La aparición de la versión española de la última obra de Robert Fishman (Democratic practice. Origins of the Iberian divide in political inclusion. Oxford University Press, 2019) es una muy buena noticia porque facilita el acceso de un público más amplio a este importante trabajo, probablemente uno de los más valiosos publicados sobre la política española de los últimos cuarenta años. Es importante por una doble razón: constituye una notable contribución a la política comparada y ofrece al lector claves nuevas para interpretar nuestro sistema político en un momento especialmente oportuno.

La obra de Fishman se inscribe en la línea marcada por quienes se han ocupado de la influencia de la coyuntura histórica y del contexto cultural en el proceso de configuración de las democracias. Con su análisis comparado de los dos casos peninsulares, abre camino para avanzar en la respuesta a interrogantes constantes en la literatura sobre la democracia y sus variantes. Al mismo tiempo, el examen paralelo de los regímenes de Portugal y España ha permitido al autor descubrir cómo han empleado prácticas institucionales y actitudes culturales diferentes al verse obligados a responder a las consecuencias económicas, sociales y políticas de la Gran Recesión mundial.

Fishman detecta esta divergencia ibérica que se propone describir y explicar. El resultado de su análisis comparado le permite elaborar una tesis válida para aplicar a otras experiencias. La tesis principal es, en síntesis, la siguiente: los modos de transición a la democracia tienen consecuencias duraderas en la configuración de un determinado régimen político al dejar una persistente huella cultural en sus prácticas políticas, más allá de la arquitectura institucional que hayan adoptado (cap. 3). En unos casos, la influencia heredada llevará a que los actores políticos más influyentes reconozcan a los demás actores como sujetos con los que se avienen a mantener una «conversación» fluida, aunque sosteniendo posiciones divergentes. En cambio, otra será la pauta marcada en la práctica política si los actores principales elevan de facto o legalmente barreras que apartan o excluyen de aquella conversación a actores menores, periféricos o subordinados por razones de clase, identidad nacional, religión u otra.

Buen conocedor y estudioso de ambos regímenes peninsulares desde el mismo momento de sus respectivas transiciones democráticas, Fishman percibe en el caso portugués una pauta más inclusiva e igualitaria, mientras que la considera más excluyente y jerárquica en el español (cap. 1). Esta diferencia tiene consecuencias considerables si aceptamos que la esencia y la profundidad de una democracia de calidad se mide por su acercamiento gradual a la plena igualdad política entre todos los miembros de la comunidad. De ser así, el modelo portugués parece más efectivo que el español, siempre y cuando se admita que es la tendencia a cumplimentar el valor normativo de la igualdad —y no la existencia de determinadas herramientas institucionales— lo que distingue a la democracia de otros sistemas políticos.

Sobre el carácter de la transición democrática española, señala Fishman que la gestión de dicha transición y, especialmente, su inmediata secuela —a la que el autor denomina musicalmente como su «coda»— definieron y han conservado una visión segmentada y jerárquica de la acción política. A un lado, se distingue la arena institucional donde se concentra el poder de las elites. En el otro, se sitúa la arena ciudadana donde se desarrollan los movimientos populares de reivindicación y de protesta social. Entre una y otra hay distancia y confrontación, no complementariedad. Se interponen entre ellas barreras no solo legales e institucionales, sino incluso físicas, como se ha comprobado en diferentes episodios de confrontación política a lo largo de los últimos años. A este respecto, señala Fishman cómo los dirigentes institucionales de Portugal no han tenido demasiado reparo en atender directamente a las movilizaciones reivindicativas y a sus líderes, mientras que los dirigentes institucionales en España han solido parapetarse tras normas legales y acciones policiales. Para ellos, las movilizaciones populares aparecen como perturbadoras del orden público y de la estabilidad del sistema y no como expresiones democráticas de las demandas populares que formulan determinados actores sociales, poco o nada reconocidos como interlocutores democráticos.

De esta distancia entre arenas se deriva el hecho de que los sectores marginales pierdan influencia efectiva sobre las políticas públicas y queden confinados a la participación periódica en la elección de representantes. Pero esta dificultad de integración acaba siendo una amenaza para la solidez del sistema democrático. Su legitimidad se va erosionando cuando esta deriva se traslada a las mismas instituciones y aparecen las célebres «líneas rojas», impidiendo pactos, acuerdos o coaliciones, no tanto por motivos de oportunidad táctica, sino como expresiones de una insalvable exclusión de principio. Esta exclusión de principio constituye un obstáculo para que prosperen y persistan políticas que requieren un muy amplio apoyo, indispensable para dotarlas de continuidad y efectividad. Las diferencias existentes en la calidad del empleo en Portugal y en España o la desigualdad en la amplitud de los intereses culturales en las dos sociedades que Fishman analiza resultarían de la diferente manera de abordar políticamente problemas colectivos de impacto general (cap. 4).

