Miriam nació en Tarija (Bolivia) hace 47 años, y lleva 25 viviendo en Argentina. Migró junto a su pareja y una hija bebé, buscando una mejor vida. Pasaron por distintas provincias haciendo temporadas como peones agrícolas. En el camino tuvieron 3 hijos/as más. Actualmente son productores hortícolas, alquilan una quinta en La Plata donde cultivan todo tipo de hortalizas. En verano, su jornada empieza a las 3-4 de la mañana, y no termina hasta las 10-11 de la noche. Cuando no está en la quinta, está cocinando, lavando, atendiendo a los chicos o alimentando a las gallinas. No para, y aún así apenas les alcanza para mantenerse. Su marido también trabaja sin descanso… pero sobre sobre eso sabemos mucho más. Qué pasa dentro de los hogares, cómo se organizan los cuidados, cómo viven, qué piensan y qué sienten las mujeres que trabajan la tierra, en cambio, es un tema que ha permanecido más inexplorado.
En este artículo abordamos las trayectorias laborales de “mujeres quinteras”, aquellas mujeres que trabajan junto a sus familias en la horticultura argentina, para analizar las particularidades que adopta en este sector productivo la división sexual del trabajo. Nos preguntamos cómo afectan las relaciones de género al desarrollo de las trayectorias hortícolas de las mujeres, incluyendo dimensiones como la conciliación entre estrategias productivas y reproductivas, las negociaciones al interior del hogar y la pareja, o los usos del tiempo. Cabe destacar que dichas trayectorias se enmarcan en una modalidad de trabajo familiar caracterizada por una intensa movilidad social y geográfica.
A partir del análisis empírico de un caso específico, la horticultura en el Gran La Plata (Buenos Aires), procuramos advertir cómo la naturalización e invisibilización de las posiciones subordinadas que las mujeres ocupan en el marco del orden heteropatriarcal y su institución matrimonial afectan, de manera estructural, sus posiciones individuales en el mercado de trabajo y en la estructura social.
La relevancia de esta investigación radica en que, si bien los procesos de movilidad social en la horticultura argentina han sido ampliamente estudiados a través de la idea de “escalera boliviana” (Benencia, 1997; Benencia y Quaranta, 2006), estos se han basado en las experiencias de los varones-productores-jefes de familia, incurriendo en sesgos androcéntricos y productivistas. Así, generalmente se ha invisibilizado tanto el lugar ocupado por las mujeres, como la interdependencia entre la esfera productiva y la doméstica.
Desde una mirada feminista enfocamos el análisis en las trayectorias de las quinteras, recuperando su voz y experiencias respecto de la organización del trabajo. Además, buscamos problematizar los análisis preexistentes incorporando una mirada amplia de trabajo y considerando a las mujeres como sujetos autónomos en el marco de los vínculos familiares. Cabe destacar que, en el contexto latinoamericano, son escasas las investigaciones que incorporan un marco conceptual de la economía feminista para abordar las desigualdades en el ámbito rural (Linardelli y Pessolano, 2021).
El trabajo de campo se basó en la reconstrucción de historias de vida de 16 mujeres quinteras; y en una inmersión etnográfica entre 2015-2020, con observaciones participantes durante el proceso de trabajo en las quintas y en distintas instancias formativas y de organización gremial en el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE)-Rama Rural 1 .
El artículo se estructura de la siguiente manera. En primer lugar, introducimos las principales características del territorio hortícola platense y la forma en que han sido abordados los procesos de movilidad. A continuación, revisamos los principales antecedentes sobre género y trabajo en ámbitos rurales, y presentamos los conceptos que utilizamos para abordar la horticultura platense desde la economía feminista. El tercer apartado explica la metodología de la investigación, mientras el cuarto apartado está dedicado al análisis de las trayectorias hortícolas de las mujeres quinteras. Destacamos, en distintos subapartados, los recorridos de movilidad ascendente, de descenso y de reproducción social. Por último, en las reflexiones finales recapitulamos los principales hallazgos de la investigación.
Contexto social y productivo: la horticultura platense
En el partido de La Plata, ubicado en el Gran Buenos Aires, a 60km de la capital del país, se extiende el cinturón hortícola más grande y competitivo de Argentina (ver figura 1). Allí se ubican más de 4.000 establecimientos productivos, donde viven y trabajan más de 10.000 personas, que abastecen de alimentos frescos al Área Metropolitana de Buenos Aires, donde reside 1/3 de la población nacional (15 millones de personas). Esto contrasta con la precariedad e informalidad que caracterizan a la horticultura, y que llevan a las familias a vivir en condiciones de vulnerabilidad y superexplotación (Ambort, 2017; Benencia et al., 2021).
La horticultura es una actividad que en Argentina (y en La Plata particularmente) se encuentra protagonizada por migrantes de origen boliviano, quienes gestionan pequeñas unidades productivas de forma familiar a través del arrendamiento de las tierras. Debido a un proceso de recambio étnico y generacional los antiguos productores (fundamentalmente migrantes italianos o portugueses) fueron abandonando la actividad, tanto porque sus hijos/as ya no querían dedicarse a la agricultura, como por las consecuencias de la crisis desatada en 2001, alquilando las tierras a sus antiguos/as peones/as y medieros/as 2 (mayoritariamente bolivianos/as de origen campesino). Estos profundizaron el proceso de especialización productiva en marcha, adoptando el paquete tecnológico asociado al invernáculo, y generando así una intensificación del uso del suelo y de la demanda de mano de obra (García, 2011). Así fueron llegando nuevos/as trabajadores/as de origen boliviano, contactados/as a través de redes de parentesco y paisanaje, convirtiéndose en la fuerza de trabajo predominante y ocupando de manera dinámica las distintas posiciones de la estructura social hortícola (trabajadores-productores-comerciantes). Esta intensa movilidad social y geográfica, no se dio solo en La Plata sino en distintos territorios productivos del país, dando lugar a lo que se denominó como la “bolivianización” de la horticultura (Benencia, 2006).
El proceso de diferenciación de las familias campesinas bolivianas como productoras integradas a los mercados capitalistas ha sido caracterizado a través de un proceso denominado como “escalera boliviana” (Benencia, 1997; Benencia y Quaranta, 2006). En este esquema (ver figura 2) los distintos escalones suponen posiciones y estrategias diferenciadas en relación a los factores productivos (tierra, trabajo, capital).
En este proceso de movilidad ascendente se conjugan estrategias campesinas (como el empleo de fuerza de trabajo familiar, la producción para el autoconsumo o el mantenimiento de una vida austera) y capitalistas (una racionalidad mercantil orientada por la lógica de la ganancia y la búsqueda de acumulación de capital, el endeudamiento, la inversión en tecnología o la intensificación productiva); con un fuerte entramado de redes de parentesco y paisanaje que proveen información, contactos, techo y trabajo en distintos destinos del país (García, 2011).
