RESUMEN

Los partidos populistas de derechas desconfían de las elites políticas, culturales y científicas, estigmatizadas todas ellas como una categoría única, omniabarcante y responsable de los males que asolan a las sociedades occidentales, en particular de la disolución de las esencias nacionales. Este artículo explora la genealogía intelectual de la crítica a las elites políticas efectuada por la formación nacionalpopulista española Vox. Comprobaremos que su crítica a los partidos políticos encuentra concomitancias con el político y exministro franquista Gonzalo Fernández de la Mora y, en última instancia, con Carl Schmitt. La crítica de Vox a los partidos políticos no es sino la punta de lanza de su impugnación de la democracia liberal, y puede ser hecha extensiva al espacio populista de derechas en Europa.

Palabras clave: Populismo, extrema derecha, franquismo, Vox, partidos políticos, democracia liberal.

ABSTRACT

Right-wing populist parties distrust political, cultural and scientific elites, all of which are stigmatised as a single, all-encompassing category responsible for the ills that plague Western societies, in particular the dissolution of national essences. This article explores the intellectual genealogy of the critique of political elites made by the Spanish national-populist formation Vox. We will see that its critique of political parties finds an immediate source of inspiration in the politician and former Francoist minister Gonzalo Fernández de la Mora and, ultimately, in Carl Schmitt. Vox’s critique of political parties is but the spearhead of its challenge to liberal democracy, and can be extended to the right-wing populist space in Europe.

Keywords: Populism, far right parties, Francoism, Vox, political parties, liberal democracy.

Cómo citar este artículo / Citation: Casquete, J. (2023). VOX y la Democracia Liberal: una genealogía intelectual de la crítica nacionalpopulista a los partidos políticos. Revista Española de Ciencia Política, 63, 13-‍37. Doi: https://doi.org/10.21308/recp.63.01

1. EL POPULISMO COMO RETÓRICA[Subir]

En 1967 un grupo interdisciplinar de investigadores se reunió en la London School of Economics and Political Science. El encuentro pretendía discutir sobre esa forma de entender y practicar la política que es el populismo. Era la primera ocasión en que especialistas en historia, sociología, antropología y ciencia política sentaban las bases para un acercamiento transnacional a su estudio. En tono apocalíptico, los editores del volumen resultante del debate efectuaron un diagnóstico con una referencia que evocaba al Manifiesto Comunista: «Un fantasma recorre el mundo: el populismo» (‍Ionescu y Gellner, 1969: 1). Uno de los participantes en el coloquio, el historiador Richard Hofstadter, presentó un trabajo cuyo título condensaba las dificultades que ya entonces presentaba un concepto escurridizo en su misma esencia: «Todo el mundo habla del populismo, pero nadie es capaz de definirlo» (‍Berlin, 2013 [1967]). Desde entonces el diagnóstico no ha dejado de revalidar las dificultades que la empresa comporta.

En el momento de celebrarse el coloquio de Londres el peso electoral del populismo era modesto. De media, en la década de 1960 el porcentaje de voto recabado por esa familia de partidos en las cámaras de representantes de Europa Occidental fue del 5,4 por ciento. En la década de 2010, con datos disponibles hasta 2017, se había doblado hasta alcanzar el 12,4 por ciento. Si en lugar de reparar en el porcentaje del voto lo hacemos en los escaños obtenidos, en el mismo periodo los partidos populistas multiplicaron por tres sus resultados: de un 4 a un 12,2 por ciento (‍Norris e Inglehart, 2019: 9). Algunas de sus expresiones, en realidad una exigua minoría en términos de número y de representación, son partidos que se ubican en la familia ideológica de la izquierda; el resto, la mayoría, se ubica en el campo de las extremas derechas (‍Katsambekis y Kioupkiolis, 2019; Zuliannelo, 2019; ‍Vittori y Morlino, 2021). Tan es así que según los cálculos más recientes hoy recaban el voto del 20 por ciento del electorado de 22 países europeos (‍Danieli et al., 2022).

El populismo cobija bajo su manto genérico corrientes y orientaciones que divergen en aspectos y propuestas programáticas fundamentales. Cuando atendemos a los casos históricos particulares, rara vez se presenta de forma pura, sino que fagocita elementos de otras ideologías para reforzar su armazón conceptual. El populismo no constituye entonces una visión política coherente del mundo, sino que es más bien una «lógica de acción política» (‍Vallespín y M. Bascuñán, 2017: 55, 143; ‍Carreira da Silva y Brito Vieira, 2019) o un «marco discursivo» (‍Aslanidis, 2016) en el que el estilo y la retórica son más relevantes para acceder a su núcleo duro que los contenidos y las propuestas sustantivas. Por expresarlo en términos de Ernesto Laclau, teórico del populismo de izquierda, más que por su ideología o por las políticas que propone, el populismo se caracteriza por «una lógica particular de articulación de los contenidos, con independencia de cuáles sean esos contenidos»; lo relevante no serían, pues, tanto los programas cuanto la forma de su presentación (‍2005a: 33 y 44). Para conocer las propuestas en campos específicos de un partido o movimiento populista específico habrá que atender a la «ideología anfitriona» (‍Mudde y Rovira, 2019) que vertebra sus programas e insufla savia a suspropuestas.

En este artículo entendemos el populismo como un «tipo de retórica» sobre la autoridad legítima (‍Taguieff, 2012: 27; ‍Norris e Inglehart, 2019: 4, 217), «un repertorio discursivo y estilístico» (‍Brubaker, 2017: 360), una «estrategia discursiva» (‍Laclau, 2005), un «modo de persuasión flexible» (‍Kazin, 1995: 3) o un «estilo político, no una ideología» (‍Traverso, 2018: 26. Énfasis en el original). Su preocupación tiene más que ver con la legitimidad del orden político que con el contenido sustantivo relativo de qué decisiones tomar y qué políticas seguir. El populismo, entonces, no es una ideología, si por tal entendemos una cosmovisión que efectúa un diagnóstico y un pronóstico de la realidad política, social, económica y cultural. Así se explica que algunos autores estrechen el campo de aplicación de la categoría de ideología y lo restrinjan al subsistema político. El populismo sería, desde esta perspectiva, una «ideología política del gobierno» (‍Norris e Inglehart, 2019: 68, 217) que cuestiona quién debería ser el titular de la soberanía y cómo debería ser ejercido un poder legítimo, y no tanto a qué deberían hacerquienes ostentan responsabilidades de gobierno. En esta línea interpretativa converge Pierre Rosanvallon, quien critica a los analistas que se refieren al populismo como una ideología «débil» o «blanda» por tratarse de adjetivaciones valorativas para delimitar una «ideología que no ha sido formalizada ni desarrollada», pero que no obstante constituye «la ideología al alza en el siglo xxi» (2020: 14). Podría parecer que Rosanvallon suscribe una noción «densa» de ideología. Sin embargo, en realidad parece que el historiador francés plantea su análisis del populismo más bien en el marco de una crítica de la «teoría democrática que estructura la ideología populista» (Ibíd.: 21).

Es posible identificar una serie de aspectos nucleares que nos permiten agrupar bajo el manto de «populismo» a sus manifestaciones políticas históricas y presentes (‍Kazin, 1995; ‍Taguieff, 2012; ‍Müller, 2016; ‍2019; ‍Vallespín y M. Bascuñán, 2017; ‍Mudde y Rovira, 2019; ‍Norris e Inglehart, 2019; ‍Galston, 2018; ‍Rosanvallon, 2020; ‍Urbinati, 2020). Por un lado, el populismo es un estilo político que tiene como elemento nuclear hablar y actuar en el nombre del «pueblo», el auténtico quién en su retórica. En la medida que el populismo cuestiona el grado y calidad de la representación del poder político y, por tanto, la legitimidad de las decisiones vinculantes que se adoptan en las instancias representativas y se implementan por el poder ejecutivo, tras la apelación al pueblo se esconde una crítica implícita al orden liberal. Dado que representar al pueblo es un elemento central del principio democrático, se impone añadir un segundo rasgo: el populismo se arroga su representación al tiempo que efectúa una crítica radical a la «elite», la «oligarquía», los «poderosos», la «casta», la «progrez» o el«establishment», según la terminología, percibida en cualquier caso como un enemigo «escindido social y moralmente del mundo común» (‍Rosanvallon, 2020: 32). El populismo se articula sobre un sentimiento, que puede descansar o no en la realidad, de que existe un abismo insalvable entre un «pueblo» sacralizado («los de abajo», «la gente sencilla», «la gente honesta») y las elites políticas, económicas e intelectuales, atravesadas por la corrupción, autorreferenciadas y sin contacto con la realidad de la «gente común». La divisoria entre ambas es binaria y de carácter moral: frente al pueblo virtuoso se sitúa la elite corrupta, lo bueno frente a lo malo.

