El 29 de octubre de 2024, una lluvia excepcionalmente intensa causó graves inundaciones, debidas en parte al desbordamiento del río Magro y, con efectos aún más graves, a la crecida de varios barrancos que atraviesan la Horta Sud, una comarca densamente urbanizada situada en la parte sur del área metropolitana de València. En total, según las cifras oficiales a 18 de enero de 2025, la catástrofe ha causado 224 muertes y hay 3 personas desaparecidas. De acuerdo con informaciones publicadas en la prensa, hay 845.000 personas afectadas en 84 municipios. Todas las estimaciones de daños materiales contabilizan pérdidas por valor de decenas de miles de millones de euros. El artículo es una primera aproximación a las tareas que este acontecimiento extraordinario plantea a la sociología, señalando algunas temáticas que es de esperar que sean objeto de estudio, entre ellas: la delimitación de lo que es natural y lo que es social en los fenómenos meteorológicos extremos y sus efectos, los rasgos específicos de los daños causados por las inundaciones en sociedades desarrolladas; las interacciones de lo tecnológico y lo natural en esos contextos; los efectos atribuibles a desigualdades económicas, generacionales y territoriales; los impactos mutuos entre la magnitud de los riesgos, las reglas para gestionarlos y las instituciones encargadas de aplicarlas; por último, los problemas de gobernanza dependientes de los dispositivos de producción de información y de la distribución y articulación de competencias. Se trata solamente de una primera reacción, que no pretende formular un proyecto de investigación en detalle ni adelantar hipótesis propiamente dichas, sino tan sólo apuntar algunas posibles direcciones de trabajo.
En el País Valenciano, en los primeros años setenta del siglo pasado, tras la violenta interrupción que la dictadura franquista impuso a los conatos anteriores, la sociología comenzó a caminar explorando dos problemáticas: el modelo de desarrollo y la cuestión nacional. Respecto a la primera de esas problemáticas: las incógnitas de la ordenación del territorio que la autopista del litoral prefiguraba de un modo aparentemente inevitable; el inestable equilibrio entre la agricultura, la industrialización autóctona y la irrupción de las multinacionales; los primeros embates de un urbanismo depredador; la acentuación de la dualidad histórica litoral/interior. Respecto a la segunda: las formas específicas del conflicto lingüístico; las tensiones respecto a la pregunta de qué somos nacionalmente los valencianos; el alcance de las instituciones que podrían representar una mínima recuperación del autogobierno (Gaviria, 1973, 1974; Marqués, 1974; Ninyoles, 1969). Las inundaciones del 29 de octubre de 2024, particularmente la más grave de ellas, la causada por la enorme crecida de los barrancos que atraviesan la comarca de la Horta Sud, en especial el conocido como Barranc del Poio, de Torrent o de Xiva, han sacudido profundamente, con consecuencias que tendrán sin duda un alcance histórico, la forma, aparentemente duradera, en que ambas problemáticas se habían asentado a lo largo del tiempo. Las tareas que la catástrofe plantea a la sociología (no sólo a la sociología, pero también) estarán abiertas durante años, implicando, por una parte, la necesidad de revisitar críticamente las cuestiones constituyentes, y, por otra parte, la de encuadrarlas en un contexto sociohistórico que en muchos sentidos está comenzando a cambiar sustancialmente.
Escribir sobre un acontecimiento extraordinario y complejísimo al hilo de la actualidad, en los días inmediatamente siguientes al mismo, suscita un dilema difícil: por un lado, no conviene improvisar y, por otro, es inevitable hacerlo. Hay una multitud de reacciones en las que cada especialista reafirma sus propios prejuicios. O, en el mejor de los casos, cuando se trata de alguien que ya conoce bien el tema o el lugar, o su historia, hay la tendencia a repetir las conclusiones a las que había llegado antes del suceso concreto, pues la prisa no permite evaluar hasta qué punto lo sucedido obliga a modificarlas. Así que dimensionar adecuadamente lo que puede decirse en caliente y lo que ocupará a quienes lleven a cabo investigaciones prolongadas, que vayan más al fondo de las cosas, es una operación incierta. Cuando, como es el caso de quien esto escribe, no se dispone del tiempo ni de los medios materiales, cuando no se está en las circunstancias adecuadas para llevar a cabo una investigación objetiva, una opción razonable puede ser la de plantear unas cuantas líneas de análisis que tal vez sean pertinentes, una especie de esbozo preliminar de lo que podría ser un estudio a fondo. Eso, formular algunas preguntas, dejándolas abiertas, es lo que pretenden las páginas siguientes.
