Monográfico / Monographic

DOI: 10.22325/fes/res.2021.07

La deriva fundamentalista de lo creativo


The fundamentalist drift of the creative


Angel Enrique Carretero Pasín ORCID

Universidad de Santiago de Compostela. España. angelenrique.carretero@usc.es

Revista Española de Sociología (RES), Vol. 30 Núm. 1 (Enero - Abril, 2021), a07. ISSN: 1578-2824


Recibido / Received: 15/04/2020
Aceptado / Accepted: 08/06/2020





RESUMEN

En este trabajo se aborda cómo la creatividad se habría tornado en consigna apegada al marco ideológico de las sociedades de la modernidad avanzada, suponiendo la desaparición de su genuina autenticidad. Comienza aclarando que el sello ontológico diferencial encerrado en la creatividad designaría un acto de poiesis colectiva de una entidad hasta entonces inexistente. Luego, sopesa el porqué de las dificultades para su encaje en los marcos institucionales, así como las deficiencias de una hipótesis analítica desentendida de un enfoque dialéctico que pusiese de relieve las determinaciones en donde la creatividad se encuadra. Finalmente, se examina el marchamo fundamentalista adoptado por ésta en un doble escenario. Primero, constatando su elevación a un dogma de fe inductor de dinámicas institucionales y organizacionales configuradoras de nuevas subjetividades sociales. Segundo, haciendo ver la fetichización de la subjetividad resultante del carácter performativo asociado al encumbramiento de una singularidad y originalidad creativa.

Palabras clave: creatividad; ideología; dialéctica; fundamentalismo; singularidad.



ABSTRACT

This paper addresses how the creativity would have become a slogan attached to the ideological framework of advanced modern societies, assuming the disappearance of their genuine authenticity. It begins by clarifying that the differential ontological seal enclosed in creativity would designate an act of collective poiesis of an entity that had not existed before. Then, he weighs the reasons for the difficulties to fit into the institutional frameworks, as well as the deficiencies of a neglected analytical hypothesis of a dialectical approach that would highlight the determinations in which creativity fits. Finally, the fundamentalist march adopted by it in a double scenario is examined. First, confirming its elevation to a dogma of faith that induces institutional and organizational dynamics that shape new social subjectivities. Second, showing the fetishization of subjectivity resulting from the performative character associated with the encumbramiento of a singularity and creative originality.

Keywords: creativity; ideology; dialectic; fundamentalism; singularity.




INTRODUCCIÓN


El vocablo creatividad ha devenido tan sumamente reacio a una conceptualización que amenaza con servir de cliché para usos de lo más variopintos. Bajo el peor de los auspicios, sobre su identidad se cierne la duda de su utilización como slogan discursivo con unos disfrazados fines ideológicos. Por lo de pronto, el concurso a la creatividad está llamado a ser un signo del humus de nuestro tiempo. No solamente ha asomado con energía en ámbitos institucionales y organizacionales, sino que ha llegado a permear el Lebenswelt. Tanto es así que aquellos discursos y actores sociales que, a contracorriente de los vientos epocales, osaran contradecir el credo creativo podrían verse sumidos en el riesgo de un inquisitorial etiquetaje como frenadores del avance social. A la par, basta revisar la insistencia que, desde los inicios del presente siglo, se ha hecho al slogan de la creatividad en dominios tan heterogéneos como el económico (Howkins, 2005), profesional (Florida, 2010), psicológico (Bono, 2006) o educativo (Robinson y Aronica, 2015). En esta literatura, empero se obvian las señales de alerta que, emitidos ya en la década de los setenta de s. XX, advertían de su mistificadora intelección en el concierto de las Ciencias Humanas y Sociales (Chateau, 1976, p. 325 y ss.).1

Por el momento dejar apuntado que la mayor parte de las llamadas actuales al slogan de la creatividad en los dominios antedichos son habitualmente deficitarias de un enfoque donde se atienda al calado sistémico-institucional en donde se ve indefectiblemente involucrada toda acción social. Este enfoque será un antídoto para contrarrestar una inclinación a un juego de prestidigitación con la creatividad por parte de quienes, acaso aprovechando la atmósfera de desorientación axiológica y gnoseológica que inunda la modernidad avanzada, aspiran a autoproclamarse en apóstoles de su notoriedad. De manera que en esta aportación se optará por la perspectiva de una crítica ideológica focalizada en la des-mistificación de una creatividad a menudo embelesada.

Como gesto preliminar nos vemos obligados a proponer un ángulo de aproximación a la mencionada noción. En este punto es de recibo adentrarse en los linderos filosóficos huyendo de la sublimidad. En el itinerario de la filosofía occidental, desde Platón hasta Jean-Paul Sartre el acto de creación ha sido objeto de una embrionaria hermenéutica, emparentándolo con la fuerza de la imaginación –lafolle de la maison–, aun desposeída del estatuto psico-antropológico que mereciera (Védrine, 1990; Gómez de Liaño, 1992; Castoriadis, 2007). Enlazado con este aspecto, un denominador común en ciertas elaboraciones de la Teoría social ha sido mostrar una dimensión ontológica inherente a la creación, destinada a alumbrar nuevas realidades sociales. Por ejemplo, la elaboración diseñada a mediados de los setenta de s. XX por Cornelius Castoriadis. A su juicio, el sello ontológico diferencial encerrado en la creación -de la que la creatividad es una variante- se alía con el arte, dado que por medio suyo se dejaría ver la constitución de un algo nuevo. El pensador griego-francés aclara que la creación designa stricto sensu un acto de poiesis colectiva de una entidad emergente hasta el momento inexistente, un paso decisivo del noser al ser algo. «Después, lo esencial de la creación no es “descubrimiento”, sino constitución de lo nuevo: el arte no descubre, constituye, y la relación de lo que constituye con lo “real”, relación con seguridad muy compleja, no es en todo caso una relación de verificación. Y, en el plano social, que es aquí nuestro interés central, la emergencia de nuevas instituciones y de nuevas maneras de vivir, tampoco es un “descubrimiento”, es una constitución activa» (Castoriadis, 2007, p. 124). Con anterioridad, Georg Simmel, en concomitancia puntual con Castoriadis, había proporcionado otra buena pista a seguir. Para el berlinés, la imaginación, potencia creadora de la que se nutre la creatividad, se objetiva en una inagotable poiesis de formas culturales materializadas en el terreno de la historicidad. In essence esto constituiría la sustancia del devenir de lo social: la pugna llevada a cabo por el instinto vital por mor de una auto-trascendencia creadora. «Con ello queda aludida la dimensión en que la vida trasciende, no sólo como más-vida sino como más-que-vida. Este es siempre el caso desde donde hablamos de nuestra creatividad, no sólo en el sentido específico de una potencia infrecuente, individual, sino en que es obvia para toda imaginación: ésta produce un contenido que tiene su propio sentido, su coherencia lógica, una cierta validez o permanencia que es independiente de su ser producido y mantenido por la vida» (Simmel, 2000, p. 311). En fechas más próximas, Gilles Deleuze ha expresado esta dimensión ontológica inherente a la creatividad en otro lenguaje, entendiendo la inteligibilidad del acto creativo como una lucha, al alimón, contra el caos circundante a la vida y el blindaje en los tópicos de una doxa en donde dicho caos hallase un falso refugio, consistiendo en no otra cosa que «trazar planos en el caos» (Deleuze y Guattari, 1993, p. 203). Si el giro copernicano de la filosofía kantiana estableciera que espacio y tiempo son condiciones gnoseológicas de posibilidad de la experiencia, en un afinado de su propuesta, dirá el galo, la creatividad aventura la irrupción de un “acontecimiento”: aquello que, escapando al control del estado de cosas vigente, hace nacer y compone nuevos espacios-tiempos (Deleuze, 1995, pp. 276-277).


