En el transcurso del verano de 1989, apenas unos meses antes del colapso del Muro de Berlín, Francis Fukuyama proclamaba el fin de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal. El Estado emergente como forma final de la historia, escribía entonces, era «liberal en la medida en que reconoce y protege el derecho universal del hombre a la libertad, y democrático en la medida en que sólo existe por el consentimiento de los gobernados» (Fukuyama, 1989: 3).

Treinta años después, el diagnóstico de la política mundial hecho por Fukuyama en algunos de sus trabajos es muy diferente (‍Fukuyama 2020, ‍2015). Grandes potencias autoritarias como Rusia y China cuestionan abiertamente el modelo liberal democrático occidental. Los populistas y los nacionalistas lanzan ataques contra la democracia liberal en el corazón mismo de Europa y de Norteamérica. El clivaje ideológico entre las corrientes de izquierda y derecha ha dejado de centrarse exclusivamente en el ámbito económico, para expandirse a cuestiones culturales. Muchos electores se sienten amenazados por la inmigración y los valores sociales liberales, no sólo en países como Polonia y Hungría, sino también en democracias consolidadas como Gran Bretaña y Estados Unidos.

Es en este contexto que hay que situar el más reciente libro Fukuyama, que constituye una defensa del liberalismo clásico y de sus principios subyacentes. El argumento central del libro se basa en la premisa de que los ataques que el liberalismo enfrenta en la actualidad no se deben a una debilidad intrínseca de la doctrina liberal, sino más bien a interpretaciones erróneas de esta. En lugar de abandonar el liberalismo, es necesario moderarlo y adaptarlo a los desafíos actuales para abordar de manera efectiva las preocupaciones legítimas de la sociedad y superar las críticas infundadas que se le hacen.

El libro parte de tres justificaciones esenciales del liberalismo. La primera, de tipo pragmático, se refiere a su papel en la regulación de la violencia y en la coexistencia pacífica de las diferencias. La segunda, de tipo moral, destaca el papel del liberalismo en la protección de la dignidad humana y, en particular, de la autonomía individual. Finalmente, la tercera justificación se enfoca en el papel del liberalismo como promotor del crecimiento económico, la protección de los derechos de propiedad y la libertad económica. Según Fukuyama, estos principios han sido llevados a extremos sin precedentes tanto desde la izquierda como de la derecha.

La interpretación de la autonomía como libertad económica habría conducido a la derecha a impulsar el liberalismo hacia un extremo neoliberal que considera la intervención estatal como una amenaza a la responsabilidad individual. Fukuyama sostiene que, aunque el liberalismo defiende la responsabilidad individual, también acepta la implementación de una amplia gama de protecciones sociales que no son incompatibles con la responsabilidad ciudadana. En caso de pérdida de empleo, la asistencia temporal del gobierno no implica necesariamente la creación de una dependencia excesiva, del mismo modo que el acceso universal a la atención médica no convierte a las personas en perezosas o incapaces de cuidarse a sí mismas. El liberalismo sostiene que los individuos son responsables de su propia felicidad, pero a la vez justifica la ayuda del Estado en situaciones adversas que escapan al control individual. Por lo tanto, la hostilidad neoliberal hacia el gobierno es irracional, ya que los Estados son necesarios para proporcionar bienes públicos que los mercados no pueden proporcionar por sí solos. La calidad del Estado es más importante que su tamaño. En los Estados liberales, los gobiernos deben ser lo suficientemente fuertes para aplicar las reglas y establecer un marco constitucional básico dentro del cual los individuos puedan prosperar.

Concebir el consumo de bienes como medida del bienestar humano ha sido un error. La eficiencia económica no debe prevalecer sobre los valores sociales, ni es razonable reducir a los individuos a maximizadores racionales de utilidad. Los seres humanos son criaturas sociales intensamente motivadas por las emociones y necesitan el respeto y reconocimiento intersubjetivo. El individualismo liberal no niega ni impide la sociabilidad humana, sino que la fomenta mediante la libre elección de las implicaciones que los individuos desean tener en la sociedad. Incluso la pertenencia a un grupo debe ser una elección personal. Es precisamente este modo que se constituye la sociedad civil. El defecto fundamental del neoliberalismo habría sido llevar el individualismo al extremo, enfatizando los derechos de propiedad sin entender que los seres humanos necesitan vínculos comunitarios y solidaridad social.