Sí, es natural (también)
El estudio de la relación entre medio ambiente y sociedad implica analizar, por una parte, los efectos sociales de las alteraciones del entorno natural y, por otra, las repercusiones que sobre éste tienen las transformaciones y cambios sociales (García, 2004, p. 15). Una inundación provocada por la crecida súbita y muy grande de algunos barrancos, que causa un número elevado de víctimas mortales y produce graves daños materiales, responde muy precisamente a ese criterio. Hay una alteración muy visible del entorno natural (cauces habitualmente secos o casi secos se llenan y desbordan en muy pocas horas con cantidades de agua comparables a las que discurren habitualmente en ríos permanentes caudalosos). Dicha alteración tiene efectos sociales traumáticos: las poblaciones y las actividades económicas situadas en los márgenes de los cauces o en las llanuras de inundación se ven gravemente afectadas. Hay personas que mueren, ahogadas en sus casas o arrastradas por la corriente; hay infraestructuras destrozadas y equipos convertidos en inservibles; escuelas, naves industriales y locales comerciales que quedan fuera de servicio; problemas de salud pública, que van desde posibles brotes de enfermedades infecciosas a perturbaciones psicológicas. Y, por otra parte, las características de los fenómenos naturales se ven afectadas por las transformaciones y cambios sociales: la capa de cemento y asfalto impermeabiliza el terreno y hace que las riadas sean más rápidas y violentas; la acumulación de energía en la atmósfera y el calentamiento del mar aumentan la virulencia y la frecuencia de los temporales. Más fenómenos meteorológicos extremos, más habituales, son también una consecuencia del desarrollo socioeconómico: como suele decirse, el cambio climático es antropogénico.
Las inundaciones del otoño valenciano de 2024 son, sin duda, un objeto de estudio ineludible para el enfoque sociológico que se ocupa de la relación entre medio ambiente y sociedad, para la sociología ecológica. Un enfoque que toma como punto de partida el hecho de que las sociedades humanas, como todos los sistemas abiertos, pueden organizarse, mantener la organización y subsistir cambiándola, en la medida en que encuentran en su medio ambiente la energía útil y los materiales concentrados que se necesitan para que todo eso sea posible, y también los espacios donde depositar los residuos resultantes de su actividad. Un enfoque para el que la unidad de análisis no es la sociedad aisladamente considerada sino siempre el sistema formado por la sociedad y su medio ambiente: toda sociología es socioecología.
Una primera línea que trabajar, en consecuencia, es la que lleva a matizar un eslogan que acostumbramos a repetir en ciencias sociales: “no es natural”. Puesto que muchos fenómenos naturales extremos causan daño a los seres humanos, está claro que la expresión “desastre natural” es una formulación abreviada de “fenómeno natural extremo con impactos nocivos para las personas y la economía”. Y también lo está que los impactos son más o menos grandes y nocivos según cómo se hayan organizado socialmente las estructuras y las actuaciones. No es sólo la deformación profesional, ni un deseo más o menos consciente de barrer para casa, lo que hay tras la frase “no es natural”. Y, sin embargo, llevar esto hasta el punto de sostener que todas las catástrofes son sociales y que, por lo tanto, no hay propiamente desastres naturales, es simplemente erróneo. Hay catástrofes naturales. Algunas son puramente naturales, sin que los seres humanos cuenten para nada en ellas. El meteorito que impactó en Yucatán hace sesenta y cinco millones de años, por ejemplo. O los momentos de ruptura en el equilibrio puntuado, los cambios repentinos en la evolución biológica. O la mayor de todas: el Big Bang. Las que pueden concernir a la sociología son de alcance más modesto, pero no por ello dejan de ser naturales. Ni los promotores urbanísticos ni los diseñadores de puentes y carreteras ni los detentadores de cargos políticos crean la lluvia. Esta, por decirlo así, es una habilidad reservada a los dioses. De modo que, por definición, las inundaciones en terrenos habitados son acontecimientos a la vez sociales y naturales. Y son una forma particularmente conspicua de la interacción sociedad-medio ambiente, que obliga a repensar críticamente la interacción. En particular, el asentamiento humano en zonas inundables.
