Tras los atentados terroristas de Hamás y otros grupos armados el 7 de octubre de 2023 en Israel, que acabaron con la vida de aproximadamente 1.200 personas, así como la reacción militar por parte de Israel, el mundo asistió a una polarización y radicalización del debate público. Por un lado, se intensificó el racismo antimusulmán (o islamofobia); por otro, se incrementaron las expresiones de antisemitismo. Para combatir estas formas de odio, es imprescindible comprenderlas no solo en sus manifestaciones más radicales, evidentes y violentas, sino también en sus expresiones estructurales y cotidianas. Es decir, es necesario analizar, con herramientas sociológicas, cómo se configura y reproduce la lógica del odio incluso allí donde no se manifiesta de manera explícita o violenta.
En España, existe una amplia producción académica sobre el racismo en general y, en particular, sobre la islamofobia. Son bien conocidas sus lógicas discursivas, así como su carácter estructural e institucional. Este conocimiento se ha incorporado en numerosos planes de actuación, diversidad e inclusión, y está cada vez más presente también en el ámbito educativo.
No ocurre lo mismo con el antisemitismo (véase también Herzog, 2014). España suele figurar, en encuestas comparativas, entre los países de Europa occidental con mayores índices de actitudes antisemitas. Así, por ejemplo, lo muestra el “índice global 100” que desde 2014 compara actitudes antisemitas en el mundo (Anti-Defamation League [ADL], 2024) y donde en la última encuesta el 55% de los españoles contestaron de forma afirmativa a la declaración “Los judíos tienen demasiado poder en el mundo de los negocios” (frente al 33% en Europa occidental). A la declaración “Los judíos tienen demasiado control sobre asuntos globales” el 39% de los españoles mostro su acuerdo, frente al 27% en el resto de Europa occidental. Esta, y otras preguntas del cuestionario muestran la vigencia de la imagen que vincula a los judíos con el poder y el dinero. Los datos son relativamente consistentes en comparación con los años anteriores y con otros estudios comparativos (p.ej. Pew Research Center, 2018).
Al mismo tiempo, rara vez se percibe el antisemitismo como un problema social urgente y solo el 16% de la población española cree que el antisemitismo es un problema extendido (González Enríquez y Gijón Torres, 2025), percepción diametralmente opuesta a la de los afectados por el antisemitismo en España (Observatorio Antisemitismo, 2025). A este dualismo de la percepción contribuye, entre otros factores, la escasa visibilidad de la población judía en el país y, en consecuencia, la limitada presencia pública de sus relatos de discriminación. Pero, sobre todo, persiste una incomprensión fundamental: el antisemitismo no suele entenderse como una forma de discriminación con una lógica propia (p.ej. de poder y conspiración), sino como una simple variante del racismo. Es más, con frecuencia la denuncia del antisemitismo es recibida con suspicacia, como si se tratara de una estrategia retórica destinada a silenciar críticas políticas legítimas.
Con el propósito de hacer accesible al gran público la comprensión de la lógica social y estructural del antisemitismo, Alejandro Baer ha publicado recientemente Antisemitismo. El eterno retorno de la cuestión judía (Catarata, 2025). Con el fin de asegurar su accesibilidad, el autor ha optado en muchos casos por el uso escaso de referencias bibliográficas explícitas, una decisión que, desde una perspectiva académica, dificulta profundizar en ciertos temas o verificar el contexto de algunas citas. Baer -quien fue durante una década catedrático de Sociología y director del Center for Holocaust and Genocide Studies en la Universidad de Minnesota, y actualmente es científico titular del CSIC- estructura el libro en torno a las distintas formas de antisemitismo identificadas por la doctrina actual. Aunque estas formas emergieron en contextos históricos específicos, Baer subraya que no se trata de etapas superadas. Por el contrario, las diversas modalidades del antisemitismo coexisten, se influyen mutuamente y comparten lógicas estructurales que siguen vigentes en la actualidad. Lo que define al antisemitismo, en todas sus variantes, es que no se limita a ser un mero prejuicio: constituye más bien una cosmovisión completa o un “principio negativo” (Theodor Adorno).
En el primer capítulo, Baer explica cómo el antijudaísmo cristiano surge de una “disputa familiar” entre diferentes grupos judíos en torno a la cuestión de si Jesús es o no el Mesías anunciado en la Biblia y en otros textos sagrados del judaísmo. A partir de esta escisión, los cristianos comienzan a representar a los judíos como traidores, e incluso como deicidas, culpándolos de la muerte de Jesús. De este modo, el judaísmo pasa a ser concebido como una religión traidora y antagónica, y no como una religión más en el mundo. Con el tiempo, la balanza de poder se inclina progresivamente a favor del cristianismo, que se presenta como la realización de un nuevo pacto universal entre Dios y la humanidad, en contraposición a la noción del “pueblo elegido” en el judaísmo.
