Lejos de suponer una excepción, las crisis aparecen como elementos recurrentes de nuestras sociedades. De hecho, esto se constata a través de una paradoja: la frecuencia con la que identificamos procesos de crisis particulares en cada presente histórico frente a los pasados considerados como periodos de cierta estabilidad. Asumiendo la consustancialidad de la crisis en nuestras sociedades, cabría preguntarse pues qué diferencia a unas crisis de otras y, en particular, qué significa hablar hoy de crisis (Koselleck, 2007; Ramos Torre, 2021). En este sentido, podemos afirmar que probablemente la peculiaridad de nuestro actual “estado de crisis” tenga que ver ante todo con la duración, con un tiempo de crisis que se alarga, que no se resuelve (Ramos Torre, 2021), y que ha roto con el sentido histórico de progreso asociado a la modernidad (Martuccelli, 2021). Ello no supone referirnos únicamente a un prolongado periodo de deterioro e/o incertidumbre sino ante todo a un escenario cualitativamente diferente al de otros periodos históricos. Nuestro “estado de crisis”, por un lado, tiene que ver con la profundidad y la aceleración de los cambios experimentados a nivel global (Rosa, 2015), pero, por otro lado, también tiene que ver con la concatenación y solapamiento de los propios procesos de crisis (Harvey, 2010, 2017).
La Gran Recesión de 2008 parecía ajustarse a ese acontecimiento excepcional, aunque cíclico, que representan las crisis económico-financieras. Una crisis devastadora, pero, en cierto sentido, una más. De algún modo, se la quiso equiparar en su magnitud y simbolismo con una de las grandes crisis del siglo XX: la Gran Depresión de 1929. Sin embargo, cuando todavía se estaban calibrando sus efectos económicos, sociales, políticos y culturales (López y Rodríguez, 2010; Harvey, 2010), una nueva crisis golpea nuestras sociedades en forma de pandemia de COVID-19 (Benach, 2020; Davis, 2020; Padilla y Gullón, 2020). Sin tiempo para explicar el alcance de dicha pandemia y su función desveladora y amplificadora de problemas estructurales en ámbitos como el sanitario, educativo, laboral o residencial, se da paso (y se etiqueta) a su epílogo como “postpandemia” o “postcoronavirus” (Navarro Yáñez, 2020). En paralelo, resurgen “viejas crisis” que se engarzan y potencian: la crisis eco-social pone en la palestra, una vez más, los límites del crecimiento y sus devastadoras consecuencias en forma, por ejemplo, de destrucción de ecosistemas y de refugiados climáticos (Prats et al., 2017; García, 2021); conflictos bélicos internacionales como la guerra ruso-ucraniana nos hablan, de un lado, de destrucción de vidas humanas y, de otro, de profundos desequilibrios energéticos y comerciales a nivel global (Taibo, 2022).
El gran reto de este “estado de crisis”, claro está, es cómo salir de él. O, dicho de otra forma, cómo vislumbrar sus límites y, por tanto, cómo imaginar horizontes alternativos. Es decir, cómo construir futuros sociales posibles (Harvey, 2004; Lefebvre, 2013; Martínez Lorea, 2013; Ramos Torre, 2017). De forma esquemática, podríamos hablar de dos modos de dibujar el futuro: el distópico, a partir de la cual se renuncia a un futuro mejor, y el utópico, donde el futuro es una alternativa que conquistar (Martorell Campos, 2019). La tensión entre distopía y utopía va a tener un correlato en la disyuntiva entre las salidas individuales y las salidas colectivas a las crisis. Una de las frases que se recuerdan de la pandemia de COVID-19 fue aquella que afirmaba: “juntas saldremos mejores”. Mensaje optimista que interpelaba al colectivo y que sugería una alternativa que sirviera no solo para superar la problemática médico-sanitaria sino también para superar conjuntamente algunos malestares sociales derivados de un creciente debilitamiento de los lazos sociales y de un progresivo desmantelamiento de los sistemas de protección social (Bauman, 2007; Beck, 2006). No obstante, la pandemia también puso de manifiesto que la voluntarista apelación a un “hacer las cosas juntas” no iba a ser suficiente para “salir mejores”. De hecho, sirvió para constatar, por un lado, las resistencias de muchas instituciones públicas al despliegue de respuestas social-comunitarias como fueron las redes de apoyo y cuidado mutuo (Martínez Lorea e Iso Tinoco, 2022); y, por otro lado, la búsqueda de soluciones biográficas en una suerte de actualización del clásico “sálvese quien pueda”. En este sentido, baste recordar la multitud de “huidas” de las ciudades a segundas residencias que se produjeron en fechas previas a la entrada en vigor de los decretos de confinamiento que buscaban evitar la propagación del COVID-19 1 .
