SUMARIO
  1. Referencias

La polarización afectiva se ha convertido en una de las principales preocupaciones recientes de los politólogos norteamericanos, como así lo atestiguan decenas de trabajos académicos que se preguntan por las causas y las consecuencias de este fenómeno. La tendencia a considerar a los grupos políticos como tribus sociales en conflicto que actúan como referentes identitarios (‍Iyengar et al., 2012; ‍West y Iyengar, 2022), el cambio en las actitudes de las élites (‍Banda y Cluverius, 2018) o las formas de consumo de información política tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales (‍Garrett et al., 2014; ‍Gill, 2022; ‍Törnberg, 2022) son algunas de las posibles variables explicativas de la polarización afectiva. En cuanto a las consecuencias, el foco se centra en el impacto de la polarización afectiva sobre la salud de las instituciones democráticas y el compromiso de los ciudadanos con sus reglas (‍Kingzette et al., 2021; ‍Gidengil et al., 2022), así como en el crecimiento de la desconfianza entre quienes apoyan opciones políticas diferentes, lo que dificulta notablemente la convivencia (‍Levendusky y Stecula, 2021).

Como señalan los autores de American affective polarization in comparative perspective, la polarización afectiva puede ser entendida como un tipo especial de polarización política, de carácter emocional (no ideológica ni sobre políticas concretas), marcada por la desconfianza y la hostilidad entre personas en función de sus grupos partidistas de pertenencia. De forma concreta, se propone aquí una definición de la polarización afectiva a nivel de masas como la diferencia entre los sentimientos expresados hacia el propio partido y los sentimientos desarrollados hacia los partidos ajenos (p. 3). Cuando el desagrado hacia los partidos externos es muy elevado (partidismo negativo alto) y el sentimiento positivo de adhesión al partido del que nos sentimos parte también es muy alto, es posible que el desacuerdo con los oponentes se vuelva una cuestión personal y afecte a nuestras relaciones sociales, hasta el punto de que la discriminación y el prejuicio entre partidarios de diferentes opciones políticas se vuelve más intenso que el que se produce por motivos étnico-raciales (ver ‍Sunstein, 2015, citado en p. 1).

En este contexto, es habitual caracterizar a los Estados Unidos como un país extraordinariamente polarizado en términos afectivos. Sin embargo, Noam Gidron, James Adams y Will Horne pretenden realizar un ejercicio comparativo que enfrente el caso estadounidense con otras democracias occidentales para poner a prueba estas afirmaciones. Este libro forma parte de la colección Elements in American Politics de Cambridge University Press, un conjunto de publicaciones más extensas que un artículo académico, pero más breves que un libro al uso, de tal forma que resultan materiales de gran capacidad divulgativa y atractivos tanto para investigadores —especialmente aquellos en periodo de formación predoctoral por su coherencia a nivel de diseño y formulación del problema central— como para el público en general, que encontrará un relato sencillo que incorpora los requerimientos formales y estadísticos de un artículo sin renunciar a elementos característicos del ensayo. Así, el libro comienza con una introducción que sirve como marco teórico, para seguidamente presentar un segundo apartado que compara al electorado americano con el de otros entornos. El tercer apartado se ocupa de explicar las variaciones en los niveles de polarización afectiva en los Estados Unidos y, por último, se ofrece un sugerente capítulo 4 de conclusiones.

A lo largo de los cuatro capítulos del libro, todos ellos de lectura sencilla y amena, a pesar del completo conjunto de datos que se aporta, los lectores podrán reflexionar sobre algunos factores que podrían explicar diferentes niveles de polarización afectiva por países, distinguiéndose fundamentalmente tres determinantes contextuales: la naturaleza de las condiciones económicas nacionales (niveles de desigualdad y de desempleo); las instituciones electorales (sistema electoral mayoritario vs. sistema electoral proporcional, recuperando las tesis de Lijphart), y la intensidad de la polarización ideológica y temática entre las élites. Sobre la materia particular de las disputas sostenidas por la élite política, el libro se adentra en un debate fundamental sobre el alcance polarizador de los desacuerdos de base económica frente a las llamadas batallas culturales que, según los autores, han protagonizado los principales enfrentamientos de la última campaña electoral americana, a propósito del movimiento Black Lives Matter.