Aportes posteriores han dado cuenta de que la movilidad no siempre es ascendente (Karasik, 2013), sino que es posible encontrar diversos recorridos, tanto en sentido vertical como también espacial-horizontal, frente a la escasez de tierras productivas disponibles (Rivero Sierra y Álamo, 2017).
Sostenemos que, en general, estos análisis han incurrido en sesgos androcéntricos y productivistas, tomando como referencia la experiencia del varón-productor-jefe de familia para analizar la movilidad social del grupo familiar, y considerando únicamente a la esfera productiva (relación con los medios de producción, posición en la relación capital-trabajo). Comparativamente, son menos y más recientes los estudios que abordan la horticultura desde una perspectiva de género. Podemos mencionar aquellos que incorporan una mirada interseccional (Moreno, 2022; Trpin y Brouchoud, 2014), comparando las trayectorias de varones y mujeres (Ataide, 2019) o bien visibilizando el trabajo de las mujeres en las quintas, señalando la existencia de una “triple jornada laboral” (Insaurralde y Lemmi, 2020), y la simultaneidad espacio-temporal de sus actividades productivas y domésticas (Ambort, 2022).
En este artículo profundizamos en esta línea interpretativa, analizando las experiencias de movilidad social desde una perspectiva de género y a través de una mirada cualitativa y diacrónica. Para ello, recuperamos algunos antecedentes desde la sociología y antropología del trabajo sobre mujeres en el ámbito agrícola, y algunas herramientas teórico-conceptuales de la economía feminista.
Miradas feministas para pensar el trabajo agrario
Esta investigación retoma y se inserta en una fructífera tradición académica abocada al estudio de la división sexual del trabajo en contextos rurales (Agarwal, 1999; Deere y León, 2002; Farah Quijano, 2008; Logiovine y Bianqui, 2024; Narotzky, 1988), así como a la feminización del trabajo en los enclaves de la agricultura globalizada, tanto en Latinoamérica (Barbosa Cavalcanti et al., 2002; Bendini y Bonaccorsi, 1998; Deere, 2005; Lara Flores, 1995; Mingo, 2011) como en Europa (de Castro et al., 2020; Moreno Nieto, 2016; Reigada-Olaizola, 2012).
Bajo esquemas de autoridad patriarcal el trabajo de las mujeres (remunerado o no remunerado) es considerado como una “ayuda” (Narotzky, 1988), y los trabajos domésticos y de cuidados son naturalizados como tareas propiamente femeninas, y desvalorizados (Benería, 1981). Estos trabajos pioneros, desde la economía y la antropología feminista, han dado cuenta de la interdependencia entre producción y reproducción, desnaturalizando la idea de familia como una unidad armónica, y poniendo de relevancia las jerarquías y relaciones de poder entre sus miembros. Así, los análisis que incorporan una perspectiva de género a los estudios agrarios revelan la yuxtaposición de tareas realizadas por las mujeres (Farah Quijano, 2008), así como la invisibilización y desvalorización del trabajo femenino, sobre todo cuando la esfera productiva y doméstica se encuentran en el mismo lugar y son difíciles de diferenciar, como es el caso de la agricultura familiar (Logiovine y Bianqui, 2024). Asimismo, han señalado las desigualdades persistentes en la ruralidad derivadas del restringido acceso de las mujeres al control de los factores productivos, fundamentalmente la propiedad de la tierra (Deere, 2012).
Por otro lado, las modernizaciones productivas desplegadas bajo el régimen agroalimentario corporativo (Delgado Cabeza, 2010) han determinado que en los enclaves globalizados, dominados por las corporaciones transnacionales, el único factor de producción que se puede controlar es la fuerza de trabajo, propiciando un proceso de sustitución étnica y sexual de la mano de obra. Se busca contratar trabajadores/as cada vez más flexibles y vulnerables (Lara Flores, 1995), dispuestos/as a aceptar condiciones laborales precarias (aunque en ocasiones legales, como los sistemas de contratación en origen) (Reigada-Olaizola, 2012), institucionalizando el sexismo y el racismo en el mercado de trabajo a través de condiciones de superexplotación (es decir, el trabajo se remunera por debajo de su valor, como estrategia adicional de acumulación de capital) (Marini, 1973).
En ese marco, los puestos laborales asociados a tareas “naturalmente femeninas” como la cosecha o la manipulación (por requerir más delicadeza, paciencia o agudeza visual) son destinados a las mujeres, y son también los más devaluados, flexibles, temporarios y peor remunerados (de Castro et al., 2020). Los estudios muestran, además, que la flexibilidad y temporalidad no son una elección, sino que reflejan la desigualdad en el trabajo familiar, dando cuenta de la sobrecarga laboral doméstica de las mujeres.
En Argentina también se reproducen estas lógicas de segregación laboral por género asociadas a las producciones intensivas de exportación, fundamentalmente en el sector frutícola, como las uvas en Mendoza (Mingo, 2014), o las peras y manzanas o los frutos rojos en la Patagonia (Bendini y Bonaccorsi, 1998). En el caso de la horticultura, por otra parte, si bien se ha dado un proceso de especialización e intensificación productiva, la dispersión en pequeños establecimientos bajo arrendamiento ha determinado que el disciplinamiento de la fuerza de trabajo no sea solo a través del asalariamiento, sino mediante una superexplotación autoadministrada, al alcanzar la posición de productores/as familiares. Esta particularidad (derivada del proceso de sustitución étnica y generacional que mencionamos) supone la conjunción de ambas dinámicas en la organización del trabajo: la superexplotación propia de los enclaves productivos, pero ejecutada en el marco de las dinámicas de la agricultura familiar. Esto otorga algunas especificidades a la división sexual del trabajo y a los recorridos de movilidad social de las mujeres en las quintas hortícolas, aunque no ha sido particularmente abordado por la literatura especializada, por lo cual constituye el foco principal de este análisis.
Herramientas conceptuales desde la economía feminista
La economía feminista procura realizar aportes científicos que visibilicen el carácter productivo (y esencial y subsidiario para el funcionamiento del resto del sistema capitalista) de las tareas de reproducción social no remuneradas (trabajo doméstico y cuidados), históricamente invisibilizadas por los análisis económicos hegemónicos. Sus aportes se orientan a construir una disciplina económica enfocada en la sostenibilidad de la vida y no solo en los procesos de acumulación de capital, descentrando los mercados y poniendo la vida en el centro (Pérez Orozco, 2014).
El análisis de las trayectorias hortícolas de las mujeres quinteras desde una mirada feminista nos introduce en el análisis de la división sexual del trabajo al interior de los hogares (Benería, 1981). Para ello adoptamos una concepción amplia de trabajo (Torns, 2008), incluyendo no solo los procesos productivos sino su interdependencia con la esfera reproductiva (incluye tanto la reproducción biológica como la social, comprendiendo todo el trabajo doméstico y los cuidados que garantizan la supervivencia).
