Este libro de Ramón Máiz es una gran contribución teórica al estudio del fenómeno político moderno conocido como
El libro está compuesto por diez capítulos. Los cuatro primeros están centrados en la cuestión nacional en términos teóricos. Los cuatro capítulos siguientes analizan distintos escenarios históricos: el periodo constituyente de EE. UU. a finales del siglo
El primer capítulo estudia la obra de dos autores clave en la conformación del fenómeno nacional moderno: el francés Emmanuel-Joseph Sieyès y el alemán Johann Gottlied Fichte. El principal objetivo de este capítulo es mostrar que ambos autores, a pesar de sus diferencias, representan caminos distintos para llegar al mismo sitio: la defensa de lo que el autor denomina «nacionalismo monista»; esto es, la idea, asumida acríticamente, de que un Estado moderno busca tener una nación política o la idea de que una nación aspira a tener un Estado. Son las dos caras de la misma moneda. En cierto modo, el debate entre ambos no cuestiona el monismo nacionalista dentro de un mismo país.
El capítulo segundo se centra en analizar críticamente uno de los grandes malentendidos del hecho nacional: la diferencia entre los conceptos de nación cívica y nación étnica. Argumenta de forma convincente que esta dialéctica es falsa porque la realidad empírica muestra que no existe ni ha existido nunca una nación cívica sin algún componente étnico-cultural. Máiz señala que el carácter cívico y étnico de las naciones son rasgos simbióticos y siempre se dan de forma simultánea. Utiliza un estudio de caso muy revelador: la respuesta de la Francia republicana y su ida de nación cívica ante la cuestión de la integración de su población inmigrante (pp. 123-135). Máiz considera que no es tan paradójico que Francia, que apela a los argumentos más fuertemente cívicos sobre la idea de pertenencia nacional, pueda desembocar en prácticas étnico-culturales sobre la forma de mostrar, ejercer y exigir dicha pertenencia. Al contrario, esta es precisamente la prueba de que ambos elementos están indisolublemente unidos. Tal vez cabría preguntarse si todas las naciones utilizan esa fusión cívico-étnica de la misma manera: ¿es posible que esta relación admita graduaciones: una simbiosis más «intensa» o más «tenue»? El ejemplo francés tal vez representa un ejemplo de simbiosis «intensa» entre lo cívico y lo étnico, pero no es seguro que todas las simbiosis entre lo cívico y lo étnico sean igual de intensas en todos los países.
El capítulo tercero se centra en analizar la relación entre nacionalismo y nación. Acorde con el modelo de «constructivismo realista» (p. 149) que Máiz ha defendido en toda su obra académica, rechaza la idea de que existan naciones prepolíticas y, con rotundidad, sostiene que «no son las naciones las que crean el nacionalismo, sino que son los nacionalismos los que crean las naciones» (p. 146). ¿Es posible una nación moderna sin nacionalistas? Esta pregunta es respondida de forma implícita: parece difícil. Para entender la cuestión nacional, por tanto, no hay que estudiar las naciones sino los nacionalismos. A su juicio, existen tres tipos teóricos de nacionalismos: el nacionalismo orgánico, el nacionalismo cultural y el nacionalismo pluralista (aquí los llamaremos nacionalismos 1, 2 y 3). El nacionalismo 1 tiene dificultades para articular la diversidad y apuesta por el dogmatismo comunitario, lo cual es poco compatible con los principios democráticos y los derechos individuales. El nacionalismo 2 es más acorde con los valores liberales porque integra la pluralidad identitaria en una misma idea nacional: es el nacionalismo que la gran mayoría de nacionalistas ha tratado de justificar como válido. El nacionalismo 3, por el contrario, es una versión extraña, todavía sin mucha concreción histórica ni perfiles definidos, tal como confiesa el autor, y a cuya explicación teórica dedica muy pocas páginas (pp. 172-176). Básicamente se diferencia del nacionalismo 2 en su pretensión de evitar la creación de una comunidad nacional monista, lo que se traduce en la diferencia entre la idea de una «nación plural» y la idea de una «comunidad política plurinacional» (p. 172). El matiz parece sutil, pero es una de las claves centrales de todo el libro. Para Máiz, un nacionalismo pluralista tipo 3 está orientado a la creación de una comunidad política distinta de la idea de nación monista que hemos conocido desde Sieyès y Fichte. La gran pregunta es: ¿ha existido algo parecido alguna vez? ¿Es posible crear una comunidad política plurinacional que sea no monista? ¿Es posible un nacionalismo que aspire a una comunidad no monista? Máiz es consciente de la dificultad y en los siguientes capítulos intenta acercarse a distintas tentativas de lo que podría ser un nacionalismo pluralista o nacionalismo 3.