APROXIMACIÓN A LA NATURALEZA SOCIOLÓGICA DE LA CREATIVIDAD


La creatividad como magma

De entrada, propongamos el siguiente principio cuasi formal: la gestación y el desarrollo de la creatividad colectiva en una sociedad es inversamente proporcional al incremento de una planificada gestión externa ejercida sobre la sociedad. Grosso modo dos factores al unísono tendrán una responsabilidad en este principio: a) Una injerencia de administración del Estado de un espontáneo ethos colectivo. b) El agenciado por parte de esta administración de un programa tecnocrático cercenador de la viveza capilarizada por la trama social. La incidencia de ambos factores comportará una esclerosis de la creatividad colectiva. Un principio que nos retrotrae a un diagnóstico querido por el romanticismo, según el cual la frescura de una cultura emanada de las gentes y el modelado de la arquitectura de las instituciones resultarían enteramente incompatibles.2 Y esto se da en la medida en que la creatividad, en cuanto reflejo indisoluble de una cultura viva germinada en las entrañas de lo social, implica una puissance colectiva per se engendradora de sentid(os) e ínsita a un magma social en perpetuo movimiento, en vías de un constante hacerse y rehacerse sin cesar bajo formas históricas, aunque reacia a un encorsetado en definiciones de tipo determinista, institucionalista o formalista. Puesto que esta puissance es aquello concerniente «a las prácticas y la manera mediante la cual los actores sociales (colectivos e individuales) utilizan las coyunturas, las alternativas siempre presentes en toda sociedad» (Balandier, 1971, p. 73); «al espacio que deja lugar a la intervención de la libertad humana y donde surgen los diversos “posibles” que toda sociedad encuentra siempre delante de ella» (Balandier, 1971, p. 298). El principio antedicho obliga a una interpelación sobre el modo en cómo pudiera pulsar una improvisada vitalidad colectiva in actu, traducida en un “evento”, es decir, en algo improbable, accidental, aleatorio, singular, concreto, histórico (Morin, 1984, pp. 154-159), que por fuerza debiera discurrir por senda necesariamente distante a la de la univocidad instada desde el diseño del Estado.

Por razones semejantes, el radio de la interpelación se extiende a cómo las estrategias empresariales pudieran afectar al palimpsesto de la creatividad, a fin de no verse malogrado como chivo propiciatorio del cual éstas justamente se retroalimentasen. Con fundados motivos podría establecerse un símil con el paradero del colorismo creativo impulsado al calor de los movimientos contraculturales de los sesenta de s. XX. Una creatividad maniatada, entre Escila y Caribdis, en una irreversible disyuntiva: su extravío como fagocitado producto de consumo con ribetes de originalidad o su asfixia en un delirio autorreferencial alimentado por una repulsa al contagio de las reglas institucionales. Un destino ocasionado por la opción elegida en el maridaje trabado con los códigos socialmente instituidos y con el anatema de impureza del cual estos se verían contaminados.

Volviendo a nuestro principio, dirá Castoriadis: «Un magma contiene conjuntos –y hasta un número definido de conjuntos-, pero no es reductible a conjuntos o a sistemas de conjuntos, por ricos y complejos que éstos sean. Este intento de reducción es la empresa sin esperanza del funcionalismo y del estructuralismo, del causalismo y del finalismo, del materialismo y del racionalismo en la esfera histórico-social.)» (Castoriadis, 1994, p. 72). De manera que solo una creatividad emanada de ese substrato in-determinado, magmático –apropiándonos del término que Castoriadis (1994, pp. 71-73) tomó del Algèbrede Bourbaki en referencia a un modo de ser de lo social irreductible a determinación y a relaciones de determinabilidad-, a partir del cual se reactualiza incesantemente el eidos social, no plegable al arbitrio de las prerrogativas institucionales y valedor de demandas tejidas en un trato simbiótico con las situaciones advenidas, podría irritar a la sintaxis de las instituciones, propiciando el amolde de éstas a sus reclamos. Esto es porque, en última instancia, la creatividad como magma nos recuerda que «el ser social es caos, indeterminación y creación», cuestión de la cual no podría desentenderse una tentativa de fundamentación ontológica de las bases sobre que descansa la Teoría social (Cristiano, 2009, p. 105).

Empero, no cabe duda que pudiera ocurrir que esta creatividad se neutralizase a causa de una lógica institucional, legitimada por el respaldo conferido a los saberes/poderes expertos. Si así ocurriera, el sacrificado sería un dinamismo auto-organizacional originado en una fuente de aliento creativo inscrito en lo colectivo, armónicamente conjugado de cristal/humo (Atlan, 1986, pp. 83-84), estabilidad/inestabilidad (Prigogine y Stengers, 1994, p. 341 y ss.; Dupuy, 1990, pp. 211-251), orden/ruido (Foerster, 1991), armonía/disarmonía (Morin, 2005, pp. 85-110).Auto-organización que, si bien en apariencia anárquica, es generatriz tanto de un orden natural en el estado de cosas como de la apertura en éste a propiedades nuevas. En la hipotética confirmación en negativo del supuesto arriba mencionado, echando mano del léxico deleuziano, la creatividad en estado de flujo “molecular” acabaría extinguiéndose a causa de la “segmentación” instada desde las codificaciones “molares” instituidas (Deleuze, 1994, pp. 213-237). A la larga esto conlleva un grado cero de la magmática social. A este respecto, Castoriadis nos brinda, otra vez, una pista aclaratoria: aquella en donde se enuncia el divorcio que puede darse entre lo que una sociedad instituida de factoes y lo que la dimensión instituyente en esta sociedad contenida disponga que ella llegue a ser: «Habrá siempre distancia entre la sociedad instituyente y lo que está, en cada momento, instituido -y esta distancia no es un negativo o un déficit, es una de las expresiones de la creatividad de la historia, lo cual le impide cuajar para siempre en la “forma finalmente encontrada” de las relaciones sociales y de las actividades humanas-, lo cual hace que una sociedad contenga siempre más de lo que presenta» (Castoriadis, 2007, p. 105). En suma, en el abrazo ala idea de esta magmática social está en juego nada más y nada menos que un apuntalado ontológico-político de la posibilidad misma de una auto-creación y auto-organización de lo social (Cristiano, 2009, p. 107).

Al hilo de lo expuesto, se anticipan dos proposiciones: a) El caldo de cultivo idóneo a fin de esquivar la privación de la creatividad será la forja de una textura colectiva vacunada ante la constricción y fagocitosis procedente de un engranaje operativo institucional incapacitado para acoplarse a tal creatividad y hallarle una canalización. b) El despunte de la creatividad fructificará en un arraigo local, bajo la implicación directa, poco o nada jacobina, de unos actores colectivos adueñados de y comprometidos mutuamente en la relación entre los medios y los fines del horizonte de sus acciones.

Precisemos una consigna que, a tenor de lo dicho, no debiera provocar perplejidad: la autenticidad de la creatividad no sería concebible más que como un fenómeno radicalmente societal (Carretero, 2018, pp. 5-26), al margen de que, a la vez, detrás de la eclosión de configuraciones societales se encubra la creatividad (Carretero, 2017, pp. 1-28). Esta se apega y aflora en el estrato freático de lo social, obedece a un genio e ingenio colectivo capaz de reinventar trayectorias de acción alternativas, inconcebibles, infravaloradas y aleatorias para los ecosistemas institucionales autopoiéticamente gobernados. Por tanto, la creatividad colectiva conlleva la paradójica marca de la entropía, del desorden «que, al mismo tiempo que mantiene la vitalidad del sistema, amenaza con destruirlo» (Morin, 1995, p. 109).3 Por ello, la creatividad colectiva viva, aquella urdida en la interacción con el locus próximo, habría descartado la fe en una racionalidad abstracta: la profesada more geométrica desde la arquitectura institucional. En ella se habría aupado el cultivo de un savoir-faire con sabor proverbial y provisional, Baltasar Gracián dixit, engendrado circunstancialmente mediante el “arte del ingenio”, enredado con los afectos de quienes hacen uso suyo (Fernández Ramos, 2017, pp. 403-410). En su reavive de las sinergias profundas del pueblo, el desdén de la sensibilidad romántica frente a la geométrica racionalidad imperante en las instituciones burguesas, presunta mutiladora de una organicidad popular, preludió esta concepción de la creatividad.

