El libro que comienzo a reseñar obtuvo el Premi València d’Assaig 2023, convocado por la Institució Alfons el Magnànim - Centre Valencià d’Estudis i d’Investigació, y su autor es Raúl Rodríguez Ferrándiz, catedrático de Semiótica de la Comunicación de Masas de la Universidad de Alicante. En el prólogo, el propio autor anuncia sin tapujos y con tono premonitorio el eje de su ensayo. Al principio nos dice, textualmente, que “conjugar desinformación y poder tiene que ver con la mentira, no con el secreto. El secreto es lo que es, pero no parece (y no aparece); la mentira es lo que parece (y aparece, a veces enfáticamente) pero no es”.
A lo largo de sus páginas comprobamos que el poder que hoy se ejerce sobre las masas democráticas recurre más a la mentira que al secreto. Según el autor, la mentira estaría “patrocinada”, puesta al servicio de los poderosos -quienes tienen intereses espurios-, orientada a generar un orden desinformativo y más vinculada a la apariencia que al estatuto ontológico. Así, intentar encontrar el ser en la sociedad contemporánea se ha vuelto problemático -Cornelius Castoriadis- o, peor aún, ha empujado a que los ciudadanos vivan más en la apariencia que en el ser, uno de los temas recurrentes desde la Ilustración, y a que el conjunto de la sociedad se transforme en espectáculo -Guy Debord-. Esto se vincula con la información, que siempre es poder y que -al igual que el trabajo, el planeta entero o la propia vida- se caracteriza por la penuria y el racionamiento, y por producir un mercado altamente especulativo y volátil, o “líquido”, como diría Zygmunt Bauman.
Además, complemento del mercado y actriz principal de la desinformación contemporánea es la sociedad digitalizada, en la que la verdad -bien escaso, a diferencia de la mentira- ha sido privatizada, como si fuera una mercancía más, un objeto de consumo y de espectáculo. Junto a ello, la esperanza -a la que tanto se refirió Ernst Bloch- ha sido postergada o sustituida por la desilusión y la frustración, lo que relega el futuro, esto es, la capacidad de transformar las cosas, y reduce la vida a un presente instantáneo que, desprovisto de pasado y de porvenir, se empequeñece. Y es que, si bien la sociedad de la individualización perseguía en sus inicios combatir un “régimen” de comunicación marcado por la jerarquía y la desigualdad, e incluso controlar a los poderosos, hoy ha dado pábulo, desordenadamente, a los rumores, la sátira, la parodia informativa, la propaganda, las teorías de la conspiración y las noticias engañosas o fake news. Así ha surgido un potente combustible emocional que alimenta un marco general de posverdad, polarización y exaltación de las pasiones, en detrimento de la razón ilustrada -idealmente guía de la acción y del pensamiento- o sometida, quizá, a una razón instrumental y sujeta a intereses (Max Weber, Jurgen Habermas).
En la medida en que, como dice Rodríguez Ferrándiz, el desorden informativo se quedaría corto si se abordara solo como un fenómeno de comunicación política, cabe preguntarse -con acierto- si no sería razonable exigir alguna responsabilidad a los nuevos mediadores digitales (Facebook, Instagram, Twitter/X) por el debilitamiento de la información y, en particular, de la política. Evidentemente, también cabría exigir responsabilidad a la clase política que manipula esos mediadores en su provecho e, igualmente, a la sociedad que se sirve -a veces no del todo conscientemente- de los mismos. Al respecto, sostiene el autor que el criterio del usuario de redes no es tanto la veracidad o la credibilidad asignada a la noticia a la hora de “hacer clic” para compartir, sino otros factores. De hecho, las noticias falsas que circulan en línea se comparten con las auténticas y ello, entre otras funciones, para ejercer liderazgo de opinión, reafirmar convicciones, socializar, ganar estatus, compartir experiencias, exhibirse ante los demás para afirmarse enfáticamente como individuo o temer perderse algo (el conocido FOMO) y quedar excluido de la “burbuja” de afectos digitales. Una burbuja coherente con un universo mediático espectacularizado, mercantilizado y privatizado que rebaja el tono ontológico, cognitivo y el registro reflexivo y emocional -Antonio Damasio- connaturales a lo humano. Por tanto, “hacer clic” se convierte en un gesto a la vez banal y venal.
