RESUMEN
La política exterior de la Francia revolucionaria destaca por su agresividad y expansionismo. Para explicar el comportamiento internacional de Francia durante la Revolución, este artículo propone una perspectiva geopolítica basada en el realismo neoclásico. Discute las principales aportaciones de esta teoría y aclara los factores de la segunda y primera imagen que constituyen el marco analítico en este estudio. La geopolítica proporciona la perspectiva espacial para analizar cómo las presiones externas moldearon la esfera doméstica de Francia en la organización de su espacio interno y la forma en que influyeron en su política exterior. En primer lugar, el artículo presenta cómo la monarquía absoluta francesa organizó el espacio e identifica los antecedentes históricos de la Revolución. A continuación, aborda el papel de la percepción del escenario internacional de las élites estatales a partir de su experiencia, y cómo tomaron conciencia de la necesidad de realizar cambios críticos en el ámbito interno para competir con éxito en el internacional. Finalmente, aborda los cambios más notables en la organización espacial implementados por la Revolución y cómo contribuyeron a fortalecer las capacidades nacionales del Estado para desarrollar una política exterior expansionista.
Palabras clave: geopolítica, política exterior, Revolución francesa, realismo neoclásico, Francia revolucionaria, competición internacional, organización del espacio.
ABSTRACT
The foreign policy of revolutionary France stands out due to its aggressiveness and expansionism. To explain France’s international behavior during the revolution, this article puts forward a geopolitical perspective rooted in neoclassical realism. It discusses the main contributions of this theory and clarifies factors of the second and first images that constitute the analytical framework for this study. Geopolitics provides the spatial perspective to analyze how external pressures shaped France’s domestic sphere in the organization of its internal space and the way they influenced its foreign policy. First, the article presents how the absolute French monarchy organized space and identifies the historical background of the revolution. Next, it deals with the role of the State elites’ perceptions of the international stage based on their experience and how they became aware of the need for critical changes in the domestic realm to successfully compete in the international realm. Finally, it approaches the most notable changes in the space organization implemented by the revolution and how they contributed to strengthening State’s national capabilities to develop an expansionist foreign policy.
Keywords: geopolitics, foreign policy, French revolution, neoclassical realism, revolutionary France, international competition, space organization.
La política exterior de la Francia revolucionaria se caracterizó por su agresividad y expansionismo militar, especialmente a partir de 1792. La dinámica del Estado francés en el escenario internacional no fue ni accidental ni tampoco antitética con el espíritu que animaba a la Revolución, sino más bien la culminación lógica de casi todo lo que esta representaba (Schama, 1989: 591). A pesar de esto, la mayoría de las explicaciones de la política exterior de Francia en el periodo revolucionario han obviado la influencia del sistema internacional.
La política exterior francesa durante la Revolución ha sido analizada desde la perspectiva de la disciplina de relaciones internacionales para explicar los importantes niveles de violencia que este fenómeno político desató a nivel internacional (Walt, 1996; Conge, 1996). Sin embargo, el presente artículo tiene como objetivo principal desarrollar una explicación espacial de la política exterior de la Francia revolucionaria en el marco de la teoría del realismo neoclásico. Para esto son planteadas las siguientes preguntas que orientan este trabajo. La primera de ellas es: ¿qué impacto tuvieron las presiones de la estructura de poder internacional en las transformaciones internas de la Francia revolucionaria? Además de esto, ¿cómo se concretaron estas transformaciones en la organización del espacio interno de Francia durante el periodo revolucionario? Y sobre todo, ¿cómo repercutieron todos estos cambios internos en su estrategia de política exterior?
Junto a estas preguntas, cabe plantear otra cuestión igual de relevante al estar relacionada con el enfoque general del artículo: ¿qué se ha dicho sobre la influencia del medio internacional en la esfera doméstica del Estado en la disciplina de relaciones internacionales? La primera aproximación es la de Manning (1977) con su concepto de «intermestic», con el que alude a la difuminación de la distinción entre los ámbitos interno y externo. Dentro de esta disciplina, además de las revisiones bibliográficas sobre esta cuestión (Gourevitch, 1978), están las reflexiones sobre los efectos de la Guerra Fría (Hoffmann, 1978; Desch, 1996), los análisis hechos desde la interdependencia (Keohane y Nye, 1977; Keohane y Milner, 2002; Chaudoin et al., 2015), los estudios de los efectos de la política exterior de las potencias mundiales sobre su esfera doméstica (Johnson, 2008; Mulligan y Simms, 2010; Mearsheimer, 2018) y la influencia de la diplomacia en la política interna (Putnam, 1988).
No existe, por tanto, una aproximación geopolítica que brinde una perspectiva espacial de la influencia de las presiones de la estructura de poder internacional sobre la esfera doméstica del Estado. Sin embargo, esto no es suficiente en la medida en que se pretende explicar cómo dichos cambios influyeron en la política exterior de la Francia revolucionaria. Por esta razón se recurre al realismo neoclásico como marco teórico para llevar a cabo esta labor, pues sirve para establecer el sistema conceptual y las variables de la primera, segunda y tercera imagen que son consideradas para explicar la política exterior francesa. De este modo la geopolítica queda subordinada a dicho marco teórico en su condición de instrumento de análisis que aporta una visión espacial de las modificaciones de la esfera doméstica. Para esto es explicado el modo en el que la geopolítica es concebida y utilizada para contrastar la hipótesis.
La hipótesis que quiere contrastarse es que las presiones de la estructura de poder internacional contribuyeron al desencadenamiento de la Revolución francesa, pues el Estado francés no disponía de las capacidades necesarias para mantener su posición en el sistema al impedírselo la organización de su espacio interno. La guerra de los Siete Años generó un cambio en la percepción de la realidad de la élite gobernante al tomar conciencia de la necesidad de implementar cambios internos para aumentar las capacidades del Estado. El proceso revolucionario modificó las instituciones domésticas de Francia. Estos cambios internos repercutieron en la configuración espacial del poder del Estado y de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Gracias a esto Francia logró aumentar sus capacidades internas, lo que le permitió adoptar una política exterior expansiva dirigida a conquistar la hegemonía en Europa.
La metodología empleada es de carácter cualitativo y se centra en la revisión de la bibliografía disponible, lo que tiene como finalidad el desarrollo de una reinterpretación de la política exterior de la Francia revolucionaria desde una perspectiva espacial. Todo esto se combina con datos estadísticos dirigidos a ilustrar la magnitud de los cambios que Francia atravesó en este periodo histórico, así como el impacto que tuvieron en la modificación de su estrategia en la política exterior.
El marco histórico analizado se corresponde con el inicio de las hostilidades en abril de 1792 y se extiende hasta 1811 al ser el periodo en el que, salvo dos breves pausas, la política exterior revolucionaria se desplegó en toda su extensión, y en el que se concentraron las principales transformaciones internas de Francia.
