Monográfico / Monographic

DOI: 10.22325/fes/res.2021.04

Dioses guerreros, daimones y demonios en el reencantamiento moderno de Max Weber


Warring Gods, Daimons and Devils in the modern reenchantment of Max Weber


Maya Aguiluz Ibargüen ORCID

Centro de Investigaciones Interdisciplinares en Ciencias y Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México. aguiluz.maya@gmail.com


Josetxo Beriain ORCID

I-Communitas. Institute for Advanced Social Research, Universidad Pública de Navarra, España. josetxo@unavarra.es Autor para correspondencia

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 30 Núm. 1 (Enero - Abril, 2021), a04. ISSN: 1578-2824


Recibido / Received: 17/04/2020
Aceptado / Accepted: 10/06/2020





RESUMEN

Al final de la Etica protestante, Max Weber situó su metáfora escéptica relacionada con el hombre moderno: “especialistas sin espíritu y hedonistas sin corazón”, sin embargo, pensamos que en su conocida conferencia tardía para los estudiantes en Múnich, Ciencia como Vocación, situó al “virtuoso de la profesión” del capitalismo avanzado -representado por el empresario, el político y el artista- que sucede al virtuoso religioso de los orígenes del capitalismo. Según esto, el renacimiento de la “llamada” en un mundo secular no está representado por Dios sino por el daimon/demonio personal, dos caras (griega y judía) de la misma moneda representada en los tipos ambivalentes que emergen en los procesos de reencantamiento del mundo moderno analizado por Max Weber y Thomas Mann, entre otros, que en última instancia conforma una modernidad doble, progresiva así como regresiva.

Palabras clave: dioses; daimones; demonios; reencantamiento; modernidad.



ABSTRACT

At the end of The Protestant Ethic, Max Weber placed his skeptical metaphor related to man: “specialist without spirit and heartless hedonist”, however we believe that in Science as Vocation he placed the “virtuous of the profession” of the advanced capitalism -represented by the entrepreneur, the political man and the artist- which superseded the religious virtuous of the origins of capitalism. According to this, the revival of the call in a secular world will be fueled not by God but by the personal daimon/devil, two faces (Greek and Jewish) of the same coin represented in the ambivalent types which have emerged in the processes of the modern reenchantment of the world analyzed by Max Weber and Thomas Mann, which ultimately shape a twofold modernity double sided, progressive as well as regressive.

Keywords:gods; daimons; demons; reenchantment; modernity.




INTRODUCCIÓN


Weber es el forjador de la noción de “desencantamiento del mundo” y de una narrativa englobante con un tenor canónico en torno a la que se ha construido un sesgo de irreversibilidad así como una tendencia teleológica que va de la magia a la ciencia, de lo sagrado a lo profano, de lo religioso a lo secular, que la propia dinámica histórica se ha encargado de refutar tal como reflejan toda una serie de análisis sociológicos actuales (Tiryakian, 1988, pp. 44-66; Alexander, 2003, pp. 27-109; 2006, pp. 91-115; Donald, 1991; Bellah, 2011, pp. 265-282; Gorski, 2011, pp. 291-319; Josephson-Storm, 2017; Lauster, 2015; Joas, 2017; Terrier, 2013, pp. 22 y 497-516; Beriain y Sánchez-Capdequí, 2018, 2019). Mediante una genealogía sociológica del desencantamiento se pone de relieve una suerte de desencantamiento del propio desencantamiento, que sería capaz de explicar las variedades de re-encantamientos y sacralizaciones que surgen unas veces como consecuencia no deseada en relación al propio desencantamiento en la forma de un tránsito del monoteísmo judeocristiano al politeísmo moderno de los “nuevos dioses”, otras veces a un “panteísmo” relacional y otras veces contra el propio proceso de desencantamiento, como sucede cuando el daimon se proyecta como el núcleo de creatividad social que timonea el giroscopio del ser humano en el mundo contemporáneo que aparece en la fuerza de las múltiples metamorfosis que se dan entre lo secular y lo sagrado, en cuya tensión dinámica brotan y cobran presencia figuras del mal enfrentando al humano que elige con sus propias creaciones ambivalentes. La plasmación de este argumento la desarrollamos en cinco puntos. En primer lugar abordamos el análisis de la estructura simbólica de las sociedades modernas que tiene un marcado acento politeísta, es decir, la línea de reencantamiento en las sociedades modernas se pone de manifiesto en esa lucha entre los “viejos dioses guerreros” de las religiones universales, con los “nuevos dioses guerreros” que emergen dentro de la propia esfera secular -el poder, el dinero-, y con la sacralización de la nación, de la persona, de la humanidad, del niño, etc. En segundo lugar, dentro de este proceso de reencantamiento, analizamos la confluencia problemática de dos troncos narrativos en Weber, por una parte, el que procede de la tradición griega y se expresa en el daimon (carisma) que representa al genio interior, al numen creativo, una presencia arquetipal individualizada, un giroscopio interno que guía y da sentido a la vida y, por otra parte, la noción de demonio, diablo, que condensa la monopolización del mal en oposición al bien representado por el Dios del monoteísmo y que tiene expresiones políticas, cósmicas, tecnológicas. Con el objetivo de delimitar ambas tradiciones, en tercer lugar, exploramos la génesis semántica del concepto de daimon en los presocráticos griegos, en Platón y en el cristianismo para comprender la presencia de este legado en Weber y, en cuarto lugar, realizamos la misma operación pero esta vez aplicada a desvelar la génesis semántica del concepto de demonio-diablo en el Antiguo judaísmo y en cristianismo. Estas dos genealogías nos permiten, en quinto lugar, determinar un concepto de modernidad doble en el que, por una parte, el daimon dibuja una positiva ambivalencia inscrita en la creatividad carismática de una modernidad progresiva, mientras que, por otra parte, la irrupción del demonio-diablo representa la cristalización de los peligros que conlleva la monopolización dualizadora del mal (los pactos con el diablo que analiza Weber) en la ciencia, la política, la economía, la técnica, conformándose de esta guisa una modernidad regresiva.