Baer describe cómo, a lo largo de la historia cristiana, se repiten en distintos contextos los libelos de sangre contra los judíos: desde el rumor de que asesinaban a niños cristianos para preparar el matzá -el pan ácimo de la Pascua judía-, hasta la acusación de que profanaban hostias consagradas que, según la doctrina cristiana, no solo simbolizan, sino que son el cuerpo de Cristo. Aunque estas calumnias han perdido difusión en la actualidad, todavía persisten en pleno siglo XXI en algunos círculos religiosos y conservadores como Baer muestra mediante ejemplos alarmantes. Una omisión comprensible en el análisis de Baer es la escasa atención a las diferencias entre el catolicismo y las diversas corrientes del protestantismo, especialmente en lo que concierne al surgimiento de ciertas imágenes del judío como comerciante o usurero, consideradas opuestas a la ética del trabajo protestante. Esta figura tiene una relevancia especial teniendo en cuenta que con la modernidad el trabajo adquiere un valor normativo central.
El segundo capítulo examina la lógica antisemita desde la Ilustración hasta el Holocausto. En este periodo el antisemitismo se convierte en una “idea rectora negativa de la modernidad” (Salzborn, 2010). A primera vista puede sorprender la presentación conjunta del antisemitismo “ilustrado” y del nacionalsocialismo, dos corrientes normalmente descritas por separado o incluso como opuestas. Pero paradójicamente, justo en el momento en que los judíos acceden por primera vez a los derechos civiles, muchos pensadores ilustrados los describen como una comunidad tradicionalista, como “una nación dentro de la nación”, presuntamente incapaz de integrarse y leal a intereses ajenos al Estado-nación emergente. Baer muestra cómo los movimientos modernos buscaron distanciarse del viejo odio religioso al judaísmo, adoptando en su lugar las nuevas teorías “científicas de la raza” para justificar su hostilidad. Así nace el concepto de “antisemitismo”, que pretendía dotar de legitimidad científica a una forma renovada de exclusión. En el nacionalsocialismo, los judíos dejan de ser simplemente una minoría religiosa o étnica entre muchas, para convertirse de nuevo en “principio negativo”, en “Gegenrasse, la raza irremediablemente opuesta y enemigo mortal de la raza” (p. 59). Al redefinir a los judíos como raza y no como religión, ya no era posible su integración mediante la conversión o asimilación, tal como lo habían propuesto numerosos pensadores modernos. Como encarnación de un principio estructuralmente negativo, no bastaba con expulsarlos nuevamente del territorio: debían desaparecer de la faz de la tierra. Así, el Holocausto fue una consecuencia lógica de este marco ideológico, una “solución final” al supuesto “problema del judaísmo mundial”. En el ejemplo del antisemitismo podemos ver a la perfección esta “Dialéctica de la Ilustración” de la que nos hablan Horkheimer y Adorno (2007). Al no ser autoconsciente, la Ilustración corre permanentemente el peligro de convertirse en su contrario. El Holocausto sería así no lo opuesto a la Ilustración sino una de sus posibilidades.
En el capítulo dedicado al antisemitismo en el islam, Baer se distancia de la tesis según la cual el antisemitismo en el mundo árabe sería únicamente un producto de la influencia europea. Reconoce, en cambio, la existencia de un antijudaísmo de raíz coránica, visible, por ejemplo, en el estatus subordinado de los dhimmis que limitaba los derechos de los judíos en territorios islámicos. A esta base histórica se suma el antisemitismo moderno, importado desde Europa durante el periodo colonial, y su particular difusión en contextos como el Mandato Británico de Palestina, donde el antisemitismo racial del nazismo encontró muy buena acogida por gran parte de la población árabe. La alianza entre algunos movimientos de liberación nacional árabes y el nacionalsocialismo se sustentaba en la identificación de enemigos comunes: los judíos y el Imperio Británico. Baer subraya que, si bien el antisemitismo islamista antecede a la creación del Estado de Israel, en la actualidad se alimenta principalmente del conflicto israelo-palestino. Grupos radicales como Hamás no suelen hablar de sionistas o ciudadanos israelís como enemigos, sino identifican abiertamente a los judíos como enemigo declarado. En este capítulo se echa de menos una reflexión sobre la influencia del antisionismo de cuño soviético sobre los movimientos del islam político, sobre todo aquellos que -al menos en un primer momento- se entendían como movimientos de liberación en la tradición socialista.
Esta influencia del antisionismo soviético se analiza en el cuarto capítulo. De regreso al contexto europeo, Baer aborda un amplio abanico de formas de antisemitismo después de Auschwitz. En Europa del Este, el viejo antijudaísmo se modernizó. Muchos judíos habían abrazado el proyecto comunista como vía de emancipación, lo que dio pie a la consolidación del mito de la “conspiración judeo-bolchevique”, ampliamente difundido en Europa. A ello se añade el antisemitismo oficial promovido por los regímenes comunistas. Si bien la Unión Soviética apoyó inicialmente la creación del Estado de Israel -esperando que fuera socialista y debilitara la influencia británica-, pronto retomó antiguos estereotipos antisemitas para perseguir a presuntos enemigos internos, etiquetados ahora como “cosmopolitas” o “sionistas”. A partir de los años 60, la Unión Soviética deslegitima abiertamente la existencia del Estado de Israel reproduciendo, una vez más, la lógica del “principio negativo”. Pierre-André Taguieff (2002) denomina “nueva judeofobia” a esta visión en la que Israel, un país del tamaño de Cataluña, es presentado como el principal enemigo de la paz mundial.
