccionismo” de esta postura no está exento de objeciones (Noguera, 2003; Noguera, 2013a), se trata de una posición cada vez más frecuente en la sociología analítica contemporánea, que supone establecer una discontinuidad entre ontología y metodología; la cuestión de si esa discontinuidad es consistente con el explícito compromiso realista (anti-instrumentalista) de los sociólogos (y marxistas) analíticos es sin duda harina de otro costal (Noguera, 2015).
En la sección anterior se ha visto que los compromisos metodológicos y epistemológicos explícitamente asumidos por Wright bien podrían identificarle no ya como un marxista analítico, sino como un sociólogo analítico en toda regla. El marxismo analítico sería pura ciencia social convencional si no fuese por su autoidentificación como marxismo. ¿Cómo defiende Wright esa identificación? ¿Qué hay de “marxista” en el marxismo analítico de Wright?
Al tratar la cuestión de la analiticidad del marxismo analítico, Wright iniciaba su argumento con una formulación un tanto extraña: según él, “los marxistas analíticos están comprometidos con la idea de que el marxismo debería aspirar desacomplejadamente al estatus de una ciencia social genuina” (Wright, 1995). La expresión no es afortunada, pues, depende de como se interprete, podría sugerir precisamente lo que los marxistas analíticos trataban de evitar: que el marxismo se configurase como una supuesta ciencia social “separada” o “paralela” a la convencional. Hubiera sido más correcto afirmar que el compromiso de los marxistas analíticos era con su integración como científicos sociales genuinos en la ciencia social convencional, sin más. Sin embargo, lejos de disipar la duda,Wright (1995) añade que “el marxismo no debería ser dispensado de los estándares de la ciencia, aunque acepte otros estándares de evaluación y relevancia adicionales a los estrictamente científicos” (p. 15). Pero ¿no es precisamente esto lo que el propio Wright criticaba del marxismo dialéctico o el ortodoxo, que se autoevaluase mediante “estándares especiales”, distintos de los estrictamente científicos? El hecho de que esos estándares sean ahora “adicionales a”, y no ya “sustitutivos de” los estrictamente científicos no resulta del todo tranquilizador sin un compromiso meridiano con la prioridad lexicográfica de los estándares científicos sobre esos otros estándares “adicionales” (compromiso que, sin embargo, alguien tan partidario de la explicitación transparente de los supuestos como Wright no expresa). Evidentemente, los estándares “adicionales” a los que se refiere Wright solo pueden ser normativos o políticos, como se verá más tarde.
Wright enumera cuatro criterios que según él permiten calificar de “marxista” al marxismo analítico:
a) El trabajo sobre el marxismo como tradición teórica: muchos marxistas analíticos intentan reconstruir la plausibilidad de alguna linea argumental o teoría desarrollada en esa tradición con armas teóricas y metodológicas distintas de las originales. Pero esto, si no se reduce a una tarea puramente exegética o de historiador de las ideas, que podrían compartir muchos académicos no marxistas, nos conduce a solapar este criterio de identificación con el siguiente.
b) La elección de preguntas propias de la “agenda de investigación” de la tradición marxista: los marxistas analíticos suelen escoger problemáticas de estudio típicas del marxismo como las clases sociales y la lucha de clases, el estudio del capitalismo, la explotación, el diseño institucional de una sociedad socialista, o el papel del Estado en la transformación social. Sin embargo, este criterio tampoco parece muy discriminante, por cuanto innumerables teóricos y científicos sociales no marxistas llevan estudiando idénticos problemas desde hace muchas décadas (baste pensar en figuras como Weber, Schumpeter, Dahrendorf, Goldthorpe o Giddens).
En etapas más recientes de su obra, Wright (2010) ha sugerido que la elección de preguntas de investigación con un potencial “emancipatorio” es lo que puede constituir una linea de demarcación entre la práctica de los científicos sociales “radicales” (donde cabe suponer que incluye a los marxistas analíticos). La pregunta, no obstante, sigue siendo qué es lo que otorga un “potencial emancipatorio” a un problema más allá de las preferencias políticas personales de quién lo escoge como objeto de estudio. ¿Por qué estudiar la viabilidad de una renta básica universal es “emancipatorio” pero no deberían serlo en su conjunto la economía laboral convencional, la sociología fiscal, la macroeconomía, o la ciencia de la administración, todos ellos ejemplos entre otros muchos de campos de estudio directamente relevantes para la viabillidad de la citada propuesta? ¿Es “emancipatoria” la “ciencia social orientada a la resolución de problemas” que proponen autores como Duncan Watts (2017)? El intento de responder a dichas preguntas conduce a la conclusión de que el criterio de demarcación de Wright es, de nuevo, claramente normativo o basado en unas preferencias políticas no enteramente explicitadas en la mera referencia a la “elección de temas”.