El artículo comienza con la exposición del marco teórico y las variables intervinientes que son consideradas para analizar el objeto de estudio: el poder del Estado, las relaciones entre el Estado y la sociedad, y la percepción de la realidad de la élite gobernante. En el siguiente apartado es aclarado el modo en el que es utilizada la geopolítica como instrumento de análisis para contrastar la hipótesis planteada. De este modo es definida la relación entre el sistema conceptual del realismo neoclásico y los niveles de análisis espaciales utilizados. Los siguientes tres apartados exponen los resultados obtenidos. El primero de ellos analiza la organización del espacio en la era absolutista y los antecedentes de la Revolución. El siguiente apartado aborda la percepción que la élite francesa tenía de la realidad política internacional y su toma de conciencia de la necesidad de cambiar el sistema de gobierno en Francia. El último apartado aborda los cambios que la Revolución desencadenó en la organización del espacio interno de Francia y la repercusión que esto tuvo sobre su política exterior.
El estatus del realismo neoclásico como teoría de las relaciones internacionales es objeto de discusión. En este sentido existen diferentes puntos de vista críticos. Así, cabe mencionar las críticas a su metodología y a su núcleo conceptual (Rathbun, 2008: 294-295), las críticas a su supuesta incoherencia teórica (Narizny, 2017, 2018; Sears, 2017) y las críticas a su eclecticismo (Romanova, 2012; Quinn, 2013; Wohlforth, 2015; Smith, 2018). Otros autores lo consideran una combinación del realismo clásico y del neorrealismo (Streltsov y Lukin, 2017) o una línea de investigación basada en enfoques conceptuales y metodológicos similares (Konyshev, 2020). Los partidarios del realismo neoclásico, en cambio, lo consideran una teoría en sí misma (Ripsman et al., 2016: 84), aunque no hay acuerdo sobre si su finalidad es explicar únicamente la política exterior o, por el contrario, la política internacional.
Junto a las respuestas a las críticas del realismo neoclásico (Taliaferro et al., 2018), las contribuciones teóricas más destacables se han dado en el terreno normativo (Smith, 2019), en la introducción de elementos postestructurales (Gelot y Welz, 2018) y en la revisión del papel de la historia (Meibauer, 2021). En la actualidad los debates internos del realismo neoclásico se producen entre quienes, por un lado, abogan por la contrastación de hipótesis y la solución de problemas sustantivos y quienes, por otro, abogan por la construcción de una gran teoría (Meibauer et al., 2021).
El realismo neoclásico adopta el marco conceptual de los tres niveles de análisis compuestos por la primera, segunda y tercera imagen (Waltz, 1959). Igualmente, considera decisivo el nivel del sistema a la hora de explicar el comportamiento de los Estados en la esfera internacional (Waltz, 1979). Sin embargo, las debilidades explicativas del neorrealismo favorecieron el nacimiento del realismo neoclásico (Rose, 1998), cuya particularidad radica en integrar en sus análisis factores que pertenecen a la primera y segunda imagen.
En la medida en que el neorrealismo no explica el vínculo entre las limitaciones del sistema y el comportamiento del Estado, el realismo neoclásico estudia la política exterior a partir de la interacción de los estímulos externos con las variables de la primera imagen, como los filtros cognitivos que afectan al modo en el que los líderes procesan la información y perciben la realidad (Hadfield-Amkhan, 2010; Kitchen, 2012; He, 2017; Meibauer, 2020); y de la segunda imagen, como la capacidad extractiva del Estado o las relaciones entre Estado y sociedad para explicar la política exterior (Mastanduno et al., 1989; Schweller, 1998; Zakaria, 2000: 31; Feaver, 2003; Lobell, 2003: 19-41; Taliaferro, 2009; Ripsman et al., 2016: 70-75; Zielinski, 2016). En cualquier caso, las variables del nivel del sistema son las que ocupan un papel dominante en sus análisis. De esta forma, los complejos procesos de la política doméstica operan como correa de transmisión de las fuerzas externas (Schweller, 2004: 164). Debido a sus condiciones internas los Estados reaccionan de manera diferente ante oportunidades y presiones sistémicas parecidas.
La Francia revolucionaria es un periodo histórico complejo y excepcional en el que confluyeron diferentes factores a distintos niveles, lo que hace que el realismo neoclásico sea el marco teórico adecuado para estudiar la política exterior de este país en esta fase de su historia. Así, el punto de vista estructural que brinda es útil para comprender el papel de las presiones externas del sistema internacional; esto es, la rivalidad que Francia mantenía con Gran Bretaña en su lucha por la supremacía mundial. Esto significa examinar la interacción entre las presiones generadas por esta competición y la percepción de la realidad de la élite francesa, especialmente tras la derrota en la guerra de los Siete Años. Además de esto, las presiones exteriores también repercutieron en el nivel del Estado a través del proceso revolucionario. Aunque el realismo neoclásico no explica los cambios en la esfera doméstica del Estado, sino que se limita a analizar el modo en el que las condiciones internas del Estado interactúan con las presiones externas e influyen así en la política exterior, sí ofrece un marco conceptual con el que examinar las transformaciones internas a partir de la influencia del sistema internacional.
El realismo neoclásico incluye en sus análisis una gran variedad de diferentes variables intervinientes de la primera y segunda imagen, lo que ha hecho que algunos autores las hayan agrupado en distintas categorías (Ripsman et al., 2016: 61-79; Götz, 2021). Estas categorías son la percepción de la realidad de los decisores políticos, la cultura estratégica, las relaciones entre el Estado y la sociedad, y la estructura del Estado. En esta investigación las variables intervinientes consideradas son, por un lado, la percepción de la élite estatal francesa en el ámbito estratégico de la competición internacional con Gran Bretaña. Y, por otro lado, el poder del Estado, entendido este como la capacidad que tiene para extraer y movilizar los recursos disponibles en su territorio (Mastanduno et al., 1989; Zakaria, 2000: 20-21; Taliaferro, 2009: 213; Ripsman et al., 2016: 75-79), así como las relaciones entre el Estado y la sociedad (Snyder, 1993; Christensen, 2001).
La movilización de recursos desde la perspectiva del realismo neoclásico consiste, por un lado, en el control directo de la economía por el Estado, así como la reasignación de recursos a través de la planificación centralizada, la nacionalización de sectores estratégicos o de determinadas empresas, entre otras posibles medidas. Y, por otro lado, la movilización puede tomar la forma de intervención indirecta del Estado en la economía para facilitar la acumulación de riqueza social y, así, aumentar la base tributaria. En cualquier caso, la movilización de recursos requiere una inversión económica y política, ya sea con la creación de un gran aparato administrativo para llevar a cabo una movilización directa de los recursos o a través de subsidios y concesiones a actores no estatales para expandir la producción en el caso de una movilización indirecta. La extracción de recursos, en cambio, significa que el Estado convierte directamente la riqueza de la sociedad en poder militar a través de impuestos, requisas y expropiaciones (Mastanduno et al., 1989: 467; Taliaferro, 2009).
La configuración del poder de la Francia revolucionaria a través de la movilización y extracción de recursos constituye un factor importante para entender su política exterior. Junto a esta variable están, también, las relaciones entre el Estado y la sociedad al influir en el incremento de las capacidades del Estado, lo que repercute en la política exterior. Esta variable suele ser examinada a la luz del grado de armonía entre gobernantes y gobernados y, por tanto, en función de la cohesión social y política dentro del Estado en la que los factores ideológicos también intervienen (Snyder, 1993; Zakaria, 2000; Lobell, 2003: 19-41; Schweller, 2006: 11-13; Knox, 2009; Taliaferro, 2009: 219-222; Ripsman et al., 2016: 70-75). En esta investigación la atención se centra en la correlación de fuerzas entre el Estado y la sociedad para determinar la autonomía del primero a la hora de definir su política exterior, sin obviar por ello la construcción de la legitimidad con la que facilitar la cooperación entre gobernantes y gobernados.