LA ESTRUCTURA POLITEÍSTA DE LA CULTURA MODERNA SEGÚN WEBER


Una primera pista, sin duda, una de las más conocidas, aparece en La ciencia como vocación, en un largo párrafo: “los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin solución posible. El viejo Mill..., dice en una ocasión, y en este punto si tiene razón, que en cuanto se sale de la pura empiria se cae en el politeísmo. La afirmación parece superficial y paradójica, pero contiene una gran verdad. Si hay algo que hoy sepamos bien es la verdad vieja y vuelta a aprender que algo puede ser sagrado, no sólo, aunque no sea bello, sino porque no lo es y en la medida en que no lo es. En el capítulo LIII del Libro de Isaías y en el salmo XXI pueden encontrar ustedes referencias sobre ello. También sabemos que algo puede ser bello, no sólo, aunque no sea bueno, sino justamente por aquello por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche, y, además, lo hemos visto realizado en Las Flores del Mal, como Baudelaire tituló su libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero, aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno. No obstante, estos no son sino los casos más elementales de esa contienda que entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas y valores. Cómo puede pretenderse decidir científicamente entre el valor de la cultura francesa y el de la alemana es cosa que no se me alcanza. También son aquí distintos los dioses que aquí combaten. Y para siempre. Sucede, aunque en otro sentido, lo mismo que sucedía en el mundo antiguo cuando éste no se había liberado aún de sus dioses y demonios. Así como los helenos ofrecían sacrificios primero a Afrodita, después de Apolo y, sobre todo, a los dioses de la propia ciudad, así también sucede hoy, aunque el culto se haya desmitificado y carezca de la plástica mítica, pero íntimamente verdadera, que tenía en su forma original” (Max Weber, 1987, pp. 215-217), completando esta cita en el mismo texto, una páginas más adelante: “Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha” (Max Weber, 1987, p. 219). En lugar del Dios uno y trino cristiano, que había extinguido a los otros dioses (recordemos también el choque de dioses que supone “la conquista” en Iberoamérica a finales del siglo XV y el soterramiento literal de los dioses precristianos mesoamericanos por el Dios del monoteísmo) o los había condenado al ostracismo, surgen numerosos “dioses”, en plural, sucediendo al monoteísmo una constelación politeísta. Los “nuevos dioses” son los antiguos pero desmitificados, ya no operan como poderes personificados, como ocurrió en la fase de antropomorfización tanto griega como judeocristiana, sino que operan como poderes impersonales, valores abstractos1. El Dios del monoteísmo que contenía en sí todos los atributos de omnisciencia, belleza, bondad y verdad deja paso a “dioses” portadores cada uno de ellos de un atributo exclusivo, lo que suscita una dinámica conflictual entre ellos al no haber un dios superior a otro (heterarquía divina en el panteón). Los diferentes “dioses” están encarnados en grupos humanos que se encuentran en conflicto unos con otros al generar dinámicas de intereses contrapuestos. Para Weber, a diferencia de Parsons, resulta difícil concitar un acuerdo entre los hombres y las sociedades en torno a los fines a realizar. Los valores son creados por los seres humanos pero no existe una jerarquía universal de fines, por tanto, tenemos que elegir entre valores incompatibles.

Este “nuevo politeísmo”, producto del “reencantamiento del mundo”, ha sido emparentado primero por Karl Jaspers (1933) y después por Morris Berman (1981 p. 69 y ss.) con lo que Friedrich Schiller llamó “die Entgötterung der Natur”, la “desdivinización de la naturaleza”, o “pérdida del carácter divino atribuido a la naturaleza”, pero, esta comparación resulta errónea en la medida en que en Weber el desencantamiento no conduce a una desaparición de los dioses sino al surgimiento de nuevos dioses que pugnan entre sí, como han apuntado Schluchter (1988, p. 347) y Lehmann (2009, p. 13). Sin embargo, el conjunto de fuentes, así como la atinada explicación que ofrece José Mª González (2016) en un trabajo reciente, que interpreta cómo el final del monoteísmo cristiano no conduce a un estadio postreligioso, totalmente secular, sino más bien representa el retorno de los múltiples dioses griegos en lucha, tienen un alto grado de plausibilidad (pp. 138-148). A juicio de González, el lenguaje utilizado por Weber en el análisis de la cultura moderna se refiere de forma reiterada a la antigüedad griega, aunque sea una Grecia reinterpretada sobretodo por Goethe y por el romanticismo de Heine. Ante la importante revolución en el pensamiento que se da en Alemania a finales del XVIII y en el XIX, poniendo de manifiesto la crisis del monoteísmo judeocristiano, son muchos autores – el propio Heine, Nietzsche, Hölderlin, Goethe, Schelling, Schiller, Novalis, Herder, Thomas Mann- los que retoman el legado politeísta de los clásicos griegos en Alemania para entender la infraestructura mitológica que subyace a esa Kulturkampf politeísta moderna, a las guerras culturales, que más tarde se transformarán en guerras ideológicas en Europa. En primer lugar, González constata la mención expresa de Weber (1983) a Heine en La Ética Protestante para insistir en la relación ambivalente que existe entre religión y riqueza, puesto que el impulso religioso que inhabita en la ascética protestante, con orientación intramundana, se volcará en el trabajo y la riqueza, lo que producirá como efecto no deseado la pérdida de fuerza del espíritu religioso ante el avance del espíritu capitalista (p. 160). Pero, lo que proporciona a Weber un fundamento a su visión del “nuevo politeísmo moderno” es ese Leitmotiv que existe en Heinrich Heine y que se sustancia en la idea de que la desaparición del dios cristiano originará el resurgimiento de los antiguos dioses paganos, tanto griegos como germánicos, visible a lo largo de su poesía –“Crepúsculo de los dioses” de 1823-24, “Los dioses de Grecia” de 1825-26- y de su prosa –“El exilio de los dioses” de 1853-(González García, 2016, pp. 142-147). Los dioses griegos en la antigüedad, comenta José Mª González, ya padecieron a los titanes que irrumpieron en el Olimpo y tuvieron que huir rápidamente, disfrazados de diversas maneras para acabar huyendo a Egipto, resurgiendo en forma de animales diversos. Con el triunfo del cristianismo repiten su destino con nuevas variantes: “Y de igual manera tuvieron que huir de nuevo los pobres dioses paganos, en disfraces de todo tipo y buscando cobijo en escondrijos apartados, cuando el amo verdadero del mundo colocó el estandarte de su cruz en la fortaleza del cielo y los celotes iconoclastas, las negras bandas de los monjes, profanaron todos los templos y persiguieron con fuego y anatema a los dioses expulsados” (Heine, 1984, p. 313). Estos pobres dioses emigrantes, en las leyendas populares, según apunta Heine, se adaptarán a realizar los trabajos del campo en el medioevo, así como a las profesiones diseñadas por el mundo burgués. Según González (2016), “en la concepción de Heine son estos mismos antiguos dioses griegos quienes, al entrar en crisis el monopolio del Dios único del cristianismo, vuelven del exilio o salen de sus tumbas, ejerciendo de nuevo su influencia sobre nuestras vidas” (p. 147).


LA TENSIÓN DINÁMICA IRRESUELTA ENTRE DOS CONCEPTOS: EL DAIMON Y EL DIABLO EN EL WEBER TARDÍO


En Ciencia como vocación, Weber analiza los efectos perversos de la racionalización y la posibilidad para una regeneración de ese poder interno amenazado por aquella. Él se dirige a hacer frente al problema doble de la pérdida de sentido y de libertad en un mundo racionalizado y des-encantado postulando, por una parte, la necesidad de la disciplina (Gorski, 2003) de la “llamada” como una nueva herramienta de autodominio inspirada en el daimon personal y, por otra parte, una “deificación” de los valores para dar sentido al sujeto moderno a través de una “misión”.