Por su capacidad biológica de gestar, parir y amamantar, el resto de tareas reproductivas son asignadas a las mujeres de forma naturalizada, desvalorizada y sin remuneración. Esto favorece una ideología que disciplina los cuerpos y las mentes para considerar el trabajo doméstico, emocional y sexual realizado por las mujeres como una tarea menor y no digna de reconocimiento, además de una obligación moral (Federici, 2013).
Desnaturalizar la sexualización del trabajo doméstico y los cuidados como actividades incuestionablemente femeninas, permite visibilizar cómo esta doble jornada laboral inviste una transferencia de valor desde la esfera reproductiva hacia la productiva (Rodríguez Enríquez, 2015). Al dar cuenta de lo económicamente significativas que son las relaciones de género se evidencia el aporte sustancial que estas actividades feminizadas representan para la acumulación de capital, a modo de ahorro y de reproducción de fuerza de trabajo (Federici, 2010), así como su carácter esencial para la sostenibilidad de la vida (Pérez Orozco, 2014).
Para abordar la división sexual del trabajo analizamos los procesos de distribución de poder y de recursos que se dan al interior de las familias, sobre todo cuando sus miembros, además de convivir, trabajan juntos (Benería, 2008). Asumir que las familias son más bien terreno de tensiones y de negociación -rompiendo con la idea clásica de familia como unidad armónica-, nos permite indagar en los procesos que dan lugar a la división sexual del trabajo, los usos del tiempo y la asignación diferenciada de recursos entre los distintos miembros del grupo familiar. A partir del enfoque de la negociación y el concepto de conflictos cooperativos (Agarwal, 1999; Deere, 2012) se incorporan al análisis las relaciones de poder y las distribuciones desiguales e injustas de tareas que se reproducen al interior de las familias, sin dejar de comprenderla como una unidad que se propone gestionar el bien común y que funciona cohesionadamente.
Particularmente, la idea de “posición de retirada”, entendida como “la posibilidad de que la persona sobreviva fuera del hogar si hubiese una ruptura en las relaciones matrimoniales o en la unión, o por la posición económica en que quedaría la mujer si tal situación llegara a ocurrir” (Deere, 2012, p. 93), ilumina en nuestro análisis la manera en que las mujeres quinteras despliegan distintas estrategias de negociación a lo largo de sus trayectorias laborales y familiares.
Los elementos que constituyen la posición de retirada son: la propiedad y control de activos económicos (tierras), su acceso al trabajo y otras fuentes de ingreso, y la posibilidad de acceder a recursos y apoyo (económicos, sociales, emocionales) de la familia extendida o de la comunidad. Así, mientras más posibilidades tenga la persona para desarrollarse por fuera de la unidad doméstica, mayor será su poder de negociación e influencia dentro del hogar, y mayor será su autonomía económica. Esta autonomía supone, para las mujeres, la posibilidad de salir de una relación conyugal insatisfactoria o decidir inclusive si casarse o no hacerlo.
Este marco conceptual nos permite abordar las trayectorias laborales de las mujeres quinteras prestando atención no sólo a la esfera propiamente productiva (qué, cómo, cuánto y dónde se produce), sino a cómo esta se entrelaza de manera interdependiente con la esfera reproductiva, en la que incluimos tanto la composición y el ciclo de vida familiar, como las estrategias para garantizar cotidianamente su bienestar a través de las tareas domésticas y de cuidado. Así, incluimos otras variables en el análisis, como la conciliación familiar y los acuerdos establecidos al interior del hogar en relación a la división sexual del trabajo y los usos del tiempo; o la diferenciación entre redes sociales propias o del cónyuge, a la hora de entender su importancia en las experiencias de movilidad de las mujeres y sus márgenes de autonomía en el proceso.
Metodología de la investigación
Para realizar esta investigación partimos de un enfoque metodológico cualitativo y un diseño de investigación flexible. Como mencionamos, buscamos comprender las desigualdades sociales inherentes a los procesos de movilidad que se reflejan en las trayectorias. Para ello nos basamos en el enfoque biográfico, y reconstruimos las historias de vida de 16 mujeres quinteras del Gran La Plata.
El enfoque biográfico (Bertaux, 1990) parte de la premisa de que es posible comprender distintos problemas de la realidad social a partir de las historias de vida de los individuos, en las cuales se articulan los condicionamientos objetivos con sus representaciones subjetivas, decisiones y acciones a lo largo del tiempo. Poniendo énfasis en la perspectiva del actor, se recuperan sus interpretaciones respecto de los hechos y relaciones ocurridas en el marco de la interacción social; y se busca reconstruir, desde su propia mirada, la forma en que comprenden la realidad social (Muñiz Terra, 2018).
El análisis biográfico incluye la sucesión de eventos vitales y situaciones experimentadas por los actores sociales, que van delineando un “recorrido” y configurando el entrecruzamiento de diferentes esferas de la vida a lo largo del tiempo (Bertaux, 1990). La técnica metodológica específica para realizar este análisis es la entrevista biográfica, en la cual el sujeto es revalorizado en tanto objeto de la investigación, poniendo en el centro del análisis sus trayectorias vitales y sus interpretaciones respecto de esas vivencias y del tiempo histórico en el cual tuvieron lugar (Arfuch, 2002).
Analizamos particularmente historias de vida de mujeres buscando completar el vacío que identificamos en la literatura, dando voz a un sujeto históricamente silenciado. El hecho de ser “esposas”, cuyo trabajo es invisibilizado en el marco de una actividad organizada familiarmente; de ser mujeres migrantes, de ascendencia indígena, en un país que se piensa a sí mismo como eminentemente “Blanco”; y de realizar uno de aquellos trabajos que (aunque esenciales, como la agricultura) la población nativa no está dispuesta a realizar por sus condiciones de extremo sacrificio; nos lleva a apostar por un análisis interseccional de sus trayectorias.
La interseccionalidad (Hill Collins, 2015; Magliano, 2015) se presenta como el camino epistemológico y metodológico para analizar cómo género, raza, clase, sexualidad u otras expresiones de la desigualdad, se imbrican para dar lugar a formas corporizadas y concretas de subalternidad y resistencia (Vazquez Laba, 2012). Aunque cabe destacar que en este trabajo, por una cuestión de extensión, otorgamos una centralidad al género por sobre las demás dimensiones.
La investigación sobre estas historias de vida se enmarca, a su vez, en un proceso más amplio de militancia, en el cual me impliqué de forma comprometida con la organización social y gremial del sector hortícola en La Plata, participando de asambleas, reuniones, talleres, visitas a las quintas, movilizaciones, fiestas, etc. durante 5 años. Así, el conocimiento producido en las entrevistas biográficas se vio ampliamente complementado con las experiencias vividas a lo largo de años de convivencia con muchas familias del sector, y de distintas situaciones en las cuales realicé registros de observación participante.