Por otro lado, es necesario señalar que el nivel de análisis de los factores de la primera imagen es pertinente debido a que la variable de la percepción de la realidad de la élite francesa permite dilucidar el modo en el que esta entendía la situación internacional de Francia a finales del siglo xviii. Esto se debe a que la política exterior la hacen personas organizadas en Gobiernos y burocracias (Schweller, 2006: 47), y que por ello son susceptibles de llegar a conclusiones diferentes en relación con los intereses que están en juego en cada momento (Kitchen, 2010: 135-136). Las presiones del sistema internacional no interactúan de forma unidireccional, como un mecanismo, con los factores del nivel de la unidad, sino que son filtradas por el factor humano, de forma que las ideas que organizan la percepción del poder relativo de los gobernantes mediatiza esta interacción y condiciona la respuesta final a dichas presiones (Christensen, 1997: 68; Rose, 1998: 147; Zakaria, 2000: 52).
El realismo neoclásico trata de superar así una de las limitaciones del neorrealismo, pues este último no aclara la relación entre las condiciones sistémicas, el interés nacional y la política exterior. En este sentido el realismo neoclásico reconoce que las condiciones del sistema, y más concretamente la desigual distribución de capacidades, establecen los parámetros para el comportamiento del Estado (Taliaferro et al., 2009: 7). De esta forma, el realismo neoclásico ofrece el marco teórico en el que las ideas son una variable interviniente que sirve para investigar el papel que estas desempeñan a la hora de trasladar los estímulos del sistema a la política exterior (Meibauer, 2020: 24). En general, los autores de esta corriente coinciden en que los decisores de la política exterior tienen predisposiciones que les llevan a darse cuenta de ciertas cosas, como su percepción del incremento relativo del poder del Estado (Rose, 1998: 152; Zakaria, 2000: 50). Este planteamiento introduce una aproximación cognitiva al estudio de la política exterior en la que las ideas tienen una base material, al mismo tiempo que articulan la percepción de la realidad.
Diferentes autores del realismo neoclásico consideran las ideas en la política exterior en términos de ideología, cultura, identidad nacional, visiones del mundo o creencias externalizadas (Schweller, 2004, 2006; Dueck, 2008; Caverley, 2010; Hadfield-Amkhan, 2010; Meibauer, 2020). En esta investigación, por el contrario, es abordado el modo en el que las ideas son generadas por las presiones del sistema y cómo afectan a la percepción de la realidad de las élites. Así, para el caso concreto de Francia la atención es dirigida a la influencia de las presiones de la estructura de poder internacional tras la guerra de los Siete Años, lo que sirve para dilucidar su impacto en la percepción que los gobernantes franceses tenían de la distribución de capacidades. De este modo se pretende aclarar cómo dicha percepción supuso una toma de conciencia en la élite francesa sobre los cambios internos que debían ser adoptados para garantizar la seguridad del Estado.
Sin embargo, el realismo neoclásico también tiene sus limitaciones. Una de estas es que se trata de una teoría cuyo objetivo es explicar la política exterior del Estado. Por el contrario, lo que aquí se plantea es analizar el impacto de las presiones de la estructura de poder internacional de finales del siglo xviii en las transformaciones internas de la Francia revolucionaria para, así, explicar cómo repercutieron en su política exterior. Se busca explicar la política exterior de Francia a través de los efectos de las presiones exteriores en su esfera interna. Esto significa estudiar la intersección entre la política doméstica y la política internacional y, por tanto, abordar la dimensión internacional de las causas que originaron la Revolución francesa y sus principales efectos en la política exterior.
La limitación antes indicada puede superarse a través de un enfoque geopolítico que analice el impacto de las presiones de la estructura de poder internacional sobre la organización del espacio de la Francia revolucionaria. Esto significa poner en una perspectiva geopolítica las variables intervinientes antes señaladas para explicar la política exterior francesa de este periodo histórico.
Antes de exponer qué se entiende por geopolítica en esta investigación y cómo va a utilizarse para contrastar la hipótesis planteada, es importante realizar un par de aclaraciones previas. La primera de ellas es la relación que existe entre el paradigma realista y la geopolítica. En lo que a esto se refiere cabe apuntar que las teorías realistas se basan en una serie de presupuestos geopolíticos que algunos autores han constatado (Haslam, 2002: 162-182; Gökmen, 2010; Dalby, 2013). Sin embargo, es igual de importante señalar las divergencias entre los autores realistas sobre esta cuestión. Mientras Morgenthau rechaza la geopolítca por considerarla una pseudociencia (1963: 216), otros autores, como John Mearsheimer (2014), la integran en sus análisis al tener en cuenta la ubicación geográfica del Estado en la proyección de su poder en determinadas regiones, como también hacen los autores del realismo neoclásico (Meibauer et al., 2021: 9). Así, los autores realistas tienden a concebir la geopolítica en términos sistémicos, mientras que en este estudio es concebida a todas las escalas, tanto en el ámbito internacional como en el doméstico (Giblin, 1985).
La segunda aclaración es que existen dos motivos por los que se recurre a la geopolítica. El primero es que el realismo neoclásico no explica cómo las presiones sistémicas transforman la esfera doméstica del Estado y qué efectos tiene esto sobre su política exterior. El segundo es que la organización del espacio afecta decisivamente a la configuración del poder del Estado, y por tanto a su política exterior. La geopolítica es utilizada para analizar desde una perspectiva espacial las variables intervinientes y examinar así los cambios que la Revolución francesa introdujo en la organización del espacio interno, y cómo ello afectó a las capacidades del Estado y por extensión a su política exterior.
Hechas las anteriores aclaraciones, es preciso determinar el ámbito específico de la geopolítica. En este sentido, es necesario señalar que existen importantes divergencias entre los especialistas en relación con el objeto, método y fundamentos de la geopolítica (Cairo, 1993: 32; Dodds, 2005: 27-34). Así pues, en este trabajo se considera que la geopolítica consiste en el estudio del modo en el que los fenómenos políticos se desenvuelven en el medio geográfico, y cómo esto afecta a la organización del espacio (Kristof, 1960; Lacoste, 1985; Dalby, 2004).
Por otro lado, cabe señalar que existen múltiples geopolíticas al haber diferentes definiciones de este concepto (Mamadouh, 1998) que obedecen a visiones del mundo divergentes (Dodds y Atkinson, 2003). Esto es evidente entre las distintas escuelas de pensamiento geopolítico, como la geopolítica clásica (Mahan, 1890; Kjellén, 1899, 1917; Ratzel, 1903; Mackinder, 1904), la geopolítica neoclásica (Gray, 1977), los críticos de la geopolítica neoclásica (O’Loughlin y Wusten, 1993), la geografía política marxista (Harvey, 1973), la geopolítica radical (Lacoste, 1973) y la geopolítica crítica (Kuus, 2017; Ó Tuathail, 2021).