El enfoque de Weber es también una respuesta a las presiones del racionalismo capitalista y al cercenamiento de las prácticas e ideales burgueses originarios. El propósito de las prácticas del sujeto que Weber propone para la Alemania moderna se basa en la generación de poder, en el fortalecimiento del sujeto para la innovación y el dominio en un mundo racionalizado. En su proliferante disciplina, la racionalización, crecientemente, reduce la significación del carisma y la acción individualmente diferenciada (Max Weber, 1978, p. 847 y ss.). Es un cierto Nietzsche quien media en la preocupación weberiana por el poder. Es el Nietzsche vitalista que creyó que “el instinto fundamental de vida.... tiende a la expansión del poder” (Nietzsche, 1988a, p. 583). “Algo viviente desea liberar su energía- la vida en sí misma es voluntad de poder” (Nietzsche, 1988b, p. 27). Para Nietzsche esta voluntad es natural, innata, instintiva, mientras para Weber, la voluntad de poder no es natural ni está encarnada en un estrato aristócratico, más bien está enraizada usualmente en específicas prácticas sociales y culturales, cuyas agencias, o agentes, actúan “virtuosamente” (Walzer, 1965, pp. 1-2, 27-29, 57-59, 63, 66, 92-94, 97-101 y 103-104), en conformidad con una “fe” a la que se dan, de acuerdo con los propósitos de su “dios”, ya no de su Dios. Este poder no se encuentra en técnicas o en un tipo de racionalidad externa al sujeto ni mucho menos en la tentación de los otros o en la esclavitud del deseo personal sino en un modo de poder encontrado y generado en un interior del sujeto (imbricado de una exterioridad). En este sentido, tampoco la conciencia de clase fortalece al individuo, sino que lo hace dependiente de una instancia externa.

Occidente precisaba, a juicio de Weber, nuevos medios de autodominio que para él estarían contenidos en una nueva “post-metafísica individualista” (Goldman, 1987, p. 165) o en una post-metafísica del heroísmo humano dirigida por una voluntad faústica, como acertó a proponer Paul Honigsheim, alguien que conocía muy bien a Weber: “Max Weber se empeñó en una lucha a muerte contra cada Institución, Estado, Iglesia, Partido, Fundación, Escuela,...es decir, contra toda estructura supraindividual de cualquier tipo que reclamase entidad metafísica o validez general. Amaba a cualquier hombre, incluso a un Don Quijote que buscase, contra la injustificada pretensión de una institución cualquiera, afirmarse a sí mismo y al individuo como tal. Gradualmente tales hombres se acercaron a él automáticamente; en efecto, el “último héroe humano” les atraía a su círculo ejerciendo un poder realmente mágico... En aquellos días este arquetipo de todos los archiherejes reunió a su alrededor una verdadera horda de hombres cuyos rasgos más distintivos, quizá sin saberlo ellos mismos, residían en el hecho de que todos ellos eran, de una manera u otra, por lo menos ‘outsiders’, si no algo más” (Honigsheim, 1925, como se citó en Mitzman, 1976, p. 16; Goldman, 2005, pp. 36-42). Este nuevo “poder interior” (von ihnen heraus) opera frente a la tradición, pero también frente a la propia racionalidad, que pretendía dominar el mundo y ha acabado dominando asimismo al hombre. Este poder no es el poder que opera “desde fuera”, de la técnica, el poder que emana de las fuerzas de producción, como apuntara Marx, sino aquél que procede del interior del alma humana, del daimon personal. Este individuo innovador arquetípico, éste “hombre de vocación”, esta “personalidad occidental”, como aparece en su sociología de las religiones universales, o éste “político y científico con vocación”2, como Weber lo llama en sus últimos escritos3, es el portador de un poder enraizado en el triunfo ascético sobre el sujeto natural, capaz de afrontar la misión o tarea interior. Este “self fuerte”, podíamos llamarlo contrasocializado sin temor a equivocarnos, actúa frente a la acomodación o ajuste a la burocracia -verdadera parcialización del alma- , tanto de los que deciden como de aquellos afectados por tales decisiones y, por tanto, tiene consecuencias revolucionarias para el sistema social existente (Mommsen, 1987, pp. 35-52). En este sentido, Weber pretende devolver las creaciones a su creador, el hombre, a través de un renacimiento secular de la “llamada”. La “personalidad total” (self) constituye “una unidad de estilo de vida regulada ‘de dentro a fuera’ (von innen heraus) por algunos principios centrales propios” (Max Weber, 1983, p. 423). El virtuoso de la profesión del capitalismo avanzado (de Ciencia como vocación) vendría a sustituir al virtuoso religioso de comienzos del capitalismo europeo (de La Ética Protestante). Weber está planteando un renacimiento de la “llamada secularizada”, un ethos de servicio construido a partir de la llamada, en un tiempo que “carece de profetas y está de espaldas a Dios”, como aparece en las últimas páginas de Ciencia como vocación. Justo al final de dicha conferencia, apalabra tal situación en la que están “todos aquellos que hoy esperan nuevos profetas y salvadores que resuena en esa bella canción del centinela edomita, de la época del exilio, recogida en Isaías 21:11-12:

Una vez me llega de Seir, en Edom:
“Centinela: ¿Cuánto durará la noche aún?”
El centinela responde:
“La mañana ha de venir, pero es noche aún.
Si queréis preguntar, volved otra vez”.

El pueblo a quién esto fue dicho ha preguntado y esperado durante más de dos mil años y todos conocemos su estremecedor destino. Saquemos (dice Weber) de este ejemplo la lección de que no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder, como hombre y como profesional, a las “exigencias de cada día” (die Forderungen des Tages). Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el daimon que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia” (Max Weber, 1987, pp. 230-231).

Pero, hay dos sentidos interpretativos4 que están superpuestos en la noción de daimon, por una parte, la concepción del daimon como “lo demoníaco”, “diablesco”, lo diabólico, lo negativo, el mal, frente al bien representado por Dios, en una posición claramente dualizada, procedente de la tradición judeocristiana y, por otra parte, está el sentido de la noción que aquí hemos llamado daimon y que procede de los diálogos socráticos recogidos por Platón, y que a través de las Poesías Primigenias órficas de Goethe recoge Weber (Schluchter, 2009, p. 15; Cornford, 1984, p. 118 y ss.; Harrison, 1912, p. 259 y ss.). El daimon se puede asimilar perfectamente a otros términos similares como mana, wakan, orenda, manitú, carisma, solo que ahora aparece individualizado. En una sociedad politeísta, Max Weber parece buscar el sentido de la vida, no en la ciencia, sino en imágenes del mundo que anteceden a las religiones de salvación, no directamente en estas. En esta tesitura, como apunta Andrés Ortiz-Osés (2017), el hombre contemporáneo más o menos ilustrado tendría una concepción del mundo presidida no tanto por un Dios omnipotente y trascendente, sino por un Dios-duende o daimon, el cual encarnaría la ambivalencia de la vida y de la muerte, de lo positivo y lo negativo, de lo divino y lo diablesco. Este Dios-duende simboliza la necesidad y el azar, lo racional e irracional, el determinismo y el indeterminismo de la realidad omnímoda. En parecidos términos se manifiesta el gran poeta español Federico García Lorca: “Todo hombre se perfecciona a costa de la lucha que sostiene con el duende que es un poder misterioso. El duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones. El duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre” (2003).

