Desde las ciencias sociales críticas y los movimientos sociales ecologistas no son pocas las voces que en las últimas dos décadas advierten de una crisis multidimensional que afecta al menos a tres cuestiones (Herrero, 2012): una crisis ecológica a nivel global que incluye cuestiones como el cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales y la pérdida de la biodiversidad (Ripple, et al., 2020); una crisis de reproducción social, en tanto el conjunto de expectativas de reproducción material y emocional de las personas resulta inalcanzable (Pérez-Orozco, 2011); y una crisis que implica y afecta al actual modelo social, económico, territorial y productivo, incorporando un exponencial aumento de las desigualdades a nivel global (Moore, 2016). Esta crisis sistémica, también denominada civilizatoria, atraviesa el conjunto de las estructuras (políticas, sociales, económicas, culturales), así como las construcciones éticas y epistemológicas más básicas, es decir, la propia comprensión de la vida (Pérez-Orozco, 2011).
En este escenario de incertidumbre, una variedad de proyectos y acciones colectivas y comunitarias desarrollan propuestas alternativas para solventar necesidades, tanto materiales como afectivas, que tienen que ver con nuestra reproducción social dependiente de la biosfera. Nos referimos a estas propuestas como ecotransformadoras en tanto articulan discursos, prácticas y relaciones que, desde lo cotidiano, plantean transformaciones en una dirección “más sostenible”, “respetuosa” y “justa”. La idea de transformación que manejan asume una perspectiva crítica en el tratamiento de la sostenibilidad y la transición ecológica frente a la centralidad de las soluciones tecnocientíficas, la productividad y la fetichización de recursos naturales de la ciencia neoclásica-liberal y del sistema económico capitalista mercantil (Polanyi, 1944; Naredo, 2010).
Conceptos como transformación, transición ecosocial y sostenibilidad presentan -tanto en su forma hegemónica como crítica o alternativa- un fuerte carácter normativo, moral y programático. Ante ello, el objetivo de este artículo es contribuir al necesario desarrollo de estudios empíricamente orientados que aborden las implicaciones que tienen estos conceptos (y las narrativas asociadas a ellos) en la práctica cotidiana de los agentes involucrados en el desarrollo de prácticas e iniciativas ecotransformadoras. En este sentido, enfocamos a tres casos de estudio representativos de ámbitos de acción especialmente activos en el desarrollo de propuestas para la transición ecosocial: los sistemas de aprovisionamiento agroecológicos (SAA), tomando como caso de estudio los grupos y cooperativas de consumo en Cataluña; los desarrollos de la agricultura urbana, abordando el caso de los Huertos Urbanos comunitarios de Madrid (HUC); y los procesos de neorruralización, poniendo especial atención a las iniciativas productoras de vino natural en la Sierra Oeste de Madrid y Sur de Gredos (Ávila).
Comenzamos este artículo presentando el contexto sociopolítico de desarrollo de estas prácticas y procesos ecotransformadores, apuntando algunas propuestas conceptuales y teóricas que las abordan y que nos llevan a delimitar nuestra orientación teórico-metodológica. Seguidamente, ya desde nuestros casos de estudio, ponemos en diálogo motivaciones, subjetividades y prácticas colectivas que prefiguran alternativas de habitar el entorno y manejar el aprovisionamiento alimentario, integrando lo social, lo ambiental y lo económico-político, siendo estas las preguntas que nos guiarán: ¿Qué motivaciones ecotransformadoras encontramos actualmente en los discursos y prácticas de los agentes? ¿Que moviliza/limita la participación en proyectos colectivos ecotransformadores? ¿Al participar en estos proyectos se deshacen y/o transforman los modos de concebir y situar la relación naturaleza-sociedad? ¿Qué principales limitaciones desafían los proyectos al tratar de poner en práctica los objetivos de sostenibilidad socioambiental que persiguen? Finalmente, ¿en qué modos las iniciativas ecotransformadoras se ven afectadas por las agendas de las instituciones públicas sobre la transición ecosocial y como tratan de incidir en ellas?
Alternativas para, en y más allá del cambio climático y la transición ecosocial: contextos y desarrollos teóricos
Desde mediados del siglo XX, ante las evidencias de un cambio climático irreversible (Postigo, 2013), científicos y ecologistas situaron en la agenda política internacional la urgencia de replantear la relación sociedad-naturaleza antropocéntrica y utilitarista moderna occidental causante de la degradación ambiental (Latour, 2007). Sin embargo, la expansión del neoliberalismo condicionó las respuestas político-gubernamentales hacia la normativización y cientificación del medioambiente ‘para asegurar la satisfacción de las necesidades humanas presentes y futuras’ (Informe Brundtland 1987; Conferencia de Río 1992) (Santamarina, 2006). Bajo la idea de desarrollo sostenible se sentaron las bases para la expansión del capitalismo verde, ocultando y despolitizando las tensiones entre crecimiento económico y sostenibilidad (Naredo, 2004).
Como contrapartida movimientos sociales y desarrollos académicos emancipadores alterglobalistas y posdesarrollistas desafían el avance del neoliberalismo y los paradigmas de sostenibilidad ecológica, apostando por reincrustar lo social y lo ecológico en los procesos económicos, visibilizando e impulsando espacialidades socioeconómicas diversas que configuran alternativas a la crisis ecosocial en y más allá del marco capitalista occidental hegemónico. Destacamos dos contribuciones que resultaron decisivas para reenfocar el concepto de sostenibilidad y nutrir posteriores desarrollos de la idea de transformación ecosocial.
En primer lugar, las aportaciones de la economía, la antropología y la geografía feministas introducen una comprensión de la economía y la sostenibilidad integradora de la reproducción social y ecológica. Visibilizan las relaciones cooperativas, de reciprocidad, comunales, redes familiares y cuidados ambientales, como formas económicas “diversas” y localizadas que sostienen “las condiciones de posibilidad de una vida que merezca la pena vivir” (Gibson-Graham, 2008; Carrasco, 2014). Desde esta perspectiva, el capitalismo se cuestiona como totalidad naturalizada, constituida en torno al mercado y el trabajo remunerado como únicos estándares de valor de la actividad económica.
En segundo lugar, los desarrollos antropológicos iluminaron la existencia de otras ontologías -“radicalmente diversas” a la euro-moderna dualista (naturaleza-sociedad) - donde no se distingue entre lo natural y lo social y el ser mismo es la relación con el mundo donde existe la comunidad formada por humanos y no-humanos. El análisis de estas ontologías relacionales resitúa la investigación antropológica en términos teórico-metodológicos y políticos sobre los conflictos socioecológicos (Escobar, 2018; Leff, 2002; Blaser, 2013). Se enfatiza ahora un conocimiento con y “gracias al otro” (“indígenas”, “ecologistas”) para avanzar en la desnaturalización de la racionalidad naturalista e instrumental moderna occidental asentada en las separaciones binarias: naturaleza-sociedad, ciencia-política (De la Cadena, 2010; González-Abrisqueta y Carro-Ripalda, 2016, p. 119).
Con el estallido de la crisis financiera de 2008 y durante el periodo de la Gran Recesión, las alternativas al discurso hegemónico del desarrollo sostenible adquirieron especial centralidad. En España, el conjunto de reivindicaciones diversas, que confluyen en el movimiento de indignados 15M (2011), apunta a la idea de una ‘crisis de crisis’ (Tejerina y Perugorría, 2017): del modelo neoliberal y de sus políticas de austeridad y cercamientos sociales y medioambientales (Harvey, 2012); de las instituciones europeas y el Gobierno deslegitimados por los rescates bancarios, la corrupción y el expolio medioambiental; de las expectativas de vida de una ciudadanía crecientemente desposeída; del desencanto con formas políticas anteriores. En este contexto de frustración, necesidad e indignación que no encuentra canalización en los medios político-institucionales tradicionales, se ponen en marcha diversas iniciativas de coordinación socioeconómica de base (vivienda, empleo, energía, cuidados, educación, alimentación y cultura). Entre ellas destacan por su dinamismo las que llevan a la práctica alternativas de aprovisionamiento alimentario e incorporan objetivos de justicia social, soberanía alimentaria, equidad espacial y sostenibilidad ambiental.