Entre los destinatarios de la crítica populista a las elites figuran personalidades políticas, económicas y culturales, medios de comunicación mainstream (descalificados como «prensa mentirosa»), expertos de cualquier ámbito del saber (el cambio climático, por ejemplo, sería un engaño urdido por los científicos), intelectuales (exponentes de la «ideología progre» o «woke»), artistas (la «farándula», «Hollywood»), altos burócratas de organizaciones internacionales (como la Unión Europea o la Organización Mundial de la Salud) y, en lo que aquí nos interesa, los partidos políticos. Según esta estrategia, los integrantes de la elite serían individuos al servicio de sus propios intereses que, en esa misma medida, traicionan el ideal democrático de gobierno del, por y para el pueblo. Viven en mundos con valores y modos de vida diferentes; juegan con reglas diferentes; son ajenas a las dificultades económicas del común de la gente; están orientadas hacia sí mismas, cuando no son directamente corruptas; y sus integrantes son unos cosmopolitas desarraigados impermeables a los vínculos solidarios de la comunidad y la nación.

En este artículo abundaremos en la genealogía intelectual de la crítica a los partidos políticos efectuada por un partido populista de derechas, Vox. Comprobaremos que, en primera instancia, la fuente de dicha crítica se encuentra fijada en Gonzalo Fernández de la Mora y, en última instancia, en Carl Schmitt. No es que Vox se remita expresamente al político franquista ni a Schmitt. De lo que se trata más bien aquí es de mostrar que en el espacio español la crítica populista a la democracia liberal en general, y a sus instrumentos centrales que son los partidos políticos, encuentra un precursor inmediato en Fernández de la Mora. Su caso trasciende las fronteras españolas y resulta ilustrativo de la denuncia de la familia soberanista de derechas de la democracia liberal articulada por los partidos políticos.

2. LOS PARTIDOS POLÍTICOS COMO EXPONENTES DEL «ESTABLISHMENT»[Subir]

Los partidos políticos constituyen un adversario compartido por todos los populistas en tanto que exponentes de la elite o la «casta». En nombre de la inmediatez y la transparencia, el anti-institucionalismo populista se manifiesta en el recelo hacia estas estructuras de intermediación propias de la democracia representativa, que se habrían revelado incapaces, a derecha y a izquierda, de proteger a la «gente sencilla» de las desregulaciones del mercado, de los efectos perversos de la globalización o de la inmigración extraeuropea. En tanto que instrumentos que apuntalan un sistema que el populismo aspira a reformular, los partidos no serían merecedores de la confianza ciudadana. No es circunstancial, en este sentido, que en las denominaciones de los partidos populistas, en particular entre los más recientes, rara vez figure la palabra «partido»[1]. Para los populistas los partidos políticos son cómplices del fracaso a la hora de embridar la codicia de las grandes corporaciones y de contener los excesos del capitalismo global, de rectificar las desigualdades económicas de la población desde un marco de justicia social, de poner freno a la «disolución» de las esencias nacionales o de combatir la corrupción de las elites, según énfasis, pero siempre con los intereses del «pueblo» en su frontispicio.

En este artículo nos limitaremos a la crítica a los partidos políticos por parte del nacionalpopulismo. Por nacionalpopulistas entendemos aquellas formaciones políticas que se autoproclaman intérpretes privilegiados del «pueblo» y abanderados exclusivos de la «patria», reventando de paso las costuras del pluralismo de toda sociedad moderna. Cuando recurre a una estrategia discursiva que reduce al pueblo a la unanimidad, el populismo en general, y el nacionalpopulismo en particular, soslaya un dato sociológico consustancial a todo orden moderno: que el pueblo «no constituye un sujeto con voluntad y conciencia. Solo se manifiesta en plural» (‍Habermas, 1994: 607). Se trata además de formaciones etnonacionalistas, o nativistas, que defienden la mayor homogeneidad étnica posible en el marco de sus «comunidades nacionales» y un vínculo de solidaridad restringido a los connacionales.

Algunos partidos nacionalpopulistas retienen la denominación de partido en sus siglas. Son los casos del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ, fundado en 1955), los nórdicos Partido Popular Danés (1995) y Partido del Progreso noruego (1977), el Partido Popular Suizo (1971), el holandés Partido de la Libertad (2006) o el UK Independence Party (1993). Otros, en cambio, rehúyen la etiqueta. Son exponentes de ello Vox (2013), Alternativa por Alemania (AfD, 2013), Interés Flamenco (VB, 2004) o el Frente Nacional/ Agrupación Nacional (1972/2018). Un rasgo compartido por todas estas formaciones es su rechazo visceral a los grandes partidos que articulan la vida política, contemplados como representantes no del pueblo, sino de un sistema corrupto que, como formula la AfD alemana, «han tomado como rehén al Estado» (en ‍Bauer y Fiedler, 2021: 12-‍13). En sus ofertas programáticas los grandes partidos resultarían indistinguibles entre sí; de ahí que los nacionalpopulistas se presenten como la única alternativa. En realidad, la consideración de los políticos como individuos ansiosos de poder, traidores, hipócritas y corruptos no es un fenómeno novedoso, sino que precede a la política articulada en la modernidad política por los partidos y, aventura la politólogaestadounidense Nancy Rosenblum, seguirá acompañándonos con independencia de los contornos que adquieran en el futuro nuestros sistemas políticos (‍2008: 6B).

Con independencia de la etiqueta que ostenten, las formaciones nacionalpopulistas se muestran hostiles a las democracias representativas y a los partidos políticos, así como a otras estructuras de intermediación (los sindicatos, por ejemplo). Los dirigentes de los partidos son considerados como un obstáculo para la expresión de la voluntad popular; serían parte del problema, no de la solución. En su lugar, un punto en común de las variantes del populismo es que abogan por un vínculo más directo entre las masas y las elites. El populismo sostiene que el «pueblo» debería de estar en disposición de expresarse de forma directa, sin mediaciones, prescindiendo de las «elites globalistas». Desde ese marco categorial se explica que numerosos partidos de la familia nacionalpopulista aboguen por la implementación de mecanismos de democracia directa en forma de referéndums y de iniciativas legislativas populares. Sería la forma suprema de dar la voz al pueblo (vox populi) y así alcanzar la «voluntad general» (‍Rosanvallon, 2020: 37-‍45).

3. VOX Y LA CRÍTICA A LA DEMOCRACIA LIBERAL[Subir]

Vox surgió a finales de 2013, pero es a partir de su éxito en las elecciones autonómicas andaluzas de diciembre de 2018, en las generales de 2019 (en abril y en noviembre) y en las locales y autonómicas de 2023 que irrumpe y se consolida de forma decisiva en el mapa político español.

Hay en curso un debate académico acerca del modo más indicado de conceptualizar a la versión española del nacionalpopulismo. Carles Ferreira, por ejemplo, sostiene que «el populismo está muy poco presente en su discurso; la retórica de Vox es mucho más nacionalista que populista» (‍2019: 73; asimismo ‍Rubio-Pueyo, 2019; ‍Barrio et al., 2021; ‍Forti, 2021). Otros autores, en cambio, clasifican a Vox como un partido populista de derecha radical (‍Rama et al., 2021) o como un partido populista «atenuado e invertido» (‍Franzé y Fernández-Vázquez, 2022). Aquí defendemos que en Vox el nacionalismo y el populismo son vectores complementarios más que excluyentes; que ambos se presentan íntimamente entrelazados y se retroalimentan mutuamente; y que la retórica populista que distingue entre pueblo y elite está presente en Vox desde el inicio de su andadura, aunque en este último aserto convenga introducir un matiz. En España, tal vez porque la categoría estaba «ocupada» por el socialpopulismo representado por Podemos en sus inicios (fundado en 2014), Vox se ha mostrado parco en recurrir al «pueblo». En su lugar, prefiere hablar de «nación» y usar de modo inflacionario el gentilicio de «español» (trabajadores «españoles», mujeres «españolas», etc.) (‍Franzé y Fernández-Vázquez, 2022: 78-‍79). Con todo, Vox tampoco ha rehuido la etiqueta de populismo. Así, según confesión de Santiago Abascal «Si ser populista es tener la capacidad de llegar al pueblo directamente, pues mira, sí, somos populistas» (‍Sánchez Dragó, 2019: 73).