La versión de Weber, aún cuando resulta enormemente interesante e innovadora, procede de la hibridación de dos tradiciones narrativas con un resultado no del todo claro. La división entre “Dios” y “diablo”, típicamente judeocristiana, no puede universalizarse como una base para la elección de valores –como Weber pretende e insiste en que todo el mundo lo haga así. Su análisis tanto del politeísmo moderno como del daimon refleja una mezcla de metáforas cristianas superpuestas a las metáforas griegas. En el politeísmo griego no existe una satanización del mal, como la que hay en el cristianismo, cuyo origen, como el propio Weber determina en su obra El antiguo judaísmo, surge en las profecías salvíficas judías. Según el antiguo judaísmo sufrimos una inclinación innata hacia el mal, yetzer hara, y vivimos en un mundo en el que las fuerzas del mal han estado acosando a los elegidos de Dios y por esta razón la vida es a menudo precaria y la supervivencia constituye una constante preocupación. La demonización del mal emerge en las comunidades judías que enfrentaron la persecución y la violencia de los imperios conquistadores hace tres mil años. Su opresión fue tan severa que simplemente no alcanzaron a darle otro sentido que postulando que sus atormentadores eran agentes de alguna clase de poder espiritual opuesto en principio a la justicia de Dios y a sus planes para su pueblo elegido. Este oponente cósmico, al que Dios derrotaría pronto, es la forma original de la figura teológica que conocemos como el diablo (Kotsko, 2017, p. 3). Según Weber (1988): “la profecía emisaria semita no conoce la Moira griega (Hades), ni la heimarmene helenística, sino a Yahvé cuyos designios varían según la conducta de los hombres” (p. 350). La noción de Hades griega es la más cercana a la de mal en el judeocristianismo, pero Hades es el hermano de Zeus, no su oponente. Hades y Zeus no son Caín y Abel. Entre los dioses griegos se observan rivalidades cuasihumanas, pero nunca una demonización de un dios por parte de otro (Kerényi, 1996; Goldman, 1992, pp. 76-78). En el universo de Weber, sólo forzando una estructura dualista y oposicional sobre el mundo de significado y valor puede uno crear sujetos fuertes dotados para las tareas del presente. El lenguaje de los dioses y diablos cristianos creó las primeras personalidades occidentales, los innovadores y los “guerreros espirituales” del puritanismo, pero sólo un lenguaje que asuma el substrato creativo de los daimones de origen griego podría, a través de una post-metafísica secular modelada en torno a ellos, a juicio del último Weber de Ciencia como vocación, hacer frente a los problemas planteados por la racionalización actual. Hagamos una breve genealogía del concepto de daimon.


GENEALOGÍA DE LA GÉNESIS SEMÁNTICA DEL CONCEPTO DE DAIMON5


El daimon de la Physis

La filosofía, lo que estaría haciendo en sus inicios, según nos indica Francis Cornford (1984), sería prolongar, con la ayuda del Logos, esta tendencia por la que los daimones, que mueren y resucitan, se van independizando de la comunidad a la que originariamente representaban y se van elevando hasta convertirse en dioses completamente separados de los humanos.

Apoyándose en el intelecto, los físicos de Jonia adoptan una actitud práctica que resulta similar a la de la magia en su intento de alcanzar un control directo sobre el mundo (Cornford, 1984, p. 186). De lo que no se dan cuenta es de que lo están haciendo con la actitud característica que instaura esa mitología de la que quieren liberarse. Expulsaron a los dioses y creyeron enfrentarse directamente con los hechos naturales, pero con lo que estaban trabajando no era propiamente con lo que se revelaba a los sentidos. Lo que se encontraron era más bien una representación colectiva pre-filosófica que inconscientemente habían tomado de la tradición.

Esa representación colectiva se remonta, mucho más allá de la mitología olímpica, hasta los inicios de la experiencia del ser humano: se trata de la noción/realidad que articula la palabra mana (y sus equivalentes orenda, wakan, manitu, adur, etc): una fuerza que todo lo atraviesa y todo lo une, dotada de un “carácter mágico” y que es “más primitiva que los mismos dioses” (Cornford, 1984, p. 60).

La physis sería materia, hyle, sí, pero una materia que no coincide con nuestra concepción moderna de la materia como inerte, pasiva y mecánica, ya que tiene, o es, al mismo tiempo, zoé, un “continuo de fluido viviente” (Cornford, 1984, p. 110), vida eterna e infinita, de la que proviene y en la que se inserta una forma de vida individualizada (bíos). «Esa naturaleza (...) es ya desde en principio una entidad metafísica; no sólo un elemento natural, sino un elemento investido con vida y poderes sobrenaturales, una substancia que es también alma y Dios. Es, pues, ese mismo material viviente del que los daimones, los dioses y las almas fueron paulatinamente tomando hechura” (Cornford, 1984, p. 147).

El daimon de Sócrates-Platón

Siguiendo el rastro del daimon griego nos encontramos con Sócrates, cuya actividad filosófica deriva en gran parte del hecho de haber tomado en serio el imperativo “conócete a ti mismo” inscrito en el frontis del santuario de Delfos dedicado a Apolo, que anteriormente había sido, por cierto, el lugar propio de una ninfa (figura que estaría, bastante próxima al daimon) (Agamben, 2008, 2010). Platón sitúa en El Banquete al daimon (o potencialidad creativa) como una instancia mediadora: “la de ser interprete y mediador entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los daimones llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra, son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios y a los encantamientos, a las profecías y a la magia. La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de los daimones para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es daimónico (por cuanto inspirado por un daimon, por una potencia, genio, creador)” (Platón, 1981, p. 371).

Sócrates comparaba su actividad filosófica, la mayéutica, esa incansable sucesión de preguntas, con la actividad “profesional” de su madre, que era comadrona y coadyuvaba al buen desenlace del peligroso trance del nacimiento. De este modo Sócrates queda asociado, al igual que la figura del daimon, con la temática de la fertilidad. En la religión prehomérica estudiada por Jane H. Harrison, el daimon representaba, efectivamente, la fuerza o energía de la physis propiciadora de la fertilidad de la vegetación, a través del ciclo anual de la muerte y regeneración, mientras que Sócrates con sus preguntas ayudaba a sus conciudadanos a ser culturalmente creativos, a regenerarse en lo mental y a liberarse de las opiniones dominantes, e irreflexivamente aceptadas, por sus interlocutores (Harrison, 1912).

Con la divinización de las ideas, y del propio intelecto que las investiga, la filosofía acaba encontrándose con el ser como forma pura, sin materia, como motor inmóvil, como pensamiento encerrado en sí mismo, que se piensa a sí mismo (noesis noeseos), que no puede pensar, ni amar, ninguna otra cosa, sino en todo caso mover al mundo en la medida en que es amado por él (Cornford, 1984, p. 301).

A juicio de R. N. Bellah y Yehuda Elkana, lo que realmente actuó como condición epistémica de posibilidad para el surgimiento del desencantamiento del mundo en sentido fuerte fue el pensamiento de segundo orden, la cultura teórica, la teoría, el Logos, la razón, en torno a la cosmología, lo que justo para las sociedades que emergían a partir de la Edad preaxial significó el avance de una nueva forma de pensamiento (el pensamiento sobre el pensamiento) que vino a redefinir el lugar ocupado por la estructura simbólico-metafórica del mito (Bellah, 2005, p. 78; Elkana, 1986, pp. 40-64). Mientras el teórico tradicional (theoros) presocrático era un amante de los espectáculos, particularmente de los rituales y festivales religiosos, el teórico socrático “ama el espectáculo de la verdad (del Logos/ razón)” (Nightingale, 2004, p. 98; Sassi, 2019), cuya expresión más acabada se sitúa en la Parábola de la Cueva que aparece en el Libro VII de la República de Platón, donde son comparadas la cultura mítico-simbólica y la cultura teórica.