El desarrollo de redes territoriales orientadas a promover la sostenibilidad alimentaria e impulsar la construcción de nuevas institucionalidades resulta especialmente relevante en este contexto, donde confluyen resistencias y propuestas desde entornos urbanos y rurales frente al sistema agroindustrial y el desarrollo urbano neoliberal (Calle y Gallar, 2010). Muestra de ello son las conexiones entre la expansión de los grupos y cooperativas de consumo (López-García y Tendero, 2013), el movimiento en torno a los HUC (Dimuro, Soler y Jerez, 2013; Morán y Casadavente, 2014), y las pequeñas iniciativas agroecológicas en los territorios de Cataluña y Madrid donde nuevos actores neorrurales combinan la búsqueda de oportunidades laborales con la práctica de ideales ecologistas y el redescubrimiento de las virtudes del habitar rural (Nogué i Font, 2016). Los/as protagonistas, mayoritariamente formados y socializados “en formas de vida urbanas financiarizadas y dependientes del mercado” asumen sus proyectos reflexivamente como imperfectos e inacabados, configurando lo que, desde la agroecología, se define como una “modernidad alternativa” (López, 2015, p. 83).
Buena parte de la literatura de estos años, enfatiza cómo estas propuestas encarnan prácticas económico-políticas prefigurativas existentes, de tipo cooperativo y solidario, que, actuando desde la lógica de la reciprocidad y activadas desde la idea de lo común (Laval y Dardot, 2015), desafían y señalan alternativas viables frente a las políticas urbanas y agroalimentarias neoliberales. Estas ‘economías para el bien común’ y posteriormente englobadas bajo el concepto de ‘economías transformadoras’ (Calle y Casadevante, 2015; Suriñach, 2017), comportan un "materialismo nuevo y sostenible” que, desde lo cotidiano y local, confronta las estructuras de poder dominantes al "salir de los flujos existentes de material y capital” y defienden una revalorización de la naturaleza como bien en sí mismo y como agencia cooperativa dentro de los procesos económicos y emprendimientos humanos (Schlosberg y Coles, 2016:178).
Frente a la imposibilidad asumida de reemplazar el capitalismo a corto plazo, estas iniciativas plantean la transformación desde la suma de eventos “generativos de autonomía y cambios fundamentales en instituciones sociales básicas” hacia la equidad y la democracia (Wright, 2014). De hecho, los llamados Gobiernos para el Cambio municipales y autonómicos (2015-2019) se nutrieron del impulso de estas propuestas, implementando nuevos planes y programas integradores de la alimentación saludable, la agroecología, la regeneración ambiental y el desarrollo profesional (Vara-Sánchez et al. 2021) 1 . ‘Ventanas de oportunidad’ que se iban abriendo, a la par, desde el ámbito institucional-normativo europeo, abocado al nuevo paradigma de la Gran Transición (en analogía a la Gran Transformación de Polanyi), en un ambiente colapsista y de remoralización en la búsqueda de soluciones y responsabilidades sociopolíticas (Spratt et al., 2009; Ellis y Trachtenberg, 2014). Tanto la Agenda 2030 (2015) como el Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán (2015), pasando por el Acuerdo de París (2016) y la Estrategia de la UE sobre Biodiversidad-2030, hasta las recientes implicaciones del Pacto Verde Europeo (2019), parecen impulsar la transición hacia un nuevo modelo productivo descarbonizado, en el que, discursivamente, destaca el papel regulador e inversor de la UE y el Estado frente a la centralidad del mercado, así como su rol en la protección de la ciudadanía y en la dinamización de la innovación social y tecnológica.
Sin embargo, algunos autores señalan que esta Gran Transición, alimentada, por una hiperproducción de discursos, modos de vida, productos, normativas e investigaciones, contribuye a generar la ilusión posecologista de una planificación gradual, no conflictiva y socialmente participada hacia un modelo de crecimiento moderado y verde, sin renunciar al deseo de acumulación material y elección individual del estilo de vida (Swyngedouw, 2015). De este modo, acomodados en la ilusión de un marco consensuado y seguro, las prácticas socioeconómicas ecotransformadoras quedan relegadas a un espacio institucionalizado y despolitizado de ineludible insostenibilidad donde solo la gestión, el afrontamiento y la simulación resultan factibles (Blühdorn, 2022). En España, estas cuestiones resuenan actualmente en los debates entre quienes se califican mutuamente de colapsistas y posibilistas (Encinas, 2023). Los primeros, centrándose en la irreversibilidad de la destrucción ambiental, abogan por un decrecimiento radical frente a las ilusiones posibilistas que despliega el "capitalismo verde y digital" (Turiel, 2020; Riechmann, 2024). Los segundos consideran esta narrativa políticamente desmovilizadora y defienden una innovación institucional ecologista “coherente con la realidad capitalista e imaginable desde ella” (Rendueles, 2016; Santiago Muiño et al., 2022). Así, respaldan un Green New Deal concebido como instrumento estratégico para una transición ecológica justa, basada en la rápida implantación de energías renovables y un decrecimiento gradual y planificado (Santiago Muiño, 2023).
Este escenario abre interesantes desafíos a los estudios desarrollados en los últimos años sobre las alternativas a la transición. En primer lugar, desde el ámbito de las ciencias sociales y la agroecología, se propone abordar empíricamente cómo las transformaciones ecosociales agroecológicas acontecen de forma no determinista, en espacialidades socioeconómicas plurales y a menudo híbridas donde convergen las esferas del mercado y el Estado (López-García et al, 2020). Los procesos de formalización e institucionalización no son necesariamente evolutivos ni implican siempre una despolitización de los proyectos, incluyen espacios de negociación, traducción, competencia, así como ruptura y conflicto que deben abordarse (Giraldo y Roset, 2017; Simon-Rojo et al., 2018).
En segundo lugar, proponen abordar como los proyectos transformadores lidian con la tensión de formar parte y potenciar algunas de las lógicas socioculturales, valores e instituciones que tratan de desafiar, por ejemplo, al asumir valores como autonomía, voluntarismo, resiliencia y auto-responsabilidad, pueden reforzar el ambientalismo neoliberal, liberando de responsabilidad y obligaciones al Estado y las empresas (Costanzo y Saralegui, 2017; Homs y Narotzky, 2019).
En tercer lugar, animan a analizar cómo se lidia con ciertas formas de exclusión, discriminación y desequilibrios entre trabajo, activismo y vida, así como limitaciones en el cumplimiento de objetivos de sostenibilidad socioambiental que atraviesan también los procesos y proyectos ecotransformadores, aunque traten de poner la vida y no el capital en el centro (Alquezar et al., 2014; Grossmann y Creamer, 2016).
Premisas teórico-metodológicas
Nos situamos en una línea teórico-metodológica crítica respecto a la comprensión de la transición para la sostenibilidad, asumiendo una perspectiva antropológica vinculada a los desarrollos de la antropología económica, la ecología política y el ecofeminismo. Desde este enfoque, estimamos que la sostenibilidad debe integrar las distintas dimensiones: social, ambiental y económica. Por ello, consideramos útil abordar la sostenibilidad desde la perspectiva de la sostenibilidad de la vida, que sitúa en el centro la dimensión reproductiva de la economía y la biosfera como elementos indispensables sobre los que se asienta la esfera productiva y que conduce al desarrollo de diferentes estrategias de re-incrustación de lo humano en la naturaleza (Pérez-Orozco, 2011; Barca, 2022).
Los casos analizados ejemplifican transformaciones en, de y más allá de la modernidad capitalista (Gibson-Graham, 2008; Feola, 2019; Feola et al 2021). Muestran prácticas “realmente existentes” (Wright, 2014; Martínez Lorea, 2024), prefigurativas y propositivas cuya realización imbrica el ámbito individual con desarrollos organizacionales colectivos. Su análisis implica considerar procesos de “deconstrucción” (“unmaking”) de las ontologías socioecológicas capitalistas modernas (Escobar, 2019). Estos procesos, conllevan diversos actos interconectados (individuales y colectivos) de: reflexión, cuestionamiento, desvinculación, rechazo y desapego emocional, que permiten generar/hacer (“making”) espacio” (material y/o simbólicamente) para ontologías que conllevan una (re)conexión creativa con “la naturaleza” y cuestionan el imperativo del crecimiento y acumulación económicas (Guattari, 1986).