La animadversión a los partidos establecidos por parte del partido soberanista español, nuestro objeto de atención en este trabajo, se plasma en sus documentos programáticos y en las intervenciones públicas de sus dirigentes. En su Manifiesto Fundacional (2014), Vox denuncia a las cúpulas de los partidos como un «grupo reducido, cooptado y oligárquico de dirigentes [que] […] maneja a su arbitrio el Estado» y ejerce un «patológico dominio […] sobre la vida pública y sobre la estructura institucional del Estado»[2]. Los «grandes partidos» serían el mejor exponente de la «oligarquía europea» (‍Abascal, 2015: 149), cuyos integrantes, haciendo propia la terminología popularizada por Daron Acemoglu y James A. Robinson (‍2012), son retratados como «élites políticas extractivas»[3]. La desconfianza hacia los partidos afecta a todo el abanico parlamentario de ámbito nacional. Todos los partidos se habrían convertido en fines en sí mismos, en lugar de ser instrumentos al servicio de España (‍Abascal, en Altozano y Llorente, 2018: 30). Serían facciones que priman el beneficio propio en lugar del interés nacional.

La desconfianza hacia los partidos queda patente en otras propuestas recogidas en sus propuestas electorales y programáticas. Así, el sistema electoral vigente en España exigiría una reforma para que el rendimiento de cuentas de los representantes electos en el Congreso de los Diputados se ejerza directamente ante la ciudadanía (sin especificar el modo), y no ante los partidos. Además, en lugar de hacerlo con cargo al erario público, los partidos y las fundaciones a ellos vinculados (así como, por lo demás, sindicatos, organizaciones patronales y «organizaciones de proselitismo ideológico») deberían financiarse con las aportaciones de sus afiliados y simpatizantes[4]. El ahorro conseguido recortando fondos públicos a las organizaciones de intermediación en general, y a los partidos en particular (el «producto de la eliminación del derroche y de las redes clientelares de los partidos políticos») haría posible una reducción de impuestos a los contribuyentes y el consiguiente saneamiento de las cuentas públicas[5]. Las diecisiete cámaras autonómicas serían el más vivo ejemplo de lo que representa «el Estado del bienestar de los partidos políticos»[6]. Según un dirigente de Vox, todos los partidos en la España democrática a partir de la Transición han perpetrado un «fraude constitucional» hasta «usurpar todos los resortes institucionales del Estadoconvirtiendo a España en un Estado de partidos […] los partidos se han hecho con el poder efectivo de España, hurtándoselo a los españoles». En retórica populista, el objetivo de Vox sería «devolver el poder secuestrado por los partidos al pueblo español y a las instituciones que le son propias y naturales» (‍Buxadé, 2021: 65, 68). ¿Cómo recuperar ese poder secuestrado al pueblo? Para empezar, contraponiendo la «Alternativa Social y Patriótica», frente al «Partido Único del Consenso Progre», que es un partido «totalitario» (Ibíd.: 265, 354). Otro alto responsable de Vox, Javier Ortega Smith abunda en esta línea. El mensaje fijado desde febrero de 2018 en su cuenta de Twitter dice así: «Cuando fundamos VOX nos comprometimos a dar la Voz a esa España silenciada por los partidos que viven del sistema»[7].

La desconfianza hacia los partidos encuentra su reflejo en la denominación de la formación. La marca Vox quedó registrada como partido en diciembre de 2013, siendo presentada públicamente en enero de 2014. Optaron porque fuera «un nombre corto, que excluyera la palabra partido. Sí, queríamos olvidarnos de las siglas, de la vieja política» (‍Abascal, 2015: 75). Cuando aún no se había formalizado la inscripción del partido, los dirigentes de su núcleo fundador barajaron posibles denominaciones, pero todavía no la de Vox. A esas alturas ya tenían claro que no llevaría la palabra «partido» ni «movimiento» (‍Rius Sant, 2023: 33). Se trataría de que «tuviera propuestas alternativas al pensamiento único, a esta política y este proyecto totalitario que nos quieren imponer la mayoría de los partidos»[8]. Y es que, en realidad, no habría diferencias sustanciales entre los grandes partidos, todos ellos abducidos por el pensamiento socialdemócrata. La posición al respecto del escritor Fernando Sánchez Dragó resulta elocuente de este modo de leer la realidad política española como carente de matices ideológicos desde el momento en que los principales partidos han convergido en el espacio «progre»: «Huyo de los partidos socialdemócratas que lo son todos, menos Vox»[9]. En un ejercicio de dicotomización del espacio político ycultural, solo cabrían dos posibilidades: el «consenso progre», por un lado, y Vox por otro. De ese «consenso partitocrático»[10] participaría también el PP, devenido en la «marca blanca del PSOE» y en un «perrillo faldero de la izquierda», en el representante en España de «esa amalgama sin contenido que hoy llaman centroderecha o partidos populares» (‍Abascal, 2014: 269; ‍Abascal, 2015: 54; ‍Buxadé, 2021: 178). La alternativa pasaría por elegir entre dos polos según la lógica amigo-enemigo, sin margen para el compromiso: «O ellos, o nosotros»[11]; o todos los progres de origen (el PSOE) y los así devenidos (el PP), o Vox. Los progres habrían conseguido hacer valer un «consenso» que, según Jorge Buxadé, «no ha nacido del debate libre y de la confrontación de ideas sino de la imposición de unos pocos, encaramados en sus cátedras y en sus chiringuitos subvencionados con fondos públicos». Dicho consenso se caracterizaría por «rechazar todo aquello que el hombre recibe en herencia, le es dado ‘impuesto’ por la realidad de las cosas; y optar de modo exclusivo y excluyente por aquello que el hombre decide por sí mismo, o cree que decide por sí mismo». ¿Y quiénes son los muñidores del «consenso progre»? El propio Buxadé proporciona la respuesta: «la alianza globalista entre lasocialdemocracia y la democracia cristiana, cada día más acusada hasta el punto de que es difícil distinguirlas» (‍2021: 21, 137, 48). Se trata de un discurso que es moneda corriente en la «nueva derecha». Uno de sus más destacados ideólogos, el francés Alain de Benoist, constata que la socialdemocracia se ha «derechizado» alineándose con la economía de mercado, abriendo con ello un foso insalvable con las clases populares, a quienes históricamente ha representado. Al mismo tiempo, la derecha tradicional se ha «izquierdizado» en materia cultural y de costumbres. Como resultado, la divisoria clásica del espacio político entre izquierda y derecha que ha regido en la política occidental durante los últimos siglos se habría vuelto obsoleta (‍2020: 81).

Si el recelo de Vox a los partidos en cuanto instrumento de mediación y articulación de la voluntad popular es un elemento constitutivo de su ideario y de su praxis, más categórico es su posicionamiento frente a una familia específica. Desde una peculiar adaptación del marco doctrinal de la «democracia militante» (‍Löwenstein, 1937a; ‍1937b), y porque ponen en cuestión la unidad española, para el soberanismo de derecha no cabría tolerancia alguna hacia los partidos nacionalistas periféricos (‍Abascal, 2015: 98). Los documentos programáticos de Vox, así como la praxis de su grupo parlamentario, confirman que no se trata de una propuesta circunstancial, sino de un elemento clave de su visión de la democracia. Documentos suyos recogen la prohibición de aquellos partidos, asociaciones u Organizaciones No Gubernamentales que persigan «la destrucción de la unidad territorial de la Nación y de su soberanía»[12]. La propuesta se materializó en septiembre de 2020, cuando Vox promovió en el Congreso de los Diputados una reforma de la Ley de Partidos Políticos para ilegalizar a todas aquellas formaciones «que busquen destruir la unidad y la soberanía de España». La iniciativa no recabó el apoyo de ninguna otra formación en la Cámara Baja, pero resulta reveladora del imaginario de la «anti-España». Históricamente la masonería y el judaísmo han ocupado un lugar estelarcomo enemigos connacionales en la cosmovisión del conservadurismo español. En el siglo xx, el marxismo y el «separatismo» han ido reemplazando paulatinamente a los anteriores enemigos ancestrales. Son los mismos que figuran hoy en el punto de mira de Vox. Sus diatribas contra el «proyecto totalitario» del gobierno «socialcomunista» y su «proyecto de ingeniería social»[13], así como iniciativas legislativas como la mencionada, son muestra de ello.