Si no se hubiera construido ahí…
Igual que el mítico Adán, València y la huerta nacieron del barro. En las llanuras aluviales, los desbordamientos de los ríos y los barrancos generan suelos fértiles. Y, sin duda, eso tuvo mucho que ver con la existencia de asentamientos humanos en la plana litoral. Los primeros ocupantes tuvieron que aprender pronto que, de tanto en tanto, las avenidas causarían destrozos, y también que de esos destrozos renacerían las condiciones de la vida. Sin esa empresa contradictoria, el marjal todavía lo ocuparía todo: mucha biodiversidad, poca sociedad. Se sigue de ello que el argumento “la desgracia ocurre por construir en zonas inundables” es insuficiente: siendo cierto, no explica por qué razón se ha asumido históricamente el riesgo. Resulta necesario añadir algún matiz: por construir excesivamente en zonas inundables, por construir en zonas inundables sin medidas suficientes de prevención y adaptación… O puntualizaciones similares. Así reformulado, el argumento remite a un difícilmente determinable nivel de urbanización óptimo, que sólo puede establecerse tentativamente, mediante revisiones esencialmente cualitativas. En realidad, el punto de equilibrio no existe. La coexistencia del cemento y el fango tiene lugar siempre a través de aproximaciones agónicas, la complementariedad entre ocupación social y fuerzas de la naturaleza es siempre precaria y conflictiva.
Esto no quiere decir que la previsión y la adaptación sean irrelevantes. En los días posteriores al desastre, se ha comentado mucho en el área metropolitana de València el caso de una tienda que ha sido construida en elevación sobre pilares, lo que ha resultado adecuado a las características geográficas de su ubicación. Y se ha lamentado, sobre todo, el daño, víctimas mortales incluidas, que puede atribuirse a la existencia de plantas bajas habitadas y de aparcamientos en sótanos. No quiere decir que la previsión y la adaptación sean irrelevantes, pero sí que la historia se hace a través de contradicciones y que, en ocasiones, avanza a través de contradicciones, en medio de las cuales la vida continúa y a veces incluso prospera (aunque, en otras ocasiones, puede ocurrir justo lo contrario). Lo que conecta con dos temas que son bastante centrales para la sociología ecológica y que, sin duda, deben tenerse en cuenta para un análisis en profundidad de la catástrofe.
El hecho de que la interacción natural-social sea irreductible implica que lo artificial, lo construido, a veces es un remedio y otras veces empeora el mal (Golding, 2002). Después de las lluvias del 1997 en Alacant, las obras emprendidas entonces han contribuido a mitigar los efectos de los temporales. En València, la gran riada del Túria de 1957 golpeó con más dureza por la carencia de infraestructuras de contención. Luego se desvió el tramo final del río construyendo un nuevo cauce más grande que, en 2024, ha mantenido libre de la inundación a la parte de la ciudad que está situada al norte de la mencionada estructura (aunque, según algunos de los análisis iniciales, ha empeorado todavía más la situación al sur de esta). El impacto del episodio de lluvias de 1982 fue trágicamente amplificado por la rotura del pantano de Tous, es decir, no por la ausencia de obras de regulación hídrica, sino por un fallo de estas. Y el pasado 29 de octubre, la amenaza de colapso de dos presas ocupó una parte de la atención de unos organismos de emergencias ya notoriamente sobrepasados. De hecho, en algunos estudios sobre los peligros derivados de la tecnología, la rotura de pantanos ha sido clasificada entre los peligros extremos múltiples, la máxima categoría del riesgo (Hohenemser et al, 1985; ver también varios casos en Gill et al, 2024). Un corolario elemental, entonces, es que conviene no dejarse llevar por la ilusión de que los ríos pueden domesticarse en todas las circunstancias. No es que sea nuevo, porque el debate sobre si es mejor renaturalizar los cauces o armarlos con cemento es uno de los clásicos del asunto. Desde el primer momento después del desastre se está reactivando la propuesta de ampliar con nuevas obras la capacidad de los barrancos (naturalmente -es el signo de los tiempos y de la modernización ecológica- añadiendo una cierta dosis de “infraestructuras verdes”). Un análisis imparcial y atento a los detalles debería contribuir a que se tuviera en cuenta la condición inherentemente problemática de añadir más estructuras construidas en un espacio donde el exceso de estas ha sido uno de los factores significativos de la calamidad.