Para desentrañar la compleja noción de ontología, en este artículo adaptamos la propuesta relacional de Escobar (2018) y de Vincent y Feola (2020), subrayando que las ontologías no solamente existen como ideas, discursos o narrativas, sino que además sustentan prácticas y experiencias concretas. En este sentido, al preguntarnos cómo los agentes reconfiguran sus prácticas y experiencias cotidianas hemos apuntado al habitar (Ingold, 2000). El habitar apunta a espacios simbólico-materiales como resultado de la articulación de afectos, cuidados, aprendizajes, conflictos, alianzas y consensos colectivos que construyen también a los propios sujetos (humanos y no humanos) que los habitan 2 . Desde este concepto es posible abordar cómo se entretejen tres categorías centrales en el análisis: tiempo/espacio, naturaleza humana (subjetividades, relaciones sociales) y relaciones humano-no-humanos.
Estas premisas teóricas han sido claves para desarrollar una metodología etnográfica basada en casos cualitativos de estudio, que permite documentar la complejidad de las diversas experiencias, relaciones y prácticas (Simons, 2009). A continuación, describimos los tres casos enfatizando los sujetos que las protagonizan y algunas singularidades que fundamentan su elección:
El primer caso aborda los procesos de neoruralización de la Sierra Oeste de Madrid y Sur de Gredos (Ávila), área situada en el valle de los ríos Alberche y Tietar, conformada por pueblos de entre 500 y 3000 habitantes. Enfocamos el periodo que abarca desde 2015 hasta la actualidad, y que cobra especial relevancia tras la pandemia por Covid-19, ya que a partir del 2020 varias poblaciones dejan de ser entornos principalmente vacacionales, transformándose en primeras residencias y duplicando su censo. La población objeto de estudio la conformaron mayoritariamente personas de mediana edad (35-55 años), en pareja y con hijos menores, con capital económico medio y capital social y cultural alto, la mayoría tienen estudios universitarios y han tenido una sociabilidad urbana marcada por el acceso cotidiano a espacios artísticos y culturales. Tras la migración suelen mantener trabajos cualificados (en el ámbito educativo, artístico y tecnológico, así como en el entorno de las terapias alternativas), tratando de acercarlos a su nueva residencia en pos de un cambio consciente de vida y hábitos. Esto los lleva a participar y desarrollar diversas iniciativas como centros educativos alternativos, espacios de espiritualidad y medicinas alternativas, así como sistemas de aprovisionamiento agroecológico: grupos de consumo, comercios de alimentación ecológica e iniciativas productivas locales. En este caso, enfocamos particularmente iniciativas de producción y comercialización de “vino natural” producido a través de prácticas de permacultura. En el trabajo de campo se han escogido equilibradamente tanto sujetos de reciente migración (menos de 5 años), como aquellos que habitan y/o participan en iniciativas agroecológicas desde hace 10-15 años.
El segundo caso lo constituyen los SAA más extendidos en Cataluña, configurados por pequeños grupos y cooperativas de consumo de entre 20 y 30 unidades de consumo y los proyectos productivos que los abastecen de forma directa de alimentos frescos de temporada y sin productos químicos de síntesis. Los SAA tienen sus orígenes en los ochenta, pero es a lo largo de los 2000 que se observa un aumento en el número de experiencias. Se calcula que aproximadamente existen unos 160 grupos de consumo en toda Cataluña y más de 60 están ubicados en la ciudad de Barcelona. Para este artículo analizamos datos recogidos en grupos y cooperativas agroecológicas de Barcelona, Reus y El Vendrell, así como de proyectos de producción agroecológica que los abastecen de verduras, frutas y pan situados en zonas periurbanas o rurales próximas. Estos proyectos cultivan entre 2 y 5 hectáreas de huerta o gestionan pequeños obradores de elaboración de alimentos agroecológicos. Entre los consumidores/as y también los productores/as se destaca un perfil socioeconómico caracterizado por un alto capital social y cultural y un capital económico medio y bajo en algunos casos, especialmente en el ámbito de la producción, por lo que se han tenido en cuenta ambos perfiles en la recopilación y análisis de datos. Además, a lo largo del trabajo de campo se han escogido informantes que recogen la diversidad con relación a las edades (30-50 años), el género y la antigüedad en la participación en los proyectos (desde la fundación de los proyectos hasta incorporaciones recientes).
El tercer caso aborda los HUC de Madrid. Nacidos desde la ocupación de solares y organizados en La Red de Huertos Urbanos de Madrid (2010), consiguieron generar un espacio de diálogo y coparticipación con el Ayuntamiento que desembocó en la creación del Programa Municipal de Huertos Urbanos Comunitarios de Madrid (PMHUCM) (2014). Desde entonces asociaciones sin fines de lucro pueden presentar proyectos en concurso público para obtener el uso de parcelas municipales como huertos comunitarios. Los proyectos deben incluir funciones como fomentar la integración comunitaria, regenerar el paisaje urbano, impulsar la biodiversidad y producir alimentos ecológicos para el autoconsumo. No obstante, los hortelanos/as son autónomos para desarrollar estas funciones, autogestionar sus recursos y administrar el espacio, siempre que garanticen su uso público-gratuito y cumplan los criterios de agricultura ecológica. Los HUC son parte de la infraestructura verde urbana, funcionan como dotaciones verdes municipales y, simultáneamente, como comunes verdes urbanos. Para la recopilación de datos, tuvimos en cuenta que los perfiles de los hortelanos/as están vinculados a la trayectoria y singularidad de cada huerto y al tejido socioeconómico y asociativo de sus barrios. Se seleccionaron 4 huertos de los 68 existentes, 2 de ellos (HUC-1 y HUC-2) de creación previa a la municipalización, con unos 350-600 m2, en barrios céntricos donde predominan personas entre 45 y 70 años con capital social y cultural medio y alto; otros 2 (HUC-3 y HUC-4) de nueva creación con unos 1300 m2, situados en la periferia sur-este, con participantes entre 30 y 65 años y capital socioeconómico y cultural medio-bajo. También se realizaron entrevistas a miembros de La Red de Huertos Urbanos de Madrid (La Red); a técnicos del Ayuntamiento vinculados al programa; y al personal encargado de la dinamización socioeducativa del mismo.
El estudio etnográfico de los casos se realizó entre enero de 2019 y marzo de 2023, aunque para el caso de los HUC de Madrid y los SAA en Cataluña se había realizado trabajo de campo previamente entre 2013 y 2019. Se han utilizado tres métodos para recopilar datos: 1) la observación participante prolongada e intermitente, desarrollada principalmente en espacios/tiempos formales e informales cotidianos: asambleas, jornadas usuales de trabajo, eventos comunitarios, jornadas festivas y reivindicativas. La información recogida incluyó conversaciones informales y descripciones de prácticas y espacialidades, todo ello se sistematizó en diarios de campo que fueron posteriormente glosados. 2) Entrevistas semiestructuradas y en profundidad de 1 a 2 horas de duración, todas ellas grabadas y transcritas para su análisis: 25 entrevistas realizadas en Cataluña, 15 en Madrid y 43 en Sierra Oeste y sur de Gredos. La muestra recoge un perfil equilibrado de hombres y mujeres entre 35 y 60 años, con capital social y cultural medio y alto y económico medio. Estas entrevistas se han elaborado a partir de 5 grandes apartados (ver anexo). 3) Recopilación de datos secundarios obtenidos desde las propias actas de reuniones facilitadas por las entidades o agrupamientos existentes en el propio campo; el seguimiento de sus webs y redes sociales y/o las de gobiernos, administraciones locales o iniciativas regionales.