3.1. Un antecedente de la crítica de Vox a los partidos políticos: Gonzalo Fernández de la Mora[Subir]

Abascal ha denunciado en repetidas ocasiones la «partitocracia» (o «partidocracia») en tanto que forma contemporánea de articulación del «establishment político» (‍2015: 53 y 147). El recurso al término de «partitocracia» resulta revelador por cuanto presenta una línea de continuidad con Gonzalo Fernández de la Mora, representante del autoritarismo conservador español que introdujo, teorizó y popularizó el concepto en España. Tan es así, que hablar hoy de partitocracia en España supone engarzar con una tradición crítica de la democracia liberal que tiene al dirigente franquista como su referente inmediato, y en última instancia (por vía interpuesta, según veremos), a Carl Schmitt como referente doctrinal de cabecera. El pensador alemán, el político y ensayista español, y el dirigente de Vox forman parte de una amplia corriente intelectual de largo recorrido en la historia del pensamiento político que sospecha de la democracia representativa y contempla a los partidos como «grupos de poder sin escrúpulos», y a los políticos como «poco menos que conspiradores egoístas» (‍Rosenblum, 2008: 5). Aunque ni Vox ni sus dirigentes se remitan expresamente a Fernández de la Mora, como comprobaremos su crítica de los partidos políticos y de la democracia liberal muestra claros paralelismos con el diplomático, político y ensayista franquista.

Fernández de la Mora y de Vox presentan varios hilos de continuidad. Por un lado, en el plano filosófico-político en ambos subyace una crítica a la democracia liberal articulada por los partidos. Por otro lado, y ahora desde el punto de vista de la praxis política, los aspectos de la Constitución de 1978 que indujeron al político franquista y postfranquista a pronunciarse en su contra durante la Transición son, a grandes líneas, los mismos que articulan al nacionalpopulismo español del siglo xxi, salvando el feminismo y la inmigración, no-problemas en aquellos momentos. Repasamos a continuación estas concomitancias.

Fernández de la Mora fue Subsecretario de Asuntos Exteriores entre noviembre de 1969 y abril de 1970 y, acto seguido, Ministro de Obras Públicas hasta 1974. Su ánimo en esa coyuntura fue más el de un teórico partisano que el de un analista especulativo preocupado por disquisiciones abstractas y despegadas de la realidad. No le interesaba tanto la explicación y la comprensión cuanto el diagnóstico y la prescripción. Su anclaje en el régimen partía de la convicción y lealtad al proyecto franquista. Dio sobradas pruebas de ello hasta el final de su vida. El 1 de octubre de 1975, un dictador visiblemente enfermo se dirigió a sus incondicionales desde el balcón del Palacio Real en la Plaza de Oriente. El contexto nacional e internacional para el régimen era en extremo delicado tras la condena a muerte de once miembros de ETA y del FRAP, cinco de los cuales habían sido ejecutados el 27 de septiembre anterior. Fernández de la Mora asistió a esta última comparecencia pública acompañando a Franco en su intervención desde el balcón del Palacio. El intelectual orgánico franquista respaldó la sentencia como una medida «legítima», «moral» y «necesaria» ejercida por el Estado en aplicación del derecho vigente frente a las amenazas procedentes de «sujetos antisociales»[14].

En la fase liminal abierta tras la desaparición del dictador, cuando la pervivencia del orden autoritario se antojaba insostenible y el nuevo orden político estaba aún por configurar, Fernández de la Mora se empeñó en la misión de coescribir el guion que habría de marcar el paso político del país. Un guion que tenía como horizonte mantener las estructuras fundamentales del «Estado del 18 de julio»[15], bien que atendiendo a las reformas necesarias para garantizar su viabilidad. Esta actitud de asumir retoques en lo coyuntural aferrándose a lo fundamental del orden heredado forma parte del legado conservador desde que Edmund Burke sentase los principios de dicha corriente ideológica al calor de la Revolución francesa. En una formulación que desarbola las críticas simplistas que todavía hoy consideran al conservadurismo como una ideología inmovilista y refractaria al cambio, para el político y ensayista británico «un estado que carece de los medios para cambiar carece de los medios para su conservación» (‍1968: 106). Para Burke los experimentos puestos en marcha por los revolucionarios franceses sobrecargaban «el edificio de la sociedad poniendo en el aire lo que la solidez de la construcción requiere que esté en la base» (Ibíd.: 138). Es el mismo espíritu conservador que atraviesa a Vox. Para su líder «No se puede someter al plebiscito de un domingo cualquiera, para que en unas horas tresgeneraciones vengan a tirar por tierra lo que han deliberado las épocas y las generaciones a través de los siglos […] La nación está formada por los muertos, por los vivos (el pueblo) y por los que van a nacer. Nos ha sido dada en usufructo, y se la debemos entregar mejorada a los hombres y mujeres de la España por venir» (‍Abascal, 2015: 100).

Fernández de la Mora y Burke parten de la premisa de que existe un orden natural de las cosas, como si, por decirlo con John Stuart Mill, alguna vez en la historia de la humanidad hubiese existido una forma de dominio que no se lo pareciera a quienes lo detentaban (‍2010: 49). El orden político natural que reivindica Fernández de la Mora es el representado por el «Estado del 18 de julio». Se trataría del Estado «más eficaz y vanguardista que hemos tenido», «uno de los modelos constitucionales más avanzados del derecho público actual»[16]. Cierto que el Estado franquista precisaba de algunas reformas con el fin de acomodarlo a los nuevos tiempos, pero en cualquier caso vindicando su herencia. En julio de 1976 Fernández de la Mora se alzó a la presidencia de la Unión Nacional Española (UNE), una formación política recién reconocida como partido político en virtud de la nueva Ley de Asociaciones. El germen de la UNE se remonta a un acto homenaje a Víctor Pradera y Ramiro de Maeztu celebrado en junio de 1973. En aquella ocasión Fernández de la Mora pronunció un discurso que, ya desde su título, dejaba bien a las claras las coordenadas continuistas con el régimen dictatorial que iban a guiar a la nueva formación nada más ver la luz oficialmente tres años más tarde: «Bandera que se mantiene» (‍Del Río Morillas, 2013: 2, nota 1). No encontró el eco pretendido su propuesta de orquestar un Frente Nacional (FN) que agrupase a «todos los que quieren la continuidad perfectiva del Estado que ha dado a España la paz más dilatada, la justicia distributiva más avanzada y el mayor desarrollo económico de toda nuestra historia. El Frente Nacional […] es la continuidad perfectiva del Estado vigente»[17]. El FN francés había visto la luz en 1972.

La UNE, el abortado FN y, en tercer lugar y en orden cronológico, la Derecha Democrática Española (DDE), partido que ayudó a fundar Fernández de la Mora en 1979: las tres plataformas aspiraban a dar continuidad al franquismo. En lo organizativo, las formaciones promovidas sucesivamente por el político postfranquista coincidían en una particularidad que muestra un recelo obvio frente a los actores que articulan la democracia liberal: todas renunciaban a incorporar la rúbrica de «partido» en su denominación. En el caso de la UNE, consta expresamente que sus fundadores se resistieron a la etiqueta de partido desde sus inicios (‍Del Río Morillas, 2013: 16, 17).

Asumiendo la necesidad de acometer reformas encaminadas a garantizar la supervivencia del régimen, la UNE consideraba inviolables e irrenunciables los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. Sus estatutos recogían propuestas tales como «la solidaridad moral de la Iglesia católica con el Estado» (cerrando pues las puertas al estado laico y abriéndoselas al nacionalcatolicismo), la «intangibilidad» de la unidad nacional o la representación según los órganos naturales de asociación o cuerpos intermedios, cifrados en la familia (donde se nace), el municipio (donde se vive), y el sindicato (donde se trabaja) (‍Fernández de la Mora, 1996: 133; ‍González Cuevas, 2015: 335-‍336).

En 1976 la UNE fue una de las formaciones políticas que confluyeron en la fundación de Alianza Popular (AP), con la que Fernández de la Mora obtuvo acta de diputado en las elecciones constituyentes de 1977 por la circunscripción de Pontevedra. Con todo, abandonó ambas formaciones el 6 de noviembre de 1978 por su discrepancia en torno a la postura a adoptar en el referéndum constitucional. Fernández de la Mora fue uno de los seis diputados que se pronunció en contra del texto constitucional: cinco de ellos militaban en las filas de AP, el sexto fue el representante del partido nacionalista vasco Euskadiko Ezkerra. Antes de la votación, en una carta remitida a Manuel Fraga el 17 de julio anterior ya había adelantado las razones de su rechazo: «incluye [la Constitución. Nota: J. C.] artículos que expresamente contradicen puntos esenciales de nuestro programa, entre los que citaré las nacionalidades, la familia, la educación y la economía de mercado». Nótese que, junto con la inmigración y la soberanía nacional, son los temas centrales de Vox. El modelo de Estado social incorporado en el proyecto de Carta Magna y luego aprobado en referéndum, por ejemplo, tenía a su juicio tintes socializantes y amenazaba con estrangular la iniciativa privada y el crecimiento económico. Para quien apostaba por «menos Estado y más sociedad», se trataba de un argumento decisivo de rechazo[18]. Sus reservas con respecto al modeloeconómico no fueron, con todo, la principal razón para abjurar del texto constitucional llamado a articular el nuevo estado democrático. Hubo una discrepancia que pesó sobremanera en su decisión: la Constitución de 1978 reconocía y sancionaba la pluralidad de España, lo cual ponía «en entredicho la unidad de la Patria» (en ‍González Cuevas, 2015: 363, 365). Y es que Fernández de la Mora fue un defensor inquebrantable de la «unidad nacional con regionalización administrativa»[19], igual que Vox es un decidido enemigo del Estado de las autonomías.