Incidiendo en este aspecto, relativo al abandono del espacio urbano como problema y la llegada al espacio rural como solución alternativa, encontramos un reforzamiento de la clásica dicotomía rural-urbano. Lo rural aparece redescubierto a través de unos valores positivos idealizados (pureza, sencillez, autenticidad) frente a un espacio urbano caracterizado como corrupto y corruptor (Williams, 2001). La ciudad nos condena, el campo nos salva, aunque lo hace, como dijimos, sobre todo individualmente: quien tuviera los recursos para huir de la ciudad (a segundas residencias familiares o recién adquiridas) podría hacerlo en busca de naturaleza, aire limpio, cobijo comunitario; quien no los tuviera quedaría expuesto en la ciudad a la amenaza pandémica (Nel-lo, 2020; Mansilla, 2020). La ciudad representa pues la condena colectiva: profundos problemas invisibilizados durante largo tiempo emergen como un castigo generalizado al cual parece no pudiéramos encontrar solución. Incluso, tomando como referencia el periodo pandémico, constatamos cómo las históricas virtudes urbanas (mezcla, densidad y compacidad) (Glaeser, 2011) representan ahora una amenaza que apuntala, desde un enfoque privatópico, la clásica y elitista mirada urbanófoba y demófoba sobre la vida urbana (Capel, 2006; Delgado, 2007; Martínez Lorea, 2015).
Esta consideración de “la ciudad como problema” está estrechamente relacionada con una cuestión previa como es la “urbanización de los problemas sociales”, es decir, la consideración de que los problemas de la ciudad son en realidad los problemas de la sociedad. No es una casualidad que las dos últimas crisis globales se hayan explicado en buena medida en términos urbanos: problemas residenciales (gente sin casa, deterioros de vivienda, confinamientos, hacinamiento, soledad), contaminación, sobreconsumos y sobrecostos energéticos, segregación y polarización social, deterioro de la gestión de servicios urbanos. No es tampoco casualidad, por ejemplo, pasados trece años de las movilizaciones del 15-M, que se constate su dimensión eminentemente urbana (sus protagonistas y las problemáticas que se plantearon eran fundamentalmente urbanas) y el olvido que supuso, salvo contadas excepciones, de los entornos rurales en clave de diagnósticos y respuestas políticas (Amat Montesinos y Ortiz Pérez, 2015).
Cuando tratamos los grandes fenómenos sociales, el espacio rural suele quedar relegado a una posición residual o, a lo sumo, como complemento de lo urbano, pudiendo ser caracterizado a gusto de cada cual. Es por ello que podemos hablar de una lógica “urbanormativa” (Fulkerson y Thomas, 2019) que impone sus criterios para definir lo rural. Basta con pensar en la configuración de lo rural como espacio de salvación de la pandemia para entender esta mirada urbanocéntrica: en pocas ocasiones se ha considerado significativa la presión que ha supuesto para el medio rural la llegada masiva de nuevos residentes urbanos esporádicos o permanentes (Gracia Bernal et al., 2021). Algo parecido sucede si atendemos a las políticas de movilidad espacial, donde la eficacia o el éxito de una medida se valora atendiendo a las características (densidad, intensidad de movimientos, accesibilidad de servicios, etc.) de los entornos urbanos, provocando que los espacios y las movilidades rurales sean necesariamente ineficaces (Iso Tinoco et al., 2023).