Análisis y discusión
Motivaciones y racionalidades ambientales transformadoras
En este epígrafe, indagamos en las experiencias vitales, narrativas, marcos de referencia y convenciones (Leff, 2002), desde las cuales las personas se movilizan buscando reincrustar creativamente “la naturaleza” en la vida económica, social y afectiva (Guattari, 1986), o (re)situarla en el centro de una vida digna de ser vivida (Pérez-Orozco, 2013). Precariedades, desafecciones y cuestionamientos ideológicos respecto al habitar urbano y la relación con el aprovisionamiento alimentario agroindustrial se entrelazan, dejando espacio para una racionalidad ambiental que trata de trascender la racionalidad moderna occidental que opone esencializadamente lo humano y la naturaleza (Descola, 2005); que niega los límites de la propia naturaleza y la ecodependencia intrínsecamente humana (Spretnak, 2012). Igualmente, las personas tratan de deshacer uno de los paradigmas fundacionales de esa racionalidad moderna: la ficción de individualidad de toda forma de vida, en pos de una colectividad compleja (Tsing, 2013).
En el caso de los pobladores neorrurales de la Sierra Oeste madrileña la precariedad aparece como un importante detonante de su movilidad rural desde la crisis de 2008. A pesar de tener empleos cualificados, en muchos casos son autónomos que han visto frustradas buena parte de sus aspiraciones de ascenso y bienestar social con el continuo recorte de los servicios básicos, el encarecimiento del coste de la vida y la vivienda (más de un 13% desde 2020):
[...] si es que vivía en Madrid, por…, sabes, pues no sé por qué, porque todo era una mierda, la vida urbana era una mierda [...] compartí piso hasta los 32, y luego con Pedro (ficticio), que vivíamos solos, sí, ¡pagando 1200€ por un piso de 55 metros en Chamberí! [...] se nos iba el sueldo, [...] cuando yo no facturaba un mes [...], pues a pedirle dinero a mi madre para el alquiler [...]. (FF, 37 años, diseñadora gráfica, 7 años en la Sierra Oeste de Madrid.)
A estas precariedades socioeconómicas, que se comparten en mayor o menor medida entre quienes participan de los otros dos casos de estudio, se suman dolores emocionales y también físicos. Alergias, estrés, depresiones o ansiedad, aparecen generalmente como somatizaciones de la incomodidad con el modo de vida y el entorno habitado en la ciudad:
[...] siempre estaba enferma, alergia casi todo el año, intolerante a la lactosa, al gluten, [...] algo no iba bien y mira que controlaba la comida, somos veganas, y cuidaba que todo fuera ecológico y de calidad, pero nada, [...] yo creo que era la vida en la ciudad, en Madrid, tanta prisa, tanto estrés. (IX, 45 años, profesora de secundaria, 10 años en la Sierra Oeste de Madrid.)
Los altos niveles de contaminación ambiental y acústica y el tiempo/espacio fragmentado y acelerado dedicado al trabajo asalariado, la crianza y/o los desplazamientos asociados a ello se confrontan habitualmente con el deseo de disfrutar un tiempo/espacio de socialización, autocuidados y autorrealización que se proyecta hacia una “vida en contacto con la naturaleza”.
Quienes cambian la ciudad por “la vida en el campo” imaginan y buscan incorporar los “espacios naturales” a la definición de hogar, así como tejer unas relaciones sociales basadas en la vecindad, el apoyo mutuo y la reconexión con saberes y prácticas tradicionales rurales. En “lo rural” y en “el contacto con la naturaleza”, se concibe un imaginario idílico soportado por un esquema binario que tiene mucho que ver con la racionalidad moderna y romántica sobre la naturaleza. Pero que también resulta en un intento de dar coherencia y concreción a adscripciones ideológicas desde las que ya practicaban formas de consumo y hábitos de vida conscientes orientados a favorecer el medioambiente o al menos minimizar el daño ambiental y social (Vinyals Ros, 2016).
Para quienes permanecen en la ciudad y participan en los HUC, buena parte de estas desafecciones e imaginarios sobre la naturaleza son compartidos. Los huertos son actualmente experimentados como un ‘tercer lugar’ verde (Dolley, 2019), situado entre el hogar (primer lugar) y el trabajo (segundo lugar): “bajas y siempre hay alguien con quien hablar”; donde realizar actividades que conectan a las personas con los tiempos y procesos “de la naturaleza”, aportando cierta sensación de desalienación y emancipación: “metes las manos en la tierra y se te pasa todo”. La “naturaleza” es imaginada y producida evocando el huerto rural añorado o desde el deseo del “jardín” que “en la ciudad es un lujo”, pero también desde la imagen de un “laboratorio natural” donde se aprende y experimenta: cultivando y regenerando “naturalezas”. Finalmente, en los HUC, la ansiedad y la culpa ecológica ante un mundo que se va al traste parece amortiguarse desde el imaginario de que cualquiera y todo el mundo puede “aportar su granito de arena”.
No es menos importante, en los tres casos de estudio, el sentimiento de desconexión respecto al origen de los alimentos, como son cultivados, tratados y conservados hasta llegar a la mesa. La reflexión sobre su calidad, olor/sabor y efectos en la salud, suele implicar un cuestionamiento de la producción agroindustrial y la búsqueda de más información y control sobre los procesos de producción y distribución alimentaria. En este sentido, entre las principales motivaciones de las consumidoras para participar de SAA está el deseo de aprender a “comer bien, por el tema de la contaminación y la ecología, y por el tipo de organización. Poder comprar en un sitio que no sea un supermercado” (Y. 29 años, consumidora, cooperativa de consumo, Barcelona, 6 años participando). Mientras que en los HUC se añade la posibilidad de “aprender a cultivar los alimentos en vez de comprarlos”, algo que, además, en este caso, contribuye a aliviar el gasto en una alimentación saludable para personas con escasos recursos que, cada vez más, participan en los HUC de las periferias madrileñas más afectadas por las continuas crisis económicas.
No puede desestimarse que la pandemia por COVID-19, supuso un punto de inflexión respecto a las tensiones generadas en torno al binarismo naturaleza-humanidad (Van Aert, et al., 2021) y en torno a la tensión individualidad-colectividad. Por un lado, la pandemia incorporó en la cotidianidad la evidencia de una ausencia de control efectivo sobre los procesos naturales que creíamos externos a nosotros y controlables. Por otro lado, se hizo aún más evidente la dependencia de “la naturaleza” y de las redes de cuidados y afectos que soportan las vidas.
El miedo a la enfermedad, las restricciones de movimiento y los desabastecimientos, amplificaron la tendencia hacia un "renacimiento rural", una vuelta a una forma de “vida auténtica” y “el contacto con la naturaleza” como refugio (Schwake, 2021), intensificando también hábitos de consumo saludable y de proximidad, así como prácticas de ayuda mutua (Martínez Lorea, 2024). En el caso de la población neorrural analizada, un 38 % emprendió la movilidad tras la primera fase de la pandemia y un 35% cambió sus prácticas de adquisición y consumo alimentario. Durante el confinamiento, tanto las redes de aprovisionamiento agroecológicas como los HUC mantuvieron activos los grupos de WhatsApp, intentando reorganizar las redes de cuidados de personas y cultivos, así como la provisión de alimentos frente al desabastecimiento y dificultades económicas de la población 3 . Además, en los grupos y cooperativas de consumo, se registró un aumento considerable de la demanda de productos agroecológicos y un mayor interés en estos colectivos por parte de nuevos consumidores/as (Batalla, et al. 2020). Este crecimiento en la demanda y en el número de consumidores/as volvió a la situación pre-pandémica una vez finalizadas las diferentes fases de confinamiento. En cambio, los HUC madrileños fueron sumando y manteniendo nuevos hortelanos/as procurando, tanto espacios de ocio y sociabilidad “saludables” como la autoproducción de alimentos ecológicos.