El punto de vista de esta investigación se basa en la premisa de que no existen procesos puramente espaciales que precedan, influyan e incluso determinen los procesos sociales y políticos que se desarrollan sobre ellos (Cairo, 1993: 60). El espacio es una construcción social, y como tal implica, contiene y disimula las relaciones sociales, además de reflejar las relaciones de poder al ser estas el resultado de superestructuras sociales como el Estado. De esta manera, el espacio es ordenado de acuerdo con los requerimientos específicos de estas estructuras (Lefebvre, 2013: 139, 141).
Debido a lo antes expuesto, la geopolítica, en contraste con los autores de la geopolítica crítica que la consideran un conjunto de prácticas discursivas (Agnew y Corbridge, 1995: 47), es entendida aquí como un conjunto de prácticas insertas en la guerra, la política (exterior y doméstica) y la diplomacia que se manifiestan en el modo de organizar el espacio. Así pues, la geopolítica es considerada en términos estratégicos al tener como base y fundamento el saber geográfico, que es por definición un saber estratégico (Lacoste, 1977). Por esta razón, la geopolítica también tiene un carácter instrumental en esta investigación al constituir un método que permite enfocar espacialmente los fenómenos sociales (Grabowsky, 1933), gracias a lo cual es posible dilucidar la lógica geopolítica a la que obedecen.
Las prácticas geopolíticas conforman una suerte de códigos geopolíticos que constituyen una forma particular de razonamiento basado en una serie de presuposiciones político-geográficas sobre la seguridad del Estado o de un grupo de Estados, así como sobre las potenciales amenazas y las posibles respuestas. Las élites estatales, tanto civiles como militares, desarrollan estos códigos a través de su práctica geopolítica cotidiana en la organización del espacio tanto en la esfera doméstica como en la internacional. Así, cada país tiene sus propios códigos geopolíticos que están condicionados tanto por la posición geográfica que ocupa como por su posición en la estructura de poder internacional, todo lo cual también condiciona las escalas geográficas (local, regional y mundial) en las que opera (Taylor, 1988: 22-23, 1990: 13; Cairo, 1993: 40-42; Gaddis, 2005: ix; Rae, 2007: 19-20; Flint y Taylor, 2018: 51-52).
Los códigos geopolíticos, como racionalización de una serie de prácticas geopolíticas, reflejan los mapas mentales de las élites estatales y conforman así los marcos cognitivos que sirven de referencia a la hora de interpretar la realidad (Henrikson, 1980). De este modo, el desarrollo de la política doméstica y exterior del Estado refleja en gran medida esas nociones y presuposiciones político-geográficas de las élites que son condicionadas tanto por la geografía física como por la estructura de poder internacional (Flint, 2017: 52).
Para contrastar la hipótesis de la investigación, son asumidas las escalas doméstica e internacional. Sin embargo, estas escalas están precedidas por niveles de análisis espaciales más específicos. La articulación de estos niveles de análisis responde, a su vez, a distintos niveles de conceptualización, lo que sirve para examinar las interrelaciones que existen entre estos (Lacoste, 1985: 48). En esta investigación dichos niveles de conceptualización vienen determinados por el marco teórico adoptado, pero también son sugeridos por el propio objeto de estudio. De este modo, existe una correspondencia entre los niveles de análisis espaciales y los niveles de conceptualización que el realismo neoclásico establece con las interacciones entre la primera, segunda y tercera imagen.
Así pues, los códigos geopolíticos corresponden a un nivel de análisis espacial de gran escala al centrarse en los individuos que conforman la élite gobernante francesa, al mismo tiempo que guardan correspondencia con el nivel de conceptualización de la primera imagen.
El otro nivel de análisis utilizado es el de la pequeña escala en la medida en que el objeto de estudio es la política exterior del Estado francés al ser el conjunto espacial de referencia. Se trata de un nivel de análisis espacial que guarda correspondencia con el nivel de conceptualización de la segunda imagen.
Las transformaciones de la organización del espacio del Estado francés se inscriben en un sistema de relaciones más amplio que abarca su entorno más inmediato, y que se ubica en la región de Europa Occidental. Por este motivo es adoptada una escala que considera el sistema de Estados europeo del siglo xviii, y que guarda correspondencia con el nivel de conceptualización de la tercera imagen.
El proceso de construcción del Estado francés en su forma moderna tiene sus antecedentes en la Edad Media, momento en el que dio comienzo su proceso de territorialización. Este proceso consistió en la afirmación de la supremacía política de la Corona en el reino de Francia. Esto fue posible en la medida en que la Corona concentró suficiente poder. En el ámbito exterior el monarca afirmó su poder político frente a entidades supranacionales como el Imperio y la Iglesia, y de cuyo enfrentamiento logró concesiones mediante las que fue reconocido como la autoridad suprema en Francia. Esto es lo ocurrido con la decretal Per Venerabilem de Inocencio III a principios del siglo xiii, en la que este afirmaba que el rey de Francia no tenía ningún superior en el ámbito temporal, lo que hacía que Francia fuese independiente del Imperio (Le Goff, 1979: 227; Kantorowicz, 1957: 51, 97). El jurista Jean de Blanot, a mediados de dicho siglo, afirmó la soberanía exclusiva del rey de Francia sobre su reino (Pennington, 1993: 97; Keen, 1968: 204).
La conformación de Francia como un Estado territorial fue el resultado de un proceso que tiene dos dimensiones diferentes. Por un lado, los conflictos entre el centro político, representado por la Corona, y la periferia del reino. Por otro, las luchas del Estado con poderes externos ante los que buscó afirmar su independencia y soberanía.
La monarquía francesa buscó durante siglos una mayor centralización del reino. En este sentido, los reyes de Francia constituyeron una fuerza aglutinante que, por medio de diferentes procedimientos, efectuaron una progresiva concentración territorial que llevó aparejada la centralización política. El monarca compitió con los señores locales de la periferia, lo que definió el eje del conflicto que marcó el proceso de transformación de Francia en una realidad política cohesionada y coherente. El poder central del rey estuvo limitado por múltiples instituciones locales y regionales debido a que la autoridad de la Corona variaba de un lugar a otro. Esta situación se reflejaba en el mapa de Francia al dejar patente que el Estado era, a pesar de los innumerables esfuerzos centralizadores de la Corona, un mosaico de diferentes señoríos (Hallam, 1980).
Aunque los diferentes monarcas extendieron los dominios de la Corona hasta el punto de convertirlos en un espacio en torno al que gravitó el poder político, como así lo prueba la Île-de-France, su dimensión geográfica era limitada (Fesler, 1962: 77). Pero el hecho de que los reyes persistieran en dotar a estos dominios de una unidad geopolítica coherente que pusiese fin a su dispersión y fragmentación fue precisamente lo que permitió la conversión de Francia en una unidad política y territorial a largo plazo. En lo que a esto respecta, el sistema absolutista superpuso una Administración central a las instituciones locales y regionales, pero sin llegar a suprimir estas últimas (Strayer, 1981). Prueba de esto es que Francia continuó siendo un mosaico de diferentes regiones con sus correspondientes jurisdicciones y particularismos hasta finales del siglo xviii, como lo demuestra la pervivencia de los pays d’états hasta la Revolución (Sydenham, 1966: 40). Esta organización del espacio hizo que la capacidad del Estado para movilizar y extraer recursos fuera bastante limitada, pues la Corona no podía afirmar su autoridad y supremacía de manera uniforme en todo el reino al ser su poder desigual en las distintas provincias. Así, por ejemplo, el rey tenía el derecho a promulgar decretos, pero estos no podían ser aplicados con el mismo celo en todas partes, aunque era difícil que fuese negada su validez. Lo mismo sucedía con los impuestos, especialmente los que afectaban a la defensa del reino, de manera que era preciso llevar a cabo negociaciones, regateos, reparto de beneficios, etc., con los señores locales más poderosos y los Parlamentos regionales (Champollion-Figeac, 1839: 285-298; Beaumanoir, 1899; Strayer, 1939; Jouvenel, 1977).