Por eso, asúmase que la creatividad ínsita a lo popular pueda resultar inescrutable, al menos mediante un aparataje categorial empeñado en encerrarlo en una definición a cualquier precio (Bergua, 2007). El motivo es su idiosincrasia magmática, caótica, afín a la de un objeto fractal propuesto en el campo de la matemática: aquel que adopta una forma infinitamente irregular, variable, imprevista y fragmentaria (Escohotado, 1999, pp. 351- 359), y que, por eso mismo, rebasa la pretenciosa univocidad de modélica forma universal alguna (Ibáñez, 1993, p. 22); amén de albergar una improbabilidad e invención difíciles de encorsetar en el patrón clásico de ciencia (Serres, 1980, pp. 131-164). En consecuencia, el registro magmático constitutivo de lo popular –y por ende la creatividad albergada en éste- ha ofrecido una resistencia a un tópico plegamiento en la consideración de un tópos en donde se estamparían y reproducirían mecánicamente las significaciones hegemónicas. Antes bien, habrá que, partiendo de que la especificidad del espacio cultural consiste en un campo de batalla en donde las culturas dominadas preservan una «relativa autonomía y poder de cambio» (Williams, 1981, pp. 169-178), reconsiderarlo como fórmula de resistencia a los imaginarios dominantes (Hall, 1984, pp. 93-112; Scott, 2000, pp. 138-166). Desde los años setenta del pasado siglo se ha pasado revista a la naturaleza sociológica de unas minúsculas y sordas praxis concebidas en lo cotidiano, corroborando lo hasta aquí expuesto. Se ha hecho hincapié en que la semblanza de éste acogería «una creatividad cotidiana que; elusiva, dispersa, fugitiva, hasta silenciosa, fragmentaria, y artesanal construye “maneras de hacer”: maneras de circular, habitar, leer, caminar, o cocinar, etc.» (Certeau, 1996, p. 46). Se ha dicho que «lo cotidiano debe ser comprendido como laboratorio alquímico de unas minúsculas creaciones que puntúan la vida cotidiana, es el lugar de “recreación” de sí, del mantenimiento de la identidad que permite la resistencia» (Maffesoli, 1998, p. 12). A lo que se ha sumado la exhortación de que en la lírica cotidiana se estaría insinuando un crisol de savoir-faire que sirve de protección frente a las coacciones venidas de los aparatos institucionales. Es más, se ha sostenido que, a través del filtraje mediador de este crisol, los discursos ideológicos institucionalizados con propensiones hegemónicas son re-significados por la creatividad de los agentes colectivos en base a unas imprevistas reacciones de disidencia o inversión (Martín-Barbero, 1987, pp. 96-162). Pues bien, solo desde el trasfondo de esta creatividad inherente a la alquimia de lo cotidiano podría brotar, como dice Emmánuel Lizcano inspirándose en Michel De Certeau, un local knowledge, un arts de la localité: la contraoferta de unos “saberes/poderes” que «dependen del contexto a la vez que revierten sobre el entorno, dotándole de sentido y consolidando su fuerza específica» (Lizcano, 2006, p. 213). Una fenomenología que encontrará una traducción en el terreno de los hábitos alimenticios (Lizcano y Herrera, 2016), urbanos (Delgado, 1999, 2007) o juveniles (Bergua, 1999).

Creatividad instituyente y mundo social instituido: una compleja relación

La distinción entre dos registros sociológicos comprometidos en una constante dialéctica –“el instituyente” y “el instituido”- se torna ineludible en la aprehensión de los claroscuros de la creatividad. A cada uno de ellos se le reserva una dispar especificidad. Admitida esta premisa, la problematización de la tan implícita como socorrida hipótesis analítica según la cual la creatividad pudiera ser escrutada bajo una negativa de encuadre en unas mediaciones sistémico-institucionales podría ofrecer visos de respuesta a la interrogante lanzada por Celso Sánchez Capdequi (2017a, p. 7): «Creatividad: ¿hasta dónde instituyente, hasta dónde instituida?». La toma de distancia con respecto a la asunción de dicha hipótesis bloquearía la oscilación hacia una fetichización proveniente de la tentativa de acomodo de una categoría con un sello antropológico, en tanto élaninstituyente anidado en el estrato freático de lo social, en dominios institucionalizados pertrechados bajo leyes estructurales en las que se haya ceñida toda acción social.

Decir, primeramente, que una estampa central en donde la creatividad ha hecho notar su presencia es la que ha gravitado sobre la fecundidad atesorada en la imaginación para amplificar horizontes experienciales y enervar sinergias societales. Así, la creatividad guarda un aire de familia con un impulso arquetípico instaurador de formas sociales brotadas de un latido hondo, impenetrable e insobornable de lo social. No cabe duda cabe que en complicidad con una invariante retroalimentación que se da entre el universo subjetivo de la fantasía y la presión ejercitada por las molduras institucionales objetivas, sinónima del “trayecto antropológico” sobre el que toda formación cultural cobra asiento (Durand, 1982, pp. 34-35). La sociología francesa consagrada al estudio de las implicaciones de lo imaginario ha invitado a seguir un tránsito en esta dirección.4 Si algo la ha caracterizado es un tesón epistemológico por no desoír la tensión entre lo instituido y lo instituyente latente en el trasfondo social, así como por recalcar el papel de lo segundo como activador del vitalismo de lo social (Tacussel, 2000). En esta dirección, la simbiosis entre imaginario y creatividad se entenderá de acuerdo a las posibilidades, de virtualidades, de temporalidades, que el primero abriría (Lasen, 1997, p. 44).

Desde finales de la década de los setenta de s. XX la Sociología de lo imaginario se ha decantado por la reintroducción de una penetrante vocación antropológica en el espectro del saber sociológico, poniendo de relieve la radicalidad bien sea del componente de eufemización (Durand, 1982) o de demens en complementación con el de sapiens (Morin, 2000) en el universo de lo social -sin silenciar la proyección teosófica en esta vocación contenida (Corbin, 1981; 1993; Wunenburger, 2006)-, a fin de irrigar un aire de frescura y saludable alteridad en la en demasía apolínea episteme de la Ciencia Social clásica. En una esquemática sinopsis, esta corriente de pensamiento social está guiada por el ensalzamiento de una puissance instituyente, dionisíaca, donde se ancla una simbolización materializada en los enclaves del mito, el arte, la religión y, en lo que aquí atañe, de la creatividad (Carretero, 2005). ¿Será necesario evocar que ese algo inconceptualizable común a la creatividad y a la turbulencia de la pulsión dionisíaca es una elevación del vitalismo, que además, como la visión trágica del romanticismo exploró, lo dionisíaco hace de la vida algo exuberante, viéndose desbordada la individualidad por su singular divinidad? (Cortés, 1996, pp. 206-209). Por otra parte, en un plano gnoseológico, el aval heurístico de esta perspectiva vendrá granjeado por su animadversión a un pliegue epistémico con acento racionalista, mecanicista y positivista (Durand, 1999).

Dicho esto, en una mirada retrospectiva, a esta perspectiva se le podría achacar un descuido nada insignificante. Es innegable que esta invocada creatividad instituyente se ve anestesiada por la combinación de un anclaje arquitectónico instituido en el inconsciente colectivo junto a un correlativo paradigma de conocimiento ambos crónicamente reificadores (Durand, 1971). Pero no es menos cierto que esta perspectiva no habría valorado suficientemente la restricción obediente a unas determinaciones sistémicoestructurales ejercidas a partir y desde la incardinación de un tal flujo creativo en las localizaciones institucionales. Determinaciones que prefigurarán la viabilidad del rostro concreto de la creatividad. O a esta perspectiva podría imputársele que no hubiese sabido despejar la incógnita consistente en de qué modo podría habitar, sin ser refractada o tergiversada, la potencia de esta creatividad instituyente en la interioridad de unas cada vez más hiperecodificadas estructuras institucionales doblegadas al signo más coactivo de la Modernidad; que no así en sus afueras informales.