Otro tema central de la sociología ecológica, el de los límites al crecimiento, va a ser relevante en cualquier estudio de la zona en el futuro inmediato. Ha sido ahora, cuando todo estaba ya urbanizado en la Horta Sud, que los barrancos han obligado a recordar que las casas, las calles, las naves industriales, los centros comerciales y las autopistas son, a fin de cuentas, una concesión suya. Puede que sea una coincidencia casual, porque los expertos dicen que son lluvias de aquellas que sólo ocurren una vez cada cinco siglos y, en cambio, la asfaltización a gran escala se inició en los años sesenta del siglo pasado. Casualidad o no, la tarea de poner en claro si la torrentada ha marcado o no el límite natural al desarrollo está claramente planteada. Tal vez la reconstrucción vuelva a poner todo “como antes”, durante algún tiempo, hasta la próxima vez, pero también es posible que el Poio haya sentenciado: hasta aquí hemos llegado. Los límites del desarrollo, el primer episodio de la cuesta abajo, otra exploración socioecológica pendiente.
¿Cómo puede pasar esto en el siglo XXI?
En el marco del paradigma del desarrollo y la modernización, la revisión que sigue a una catástrofe natural circula siempre por el mismo carril: hay que conseguir que la próxima vez no haga tanto mal, lo que reclama más infraestructuras, más información y más prevención (Llasat, 2024) es una sintética e instructiva muestra de la nueva ortodoxia modernizadora con toques verdes). Porque se supone que, en el siglo XXI, en una sociedad avanzada, esto no puede ocurrir si se hacen bien las cosas. En el núcleo fundamental, la incómoda verdad es que, en esto, el siglo XXI es básicamente igual que el siglo XXI antes de Cristo. En València ha habido, con los datos del 26 de noviembre de 2024, 222 personas fallecidas, y el gobierno autonómico ha reclamado 30.000 millones de euros para financiar la recuperación. En la muy desarrollada Alemania, las lluvias de 2021 causaron 189 muertes, con pérdidas materiales estimadas en 33.000 millones de euros que dieron lugar a un programa de ayudas gubernamentales de 30.000. Las de 1962 (un año malo en esto en distintos puntos de Europa, como mostró dolorosamente la inundación del Vallès), 318 víctimas mortales sólo en Hamburgo (Thieken et al., 2023). En el estado indio de Kerala, cuya población es siete veces la del País Valenciano, las grandes inundaciones de 2024 se han cobrado 534 vidas (Down to Earth, 2024). No es que estas cifras sean especialmente representativas, dado que podrían aducirse comparaciones para apoyar todas las conjeturas, como suele ser el caso con acontecimientos caracterizados por su singularidad. Sí que deberían ayudar, sin embargo, a disolver los prejuicios de la modernización, de la sociología que ha asegurado que la lucha contra la naturaleza sólo es un problema para las sociedades preindustriales (Bell, 1976, pp. 534-535).