No obstante, esta imagen adicional de un rural idealizado y a la par ninguneado no da cuenta de todo cuanto sucede sobre el terreno. En realidad, en paralelo a la constatación de la posición subalterna del espacio rural, se produce un grito de lamento y denuncia, pero también de reivindicación de ese espacio rural. La “España vaciada” nos habla de despoblamiento, debilidades, malestares y vulnerabilidades que adquieren un cariz especial más allá de la esfera urbana (falta de servicios, desatención institucional, expolio de recursos y colonización turística rural). Pero, a su vez, nos remite a respuestas y estrategias de supervivencia y sostenibilidad que no pueden entenderse sin articular eficazmente las esferas rural y urbana, y sin empezar por asumir la clave ecosocial de los problemas a los que se enfrenta (Fernández Durán, 2011; Di Donato, 2019; Davis, 2020; Camarero y Oliva, 2021; Álvarez Cantalapiedra, 2021; García, 2021).
Con el objeto de abordar esta complementariedad rural-urbana proponemos en este caso el uso de una escala socio-territorial que, en primer lugar, se aleje, tal como plantearon Lefebvre (2013) y Harvey (2017) , de las clásicas concepciones de una teoría espacial que reducía el territorio al espacio de la soberanía y la jurisdicción de un país. Esto es, que supere la restrictiva conceptualización de fronteras físicas y legales (Capel, 2016) la cual también afecta a la rígida división entre lo rural o lo urbano. La “trampa de la territorialidad”, como la denominó Peter J. Taylor (2008) , tiende a generar una exitosa ficción de fijeza y seguridad, que no da cuenta de las complejas dinámicas espaciales a través de las cuales se concretan los intercambios de personas, información, mercancías o la acumulación de capital en lo que en la práctica es un espacio-tiempo relacional. Dicho de otro modo, se invisibilizan, las dinámicas de des y re-territorialización, de des y re-anclaje espacial (Barañano, 2005).
Por tanto, frente a tal imposición restrictiva, apostamos aquí por incorporar la figura de un territorio como espacio social poroso, fluido e híbrido, sin obviar, por un lado, las especificidades de la esfera urbana y de la esfera rural, y, por otro lado, reconociendo que muchas dinámicas sociales cobran sentido en la interconexión de procesos y experiencias que es difícil que identifiquemos como estrictamente urbanas o estrictamente rurales. Es el caso de los commuter que residen en pequeños municipios de entornos rurales, se desplazan diariamente a trabajan a grandes núcleos urbanos, y poseen patrones de comportamiento clásicamente urbanos: de trabajo, ocio, consumo, movilidad, etc. (Oliva, 2018). O el caso de la celebración de eventos festivos rurales con una profunda reivindicación de la identidad local donde cobran un gran protagonismo como organizadores y festejantes algunas figuras que no residen en el territorio rural (Martínez Lorea et al., 2023). Asimismo, podemos referirnos a los procesos de “renaturalización” de las ciudades, rompiendo con la oposición rural vs urbano y espacio agrario vs espacio industrial/postindustrial. Las propuestas de consumo de proximidad o la organización de huertos urbanos comunitarios, así como las experiencias de agroecología urbana deben interpretarse en este sentido (Fernández Casadevante y Morán, 2015; Steel, 2020).
Esta apertura del foco a una escala socio-territorial resulta pertinente pues de cara a incorporar una mirada más ambiciosa sobre la evaluación y diagnóstico de los escenarios de crisis a los que hemos hecho referencia al comienzo de este texto y sobre la tentativa de respuestas y alternativas esbozadas que contribuyan a dar forma a los futuros sociales posibles y donde, sin duda, la dimensión ecosocial jugará un papel trascendental.