c) El uso de un lenguaje, un vocabulario, y un “repertorio conceptual” extraídos de la tradición marxista es el tercer criterio que propone (Wright, 1995). De nuevo resulta algo sorprendente darle importancia a este factor, tras haber criticado implacablemente (y con razón) el fetichismo lingüístico practicado con frecuencia en las escuelas dialécticas, hegelianas o estructuralistas del marxismo. Wright no detalla cuál sería la aportación teórica que este lenguaje específico estaría llevando a cabo, y, siguiendo sus propios argumentos cuando criticaba al marxismo tradicional, se diría que o bien dicho repertorio conceptual puede traducirse y/o integrarse en el de la ciencia social convencional, o bien debe ser desechado.
d) Finalmente,Wright (1995) llega al criterio a todas luces más plausible: las ideas normativas ampliamente compartidas por los marxistas analíticos, que según él consisten en un “compromiso con los valores de libertad, igualdad y dignidad humana” y con “alguna forma de socialismo democrático” (p. 24). Por un lado, no parece que esto último fuese el caso en todos los miembros del grupo (por ejemplo, Van Parijs o Steiner) 5 ; por otro, la enumeración de valores abstractos que hace Wright –a los que más tarde añade los de “comunidad” y “solidaridad” (Wright, 2010)– parecería ser bastante aceptada mucho más allá del marxismo e incluso de la izquierda socialista. En realidad, Wright está dibujando de forma sumaria el punto de partida de la filosofía política contemporánea posterior a Rawls, con algún añadido comunitarista, lo cual en muchos aspectos supone una bifurcación en toda regla respecto de las tesis normativas al uso en la tradición marxista. Así pues, la pregunta de qué hay de marxista en el marxismo analítico sigue sin tener una respuesta clara.
El propioWright (1995) advierte este problema diciendo que “aunque esos valores puedan ser compartidos por muchos intelectuales radicales post-marxistas o no marxistas, el vínculo entre esos valores, por un lado, y la agenda teórica de cuestiones a debate, por el otro, enraízan sistemáticamente al marxismo analítico en la tradición marxista” (p. 24). Pero este argumento tiene un serio riesgo de circularidad, pues, como hemos visto, la “agenda teórica” solo resulta específica del marxismo si se añaden precisamente unas determinadas preferencias políticas bastante más estrictas que los amplios valores que Wright ha enumerado. Si ese vínculo al que se refiere Wright es una simple yuxtaposición de ciertos temas y esas preferencias políticas por parte del investigador, resulta algo puramente circunstancial; si se trata de un vínculo interno con consecuencias teóricas o metodológicas más allá de la elección de una pregunta de investigación, el riesgo es entonces volver a poner los estándares científicos al servicio de otros objetivos, algo que era un claro blanco de crítica para los marxistas analíticos.
Bien es cierto queWright (1995) es consciente de la dificultad de esta demarcación, y acaba incluso diciendo que se puede “hacer marxismo” sin “ser marxista” (p. 24) (¿”hace marxismo” entonces un historiador del marxismo como E. H. Carr?). Quizá a la postre resultaba más acertado Roemer cuando dudaba de si había que seguir llamando “marxismo” a lo que hacía el Grupo de Septiembre (Roemer, 1989).
A pesar de los problemas de demarcación analítica que acabamos de ver,Wright (1995) era muy claro sobre su posición personal: “Estoy entre los más intransigentemente marxistas de los marxistas analíticos” (p. 24). Hacia el final de su texto, Wright presenta algunas razones adicionales de esa instransigencia que refuerzan la impresión de que su principal motivación para identificarse como “marxista analítico” es política y estético-simbólica, como confirmaba él mismo (Wright, 2005). La analiticidad del marxismo analítico se defiende, a la postre, como algo instrumental para maximizar la relevancia académica, práctica y científica del marxismo, en la esperanza de que ello ejercerá una influencia positiva a la hora de hacer avanzar su agenda política. El sentido último de identificarse teóricamente como marxista analítico (y no simplemente como sociólogo analítico) es paraWright (1995) “contrarrestar el predominio ideológico de las corrientes conservadoras y liberales de la investigación social”, para lo cual el marxismo “debe adoptar las armas metodológicamente más poderosas a su alcance o arriesgarse al aislamiento y la marginalidad permanente” (p. 27).