Por otro lado, están las luchas que la Corona francesa mantuvo en el exterior y que contribuyeron a afirmar la autoridad del monarca frente a otros poderes. La guerra fue un factor decisivo en el proceso de configuración del Estado francés. Esto es debido a que contribuyó a afianzar la dinámica centralizadora en la organización del espacio interno del Estado, lo que sirvió tanto para la ampliación de los dominios territoriales como para el incremento de los recursos disponibles con los que hacer frente a los desafíos interiores y exteriores. Por medio de la guerra los reyes de Francia establecieron el principio de exclusividad territorial frente a otros Estados o actores universales como el papa o el emperador (Spruyt, 1996: 77).
La Corona aprovechó los conflictos entre la Iglesia y el Imperio para obtener concesiones y fortalecer su posición política en relación con el reino. Pero en el ámbito de las luchas exteriores también fueron relevantes las disputas con la Corona inglesa al haber contribuido a la transformación del Estado francés en una unidad política coherente y territorialmente unida. Gracias a este tipo de conflictos, el Estado se vio fortalecido como institución central al reunir mayores recursos, tanto fiscales como humanos y organizativos. Sin embargo, el establecimiento de fronteras políticas no dejó de ser una innovación relativamente tardía que fue mantenida de manera precaria durante largo tiempo debido a lo mal desarrollada que estaba la cartografía (Buisseret, 1992), pero también a causa de la debilidad coactiva del Estado para afirmar su jurisdicción exclusiva frente a actores externos, pues estas fronteras se establecieron a partir de conflictos exteriores en los que Francia participó.
Los monarcas franceses fueron grandes modernizadores que contribuyeron decisivamente a la construcción del Estado francés con su territorialización y la introducción de nuevos métodos de gobierno. El sistema absolutista es, en comparación con las formas de gobierno medievales, un claro ejemplo del carácter innovador de la monarquía francesa, además de reflejar el progresivo fortalecimiento del Estado como institución central. El crecimiento de su estructura organizativa y de sus ejércitos, sobre todo durante el reinado de Luis XIV, deja bien clara la capacidad que ya para entonces disponía para movilizar recursos. Sin embargo, las numerosas guerras en las que participó la Francia de Luis XIV generaron una importante carga financiera que fue arrastrada durante el resto del siglo xviii, circunstancia que limitó la capacidad de respuesta a los desafíos internacionales en el marco de la competición geopolítica que mantenía con Inglaterra. Prueba de esto es que en 1780 la deuda nacional acumulaba catorce millones de libras anuales en intereses, el doble de lo que pagaba en aquel mismo momento Gran Bretaña (Mathias y O’Brian, 1976; Morineau, 1980).
La guerra de los Siete Años fue importante en el posterior devenir internacional y nacional de Francia. Este conflicto por la supremacía colonial en América tuvo consecuencias devastadoras para Francia debido a su derrota. Significó la pérdida de las colonias francesas en el continente americano, la destrucción de su armada, 200 000 soldados muertos y una deuda nacional desbocada. A esto cabe sumar el golpe moral que conllevó esta derrota al cuestionar la posición internacional de Francia como gran potencia (Kennett, 1967). Sin embargo, la guerra de Independencia de EE. UU. fue decisiva para Francia debido a que su participación tuvo unas profundas consecuencias a nivel financiero. Basta señalar que si en la guerra de los Siete Años la asignación recibida por la armada fue de trreinta millones de libras, en 1780 fue de unos ciento cincuenta millones y en 1782 alcanzó los doscientos millones (Dull, 1975; Kennedy, 1976: 111). Todo esto deja bien claras las proporciones del esfuerzo no solo militar, sino sobre todo económico que debió afrontar el Estado francés para debilitar a Inglaterra en América. Francia logró recuperar el equilibrio estratégico que había perdido durante la guerra de los Siete Años, pero a un precio enorme que fue el equivalente a más del triple del coste total de las tres guerras anteriores.
El Estado francés no podía pagar el coste de la guerra de Independencia de EE. UU. debido a, por un lado, su debilidad institucional para movilizar los recursos que precisaba y, por otro, a que la economía se había resentido. Los impuestos fueron sobrecargados en 1780 y 1781, pero el sistema de privilegios fiscales impedía que la economía asumiera semejante carga, lo que condujo a un ciclo general de recesión con un descenso de los ingresos, pero también de las inversiones, al mismo tiempo que se generalizaron las bancarrotas entre los agentes financieros del Estado. A esto hay que añadir el coste de unos ejércitos permanentes numerosos, a pesar de que durante el siglo xviii se produjo un descenso de su tamaño en comparación con el reinado de Luis XIV (Childs, 1982: 42).
Así pues, pese a que Francia logró restablecer el equilibrio estratégico con Gran Bretaña en su competición geopolítica internacional, su participación en la guerra de Independencia de EE. UU. tuvo profundas consecuencias financieras (Matthews, 1958: 257), lo que hizo que la situación del Estado fuera insostenible a nivel fiscal a finales de dicho siglo al quedar prácticamente en la quiebra (Sée, 1931: 154; Riley, 1986; Schama, 1989: 61-71). La estructura de poder internacional, entonces, fue la que presionó sobre el Estado debido a su incapacidad para reunir los recursos precisos para competir con éxito con Gran Bretaña (Ertman, 1997: 139). El sistema de gobierno absolutista demostró ser así incapaz de mantener el estatus de gran potencia de Francia (Skocpol, 1979). Todo esto, unido a otros factores de diferente naturaleza, desencadenó una crisis interna que desembocó en la Revolución.
La necesidad de tomar la delantera a Gran Bretaña en la política mundial no solo tensionó las finanzas del Estado francés y empujó a la Revolución, sino que desencadenó una serie de reflexiones en el plano militar basadas en las experiencias de la guerra de los Siete Años y la guerra de Independencia americana. Se produjo una toma de conciencia en el seno de la élite francesa sobre la necesidad de transformar el modo de hacer la guerra para alcanzar una ventaja estratégica a nivel internacional, lo que exigía cambios profundos en el orden político, y con ellos también en la organización del espacio. Así, las prácticas geopolíticas en el ámbito militar desempeñaron un papel relevante en la modificación de la esfera doméstica de Francia, y al mismo tiempo en la reformulación de su política exterior durante la Revolución.