Burke contrapuso lo etéreo y evanescente del proyecto revolucionario francés, vale decir, el juego de dados inscrito en su filosofía y praxis políticas, con las estructuras ancladas al suelo, esto es, con la tradición y la historia. En el marco de esa misma corriente recelosa del aventurerismo especulativo que descoyunta de la noche a la mañana el orden político y social acrisolado y destilado a lo largo de los siglos, durante la Transición Fernández de la Mora abogó por reformar España para hacerla «más ordenada, justa y próspera». De lo que se trataba era de evitar «saltar en el vacío» sucumbiendo a la «manía constitutoria» o a la «epilepsia constituyente» que reclamaban numerosas voces que buscaban trascender el «Estado del 18 de julio»[20].

En plena vorágine transicional desde un orden autoritario a otro democrático, y con el proyecto constitucional en el epicentro del debate político, a principios de 1977 Fernández de la Mora publicó un libro con el título de La partitocracia[21]. Fuertemente inspirado en la crítica a los partidos políticos en tanto que oligarquías guiadas por el interés particular y volcadas en su propia perpetuación, el libro abundaba en la línea de denuncia a las democracias liberales en la que el autor venía insistiendo en diferentes foros y publicaciones[22].

Esta obra supuso la introducción en España de la denuncia al «gobierno de los partidos», que no otra cosa significa etimológicamente el término de «partitocracia». Engarzaba así con una corriente europea que, bajo diferentes denominaciones (Parteienstaat, Party Government o Stato di partiti), venía abundando desde décadas atrás en las transformaciones que atravesaban las democracias occidentales. Fue en Italia donde vio la luz el neologismo de partitocrazia para denunciar las imposturas que rodeaban a los órdenes democráticos. Desde esta perspectiva, si por algo se caracterizaban las democracias representativas era porque las cúpulas de los partidos habían reemplazado a los parlamentos como el eje articulador de la vida política y, en el camino, habían dejado de ser expresivos de la voluntad de la ciudadanía: «La hipótesis demoliberal —sostiene Fernández de la Mora— supone que el sufragio universal, canalizado por los partidos políticos, permite obtener en el Parlamento una fiel microimagen de la voluntad popular. Los hechos no confirman esta presunción» (‍1977: 111). Para Fernández de la Mora, «los diputados no representan a los electores […]; se representan, pues, a sí mismos y, eventualmente, a unos intereses de clase o grupo» (‍1977: 144). La realidad, se reafirmará en otro escrito al cabo de los años, «es que casi todos los diputadosno son los que el pueblo considera los mejores, sino como los pertenecientes a una clase poco prestigiosa, la de los ‘políticos’» (‍1996: 118). Es más: «El diputado ya no es propiamente un ‘parlamentario’, sino, a lo más, un ‘portavoz’; es un hombre que abdica de su razón y se alinea con el partido. Deja de ser una cabeza pensante para convertirse en un dato contable a la hora de los escrutinios» (‍1977: 158). En realidad, y este es el núcleo central de su crítica, el control de la vida política en las democracias liberales no radica tanto en el parlamento en tanto que depositario de una supuesta voluntad popular como en la cúpula de los partidos, erigida en una auténtica oligarquía que suplanta la voluntad popular y sucumbe a la «digitocracia» o «designación por el dedo»[23]. La función atribuida en la teoría democrática liberal al parlamento como foro en el que discurre el debate, se despliega la razón y fluye el libre intercambio de argumentos habría devenido una quimera. El diálogo está abortado, y en todo caso resulta ficticio, desde el momento en que los responsables de los grupos parlamentarios han tomado una decisión que antecede a los debates. El parlamento no es, entonces, un foro para la confrontación de la razón, sino un espacio para la teatralización de decisiones tomadas por las cúpulas de los partidos antes del debate. Lapublicidad y la transparencia de las deliberaciones de la teoría parlamentaria son un mito, puesto que «lo público no es tanto el proceso, cuanto, como ya acontecía en los absolutismos, el resultado» (‍1996: 119).

¿Cuál era la alternativa de Fernández de la Mora a la democracia de partidos en un país que intentaba dejar atrás las estructuras heredadas de la dictadura y sentar las bases de un nuevo orden político? El pensador conservador y franquista se destacó tras la muerte del dictador como un defensor del régimen frente, por un lado, a los «desertores» pasados al aperturismo y, por otro lado, a los inmovilistas de el «bunker» (en ‍González Cuevas, 2015: 302 y 329). Su proyecto para la nueva fase que se abría después del dictador lo resumió así el propio interesado: «Aspiro a la victoria: en este caso, a que no se malogre la Victoria, con mayúscula, que ganaron nuestros padres».

Este es el marco histórico-político en el que se enmarca su defensa de una «democracia orgánica o corporativa», su alternativa a una democracia liberal articulada por los partidos. El caso español demuestra su viabilidad práctica «para análogos supuestos estructurales»; si otros países de nuestro entorno geopolítico no abundaron en esa vía habría sido por «prejuicios ideológicos o por una pretensión de proselitismo planetario» (‍1977: 220). Según Fernández de la Mora, las ventajas de la democracia orgánica frente a la democracia de partidos serían de varios órdenes. La representación orgánica «suele ser más eficaz que la inorgánica, porque representa mejor los intereses sociales y, además, carece de casi todas las características negativas de la partitocracia». Fernández de la Mora se ocupa de especificar sus virtudes: «permite el acceso de los independientes al poder, favorece la renovación de la clase política, flexibiliza la presentación de candidatos, otorga más autonomía a los elegidos, pragmatiza las Cámaras, posibilita la división y el equilibrio de poderes y desaliena la vida sindical, profesional y local, a la par que objetiva los problemas políticos». En fin, resume Fernández de la Mora, que «la democracia orgánica o corporativa es mucho más genuina que la inorgánica o partitocrática».

Por si no fueran suficientes esos méritos, el político conservador español añade uno más al listado: la democracia orgánica resulta «perfectamente compatible con la democracia directa, que apela directamente al pueblo, sin la manipuladora mediación de los partidos» (‍1977: 216-‍217). La vindicación de este modelo de democracia engarza con la propuesta nacionalpopulista actual. Los programas del Frente Nacional/Rassemblement national francés, el FPÖ austriaco, AfD y Vox recogen la aplicación de mecanismos de democracia directa como los referéndums[24]. Vox ha sido el último partido de la constelación soberanista de derechas en asumir esta propuesta. Coincidiendo con la celebración los días 8 y 9 de octubre de 2022 en Madrid del acto público Viva 22. La historia que hicimos juntos, una particular lectura de las contribuciones de España a la historia universal (‍Casquete, 2023), Vox presentó el manifiesto España decide[25]. Con el nuevo giro se trata, sostienen, de «recuperar nuestra democracia de mano de la partitocracia […] que ha traicionado al pueblo y también al parlamentarismo». Aunque en su documento no emplean el término «referéndum», no de otra cosa hablan cuando exigen preguntar a la ciudadanía apelando al artículo 92 de la Constitución, que contempla la posibilidad decelebrar consultas sobre políticas públicas de especial trascendencia.

3.2. La crítica de Carl Schmitt a la democracia parlamentaria[Subir]

La crítica que formula Fernández de la Mora a esa forma degenerativa de la democracia que sería la partitocracia no era original. En sus líneas maestras estaba inspirada por Carl Schmitt y su crítica al Parteienstaat o «Estado de partidos». Sin embargo, conviene adelantar, en La partitocracia no se encuentra ni una sola referencia al constitucionalista alemán.