El capítulo cuarto está dedicado a describir el tipo de democracia más acorde con este modelo de nacionalismo pluralista. Máiz señala los dos rasgos de toda comunidad política moderna que suelen ser olvidados en la mayoría de las teorías: que a) son siempre incompletas, y b) son creadas siempre de forma endógena en función de los propios actores y del contexto. Tanto las versiones del nacionalismo liberal como los teóricos del republicanismo cívico o del patriotismo constitucional —todos ellos representantes del nacionalismo 2— tienden, según Máiz, a olvidar que las comunidades políticas difícilmente son monistas. Por tanto, «es preciso redefinir la nación como comunidad política plural en proceso, como síntesis siempre provisional y contestada de elementos culturales y cívicos» (p. 201). A mi juicio, no queda muy claro cómo es posible distinguir el nacionalismo 2 y el nacionalismo 3, salvo que asumamos que, en determinadas comunidades políticas como la española, lo que ocurre es que hay más de un nacionalismo político en disputa. En estos casos, hablar de
En los siguientes cuatro capítulos Máiz indaga en cuatro contextos históricos diferentes con el fin de encontrar algún rastro de algo que pueda parecerse a ese tipo de nacionalismo pluralista tipo 3 que tiene en mente. Para ello se sirve de la obra de cuatro autores (James Madison, Álvaro Flórez Estrada, Francesc Pi y Margall y Otto Bauer), a los que les une una concepción pluralista del hecho nacional o, dicho de otra manera, son autores recelosos del nacionalismo monista. El capítulo quinto, dedicado al periodo constituyente de EE. UU. y el papel de las reflexiones de James Madison, es iluminador. Máiz demuestra un fino conocimiento de este periodo histórico y de las tensiones filosófico-políticas que alumbraron el nacimiento político e institucional de EE. UU. Madison no solo fue un gran teórico —uno de los autores de
El capítulo sexto está dedicado a analizar el primer periodo constitucional en España que alumbró la Constitución de Cádiz de 1812, tratando de rastrear cómo operó en esa época el concepto de nación y la idea del reparto territorial del poder. Es un capítulo donde se explica cómo se fue gestando el concepto de nacionalismo monista dentro del liberalismo, así como el rechazo al proyecto federal en nuestro país. Máiz destaca que en este periodo hubo una voz que merecería ser recuperada, la de Álvaro Flórez Estrada, cuyo libro
El capítulo séptimo está dedicado a uno de los autores españoles más relevantes que ha reflexionado sobre el hecho nacional y el federalismo: Francesc Pi y Margall. Máiz explica de forma ordenada los rasgos del pensamiento del autor catalán: la influencia temprana del anarquismo que ayudó a moldear su carácter ácrata (p. 324); su republicanismo político, que le sirvió para criticar la forma monárquica (pp. 337-344); su defensa del federalismo, que le sirvió para criticar modelos homogeneizadores como el republicanismo jacobino francés (p. 343); la defensa del pacto federalista entre individuos y nacionalidades, que implica la renuncia al principio de autodeterminación unilateral (p. 353), etc. La imagen de Pi y Margall que presenta Máiz es adecuada para calificar a este pensador como un defensor de la plurinacionalidad en un tiempo histórico en que este concepto aún no existía. ¿Es Pi y Margall un nacionalista pluralista, tipo 3? Parece claro que no creía en el nacionalismo monista, pero tampoco está claro el tipo de nacionalismo práctico que inspira su obra
El capítulo octavo se centra en la caída del Imperio austrohúngaro, una estructura plurinacional que se desintegró para dar lugar a una multitud de comunidades nacionales a principios del siglo