Hay buenas razones para mantener que, en el siglo XXI, los fenómenos meteorológicos extremos van a producirse con más frecuencia y mayor virulencia, como uno de los efectos del cambio climático. Y éste es, digámoslo así, un producto de la modernidad, al que a estas alturas ni siquiera se puede tildar de imprevisto. En más de un sentido, los golpes son más temibles y costosos porque hay más desarrollo socioeconómico, no porque no haya bastante (Illich, 2004). Si se excluyen los casos, por el lado social, de lugares concretos donde la pobreza y la indefensión son extremas y, por el lado natural, de perturbaciones de un alcance absolutamente excepcional, es como si hubiera una especie de constante en la que son sobre todo las formas las que cambian: es ahora cuando mueren personas tratando de salvar su coche. En resumen: un criterio sociológico elemental conduce a excluir la convicción de que la riqueza de un país puede ahorrar a sus habitantes los eventuales castigos de los elementos. Las dimensiones de la tragedia del 29 de octubre en València han sido tan grandes precisamente porque se ha tratado de un desastre natural de sociedad desarrollada. En el sentido ya apuntado, de que la elevada temperatura del mar y otros factores de origen antropogénico han coadyuvado muy probablemente al excepcional carácter torrencial de las lluvias. Y, también, en el sentido muy literal de que la comarca de la Horta Sud, donde se han concentrado los daños más severos, adquirió su forma socioeconómica actual con la expansión económica y demográfica iniciada en los años sesenta del siglo XX, concentrando población, industrias, comercios y carreteras en una estructura metropolitana muy densamente urbanizada, que ha ocupado también el espacio en la proximidad de los barrancos y en las llanuras de dispersión de éstos. Ha sido durante el desarrollo cuando se ha alterado la relación entre la ciudad y la huerta que todavía da nombre a la comarca, pese a que subsiste sólo de forma marginal tras una drástica sustitución de los usos del suelo. Donde hubo durante muchos siglos terrenos agrícolas ahora hay asfalto y cemento, lo que sin duda ha caracterizado la última inundación y los daños causados por la misma. Un mes después de la barrancada, los medios de comunicación hablan de coches amontonados, garajes enfangados, escuelas destruidas y maquinaria industrial inutilizada, mucho más que de pérdidas en las cosechas y de impactos contaminantes en la Albufera. El rasgo definitorio, pues, no está constituido por las limitaciones o insuficiencias de la modernidad, sino por los límites al desarrollo. Hay algo en la situación que es muy del siglo XXI: la inundación se ha producido cuando la sociedad industrial se ha adentrado en un estado de translimitación, habiendo traspasado los límites del planeta; y, en consecuencia, la reconstrucción o recuperación va a tener lugar en el contexto de la cuesta abajo (way-down), expresión con la que Odum y Odum (2001) se han referido a un período histórico en el que el impulso ascendente que ha caracterizado a la civilización industrial en los siglos XIX y XX la ha hecho entrar en un estado de insostenibilidad medioambiental, abocándola por tanto a una contracción. La inundación ha sido propia del siglo XXI, haciendo visibles los límites del desarrollo; la reconstrucción también lo será, al tener lugar en el contexto del posdesarrollo, del poscrecimiento.
El contexto mencionado se hará perceptible muy pronto en las cuestiones relativas al urbanismo y a la ordenación del territorio. En su alentadora visión utópica, los Odum han explicado que, en los dos siglos expansivos de la sociedad industrial, la energía abundante y barata ha hecho posibles estructuras urbanas muy concentradas, de densidad extrema, rodeadas de urbanizaciones muy dispersas que han ocupado todo el terreno disponible. Y han añadido que, por el contrario, en un mundo en que la opulencia energética vaya pasando al olvido, en lugar de unos pocos núcleos extremadamente densos habrá más centros de menor densidad, y en lugar de una ocupación muy extensa de la tierra habrá una cierta reconcentración, liberando espacios para cultivos, bosques y lagunas. Al principio, la posibilidad de devolver al agua lo que es suyo, de desandar el camino en busca de un balance menos desequilibrado entre el cemento y el fango, se planteará en artículos e informes académicos. Los síntomas de que el decrecimiento y la “retirada organizada” no están ya muy lejos de hacerse con un sitio en los ámbitos del análisis comienzan a ser abundantes. El concepto de retirada organizada se está aplicando ya a los planes embrionarios de adaptación a la subida del nivel del mar, pero no sería extraño verlo aparecer también en todas las zonas inundables. Más adelante, esas visiones irán impregnando la gestión. De una manera o de otra, nuevas ideas del “urbanismo de la cuesta abajo” irán abriéndose paso. Ahora bien, como las propuestas de recuperación basadas en reponer lo que ya existía, en la obsesión por domesticar a los ríos con más cemento y más sistemas de información y control, seguirán estando presentes, y es incluso probable que al principio sean las más poderosas, las contradicciones en torno a todo esto serán numerosas y su intensidad irá en aumento. Dicho de otra manera: los planes formulados con una cierta conciencia ecológica no sólo van a chocar con los obstáculos erigidos por el desarrollo anterior a 2024, sino también con nuevos obstáculos, nacidos del dinero y las dinámicas de una reconstrucción entendida como más de lo mismo. La comprensión de ese previsible conflicto es otra de las tareas sociológicas que se harán ineludibles.