Del mismo modo, y con el fin de transitar entre el “estado de crisis” y los futuros sociales posibles, consideramos oportuno trabajar sobre una escala de vulnerabilidad socioexistencial (Martuccelli, 2021; Santiago, 2021) que permita, por un lado, identificar aquellos elementos a partir de los cuales explicar el deterioro de los mecanismos de interdependencia social y humana que generan e incrementan los malestares de nuestras sociedades, es decir, examinar cómo se experimenta la vulnerabilidad, y, por otro lado, derivado de lo anterior, rastrear las respuestas que la sociedad se da para hacer frente a dicha vulnerabilidad.
En España existe una valiosa tradición de estudios sobre vulnerabilidad socio-territorial, liderada por los trabajos de Agustín Hernández Aja, los cuales se circunscriben fundamentalmente a entornos urbanos y metropolitanos (Hernández Aja, 1997; Alguacil Gómez et al., 2014; Temes, 2014; Prada-Trigo, 2018). La aparición de sucesivos estudios sobre esta temática ha ido incorporando una mayor base interpretativa de índole sociológico ampliando también con ello el sentido otorgado a la vulnerabilidad (Subirats y Martí-Costa, 2014, 2015; Gómez Giménez y Hernández Aja, 2020; Santiago, 2021; Blanco et al. 2021). En paralelo a estos enfoques, comienza a hablarse de vulnerabilidad territorial asociada específicamente a las consecuencias del cambio climático. Véase, por ejemplo, la creciente relevancia otorgada de forma explícita a esta cuestión por parte del Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico. Esta perspectiva contribuye a ensanchar el sentido otorgado a la vulnerabilidad, incorporando los desafíos ecológicos como una clave que nos interpela en cuanto a seres vulnerables en una escala planetaria y, a la par, como co-responsables (en muy diversa medida) de esa vulnerabilidad.
La vulnerabilidad en un sentido socioexistencial va a poner de manifiesto, a partir de su reconocimiento como un rasgo distintivo de la humanidad, que somos seres consustancialmente expuestos, es decir, que somos seres susceptibles de vernos afectados por lo que acontece en nuestros entornos (Martuccelli, 2021). Ello, contradice la clásica versión del proyecto de la modernidad que presuponía la capacidad del ser humano para controlar, cuando no superar, todas las contingencias a las cuales enfrentarnos, y acceder a un idílico estadio de “inmunidad a la vulnerabilidad”. Asimismo, pone en cuestión el mandato de una respuesta individual a las experiencias de la vulnerabilidad, lo cual recuerda, por un lado, las cartas marcadas con las que cuentan aquellos que desde una coartada meritocrática, justifican la “salvación individual” (Bauman, 2007; Rendueles, 2020) y, por otro lado, la incapacidad en la que se sitúa a una mayoría social para trascender la condición de víctima, con escasas o nulas posibilidades para responder y actuar de forma organizada y efectiva, en definitiva, para dejar de ser un “sujeto paciente”. Si la Gran Recesión ya permitió vislumbrarlo, la pandemia de COVID-19 puso claramente de manifiesto el fracaso de la ficción de la autosuficiencia y de los relatos individualizados repletos de fragilidades y retos no compartidos, cuya consecuencia sería un padecimiento fragmentario y crecientemente mercantilizado (Gil, 2013; Solé Blanch y Pié Balaguer, 2018; Santiago, 2021).
No obstante, la conciencia de una vulnerabilidad que nos interpela colectivamente, contribuye a romper con el cierre de la imaginación al que nos somete la permanencia del “estado de crisis”. De esta forma, podremos retomar el sentido de la interdependencia social, la percepción de un “ser afectados” que puede llegar a trasmutar en un “vernos implicados” (Garcés, 2017, 2022). Esto es, nos permite retomar la capacidad para responder colectiva y comunitariamente a las diversas dificultades existentes.