El daimon del cristianismo

El daimon del cristianismo, aunque éste no lo reconozca como tal, es Jesús (no hemos de olvidar a este respecto que Jesús no era cristiano, pues el cristianismo aún no había nacido en tiempos de Jesús, sino que era un rabí judío un tanto marginal, rebelde y poco ortodoxo). Jesús no es ni sólo hombre, aunque es humano, ni solo Dios, aunque es divino. Como Dios humanamente encarnado nos presenta la trascendencia inmanente en el ser humano o su inmanencia abierta y trascendida: la mediación entre lo humano y lo divino, entre la Tierra y el Cielo.

Considerado como una figura mítica, Jesús resulta próximo a divinidades de la vegetación que mueren y resucitan como Atis, Adonis o Dioniso (y Galilea no se asocia con el desierto, sino que es una tierra verde y feraz). Su mensaje centrado en el amor resulta perturbador tanto para los romanos, por las alteraciones del orden público que provoca, como para las autoridades religiosas judías que lo acusan de blasfemo.

Jesús se aproxima a los márgenes, donde los opuestos de un modo u otro coinciden y conviven, como él mismo convive con los marginales. No rehúsa acercarse al límite marcado por la ley y enseña que el amor puede llevar más allá de la ley, puede resultar transgresor en su búsqueda de sentido. La parábola del buen samaritano nos ofrece un buen ejemplo de esa transgresión que comporta su mensaje, pues el amor nazareno es apertura radical que corroe y disuelve las barreras que fragmentan la realidad, separándola en compartimentos estancos (Jesús sería en este sentido el gran comunicador de lo que el miedo mantenía separado y el “medium” en el que acontece esa comunicación no es otro que su lenguaje amoroso que da expresión simbólica y poética a la vida y sus avatares: el lenguaje del alma y el pensamiento del corazón).

Así pues, estando simbólicamente emparentado con los daimones y dioses de la vegetación, transitando los límites al igual que Hermes, predicando el amor, Jesús se nos ofrece a la luz de la historia de las religiones como un personaje daimónico por cuanto que personifica el amor que es, en última instancia, “amor de los contrarios”: se nos presenta como el, o un, daimon judío.

Paradójicamente, los propios judíos no reconocen a su daimon: ellos esperaban un Mesías fuerte, a la manera de Moisés, que los condujera a la victoria sobre los enemigos; un triunfador que amontonara las cabezas de los contrarios al estilo de Gedeón. Sólo un pequeño grupo se mantuvo fiel, tras su muerte y resurrección, al extraño mensaje de Jesús, esperando su inminente regreso (1 Tesalonicenses 4). El cristianismo se fue extendiendo, en consonancia con la apertura predicada por Jesús, entre los gentiles: en el suelo helenístico y romano, como un injerto de judaísmo y cultura greco-latina.

A medida que la parusía se iba retrasando, hasta quedar relegada al final de los tiempos, la Iglesia fue cobrando cada vez más relevancia y llegó a convertirse, tras las persecuciones, en una institución fuerte y jerarquizada y el cristianismo llega a ser declarado por Teodosio, en el Edicto de Tesalónica (380), religión oficial del Imperio Romano. En este proceso de constitución de la Iglesia, en el que juega un papel muy importante la lucha contra los diversos movimientos gnósticos, que son (los primeros) condenados como heréticos, la figura de Jesús va perdiendo su carácter daimónico y se va “normalizando”, espiritualizando o “formalizando”. En la medida en que Jesús es divinizado (espiritualmente) va perdiendo también en humanidad, se va “des-animando” o va siendo des-animado: desdaimonizado. El Cristo espiritual ya sentado en el Cielo a la derecha del Padre es una figura polarizada frente al Príncipe de este mundo.

La iglesia triunfa, se presenta como el único puente entre los dos reinos, como la única mediadora que puede proporcionar y garantizar la salvación (“extra Ecclesiam nulla salus”), como la “administradora de una especie de fideicomiso de los eternos bienes de salvación” (Max Weber, 1978, p. 895). Según esto, “sin la ayuda de la Iglesia el ser humano no podría tener experiencia de lo divino en su trascendencia, no tendría siquiera noticia de su existencia. Las grandes religiones monoteístas viven y se desarrollan en la conciencia siempre presente de esta polaridad, de la existencia de un abismo que jamás puede ser salvado” (Scholem, 2012, p. 40).

La narrativa cristiana desprovista ya de la potencia daimónica de mediar con lo invisible, se reduce a ser un instrumento para demostrar y legitimar las verdades expuestas en el discurso teológico a partir de la Revelación.


GENEALOGÍA DE LA GÉNESIS SEMÁNTICA DEL CONCEPTO DE DEMONIODIABLO


No obstante, a partir del propio Weber pero corrigiéndolo, podemos diferenciar dos narrativas que interactúan en tensión dinámica, por una parte, aquella que se basa en la evolución de la potencialidad creativa del daimon griego como duende interior, como personalidad creativa (que hemos analizado) y, por otra parte, aquella otra narrativa que subraya la persistencia de la potencialidad negativa del diablo-demonio de origen judeocristiano que representa la satanización del poder del mal (Drewerman, 1988; Kotsko, 2017), la dualización terminal entre el bien y el mal.

El proceso de demonización del mal solo es plausible a partir de una serie de acontecimientos apropiadores que configuran una serie de hitos narrativos. El primer gran rival del Dios de Israel no es un oponente teológico sino político, el Faraón (Ramsés II). Este diablo encarnado (a diferencia de la serpiente del relato del Génesis o el acusador del relato sapiencial Job), es un símbolo político-teológico más que propiamente teológico. Aquí se inscribe el primer estrato narrativo -sacerdotal-deuteronómico- según el cual la existencia de la mayor parte de los israelitas se regía por la estricta observancia de la Alianza tejida por Yahvé y Abraham, ratificada por Yahvé y Moisés, mientras que en el caso de la invasión babilónica de Nabucodonosor de los extintos territorios de los reinos de Judá e Israel, es una minoría de creyentes dentro del pueblo judío la que mantiene las prescripciones rituales de la Alianza. Es este residuo el que actúa como verdadero portador de la promesa divina, garantizando la continuidad de la especial relación de Yahvé con su pueblo, Israel, incluso en las más adversas circunstancias.

De esta guisa se configura un nuevo estrato narrativo -profético- en donde la representación del mal sigue siendo un gobernante mundano, pero donde cambia la naturaleza del sufrimiento que de ser interpretado como castigo merecido se convierte en castigo purificador y así lo recogen las promesas del escritor desconocido de la época del exilio que redactó la teodicea profética del sufrimiento (Is. 40-55), especialmente la doctrina del Siervo de Yahvé que enseña y que, libre de culpa, sufre y muere voluntariamente como víctima expiatoria y que prefigura -a pesar del esoterismo posterior del Hijo de Dios- el desarrollo de la doctrina cristiana de la muerte sacrificial del salvador divino, la kénosis de Cristo, que desciende de la infinita majestad de la divinidad, no sólo para tomar la forma de un ser humano en cuanto tal sino la forma de un ser humano rechazado, burlado y, finalmente, asesinado en las más degradantes circunstancias (Pagels, 1995, pp. 39-44), en tanto doctrina singular frente a otras doctrinas mistéricas y apocalípticas de apariencia análoga (Max Weber, 1988, p. 21).