La manera en que los distintos ejes de opresión se intersectan en las vidas de las mujeres quinteras, hace que se configuren como un actor social de difícil acceso para realizar una investigación social. Las distancias sociales y simbólicas entre nosotras, producto del origen de clase, étnico-racial y migratorio, así como su predominancia en el ámbito privado bajo un fuerte mandato patriarcal, determinaron que los vínculos de confianza establecidos a través de la organización fueran un elemento clave para acceder a entrevistarlas. Si bien esto podría incurrir en un “sesgo”, ya que todas las entrevistadas pertenecían al MTE-Rural, esta decisión metodológica también tuvo como fundamento una postura ética, dado que en estos encuentros se abordaban aspectos íntimos y, muchas veces, dolorosos de sus vidas. Dicho marco de confianza permitía no solo que estas cuestiones emergieran en el relato con naturalidad, sino también escucharlos desde una posición de complicidad y contención que trascendía el momento de la entrevista.
La muestra está compuesta por 16 historias de vida, que conforman un conjunto heterogéneo dentro de las características que las agrupan en tanto mujeres quinteras, en el Gran La Plata. Sus principales características se encuentran resumidas en la tabla 1. Allí incorporamos las dimensiones relevantes al análisis de sus trayectorias, incorporando elementos relativos a la migración, a la familia y el trabajo.
Tabla 1 Características de las entrevistadas
El rango de edad va de los 28 a los 52 años. Todas nacieron en Bolivia, en el seno de familias campesinas muy pobres. La mayoría se empleó en el servicio doméstico cama adentro siendo muy jóvenes y luego migraron hacia Argentina para trabajar en la horticultura. Algunas siendo solteras, junto a hermanos/as o primos/as, aunque la mayoría como esposas, tanto en parejas recientemente conformadas, como con parejas consolidadas y con hijos/as. En la tabla 1 se encuentran ordenadas en función de sus recorridos de movilidad (mayoritariamente ascendentes, aunque también descendentes o de reproducción social) por la estructura hortícola. Veamos cómo se desarrollaron sus trayectorias.
Análisis de trayectorias: la “escalera boliviana” desde la voz y el cuerpo de las mujeres
En este apartado analizamos las trayectorias hortícolas de las mujeres quinteras, recuperando su protagonismo como agricultoras y su propia reflexividad respecto de los procesos de movilidad social. Conservando la estructura de la “escalera boliviana”, proponemos un análisis que incorpora nuevas dimensiones relacionadas con la división sexual del trabajo: interdependencia entre las dimensiones productiva y reproductiva del trabajo, composición y momento del ciclo de vida familiar; estrategias de conciliación, usos del tiempo.
En primer lugar, presentamos el esquema de escalera boliviana elaborado a partir del trabajo de campo (ver figura 3), y que permitió reconstruir distintos tipos de trayectorias laborales de ascenso, reproducción y descenso por la estructura hortícola.
En este esquema conservamos los escalones principales (peona, mediera, productora-arrendataria, comerciante sin producción primaria), y los diversificamos a su interior en función de las distintas modalidades explicadas por las entrevistadas.
Tanto la categoría “peona” como la categoría “mediera” responden, en el marco de la relación capital-trabajo, al polo del trabajo. Se diferencian por la forma de contratación y de remuneración, que puede ser asalariada, a destajo, o un porcentaje variable de las ventas. Como la mayoría de los acuerdos son “de palabra”, los derechos y obligaciones de cada parte son variables; pero en última instancia, el trabajo a porcentaje encubre lo que debería ser, en realidad, una relación salarial, trasladando los riesgos de la producción hacia quienes trabajan. El pasaje de mediera a productora implica un cambio de posición en los términos de la relación capital-trabajo. Ser productoras, arrendar tierras y trabajar por su cuenta implica, en primer lugar, dejar de tener patrón, e incluso en ocasiones, convertirse en patronas. Las obliga a tomar las riendas del proceso productivo, planificar, realizar inversiones, asumir todos los riesgos; y también incursionar en la comercialización.
Las trayectorias ascendentes por la escalera configuran los casos típicos y más frecuentes; mientras las trayectorias de descenso y de reproducción social se presentan como desviaciones, que permiten comprender las particularidades que obturan la aspiración de ascenso social que permea todos los relatos y fundamenta los movimientos laborales y migratorios.
Avanzar cueste lo que cueste: trayectorias hortícolas ascendentes
En las trayectorias ascendentes las quinteras y sus familias van escalando posiciones a lo largo de la escalera, pasando de ser peonas y/o medieras a productoras-arrendatarias, ganando márgenes de autonomía en la estructura hortícola y, en teoría, avanzando en un proceso de capitalización.
Al igual que las vidas campesinas que dejaron atrás al migrar hacia Argentina, el trabajo hortícola es duro y muy sacrificado. La búsqueda constante de mejorar las condiciones de vida y de trabajo rompen con la lógica campesina de supervivencia e introducen una racionalidad mercantil, orientada por la búsqueda de ganancias y acumulación de capital. En ese marco, la posibilidad de ascender hacia los peldaños más altos de la escalera está dada por la asunción de riesgos, la inversión en tecnología y el endeudamiento. No obstante, para la mayoría la acumulación de cierto capital para independizarse como productoras se obtiene mediante estrategias campesinas como el ahorro a través de la autoexplotación, el empleo de fuerza de trabajo familiar (no remunerada), la contracción del consumo y el mantenimiento de una vida austera (García, 2011).
Así, más allá de la movilidad ascendente que permite pasar de vender fuerza de trabajo bajo patrón a poseer los medios de producción (controlando el proceso productivo, los tiempos de trabajo y las ventas); observamos que las condiciones de superexplotación, precariedad y vulnerabilidad persisten (Ambort, 2017). Las jornadas de trabajo superan las 12hs diarias, muchas veces se ejecutan de madrugada, a la intemperie, y con remuneraciones que apenas alcanzan para sobrevivir. Las viviendas suelen ser de madera, chapa y plástico, sin agua corriente ni potable, sin calefacción, a veces con suelo de tierra, y sin baño.
“Trabajábamos por horas. Pero el encargado, el capataz, era jodido. (…) nos poníamos a trabajar, hasta que se nos ampollaban las manos (…) Y muchas veces te trataba bien, muchas veces te trataba mal (…) Y tenés que aguantar. Todo por el trabajo. (…) Nos dieron así una piecita bien chiquita donde no tenía nada. No teníamos ni colchón, ni cocina, ni ollas, ni nada. Nada de nada. ¡Nada! Dormíamos en las jaulas, (…) las volcamos y las dos colchas que trajimos.” (E19, Delicia, sobre su primer trabajo como peona)
Trabajar bajo patrón implica tolerar maltratos, control y humillaciones; trabajar por cuenta propia supone ejercer la autoexplotación de toda la familia en pos de reinvertir en la producción, manteniendo condiciones de vida muy precarias.