Con el fin de analizar la polarización afectiva tanto en su evolución longitudinal como en la comparación transversal entre diferentes países, los autores plantean dos preguntas de investigación: a) ¿cómo de polarizado afectivamente está Estados Unidos en comparación con otras diecinueve democracias occidentales, y b) ¿es la intensa polarización afectiva presente en los Estados Unidos un fenómeno aislado y particular?

En el capítulo 2 del libro, los autores explican pormenorizadamente el marco metodológico y el proceso de producción y análisis de los datos. Sobre los países seleccionados, la muestra la componen un total de veinte democracias occidentales (Australia, Austria, Canadá, Dinamarca, Finlandia, Francia, Alemania, Reino Unido, Grecia, Islandia, Irlanda, Israel, Nueva Zelanda, Holanda, Noruega, Portugal, España, Suecia, Suiza y los Estados Unidos) para las que se han considerado diferentes encuestas electorales (81 en total) del Comparative Study of Electoral Systems (CSES). Los años y marcos temporales de las encuestas seleccionadas varían para cada país según la disponibilidad del módulo desarrollado por el proyecto del CSES y el año de cada elección nacional. Por ejemplo, los datos disponibles para el caso español se limitan a 1996, 2000, 2004 y 2008.

En cuanto a la forma de medición de la polarización afectiva, dicho concepto es operacionalizado a partir de dos dimensiones: partidismo positivo (apego hacia el propio partido) y partidismo negativo (desagrado/rechazo hacia el/los partidos contrarios). Estas dimensiones se trabajan tomando en cuenta los resultados del party thermometer, una pregunta habitual también en las encuestas del ANES (‍Iyengar et al., 2019), donde se pide al entrevistado manifestarse sobre sus sentimientos, más o menos cálidos o fríos, hacia los diferentes partidos. A efectos de interpretación y tratamiento, esta escala es invertida por los autores para una exposición de resultados más intuitiva. Los niveles de polarización afectiva resultarían de la diferencia entre los sentimientos de un ciudadano hacia su partido y los sentimientos de ese mismo ciudadano hacia el resto de los partidos del sistema, catalogados, inicialmente, como exogrupo (p. 13).

Medir la polarización afectiva a partir de los datos del party feeling thermometer plantea un debate metodológico de calado porque la discriminación intersubjetiva es el efecto singular de la polarización afectiva, mientras que la pregunta del party feeling thermometer —en su formulación prototípica— capta los sentimientos hacia partidos y no tanto hacia los seguidores de los mismos. ¿Podemos presuponer que los sentimientos hacia los objetos (partidos) son equivalentes a los sentimientos hacia los sujetos (partisanos)? Los autores resuelven esta controversia afirmando que los sentimientos expresados no solo son relativos a la élite del partido, sino que se pueden considerar extensibles a sus bases. Una vez superada esta cuestión, se ofrecen los detalles técnicos de las fórmulas usadas para la obtención de las puntuaciones promedio de polarización afectiva por país. Gidron, Adams y Horne usan una medida agregada que parte de la propuesta de medición realizada por Reiljan (‍2020), conocida bajo el nombre de affective polarisation index (API). Esta medida, que calcula las diferencias entre los sentimientos de los electores hacia los diferentes partidos tomando como base su adscripción partidista, favorece la comparación porque no se centra en los niveles individuales de polarización, como sí lo hace Wagner (‍2021), sino en los niveles agregados de polarización intergrupal. Otro aspecto que destacar en esta fórmula es que se introduce una ponderación según el tamaño de los partidos (porcentaje o cuota de voto), lo que relativiza posibles efectos introducidos por partidos que generan mucho rechazo o mucha adhesión, pero son poco relevantes electoralmente dentro de sistemas multipartidistas fragmentados.