Esas responsabilidades compartidas -de redes, políticos y ciudadanía- se insertan en tres transformaciones decisivas de la comunicación a las que el autor dedica sendos apartados.
En primer lugar, hemos pasado de la propaganda a la desinformación. Lo que caracteriza a la primera no es que mienta, sino que toma partido en una disputa y fuerza la posición propia usando recursos comunicativos de manera capciosa y tendenciosa para imponerse y eludir la negociación o la cesión. En contraste, la desinformación sí miente, y lo hace sutilmente, valiéndose sobre todo de tres elementos: construye (o se inscribe en) un relato inverosímil, tiende a producir creencias falsas y puede originar “mala información”, esto es, noticias veraces destinadas a dañar a personas, instituciones, organizaciones o incluso a todo un país. La desinformación se incentivó especialmente con la pandemia de la COVID-19, durante la cual no estuvimos -encerrados en casa- tan expuestos al coronavirus como a otros virus de naturaleza informativa, hasta el punto de que, para evitar la pandemia, caímos en la “infodemia”. La novedad de esta última es que, en la red, las noticias falsas se reproducen mucho y más rápidamente que las informaciones auténticas, conllevando a menudo ingredientes emocionales y sensacionalistas, resortes fáciles de la sorpresa, la indignación o la vergüenza, cuando no de la ira y el odio hacia el diferente.
En segundo lugar, junto al paso de la propaganda a la desinformación, la sociedad ha transitado del rumor a las fake news. El rumor no implica de manera inequívoca una voluntad mentirosa o injusta, a diferencia de la desinformación y de las fake news, y no siempre es falso: puede confirmarse como real. Ahora bien, cuando no se confirma, posee una longevidad maliciosa y puede resurgir en momentos de especial debilidad o confusión. En un efecto bumerán, el rumor aumenta la confusión y la dilata hasta generalizarse. Gracias a internet, los rumores se han viralizado y logrado una influencia inusitada, deviniendo informaciones sobre personas, grupos, acontecimientos o instituciones que se propagan de unos individuos a otros y que resultan creíbles no por las evidencias que los sostienen, sino porque otros también los creen. Al no contrastarse ni poder ser falsables -Karl Popper-, esto supone un debilitamiento del pensamiento científico, cuando no una clara negación de este.
Además, los rumores se diseminan con tal intensidad y rapidez debido a dos fenómenos: el efecto cascada y la polarización de los grupos. Esta última se ha convertido en una gran preocupación en las democracias, pues la fractura resultante convierte a unos ciudadanos en “verdaderos nacionales” y a otros en “enemigos interiores”, chivos expiatorios sobre los que se canalizan mentiras y pasiones desatadas. Los dirigentes que intensifican y explotan esta polarización, cuando alcanzan el poder, gestionan como máximo los intereses de la mitad de la población, excluyendo a la otra mitad. Se debilita así el núcleo de las democracias -la negociación y el pacto- y, con ello, la propia democracia, al tiempo que “se reduce” el país. Por eso, aunque es cierto -como dice Rodríguez Ferrándiz- que el clic representa muchas veces una lucha por la inclusión, esa misma dinámica conduce a la exclusión.
Las fake news, por su parte, enmarcadas como si fueran noticias políticas serias, son aún más perniciosas que los rumores, pues constituyen un “fraude, un engaño, una falsificación” que transforma la “farsa” aparente en “tragedia”.