En lo que concierne al caso de España, el autor examina con mayor detalle dos episodios importantes de su historia reciente: la reacción político-institucional frente a la Gran Recesión de 2008-‍2012 (cap. 5) y el tratamiento de la crisis de las relaciones territoriales en los últimos años (cap. 6). En ambos casos, la práctica política dominante no ha conseguido o —tal vez mejor dicho— no ha pretendido integrar o incluir a los sectores periféricos o marginales, ya sea por razones de clase o renta en el primer caso, ya sea por razones de identidad nacional en el segundo. Este tratamiento excluyente ha tenido como resultado que —lejos de atenuarse— se hayan agravado los importantes desequilibrios socioeconómicos preexistentes y se haya exacerbado un cada vez más áspero conflicto territorial.

¿De dónde arranca esta diversidad de «práctica democrática» que Fishman detecta en países tan próximos, no solo en lo geográfico, sino también en lo histórico y cultural? Para el autor hay que atender a la poderosa inercia desencadenada por los respectivos procesos de transición en Portugal y España (caps. 1 y 2). El primero contó con un apoyo popular muy activo, desembocando en una clara reestructuración de los aparatos estatales y sustituyendo a todos los elementos dirigentes del régimen anterior y de su burocracia judicial y policial, incluidas los cargos dirigentes del sistema educativo-universitario o de los medios de comunicación. El proceso español, en cambio, resultó de un acuerdo transaccional entre dirigentes reformistas del franquismo y líderes de la oposición democrática que —por razones no del todo coincidentes— rehusaron estimular las movilizaciones populares y pactaron una reforma institucional, pero garantizando la continuidad de las cúpulas estatales preexistentes en los centros nucleares del Estado: la magistratura, las fuerzas armadas, la policía y la alta burocracia.

Según el autor, la dispar herencia de este doble proceso ha configurado los respectivos aparatos institucionales y, en especial, las prácticas de las dos democracias ibéricas. Este contraste entre la interrupción portuguesa y la conexión española ha tenido también su reflejo en el terreno de lo simbólico-cultural (cap. 7). Fishman hace notar que la transición portuguesa se identifica con un momento fundacional, conservado y cultivado en una memoria popular que reconoce una fecha concreta (el 25 de abril), un lugar simbólico (el Largo do Carmo) y un himno movilizador (Grandola, Vila Morena). En cierto modo, un arsenal simbólico parecido al de otros momentos revolucionarios como han sido la Revolución francesa de 1789 (14 de julio, toma de la Bastilla, Marsellesa) o la proclamación de la independencia en otros países.

En cambio, la transición española carece de este potencial simbólico al no haber podido identificar con claridad una fecha, un lugar o algún otro elemento sensible como referencias vinculadas al momento fundacional del nuevo régimen democrático. Los intentos de consolidar la referencia a un desvaído Día de la Constitución han quedado muy debilitados no solo por su carácter abstracto, sino también por la resistencia a la desaparición de algunas referencias simbólicas del régimen franquista (el mantenimiento del 12 de octubre como fiesta nacional, la Marcha Real como himno nacional, el Valle de los Caídos, la nomenclatura del callejero ciudadano, etc.).

Fishman no percibe este fenómeno como algo accidental. Lo interpreta como expresión del papel de la cultura en la práctica política (cap. 8), entendida como una «poderosa fuerza causal» que interactúa con otros factores y sirve para relacionar a los dos ámbitos principales de esta práctica: el ámbito institucional y el ámbito de los movimientos sociales de protesta. Si la percepción dominante es la de una relación de exclusión o separación tajante, el nuevo régimen democrático tendrá resultados muy diferentes y menos efectivos que los producidos cuando domina la percepción de que existe una complementariedad entre dos ámbitos que no pueden ignorarse ni excluirse entre sí. Las consecuencias son importantes y diversas según impere una «cultura de la exclusión» o una «cultura de la inclusión». Pero advierte también el autor que este factor cultural no posee una naturaleza inmutable y que puede erosionarse o mutar en función de la actividad de determinados agentes sociales y políticos.

Concluye el autor examinando explicaciones alternativas a su tesis principal aportadas por otros estudiosos, señalando lo que considera sus puntos débiles. Al mismo tiempo, apunta la utilidad de su trabajo sobre España y Portugal para el examen de las diferencias detectadas en el desarrollo de otras democracias y subraya cómo la acción de actores individuales «en los momentos cruciales de cambio histórico» puede definir las pautas dominantes culturales de la inclusión o de la exclusión que tantas consecuencias tendrán en el futuro (cap. 8).

Al combinar claves históricas y culturales en su análisis de las diferencias entre las dos democracias peninsulares, se reconocen en el trabajo de Robert Fishman resonancias weberianas recibidas de su maestro Juan Linz y con las que se ha identificado también en otros trabajos. Creo que es justamente esta aproximación la que da al libro del profesor de la Universidad Carlos III una importancia muy destacada en el conjunto de toda la literatura publicada hasta hoy por propios y extraños sobre los regímenes nacidos de las transiciones a la democracia en Portugal y en España. No solo por lo que nos descubre sobre sus raíces y su evolución, sino porque nos permite especular con mayor conocimiento de causa sobre sus perspectivas de futuro en el caso de que nos atrevamos a ello.