Tras este recorrido, los dos últimos capítulos condensan la propuesta del profesor Máiz a favor del federalismo plurinacional como la mejor fórmula política para un país como España. El capítulo noveno analiza el federalismo plurinacional desde la perspectiva institucionalista, y aquí su conclusión es clara: «Es un sistema no jerárquico basado en organizar una matriz horizontal multinivel o, mejor aún, multicéntrica de gobernanza» (p. 414). Máiz afirma que no existe una única manera de concebir formal e institucionalmente este sistema político. En el epígrafe clave de este capítulo, titulado «Federalismo plurinacional: ¿contrato o coordinación?», resume en dos frases el meollo de la cuestión: «Un contrato implica un intercambio de cumplimiento asegurado o, lo que es el mismo, un intercambio en el siempre un agente externo, el poder judicial del Estado, debe garantizar su cumplimiento. El federalismo, sin embargo, consiste en la regulación institucional de una matriz de interacciones a largo plazo en la que los propios participantes contribuyen a su actualización y mantenimiento» (p. 432). Aquí se respira el mismo resquemor que Madison atribuía al federalismo monista (
Para Máiz, lo importante en el federalismo plurinacional no es la existencia de leyes y su obligado cumplimiento, sino la existencia de «actores legisladores» capaces de jugar el juego de la política con carácter abierto, flexible y contingente. Por ello, lo importante en dicho sistema político es analizar la «estructura de incentivos» (pp. 410-411) que permiten a los actores jugar entre las distintas opciones nacionalistas que conviven en un mismo espacio político. El autor es consciente de que este esquema institucional es «endémicamente inestable» (p. 413) porque tiene que luchar contra dos tentaciones: el afán centralizador y la existencia de deslealtad. En este punto, el autor es consciente de que el federalismo plurinacional admite distintas variantes. Tal vez hubiera sido deseable comparar cuáles son las diferencias entre un sistema federal y nuestro sistema autonómico porque la autonomía puede llegar a ser incluso más plurinacional que el propio federalismo (
Es por esta razón por la que el capítulo décimo con el que acaba el libro viene a complementar el anterior en un aspecto esencial: para Máiz, un federalismo plurinacional no puede sostenerse si no tiene ciudadanos con una cultura política acorde con dicho modelo. Se necesita una cultura federal, que es algo más que cultura cívica: es una «práctica de sentido, de horizontes de expectativas, de prácticas semióticas intersubjetivas» (p. 464), esto es, personas que ideológicamente apuesten por un nacionalismo federalista y pluralista. Señala que esta cultura política exige grandes dosis de adaptación, resiliencia y margen de experimentación. El tema de las emociones es un asunto crucial: analizar las emociones es imprescindible para conocer la viabilidad de un sistema federal plurinacional, qué sentimientos ayudan a consolidarla y cuáles contribuyen a su degradación, su menosprecio o su inviabilidad. Necesitamos, por tanto, más que cambios constitucionales y leyes bien diseñadas, «cambios constitucionales sin reformas, silencios constitucionales, silencios acordados» (p. 475) que permitan a esa comunidad política y a sus nacionalistas olvidarse de la aspiración de buscar una nación finalista, sustancial y monista. La gran duda que surge tras la lectura de este último capítulo es saber si esa cultura federal plurinacional debería ser exigible a todos los ciudadanos, a una gran parte o tal vez sea posible articularla estratégicamente «desde posiciones políticas de democracia republicana, socialismo democrático, populismo de izquierdas o nacionalismo pluralista» (p. 495). Que los nacionalistas monistas —en España son legión— asuman, entiendan y sientan como propias las virtudes del nacionalismo pluralista es, sin duda, una de las grandes tareas para que el