Schmitt se destacó como el principal teórico de la política y del derecho del momento en su país, y como uno de los críticos de la teoría política liberal más perspicaces e influyentes del siglo pasado. El hilo conductor de su prolífica, polifacética y transdisciplinar obra política, jurídica y cultural (su «trinidad de pensamiento»; ‍Meierhenrich y Simons, 2016) es el problema del orden social. A lo largo de su dilatada vida y obra nunca abandonará esa preocupación. Sus trabajos más emblemáticos de teoría del derecho y de pensamiento político vieron la luz durante la turbulenta República de Weimar, que adquirió carta de naturaleza con una Constitución que sustituyó la monarquía por un sistema político basado en los partidos políticos y el parlamentarismo (‍Casquete y Tajadura, 2020; ‍Álvarez, 2021). Entre 1919 y 1933 la República asistió a la sucesión de 20 gabinetes, 16 de ellos parlamentarios y cuatro presidenciales, todos ellos incapaces de salvaguardar el orden en una sociedad profundamente polarizada. La Constitución de 1919, columna vertebral de la república, recogió por vez primera en la historia de Alemania una declaración de derechos y un marco normativo relativo a la familia, la educación, la religión y las relaciones económicas en una economía capitalista (‍Preuss, 2016: 471).

Hasta hoy, y en una suerte de coincidentia oppositorum, Schmitt constituye una fuente de inspiración de la crítica a las democracias liberales, tanto si proceden del campo de las derechas como si lo hace desde las izquierdas (‍Velasco, 2020). Su despliegue conceptual, se le ha criticado, resulta a menudo más efectista que preciso, razón por la cual adquiere diferentes interpretaciones para demócratas (de izquierdas o conservadores) y autócratas (‍Meierhenrich y Simons, 2016: 17). Por un lado, están aquellos pensadores de lo político que reconocen en Schmitt un interlocutor a la par que adversario con quien el diálogo resulta inexcusable cuando de lo que se trata es de repensar la democracia liberal y de reforzar sus principios. Estos autores aspiran a dialogar con y contra Schmitt, no para socavar los cimientos de la democracia liberal cuanto para identificar las deficiencias del marco liberal dominante y dar con posibles remedios (‍Mouffe, 1999). En el otro extremo están quienes hacen suya la crítica de Schmitt al parlamentarismo. Fernández de la Mora con su denuncia de la partitocracia y, en la medida que asume la terminología y el marco de crítica, también Abascal, se encuadran en este segundo grupo. Ninguno de los dos aspira a mejorar el funcionamiento de la democracia liberal y de la representaciónimpulsando reformas en la naturaleza y funciones de los partidos políticos; lo hacen con un ánimo de sospecha y recelo hacia ellos en tanto que canales para canalizar la voluntad popular.

Sorprende la ausencia de reconocimiento expreso al jurista alemán en el despliegue argumentativo de Fernández de la Mora en La partitocracia. El pensador español hace suyas las ideas de Schmitt sin confesar la fuente, y ello pese a que conocía tanto al autor como su obra. En efecto, Fernández de la Mora disfrutó del «amistoso magisterio»[26] de Schmitt desde que coincidieran en Colonia a finales de 1949, justo después de la llegada a su destino en Fráncfort como representante del cuerpo diplomático español. En 1950 asistió a los seminarios privados que impartía Schmitt (‍Fernández de la Mora, 1996: 114). En España, donde cultivó una densa y variopinta red de amistades y admiradores de su obra, Schmitt contempló con benevolencia y simpatía el régimen franquista por haber sido capaz de frenar al comunismo internacional (‍Saralegui, 2016: 135-‍136, 161 y 168). En realidad, la simpatía hacia regímenes autoritarios fue una constante en Schmitt. A mediados de la década de 1920 apoyó el régimen fascista italiano (‍Schwab, 1970: 147; ‍Müller, 2003: 28), y en mayo de 1933 se afilió al partido nazi. Pronto fue acusado de fungir como «el jurista de cabecera del Tercer Reich»[27]. Fuese por convicción o por oportunismo, su militancia en el partido nazi fue una sombra que lepersiguió el resto de sus días. En los años iniciales del Tercer Reich sostuvo, por ejemplo, que «El Führer protege el derecho de los peores abusos cuando en el momento del peligro y en virtud de su liderazgo (Führertum) funda la justicia de forma inmediata como máxima instancia judicial»[28].

Así pues, Fernández de la Mora conoció personalmente a Schmitt, y era además un buen conocedor de su crítica a las democracias liberales. Así se revela en un artículo periodístico suyo con motivo del noventa aniversario del pensador alemán. En él Fernández de la Mora destaca un trabajo de Schmitt titulado Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual (orig. 1923)[29]. En esta obra hay que rastrear la fuente de inspiración de la crítica al Estado de partidos que despliega Fernández de la Mora en La partitocracia. La crítica de Schmitt a las democracias liberales representaba, en el contexto histórico-político del momento, una crítica interpuesta a la República de Weimar, un sistema lastrado por su debilidad e incapacidad para tomar decisiones, ni siquiera en defensa propia frente a sus enemigos comunistas y nazis. En los últimos años de la República, Schmitt defendió que el Estado no podía mantenerse neutral frente a quienes abogaban por el arrumbamiento del orden constitucional. Se trataba de negar una igual oportunidad de acceso al poder a los partidos políticos de esa vocación, es decir, a nazis (a quienes, en cambio, no tardaría en vincularse) y comunistas. Y es que Schmitt siempre se mostró preocupado por la preservación del orden político, también durante Weimar, frente a las fuerzas que socavaban el orden republicano (‍Schwab, 1970; ‍Bendersky, 1983).

Weimar vivió sumida en debates interminables para alcanzar compromisos entre intereses heterogéneos e irreconciliables. Uno de esos debates tuvo que ver con la forma de articulación del Estado, en el que Schmitt se posicionó (como después harán Fernández de la Mora y Vox) por un estado central fuerte, descentralizado administrativa pero no políticamente, que pusiese fin a las pulsiones centrífugas del orden federal incorporado en la Constitución (‍Bendersky, 1983: 200; ‍De Miguel y Tajadura, 2018: 163-‍164).

Durante el periodo republicano Schmitt se preocupó por el hecho de que las divisiones políticas internas bloqueasen el ejercicio del gobierno y franqueasen el paso a los extremistas de derecha e izquierda. Un sistema político articulado por los partidos políticos estaba condenado de antemano a la parálisis e indecisión permanentes. Solo podía ser rescatado de sí mismo otorgando poderes extraordinarios a la única figura que, en virtud de la Constitución de 1919, emanaba directamente del voto ciudadano, esto es, el presidente del Reich. Según un intérprete suyo, Schmitt estaba convencido de que el presidente «ha de ser incuestionablemente leal a la constitución y representar al conjunto de la nación en lugar de a los intereses de un partido concreto […] El presidente debía ser un pouvoir neutre, una institución neutral por encima de los partidos que preservase la constitución y fuese capaz de mantener en funcionamiento la complicada maquinaria de un estado moderno en el caso de que el Reichstag se viese paralizado por una falta de mayoría, o por extremistas» (‍Bendersky, 1983: 79). La incapacidad de Schmitt para discernir entre una dictadura limitada y encabezada por el presidente elegido por sufragio popular y la posterior deriva totalitaria del régimen encabezado por Hitler constituye una prueba de los riesgos de su filosofía política. Para Schmitt la alternativa al parlamentarismo era un dictador democrático (oun «dictador populista», según Ulrich Preuss —‍2016: 481—), la única figura capacitada para actuar como el auténtico delegado de una voluntad popular unificada. Con notable sofisticación jurídica, durante la República de Weimar Schmitt no cejó de defender la superioridad de la dictadura «democrática» encarnada por el presidente por encima de la democracia parlamentaria (Ibíd.). Schmitt entiende por dictadura «la dominación personal de un individuo, si bien ligada necesariamente a otras dos representaciones: la una, que esta dominación se apoya en un asentimiento del pueblo, que tanto da que sea impuesto o imputado, y, por tanto, en un fundamento democrático, y la otra, que el dictador se sirve de un aparato de gobierno fuertemente centralizado, apropiado para el gobierno y la administración de un Estado moderno» (‍2013 [1921]: 20). La idea clave de su teoría de la dictadura es la de excepción: una situación como la que vivía Alemania después de la I Guerra Mundial reclamaba medios excepcionales. El «dictador comisarial», el soberano, sería el encargado de decidir sobre la normalidad y la excepción (‍Preuss, 2016: 474, 475). Al final, su teoría del «decisionismo», según la cual la acción política era un valor en sí mismo con independencia de su justificación normativa, sirvió para legitimar el acceso y ejercicio dictatorial del poder por Hitler durante el Tercer Reich.