“Y acá siempre me tuve que acostumbrar a vivir en casas de madera y lo sigo sufriendo. (…) Y en la quinta también sufro mucho porque el frío, a veces mucho calor, y llevar a la nena a la quinta, se ensucia, después a la tarde, cansados… ni podés, no tenés ganas de hacer nada, ni de hacer cena, ni nada. Te vas y querés descansar y listo. Y por ahí aparte la mujer que como que trabaja doble…” (E14, Gabriela, productora-arrendataria con medieros)
Además de estas dimensiones que ya fueron exploradas por otros estudios (García, 2011), observamos que una constante en toda la escalera es la feminización de los trabajos domésticos y de cuidados, lo cual implica una doble jornada laboral para las mujeres, quienes trabajan a la par de sus parejas en las quintas, pero son las únicas responsables de las tareas del hogar, el cuidado infantil y la crianza. Este trabajo, no remunerado y frecuentemente invisibilizado e infravalorado en el marco del hogar, es el que garantiza la reproducción cotidiana e intergeneracional de la fuerza de trabajo, sosteniendo el bienestar del grupo familiar en condiciones muy rudimentarias. Sintetizamos esta división sexual del trabajo a partir de dos figuras típico-ideales: el “marido-patrón” y la “esposa-cuidadora”, que ejemplifican la manera en que se manifiestan las relaciones de poder y se organizan la economía doméstica y la conciliación entre producción y cuidados.
En los relatos de las entrevistadas el trabajo doméstico es considerado por ellas como un trabajo, y explicitado de ese modo. Cuando les pido que me cuenten cómo es un día laboral, en su explicación intercalan tareas productivas, domésticas y de cuidados. Esto no siempre sucede con lo que los hombres entienden por “trabajo”. En el caso de Cyntia, su marido es un agricultor más experimentado que ella, entonces siempre le recalca que él trabaja más y mejor en la quinta. Pero, además, desprecia el tiempo y esfuerzo que ella dedica al resto de tareas y a la crianza de sus dos hijos, quejándose de que no trabaja lo suficiente. No obstante, juntos han conseguido pasar, en 4 años, de trabajar en porcentaje a alquilar una quinta por su cuenta:
-Y los dos hacemos. Si tenemos que hacer perejil, estamos los dos. O si una vez él tiene que hacer alcaucil, va él y yo voy a pelar verdeos. Sino él está curando, yo estoy cocinando.
-(risa tímida) Ah, no ¡yo hago todo! (…) A veces me canso. Y peleamos porque a veces estoy lavando ropa, y después tengo que ir a la quinta, y me dice que ‘¿Por qué no has ido?’ Y yo le digo ‘Porque estaba lavando ropa’ ‘¡Ah, eso no es nada!’ No lo valora.” (E20, Cyntia, productora arrendataria)
El ejemplo de Cyntia pone de manifiesto cómo, en el marco de los acuerdos familiares, el hombre se comporta como un marido-patrón. Él actúa en el ámbito productivo y doméstico como un jefe: es quien toma la mayor parte de las decisiones, se encarga de repartir las ganancias, y generalmente ocupa este lugar a través de la imposición y/o el miedo, ejerciendo distintas formas de violencia (psicológica, económica o incluso física). Ella trabaja a la par de él en la quinta, pero su rol primordial, aunque denigrado, en la familia es el de esposa-cuidadora. Cyntia explica que él justifica su superioridad por su fuerza masculina y por su saber técnico como agricultor, y que a partir de allí, entiende que le corresponde la gestión del dinero familiar (que considera como propio). En su acuerdo patrimonial, han comprado un auto último modelo que está a nombre de él, y un terreno en Bolivia que está a nombre de ella, con el objetivo de que quede como herencia para los hijos. Por otro lado, la inferiorización que él ejerce como forma de violencia psicológica, la lleva a ella a que, para no sufrir represalias por haber hecho o dicho algo “equivocado”, participe cada vez menos de las decisiones productivas, e incluso de las domésticas, delegando en él hasta la compra de la comida, y dejándola claramente en una situación de dependencia económica:
“-‘Vos no trabajas’, me dice. ‘No tienes la misma fuerza que yo. Y ese lote que hemos comprado, no te lo merecés. Porque es mayormente trabajo mío.’ Y entonces yo le digo ‘Pero igual, crío a tus hijos’. Y discutimos…
(…) porque si yo por ahí hablo, después me dice ‘Ah, por tu culpa. Vos me has dicho esto’. Entonces no digo nada.” (E20)
En este contexto de ejercicio de la autoridad patriarcal, sostenemos que las condiciones de acumulación para el ascenso social dependen de una transferencia de recursos desde la esfera doméstica y reproductiva hacia la productiva, realizando inversiones en tecnología (invernaderos, semillas híbridas, sistemas de riego, maquinaria); relegando la inversión en el bienestar de la familia (considerada como un gasto) y manteniendo condiciones de vida cercanas a la supervivencia, que son “sostenidas” con el esfuerzo de las mujeres, a contraturno del trabajo “productivo”. Así, el tiempo de trabajo y el esfuerzo dedicado a la realización de las tareas domésticas, de forma precaria y rudimentaria, y a contra jornada del trabajo “productivo”, es lo que subsidia y garantiza, en última instancia y de manera invisibilizada, la producción y abastecimiento de alimentos frescos.
Cuando las mujeres se encuentran en una situación de dependencia al interior de la pareja, observamos que un ascenso por la escalera puede no significar para ellas una mejora en sus ingresos o en sus condiciones de vida y de trabajo. Por el contrario, convivir con un marido-patrón acentúa la doble jornada laboral femenina en un contexto de tensión y desvalorización, a la vez que limita su acceso a los recursos económicos, manteniéndolas en una situación de supervivencia, aun cuando el emprendimiento hortícola es rentable.
La mirada diacrónica sobre las historias de vida nos permite comprender la aceptación naturalizada de estos roles como parte de la sedimentación de experiencias vividas, signadas por múltiples violencias y prácticamente nulas vivencias por fuera de los roles establecidos asociados a la maternidad y los cuidados. Si bien estamos generalizando y existen variaciones de un caso a otro, la conjunción de convertirse en esposa, ser una migrante reciente, no conocer el oficio hortícola, ser madre de niños/as pequeños/as y no contar con redes propias en destino, implican una situación de vulnerabilidad y dependencia que favorece el desarrollo de los roles y estereotipos mencionados anteriormente.
Mayoritariamente, en sus biografías, estas mujeres pasan de vivir en un contexto campesino a ser empleadas domésticas cama adentro, y de allí a ser quinteras y “madres-esposas-cuidadoras”. El hecho de tener hijos/as a cargo y de no contar con otras referencias sobre cómo “ser mujer”, implica que durante varios años cumplan con una sacrificada doble jornada laboral para sobrevivir y salir adelante. Una situación muy frecuente en la horticultura es la migración asociacional o “por arrastre” de las mujeres a través de redes masculinas (Ataide, 2019): un hombre que ha migrado previamente regresa a Bolivia de vacaciones, se pone en pareja, y ambos deciden trasladarse a Argentina en busca de “una mejor vida”. En destino, cuentan mayormente con las redes provistas por sus parejas, y generalmente se quedan embarazadas al comienzo de la relación.