Clasificar las corrientes de investigación social contemporánea en “liberales”, “conservadoras” y “marxistas” y especificar en qué se advierte esa adscripción ya podía resultar difícil en 1989, pero bien entrado el siglo XXI se antoja una tarea ardua. Pero más preocupante resulta el supuesto implícito en esas afirmaciones de que la buena ciencia social y la buena metodología puedan convertirse en un instrumento político al servicio de una ideología particular, como el programa analítico que Wright expone solo unas páginas antes parecería proscribir a todas luces. Sin embargo, y sorprendentemente, ese es exactamente el argumento que Wright expone en las últimas páginas de su texto (dando parcialmente la razón a algunos de sus críticos): el marxismo analítico es bueno para el marxismo porque incrementa su respetabilidad institucional y académica, algo que, lejos de domesticarlo políticamente (aunque el riesgo, como reconoce Wright, exista), puede hacer avanzar su agenda de transformación social.
Resultaría excesivamente ambicioso para este ensayo diagnosticar hasta qué punto la historia ha dado o no la razón a Wright en este punto. Se volverá sobre ello en la conclusión. Sin embargo, resulta significativo que en 1989 Wright defendiese que había indicios de que la estrategia funcionaba, y de que el marxismo era cada vez más relevante públicamente (!). Todos los indicios que ofrecía de ello, sin embargo, eran puramente académicos: la creciente penetración del marxismo analítico en las universidades, la relevancia de los puestos académicos alcanzados por algunos marxistas analíticos (incluído él mismo) o el número de lenguas a los que se había traducido su obra (Wright, 1995). Sin duda, el marxismo analítico había sido bueno para los marxistas analíticos.
En años más recientes, Wright fue reduciendo el uso del término “marxismo analítico” para sustituirlo por el de “ciencia social emancipatoria” (Wright, 2010), que en algunos de sus cursos incluso ve como una forma de “sociología crítica” (Wright, 2017). Tal propuesta nace en estrecha conexión con su proyecto sobre “utopías reales”, que había impulsado para explorar la viabilidad de diseños institucionales que permitiesen ofrecer alternativas democráticas al capitalismo. Wright define su proyecto del siguiente modo:
La ciencia social emancipatoria busca generar conocimiento científico relevante para el proyecto colectivo de desafiar diversas formas de opresión humana. Calificarla como una forma de ciencia social, más bien que como simple crítica social o filosofía social, implica que reconoce la importancia para esta tarea del conocimiento científico sistemático sobre cómo funciona el mundo. Calificarla como emancipatoria es identificar un propósito moral central en la producción de conocimiento: la eliminación de la opresión y la creación de las condiciones para el florecimiento humano. Y calificarla de social implica la creencia en que la emancipación humana depende de la transformación del mundo social y no solo de la vida interior de las personas (Wright, 2010).
Como vimos que ocurría con el “componente marxista” del marxismo analítico, el “componente emancipatorio” es el que selecciona ahora las preguntas a hacer y las problemáticas a investigar, mientras que el “componente de ciencia social” provee de las respuestas correctas desde el punto de vista de los hechos, puesto que, como advierte Wright, si no se conoce cómo funciona el mundo realmente, independientemente de los deseos, sesgos y figuraciones ideológicas que cada cual pueda asumir, nunca se podrá transformar eficazmente de una manera sistemática.
Sin embargo, y como ocurría con el “marxismo” en el marxismo analítico, el papel discriminante del “componente emancipatorio” de la “ciencia social emancipatoria” de Wright dista mucho de resultar claro. Para empezar, si el rol de ese componente es, como se ha dicho, el de la selección de preguntas u objetos de estudio, entonces no resulta posible distinguir la “ciencia social emancipatoria” de Wright de la ciencia social “libre de valores” de Weber, quien también partía de que la selección de la pregunta u objeto responde a algún tipo de compromiso de valor por parte del investigador. Si Wright pretende que su propuesta vaya más allá de la neutralidad valorativa weberiana, el “componente emancipatorio” debería ir más allá de la elección de objetos, preguntas y problemáticas, e inmiscuirse, por así decirlo, en la propia modelización de las relaciones causales y los mecanismos que se postulen, en la derivación de proposiciones teóricas y/o en su comprobación empírica. Pero hemos visto que, como buen científico social realista y analítico, Wright se ha prohibido enérgicamente a sí mismo incurrir en algo así (Burawoy, 2020). Por otro lado, si los conocimientos que esa “ciencia emancipatoria” nos ofrecerá son los que resultan “relevantes” para la “emancipación”, ¿quiere ello decir que los conocimientos del resto de la ciencia (la que supuestamente sea “no emancipatoria”) no pueden ser relevantes para la transformación social o la lucha contra diferentes “males” sociales? Parece esta una pretensión sumamente dudosa, por cuanto, como bien sabía (Sacristán, 1983b), la aplicación técnica de los conocimientos científicos, también en las ciencias de la sociedad, puede ser y siempre será ambivalente.