De esto se desprende la torpeza de un abordaje de la creatividad divorciado de un prisma dialéctico. Dialéctica que ponga de relieve la síntesis de determinaciones que se reúnen para dar cuenta de las contradicciones implicadas en la consigna acerca de la creatividad en su particularidad como fenómeno social. Precisando más, dialéctica que desenmascarase la mistificación que envuelve a categorizaciones sociales de uso corriente, tal como aquí la creatividad, aplicándole un deconstructor correctivo socio-histórico. Esto evitaría pecar en un deslizamiento hacia una mitificación del lenguaje acerca de la creatividad en sintonía con la metonímica que Roland Barthes (2000, pp. 237-241) había asignado al mito en cuanto “habla despolitizada”: en donde la cualidad históricamente circunstancial y contingente inherente a la poiesis creativa aparecería trocada y, finalmente, soslayada. La misión, pues, de tal dialéctica sería sacar a relucir la dependencia multicausal de la que participa la contradictoria esencia de un fenómeno social con respecto a «una totalidad social en movimiento, a unos marcos de referencia globales». Un redondeo en la conceptualización de este método, despejada de la borrosidad y polisemia en la que con frecuencia se le ha envuelto, nos la proporciona el sociólogo ruso-francés Georges Gurvitch (1971): «El método dialéctico contiene siempre un elemento de negación... porque niega la exclusividad de lo discursivo que somete las totalidades concretas a unas etapas de recorrido sin aplicarles una visión de conjunto» (p. 247).Porque, ¿en verdad existe una fórmula más idónea que la de este desideologizador correctivo para dar buena cuenta o matizar una enunciación sobre la creatividad investida por saltarse a-dialécticamente con suma ligereza su estatuto de mercancía sujeta a un valor de cambio con su fetichismo avecindado y su enmarque en la historicidad de algún tipo de coordenadas de clase o poder social?

Salvo que, a despecho de lo anterior, suscribamos la premisa, nada desencaminada, aunque discretamente original, de acuerdo a la cual, en parangón con la subversión de una fetichizada conciencia desatada por el arte al estilo de la divisa marcusiana (Marcuse, 2007), la inquietud tocante a la creatividad instituyente estuviese contravenida con su asentamiento en un orden institucional, solo pudiendo sobrevivir con soltura en su exterioridad. Visto así: ¿Por qué la más depurada creatividad no parece tener acomodo en la maraña de las estructuras institucionales? Primeramente, no estaría de más recordar que las burocracias estatales encaramadas con el auge del Estado-nación moderno, caracterizadas por un “poder sin autoridad”, por una “tiranía sin tirano” (Certeau, 1993, pp. 76-78), están regidas por una irreflexiva racionalidad catalogada de “instrumental” (Horkheimer, 1973) y en una jerga con mayor impacto hic et nunc “socio-cibernética” (Luhmann, 1998a). Será Mary Douglas (1996), sabedora de cómo piensan las instituciones, quien, quizá, ofrezca la confesión más pulida del porqué de la incomunicabilidad entre creatividad y racionalidad institucional, al sostener que «el individuo tienda a dejar las decisiones importantes en manos de las instituciones para ocuparse personalmente de tácticas y pormenores» (p. 161). Desde la teoría de sistemas, Niklas Luhmann lo explica en un vocabulario ex profeso purgado de resabios voluntaristas, repensando la sociedad como un sistema autopoiético operativamente clausurado sobre un entrelazamiento comunicacional, revertiendo en un beneficioso giro gnoseológico: «dado que el cierre operativo excluye tanto a los seres humanos como a los países del sistema de la sociedad. En su lugar incluye operaciones de auto-observación y auto-descripción» (Luhmann, 1998b, p. 55). De lo que se desprende que la emergencia de lo nuevo, la alteración de lo improbable, exija ser repensada merced a la capacidad de los subsistemas para romper su circularidad autorreferencial; que no a partir del supuesto protagonismo de una autoconciencia motivacional del sujeto (García Blanco, 2008, pp. 19-28). En la multiplicidad de modulaciones que dan cuenta de la racionalidad institucional exudada de la Modernidad el producto extraído es sobradamente conocido: la “jaula de hierro” weberiana y, en términos literarios, el impersonal engranaje burocrático kafkiano. La frase puesta en boca de Bartleby, el escribiente inmortalizado por Herman Melville, en la llamada en su fuero interno a la inacción -I wouldprefernotto- resumiría a fortiori el irresoluble antagonismo entre el empuje de la creatividad y la rémora de las inercias institucionales.

En este aspecto qué duda cabe que el punto de vista de la sociología fenomenológica arroja luz sobre cuán incompatibles son de congraciar la lógica regidora en las instituciones y la pulsión creativa. Con su viraje teórico se evidencia que el pilar sobre el cual descansa la dinámica funcional de cualquier institución radica en un proceso de “institucionalización”: un regularizado caudal de prácticas garantes de unas pautas orientadas por una economía de esfuerzo para quienes en dicha institución estuviesen integrados y amoldados. Estas prácticas, transformadas en hábitos enquistados en las inercias institucionales, restringen forzosamente el elenco de opciones al que pudieran acogerse sus miembros, disuadiéndolos de otras opciones factibles. Con ellas se rehúye el costo personal asociado a la deliberación conllevada en una redefinición de la situación alternativa a la certificada desde el marco instituido. Por lo demás, se sabe que las instituciones se perpetúan mediante una objetivada “tipificación” del actuar y modo de ser de sus actores, cincelando el horizonte de su habitus práctico, y, en suma, abortando el despliegue de su creatividad. Como han observado Peter L. Berger y Thomas Luckmann: «La institución establece que las acciones del tipo X sean realizadas por actores del tipo X. Por ejemplo, la institución de la ley establece que las cabezas se corten de maneras específicas en circunstancias específicas, y que las corten tipos específicos de individuos (por ejemplo, verdugos, o miembros de una casta impura, o vírgenes de una edad determinada, o los que hayan sido designados por un oráculo» (Berger y Luckmann, 1986, p. 76). Debido a ello, toda institución conllevará una medida por ajustar con exactitud su impersonal razón de ser a la previsibilidad y al control.

La ley puede disponer que a cualquiera que viole el tabú del incesto se le corte la cabeza, disposición que puede ser necesaria por haberse producido casos de individuos que no respetaron el tabú. No es probable que esta sanción tenga que invocarse constantemente (a menos que la institución esbozada por el tabú del incesto esté a su vez en proceso de desintegración, un caso especial que no necesitamos profundizar aquí). Por lo tanto, casi es un absurdo decir que la sexualidad humana se controla socialmente decapitando a ciertos individuos; más bien, la sexualidad humana se controla socialmente por su institucionalización en la historia particular de que se trate. (Berger y Luckmann, 1986, p. 77)


LA DEGRADACIÓN DE LA CREATIVIDAD EN FUNDAMENTALISMO CREATIVO


La soflama a una desnaturalizada representación de la creatividad ha dado muestras de ir camino de consagrarse en una suerte de dogma de fe de obligada asunción, dando pie a la configuración de un imaginario fundamentalista pivotado en torno a lo creativo. Como en lo sucesivo desglosaremos en detalle, fundamentalismo actuante a un doble nivel.