La pandemia ilustra de forma potente el rol de las emociones para detonar y canalizar conflictos y tensiones, especialmente en lo relativo a la sostenibilidad y reproductividad de la vida (Esteban, 2017). Así, observamos que se reforzaron marcos y narrativas previamente existentes en torno a la complementariedad y codependencia naturaleza-humanidad al amplificarse procesos de autorreflexión previos y participar de ámbitos colectivos. Aunque los procesos transformadores se inicien desde motivaciones individuales de cambio que prioricen, por ejemplo, una alimentación sana, un tipo de ocio y trabajo más saludable y respetuoso del entorno, la búsqueda de recursos para iniciar la transformación introduce nuevas motivaciones, necesidades y deseos -de cuidados, de conocimientos, de relaciones- que se satisfacen en /y que a la vez promueven ámbitos colectivos de transformación. Como relataba una participante de un grupo de consumo: “estoy en la coope por la gente, es una manera de vivir, y ver los productos como personas, porque ves todo lo que hay detrás de lo que comes y todo toma un valor importante”. (L. 31 años, consumidora, grupo de consumo en Barcelona, 8 años participando)
Recordemos que en iniciativas como las redes de aprovisionamiento alimentario agroecológicas o los propios HUC, el carácter político y transformador de las mismas se ha situado desde sus comienzos en la construcción de espacios cotidianos de experimentación de modelos económicos y relacionales alternativos que generan también ‘otras’ formas de afectividad entre humanos y con el entorno. Participar de estos espacios implica reflexión y aprendizaje en formas de gestión colectiva de la cotidianeidad, de toma de decisiones en común, de construcción de proyectos vitales colectivos y de autogestión, pero también de saberes prácticos tradicionales (e innovadores) en torno al cultivo, la preparación, conservación y uso de los alimentos y un mayor conocimiento sobre el funcionamiento del sistema agroalimentario, los ciclos naturales y las dinámicas productivas.
No obstante, incorporar nuevas normas, valores y prácticas basadas en una relación consciente, respetuosa y comprometida con el medioambiente y las personas conlleva también nuevas rutinas que entran en conflicto con los contextos productivos-reproductivos experimentados y los imaginarios aprendidos que enlazan el disfrute de una buena vida con el consumismo individualizado. Entre las poblaciones neorrurales, observamos que la proyección de una vida en “la naturaleza”, conectada a imaginarios rurales comunitarios, o la posibilidad de emprender proyectos económicos locales, acaba durante bastante tiempo (y a veces definitivamente) limitada por las obligaciones laborales que se mantienen en la ciudad, el trabajo reproductivo y/o los marcos de deseo de una vida que, en buena medida, sigue siendo urbana, aunque no esté anclada a la ciudad. En ámbitos como los HUC y especialmente los SAA, que implican una amplia reconfiguración de las prácticas alimentarias, la dificultad de acoplar las estructuras materiales, temporales y espaciales de la vida cotidiana con los ritmos y nivel de dedicación e implicación que requieren, conduce en bastantes casos al abandono o a una implicación intermitente, menos participativa en procesos práctico-políticos:
La gente que empieza ves que a veces se motiva mucho los primeros meses, quiere cambiar todo, luego se agobian, venir al huerto, dejar de comprar en el super, cocinar sano, reciclar, compostar, cultivar, son cosas que sobre todo son tiempo y como lo quieras hacer todo junto al final lo dejas todo [...]. (JJ, 63 años, 10 años participando en el HUC-2, integrante del grupo motor y La Red)
En los tres casos abordados observamos, además, que estas tensiones amplifican sesgos que dificultan la participación de personas con jornadas laborales largas y/o empleos precarios y/o con grandes cargas en el ámbito de la crianza, lo que interfiere en que los espacios colectivos y comunitarios transformadores lleguen a cumplir los objetivos de inclusividad y emancipación que, en muchos casos, están en la base de sus propuestas político-económicas.
Cultivar y consumir colectivamente para la transformación ecosocial
Al cultivar huertos comunitarios agroecológicos, producir vino de forma natural o participar de los grupos y cooperativas de consumo agroecológico las personas experimentan y desarrollan colectivamente maneras de abordar las interacciones e interdependencias ecológicas y sociales involucradas. Para abordar como en estos procesos se deshacen y/o transforman los modos de concebir y situar la relación naturaleza-sociedad, nos detendremos en tres prácticas: el cuidado del suelo, la recuperación de variedades locales y “antiguas” de cultivos y la producción/reproducción de relaciones sociales y colectivos. Concluimos este apartado detallando algunos de los desafíos que enfrentan los proyectos al anteponer la sostenibilidad ambiental, social y económica de los mismos y priorizar la reproducción ampliada de las vidas humanas y no humanas (Coraggio, 2004), en tanto las iniciativas abordadas no desarrollan sus prácticas al margen de las lógicas económicas capitalistas hegemónicas.
Cuidar del suelo: más allá del productivismo
La salud de los suelos es una cuestión cada vez más convocada y comprometida en los proyectos de las transiciones ecológicas urbanas y rurales (Meulemans y Granjou, 2020). En las iniciativas agroecológicas analizadas observamos una consciencia compartida de los peligros (agrotóxicos, venenos y contaminantes) que afectan a “la vida de los suelos”. El suelo mismo tiende a considerarse bien como un “ecosistema vivo” bien como una sumatoria de organismos que precisa de “alimentos sanos”, “naturales”, que mantengan su vitalidad o permitan “recuperar” su actividad orgánica y “fertilidad”. A este respecto, una productora de Vino Natural decía:
[...] esta tierra está viva, mira los bichos, las raíces, tiene humedad y está compacta, [...]s, labrar como se hace aquí es matar la tierra [...] (me acerca un trozo de tierra) huele, huele vivo. Producir con suelo muerto es imposible, bueno posible es, pero por eso sale una uva que tienen que echarle de todo para que el vino sea bueno, pero es como resucitar a un muerto (risas) [...]. (PG, 34 años, 6 años como productora de vino natural, pequeño municipio de Ávila)
Esta forma de mediación humana en el cuidado del suelo sustituye los fertilizantes y productos químicos de síntesis por técnicas como el uso de cubiertas vegetales, la reducción del labrado y los aportes de enmienda orgánica a partir del compostaje. La relación con el suelo tiende a orientarse, así, desde un proyecto técnico que imbrica valores éticos, de convivencia y cuidados entre humanos y no-humanos con saberes tradicionales agrarios renovados desde la agroecología, la permacultura y, en algunos casos, desde la microbiología agrícola, la bioquímica y otras ciencias. Introduce, además, una temporalidad socioecológica contrapuesta y crítica con las representaciones homogéneas, lineales, aceleradas y predecibles del tiempo de la agricultura agroindustrial orientada a la maximización de la productividad del suelo (Puig de la Bella Casa, 2015).
El compostaje resulta ser una práctica especialmente llamativa en Madrid, donde los HUC han tenido un rol activo en su implementación y difusión incluso antes de la creación del PMHCM, que lo formalizó como práctica “obligada”, orientada a regenerar los suelos urbanos y a concienciar sobre la producción y tratamiento de los residuos. El compostaje introduce una relación transformadora con los residuos orgánicos al cuestionar su estatus de “basura” conectando el ámbito doméstico con el ámbito público urbano, además de una especie de ecologización de las prácticas, entendida como la multiplicación de entidades y formas de relación (Hache, 2011). Como relataba el hortelano de un HUC con experiencia en el compostaje:
[...] es que la propia basura, bueno, el desperdicio que se puede compostar contiene vida que hace vida y ahí pues parece que tu no haces nada pero para que tenga calidad pues tienes que estar, aprendes todo el rato, no solo de lo que lees o lo que te cuentan, aprendes de los bichos, de lo que hueles, es medir la humedad, el frío, el calor, estar pendiente de lo que comes y echas, es como que te conectas… no solo con los bichos, con el proceso […]. (L. 55 años, 4 años participando en el HUC-3)
Recuperar variedad locales y “antiguas”
Gran parte de los proyectos de producción agroecológica practican y defienden la recuperación de variedades locales y tradicionales o “antiguas” marginadas por no ser tan productivas y, por lo tanto, no tan rentables monetariamente. Por ejemplo, los viticultores neorrurales de la Sierra de Gredos recuperan variedades como el Alvillo Real que permiten vinos “naturales” de calidad y diversos obradores de pan agroecológico en Cataluña utilizan variedades de cereales como el formento o la xeixa, consideradas “más digestivas”. Las variedades locales “antiguas” poseen un alto grado adecuación al medio y de diversidad genética, lo que puede suponer una ventaja adaptativa en el contexto actual de emergencia climática (Vara y Cúellar, 2013). Además, dichas variedades resultan de una prolongada selección cultural realizada por campesinos/as y agricultores/as, incorporan propiedades vinculadas a gustos y tradiciones culturales de la población y a menudo se les atribuyen beneficios para la salud.