Simultáneamente, Baer analiza cómo el antisemitismo ha sobrevivido también en sectores de la derecha europea. Así por ejemplo en Alemania donde está oficialmente proscrito el antisemitismo, la figura del judío rencoroso o vengativo pervive en el imaginario que los supervivientes del Holocausto con sus exigencias de reparaciones quieren extraer riqueza de los alemanes. Tampoco falta el ejemplo de España, donde el partido VOX combina un filosemitismo instrumental con un antisemitismo estructural y su defensa de Israel está principalmente motivada por su racismo anti-musulmán. “Irónicamente, la extrema derecha y la extrema izquierda comparten con frecuencia una misma visión estereotipada y reduccionista del Estado judío. Solo que la izquierda lo condena y la derecha lo aplaude” (p. 118). Al mismo tiempo, Baer muestra cómo la extrema derecha recicla imaginarios conspirativos de matriz antisemita, representando a figuras judías como titiriteros que dirigen la política global desde las sombras, en narrativas que se articulan bajo el concepto de “globalismo” como conspiración de élites.
De nuevo puede sorprender esta presentación conjunta de formas de antisemitismo aparentemente diferentes. Lo que tienen en común el antisionismo soviético y las posiciones de la nueva derecha es que tienen que seguir una comunicación indirecta ya que la memoria de Auschwitz prohíbe cualquier referencia positiva al antisemitismo. La referencia abierta a los judíos se convierte en un tabú. No obstante, la misma función discursiva que cumplió el término “judío”, cumplen ahora términos como “sionistas”, “globalistas”, o “élites”, todos haciendo referencia a un pequeño grupo poderoso que conspira contra los intereses de la nación.
El quinto capítulo aborda “el elefante en la sala, especialmente en las salas o aulas universitarias” (p. 125): el antisemitismo en la izquierda occidental. Mientras que esta ha avanzado significativamente en la identificación y denuncia de microagresiones sexistas y racistas, así como del sexismo y el racismo estructural e institucional, parece tener mayores dificultades para reconocer el antisemitismo cuando no adopta las formas explícitas y violentas asociadas con la extrema derecha. Y es que el propio antisemitismo, con su retórica sobre el poder global, el dinero y la conspiración, muestra una cierta afinidad electiva con algunas posiciones de la izquierda populista. Si para la extrema derecha los judíos son concebidos como una raza antagónica, desde ciertos sectores de la izquierda tienden a ser percibidos como Blancos y privilegiados, y no como un grupo históricamente oprimido, a pesar de su larga historia de persecución. Esta “doble marginalidad” (Biale, 1998) alimenta la negación del antisemitismo como problema social, al asociar a los judíos con posiciones de poder, lo que da lugar a una forma de “odio virtuoso” (Illouz, 2024). Baer destaca también la fijación con Israel en los discursos anticoloniales contemporáneos, que reproducen, una vez más, la lógica del principio negativo. Ningún otro Estado es objeto de tantas críticas por parte de la izquierda como aquel que representa el hogar de siete millones de judíos.
Probablemente debido al carácter divulgativo del libro, Baer aquí no entra en los debates sobre definiciones y redefiniciones. Los debates sobre la singularidad del Holocausto o sobre la definición del antisemitismo son necesarios. No obstante, muchas veces reproducen estereotipos antisemitas. Cuando se alegan intereses ocultos de los judíos detrás de la memoria del Holocausto o de una u otra definición del antisemitismo, resuenan los viejos estereotipos del judío engañoso que solo mira por su propio interés.
El último capítulo se centra en el antisemitismo, tanto el histórico como el actual, en la España contemporánea. Comienza con un episodio ocurrido en 2009, cuando el entonces presidente de la Federación de Comunidades Judías en España fue recibido con gritos de “¡judíos fuera!” en un acto celebrado en la Universidad Complutense. Baer compara esta hostilidad antijudía con la cámara magmática de un volcán activo: el antisemitismo puede operar como una “matriz cultural”, ya que, tras la dictadura franquista, no ha existido en España un debate público profundo sobre el tema, ni desde la derecha ni desde la izquierda. A esto se suma la escasa visibilidad de la población judía en el país, lo que contribuye a que sus voces apenas se escuchen en los debates públicos.
Uno de los grandes méritos de este libro consiste en ofrecer a un público amplio una visión clara de la historia y la lógica persistente del antisemitismo. Solo se puede desear que el libro sea acogido con benevolencia y no desde la matriz antisemita que le identifica como parte de un plan maligno de la “lobby sionista” o de un “victimismo judío”. Si uno quiere ocuparse seriamente con las múltiples formas del antisemitismo, el libro de Baer presenta una contribución más que necesario para un debate político serio.