En realidad, la especificidad de la propuesta de Wright se debate en el dilema típico al que se ve abocado todo intento de “ciencia social crítica” o partisana (sea de la orientación que sea, por supuesto), y que Weber supo ver con lucidez: o bien esa “ciencia” no es tal sino más bien teoría normativa, ideología o (¿por qué no?) aplicación técnica de unos conocimientos en función de unos objetivos normativos que vienen dados de forma externa a la labor propiamente científica, o bien lo es, pero entonces la función de los valores normativos se limita a la elección de la problemática a estudiar, punto a partir del cual los méritos de la investigación se evalúan mediante estándares estrictamente científicos y cognitivos, y los resultados no tienen por qué satisfacer las preferencias normativas que llevaron a elegir el objeto. O bien se renuncia al “componente emancipatorio” como constitutivo de la labor científica, con lo que la especificidad de esa “ciencia social emancipatoria” se desvanece, y queda disuelta en ciencia social convencional, o bien se renuncia a la pretensión científica y se transita hacia la filosofía política, la ética, la ideología o incluso, menos legítimamente, la deshonestidad intelectual que lleva a presentar como “científica” la acomodación de la evidencia y los hechos a las propias preferencias. Recuérdese, en este sentido, la advertencia del propio Marx cuando hablaba del “interés desinteresado” que debe presidir la práctica científica: “a un hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella misma (por errada que pueda estar la ciencia), sino de fuera, un punto de vista ajeno a ella, tomado de intereses ajenos a ella, a ese hombre llamo canalla (gemein)” (como se citó en (Sacristán, 1983a).
Al igual que el marxismo analítico tal y como lo defendía Wright en 1989, su “ciencia social emancipatoria” sería buena ciencia social sin aditamentos, o bien aplicación técnica de conocimientos derivados de la misma en el diseño institucional, como tantas otras aplicaciones de esa ciencia social al diseño y evaluación de políticas públicas y a la solución de problemas sociales que son frecuentes en la práctica habitual de los científicos sociales contemporáneos, se identifiquen o no como “emancipatorios” en el sentido de Wright. Cuestión distinta es, por supuesto, la de que algunos objetivos y tesis normativas pueden ser “informadas” por la ciencia social con mucha más frecuencia de la que se acostumbra a reconocer (Aguiar et al., 2009): pero ello habla más bien de cómo la evidencia y los conocimientos que la ciencia social aporta pueden influir racionalmente en la modificación de nuestras preferencias políticas y normativas, no tanto de cómo estas influyen en nuestra manera de hacer ciencia social; ello es así porque, como se sugería más arriba, no está ni puede estar garantizado que los objetivos normativos previos que lleven a un investigador a elegir una problemática de estudio vayan a ser favorecidos por la evidencia científico-social resultante de su investigación (por ejemplo, incluso un partidario de la renta básica universal como Wright puede descubrir nueva evidencia que le sugiera que en determinadas condiciones otra política alternativa es más efectiva y eficiente para satisfacer similares objetivos).
El peligro de una ciencia social que intente ir “más allá” de esta neutralidad valorativa weberiana parece claro: en primer lugar, la tentación de ceder al sesgo político propio a la hora de generar e interpretar la evidencia aumenta (Haidt, 2016); obviamente, el que ese sesgo pueda existir siempre no es motivo para impulsarlo alegremente, del mismo modo que el hecho de que siempre sean posibles inundaciones no debe llevarnos a romper las esclusas de los pantanos. Pero en segundo lugar, si esa ciencia aspira a alguna validez cognitiva, y al mismo tiempo defiende que su validez está determinada en parte normativamente (pues eso y no otra cosa significa ir más allá de la propuesta weberiana, como hacía la “teoría crítica”), está haciendo depender la validez cognitiva de sus teorías y resultados de la validez normativa previa de los valores u objetivos adoptados. Y ¿cuáles son los valores y objetivos normativamente válidos y por qué? Como sabía Weber, si esta pregunta tiene una respuesta, no corresponde a la ciencia social darla (aunque esta pueda tener un papel a la hora de fundamentar ciertos juicios auxiliares de los juicios propiamente normativos: (Noguera, 2013b).