Más muerte y más barro para unos que para otros
Los primeros datos y análisis de la catastrófica inundación están sacando a la luz algunas temáticas que son propias de lo que viene denominándose “justicia ambiental”, es decir, de la reclamación de que los daños derivados de los fenómenos naturales extremos y de las alteraciones antropogénicas del medio ambiente se distribuyan equitativamente. Cuestiones de equidad intergeneracional, socioeconómica y territorial se revelan significativas desde el primer momento.
La información publicada en las primeras semanas de noviembre apunta a que ser viejo y ser pobre son factores que han amplificado la vulnerabilidad, en especial cuando han coincidido. Vivir en una planta baja, padecer de movilidad reducida, tener limitada la fuerza corporal y experimentar un relativo aislamiento social parece haber sido una combinación fatal en un significativo número de casos. En varias de las poblaciones afectadas, las viviendas más próximas al barranco están ocupadas mayoritariamente por personas económicamente modestas. Y no se trata únicamente del impacto directo del día del desastre; también se trata de la recuperación. La información publicada indica que hay miles de viviendas severamente afectadas, cuando no irremediablemente destruidas o deterioradas. En un contexto de escasez dramática de viviendas asequibles, con precios de compra muy elevados y alquileres absolutamente fuera de control, las dificultades de alojamiento de aquellas personas afectadas que tengan menos dinero en la cuenta corriente y más problemas para acceder al crédito se anuncian muy severas. Los traumas de una mudanza forzosa tienden a agravarse con la edad.
Hay otros factores relativos a la estructura socioeconómica que son asimismo importantes. En los municipios asolados abundan las pequeñas empresas y los trabajadores autónomos, que en no pocos casos van a sufrir dificultades grandes para la recuperación, con efectos que pueden ir desde la destrucción de buena parte del tejido económico comarcal hasta formas específicas de expresión sociopolítica de la desesperación y la ira.
Y, potencialmente, el desequilibrio territorial puede mostrarse conflictivo. Como se ha indicado antes, la Horta Sud es una comarca muy urbanizada. Pero también es una comarca donde las huellas de un desarrollo del territorio muy desordenado, de periferia metropolitana, en una especie de banlieue al estilo mediterráneo, constituyen una forma específica de modernidad. Convendrá seguir atentamente la evolución del resentimiento contra la capital que casi se ha librado de las aguas (gracias al nuevo cauce, se dice, aunque habría que calcular con detenimiento lo que habría sucedido si la crecida del Túria hubiese sido también un caso de aquellos de una vez al milenio).
El 29 de octubre de 2024 hubo en el País Valenciano varias inundaciones. Al menos dos, si se hace una simplificación razonable. Y no todas las consideraciones precedentes serían igualmente aplicables a otras comarcas, entre ellas la Plana de Utiel o la Ribera, para las que serían procedentes análisis particulares en cada caso. Conste la salvedad, si bien aquí no se va a entrar en más detalles.
Gestión del riesgo e irresponsabilidad organizada
Todas las dimensiones de la catástrofe del 29 de octubre van a requerir, a medida que su estudio vaya abordándose en profundidad, una dosis elevada de precisión y agudeza analítica. Es posible que esa exigencia sea máxima en un punto en que se cruzan la gestión del riesgo, la gobernanza con responsabilidades compartidas entre varias instancias, el alcance del autogobierno y la consistencia de la identidad colectiva.