Pero, con el Libro de Daniel se abre un nuevo horizonte narrativo -apocalíptico- según el cual se produce una superposición espiritual (Rahner, 1963) a los acontecimientos políticos, usando un simbolismo surrealista que presta misterio y profundidad a la triste secuencia de conquistadores imperiales -Egipto, Babilonia y, más tarde, Roma- que barrieron el antiguo cercano Oriente. Hasta ahora, el diablo ha comparecido como una herramienta de Dios para “demonizar” enemigos internos en forma de gobernantes mundanos injustos, a partir de ahora la naturaleza de la misión mesiánico-apocalíptica es la misma, vencer a un enemigo, pero, que ha cambiado, ya no es un gobernante mundano sino un adversario cósmico, el diablo (Roma), al que Jesús se confronta con una “crítica de las armas” con las “armas de la crítica” expresadas en los cuatro Evangelios canónicos. Al no haber un paralelo teológico del gobernante mundano, entonces, la narrativa apocalíptica de la que surge el cristianismo postula la existencia de un “rival cósmico” (Kotsko, 2017, p. 51). El sufrimiento -objetivado en enfermedades, hambrunas, desastres naturales, así como los caprichos de las políticas imperiales- en forma de castigo purificador que caracterizó a la narrativa profética se convierte aquí en un puro instrumento de los planes de Dios para crear un nuevo cielo y una nueva tierra. En el Sermón de la Montaña (Mt. 5, 1; 7, 2-9), Jesús proclama al “oyente de la palabra” que no ha venido para pagar un precio por los pecados de la humanidad sino para asegurar nuestra libertad de un poder político-teológico opresor.

Cuando el cristianismo se convierte en la religión dominante en Roma, se produce una increíble transformación del modelo narrativo apocalíptico en patrístico, al desplazarse el rol apocalíptico demónico representado por gobernantes mundanos injustos a otro grupo -habitualmente un grupo religiosamente definido, como los judíos, los herejes. Es decir, el demonio pasa de ser un instrumento de los oprimidos contra los opresores a convertirse en un instrumento de los opresores (la religión institucionalizada dominante del papado que acapara el monopolio de los bienes de salvación, “extra ecclesia nulla salus”) frente a otros grupos religiosos rivales perseguidos y demonizados como herejes.


MODERNIDAD PROGRESIVA-DAIMONICA VERSUS MODERNIDAD REGRESIVODIABÓLICA


¿En una época como la actual que está “de espaldas a Dios y sin profetas”, en los términos de Weber, sucede también que se han evaporado las formas demónicas? ¿Por qué solo un puñado de gente disfruta de una superabundancia sin precedentes mientras otros experimentan un estado de privación? Algunos tomaron una buena decisión y el mercado los ha recompensado, mientras otros tomaron decisiones desacertadas y deben hacer frente a las consecuencias negativas. ¿Por qué algunos grupos raciales están subordinados mientras que otros disfrutan de una vida confortable y privilegiada? La modernidad secular sigue fascinada con el diablo, nuevas formas de sufrimiento implican nuevas formas de demonización a través de procesos de tecnologización, biologización y racialización de la vida social generando de esta guisa nuevas alteridades demonizables que se superponen a las ya existentes: fariseo, judío, musulmán, hereje, parásito, pobre, inmigrante, etc. Pero, las nuevas formas de sufrimiento no dejan de producir nuevas formas de resistencia y nuevos demonios, asimismo.

Pero, todavía no hemos respondido a la pregunta que interroga sobre ¿cuál es la naturaleza de la conexión entre el diablo y lo sagrado? Quizás, el Durkheim del final de Las Formas Elementales nos puede ser de ayuda para determinar esto cuando advierte de la existencia de una diferenciación interna dentro de la propia esfera de lo sagrado, idea que procede de W. Robertson-Smith, distinguiendo entre dos tipos de fuerzas religiosas: “unas son bienhechoras, guardianes del orden físico y moral, dispensadoras de la vida, de la salud, de todo lo que los hombres estiman: ancestros míticos, animales, protectores, héroes civilizadores, dioses titulares, (que) inspiran amor y agradecimiento (las fuerzas “puras”) y,…, por otro lado, están los poderes malvados e impuros, productores de desórdenes, causas de muerte, enfermedades, instigadores de sacrilegios, tales son las fuerzas sobre las que actúa el brujo, las que surgen de los cadáveres, de la sangre menstrual, etc (las fuerzas “impuras”)” (Durkheim 1982, pp. 380-381; Otto, 1985, p. 22 y ss.; Bellah, 2011, p. 203). Robertson-Smith da por supuesta tal ambivalencia de lo sagrado y no se detiene a explicarla, lo que lleva a Durkheim a construir una explicación que sea compatible teóricamente con su teoría de las prácticas rituales. Lo primero que llama la atención de Durkheim es el poder que tienen tales fuerzas impuras y se pregunta porqué son igualmente religiosas6. ¿Por qué la sociedad crearía fuerzas que amenazan destruirla? Para responder a esto, Durkheim remite a los ritos piaculares, de hecho, los poderes malvados son una resultante de esos ritos y sirven para simbolizarlos. Así lo expresa: “Cuando la sociedad atraviesa circunstancias que la entristecen, angustian o irritan, desarrolla una presión sobre sus miembros para que testimonien por medio de actos significativos, su tristeza, su angustia, su cólera. Les impone como un deber que lloren, giman, se inflijan heridas a sí mismos o a los demás; pues tales manifestaciones colectivas y la comunión moral que atestiguan y refuerzan, restablecen en el seno del grupo la energía que los acontecimientos amenazaban destruir y así le permiten reconstituirse” (Durkheim, 1982, pp. 383-384)7. Es esta la experiencia que el hombre interpreta cuando imagina la existencia de seres malévolos cuya hostilidad, solo puede aplacarse mediante sufrimientos humanos indirectos. Estos seres no son sino estados colectivos objetivados. Lo mismo ocurre con los poderes benévolos, que también son el resultado de la vida colectiva y su expresión, también representan a ésta, pero captada en una actitud muy diferente, a saber, en el momento en que se afirma con confianza y presiona con ardor para que las cosas concurran en la realización de los fines que ella persigue. En términos rituales, es la cristalización de las fuerzas “impuras”, con sus potenciales de demonización, estigmatización y de polución, lo que hace a los ritos de purificación culturalmente necesarios y sociológicamente posibles (Alexander, 2013, p. 102). Pero, “como ambos son con idéntico título estados colectivos, entre las construcciones mitológicas que los simbolizan se da un íntimo parentesco. Los sentimientos que se ponen en común oscilan del extremo abatimiento a la extrema alegría, de la dolorosa irritación al entusiasmo extático; pero, en todos los casos hay comunión de conciencias y mutuo consuelo como consecuencia de tal comunión… En definitiva, es la unidad y diversidad de la vida social la que determina, a la vez, la unidad y diversidad de los seres y cosas sagradas” (Durkheim, 1982, p. 385; Joas, 2017, pp. 115, 157-163, 444 y ss.)8. En estos pasajes de Durkheim se advierte una transformación de la idea de sufrimiento asociada a la teodicea que surge en el seno de las religiones de redención en una sociodicea en donde fuerzas sociales daimónicas luchan con otras demónicas en una tensión dinámica, aunque cada sociedad produce en cada momento sus propias formas sagradas. Así la sociedad sacralizó primero a la naturaleza, después a los dioses, creando los imaginarios centrales monoteístas con sus demonios, a continuación ha sacralizado a la nación, creando una formidable máquina de sacralización y last but not least, ha sacralizado a la persona humana enfrentada en muchos casos a la narrativa dominante de la nación. Tenemos que recordar que el hecho religioso de sacralizar ámbitos de la realidad no es nada misterioso o sobrenatural, está presente en todas las civilizaciones y en todas las eras, pre-axial, axial y post-axial (Joas, 2017, pp. 111-163; Terrier, 2013, pp. 497-516).