La crítica de Fernández de la Mora a la partitocracia se inspira, ya lo hemos adelantado, en un libro de Schmitt de 1923. En esa obra Schmitt sostiene que los representantes electos hacen las veces de un «decorado superfluo, inútil e incluso lamentable» (‍2008: 16). El curso político se dirime en las discusiones de los comités de partidos celebradas a puerta cerrada, a espaldas de la opinión pública y guiadas por lo que deciden «los representantes de los intereses del gran capital en un reducido comité» (Ibíd.: 105). La dialéctica argumento/contraargumento de los partidos no respondería al interés general, sino a un mandato imperativo impuesto por los partidos que lastra cualquier ejercicio deliberativo libre; los partidos «ya no se enfrentan entre sí confrontando opiniones en la discusión, sino como grupos de poder social o económico, sopesando los respectivos intereses y oportunidades de poder y llevando a cabo, sobre esta base fáctica, compromisos y coaliciones» (Ibíd.: 16-‍17). La transparencia y deliberación, claves de bóveda del diseño parlamentario, se convierten en una «huera formalidad». (Ibíd.: 16). A la salida del régimen imperial tras la derrota en la I Guerra Mundial, los defensores del liberalismo y la democracia cifraron sus esperanzas en el parlamento y los partidos políticos para seleccionar a los líderes políticos más capaces. Hoy, hacía balance Schmitt, «Resulta bastante dudoso que el Parlamento posea realmente facultad para formar una élite depolíticos […] el Parlamento sólo será ‘verdadero’ cuando la discusión pública sea tomada en serio y llevada a efecto» (Ibíd.: 12 y 13). El parlamento es el foro «donde se juntan y se convierten en poder público […] las partículas de razón» (Ibíd.: 73). En cambio, cuando se convierte en un foro de intereses pierde su carácter como lugar donde prima la razón. Los partidos no discuten entre sí en el parlamento, sino que juegan estratégicamente guiados por sus ansias para alcanzar el poder. Para lograr el voto ciudadano los partidos despliegan un «aparato de propaganda» encaminado a apelar a sus intereses y pasiones más inmediatas. Siendo así, la «idea de argumentar en el sentido propio de la palabra, característica de una verdadera discusión, desaparece. Es reemplazada, en los debates de los partidos, por un cálculo consciente de los intereses y las oportunidades de poder» (Ibíd.: 17). El juego político en el parlamentarismo no pasa por la persuasión del mejor argumento, promesa del parlamentarismo, sino por la conquista de la mayoría. Para que se entable una discusión hacen falta unas premisas que no concurren en las democracias liberales: «unas convicciones comunes, la disposición a dejarse convencer, la independencia respecto a ataduras de partido, la imparcialidad frente a intereses egoístas» (Ibíd.: 14). Establecido a modo de axioma, los partidos en órdenes políticos pluralistas anteponen los intereses de sus electores y su clientela al interés colectivo. Sedebaten entre «colaborar en este continuo tráfico de compromisos o a permanecer apartados y sin importancia» (Ibíd.: 150-‍151). Su tesitura semeja a la del perro de la fábula de Lafontaine, sostiene Schmitt, que guardaba celosa y fielmente el asado de su señor hasta que acudieron otros perros; entonces se avino también él a participar en el banquete. El parlamento, en lugar de servir para alcanzar una voluntad política común que esté por encima de los partidos, «se convierte en teatro de la distribución pluralista de las potencias sociales organizadas» (Ibíd.: 151). Se sustancia así el triunfo del espíritu de facción sobre el interés nacional, la misma crítica que efectúan Fernández de la Mora y Vox frente a quienes priorizan sus intereses particulares sobre los intereses de España. Los partidos son, en suma, fines en sí mismos, más que medios al servicio de un bien superior: la patria.

4. CONCLUSIÓN[Subir]

Los partidos populistas ultranacionalistas muestran una profunda desconfianza hacia los partidos y al papel articulador que desempeñan en la vida política de las democracias representativas. La versión española de dicho espectro no es ninguna excepción. En este trabajo hemos dejado constancia de la desconfianza de Vox hacia ellos a partir de sus documentos programáticos, los libros y escritos firmados por destacados dirigentes suyos y declaraciones de sus máximos representantes en foros relevantes. Asimismo, hemos identificado varios hilos conductores que remiten a Fernández de la Mora como un precursor del espectro político que el nacionalpopulismo de Vox representa en la España del siglo xxi. Como el avalista de la «continuidad perfectiva» y defensor entusiasta de los logros del «Estado del 18 de julio» que en la fase liminal de la Transición se pronunció en contra de la Constitución de 1978, Vox aboga por una marcha atrás a la articulación autonómica del Estado en una dirección centralizadora. Fue el principal motivo de desacuerdo del político e intelectual franquista con la Carta Magna, como es también la principal crítica que Vox tiene con el articulado y espíritu de la Constitución, que habla de «nacionalidades históricas» diferentes a la nación española. Descentralización administrativa sí, vendrían a decir Fernández de la Mora y Vox; descentralización política, no. A pesar de este aire de familia entre político y partido, hay una diferenciasustancial entre ambos. Fernández de la Mora puso todo su empeño en dar continuidad a un régimen dictatorial, mientras que Vox asume formalmente el ordenamiento marcado por la Constitución de 1978. El primero sería un político de extrema derecha en la medida que impugna el orden democrático; Vox sería un partido de derecha radical que acepta la esencia de la democracia pero cuestiona elementos nodales del orden liberal democrático, como son los derechos de las minorías, el gobierno de la ley o la separación de poderes (‍Mudde, 2000, ‍2021).

La familia y la educación (junto con la historia y las políticas de la memoria) forman parte destacada de la «guerra cultural» de Vox, igual que de los programas de otras fuerzas nacionalpopulistas, en particular de Europa Central y del Este (‍Krastev y Holmes, 2019: 53-‍54). Son temas que figuraban asimismo entre las preocupaciones de Fernández de la Mora en el franquismo y en su andadura política en la Transición. Fernández de la Mora abogó, en fin, por un Estado mínimo que interfiriese lo imprescindible en la vida económica, en tanto que Vox presenta un proyecto económico ultraliberal que sus votantes parecen avalar[30].

Así pues, la genealogía de la crítica nacionalpopulista de Vox a los partidos políticos encuentra un antecesor en Fernández de la Mora, quien a su vez se inspiró en la auténtica referencia intelectual del siglo xx para este tipo de crítica, en Carl Schmitt, teórico de la política que identificó una serie de aporías en la democracia liberal sustantivadas en la República de Weimar que han servido desde entonces de inspiración a pensadores tanto de izquierdas, con un ánimo constructivo de dicho tipo de democracia, como de derechas de tipo autoritario y/o nacionalpopulista.

AGRADECIMIENTOS[Subir]

Este artículo forma parte del proyecto de investigación subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación PID2022-138385NB-I00, en el marco de un Grupo de Investigación de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (ref. GIU 20/002).

NOTAS[Subir]

[1]

La desconfianza hacia la forma-partido convencional no es privativa del populismo. Formaciones políticas de diferentes espectros ideológicos surgidas en los últimos años también rehúyen esa denominación. Ciudadanos en España (fundado en 2006), Die Linke en Alemania (2007) o En Marche en Francia (2016) son expresivos de esta tendencia más general que recela de las estructuras de intermediación en la forma de partidos políticos tradicionales.

[2]

https://www.voxespana.es/espana/manifiesto-fundacional-vox. Acceso: 30-‍5-2023. En dicho manifiesto fundacional, redactado por el exministro de UCD Ignacio Camuñas, no hay referencia alguna a tres temas que devendrán centrales en el decurso posterior del partido: la inmigración, la conocida como Ley de Violencia de Género (2004) y la Ley de Memoria Histórica (2007).

[3]

Rocío Monasterio en mitin de Vox en Vistalegre, Madrid, 7-‍10-2018. https://www.youtube.com/watch?v=E86yhLllmRk, 21’ 52’’. Acceso: 30-‍5-2023.

[4]

«Vox: 100 medidas para la España viva» (2018), medidas 11 y 82, resp. En el elenco de 10 medidas recogidas para hacer frente a la crisis de la Covid19 concretan qué entienden bajo «organizaciones de proselitismo ideológico», que no son otras que las organizaciones no gubernamentales («Crisis nacional del coronavirus. Programa Protejamos España» (2020), medida 8. En: https://www.voxespana.es/programa-protejamos-espana; acceso 30-‍5-2023. Unas ONGs que «funcionan y se crean a golpe de chequera y subvención». Santiago Abascal en Vistalegre Plus Ultra, Madrid, Palacio de Vistalegre, 6-‍10-2019: https://www.youtube.com/watch?v=8B_iAyQ5GAU, 1h 21’ 50’’.