El uso de las variedades tradicionales y locales pone en el centro la recuperación del conocimiento ecológico local acumulado y su papel en la conservación de la biodiversidad, pero actualmente ello implica también un diálogo entre saberes ecológicos tradicionales y tecno-científicos (Berkes y Turner, 2005; Utter, et al 2021) como se refleja en los casos de estudio.
Tomando como ejemplo el ámbito hortelano urbano, vemos que la propia clasificación “variedad local” y “antigua” se convierte en una clasificación flexible y disputada en la práctica. Los HUC, están llamados a ejercer como recuperadores y reproductores especies ecológicas locales desde el propio PMHUC. Para ello el programa suministra plantones ecológicos de variedades locales dos veces al año, además de formación y asesoramiento sobre cosecha de semillas y semillado y se incentiva el intercambio de semillas entre los HUC y en el Banco de semillas (Ecosecha). Sin embargo, en la práctica cotidiana de los HUC, lo “ecológico” se circunscribe a ser cultivado “sin químicos” y las categorías local y tradicional incluyen valoraciones simbólicas y afectivas: “tomates del pueblo, que le salieron riquísimos a mi cuñada” o “maíz que me envió mi hermano desde el Perú”. A ello debe sumarse el cultivo de especies compradas a bajo precio y sin garantías que suelen complementar procesos de semillado y conservación no siempre exitosos:
Entre los semilleros que no nos salen, las semillas que no es tan fácil conservarlas aquí y lo poco que cunden los plantones del ayuntamiento pues al final compras donde te pilla mejor… para no dejar bancales vacíos, luego claro, se nos mezcla todo y no podemos intercambiar semillas, si no llevas semillas bien puras pues no te las cogen. (R, 60 años, 5 años participando en HUC-3)
Los HUC conforman, así, un ecosistema antropizado y muy variable, a menudo se mezclan especies locales y ecológicas con foráneas y no ecológicas, planteándose interesantes debates en torno a qué biodiversidad se quiere fomentar y para qué; qué es realmente una variedad local y tradicional en una ciudad; de qué maneras una selección experta de especies ecológicas y locales puede suponer formas de exclusión en la diversidad en la participación; cómo impulsar las relaciones entre iniciativas agroecológicas rurales locales y los HUC.
(Re)Producir alimentos y relaciones sociales
Estos proyectos agroecológicos no solo producen alimentos, sino que, al hacerlo, también producen y reproducen relaciones sociales (López-García, 2020). Como apuntamos anteriormente, estas relaciones transforman subversivamente las formas individualizadas hegemónicas de solventar necesidades materiales y afectivas o de conocimiento, entender el acceso a los recursos naturales y manejarlos, resituando estas cuestiones en el ámbito de lo colectivo, el bien común y la cooperación. En este sentido, las relaciones sociales que se generan pueden entenderse como transformadoras ya que implican una democratización del cuidado y de los recursos y pueden configurar, además, redes politizadas para impulsar transformaciones desde y más allá de lo local. Una elaboradora de pan agroecológico lo expresaba así:
El pan es un producto que queremos hacer de calidad, pero también es un medio, una manera de tejer relaciones. Nos permite establecer vínculos, redes, para crear la posibilidad de cambio, de transformar las cosas [...] (VP, 28 años, elaboradora en Alt Camp, 2 años participando).
Para abordar estas cuestiones tomamos como referencia los SAA en Cataluña donde estas relaciones incluyen desde la toma colectiva de decisiones en asamblea, la participación en grupos de trabajo para realizar tareas específicas, la relación directa entre productoras y consumidoras pasando por la construcción colectiva de sistemas de garantía participativos, entre otras. Consideramos especialmente relevante la relación directa que caracteriza las relaciones entre los productores/as y consumidores/as, en tanto cuestiona el fetichismo de la mercancía del sistema de mercado capitalista que invisibiliza las relaciones de producción (Marx, 1999 (1867)). Esta relación busca minimizar la distancia no solo física sino también social y política -entre ciudad y campo, producción y consumo - cuando se tratan de resolver necesidades específicas tanto de los consumidores/as como de los productores/as y apunta a la necesidad de crear sistemas alimentarios basados en unas relaciones de producción “justas”.
En la práctica, los consumidores/as conocen de forma cercana la realidad y necesidades de los agricultores/as: se habla semanalmente con los productores/as para organizar pedidos, se participa conjuntamente en asambleas y en redes de información, se visitan huertos y obradores principalmente. Este “conocer” implica empatizar y confiar, lo que permite afianzar las compras semanales, a menudo, bajo el modelo de cajas (o cestas) cerradas cuyo contenido deciden los agricultores/as y cuyo precio, decidido asambleariamente en algunos casos 4 , trata de mantenerse fijo, independiente de posibles variaciones en la cantidad y la calidad de las verduras, causada por la estacionalidad o la climatología. Esto asegura estabilidad a los agricultores/as y evita la generación de excedentes. Por su parte estos últimos/as comprometen sus precios al margen de las fluctuaciones en el mercado y considerando las posibilidades de los consumidores/as; además participan en redes de agricultores agroecológicos donde intercambian conocimientos, herramientas y productos para tratar de ofrecer una mayor diversidad y calidad.
Como vemos, los aspectos económicos están íntimamente ligados a las relaciones sociales entre los participantes, concretamente, la relación directa involucra una confianza mutua que, a menudo, se transforma en relaciones de reciprocidad. Ahora bien, también presenta una serie de limitaciones que afectan especialmente a los productores/as. Mantener relaciones casi personalizadas con los consumidores/as de los distintos grupos de consumo, suprime la presencia de intermediarios -percibidos como agentes que aplican un margen injusto en el precio de los alimentos que afecta a los consumidores/as y que se apropian de una parte del valor que correspondería a los productores/as- pero implica aumentar considerablemente las horas en gestión y logística en relación con la escala reducida de los volúmenes de compra. Por otro lado, el compromiso de los consumidores/as sigue centrado en la compra y no abarca prácticas más profundas de corresponsabilidad, como compartir los riesgos de la producción ante posibles pérdidas por el clima o las plagas o asumir la responsabilidad del acceso a los medios de producción, la financiación, la planificación de la producción o la consecución de buenas condiciones de trabajo. Así, “conocer” a los productores/as no alcanza para transformar las relaciones de producción que siguen implicando la (auto)explotación de quienes cultivan los alimentos (Homs et al 2021). En este sentido, se precisa una reflexión profunda sobre la capacidad real de transformación de la relación directa pues sigue manteniendo relaciones de trabajo injustas en un contexto capitalista.
Algunas tensiones entre la lógica de la acumulación de capital y la sostenibilidad de la vida
Hasta aquí hemos desgranado algunos ejemplos de prácticas ecotransformadoras tanto en el ámbito de la producción como del consumo agroecológico. También, en cada caso, hemos apuntado ya algunos desafíos que entrañan. Para concluir este apartado consideramos importante subrayar tres limitaciones de fondo que desafían la capacidad real transformadora de las iniciativas analizadas y su apuesta por una reproducción ampliada de la vida.