Conocidos los aspectos técnicos, a partir de la p. 22 comienza la exposición de resultados, donde los lectores podrán conocer cuáles son los países con cifras promedio de polarización más elevadas a lo largo de la serie, las tendencias en materia de partidismo (positivo y negativo) y la evolución temporal de la polarización afectiva en cada país (ver figura 2, p. 27). De la acción más descriptiva se avanza a partir de la p. 37 hacia una propuesta de explicación de las variaciones que se dan en los niveles detectados. Aquí es donde se recuperan los tres factores estructurales que se proponen como variables independientes y se someten a contraste una serie de hipótesis (pp. 41-‍45). Resulta interesante detenerse en dos de estas hipótesis: la H1b (la hipótesis de la primacía cultural), que relaciona mayores niveles de polarización afectiva con disputas sobre temas culturales entre las élites y no con disputas sobre asuntos económicos; y la H2a, ciertamente novedosa en el acercamiento al objeto de estudio, que une niveles elevados de desigualdad económica con una polarización política más aguda.

Las respuestas a las dos grandes preguntas de investigación mencionadas son realmente interesantes. Primero, se evidencia provisionalmente que la polarización en los Estados Unidos no es comparativamente tan intensa como podríamos pensar; de hecho, no es el país con mayor nivel de polarización de entre todos los incluidos en el estudio. Segundo, y en línea con investigaciones previas como Boxell et al., (‍2020), se observa que la polarización afectiva parece ser un fenómeno común a la mayoría de las democracias occidentales, aunque ha crecido más intensamente en Estados Unidos que en otros países, especialmente a partir del año 2012. Y tercero, los autores nos ayudan a comprender cómo el partidismo negativo —el desagrado por el partido contrario (‍Bankert, 2021)— es el principal combustible de la polarización afectiva. Por último, el análisis longitudinal revela que la polarización afectiva no es un fenómeno reciente; al contrario, en ciertos países los niveles de polarización durante los años noventa del pasado siglo fueron superiores a los existentes durante la primera década del siglo xxi.

El valor de este libro reside, por una parte, en su capacidad para aunar de forma concisa y accesible un estudio metodológicamente denso sobre un ámbito incipiente con una narrativa clara, que el lector puede seguir con facilidad desde el principio hasta el final. Además, se aportan estrategias técnicas que pueden servir para futuros trabajos que busquen obtener hallazgos similares en momentos temporales o zonas geográficas diferentes. Esta contribución no es menor si consideramos la falta de consenso existente sobre cómo medir la polarización afectiva, incluso la falta de conexión entre las definiciones teóricas y los indicadores empíricos, lo que dificulta estrategias de comparación de resultados. Asimismo, y sin obviar la fina recopilación teórica y la acertada contextualización del problema en conexión con los efectos socioeconómicos de la COVID-19, hay que poner en valor el esfuerzo de los autores por abrir un nuevo campo de explicaciones de la polarización afectiva más allá de cuestiones como la comunicación digital, los efectos de la identificación con el grupo, la polarización ideológica, la presencia de partidos extremistas, las derivas mediáticas o los modelos de campaña electoral. Aquí se ofrecen explicaciones de especial contenido sociológico y politológico, orientadas al papel de la situación económica (desempleo y desigualdad), el diseño institucional y la acción de las élites. Todas ellas participan de tradiciones teóricas de largo alcance.

Particularmente para cualquier investigador español, la lectura es importante por la radiografía que aporta de nuestro país, que resulta ser aquí el más polarizado afectivamente de todos los considerados (ver figura 1, p. 23). Si somos aparentemente la democracia más polarizada afectivamente y conocemos los efectos de esta situación sobre la erosión de las instituciones, la deslegitimación del adversario y la confianza en los Gobiernos (ver p. 3), la atención de la academia en nuestro país a las causas, los efectos y las posibles respuestas que quepa dar para fomentar un reencuentro cívico debería ser, si cabe, más intensa. Cuatro preguntas quedan para el futuro: ¿por qué España lidera este ranking de polarización afectiva? ¿Estamos realmente tan divididos como los estudios comparados señalan? ¿Siempre hemos estado tan divididos socialmente por lo político? ¿Es la diferencia entre el agrado por el propio partido y el desagrado por los partidos externos la mejor manera de capturar la polarización afectiva? Además, resulta necesario seguir apostando por la introducción del método comparado en los estudios de polarización afectiva, aunque por el momento su uso haya sido escaso.

Referencias[Subir]

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Banda, Kevin K. y John Cluverius. 2018. «Elite polarization, party extremity, and affective polarization», Electoral Studies, 56: 90-‍101. Disponible en: https://doi.org/10.1016/j.electstud.2018.09.009.

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