Asimismo, el ensanchamiento de la idea de vulnerabilidad amplía la concepción esencial que la circunscribe a indicadores como el residencial, el laboral o el formativo. Con ello podremos incorporar otros sentidos de la vulnerabilidad como los asociados a déficits vinculados a estrategias complejas de accesibilidad y proximidad territorial, a la capacidad para arraigarse en el territorio de un modo múltiple, a la capacidad para gestionar y usar determinados espacios y servicios más allá de las lógicas público-privadas, esto es, a la posibilidad de cuidar y ser cuidado de una forma no mercantilizada.
Con estas premisas, y apoyándonos en la información producida a partir del proyecto de investigación “Iniciativas de innovación social en las prácticas de gobernanza urbana. Un análisis de los procesos y espacios participativos en el marco de las políticas urbanas de Pamplona-Iruña” (PJUPNA1920), dirigido por Ion Martínez Lorea y financiado por la Universidad Pública de Navarra, así como en los diversos encuentros y jornadas desarrollados en el marco de este proyecto, presentamos los trabajos del monográfico “La vulnerabilidad de los territorios”. En el mismo, se dan cita un conjunto de textos que, tanto a partir del análisis de experiencias concretas como de la reflexión en base a un profundo conocimiento en la materia por algunos de los principales investigadores del campo de la sociología urbana y la sociología rural en España, plantean, con el trasfondo de este “estado de crisis”, la identificación de situaciones de vulnerabilidad en escenarios socialmente híbridos, empujando a una nueva revisión de los límites entre lo rural y lo urbano, y las diversas modalidades y mecanismos de respuesta que la ciudadanía despliega a partir de iniciativas con un mayor o menor grado de innovación social (Subirats y García Bernardos, 2015; Pradel Miquel y García Babeza, 2018; Oliva y Camarero, 2019; Navarro Yáñez, 2020; Steiner et al., 2023). Así pues, estos trabajos se interrogan sobre la capacidad de las respuestas frente a situaciones de vulnerabilidad para generar escenarios de mayor justicia social y ambiental, así como de mayor cohesión local y comunitaria (Anguelovski, 2014; Díaz Orueta, 2020). En este sentido, se plantea una reflexión sobre la gobernanza territorial, los ejercicios de reequilibro de posiciones entre actores (sociedad civil, instituciones, mercado), el carácter formal e informal de las redes que se articulan en el territorio, las distintas escalas implicadas, así como las consecuencias que pueden llegar a tener en clave de transformación tanto de contenidos y como de procesos socio-políticos.
El monográfico comienza con el artículo de Ion Martínez Lorea titulado “Utopías concretas entre lo rural y lo urbano. Iniciativas comunitarias de agricultura urbana”. En el mismo, se toma como caso de estudio la ciudad de Pamplona-Iruña para adentrarse en la reflexión sobre los límites del pensamiento y la acción utópicos frente a los escenarios de crisis. Para ello se recurre al concepto de utopía concreta tal como lo desarrolló el sociólogo y filósofo francés Henri Lefebvre, con el objeto de analizar iniciativas como la red de huertos comunitarios de la ciudad de Pamplona-Iruña. A partir de un análisis cualitativo basado en entrevistas semiestructuras a diversos perfiles expertos e informantes clave, este trabajo busca, por un lado, tanto evaluar las capacidades transformadoras de las utopías concretas como identificar sus limitaciones y, por otro lado, replantear la relación entre las esferas rural y urbana, concebidas durante largo tiempo como ámbitos ajenos y excluyentes y que en el contexto analizado aparecen profundamente imbricadas.