Las reflexiones del conde de Guibert (1772), general del Ejército francés, ejemplifican las ideas que flotaban en la atmósfera intelectual, política y militar de Francia antes de la Revolución (Knox, 2009: 62-63). Para entonces ya era evidente que la logística de los ejércitos de la época y la organización del espacio, con el establecimiento de sistemas de almacenes y de una red de fortalezas en las regiones fronterizas, eran un gran obstáculo y una carga financiera. Era preciso aumentar la movilidad de los ejércitos y facilitar su crecimiento numérico y su profesionalización[1]. Se trataba, en suma, de llevar a cabo una revolución en los asuntos militares que transformase el modo de preparar y hacer la guerra, todo lo cual no podía estar exento de los correspondientes cambios en el sistema de gobierno.
Las nuevas condiciones geográficas creadas por la proliferación de los cercados hicieron bastante inhóspito el paisaje de Europa Occidental para las viejas tácticas. No solo estaban los cercados, sino también los setos, las zanjas y las vallas que no permitían la formación de una línea de batalla ni tampoco el desplazamiento. Estas transformaciones en el espacio favorecieron las nuevas tácticas, de entre las que sobresale la escaramuza, cuyo origen se encuentra en Austria, y en la que los franceses se inspiraron para desarrollar su propia infantería ligera, que rápidamente alcanzó aproximadamente una cuarta parte del total de la tropa hacia 1795. Debido a esto se planteó dar prioridad a los ataques en masa en lugar de los sitios, pues la artillería restaba movilidad a los ejércitos. Esto fue en detrimento de las tácticas lineales que requerían la existencia de campos abiertos en los que desplegarse, y que tanto el paisaje como la geomorfología de Europa Occidental dificultaban.
Este tipo de cambios en el ámbito militar exigían, como el propio conde de Guibert ya señaló, una nueva sociedad. Por esta razón Guibert defendía la unidad dentro de la sociedad, así como entre esta y el Gobierno, pues solo de este modo el país podía ser realmente fuerte. De esto se derivaba la importancia de que el Estado tenga ciudadanos que apoyen al Gobierno y no teman el trabajo duro. La fuerza de la unidad de la sociedad era, a juicio de Guibert, lo que permitiría a una nación librar una guerra a muerte en caso de ser atacada. Por tanto, el nuevo Ejército debía moverse con rapidez y abastecerse sobre la marcha en el territorio enemigo, lo que hacía innecesarios los trenes de avituallamiento, así como los almacenes y las fortalezas fronterizas (Palmer, 1986). Este planteamiento significaba alterar el enfoque estratégico de la organización de las fronteras exteriores que Francia había desarrollado desde el siglo xvi, y que había organizado su defensa exterior (Duffy, 1979; Guerlac, 1986).
El punto de vista de Guibert se basaba en la suposición, que más tarde se confirmó como cierta, de que la participación del conjunto de la sociedad en la guerra dotaría al Estado de una ventaja estratégica frente al resto de potencias cuyos ejércitos eran principalmente de mercenarios. De esta forma, el peso de toda la población de Francia cambiaría drásticamente la correlación de fuerzas, pues los medios disponibles y los esfuerzos que podrían reunirse dejarían de tener límites definidos (Clausewitz, 1968: 385). Según el propio Guibert, un país cuyo pueblo constituyese un Ejército de ciudadanos podría dominar a sus vecinos mientras supiese dirigir la guerra desde un punto de vista económico y lograse vivir a costa del enemigo. Por esta razón, Guibert hizo especial hincapié en la necesidad de transformar la sociedad para adaptarla a las necesidades militares que imponía el orden internacional. Guibert, al igual que otros de sus coetáneos, reconoció la importancia de impulsar cambios fundamentales en la esfera doméstica del Estado con el establecimiento de un nuevo sistema de gobierno. La Revolución resultó ser, entonces, el medio a través del que poner en marcha dichas transformaciones con las que situar a Francia a la cabeza de las naciones (Laurema, 1989; Heuser, 2010: 147-170).
Indudablemente, la creación de un Ejército de ciudadanos significaba aumentar las capacidades internas del Estado para relanzar su política exterior, algo que solo podía hacerse con la creación de los instrumentos institucionales precisos para la movilización y extracción de recursos. Las revoluciones militares a lo largo de la historia moderna europea han requerido el crecimiento de la estructura organizativa del Estado (Roberts, 1956; Parker, 1990; Tilly, 1992), lo que sistemáticamente se tradujo en la expansión del aparato burocrático para recaudar impuestos con los que sufragar las campañas militares y reclutar soldados. La Revolución puso en marcha un proceso de cambio profundo y decisivo de la esfera doméstica que repercutió en la Administración y en el Ejército (Brown, 1995), lo que no tardó en reflejarse en la ordenación del espacio.
Las transformaciones puestas en marcha por la Revolución fueron el resultado de la introducción de nuevas prácticas geopolíticas que organizaron de un modo completamente distinto el espacio geográfico del Estado francés. Esto significó la implantación de una ley común para todos los franceses y la creación de un territorio nacional por encima de los viejos particularismos locales y regionales, que fueron completamente laminados. Esta tarea fue llevada a cabo a través de la instauración de una única Administración y la eliminación de las instituciones que habían pervivido durante el absolutismo a nivel regional y local. Asimismo, París se convirtió en el centro geográfico del poder político, lo que estuvo unido a la creación de un Ejército nacional.
La Revolución culminó el proceso que los monarcas franceses iniciaron al final de la Edad Media en la búsqueda por implantar un gobierno directo desde la cúspide del Estado hasta la base de la sociedad. Así, observamos cómo fue redibujado completamente el mapa interno de Francia con el establecimiento de los departamentos como unidad administrativa que sustituyó a las regiones (Sydenham, 1966: 70; Skocpol, 1979: 53, 180; McPhee, 2002: 206-207), al mismo tiempo que fueron subdivididos en distritos y comunas (Hui, 2005: 127). De esta manera, el Estado centralizó completamente su relación con la periferia al llevar a sus propios funcionarios y estructuras administrativas a todos los rincones del país e incrementar así su presencia a nivel local para tener acceso a los recursos que antes habían escapado a su control. El Estado aumentó su poder infraestructural (Mann, 1984, 1997) a través de la expansión de su aparato burocrático. Tal es así que la Administración central del Estado pasó a contar con una gran cantidad de oficinas y de funcionarios en activo (Barker, 1944). Si antes de 1789 había 50 000 funcionarios, durante la Revolución llegó a haber cerca de 250 000. Basta con constatar que el personal de los ministerios centrales contaba con 420 funcionarios en 1788, mientras que en 1796 eran más de 5000 (Thirsk, 1965: 8).