Las inundaciones son un tema recurrente en la sociología del riesgo. En todo el mundo y, por razones poderosas basadas en la experiencia histórica, también en el País Valenciano (Nobert et al., 2015; Aznar-Crespo et al., 2023). Hay cuatro capítulos que pueden distinguirse con cierta facilidad: prevención, información, emergencia y recuperación. En todos ellos se combinan el accidente natural y el riesgo tecnológico (Beck, 1992). En la prevención, en cuanto a las decisiones sobre obras y actuaciones de mitigación y a los planes urbanísticos. En la información, el control del ruido generado por las eventuales disonancias entre fuentes diversas y por la saturación de una presencia en los medios impulsada por la búsqueda compulsiva del link. En la emergencia, por los dispositivos de entrenamiento previo, por la capacidad de coordinar y de traducir la coordinación en acción eficaz, por la agilidad de las intervenciones y por otros factores. En la reconstrucción, por los delicados equilibrios entre capacidad ejecutiva, participación social y democracia en la toma de decisiones.
Todo sumado, hay un tópico de la sociología ecológica que resulta bien ilustrado por la catástrofe: el que insiste en que los conflictos socio-ecológicos o social-naturales hacen tambalearse la fe en que todos los problemas tienen una solución o técnica o política. Tras el desastre, los técnicos alegan que ellos habían proporcionado la información necesaria y que los políticos la ignoraron, no quisieron escucharla o no supieron leerla. Los políticos, por su parte, se defienden, repitiendo que quienes debían advertir del peligro no lo hicieron debidamente, que si actuaron mal fue por defectos o ausencias en la información. Este pasarse la pelota entre la política y la ciencia, que es característico de las respuestas a los problemas medioambientales, está adquiriendo proporciones grandes y formas grotescas tras la inundación, a medida que la exigencia social de encontrar responsables se hace más acuciante.
Es cierto que hay muchas señales de que, por el momento, en la sociedad valenciana, el dilema está zanjado. Es bastante evidente que los días posteriores a la tragedia supuran reproches a la desidia e incompetencia de los políticos. Dependiendo del alineamiento de cada cual, los objetos de la ira son unos, otros o todos. Aunque, como es perfectamente explicable en el fragor de la batalla, el comportamiento y el discurso de los responsables más directos y administrativamente establecidos, localizados en el Consell de la Generalitat, resultan un blanco primario. Más allá de afinidades o confrontaciones ideológicas, es casi una exigencia antropológica primaria que el presidente autonómico, el Sr. Mazón, salga de la escena. Las multitudes que cada día reclaman su dimisión ya han emitido sentencia, tarde mucho o poco en hacerse efectiva: “Mentre ell dinava, el poble s’ofegava” 1 . Descontado este efecto político directo, es probablemente oportuno, para un análisis sociológico, tratar de conseguir un poco de distancia. Quizás algún día, por ejemplo, se aclararán los misterios de la información sobre el caudal del barranco del Poio en las apenas dos horas en que se desencadenó la tragedia.
Agencias de información excesivamente burocratizadas y decididores demasiado incompetentes y absentistas parecen ser una combinación peligrosa. Examinar a fondo si ha habido mucho o poco de ambas cosas, y hasta qué punto han tenido que ver con las dimensiones del desastre, es otra tarea en la que sería oportuno profundizar. Algo parecido se ha descrito en la sociología del riesgo como irresponsabilidad organizada, y ciertamente la expresión suena oportuna (Beck, 1997). Para quien no tenga familiaridad con el concepto: no se trata tanto de culpas individuales como de efectos objetivos de la manera de gestionar los riesgos, de la magnitud de éstos y de la articulación institucional.