Primero, siendo colectivos insertos en el mercado capitalista, dependen de él para la adquisición de diversos recursos materiales: combustibles fósiles, herramientas, sistemas de información y transporte, entre otros. Las iniciativas se enfrentan a la dificultad de asumir estos gastos, ser sostenibles económicamente y tratar de ampliar la participación a personas con menos recursos económicos. Además, la cuestión se complica porque tratan de internalizar los costes sociales y ambientales de la producción de alimentos y de los servicios medioambientales que aportan. En el caso de los productores de vino natural y los SAA, al establecer los precios de los alimentos, los valores sociales y ambientales no siempre se priorizan ya que los intercambios se acaban efectuando en un contexto de mercado donde sigue predominando el valor de cambio y que además está afectado por la creciente cooptación de grandes comercializadoras de productos ecológicos y locales (Alonso-Fradejas et al, 2020). Mantener unos precios justos y a la vez accesibles y competitivos, solo es posible a costa de los productores/as y consumidores/as concienciadas que soportan -sobre sus cuerpos y economías- el sobrecoste de los servicios socioambientales del aprovisionamiento de alimentos agroecológicos que el sistema agroindustrial sistemáticamente externaliza. Cuando los alimentos no se comercializan, como en los HUC, el sobrecoste implícito en los servicios socioambientales que aportan es igualmente asumido por los participantes, descargando al Ayuntamiento de una parte de los costes de mantenimiento, mejora y multifuncionalidad de la infraestructura verde.
Segundo, algunas de las prácticas con capacidad ecotransformadora presentan a su vez ciertas ambivalencias que limitan la escala de los proyectos y su viabilidad económica. Como hemos visto, la relación directa entre producción y consumo y/o internalizar los costes socioambientales, suponen una sobreexplotación y exigencias militantes que repercuten en la viabilidad y estabilidad temporal de los proyectos, además, dificulta el llegar a comunidades más amplias y más sectores. También, en iniciativas de producción agroecológica, el hecho de mover volúmenes pequeños o muy parcializados genera dificultades logísticas y económicas que entorpecen la intercooperación (especialmente coordinar el transporte y hacer comercialización conjunta) que reforzaría, a la vez, la viabilidad económica y la posibilidad de escalar los proyectos. Como vemos, la sostenibilidad y escalabilidad de las iniciativas que tratan de evitar estrategias que el sistema de mercado ya tiene y que son insostenibles social y medioambientalmente, precisa de transformaciones en el marco estructural de posibilidades, ante lo cual el papel del Estado y gobiernos locales es central.
Tercero, hay fuertes limitaciones en el acceso a este tipo de sistemas de aprovisionamiento. El principal limitante en los SAA es el precio de los alimentos, pero en los tres casos, observamos que el acceso a la información y la disponibilidad de tiempo para una implicación que requiere incorporar nuevos conocimientos y la realización de trabajo no remunerado son aspectos que condicionan la participación con relación al capital cultural, social y económico. De todos modos, en el escenario actual de cambios en las formas de movilización política respecto a periodos anteriores, se están desarrollando nuevos proyectos que tratan de abordar estas limitaciones en el acceso a través del cambio de escala, por ejemplo, en el ámbito de los SAA, mediante la construcción de supermercados cooperativos.
Diálogos con el ámbito institucional: dependencias, precariedades y autonomía
En los últimos cuatro años, la pandemia de COVID-19 y la crisis económica resultante impulsaron las agendas políticas europeas dedicadas a salud, reorganización de los sistemas agroalimentarios y reequilibrio entre el ámbito rural y urbano, ganando un mayor protagonismo el enfoque agroecológico en las políticas públicas. Esto se refleja a escala nacional en la nueva PAC 2022, el Plan nacional de Recuperación, Transformación y Resiliencia (2021), las políticas alimentarias urbanas para la sostenibilidad o los Planes Especiales de Infraestructura Verde y Biodiversidad. Este escenario contrasta, no obstante, con una implementación local poco efectiva. Por un lado, el cambio de ciclo político en gobiernos municipales y autonómicos (2019-2023), ha dificultado la continuidad y expansión de espacios coparticipados en la aplicación de las políticas y de posiciones de poder estratégicas ocupadas por personas afines a la agroecología, la soberanía alimentaria o el ecologismo. Por otro lado, como veremos, las pequeñas iniciativas agroecológicas encuentran limitaciones prácticas para beneficiarse de las nuevas políticas en un contexto de creciente convencionalización y cooptación del enfoque agroecológico. Procesos de fagocitación ya clásicos del llamado capitalismo verde (Friedmann, 2005; Giraldo y Rosset, 2017). Para mostrar de qué modos las iniciativas ecotransformadoras se ven afectadas por y tratan de afectar a las actuales agendas de las instituciones públicas sobre la transición ecosocial apuntamos a tres áreas especialmente relevantes de precariedades y propuestas, en las que nos detendremos a continuación: el acceso a la tierra, los incentivos a prácticas verdes y servicios medioambientales y la cuestión de la certificación ecológica.
Ante la baja movilidad del mercado de la tierra y el elevado precio del suelo, las demandas como la custodia del territorio, los contratos territoriales de explotación o los bancos de tierras municipales, son ampliamente compartidas (Gutiérrez Ansotegui et al., 2021). Sin embargo, las respuestas administrativas en el ámbito rural y periurbano siguen siendo tímidas y discontinuas. Ni los pequeños productores de vino natural de La Sierra Oeste ni los productores de los sistemas de aprovisionamiento analizados en Catalunya participan de los escasos bancos de tierras y parques agrarios municipales existentes, sino que engrosan el porcentaje mayoritario de casos que recurren al arrendamiento y a la cesión informal de tierras en desuso. Particularmente, el caso de los pobladores neorrurales de la Sierra Oeste de Madrid y Sur de Gredos ilustra, cómo los escasos incentivos para acceder a suelo agrario, vivienda e infraestructuras, favorece el asentamiento de agentes neorrurales de edad media, con trabajos urbanos estables que no vinculan su proyecto vital al desarrollo de emprendimientos agroecológicos. Esto, influye también en una concentración de esta población en pueblos bien conectados con los centros urbanos, donde encuentran apoyo en redes de afines que facilitan el arraigo y la incorporación al tejido de servicios neorrurales alternativos ya existentes (espirituales, educativos, sanitarios, de aprovisionamiento).
Significativamente, la cesión de tierras municipales para usos productivos y servicios socioambientales agroecológicos ha tenido especial concreción en las ciudades. En Madrid, la cesión de tierras municipales para crear HUC comenzó en 2014 con la creación del PMHUC, como respuesta a las demandas y propuestas del asociacionismo hortelano (La Red), vecinal (FRAVM) y ecologista. Hasta 2018 la mayoría de los HUC legalizaron su situación uniéndose al programa. Aunque continúan las cesiones de parcelas municipales para abrir nuevos huertos, actualmente un importante volumen está destinado al nuevo Proyecto Barrios Productores que involucra la creación de un Banco de Tierras con 283 parcelas (242 Ha) en la corona metropolitana, destinadas a la formación y la explotación agroecológica comercial. Esta fórmula, aun respondiendo a demandas y propuestas previas del sector agroecológico urbano -como ampliar y diversificar la infraestructura verde urbana y promover la profesionalización agroecológica- también suscita algunas dudas. El escaso apoyo financiero y la breve temporalidad de las cesiones de suelo pueden limitar la participación de agentes con menor capital económico y de proyectos agroecológicos que impliquen procesos regenerativos y de cultivos a largo plazo. Además, puede suponer un énfasis excesivo en formas de naturalización de la ciudad orientadas por principios mercantiles.