En la medida en que la Revolución constituyó un periodo de crisis para Francia, y que esta se produjo en un contexto de debilidad internacional derivada de sus condiciones internas, contribuyó a la centralización política con el fortalecimiento del poder ejecutivo. El crecimiento de la burocracia respondía a diferentes razones fundamentales. En primer lugar, llevar las leyes aprobadas en París al conjunto del país, lo que fue combinado con el establecimiento de los tribunales revolucionarios que, subordinados al poder ejecutivo, aplacaron la contestación a la autoridad del Estado en la periferia (Greer, 1935; Lucas, 1973). No hay que olvidar que el Parlamento, en la búsqueda de la consolidación de los cambios implementados por la Revolución, aprobó en 1790 una instrucción con la que prohibió a los tribunales y a las cortes de justicia anular o suspender las actuaciones de la Administración. Aquel mismo año también fue aprobada una ley que prohibía a los jueces actuar contra los miembros de la burocracia. De esta manera, el sistema judicial era una prolongación del poder ejecutivo al ocuparse de proteger a sus agentes al mismo tiempo que rearticuló las relaciones entre el Estado y la sociedad, además de afirmar la autoridad del Estado a una escala nacional que facilitó la movilización de recursos. En segundo lugar, el crecimiento de la burocracia respondía a la necesidad de recaudar impuestos y, en general, de movilizar y extraer recursos de diferente naturaleza. Y, en tercer lugar, la expansión del poder burocrático obedecía a la necesidad de reclutar nuevos soldados para abastecer a los ejércitos de la república.
A través de la Revolución, el Estado se dotó de los instrumentos jurídicos y organizativos con los que incrementó su capacidad para movilizar y extraer recursos en su territorio, lo que se tradujo en una creciente intervención en la sociedad y en la economía. Esto es lo ocurrido con las levas en masa, las grandes requisas y expropiaciones forzosas efectuadas por los agentes del Estado para abastecer al creciente Ejército, las medidas especiales tomadas en las zonas rurales, (redadas nocturnas, constantes registros, toma de rehenes de familias, etc.), la fijación de precios, la impresión de papel moneda, el crecimiento de los impuestos, etc. (Best, 1990: 80-81).
Otro lugar no menos importante ocupa la creación de instrumentos represivos con los que el Estado hizo valer su autoridad en el conjunto de su territorio. La Revolución mejoró el aparato policial heredado del Antiguo Régimen. Este es el caso de la transformación de la maréchaussée en la Gendarmería, creada esta última en 1791. A este cuerpo se sumaron todas las policías que existían a nivel local en las diferentes ciudades, y que estaban compuestas tanto por personal de a pie como montado. En términos generales, el sistema policial francés era más fuerte después de la Revolución que antes (Bayley, 1975), lo que dotó al Estado de una capacidad mayor para intervenir en las relaciones sociales y, por tanto, para movilizar y extraer recursos al tratarse de una organización altamente centralizada encargada de las tareas de vigilancia y detención a lo largo de todo el país, así como de los territorios conquistados. Francia se convirtió de este modo en uno de los países con el aparato policial más perfeccionado del mundo, lo que no deja de ser un claro ejemplo de la alteración de las relaciones entre el Estado y la sociedad que la Revolución produjo.
En la medida en que la reorganización del espacio llevada a cabo por la Revolución supuso la articulación de una territorialidad nacional que abolió las fronteras internas y que cohesionó al Estado a través de una creciente centralización política, los gobernantes y, en definitiva, el Estado mismo, aumentaron su contacto con la sociedad, lo que generó importantes fricciones. Las guerras internacionales en las que Francia se involucró contribuyeron a esta dinámica expansiva del Estado a nivel doméstico para movilizar y extraer más recursos con los que costear la política exterior. Pero al mismo tiempo era preciso eliminar cualquier obstáculo interno que dificultase el esfuerzo bélico en el frente exterior, lo que condujo a la dictadura revolucionaria del Terror (Porter, 1994: 128-133). El Terror reforzó el poder del Estado por medio de su expansión, hasta el punto de que el Ejército desempeñó funciones represivas masivas contra la población en el marco de una guerra civil en el oeste y en el sur del país. En este sentido, el recién creado ejército de masas (Nickerson, 1940) fue utilizado para afirmar la autoridad del Estado y mantener su integridad territorial en un contexto en el que su existencia estaba amenazada tanto dentro como fuera de sus fronteras.
La consolidación de una territorialidad nacional no solo fue llevada a cabo por medio de la burocracia, de los tribunales, de un naciente cuerpo policial y del Ejército, sino que también fueron importantes las medidas adoptadas en el ámbito económico y financiero. Así, la reorganización del espacio interno de Francia fue posible mediante una unión aduanera a escala nacional, lo que facilitó la movilización de recursos. Esto es lo sucedido con la abolición de las barreras arancelarias internas gracias a lo que pudo establecerse un mercado nacional en expansión. Indudablemente, la reestructuración administrativa del Estado fue fundamental para llevar a cabo esta transformación de la economía que fue reorganizada, como decimos, a una escala geográfica superior que coincidía con el tamaño territorial del Estado. De esta manera, el Estado francés pudo movilizar el conjunto de los recursos presentes en su espacio geográfico sin las trabas jurisdiccionales que imperaron en el absolutismo. Asimismo, la ampliación de la escala geográfica del mercado interior sirvió no solo para facilitar los intercambios y el aumento de estos, sino sobre todo para incrementar la base tributaria del Estado y, por tanto, sus capacidades internas. Pero junto a esto hay que añadir la creación de un sistema bancario nacional con la fundación del Banco de Francia, lo que sirvió para reunir el crédito del conjunto del país en esta institución para financiar la política exterior. Esto contrasta con la situación previa en la que no existía un tesoro real unificado, circunstancia que permitió a los recaudadores de impuestos ejercer la función de prestamistas (Bosher, 1970: 305), lo que encarecía el coste de la deuda estatal.
El desmoronamiento del Estado que la Revolución provocó a nivel inmediato, especialmente en la periferia, fue seguido de su reconstrucción bajo una forma completamente nueva. Sin embargo, la radicalización y profundización de este proceso de reorganización interna condujo a la ampliación de la base social del Estado con la emergencia de la política de masas y a la instauración de una nueva fuente de legitimidad, en este caso la nación, sobre la que fue basada tanto la organización del Estado como sus políticas. De hecho, el Estado reconstruyó el sistema de lealtades para favorecer la cooperación de la población y tener acceso a todos aquellos recursos de los que este no había disfrutado durante el absolutismo. El Estado, en suma, necesitaba ser obedecido, y es así como el nacionalismo surgió inicialmente como una ideología creada por el propio Estado (Ibarra, 2005: 19), todo lo cual permitió legitimar la nueva ordenación del espacio. Asimismo, el nacionalismo encontró su expresión en la organización del espacio a través de la territorialidad del Estado y de su representación en los mapas (Agnew y Corbridge, 1995; Biggs, 1999; Harley, 2001; Anderson, 2006; Strandsbjerg, 2017), pero también en las aspiraciones geopolíticas de Francia en el mundo.