Wright tenía razón al defender la analiticidad del marxismo analítico: para que la ciencia social sea “emancipatoria” debe primero ser buena ciencia social. Pero que la ciencia social (buena o mala, hecha por marxistas, socialdemócratas, liberales, conservadores o investigadores con cualesquiera preferencias politicas) tenga algún efecto que Wright pudiese considerar como “emancipatorio” va a depender de su uso técnico o político.
Este ensayo empezaba constatando un curioso contraste entre la hostil recepción académica del marxismo analítico durante el pasado siglo y la elogiosa reacción hacia la figura de uno de sus más conocidos exponentes y defensores, Erik O. Wright, en la hora de su fallecimiento. Tras haber pasado revista al compromiso explícito de Wright con el marxismo analítico, y a su enumeración de los rasgos teóricos que lo identificaban como “analítico” y como “marxista”, es posible aventurar una hipótesis: la relativa simpatía que hoy despierta la figura de Wright en la sociología y la intelectualidad académica progresista (e incluso más allá) se ha debido más bien a las connotaciones políticas de su obra (y quizá también, por qué negarlo, al admirable talante personal de Wright) que a su asunción de los principios que otorgan su analiticidad al marxismo analítico, que han tendido a ser acogidos con cierta reserva incluso por colegas y amigos personales como Michael Burawoy.
Es cierto que esa simpatía puede tener que ver en parte con el hecho, ya comentado, de que aunque Wright siempre hiciese ostentación de su autocomprensión como teórico “marxista”, su agenda normativa y política estaba inspirada, ya en el siglo XXI, por valores y principios que se identifican más con la filosofía política del liberalismo igualitario post-rawlsiano que con el ideario tradicional del marxismo (como, por otra parte, ocurrió también con el resto de los marxistas analiticos). Aun así, el hecho de que Wright decidiese consciente y deliberadamente mantener su identificación como marxista (Wright, 2005), dejando aparte su posible simbolismo, probablemente le dotó en ciertos círculos de izquierda de un aura de coherencia personal que otras trayectorias como las de Elster, Roemer o Przeworski no han podido disfrutar (justificadamente o no). Burawoy centraba su ensayo de homenaje a Wright (Burawoy, 2020) en la cuestión de cómo conseguir “reunificar” el marxismo científico de Wright con su pulsión utópica y crítica, elementos que según él permanecían separados por el “positivismo” y el “objetivismo cientifista” que Wright habría asumido en su labor científico-social. En cambio, Burawoy se congratulaba de que Wright hubiera sido el único miembro del Grupo de Septiembre que se había mantenido marxista “hasta el final”. No es arriesgado pensar que muchos marxistas y post-marxistas hayan “tolerado” a Wright su supuesto “positivismo” gracias a su “marxismo”.
Pero al mismo tiempo, quizá por reducción de disonancia cognitiva, ello ha llevado sutilmente a gran parte de la izquierda sociológica y politológica a aceptar de facto muchos de los principios del marxismo analítico en mayor medida que durante la recepción de este en el pasado siglo. El hecho es que, enfrentados ante el dilema de abandonar la analiticidad y el rigor científico o abdicar del carácter estrictamente “marxista” de su obra, todos (incluido Wright) optaron por lo segundo, y su identificación con el “marxismo”, como el propio Wright reconoció, acababa siendo poco más que una etiqueta simbólica o declarativa. Paradójicamente, el triunfo final de los marxistas analíticos podría consistir en haber logrado lo contrario de lo que Wright abiertamente pretendía en su texto programático de 1989: en lugar de utilizar instrumentalmente la analiticidad del marxismo analítico y la buena ciencia social para avanzar en la agenda política del marxismo, su posicionamiento como marxista ha tenido como subproducto la consecuencia de ganar respetabilidad académica e intelectual para la ciencia social analítica en general. Y ese es un avance, buscado o no, del que los marxistas analíticos, y también Wright, pueden estar orgullosos.
Este ensayo tiene su origen en las notas de la conferencia que impartí el 30 de enero de 2019 en las Jornadas en Homenaje a Erik Olin Wright organizadas por Julio Carabaña y Jorge Sola en la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Agradezco a todos los asistentes a dichas jornadas los comentarios recibidos, y especialmente a Jorge Sola, Julio Carabaña, Luis Fernando Medina y Andrés de Francisco, aunque huelga decir que quedan eximidos de toda responsabilidad por los resultados. Finalmente, el presente artículo se ha beneficiado del proyecto PID2019-104801RB-I00 en el marco del Plan Nacional de I+D+i del Ministerio de Ciencia e Innovación.