Fundamentalismo actuante en los adentros institucionales/organizacionales

En fechas relativamente recientes, ha aflorado una literatura empresarial que, como antídoto ante una hipotética inoperatividad del organigrama administrativo del Estado para encarar los desafíos abrigados en este milenio, apela con insistencia a la necesidad de inoculación de la creatividad en el interior de las burocracias estatales. La creatividad es mostrada como elixir mágico para que ex abrupto tales instituciones se “flexibilicen”. Metáfora en donde se encierra la predisposición a que de un algo pueda hacerse al antojo cualquier otro algo. Creatividad a la cual le incumbiría una agitación de inercias históricas a fin de conseguir la adecuación de las instituciones a imperativos coyunturales. Empero, dada la antinomia antes mostrada entre burocracia y creatividad, es motivo fundado de sospecha que tal flexibilidad concierna subrepticiamente por estricto a aquella instancia que sí podría ser objeto de modificación dentro de una autológica cibernética: la fuerza de trabajo, víctima de una galopante precariedad abonadora de un abanico de secuelas en el Lebenswelt (Sennet, 2000). Así, la loa a lo creativo pudiera ser interpretada como caballo de Troya en una táctica encaminada a la degradación del valor-trabajo en el curso histórico próximo. De otro lado, el acoplo de la creatividad en el seno de las organizaciones empresariales se enmarca en la competitividad patrocinada desde una regulación laboral postfordista y unas estrategias de mercado en donde el tándem publicidad/marketing resulta una brújula para optimizar la navegación económica en un decorado histórico paradójicamente definido por la indefinición; y más cuando el llamado Estado del Bienestar ha dejado intuir guiños de flaqueza.

En la década de los ochenta de s. XX, se abrió paso una literatura sociológica que, bajo el compromiso por explorar las mutaciones estructurales advenidas en el aparataje tecnoproductivo capitalista, puso su focalización en el peso de la innovación en el formato de las organizaciones científico-técnicas (Callon, 1989; Latour, 1992). Hubo que esperar hasta la década de los noventa para que la innovación decidiera restringir su campo semántico a un signo económico-empresarial. Y, con la inauguración de nuestro siglo, para que cuajase la representación social de que la innovación, así vista, demandaría la responsabilidad de toda una sinapsis colectiva. Una representación social erigida en potente metáfora imaginaria, irradiada por doquier del entramado colectivo. Por eso convendrá distinguir entre dos nociones con connotaciones divergentes: creatividad e innovación. En la primera su telos se agota en sí mismo. En la segunda se hace depender de una meta de antemano enfilada hacia un incremento de rentabilidad. La ambivalencia que ha envuelto a la creatividad funge de un indiscriminado uso de estas dos nociones.

Pues bien, se ha observado la servidumbre y suplantación del panegírico de la creatividad en manos de la innovación. Mucho más afín la gramática de esta segunda con el señalamiento de competencias organizacionales para brujulear con flexibilidad en encrucijadas encabalgadas en reglas de mercado al albur de la incertidumbre, víctimas de una desregulada competitividad y sujetas a la novedad per se, como fórmula generadora de plus-valor. Desde hace unas décadas, un variado repertorio de discursos, acreditados por el influjo adquirido por una gama de saberes expertos, se ha responsabilizado de gestionar las recetas psico-sociológicas idóneas para sacar el mejor partido a la funcionalidad organizacional, alabando la impregnación de una cultura creativa en sus adentros. Así, se ha invocado a la innovación como el cuño acreditativo del ajuste de una estructura organizativa a las directrices evolutivas subordinadas a patrones excesivamente movedizos y de cada vez más complejo manejo. En nuestras latitudes, Alonso y Fernández (2006) han dado cuenta de lo que en este aparataje discursivo se silencia: el hostigamiento ejercido por el afán de rendimiento empresarial con el ánimo de diezmar el arbitraje de las viejas fórmulas de gestión capitalista -burocráticas, piramidales, formales y contractualmente parapetadas en un anclaje institucional-. La pretensión es que estas sean sustituidas por otras en donde prime un semicontrolado laissez-faire organizacional. Una preferencia proclamada como muestra de adecuación a unos emergentes tiempos y a la que darle la espalda se presenta como un gesto de irresponsabilidad a cualquier nivel. En este decorado, la exaltación de lo creativo no pasará de ser un tópico ideológico más entre otros, tales como fluidez, emocionalidad, autonomía o hasta felicidad, fomentados en la parafernalia de la literatura empresarial. De facto estas estrategias institucionales y organizacionales se autojustifican por mor de una obligada respuesta a una metáfora axial de la época, aun adoptando una variante acorde a los tiempos: el arquetipo de la aceleración traído a costa del imaginario del progreso. En unas coordenadas empresariales, el significado englobado en la metáfora de la creatividad es despojado de calado político, desvinculado del conflicto entre los actores protagonistas de las tramas organizacionales y des-institucionalizado; todo ello mediante un sazonado de cariz individualizado incorporado a lo creativo (Alonso y Fernández, 2011, p. 1142). Por lo demás, con dicho sazonado se anhela suplantar el lugar funcional en otra hora ocupado por las categorías de estrategia y planificación (Alonso y Fernández, 2013, pp. 58-59). Es lógico esperar que todo aquello que designe atribuciones de reposo, rectitud o asentamiento pase a rezumar un aspecto rancio, catalogado como dépassé. (Florida, 2010).

Empero, la pregunta es de recibo: ¿Ha habido de facto algún episodio histórico en el que, desde la entrada en escena de la Edad Moderna, las sociedades no se hubiesen autorreconocido en la marca de la aceleración, compañera de la innovación, como un fenómeno, en realidad, déjàvu? Repárese en que para los más granados adalides de la mirada libre, la del flâneur -lainterruptora de la iconografía temporal moderna (Baudelaire, 1989; Simmel, 1986; Benjamin, 1998)-, el purgatorio, maquillado de paraíso, instado por la Modernidad es el de un embriagador cautiverio en una infinita avidez de novedad. En una reactualización de éste, saldrá a flote, como efecto boomerang, un sentimiento de condena inducido por una tiranía de la inmediatez del tiempo presente (Beriain, 2008). Baste dejar señalado que el significado originario del vocablo moderno connota “lo que acaba de suceder”, “lo reciente”. Sobra ahondar en el paralelismo semántico con el investimento de lo creativo como dogma de fe en su abdicación a la innovación, en su redundante aspaviento de una instantánea obligadamente novedosa. Pese a ello, a tenor de lo antes expuesto no es un secreto que la quintaesencia de la creatividad no se deja pertrechar en los límites de la innovación, desbordándolos con creces.

El desvelamiento de la imbricación de fondo existente entre el elogio de lo creativo y la más reciente modulación de la temporalidad moderna conduce a una lectura política de lo primero, a fin de descodificar sus consecuencias en el plano de la res publica, realzando cómo y por qué obedece a una determinada construcción histórico-social. Una incursión en el meollo de esta lectura política obliga a retomar una tesis nunca lo suficientemente subrayada: la Modernidad giró el faro de las sociedades en un vector de futuro. Como correlato, divinizó un marchamo de lo nuevo en un salto inconcluso hacia adelante, hiperbolizándolo hasta el infinito. De ahí que la innovación hubiese sido su sucedáneo. Como la mirada micrológica de Walter Benjamin (1998, p. 173 y ss.) desvelo, la Modernidad ha trabajado, simultáneamente, al compás de dos vectores contradictorios. Por un lado, desencadenó un programa des-estetizador del mundo, metafóricamente reflejado en el desierto nietzscheano o en la desmagización weberiana. Por otro lado, sin menoscabo de lo anterior, lo re-creó, lo re-estetizó, reavivando unas “imágenes arquetípicas” intimadas a ensoñaciones colectivas recluidas en la trastienda de la civilización en una inactual fase de letargo. Lo hizo exacerbando una quimérica ansia, venida de lejos, de lo arcaico, en un afán por desmaterializar, por virtualizar, la realidad, hiperbolizando un timbre estéticoficcional. Timbre preludiado en la sensibilidad romántica, pero fungido, aumentando su radio de fascinación, en la modernidad avanzada, visto a modo de contrapeso a la obturación de la imaginación debida a la consagración de los preceptos del racionalismo moderno (Roche, 2009, p. 143 y ss.). Con todo, nuestra apuesta teórica apunta a mostrar que, aun siendo ya casi consustancial a la esencia de la Modernidad concebir la innovación como reflejo de la condena en manos de la tiranía del futuro, el perfil de la nueva variante bajo la que se evidencia la innovación poseerá unos rasgos diferenciales con respecto a etapas históricas pretéritas. En este aspecto, el punto de inflexión pasa por el derrumbe del papel de centralidad y autoridad, en el sentido durkheimiano, conferido a la estructura normativo-institucional –y a su envés, la coerción- en el marco estratégico de la economía postfordista determinante de la modernidad avanzada, conscientes de que el nuevo énfasis en lo creativo viene inducido en buena medida por ello.