[5]

«Vox. Por una política fiscal simple, justa y eficiente» (2019), p. 3. En: https://www.newtral.es/wp-content/uploads/2019/04/Programa-electoral-VOX.pdf. Acceso: 30-‍5-2023.

[6]

Santiago Abascal, «Moción de censura al Gobierno presidido por don Pedro Sánchez Pérez-Castejón», Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 21 de octubre de 2020. En la misma línea, Rocío Monasterio: https://www.youtube.com/watch?v=E86yhLllmRk, 13’ 30’’; «Agenda España»: https://www.voxespana.es/agenda-espana, p. 9. Asimismo: «Vox. Un programa para lo que importa. Programa electoral para las Elecciones Generales del 23J de 2023». Acceso: 17-‍7-2023.

[7]

Consulta: 1 de junio de 2023.

[8]

Rocío Monasterio en Vistalegre Plus Ultra, Madrid, Palacio de Vistalegre, 6-‍10-2019: https://www.youtube.com/watch?v=8B_iAyQ5GAU, 19’ 50’’.

[9]

https://www.eldiario.es/politica/fundacion-disenso-abascal-think-tank-rearme-intelectual-vox_1_6213555.html. Acceso: Acceso: 30-‍5-2023.

[10]

«Agenda España», p. 5: https://www.voxespana.es/agenda-espana. Acceso: 30-‍5-2023.

[11]

Santiago Abascal en Vistalegre Plus Ultra, Madrid, Palacio de Vistalegre, 6-‍10-2019: https://www.youtube.com/watch?v=8B_iAyQ5GAU, 2h, 9’.

[12]

«Vox: 100 medidas para la España viva» (2018), medida nº 2. En: https://www.voxespana.es/noticias/100-medidas-urgentes-de-vox-para-espana-20181006; «Agenda España»: https://www.voxespana.es/agenda-espana, p. 8; «Vox. Un programa para lo que importa. Programa electoral para las Elecciones Generales del 23J de 2023,» p. 19. Acceso: 17-‍7-2023. Asimismo: ‍Buxadé, 2021: 75-‍89.

[13]

«Moción de censura al Gobierno presidido por don Pedro Sánchez Pérez-Castejón», Boletín Oficial de las Cortes Generales, 10 de marzo de 2023: https://www.congreso.es/public_oficiales/L14/CONG/BOCG/D/BOCG-14-D-588.PDF

[14]

«La fuerza legítima», ABC, 31-X-1975.

[15]

Entrevista con Pilar Urbano en: ABC, 11-VII-1975.

[16]

En conferencia pronunciada por González de la Mora en Jerez de la Frontera con el título de «Defensa del Estado del 18 de julio»: ABC, 3-VI-1975.

[17]

ABC 17-II-1976, p. 15.

[18]

«El modelo económico», El País 22-VII-1978; «El Estado mínimo», ABC 9-I-1980. El filósofo anarcocapitalista Robert Nozick había publicado un libro en el que, con notable sofisticación teórica partiendo de John Locke, defendía un estado mínimo restringido a «la protección contra la fuerza, el robo, el fraude, el cumplimiento de contratos, etc.» (‍1974: ix). Las ideas de Fernández de la Mora en el artículo en ABC son tributarias de Nozick.

[19]

Entrevista con Pilar Urbano en: ABC, 11-VII-1975. Asimismo: ‍Del Río Morillas, 2013: 6-‍7.

[20]

ABC, 11-VII-1975.

[21]

El año anterior la obra había visto la luz en el Chile de Pinochet, en la Editora Nacional Gabriela Mistral. La publicación original en el país andino no fue casualidad. Fernández de la Mora cultivó cierta amistad con el dictador chileno, y en cualquier caso admiración por su régimen. Cuando a principios de 1988 el político español sufrió un infarto de miocardio, Pinochet le hizo llegar al hospital un telegrama, por canales diplomáticos y con entrega en mano, deseándole una pronta recuperación. Fernández de la Mora se lo agradeció en tanto que encarnación del «Chile fraterno que V.E. en nombre de las Fuerzas Armadas ha mantenido dentro del mundo libre y está conduciendo a un creciente bienestar» (en ‍González Cuevas, 2015: 419).

[22]

Conferencia impartida bajo el título de «Defensa del Estado del 18 de julio», ABC 3-VI-1975; «Partidos contra democracia», ABC 15-XI-1975.

[23]

«Partidos contra democracia», ABC 15-XI-1975.

[24]

El compromiso presidencia de Marine Le Pen a las elecciones presidenciales de 2017 abogaba por la «proximidad democrática», esto es: «que las decisiones sean tomadas lo más cerca posible de los ciudadanos y directamente controladas por ellos». La propuesta se sustanciaba, por ejemplo, en la implementación de una «verdadero» referéndum de iniciativa popular. Véase: https://rassemblementnational.fr/pdf/144-engagements.pdf. En sentido similar, el programa vigente del FPÖ, aprobado en Graz en 2011, se refiere al «desarrollo de la democracia directa». Véase: https://www.fpoe.at/fileadmin/user_upload/www.fpoe.at/dokumente/2015/2011_graz_parteiprogramm_web.pdf. Alternativa por Alemania, por su parte, aboga en su programa por implementar «plebiscitos según el modelo suizo». Véase: https://www.afd.de/grundsatzprogramm/#langversion. Accesos: 30-‍5-2023.

[25]

Ver: https://www.voxespana.es/noticias/espana-decide-20221009. Acceso: 30-‍5-2023.

[26]

G. Fernández de la Mora, «Los noventa años de Carl Schmitt», El País 25-VII-1979.

[27]

La fórmula, hoy repetida por doquier en los estudios sobre Schmitt, se debe a su antiguo amigo y discípulo Waldemar Gurian, un intelectual de origen judío convertido al catolicismo que en 1934 emigró a Suiza, de donde se trasladó a EE.UU. (‍Müller, 2003: 40).

[28]

Carl Schmitt, «Der Führer schütz das Recht (1934)», en Pauer-Studer‍ y Fink, 2014: 327. Entre 1933 y 1936 Schmitt publicó un total de 47 trabajos académicos y de divulgación legitimando el Tercer Reich (‍Meierhenrich y Simons, 2016: 8). Como resultado de luchas intestinas dentro del movimiento nacionalsocialista por dilucidar quién ejercía de jurista de referencia, a partir de 1936 su estrella empezó a declinar, lo cual no fue óbice para que siguiese apoyando el experimento totalitario nazi. Algunos «viejos luchadores» en el campo del derecho veían en él un advenedizo de pedigrí dudoso, puesto que Schmitt se afilió al NSDAP el 1 de mayo de 1933, adscrito a la división de Colonia (‍Bendersky, 1983: 316; ‍Koonz, 2005: 77-‍78). Un sector de la jerarquía nazi, encabezada por Hermann Göring y Hans Frank, le dieron la bienvenida y su protección porque su prestigio investía de un aura de respetabilidad al movimiento, pero tan pronto como Schmitt pujó por ejercer su influencia en el movimiento, empezó su declive. Como sentenció una publicación de exiliados alemanes tomando prestadas las palabras de Schiller, a la altura de 1936 el régimen llegó a la conclusión de que «Moor ha cumplido su labor, Moor puede irse» (en ‍Bendersky, 1983: 323).

[29]

G. Fernández de la Mora, «Los noventa años de Carl Schmitt», El País 25-VII-1979.

[30]

Véanse al respecto los documentos que Vox encargó a su parlamentario y economista Rubén Manso. Sus títulos eran: «Por una política fiscal simple, justa y eficiente. Propuesta tributaria de Vox para recuperar a la clase media trabajadora», y «Bienestar para todos. Propuesta de Vox de reducción de gasto superfluo para recuperar la clase media trabajadora y apoyar a las familias». Ambos están fechados en abril de 2019. Ninguno figura en la página oficial de la formación política, pese a llevar su membrete.

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Biografía[Subir]

[a]

Profesor de Historia del pensamiento y de los movimientos sociales y políticos en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Sus líneas de investigación actuales se centran en la historia alemana del periodo de entreguerras y en el nacionalpopulismo contemporáneo. Sus obras más recientes son Politics of Death. The Cult of Nazi Martyrs, 1920-1939 (Routledge, 2023) y la edición de Vox frente a la historia (Akal, 2023).