En cuanto a los incentivos de la administración a las llamadas prácticas verdes y los servicios medioambientales, resulta un tema especialmente controvertido en los casos de estudio. A pesar de que las nuevas legislaciones agrarias consideran la importancia de las prácticas verdes y tratan de estimularlas con pagos directos, gran parte de los proyectos productores agroecológicos que hemos observado no se benefician de ellos. La mayoría no cumplen con los requisitos en cuanto a propiedad de suelo, extensión de la finca y rendimiento, que sigue beneficiando a medianos y grandes productores/as. Además, los nuevos ecorregímenes sólo computan una práctica por año, dejando fuera la variedad de prácticas relacionadas entre sí que precisamente dan sentido a las propuestas de sostenibilidad de las pequeñas iniciativas agroecológicas. Pero, principalmente, los incentivos resultan inasumibles por contener una carga burocrática excesiva y exigir formas de formalización y justificación de actividades difícilmente asumibles. Así, mayoritariamente se opta por seguir aportando de forma autónoma servicios medioambientales considerados inseparables de los valores que vertebran los proyectos. Un productor de vino natural decía al respecto:
[...] papeles no David, nunca más, si dejé mi vida capitalista no era para meterme con eso, no se dan duros a pesetas, si te apoyan te piden más y esto es algo que hacemos desde el alma, sino tendríamos que cambiar cosas -¿qué cosas? - pues tener que asociarnos oficialmente, y sobre todo dar cuenta [...](VN, 49 años, 10 años como viticultor natural en Gredos)
No obstante, recurrir a las ayudas o subvenciones públicas es, en muchos casos, necesario para asegurar la viabilidad económica social y ambiental de los proyectos y su expansión, como ya hemos visto. Ello implica adaptarse al marco de la multifuncionalidad que sustenta las subvenciones, según el cual la actividad del agricultor/a además de productiva es de protección medioambiental, de desarrollo rural, formativa y de difusión. Ahora bien, no todos los pequeños productores agroecológicos poseen un capital social y cultural de partida que facilite esta adaptación. Por otra parte, quienes logran adaptarse a este marco burocrático y de multifuncionalidad enfrentan importantes tensiones. Como decía una elaboradora de pan de una cooperativa agroecológica: “ganamos más dinero hablando de la pagesia (campesinado) y la agroecología que haciendo panes” (JK, 38 años, elaboradora en la Conca de Barberà, 9 años participando). Aunque, como añadía un horticultor agroecológico: “[…] al final dejas la huerta descuidada por 700 pavos (euros) de un curso que lleva horas preparar pero si yo necesito 5000 para un proyecto de riego en mi huerto, o para eliminar el plástico, pues no” (L. 55 años, miembro de La Red, fundador de un huerto agroecológico con más de 20 años, Paracuellos del Jarama, Madrid). La financiación pública se percibe como desanclada de las posibilidades y de las “necesidades prácticas” de los pequeños proyectos productores agroecológicos, desequilibrada hacia el ámbito formativo, de investigación y difusión y condicionada por quien otorga los recursos, mayoritariamente el Estado, y quienes los distribuyen: consultoras, fundaciones y empresas que concurren a las convocatorias.
El caso de los HUC recoge también parte de estas dificultades a pesar de desarrollarse en el ámbito público-comunitario y estar arropados por diversos planes y políticas de sostenibilidad urbana. El propio PMHUC dispone de un presupuesto escaso y los huertos carecen de incentivos económicos directos a pesar de sus aportaciones (materiales, innovación, trabajo y cuidados.) a la infraestructura verde y la biodiversidad urbana. Siendo no-comerciales, sólo pueden financiarse mediante “donativos” de los hortelanos/as y aportaciones de las asociaciones promotoras (vecinales y otras) o bien articulándose con otras instituciones (educativas, ONGs y empresas) en proyectos subvencionables. Pero como decía un hortelano en una asamblea de un huerto de reciente creación donde se sopesaba concurrir a diversas convocatorias: “[...] no solo es inventar un proyecto, gestionarlo, que no cualquiera sabe, también ver si al final estamos promocionando algo que no... tampoco quieres eso… de hacer greenwashing con un huerto comunitario […]” (J, 38 años, grupo motor, 2 años participando en el HUC-4)
Finalmente, la cuestión de la certificación ecológica de los productos agroecológicos ilumina las tensiones que derivan del auge del ‘consumo eco’ y saludable y la cooptación de la agroecología desde el agronegocio y el ámbito institucional público, algo que particularmente atañe a los SAA analizados en Cataluña y los productores de vino natural abordados en Madrid (ya que los HUC solo producen para el autoconsumo). La certificación ecológica es un sistema de estandarización y regulación que garantiza la conformidad con la normativa europea 5 de producción ecológica y protege los términos utilizados en el etiquetado, como "ecológico" u "orgánico". Actualmente las comunidades autónomas pueden elegir un sistema público privado o mixto de certificación, sin embargo, un sistema público como el de Cataluña o Madrid, no implica gratuidad. Las iniciativas (productores, elaboradores, importadores y/o comercializadores) deben costear este proceso, lo cual afecta al precio final del producto y perjudica a los productores más pequeños (Vara-Sánchez et al., 2014). A esto hay que añadir que la carga burocrática y fiscalización que el sello implica es tal que algunos proyectos incluso han abandonado la certificación ya obtenida. Como argumentaba una productora de quesos agroecológicos en un evento sobre el papel de los espacios de agricultura y producción urbana y periurbana en Madrid (La Maliciosa, 2/2/2023):
[...] es un error de base que quienes prestamos un servicio no solo alimentario sino generando un beneficio social y ambiental encima tener que pagar por ello, dada la precariedad existente eso significa quitarnos ese coste de nuestro sueldo o de nuestro tiempo [...] (LS, 44 años, tras dejar su trabajo de asesora funda Quesería Jaramera (Madrid) en 2016).
La certificación formal tampoco favorece las relaciones de solidaridad entre iniciativas de aprovisionamiento agroecológico ya que quienes estén dados de alta en el sistema formal tendrán que trabajar al 100% con materias primas y productos certificados, no podrán comprar -ni por tanto apoyar- productos de proyectos afines y locales sin sello oficial. Además, empuja a los pequeños productores y elaboradores agroecológicos al ámbito estandarizado e integrado en el sistema agroindustrial convencional, donde lo ecológico se reduce a un inventario de técnicas productivas estandarizadas. Como muestra el caso de los productores de “vino natural de mínima intervención”, asumir la certificación restaría “exclusividad” a su producto, emplazándolos a un escenario cada vez más concurrido por grandes y medianos productores de vino ecológico y local. Consideran que “hacer un buen vino que esté dirigido a las personas, hacer comunidad y cuidar el entorno”, es “un acto de honestidad con la naturaleza y con las personas”. Este valor moral y político que implica la ausencia de “disfraces” en el vino, “sin sellos, pero con ética y alma”, es el principal “valor añadido” de sus vinos, que no reflejan ni las certificaciones ni las denominaciones de origen (DOP) a las que también cuestionan:
[...]eso es una mafia, no, no, las DOP, son chiringuitos que siempre tienen un político y caciques detrás[...] otra cosa sería que fuéramos capaces de crear un terroir Gredos a través de crear una comunidad capaz de luchar desde abajo, desde nosotros, como el sindicado francés de viticultores naturales[...].(VN, 49 años, 10 años elaborando vino natural en Gredos)
Todo lo anterior favorece que las pequeñas iniciativas agroecológicas tiendan a establecerse más allá de los estándares institucionales como forma de oponerse y resistir a procesos de expropiación, burocratización y estandarización, proponiendo alternativas a las certificaciones ecológicas. Entre ellas destacan los Sistemas Participativos de Garantía (SPG), basados en implicar conjuntamente a productores/as y consumidores/as, así como a figuras técnicas de administraciones u ONGs en el ejercicio de un control mutuo sobre la base de un sistema de criterios compartidos (Cuéllar y Reintjes, 2009). Sin embargo, el desarrollo de los SPG como el SAES (Sello AgroEcoSocial) en Madrid y en Cataluña el desarrollado por La Xarxeta, no parecen cuajar. Su gestión implica un alto nivel de participación en trabajo no remunerado pero profesionalizado, prolongado en el tiempo y por tanto difícil de mantener dada la precariedad de los proyectos productivos (Moya, 2009). Tampoco ayuda la incertidumbre y escaso avance respecto a los mecanismos de reconocimiento oficial de los SPG, así como la complicidad institucional con el marketing agroindustrial en la difusión de un imaginario que asocia ideas de naturalidad, ruralidad, proximidad y procesos tradicionales en eslóganes e imágenes publicitarias, cooptando y reescribiendo el discurso sobre la salud y la sostenibilidad ambiental que la agroecología lleva tiempo desarrollando, y contribuyendo, así, a la despolitización de sus propuestas transformadoras (Guthman, 2004; Alonso-Fradejas, et al, 2020).