No iríamos, entonces, desencaminados si, por mor de profundizar en esta lectura política, desbrozásemos la artificiosidad del perfil re-estetizador que colorea el constructo creativo como un novedoso dispositivo normalizador de la subjetividad en sentido foucaultiano. Si lo concibiésemos como un institucionalizado recurso psico-político, como una “tecnología del yo”, que procura una transformación interna del individuo con el fin de ahondar en un presunto estado de mayor autorrealización personal y colectiva (Foucault, 1995, p. 48). Por medio del ricorso a este constructo se manufactura una subjetividad preñada de una transfiguración en un aura de disidencia estética que, vestida con el ropaje de la novedad, está predestinada de partida a una repetición de lo mismo, es decir, al reforzamiento de un estándar identitario estructuralmente encajado en unas prerrogativas sistémicas que no son ya las del orden panóptico-disciplinario paradigmático del industrialismo (Deleuze, 1995, pp. 277-286). Una exhortación a un juego con una diferencia, solo en apariencia liberada de un encorsetado bajo la exigencia de subsunción en el formato definitorio de la “representación” (Deleuze, 2002, p. 389), llamada a devenir, por eso mismo, un camaleónico reciclaje en la mismidad de la identidad, solo que ahora coqueteando con la artificiosidad de una originalidad estética. Normalización cuya descodificación no sería del todo justo cincelarla en las coordenadas de un modus operandi ideológico al estilo marxista clásico. Más certero sería hacerlo teniendo en cuenta la relevancia adoptada por un patrón fisonómico-cultural rezumado de una “economía afectivo-emocional” irradiada por la cartografía social (Reckwitz, 2018, pp. 365-366). Así, el horizonte teórico inspirado en una interlocución con la ontología de Michel Foucault brinda una sólida referencia en el deshilvanado político de la enigmática urdimbre tejida entre creatividad (innovación), subjetividad y poder.

En el sondeo de las claves de una lectura política en torno a los efectos destapados a resultas de una apología de lo creativo no le va a la zaga el legado intelectual de Pierre Bourdieu. La mayoría de sus herederos, con mayor o menor afinidad a sus directrices teóricas, inciden en focalizar como epicentro de las Ciencias Sociales el afinamiento del porqué de la devaluación del valor-trabajo en el capitalismo avanzado. En este punto, por fuerza se topan con el canto de sirena de la innovación. No cabe duda de que la tesis de Luc Boltanski y ÈveChiapello (2002) ha abierto la caja de Pandora acerca del paradero del espíritu contestatario efervescente en el último tercio del s. XX en Occidente. Sus lemas en favor de un súmmum de una autorrealizadora liberación personal, vertidos en paradójicas consignas tales como Ilestinderditd’interdire o Pas de replâtrage, la structureestpourrie, sojuzgando la autoridad de las estructuras institucionales, habrían sido metabolizados y reincorporados eficazmente en el formato del mundo empresarial con la entrega a un propósito: el reto de aclimatación a una competitiva realidad económica surgida en un escenario globalizado. Así, constatando una inflación del espacio de lo cultural en las sociedades de la modernidad capitalista avanzada, Boltanski y Chiapello harán hincapié en un perfil de subjetividad laboral manufacturado desde el corpus discursivo de las organizaciones empresariales. Sus cuadros directivos manejarían valores promovidos por un lenguaje prima facie contestatario, pero transmutándolos a fin de modular la fuerza de trabajo. Lo creativo, significativamente postulado en el círculo de estos valores, se vería abocado a este sino. De manera que el sueño por acariciar una sociedad auto-organizada habría precipitado, como envés, una gestión de lo social in-gobernada por la innovación, si bien alimentada de la materia prima de aquel sueño.


Fundamentalismo actuante en las afueras institucionales/organizacionales


La exaltación estética del yo

Dice Anthony Giddens: «Cuanto más postradicionales sean las circunstancias en que se mueva el individuo más afectará el estilo de vida al núcleo mismo de la identidad del yo, a su hacerse y rehacerse» (Giddens, 1997, p. 106). Por tanto, menos sus pautas de vida se atendrán a un reservorio cultural generacionalmente transmitido y más se decantarán por la adopción de un estilo de vida propio. Este principio arroja una significativa luz acerca de la morfología mediante la cual la creatividad se deja ver. De partida convendrá tener presente que, como se ha visto anteriormente, la genuina creatividad cotidiana se recrea en un carácter colectivo. Esto la contraría de otra versión de la creatividad con sonado peso actual: la intimada a un estilo de vida. Dado que la autenticidad de la creatividad se sitúa -una vez cortocircuitado el cordón umbilical que había anudado al individuo con una tradición ejerciente de ligamen vinculante (Lasch, 1999)- en las antípodas de la gestualidad de un yo vanagloriado de su autosuficiencia, ello la opone a una máxima cifrada en la autorrealización y originalidad personal como incansable meta.

Una sinopsis de esta estilización adosada a lo creativo delata un desaforado despunte de la estetización del self, una hybris compulsivamente consagrada a la expresividad y una bulímica palpitación por transfigurar a toda costa la experiencia por medio de un sazonado estético. De lo que no se libra un estético estilo político rebajado de densidad ideológica. Una estilización en donde se desatiende y volatiliza el asomo de las leyes estructurales mediante las cuales esta subjetividad es políticamente confeccionada. A la postre, esto se salda en una caricaturesca fetichización suya, fiel a las prescripciones de una confección política. Sin perder de vista que este reclamo a la singularidad estética estaría a expensas de la sobredimensión de un dominio en otro tiempo semiautónomo: La Cultura. Un territorio secuestrado por el reino de la cosificación como mercancía subordinada a las reglas de juego barajadas en el capitalismo tardío (Jameson, 1996, pp. 66-72).5 Huelga decir que el simulacro estético al cual se vuelca irrefrenablemente la pulsión del self desemboca en una trivialización de la creatividad. Estética quasi-antitética a la encomienda hegeliana al arte de encarnar el “espíritu” en la apariencia sensible (Hegel, 1989, p. 62). Estética vista como experimentación, como una suerte de performance de la experiencia del self, sistemáticamente alentada, a la vez que sistémicamente tolerada, no solo desde el espectro mediático-publicitario sino también desde el institucional. Pero estética en donde, a la postre, su impregnación en la textura social se somete a la condición de que su declamo expresivo se mantenga en una lejanía e indiferencia con respecto al subsuelo de la economía-política.