La imposición de la autoridad patriarcal muchas veces implica el ejercicio de violencia física y psicológica que se acaba naturalizando en la pareja, y que tampoco es puesta en cuestión por el entorno familiar. En los casos que analizamos, el paso del tiempo y el crecimiento de los/as hijos/as, pero sobre todo la participación en una organización gremial y particularmente en grupos de mujeres (también llamados Rondas) -el encuentro con otras-, fue el puntapié para desnaturalizar la mayoría de estas situaciones y posicionarse de otra manera.
Casos desviados: las trayectorias de descenso y de reproducción social
Las trayectorias de reproducción y de descenso social nos permiten comprender, por otra parte, qué sucede si las expectativas de movilidad ascendente no se cumplen. Observamos que cuando el “equilibrio” entre estrategias capitalistas y campesinas, sostenidas por unos roles de género muy marcados se ve trastocado, las trayectorias no siempre mantienen un curso de ascenso social. Si las mujeres deciden suspender su rol como quinteras para dedicarse a la crianza, por ejemplo, sin aportar trabajo físico en la tierra a la par que sus parejas, los roles se perpetúan pero las trayectorias se configuran como estables y de reproducción social. Mientras que separarse y abandonar el rol de esposa-cuidadora, supone atenerse a un drástico descenso social por la estructura hortícola.
Dejar al marido-patrón: las experiencias de descenso social siendo mujer
Varias de las trayectorias que analizamos delinean recorridos por la escalera que si bien inician un camino ascendente como el que describimos recién, sufren un descenso y al momento de la entrevista se encuentran en una posición inferior respecto a aquella que habían alcanzado previamente.
Encontramos varios motivos que explican el descenso por la estructura hortícola. Una serie de factores tienen que ver con el poder de lo contingente: distintas circunstancias sociales y vitales que han truncado, en diversos momentos, las expectativas y posibilidades de mejorar su posición en la escalera. Estas contingencias tienen que ver con gajes del oficio hortícola (haber tomado “malas decisiones”, sufrido plagas o inclemencias climáticas, perdiendo la cosecha); con haber sido víctima de robos, estafas o timos (muy frecuentes en esta economía informal, y que llevaron al fracaso sus proyectos económicos); o con situaciones familiares (como enfermedades o muertes, que al generar una demanda creciente de cuidados, implican una desatención de la producción al punto que la economía familiar entra en crisis).
Por otro lado, encontramos una forma particular de descenso por la escalera boliviana relacionada con la separación conyugal. Se trata de mujeres que, en pareja, habían mantenido una trayectoria hortícola ascendente y, tras la separación, descienden drásticamente al primer escalón. Vale aclarar que en todos los casos sus parejas no experimentan un descenso tan marcado como ellas. En este apartado nos referiremos particularmente a esta última forma de descenso.
Hasta convertirse en productoras por cuenta propia, estas mujeres mantenían relaciones conyugales con un alto nivel de violencia (económica, física y/o psicológica). A partir de los vínculos establecidos en la organización y de la participación en reuniones de mujeres, consiguieron desnaturalizar esta situación, contarla, pedir ayuda, y tomar el coraje necesario para romper ese vínculo. Tras la separación recomponen su trayectoria hortícola de manera autónoma y alejadas de su expareja, descendiendo hasta el primer peldaño de la escalera, como peonas. Se trata de casos clave en el análisis porque, desde el punto de vista de los conflictos cooperativos (Agarwal, 1999; Benería, 2008) el hecho de convivir con una relación de violencia, y adquirir los recursos (materiales y simbólicos) necesarios para romper con ello, deja en evidencia la posición de retirada (Deere, 2012) de las mujeres no sólo de manera hipotética, sino en los hechos. Y nos muestra, además, las condiciones en las que se da esa negociación, y todo aquello de lo que las mujeres deben abrir mano para resguardar sus vidas y su dignidad como personas. Veamos un ejemplo.
Historia de vida de Esther
Esther viajó con su hija de 2 años desde Tarija (Bolivia) a Mar del Plata (Argentina) para trabajar como peona junto a Marcelo, su pareja reciente, los hermanos y sus familias. Los primeros cuatro años trabajaron a porcentaje y luego alquilaron una quinta en La Plata para producir por cuenta propia. En ese período Esther tuvo dos hijos y era la única responsable de los cuidados y la crianza. Además de trabajar en la quinta, lavaba y cocinaba para toda la familia ampliada. Señala que nunca tuvo muy buena relación con sus cuñados/as y que siempre ejerció de sirvienta del resto, que nunca manejó dinero ni pudo decidir qué cultivar, cómo vender ni en qué invertir. Cuando los hijos crecieron, la pareja prácticamente se disipó: dormían en lugares separados y solo hablaban para ponerse de acuerdo sobre el trabajo. Esther sabía que se quería separar pero no se animaba. No se sentía capaz de sustentar a sus tres hijos/as, ni sabía a quién pedir ayuda.
Invitada por una vecina comenzó a participar en las Rondas de mujeres. Allí escuchó que las mujeres tienen derechos y que no pueden ser maltratadas, y algo dentro de ella hizo un clic. Pudo comenzar a hablar.
Una vez planteada la separación, Esther siguió viviendo un tiempo más en la misma quinta, aunque exigiendo la mitad de las ventas que le correspondían (algo que no había hecho nunca). Al cabo de unos meses consiguió trabajo en una quinta como peona “por razo” (a destajo), donde le dieron una vivienda y dos invernaderos para trabajar. Por primera vez recibe ingresos propios. Marcelo nunca le dio su parte del auto y el tractor, y en seis meses le entregó una vez una compra de supermercado con comida. Sin embargo, Esther no se queja ni pide nada. Se siente tranquila de tener techo y trabajo para sustentar a sus hijos/as. Participa de las Rondas de mujeres, invita a otras quinteras y hasta se anima a hablar en público. Cuando la conocí, Esther no levantaba la mirada del suelo y, cuando tenía que hablar (presentarse, decir su nombre), se tapaba la cara con las manos. Hoy parece otra persona.
En los casos como el de Esther, las trayectorias hortícolas antes de la separación (y el descenso) son típicamente ascendentes, pero signadas por la figura del marido-patrón.