Prácticamente desde el principio, y sobre todo a partir de otoño de 1791, la Revolución fue un llamamiento abierto a la guerra y, por ello, un desafío al resto de las potencias europeas (Blanning, 1986). La Declaración de Pillnitz, firmada por Federico Guillermo II de Prusia y el emperador de la casa de Habsburgo, Leopoldo II, sirvió de pretexto político para que los líderes políticos franceses empujasen al país hacia la guerra. Indudablemente, existían intereses creados entre los sectores belicistas al buscar mantener su posición política interna, todo lo cual estaba envuelto en un furibundo nacionalismo (Desmoulins, 1874: 127; Soboul, 1989: 235-241). En cualquier caso, los partidarios de la guerra tampoco ocultaron en sus respectivos discursos la política exterior que la Francia revolucionaria debía adoptar. Este es el caso de los girondinos, quienes afirmaban que la guerra era una verdadera bendición nacional, y que el único miedo que debía tener Francia era el de no tener una guerra. Jacques Brissot, que sostuvo este punto de vista, afirmó que la guerra era necesaria para preservar el interés nacional de Francia, pues solo así podría recuperarse la seguridad, la credibilidad y la grandeza. La guerra era, a ojos de girondinos como Maximin Isnard o de exaltados como Jean-Baptiste Cloots, la consumación de la Revolución (Knox, 2009: 64). Se trataba, entonces, de recuperar la moral y devolver a Francia a la posición de gran potencia que le correspondía ocupar en el mundo. La Revolución fue ese gran reajuste interno que reorganizó completamente el sistema político y social, y que contribuyó de manera decisiva a que el Estado francés hiciera acopio de los recursos que necesitaba para tomar la iniciativa en la esfera internacional frente a sus principales rivales.
Sin duda, la guerra dio un impulso fundamental a la expansión del Estado y al crecimiento de los ejércitos con la penetración de la burocracia en la prática totalidad de los ámbitos de la vida de los franceses. Sin embargo, nada de esto hubiera sido posible sin los correspondientes cambios organizativos en el poder administrativo con la construcción de una jurisdicción nacional que eliminó las viejas jurisdicciones regionales. La instauración de una ley común conllevó la igualación de los franceses en el conjunto del territorio nacional, lo que facilitó las labores de gobierno y, de este modo, la movilización de la población para la guerra. Todo esto estuvo acompañado de la implantación de un sistema de pesos y medidas también comunes, lo que permitió una creciente extracción de recursos al aplicarse un mismo criterio en la recaudación de impuestos en todo el territorio.
La homogeneización del territorio nacional no solo se desarrolló en el plano jurídico, administrativo, político y fiscal, sino que también tuvo una dimensión de carácter cultural. No bastaba con establecer una ley común para facilitar el ejercicio del gobierno sobre la población; además de esto era necesaria la existencia de una lengua común y, en definitiva, de una misma identidad en el conjunto del territorio. La Revolución culminó un proceso que los reyes de Francia iniciaron a mediados del siglo xvi, momento en el que fue promulgado un edicto que estableció el francés como lengua oficial cuyo uso era obligatorio en las cortes reales de justicia. La Revolución llevó a cabo una colonización interior con la transformación cultural y lingüística de Francia que laminó los particularismos locales mediante la creación de una cultura nacional y la imposición del francés como lengua nacional. De esta manera fueron eliminadas las fronteras culturales interiores y, al mismo tiempo, se utilizó la recién creada cultura nacional para implantar un vínculo entre gobernantes y gobernados que posibilitó la identificación de estos últimos con los primeros (Jones, 1991: 182).
La organización del espacio de la Francia absolutista muestra las capacidades limitadas de este país para competir con éxito frente a Gran Bretaña. El marco político absolutista constituía un obstáculo para la movilización y extracción de recursos, pues los particularismos locales conservaban cierta autonomía frente a la Corona, de forma que esta no podía operar de manera uniforme en todas las regiones. Por tanto, las presiones de la estructura de poder internacional contribuyeron a desencadenar una crisis interna en la medida en que Francia no disponía de las capacidades necesarias para mantener su posición en el sistema.
La crisis revolucionaria fue una oportunidad para relanzar la política exterior de Francia. Esto fue posible gracias a la reconfiguración espacial del poder del Estado mediante una serie de transformaciones internas. Estos cambios se concretaron en la reorganización de la Administración territorial y en el crecimiento de la estructura central del Estado, todo lo cual permitió un control directo sobre la periferia. De esta forma, el Estado pudo movilizar y extraer más recursos (económicos, humanos, financieros, etc.) para competir con éxito en la arena internacional. Estos cambios implicaron, asimismo, la alteración de las relaciones entre el Estado y la sociedad en beneficio del primero gracias a su fortalecimiento, lo que requirió la creación de una nueva legitimidad para lograr el consentimiento de la población al nuevo sistema de gobierno.
Las presiones exteriores, especialmente a partir de 1791, contribuyeron a acelerar y profundizar los cambios introducidos por la revolución a nivel interno. El Estado aumentó así sus capacidades con las que reforzó su poder militar. Estos cambios permitieron que Francia cambiase su estrategia en la política exterior al disponer de los medios para enfrentarse con las restantes potencias en su lucha por la hegemonía en Europa. Aunque inicialmente Francia tuvo una posición defensiva entre 1792 y 1793, a partir de 1794 pasó a ser ofensiva. Para entonces Francia ya contaba con unas capacidades mayores, de forma que no tardó en adoptar una política exterior expansionista que contribuyó, a su vez, al fortalecimiento del Estado con la ampliación de su ámbito de actuación, el aumento de su tamaño y la reorganización del espacio con el acceso a una cantidad creciente de recursos locales. Por tanto, puede afirmarse que la guerra aceleró y consolidó los cambios producidos por la Revolución.
Por otro lado, es importante destacar que el factor humano desempeñó también un papel relevante en los cambios internos y en la alteración de la política exterior de Francia. Esto es evidente en lo que respecta a la percepción de la realidad de la élite francesa antes de y durante la Revolución. Así, la derrota en la guerra de los Siete Años fue una importante lección acerca de las posibilidades reales de Francia en el escenario internacional, pues puso de manifiesto las capacidades limitadas de las que disponía para competir con éxito con Gran Bretaña. Esta realidad material cambió la percepción que la élite francesa tenía de la posición que su país ocupaba en el mundo y conllevó la toma de conciencia de la necesidad de impulsar cambios que aumentasen las capacidades del Estado.
Del mismo modo que la fatídica experiencia de la guerra de los Siete Años condujo a los mandatarios franceses a reflexionar sobre las transformaciones que debían ser adoptadas a nivel interno, el contexto internacional durante la Revolución también afectó a la percepción de la realidad de los gobernantes. Así, la declaración de Pillnitz fue interpretada como una amenaza para el nuevo régimen, lo que motivó un cambio en la política exterior al volverse cada vez más agresiva y expansionista. Esto no hubiera sido posible sin la reconstrucción del Estado a manos de los líderes revolucionarios, y consecuentemente a través del establecimiento de una nueva organización del espacio con la que Francia aumentó considerablemente sus capacidades. Las guerras revolucionarias profundizaron los cambios internos que Francia había adoptado y con los que pudo disputar la hegemonía en el continente.
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Cabe decir que diferentes autores manifestaron sus discrepancias acerca de la profesionalización del Ejército. El propio Guibert fue partidario inicialmente de crear un Ejército de ciudadanos no profesional, aunque posteriormente cambió de parecer y se mostró favorable a un Ejército profesional, probablemente debido a la influencia recibida de uno de sus críticos, el general Charles-Emmanuel de Warnery. |
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Doctor en Ciencias Políticas, Máster en Estudios Internacionales y especialista en geopolítica. Ganador del primer premio Francisco Javier Landaburu Universitas 2022, concedido por el Consejo Vasco del Movimiento Europeo (Eurobasque) al mejor proyecto de investigación por el trabajo titulado «En busca de la Europa geopolítica. La construcción de una potencia global». |