La génesis de esta estetización del self nos retrotrae a una temática incómodamente despachada. El proceso secularizador desalojó un absoluto religioso del centro neurálgico del cuerpo social, a la par que desplazó el manejo de las cuestiones de orden existencial al continente de La Cultura; vista con un reemplazo secular del “reino de la gracia” (Bueno, 1991). La Cultura, trasunto en donde pervivirá una huella religiosa, realojará una conquistada autonomía del individuo, encauzada por una vía tanto ética como estética. Sabemos que la Modernidad encaramó un ideal de yo haciendo alarde de su independencia con respecto a toda regla de autoridad proveniente de la tradición. Presa de este sino, este yo se verá zarandeado por los vaivenes de la búsqueda de una autoafirmación mediante el brillo de la originalidad, en lo que ésta contiene justamente de hipertrofia de una autoreflexiva elección vital (Giddens, 1997); reverso desencadenado por la diseminación de un celo en el “cuidado de sí”, por la posibilidad a mano de la individualidad para una apertura a una auto-transformación en su modo de ser de difícil acotado (Foucault, 2007, pp. 53-88).

No sin razón en un cúmulo de civilizaciones la fascinación crónica por el pathos autoafirmador de la singularidad creativa se ha envuelto en una ambivalente faz. Por una parte, la de un demoníaco sacrilegio, la de un insaciable mal de l’infinique, al decir de Durkheim (1989, pp. 272-275), habría de ser contenido; sombra heroica de disconformidad con el monocromático y mediocre tono vital de las pautas sociales instituidas, atribuyéndosele una inquietante imantación de anomia (Duvignaud, 1990). Por otra parte, una otra en donde se enfatiza su don germinador de una multiplicación de valores contingentes y autónomos, consonantes con un ideario normativo decididamente pluralista (Guyau, 2009).6

A lo largo del decurso histórico, los diferentes modelos sociales se las han arreglado para edificar nomos aderezados de una densa dosis simbólica con los que tener bajo control la desmesura coaligada a una autoafirmación del self impelida por el instinto creador individualizado, por el genio destructor de los pilares del orden normativo. Es sintomático que, como ejemplo, la cultura hindú, con el ánimo de disuadir la hostilidad del ansia de pronunciamiento individual frente a una regla común, haya engendrado un corpus mitológico de tal impacto afectivo-emocional en la conciencia colectiva que hubiese proscrito a la pulsión demoníaca en la más absoluta exterioridad del cuerpo social, en el entorno de la locura (Campbell, 1991, pp. 524-528). En la época dorada de la Grecia Clásica, el ímpetu por racionalizar las creencias religiosas, desatado por la Sofística y Sócrates, será reprobado y perseguido, acusándosele de incentivar una ilimitada autoafirmación del individuo conducente a una inflación de derechos sin, como contrapartida, deberes paralelos. Una estrategia autodefensiva condenadora del despertar de la autoconciencia de un yo autónomo, que ha asumido la preferencia de sus opciones morales (Dodds, 2006, pp. 171-194). Dice bien del cristianismo que, en un paisaje mayoritariamente iletrado, el desorden en el cuerpo social auspiciado por la voluntad creativa fuera sabiamente neutralizado por los resortes iconográficos de la imaginería religiosa. Una constelación de descripciones alegóricas designaba la fatalidad atribuible a un ansia de autoafirmación individual guiado por el reto de transgredir los patrones normativos instituidos. En el encuadre simbólico de la mentalidad cristiana, Dios y Demonio escenificaban las dos grandes figuras imaginarias enredadas en una sempiterna pugna: aquella que, enmascarada como oposición entre Bien y Mal, se esgrimía entre el consentimiento del orden normativo y la herejía portada en la auto-creación selectiva de un destino individualizado. No solamente la Iglesia cristiana a la sazón sino toda religión institucionalizada se ha enfrascado en poner freno a este vigor demoníaco, autoprotegiéndose del daño que su penetración supondría para la integridad del nexo comunitario (Carretero, 2010, 2016).

No obstante, la Modernidad promovió la exaltación de una paroxística autoafirmación de la expresividad del yo. Copia inexacta de lo tildado, en otro imaginario colectivo, como demoníaco; autoproclamada como ideal de subjetividad cifrado en oposición y superación a los dictámenes de todo eco sonante a una palidecida autoridad tradicional. En un marco secularizado, la desarticulación de la esfera supramundana propició el caldo de cultivo para la excitación de un élan individual -o mismo micro-grupal- auto-trascendente encarrilado a través de un vector de inmanencia estético. Con ello, el self creativo, por el mero hecho de un acompasado en un destello de expresividad, será engalanado y aupado en señuelo de mímesis.7

Lo creativo como singularidad distintiva

Habrá otro destacado factor sociológico con impacto en el modo en cómo es socialmente asumida la creatividad, a saber: la inclinación a un estilo de vida asociado a la democratización de emblemas culturales en otra hora monopolio de una restringida minoría. Obviamente, este factor se consolidará de lleno con el apuntalamiento de una sociedad sostenida sobre la base de un confort económico.8 En esta encrucijada, lo que habría ocurrido es una suerte de paralelismo y equiparación entre el registro de la potestad política alcanzada por el individuo como citoyen en la res publica con otro suyo como consumidor de bienes de orden material e inmaterial. La confusión de ambos registros hará que cuaje la percepción social según la cual la apropiación de derechos y libertades políticas conllevaría ipso facto otro tipo de derechos y libertades, indisolubles a los anteriores, vinculados a la obtención de los indicados bienes, haciendo un especial hincapié en el simbolismo connotado en gustos, preferencias o géneros de vida objetos de consumo, convertido en bastión de la autodefinición identitaria del individuo. Esta circunstancia propiciará que el énfasis puesto en la democratización del slogan creativo se amalgame con un cuasi obsesivo ahínco por poner al acceso de cualquiera un cuño diferenciador en el estilo de vida que, en el itinerario histórico precedente, había sido patrimonio exclusivo -al igual que “signo de distinción” que Bourdieu dixit- de solo algunos pocos: unos reducidos sectores sociales privilegiados por haber estado históricamente dispensados de la sujeción al disciplinario binomio producción/reproducción y haberse recreado en un molde vital a tono con ello.

De manera que el renombre puesto en la conquista de lo creativo imbricado a la estetización de un estilo de vida vaya a remolque de una sinergia cultural de un hondo alcance. De aquella indisoluble de la fachada connotativa, por ricorso a códigos semióticos, de un cumplimiento, al menos en una mostración aparente, de las expectativas de movilidad social ascendente que un importante número de individuos o grupos habrían hecho suyas. En el imaginario social occidental, la transparencia de ociosidad, el alarde de alejamiento de una praxis esclava de la eficiencia, ha sobrevolado como un gesto no solo de ennoblecimiento de la vida sino de prestigio social. La familiaridad con los asuntos inmateriales se ha portado con un modo de ser más elevado al requerido en el trato con el gobierno de los asuntos materiales, presumiéndosele una exquisitez de carácter. De ahí que el relance de lo creativo, en cuanto estándar de un prefijado modus vivendi, denote una fenomenología reveladora de una empecinada epifanía por hacer ostentación de un estatus disociado de la vulgaridad aparejada a la actividad útil, delatando manifiestamente la adscripción a una “clase ociosa” (Veblen) con un sui generis delineado. El desenlace final del proceso democratizador del consumo, en su prelación simbólica, transformará en borrosa la línea divisoria, antaño nítida, que jerarquizará a los individuos en la escala social. A la par, favorecerá que las señas simbólicas patrimonio de los grupos privilegiados sean emuladas e interiorizadas sin rémora por los grupos inferiores, provocando «que los miembros de cada estrato aceptan como su ideal de decencia el esquema de vida que está en boga en el estrato inmediatamente superior, y emplean sus energías en vivir según ese ideal» (Veblen, 2004, p. 104). El colofón a esta dinámica: una democratizada deseabilidad por tatuar un singularizado destello creativo en la subjetividad.




A MODO DE CONCLUSIONES


De lo hasta aquí expuesto puede ser destilado lo siguiente:

Por una parte, se ha mostrado la relevancia de una vertiente de la creatividad intimada a la existencia de un humus creativo, magmático, y azaroso que, pulsando espontáneamente de los adentros de la textura colectiva, es difícilmente legible desde una geometría política. Esta creatividad, inspiradora de potenciales sentidos, mantiene una relación necesariamente conflictiva con el mundo instituido y la lógica de las instituciones, puesto que originariamente aspira a rebasarlo, creando formas sociales nuevas, a riesgo de ser metabolizado por éste.