La tercera transformación que analiza el autor es el paso de las conspiraciones a las “conspiranoias” (conspiración + paranoia). Si conspirar es “respirar juntos”, participar de un mismo aire o atmósfera, esa complicidad no es inocente: el aire está viciado por la polución y el CO₂, las fake news y los rumores maliciosos. Sin olvidar que, con ellos, se perjudica a terceros y que la conspiranoia ve conspiraciones donde no las hay, por todas partes. Las crisis y los cambios profundos, la inestabilidad y la incertidumbre -marcas de nuestro tiempo- constituyen un caldo de cultivo idóneo para las conspiranoias. Aunque tienen historia larga, las actuales revisten tres rasgos novedosos: (1) proyectan una sombra conspiranoica sobre casi cualquier acontecimiento de largo alcance, en cuya lógica la causalidad reemplaza a la casualidad; (2) resultan plausibles para un mayor número de ciudadanos, de modo que vivimos una democratización de las paranoias y una fase pandémica, transversal y virulenta, en sintonía con la emergencia de las redes sociales y el nuevo desorden informativo; y (3) en una tercera etapa adquieren un carácter autónomo, independiente de las dos primeras, que antes solían ir juntas. Si aquellas dos primeras fueron más “liberales”, esta última es iliberal e incluso antiestablishment. De ahí el carácter paradójico del fenómeno: siendo producto de la democracia, a la vez parece querer transformarla, deteriorarla o incluso acabar con ella, especialmente cuando impulsa acciones violentas, como el ataque a la sede del Congreso de Estados Unidos.
Las tres transformaciones confluyen, durante la COVID-19, en lo que el autor denomina un “Apocalipsis plandémico”, caracterizado por un alud de desinformación; numerosas conspiranoias en el marco de una sobreactuación de autoridades sanitarias, políticas y económicas; una conspiración a escala mundial; y un supuesto “gran reinicio”. Cabe preguntarse si este “reinicio” no remite, en realidad, al auge de populismos y autoritarismos de nuevo cuño. En todo caso, ahora todo parece estar relacionado y nada ocurre por azar, justo cuando los virus informáticos se superponen al natural del SARS-CoV-2.
El clima resultante se concreta en los dos últimos apartados del libro, antes del epílogo dedicado al “orden de la información”, titulados “Facebook y el libro de máscaras” y “Las transparencias que engañan”. En el primero brotan ideas sugerentes: la posverdad es consecuencia -y máxima expresión- de la dudosa verdad que vehiculan los posts en un entorno de enorme facilidad tecnológica; ese régimen ha extendido un confesionalismo democratizado y exaltado una religiosidad civil basada en creencias y en una soterrada fe. Aunque Facebook se presentaba como modelo -y quizá motor- de cambio social, sostiene el autor, en realidad es un regalo envenenado: una ininterrumpida transacción comercial y una vuelta al pasado.
En cuanto al engaño de las “transparencias”, el autor lo argumenta constatando que, gracias a los emoticonos y a las comunidades virtuales, se publicitan las cosas íntimas y se automatizan las expresiones del afecto, lo que elimina su espontaneidad. Todo ello manifiesta un universo digital y, en suma, un compartir intimidades que deviene una “tiranía de la intimidad”, es decir, una forma de incivilidad. El tsunami de lo privado termina arrasando el espacio de lo público. Al respecto, Richard Sennett relaciona este deterioro de lo público con la desindividualización de la sociedad norteamericana, desprovista de sujetos sustanciales y -como diría Zygmunt Bauman- llena de sujetos consumistas que se consumen.
Finalmente, en el epílogo, Rodríguez Ferrándiz recuerda que el nuevo “orden informativo” facilita tecnológicamente la mentira y debilita la confianza; o lo que es lo mismo, intensifica la desconfianza hacia los otros, las instituciones y la propia democracia, mientras exacerba la posesión de armas y profundiza la división social respecto del colectivo LGTBI, la cuestión racial y de género, y los derechos de inmigrantes y desfavorecidos. Desde mi perspectiva, esto se relaciona con la escasa empatía hacia los más desprotegidos, vulnerables y sufrientes y, en último término, con el deterioro ético correspondiente. La robótica, la automatización y la despersonalización que produce ese orden informativo se convierten en norma, impulsadas por una agencia no humana que -si bien planificada y alimentada por seres humanos- independiza la automatización y la propia información del acontecer de lo humano, que deviene poshumano (Rosi Braidotti).
Por consiguiente, como señala el autor, tras este aparente orden informativo nos movemos entre el caos y el desorden, con el temor de que la impresión generalizada de desorden sea fruto de una mirada con ojos de un viejo orden ya superado. O tal vez no tanto: es posible que esté siendo reconstruido, fusionando viejas formas con nuevos caracteres.