Weber fue consciente de esta dualidad, de esta ambivalencia, en el seno de lo sagrado y lo ejemplificó en el análisis de las tensiones entre el universalismo moral encarnado en la hermandad del amor al próximo que procede de la profecía ética tardía y los órdenes y valores del mundo secular que se rigen según “las específicas legalidades internas de cada esfera cultural de valor en particular y que entran por ello en tensiones mutuas” (Max Weber, 1983, p. 441). Así afirma Weber en Política como vocación: “El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco: Da a los pobres cuanto tienes. El político dirá que este es un consejo que socialmente carece de sentido mientras no se imponga a todos… Nos obliga a ‘poner la otra mejilla’, incondicionalmente, sin preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar… La ética acósmica nos ordena ‘no resistir el mal con la fuerza’, pero para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo….el mundo está regido por los demonios y quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo…El demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor” (Max Weber, 1987, pp. 161-174).

La grandeza de la nación y el poder del estado constituyen para Weber valores supremos irrenunciables en lucha con otros “dioses guerreros” en las sociedades modernas. El Estado nacional, para Weber adopta el mismo lugar en su mente que Jehová tuvo en la historia del antiguo judaísmo (Mommsen, 1984, p. 49). Para él, la muerte de un héroe nacional por la libertad y el honor de su pueblo representa un logro supremo que afectará a nuestros hijos y a nuestros nietos. No existe mayor gloria, ni existe un fin más preciado que morir de esta forma y para muchos la muerte otorga una perfección que la vida les habría negado (Marianne Weber, 1995, p. 724; Marvin e Ingle, 1999, pp. 1-9). Los grandes Estados son máquinas de poder en competencia permanente, además son vehículos de cultura y esas culturas compiten unas con otras demoníacamente sin que sea fácil terminar con la querella (Forti, 2012). En lo sagrado –y coextensivamente en la nación y en el héroe nacional que combate en su nombre- hay algo sublime, fascinante y algo siniestro, terrible. “Eso” que suscita el sentimiento de lo sublime rompe las convenciones espaciales y temporales, hay algo sublime en la acción del héroe nacional, algo que lo iguala con el fascinans, con la grandeza inconmensurable de la zarza ardiendo del fenómeno sublime del Exodo, algo que trasciende el mundo de la vida cotidiana, pero ese espíritu positivo representado por lo sublime precisa de una agencia dinámica, de un espíritu negativo, lo siniestro, lo inhóspito, das Unheimliche, el tremendum de lo sagrado, ese “lado oscuro” de lo sagrado, el diablo como mal demonizado, que representa la violencia encarnada que mata como irrupción de aquello que debiera haber quedado oculto. Esas dos almas inhabitan dentro del héroe nacional que mata en el nombre la nación. El “héroe nacional” genera una narrativa donde perviven el legado violento del monoteísmo (O´Brian, 1988; Schwartz, 1997) y la “nacionalización de la muerte” (Mosse, 1991, p. 34; Casquete, 2009, pp. 7-17), del culto nacional a los muertos, donde se mezclan dos principios, el de pertenencia al grupo social y el de la defensa violenta de tal grupo. La trascendencia del valor de ese ideal es el “precio” de la muerte del “héroe nacional”.

El final de La ética protestante, donde comparece el “último hombre” del Zaratustra de Nietzsche con ropajes de burgués des-encantado, no es el mismo que el final de Ciencia como vocación, donde comparece un posburgués re-encantado por el daimon/diablo, y es aquí, en esta resurrección del daimon y del diablo, en donde la relación entre dos contemporáneos, se hace enormemente presente. Max Weber muere en 1920, justo cuando comienza el debate de la constitución de Weimar, pero Thomas Mann, contemporáneo suyo, le sobrevive treinta años más, siendo testigo excepcional tanto de la nazificación como de la desnazificación, y en él encontramos narradas literariamente algunas de las intuiciones weberianas. Su Doctor Faustus representa la evaluación que realiza Mann de la historia alemana, que va de 1885 hasta 1945. El Fausto goethiano tomó las riendas de Prometeo como espíritu del ambivalente progreso, que al principio aparecerá como inevitable y luego como solo posible (Blumemberg, 1985). En medio de esta apertura de horizontes, impensable antes, “había que afrontar, pues, todo el problema trágico de la limitación del hombre y la hipotética posibilidad de rebasarlo por medios extraordinarios, mágicos; revisar la moral antigua y lanzar al albur dramático el naipe del superhombre”9 y para esto Fausto firma un “pacto con el diablo”, al cual le vende su alma mientras permanezca en este mundo. Del pacto con el Dios monoteísta del judeo-cristianismo hemos pasado en la modernidad, por una parte, al pacto con el daimon personal (el propio arquetipo o “duende-dios” elegido), típicamente politeísta de origen griego, y, por otra parte, al pacto con el diablo (González García, 1992, pp. 143 y ss.), es decir, el monoteísmo judeo-cristiano se manifiesta aquí en su lado sombrío, en las consecuencias perversas de determinados cursos de decisión y de acción. En el Doktor Faustus, Mann fusiona el lenguaje de la llamada, extraído de su concepción del artista y centrado exclusivamente en el individuo, con el lenguaje de Nietzsche, especialmente el de El nacimiento de la tragedia, ahora usado como lenguaje “espiritual” del fascismo.

Esto ocurre en el ámbito de la política, según lo ha puesto de manifiesto Weber10, y en el campo de la creación cultural, concretamente, en la creación musical11, tal como aparece en el Doktor Faustus de Thomas Mann; al buscar al daimon creador y no encontrarlo o no saber encontrarlo por medios adecuados, entonces la creatividad se consigue al precio de un pacto con Mefistófeles o con el “Angel de la Ponzoña” (Mann, 1992, p. 571). El daimon se hace diablo-demonio. Leverkühn y el pueblo alemán en el Doktor Faustus participan del mismo destino inescapable, el haber elegido pactar con el mal para obtener un bien a todas luces efímero.

Aquí comparecen en tensión dramática dos caras de una misma modernidad (Smith, 2019), por una parte, la daimónica, creativa, la del jugador que arriesga para salvarse a sí mismo y a los demás, junto, por otra parte, a la otra modernidad, la demónica, regresiva, telúrica, violenta, que sella el pacto con el diablo. Ambas son caras de la misma moneda. Hay algo creativo y civilizacional en la modernidad, sin duda lo hay, pero, definitivamente, también hay algo agresivo en la cultura del siglo XX, una cultura que obsesivamente persigue la transgresión y que, por esta razón, acaba en parte absolutizando lo negativo y dándole una multiplicidad de nombres. El riesgo de esta revolución es que puede acabar en simple reverso del sistema de valores previo que combate, permaneciendo atrapada en su propia lógica dualista y dualizadora.