Además de monopolizar los recursos económicos, que consideran propios, los maridos desvalorizan constantemente a “sus” mujeres, denigrándolas tanto como trabajadoras como como personas. Si bien el trabajo en la quinta es parejo, ellas no pueden disponer libremente del dinero que ganan, debido al acuerdo (tácito o más o menos establecido) de que deben intentar ahorrar lo máximo posible, para continuar reinvirtiendo en la producción. Así reflexiona Esther respecto de haberse quedado sin nada después de años de trabajo, en los que además vivía atormentada:
“Yo sufrí. Viví así infierno. Pero tampoco nunca adelanté, nunca tuve nada. Ni una casa, ni un techo siquiera para quedarme, o para que se queden mis hijos también. Yo me estoy subiendo más vieja, más vieja…” (E17)
En relación a la esfera reproductiva, encontramos que bajo este vínculo jerárquico, la feminización de los trabajos domésticos y de cuidados es absoluta, recrudeciendo la doble jornada laboral. Ninguna de las entrevistadas que convivía con un marido-patrón matizó la posición dominante de sus parejas en el hogar (mencionando por ejemplo, que ayudaran o colaboraran con alguna tarea, o que al menos valoraran las tareas por ellas realizadas). Más bien por el contrario, expresaban su cansancio y sensación de injusticia frente a esta situación que, en el día a día, no conseguían modificar.
La función maternal-cuidadora de estas mujeres en su rol de esposas es naturalizada por sus parejas, más allá de que ellas no estén de acuerdo. A ellas se les adjudican, por su condición femenina, todas las tareas del hogar y la crianza, sin ser recompensadas moral ni económicamente por ello. Podemos decir que la contracara del marido-patrón es, entonces, la esposa-sirvienta.
En su mayoría se trata de mujeres que migraron a través de las redes de sus parejas recientes y rápidamente pasan a asumir el rol de trabajadoras, madres y esposas. Esto las sitúa en una posición de vulnerabilidad y dependencia, dada por la conjunción de la condición migrante, la falta de redes propias, la pobreza material en la que viven y el hecho de tener niños/as pequeños/as a cargo. Con el paso del tiempo, estas parejas recientemente conformadas van cimentando un modo de relacionarse que naturaliza el maltrato, el autoritarismo y la tensión. El hecho de que estos vínculos conyugales y laborales se desarrollen fundamentalmente en la esfera privada, en el relativo aislamiento de los contextos rurales, y muchas veces bajo la condescendencia de los parientes de él, hace que las violencias no sean problematizadas como tal por el entorno que podríamos llamar “cercano”. Sin embargo, en los relatos podemos identificar distintos tipos de violencia presentes, que se perpetúan en el tiempo y tejen vínculos basados en el miedo y en la dominación. Así describe Esther el ambiente en el que vivía mientras sostenía el vínculo de pareja:
“A ronda de mujeres, fui. Ella dijo ‘Ni la vecina, ni tu cuñada, ni tu cuñado, ni tu marido, no pueden maltratarte’(…) Entonces dije ‘¿Qué hago yo? Seis años sufriendo. Discutiendo. Y ni como siquiera.’ A veces días ni comía siquiera. Discutía… (…) Pensándole bien, recién me doy cuenta yo, me digo ‘Por ahí él no le quería a su hijo. No me quería directamente como mujer a mí’. Entonces yo por ese lado digo ‘Ah, me separo ahora igual’. Y si no nos quiere a nosotros, no valora como nosotros trabajamos…” (E17)
En términos de movilidad social, para las mujeres la separación supone una caída drástica por la escalera. Después de haber llegado a ser productoras-arrendatarias, vuelven a empezar por el primer escalón como peonas. A pesar del descenso en la estructura social que esto implica, a ellas esta nueva posición -por fuera de las restricciones que les suponía ser la esposa-sirvienta-, les permite disponer libremente de su fuerza de trabajo y de su dinero. Más allá de todas las limitaciones materiales que tienen, pueden decidir cómo gastar el fruto de su esfuerzo, realizando un viaje a Bolivia a visitar a la familia o celebrando un cumpleaños. Podemos inferir que, manteniéndose en pareja y bajo una lógica productivista eran gastos que no iban a poder realizar; pero son “gustos” que hoy sí se pueden dar.
Aunque se trate de desviaciones respecto de las trayectorias más frecuentes, es menester recalcar que no son casos aislados. Este tipo de descenso refleja situaciones sumamente cotidianas en la vida de muchas mujeres quinteras, llevadas a un extremo de malestar que desencadena una separación. En cualquier reunión de mujeres, más allá del tema que las convoque, de lo que ellas quieren hablar o de lo que terminan conversando es sobre la violencia. Mejor dicho, las violencias. Todas conocen a alguien que está padeciendo una situación así y la mayoría lo vivió en algún momento de sus vidas. Dadas las condiciones de pobreza y precariedad material, la falta de redes propias y la estigmatización hacia las mujeres por “romper la familia”, la mayoría no se separa de sus parejas. En algunos casos se mantienen en un clima de hostilidad y de agresiones mutuas; en otros, el paso del tiempo, el crecimiento de los/as hijos/as, o la mejora económica propicia un cambio de actitud en ellos, haciendo que dejen de beber y/o que ya no se comporten de manera tan autoritaria y violenta. Veamos a continuación qué nos permiten comprender las trayectorias hortícolas de reproducción social.
Priorizando los cuidados: las experiencias de reproducción social
Sonia y Maribel son hermanas, nacieron en Tarija, y ambas se encuentran casadas con horticultores bolivianos que conocieron en La Plata. Sus trayectorias hortícolas son un caso atípico frente a la habitual movilidad que caracteriza a la horticultura, ya que llevan más de 10 años empleadas en el mismo establecimiento como peonas “por razo” (a destajo). Bajo esta modalidad, viven y trabajan en una quinta especializada en la producción de tomates. Cada trabajador/a es responsable por un invernadero, y recibe un valor fijo por el volumen de tomate cosechado. Así, solo obtienen ingresos en los meses estivales cuando hay cosecha, y deben mantenerse con los ahorros el resto del año.
Trabajar a destajo les permite -en un momento del ciclo de vida familiar en el cual crían hijos/as pequeños/as (3 cada una)- gozar de cierta estabilidad. Cuentan con un marco de contención familiar (ya que buena parte de la familia ampliada vive y trabaja en el mismo establecimiento), y con su trabajo sustentan a su prole sin necesidad de invertir ni asumir riesgos. Aunque esto les signifique resignar la posibilidad de ascender e independizarse del patrón.
En términos de conciliación familiar, encontramos que en su rol de madre y esposa ellas han decidido, en cierto modo, priorizar sus funciones como amas de casa, limitando la autoexplotación que observamos en otros casos. Es decir, trabajan en la quinta, pero lo hacen cuando terminan con sus tareas del hogar y no a la inversa.
Sonia explica que en su familia (incluso en su familia ampliada, ya que convive con 3 cuñados) ella es la encargada de los trabajos domésticos (con la colaboración de su hija mayor). Pero expresa tajantemente que no admite reproches si deja de trabajar en la quinta por tener que hacer estas tareas, y que esa es la forma de sentirse valorada y de hacerse valorar:
“-[Al trabajo doméstico] lo hago yo. Y por ahí me ayuda Adela [hija mayor] con los platos o levantar la mesa, o poner la mesa. Pero mayormente lo hago yo. (…) Si no voy a trabajar [a la quinta] y hago eso no me dicen ‘No hiciste nada’.” (E2, Sonia)
El trabajo en la quinta es para ella una actividad extra y puntual con la cual aportar a la economía familiar y ganar un dinero propio, para no tener que pedirle a su marido.