Autonomía y, sobre todo, menos subordinación, con medios suficientes
La incompetencia del personal dedicado profesionalmente a la política es un tema complejo. Hay una hipótesis, que lleva años ganando presencia, que postula una especie de selección negativa, que empuja hacia arriba a burócratas obtusos y demagogos simplistas mientras que saca del campo de juego a las gentes más comprometidas y cualificadas. Y que estaría incrementándose en los últimos tiempos. Es una hipótesis difícil de contrastar. Abunda la evidencia inductiva, pero no conviene olvidar que en la historia universal ha habido mandamases de baja calidad para dar y tomar, desde Nerón al general Franco. Se resuelva como se resuelva la cuestión, las capacidades personales en las filas de la derecha valenciana no parecen una explicación suficiente de lo que pasó el 29 de octubre y viene pasando desde entonces. Y, desde luego, suena muy inadecuado suponer que el problema radica en alguna característica inherente a la organización autonómica del estado. Quien albergue dudas al respecto debería reparar en quién ha ganado el derecho a ocupar la máxima magistratura del país más desarrollado y poderoso de la Tierra.
En los años de la transición, entre la muerte del dictador y la Constitución del 78, la implantación de un régimen autonómico en las nacionalidades y regiones fue objeto de toda clase de análisis y debates. En el País Valenciano, el proceso en esa dirección fue notablemente conflictivo, abriendo grietas que no se han cerrado todavía.
Uno de los argumentos que fue muy invocado entonces, y ha seguido siéndolo, por quienes defendían la configuración de un Estado autonómico, es que el autogobierno implica más proximidad a los problemas y, por tanto, una mayor sensibilidad a lo peculiar y específico de cada caso. El otro argumento principal fue el de la congruencia con los sentimientos de identidad colectiva y con la diversidad lingüística y cultural. Ambos argumentos tienen una incidencia mutua complicada: a veces se refuerzan el uno al otro; a veces, el primero ha sido una manera de reducir el impacto del segundo en la vida política y cultural, disolviéndolo en las múltiples encarnaciones del “café para todos”.
En el País Valenciano (aunque seguramente no sólo en él) ha habido tendencias regresivas en ambos aspectos. Poco a poco, la proximidad física muta en desconexión y alejamiento emocional cuando el futuro político en las estructuras de la autonomía depende más de mantener la aprobación de los jefes en Madrid que de mantener las antenas atentas a los latidos de la ciudadanía. Poco a poco, el oportunismo y el bajo compromiso con la propia identidad hace proliferar las rutinas abstractas e intercambiables. La vieja desconfianza respecto a las autonomías provoca que, en la realidad, casi todas las competencias sean compartidas; y, en un contexto así, la parte subalterna tiende a instalarse en la desidia y a esperar que la parte dominante, la que de verdad importa, la que de verdad tiene recursos y presupuesto, se haga cargo. Es posible (habría que estudiarlo y debatirlo más de lo que se ha hecho hasta ahora) que una autonomía infrafinanciada y entrenada en la subalternidad se deslice demasiado fácilmente por la pendiente de la inoperancia. Pero atribuir esta tendencia degenerativa al principio de subsidiariedad y a la existencia misma de la autonomía es abusivo y oportunista. En pocas palabras: transferir la competencia de gestionar emergencias y mantener centralizados los medios para hacerlo es una combinación equívoca, plausiblemente inconveniente. Tal vez confundir protección civil y ejército no es tan buena idea. Profundizar en la comprensión de hasta qué punto en la fatídica jornada del 29 de octubre y en las semanas posteriores ha influido algo de esto es también una tarea pendiente.
Puede parecer que las dos dimensiones mencionadas, proximidad e identidad, están poco relacionadas entre sí; sin embargo, algunos aspectos de la reacción al desastre se comprenden mal si no se examinan desde esa doble perspectiva. Lejos de València, seguramente, es difícil de entender que, en su intento de frenar la enorme movilización ciudadana del 9 de noviembre, la estruendosa protesta en las calles contra una gestión masivamente percibida como negligente y culposa, el gobierno autonómico recurriese a atacar públicamente a las entidades sociales convocantes tildándolas de “catalanistas”. Lejos de València puede ser difícil de entender; en València, en cambio, se entiende demasiado bien.
Que suene la alerta, sin embargo. Porque una catástrofe natural trágicamente dañina incidiendo en una identidad colectiva precaria y herida puede abrir la puerta a escenarios incontrolables, que pueden ser de liberación o de regresión, nadie puede saberlo aún.