Mientras que la derecha se ha basado en una interpretación economicista de la autonomía, los movimientos progresistas la han interpretado principalmente como autonomía personal, es decir, como la capacidad de elegir el estilo de vida y los valores morales a los que se adhiere, incluyendo la capacidad de resistir a las normas sociales impuestas. Esta concepción, en sí misma, no es objetable. Sin embargo, Fukuyama identifica un problema: la autonomía se ha llevado demasiado lejos con las políticas de identidad, las cuales se habrían convertido incluso en una amenaza para la democracia liberal. Estas políticas enfatizan las diferencias de identidad, incluyendo raza, género, orientación sexual, en lugar de centrarse en los valores comunes y en la solidaridad social.

Las políticas de identidad se enfocan en características fijas de los seres humanos, las cuales son vistas como un componente esencial que demanda reconocimiento social. Sin embargo, esta perspectiva no considera la complejidad de la identidad humana y puede presentar un desafío para la implementación del liberalismo en sociedades divididas por líneas religiosas o étnicas.

Fukuyama examina dos formas de entender las políticas identitarias: una versión que busca la inclusión y el reconocimiento de los grupos marginados basada en los principios liberales, y otra que enfatiza las diferencias irreconciliables entre los grupos y niega la posibilidad de un conocimiento universal o una humanidad compartida. Esta última, defendida desde la perspectiva de la teoría crítica, habría llegado a negar incluso la posibilidad de un discurso racional liberal y buscado reemplazar el liberalismo con una ideología iliberal. Fukuyama argumenta que no es necesario rechazar las políticas de identidad, sino recuperar su interpretación liberal como un marco para defender los derechos de los grupos identitarios y completar la promesa liberal de igualdad y protección de la dignidad humana, la cual ha sido un instrumento poderoso en la lucha por los derechos de las comunidades marginadas y ha contribuido a exponer la injusticia y el trato desigual experimentado por los miembros de estos grupos. Cabe señalar que aquí toma distancia de sus trabajos anteriores donde ha argüido vehementemente en contra de las políticas de identidad, sin hacer distinciones entre sus diferentes versiones (‍Leyva 2020).

El libro resalta la importancia de proteger la libertad de expresión como un pilar del liberalismo y como condición esencial para el pensamiento crítico. Este valor se fundamenta en dos principios: el primero busca evitar la concentración de poder en el discurso que pueda limitar la libre expresión de ideas divergentes, mientras que el segundo pretende salvaguardar la privacidad e independencia de los individuos. Sin embargo, estos principios se ven amenazados por diversos factores en la actualidad, como la intervención de gobiernos autoritarios o semiautoritarios, la influencia de actores privados con gran dominio de los medios de comunicación masiva y la proliferación de información falsa y manipulada en internet. Estos retos plantean una amenaza para la diversidad y calidad del discurso público, así como para el derecho a la información y la participación ciudadana.

Fukuyama también explora la cuestión de la identidad nacional en las sociedades liberales y sostiene que el liberalismo y su universalismo no implican la eliminación de las naciones. Las naciones siguen siendo importantes para garantizar diferentes vías de derecho a los ciudadanos, además de ser centros de poder legítimo y contar con los instrumentos que permiten controlar la violencia. En este sentido, la identidad nacional puede ser utilizada para respaldar los valores liberales, moldeándose a la diversidad de las subpoblaciones y creando un sentimiento de identidad nacional inclusivo basado en principios políticos o ideales.

El libro de Fukuyama constituye un esfuerzo considerable por recentrar el debate en torno a la aplicación de los principios liberales y a la vez llama a la moderación en la interpretación de estos principios. También expone la necesidad de tomar en serio los ataques a los que se ha visto expuesto el liberalismo en un marco global donde proliferan las teorías conspirativas, circulan noticias falsas y se establece una cultura de la cancelación que resulta nefasta para la deliberación racional. Evitando adoptar una posición partisana, Fukuyama muestra como el liberalismo se encuentran amenazado ya no solo por la extrema derecha, sino por movimientos progresistas, y propone principios que pudieran contribuir a gestionar la diversidad inherente de las sociedades liberales, incluyendo la protección de la libertad de expresión y de sus condiciones, y la primacía de los derechos individuales sobre los derechos de grupo.