Maribel, por su parte, se dedicó durante 5 años a la crianza de sus dos hijos mayores (que se llevan un año de diferencia), hasta que estuvieron escolarizados. Durante este período realizaba aportes puntuales en la quinta, pero en el acuerdo familiar su prioridad era cuidarlos y realizar las tareas del hogar. No obstante, y a diferencia de su hermana, si bien también exigía respeto y reconocimiento por las tareas domésticas realizadas, en su caso su pareja se comportaba abiertamente como un marido-patrón, exigiendo por parte de ella un trato servicial:
“No, no, él nunca hizo nada [de tareas domésticas]. (…) Siempre se terminaba discutiendo. (…) él quería todo, tener la comida, las servilletas, los vasos, el jugo en la mesa... ‘¿También vas a querer que te sirva yo? Con el bebé a upa, sirviendo la comida ¡Agarrá solito!’ Le digo. Él estaba trabajando y yo estaba en la casa. ¿Qué tiene que ver eso?” (E27, Maribel)
Por otro lado, cuando ella volvió a trabajar a la par de él en los invernaderos, da cuenta de que no tenían un acuerdo establecido sobre cómo repartir las tareas del hogar o los ingresos provenientes de la quinta. Por lo tanto, ella seguía encargada de forma naturalizada de las tareas domésticas, mientras era él quien decidía en qué invertir los ahorros o ganancias fruto del trabajo de ambos:
“Es que no había arreglo. (…) Yo manejaba la plata que se gasta, la del supermercado, la del almacén. (…) [el resto] Se guardaba. Yo la tenía, pero esa plata no se tocaba. Era como… un ahorro. (…) todos los años, año por medio, cambiar la camioneta. Él elegía qué hacer con el beneficio.” (E27)
Esta situación persistió durante casi 10 años. Hace un año, después de haber empezado a participar en el MTE y en los grupos de mujeres, Maribel decidió terminar su relación de pareja, y comenzar a vivir y trabajar de manera independiente. En ese aspecto contó con el apoyo del patrón de la quinta, quien intercedió para dividir la vivienda y el trabajo, sin que ella tuviera que negociarlo directamente con él.
Si bien en términos de movilidad social Maribel permanece en el mismo escalón, porque continúa trabajando en el mismo establecimiento y con el mismo acuerdo a destajo, considera que su vida cambió “en todo”:
“Cambió, mi vida cambió para bien en todo, en el sentido que puedo salir libremente de mi casa, sin que nadie me diga... ‘A qué hora venís’ (…). De acá me voy a las 10, 11 de la noche, tranquila me voy a acostar. (…) También de yo decidir cuánto voy a gastar, cuánto voy a guardar, y qué voy a hacer, qué me voy a comprar...” (E27)
Su posición se transformó de manera radical respecto de los usos del tiempo, el manejo del dinero y la organización de su economía, e incluso en la posibilidad de disponer de los bienes propios, como el vehículo, que antes solo utilizaba él:
“Eso nos cambió ahora. A donde vaya, él me tiene que llevar e ir a buscarme. Porque igual el vehículo es de los dos. Yo entiendo así. (…) [Pero él] Yo creo que no, porque a veces me quiere cobrar para llevarme. ” (E27)
En el caso de Maribel, la participación en la organización significó obtener un margen de libertad que nunca había tenido en su vida, tanto en términos de espacio y tiempo (un momento para ella fuera de la quinta o de las tareas de cuidado) como para ampliar su identidad más allá del rol de madre-esposa-trabajadora:
“A mí [el MTE] lo que me aportó fue las salidas de mi casa (risas). El ratito de libertad que tenés en una reunión o en una marcha o en donde sea, el ratito ese que no lo había... A mí me aportó bastante para liberar mi cabeza. (…) [Antes] No, no salía a ningún lado (…) Él no quería ni saber que yo vaya a las reuniones, no, no.” (E27)
Asumir una responsabilidad, un compromiso -por motu proprio y por fuera de los mandatos de madre y esposa- para ir a una asamblea, un taller, una movilización o un encuentro de mujeres, representa un punto de inflexión que, en casos como los de Maribel, además del empoderamiento que significa para ella en términos subjetivos, desestabiliza la estructura en la cual se sustenta la figura del marido-patrón, que ya no puede controlar todos los aspectos de su vida.
Cabe destacar, sin embargo, que si bien este “empoderamiento” de las mujeres quinteras viene cobrando fuerza de la mano de la construcción de un feminismo popular (y campesino), promovido por varias organizaciones sociales en distintos territorios y en el marco de lo que se denomina la “cuarta ola del feminismo” (Colectiva Mala Junta, 2019); se trata de un ejemplo que es significativo más por mostrar un horizonte posible, que por ser representativo de lo que le sucede a la mayoría de las mujeres quinteras.
El caso de Maribel nos sirve también para aportar una última reflexión respecto de cómo miramos y comprendemos los procesos de movilidad social. Las posiciones “objetivas” en la estructura social asignadas a todo un grupo familiar en función de uno de sus miembros no siempre implica que todos/as disfrutan de las mismas condiciones materiales y simbólicas. Y esto se vuelve mucho menos inteligible cuando las experiencias de las mujeres son asimiladas a las de sus compañeros. Veamos.
La primera temporada postseparación Maribel trabajó sola, como comentamos, en un invernadero aparte del de su expareja. A la temporada siguiente, conversaron y llegaron a un acuerdo en el cual volverían a trabajar juntos/as, atendiendo una sola plantación bajo el mismo invernadero, pero repartiendo los ingresos en partes iguales, mientras continúan viviendo en casas separadas.
Analizando su trayectoria bajo este patrón de movilidad social que no contempla las formas de negociación entre los cónyuges, Maribel continúa en el mismo escalón, trabajando a destajo como siempre. Su trayectoria es estable, de reproducción social. No obstante, si cambiamos el punto de vista, podemos decir que Maribel pasó 16 años como trabajadora-esposa, un trabajo por el cual no recibía ingresos más que para vivir en el día a día, a pesar de trabajar más 10 horas diarias, y en el cual debía -por el hecho de ser mujer- realizar las tareas domésticas y de cuidados de y para toda la familia. Actualmente es una trabajadora independiente, que tiene un acuerdo para trabajar junto al padre de sus hijos, por el cual recibe la mitad de los ingresos que generan. Puede disponer libremente del dinero, no tiene la obligación de servirlo y, aunque los hijos viven con ella, puede compartir con él ciertas tareas de cuidados. Esto no quita, evidentemente, su posición subalterna en la estructura en tanto trabajadora a destajo, pero sí nos permite complejizarla considerando otras formas de subordinación que, al formar parte de la vida “privada” generalmente no son contempladas.