Por otro lado, a sabiendas de lo anterior, se ha evidenciado el peligro de un creciente empleo discursivo de la creatividad en las antípodas de la autenticidad de la creatividad arriba indicada, sumamente confuso y estrechamente ligado a la idea de innovación, proponiendo las razones de la necesidad de un enfoque dialéctico como vacuna frente a una fetichización ideológica de su uso en el marco de la modernidad avanzada.

En consecuencia, se han hecho ver los motivos y el perfil de la deriva fundamentalista adosada ascendentemente con lo creativo, así como las claves de una hermenéutica política suya a un doble nivel. Primero, revelando el enmarque de los discursos que apelan a lo creativo dentro de las estrategias de control puestas en liza por la lógica organizacional/ institucional de la modernidad avanzada. Segundo, haciendo hincapié en la producción de subjetividades sociales a merced del señuelo creativo asociado a un signo expresivo tanto de singularidad como de distinción.




NOTAS


1 Por lo demás, en los últimos años esta resignificación de la creatividad ha conseguido atraer el foco de atención sociológica en nuestras latitudes (Bergua, 2015, 2017, 2018; Bergua, Carretero, Báez y Pac,2016; Bergua, Carretero Pasin, Pac Salas, Báez Melian y Serrano Martínez, 2017; Bergua, Pac Salas, Báez Melián y Serrano Martínez,2016; Bergua y Moya, 2017; Roche, 2017, 2018; Sánchez Capdequi, 2016,2017a, 2017b, 2017c, 2017d, 2018; Alonso y Fernández, 2006, 2013, 2017; Carretero, 2017, 2018) entre otros y otras. Fuera de nuestras fronteras, el trabajo de Hans Joas (1998, 2013) ha supuesto un acicate para despertar a la Teoría sociológica de un letargo marcado por su desidia en torno a la creatividad humana. Joas ha rebatido los postulados deterministas, utilitaristas o funcional-sistémicos contenidos en las formulaciones de mayor renombre en el concierto sociológico, así como la concepción antropológica en la que éstas se asientan, anteponiendo una reescritura de la gramática de la praxis social con hincapié en el centelleo de la invención, en el aliento de la novedad, en detrimento de una reproducción normativa.

2 Friedrich Nietzsche lo anticipó en un tono drástico, con resonancias apocalípticas: «La cultura y el Estado –no nos engañemos sobre esto- son antagonistas. El «Estado de cultura» no pasa de ser una idea moderna. Lo uno vive de lo otro, lo uno prospera acerca de lo otro. Todas las épocas grandes de la cultura son épocas de decadencia política: lo que es grande en el sentido de la cultura ha sido apolítico, incluso antipolítico» (Nietzsche, 1973, p. 103).

3 En virtud de esta dimensión societal no debiera causar extrañeza que la ritualidad propia de las prácticas religiosas dionisíacas -las abandonadas a una fusión orgiástica- se hubiese celebrado para evocar la potencia de la creación en común ínsita en el universo popular (Maffesoli, 1996, pp.18-19).

4 Desde las “estructuras antropológicas de lo imaginario” (Durand, 1982) hasta el “formismo” (Maffesoli, 1993) como principales adalides, y, situado a prudente distancia, el “imaginario radical” (Castoriadis, 2007); en cuya protohistoria se le reserva protagonismo a las “formas simbólicas” (Cassirer, 2003), a la poética de la “imaginación amplificadora” (Bachelard, 1982) y a la “autotrascendencia de la vida en “mas-que-vida” (Simmel, 2000). Si bien la intimación de imaginación y creatividad instituyente había hecho notar su reclamo en directrices filosófico-literarias enmarcadas en el idealismo alemán e imbuidas por el espíritu del romanticismo, sino episódicamente antes.

5 Un reclamo estético que, en alianza con una generalizada cosificación de la cultura, reproduciría uno de los pecados capitales que Herbert Marcuse (1980) recriminara a la ordinaria evolución de las instituciones contraculturales de la época: «tiende a poner en un primer plano lo subjetivo a costa de lo político o lo político a costa de lo subjetivo» (p. 137).

6 En el concierto del mundo moderno, la descripción de la estampa contradictoria del pacto clandestino sellado por la pulsión creativa con el diablo es la arrojada en la poesía de Charles Baudelaire (Azúa, 1978, pp. 65-70). Sino que se nos descubre en un semblante bifronte, polarizado entre dos fuerzas contrarias: una “centrípeta” y otra “centrífuga” (Zweig, 2013, p. 21).

7 En los años setenta de s. XX –y no por una azarosa coincidencia histórica-, uno de quienes le tomó el pulso a este asunto, Daniel Bell –a sabiendas que sobrevalorando lo perdido sobre lo ganado en la balanza en donde se evalúan los méritos y deméritos de la Modernidad-, ya lo rezara: «En efecto, la cultura –en particular, la cultura modernista- se apoderó de la relación con lo demoníaco. Pero en lugar de domesticarlo, como trató de hacer la religión, la cultura secular (el arte y la literatura) comenzó a aceptarlo, a explorarlo y a solazarse de ello, llegando a considerarlo como una fuente de creatividad. En la reivindicación de la autonomía de lo estético, surgió la idea de que la experiencia en y por sí misma es el valor supremo, que todo debe ser explorado, que todo debe permitirse, al menos para la imaginación, si no realizado en la vida. En la legitimación de la acción, el péndulo osciló hacia la liberación, lejos de la restricción» (Bell, 1987, p. 31). Bell afinará su diagnóstico con el testimonio de la brecha abierta por el “modernismo” en el ethos nuclear de las sociedades occidentales: «El modernismo tradicional trató de sustituir la religión o la moralidad por una justificación estética de la vida. Crear una obra de arte, ser una obra de arte: solo esto daba sentido al esfuerzo del hombre por trascenderse» (Bell, 1987, pp. 60-61).

8 Un statu quo en el cual sus miembros campean en una sobreabundancia de bienes de consumo como quid de la “transvaloración de todos los valores” (Sloterdijk, 2018, pp. 76-89), en el cual el declive demográfico en la órbita occidental ha inducido el revival de una subjetividad concretada en una hipersensibilidad a las expectativas de aprobación de los otros (Riesman, 1981, pp. 31-49), en el cual surge una revolución silenciosa que camina a ritmo lento y de coloración posmaterialista (Inglehart, 1991).


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NOTA BIOGRÁFICA

Angel Enrique Carretero Pasin es Doctor en Sociología por la Universidad de Santiago de Compostela (USC). Investigador Postdoctoral en la Université París V (Sorbonne). Profesor Asociado en el área de Antropología social de la USC. Miembro del Centro de Investigación sobre Procesos e Prácticas Culturais Emerxentes (USC). Integrante del Comité científico de la Red Iberoamericana de Investigación en Imaginarios y Representaciones (RIIR/USTA). Autor de los libros: Michel Maffesoli. Un pensamiento nómada (Baia), Pouvoir et imaginaires sociales (L’Harmattan), Los universos simbólicos de la cultura contemporánea (L’Hergué,), Sociología de los márgenes. (L’Hergué: ed. y coord. en colaboración), Ideología e Imaginario social (Erasmus), Creatividad. Números e imaginarios (CIS en colaboración), El imaginario social del “mal”: pathos y norma en la sociedad actual (EAE) y La religión esférica (La Caja Books). Autor de más de un centenar de publicaciones entre artículos en revistas académicas y colaboraciones en libros colectivos. Ha impartido Seminarios, Coloquios, Cursos y Conferencias, tanto a nivel nacional como internacional, en torno a cuestiones de Teoría Sociológica, Sociología de la Cultura y Sociología de la modernidad.