Se trata de un libro necesario que aporta claridad en un contexto global marcado en gran medida por la desinformación, la emotividad y la polarización. Sin embargo, en ocasiones la argumentación de Fukuyama incurre en simplificaciones que no dan cuenta de la complejidad y de la diversidad de los contextos a los que se aplican algunas de sus afirmaciones. Aunque se vislumbra una evolución en el pensamiento del autor en relación con el tema de la identidad, algunas de sus ideas requieren ser matizadas y contextualizadas con mayor rigor.

En particular, Fukuyama argumenta que las sociedades liberales no deberían reconocer grupos identitarios debido al posible riesgo de generar un nacionalismo excluyente y agresivo. Aunque, ciertamente, podría darse el caso, sobre todo en sociedades fracturadas identitariamente, una generalización de este tipo puede resultar falaz. Es necesario distinguir entre promover una identidad nacional basada en una religión, raza o etnicidad (lo cual de toda evidencia comporta un alto riesgo de producir políticas iliberales) y reconocer la importancia de la identidad social para los miembros de la pluralidad de grupos que componen una sociedad, especialmente aquellos que son vulnerables a políticas discriminatorias. De hecho, un Estado que reconoce las creencias y prácticas culturales de sus ciudadanos, siempre y cuando estas no violen los principios básicos del liberalismo, tiene una mayor probabilidad de fomentar un sentido de pertenencia e identidad nacional que un gobierno que impone políticas de asimilación.

Además, Fukuyama cuestiona el reconocimiento de los derechos culturales de los grupos como una forma de promover la igualdad social, argumentando que esto puede enfatizar las diferencias y desigualdades entre ellos. En su lugar, propone políticas sociales que reduzcan las brechas económicas y sociales entre todos los ciudadanos, sin basarse en categorías fijas como la raza o la etnia. Sin embargo, esta postura plantea dos problemas. En primer lugar, las políticas de reconocimiento de los grupos no necesariamente abogan por su autonomía. De hecho, son los grupos nacionales los que generalmente reivindican el derecho a la autonomía de los grupos en el seno de las democracias liberales. Los derechos que los grupos culturales revindican son sobre todo aquellos que les permiten vivir de acuerdo con sus creencias y culturas, sin que esto constituya un obstáculo para su integración social y económica. En segundo lugar, no hay contradicción necesaria entre el reconocimiento de los derechos culturales y la promoción de la justicia social. De hecho, uno de los objetivos de las políticas de identidad es precisamente reducir las desigualdades sociales. Las defensas más influyentes de esta posición en la teoría política contemporánea se basan en el principio liberal de autonomía personal y proponen examinar las instituciones sociales comunes con el fin de detectar las reglas que perjudican a los grupos desfavorecidos. No solo los defensores de la corriente liberal, quienes han sido injustamente criticados por dar prioridad al interés individual sobre el bienestar colectivo, sino también teóricos republicanos han tomado posición a favor de ideas análogas (‍Leyva, 2022).

A pesar de los problemas mencionados, no hay dudas de que el libro de Fukuyama resulta de gran relevancia en el contexto actual. En un momento en que el populismo, el iliberalismo y el nativismo se propagan, y la cultura de la cancelación y la desinformación amenazan con socavar los valores liberales democráticos, esta obra ofrece una valiosa defensa de la doctrina liberal. No solo permite entender algunos de los desafíos más urgentes que enfrenta el liberalismo contemporáneo, sino que muestra tanto la urgencia de la moderación y de la discusión racional como la necesidad de aplicar correctamente la doctrina liberal al bien común.

Referencias[Subir]

[1] 

Fukuyama, Francis. 2015. «Why Is Democracy Performing So Poorly?», Journal of democracy 26 (1): 11-‍20. https://doi.org/10.1353/jod.2015.0017.

[2] 

Fukuyama, Francis. 2020. «30 Years of World Politics: What Has Changed?», Journal of Democracy 31 (1): 11-‍21. https://doi.org/10.1353/jod.2020.0001.

[3] 

Leyva, Karel J. 2020. «Francis Fukuyama. Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment.», Res Publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas 23 (1): 145-‍146. https://doi.org/10.5209/rpub.68402.

[4] 

Leyva, Karel J. 2022. Théories politiques de la diversité. Libéralisme, républicanisme, multiculturalisme. New York: Peter Lang.