CONCLUSIONES


La trascendencia sería la condición de posibilidad de la creatividad, el rebasamiento, el transcending, el beyonding, de una realidad que deviene otra objetivándose en unas figuras determinadas, como por ejemplo, en nuestro caso, las figuras del daimon y el diablo. Hay algo en la realidad social que es potencialidad imaginaria, como diría Marcel Mauss. La realidad es lo que es, pero, en el horizonte de sus posibilidades. Lo mismo ocurre con el sujeto que se autotrasciende a sí mismo, sale de sí mismo, porque es ese ser limítrofe que no tiene límites o que crea límites para sobrepasarlos de una u otra manera, es un “ser en falta”.

La primera figura o vehículo de la creatividad hace 2.000.000 de años, aproximadamente, fue el ritual (y después sus derivaciones, la tragedia y el teatro), a través del cual el Homo Erectus crea un mundo performativamente, a través de la acción conjunta, de la cual nos han informado Johan Huizinga, George Herbert Mead y Erwin Goffman, entre otros. El símbolo, el mito, la metáfora y las narrativas religiosas, constituyen la emergencia de una segunda figura o vehículo de la creatividad, hace unos 250.000 años con el Homo Sapiens, como lo ha apuntado Ernst Cassirer. En el símbolo comparece una realidad de orden metaempírico en la cual el miembro simbolizante del par es un objeto, un hecho, una persona, un suceso, que está dentro de la realidad de nuestra vida cotidiana, mientras que el otro miembro simbolizado del par alude a una idea que trasciende nuestra experiencia de la vida cotidiana. Así lo hemos expresado en el análisis de las distintas metamorfosis de ambas figuras, del daimon y del diablo, que cristalizan a partir de la tensión dinámica que se produce entre ambas a lo largo de la evolución sociohistórica. Finalmente, hace, aproximadamente, 40.000 años surge una tercera figura o vehículo de la creatividad que estaría representada por el Logos, la razón crítico-dialógica, que ayudada de la invención gráfica y de la creación de memorias externas como los libros, las bibliotecas, los museos, etc, permitirán establecer un pensamiento crítico sobre el propio pensamiento.

Habitualmente pensamos que las figuras rituales de nuestro desarrollo como seres humanos son superadas por las figuras simbólicas, donde construimos imágenes y representaciones simbólicas de la realidad, y que éstas figuras son superadas por figuras racionales donde el pensamiento abstracto hace tabula rasa de todo lo anterior, pero, no sucede esto, un nuevo estadio supone más bien una reconfiguración de viejas y nuevas posibilidades, en lugar de una superación y desaparición de los estadios anteriores.

En este trabajo, apoyándonos en la idea de un desencantamiento del desencantamiento del mundo, hemos desvelado, a diferencia de una lectura teleológica que lleva del mito al Logos, de la religión a la ciencia, la tensión dinámica que sigue existiendo entre lo trascendente y lo inmanente dentro de una cosmovisión moderna politeísta y que se expresa en las metamorfosis de dos figuras, el daimon y el diablo, que configuran dos versiones de modernidad en disputa, progresiva y regresiva.




NOTAS


1 Sin duda, para hablar de “nuevo politeísmo” Weber se inspiró en el viejo Mill, que no es otro que Mill el joven, John Stuart Mill, concretamente, en sus Three Essays on Religion de 1875, que en su tercer capítulo intitulado “Teísmo”, distinguió una serie en la cual se sucedían, el politeísmo concreto, el monoteísmo abstracto y, finalmente, el politeísmo abstracto (Schluchter, 2016, pp. 96- 97).

2 Además de las dos conferencias: “Ciencia como vocación” y “Política como vocación” de 1919, incluidas en Weber (1987) que sirven para configurar los perfiles de la personalidad del científico, el político moderno aparece retratado en: “Estado nacional y la política económica alemana”, “Alemania entre las grandes potencias europeas” y “Parlamento y Gobierno en el nuevo ordenamiento alemán” recogidos en Weber (1982a) así como en “La futura forma institucional de Alemania”, “La nueva Alemania”, “El presidente del Reich”, recogidos en Weber (1982b).

3 F. H. Tenbruck (1974) afirma que: “No puede existir la más mínima duda de que Ciencia como vocación, representa la auténtica herencia de La ética protestante, en la medida en que tal ensayo nos muestra al genuino puritano de la La ética...” (p. 318).

4 Este trabajo empatiza intelectualmente con el trasfondo interpretativo presente en otros trabajos como los de Beltrán (2012), González García (2007) y Giner (2008).

5 Estas ideas las hemos desarrollado más ampliamente en Beriain y Garagalza (2019).

6 Pensamos habitualmente en Satán como el gran profanador, pero “Satán constituye un elemento esencial del sistema cristiano…, a pesar de ser un ser impuro, no es un ser profano. El antidios es un Dios, es cierto que inferior y subordinado, pero a pesar de ello dotado de extensos poderes; incluso es objeto de ritos, por lo menos negativos” (Durkheim, 1982, p. 392).

7 J. C. Alexander (2006) realiza una interpretación sobresaliente del gran rito piacular de la sociedad americana actual después del ataque perpetrado por Al Qaeda el 9/11 al WTC en Nueva York en su trabajo (pp. 91-115).

8 W. S. F. Pickering (1984, p. 129) afirma que en el corazón del sistema teórico durkheimiano inhabita una sociodicea, convirtiéndose de esta guisa la religión en un medio de superación del sufrimiento en sus diversas formas. La pauta ya la había marcado Robertson-Smith (1972) al afirmar que “la religión no existe para la salvación de las almas sino para la preservación y el bienestar de la sociedad” (p. 30), pero, en ambos casos no debemos olvidar que la teodicea solo es posible dentro de un dualismo distinto, el marcado por la tensión entre “este mundo” y “el otro mundo” de las religiones universales, por la emergencia de la posibilidad de la salvación y la satanización del poder del mal, idea esta última presente, por primera vez, en el antiguo judaísmo. Véase también el interesante trabajo sobre el concepto de sociodicea de Salvador Giner (2015, pp. 21-49).

9 Tomado de la introducción de Rafael Cansinos Assens a J. W. Goethe (1992, p. 1267).

10 “También todos los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo” (Max Weber, 1987, p. 168).

11 Max Weber (1983) en el Excurso de la ética económica de las religiones universales afirma que “la música, es la más “interior” de las artes” (p. 452).


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NOTA BIOGRÁFICA

Maya Aguiluz Ibargüen es investigadora titular del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en donde además coordina el Seminario de Investigación Avanzada en Estudios del Cuerpo (ESCUE). Investigadora nivel II del Sistema Nacional de Investigadores (CONACYT, México). Autora de El lejano próximo, publicado por Anthropos-Siglo XXI.

Josetxo Beriain es Catedrático de Sociología, I-Communitas. Instituto de Investigación Social Avanzada de la Universidad Pública de Navarra (UPNA) (España) y Faculty Fellow en el Center for Cultural Sociology, Yale University (Estados Unidos). Autor de Modernidades en disputa; El sujeto transgresor (y transgredido); ambos publicados por Anthropos-Siglo XXI.