El artículo de Marc Pradel Miquel titulado “Gobernanza urbana y crisis ecológica: narrativas y conflictos en torno al futuro sostenible de las ciudades” toma como caso de estudio la ciudad de Barcelona para dar cuenta de la creciente relevancia de las cuestiones ambientales tanto en las agendas de desarrollo como en las demandas ciudadanas. Una de las ideas clave de este trabajo es que ante los retos ambientales que moviliza la crisis ecosocial actual se va a producir un desajuste palpable entre la definición de los problemas y las soluciones planteadas. En este sentido, partiendo de un análisis de la planificación estratégica que realiza la ciudad frente a la crisis climática, se ponen de manifiesto la diversidad de perspectivas que podemos dividir, por un lado, en aquellas vinculadas a la economía verde y, por otro lado, con una pretensión más transformadora. Ello no se interpreta exclusivamente como fruto de una decisión político-ideológica sino también como consecuencia de una mayor o menor capacidad para influir en la agenda por parte de los actores implicados.
El artículo “La heterogeneidad espacial de los efectos de la Gran Recesión. La influencia contextual de los espacios metropolitanos y no metropolitanos en España (2004-2017)” firmado por Clemente José Navarro Yáñez, María Jesús Rodríguez García y Ángel Ramón Zapata Moya, recurre a tanto a la tesis de la aglomeración urbana como a las tesis sobre los efectos de la internacionalización, las industrias creativas y las ciudades globales y toma como punto de referencia la Gran Recesión de 2008 para hacer una comparativa tanto temporal como espacial sobre la vulnerabilidad a partir de tres aspectos clave como son el empleo, la privación material de los hogares y la salud. Para ello, los autores utilizan como fuente de análisis la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV), aplicada a todo el territorio estatal y para el periodo 2004-2017. En su artículo aplican modelos multivariables que les permiten constatar la existencia de un “efecto contextual” asociado al hecho metropolitano de la influencia de rasgos individuales o de los hogares.
En el artículo de Jesús Oliva Serrano y Elvira Sanz Tolosana titulado “Los retos del bienestar rural y la movilidad. Accesibilidad y periferias socio-territoriales después de las crisis” se pone el foco sobre la creciente vulnerabilidad socio-territorial que experimenta el mundo rural en el contexto de sucesión de crisis que están teniendo lugar desde comienzo del siglo XXI. A partir de un conjunto de investigaciones desarrolladas en dos comarcas navarras representativas, una de ella, de ruralidad remota (Pirineo) y, de segunda, la ruralidad peri-urbana (Zona Media), los autores analizan, sobre la base de un trabajo de campo cualitativo, la experiencia social de los grupos que conviven con el creciente distanciamiento del bienestar. La brecha entre los entornos rurales, como escenarios de envejecimiento y despoblación, y los entornos urbanos, se constata a través de un claro desequilibro respecto a la accesibilidad de oportunidades, recursos y servicios, en favor de estos últimos.
El artículo que cierra el monográfico es el titulado “Reto demográfico, migración y arraigo de los jóvenes rurales”, firmado por Luis Alfonso Camarero Rioja y María Jesús Rivera Escribano, destaca la importancia de los nuevos residentes rurales como fenómeno considerablemente descuidado a la hora de hablar de una realidad rural caracterizada por la despoblación. A partir del tratamiento de datos procedentes de la Estadística de Variaciones Residenciales y de los padrones continuos, se busca explicar los ciclos de poblamiento y despoblamiento, prestando especial atención al grupo de edad de jóvenes adultos o tardo-jóvenes. Según los autores, tomar como referencia este grupo de edad resulta clave para comprender el denominado reto demográfico y la vulnerabilidad que afecta a las áreas rurales. En este sentido, nos dirán que, aunque los flujos migratorios generan saldos positivos para el grupo de edad seleccionado, no son capaces de superar el reto del sobre-envejecimiento rural, lo cual exige abrir el debate sobre las dificultades de arraigo de nuevos residentes que tienen las zonas rurales.