RESUMEN
Este artículo analiza la concepción de la democracia en el pensamiento de Julián Marías Aguilera, quien recreó una visión de aquella que trasciende su carácter meramente político. Sostuvo que la democracia auténtica no es solo un sistema de gobierno, sino una forma de convivencia ciudadana que exige la participación activa y responsable de ciudadanos informados y comprometidos en la toma de decisiones en aras del bien común. La defensa de la libertad individual y política es fundamental en su visión de este concepto. Las observaciones de Marías no son meras retóricas abstractas, en tanto que las vincula con su experiencia histórica y personal, particularmente en relación con la historia española. Se han tenido presentes tres marcos teórico-metodológicos conceptual-contextualistas: los propuestos por Koselleck, Skinner y Pocock. El eje central a partir del cual se ha desarrollado el trabajo ha sido el contenido de la conferencia «Los fundamentos intelectuales de la democracia» (1995), así como una serie de artículos de prensa publicados entre 1977 y 1998, insertos en la obra general del escritor-filósofo. Se plantea como principal hipótesis que el concepto de democracia expuesto por Julián Marías es deudor de la célebre propuesta orteguiana de «la democracia morbosa» formulada en 1917, enfocada en los riesgos que la democracia puede representar fuera de ciertos límites aceptables. A este planteamiento inicial añade cuatro concepciones propias: el valor del sufragio como nivelador social; la visión de la democracia actual en función de un proceso histórico que se inicia en la Edad Moderna; la democracia como principal garante de la libertad; y, la identificación de dos grandes enemigos de las sociedades democráticas: la demagogia y el populismo.
Palabras clave: Julián Marías, democracia, libertad, Transición, análisis conceptual.
ABSTRACT
This article analyses the conception of democracy in the thought of Julián Marías Aguilera, who recreated a vision of democracy that transcends its merely political character. He argued that authentic democracy is not only a system of government, but a form of civic coexistence that demands the active and responsible participation of informed and committed citizens in decision-making for the common good. The defence of individual and political freedom is central to his vision of this concept. Marías’s observations are not merely abstract rhetoric, as he links them to his historical and personal experience, particularly in relation to Spanish history. Three conceptual-contextualist theoretical-methodological frameworks have been kept in mind: those proposed by Koselleck, Skinner and Pocock. The central axis from which the work has been developed has been the content of the lecture ‘The Intellectual Foundations of Democracy’ (1995), as well as a series of press articles published between 1977 and 1998, inserted in the general work of the writer-philosopher. The main hypothesis put forward is that the concept of democracy put forward by Julián Marías is indebted to the famous Orteguian proposal of ‘morbid democracy’ formulated in 1917, focusing on the risks that democracy can represent outside certain acceptable limits. To this initial approach he adds four of his own conceptions: the value of suffrage as a social leveller; the vision of present-day democracy as a function of a historical process that began in the Modern Age; democracy as the main guarantor of freedom; and the identification of two great enemies of democratic societies: demagogy and populism.
Keywords: Julián Marías, democracy, freedom, Transition, conceptual analysis.
La democracia, junto a la libertad entendida como atributo humano que afecta a su dimensión social y política, constituyó uno de los ejes filosóficos de la tarea intelectual de Julián Marías Aguilera, al que, por méritos propios, debe incluirse en la nómina de los pensadores más influyentes de la España del siglo xx (Soler, 1967: 191; Ansón, 2006: 41). Marías nació en Valladolid en 1914 y estudió filosofía en la Universidad Central de Madrid, donde fue alumno de Ortega y Gasset, Zubiri y García Morente. Durante la II República, publicó sus primeras reseñas y colaboró en proyectos filosóficos, obteniendo la licenciatura en 1936. Durante la Guerra Civil, fue militarizado por la República y, tras la contienda, encarcelado y marginado académicamente. En 1942 presentó su tesis doctoral que fue suspendida por el Tribunal por motivos ideológicos[1]. Excluido de la universidad española, impartió cursos en el extranjero, especialmente en EE.UU. En 1964 ingresó en la Real Academia Española y desarrolló una prolífica labor intelectual en filosofía, historia y crítica cultural. Con la democracia, fue senador (1977-1979) y colaboró en la prensa; en 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias. Falleció en 2005 (Marías, 1988).
Si se presta atención a su dilatada trayectoria intelectual, podrá comprobarse como sus reflexiones estuvieron influenciadas por Ortega y Gasset, del que fue uno de sus intérpretes autorizados (Monfort, 2023: 65), y con el que fundó el Instituto de Humanidades en 1948 (Marías, 1960)[2]. Pero aquellas también fueron fruto y herederas de su propia originalidad y de la confluencia con otros intelectuales orteguianos pertenecientes a la denominada por el propio Marías Escuela de Madrid (Abellán, 1978) (Padilla, 2007)[3]. Destacan, entre otros, historiadores como Díez del Corral, Lafuente Ferrari, José Antonio Maravall, y filósofos como Rodríguez Huéscar, Paulino Garagorri Manuel García Morente, Pedro Laín, Xavier Zubiri, etc. Acaso, su mayor aportación al campo de la filosofía española fuera desarrollar muchos de los temas que Ortega sólo inició o insinuó en sus escritos o enseñanzas orales a instancias de su filosofía de la razón vital (Ferrater, 1991: 110). En esta tarea, pese a que la libertad ocupó en su imaginario el espacio principal de su reflexión, Marías también profundizó en la concepción moderna de la democracia, vinculada en gran medida a una sólida defensa de dicha libertad, tanto individual como política, advirtiendo de las ventajas que atesoraba, pero sin desatender los riesgos que conllevaba.
Junto a los dos ejes señalados, el vector subsiguiente de su pensamiento sería el sempiterno tema o problema de España; asunto este muy presente en la obra ensayística de las distintas generaciones que se sucedieron desde los años finiseculares del siglo xix hasta mediados del pasado siglo. De esta forma, Marías engarzaba su obra con una prolija tradición del pensamiento político español que comenzaba con el regeneracionismo. Este movimiento estaba representado por autores como Lucas Mallada (1890), el granadino Ángel Ganivet (1896), Macías Picavea (1899) y, sobre todo, por Joaquín Costa y su Oligarquía y caciquismo (1902). De igual modo, formaban parte de esta tradición la extensa producción periodística de los autores de la Generación del 98, especialmente Unamuno con su En torno al casticismo (1902) y, con posterioridad, los autores que compusieron fugazmente el grupo de Los Tres (Maeztu, Baroja y Azorín). Más tarde, la Generación del 14, cuyos miembros más destacados formaban la Liga para la Educación Política, caso de Manuel Azaña, Salvador de Madariaga, Américo Castro y Luis Araquistaín, entre otros. También había que incluir en esta línea de pensamiento a la Generación del 36, a la que pertenece el propio Marías. El epítome de esta disputa sería la mantenida después de la Guerra Civil Española por Pedro Laín (1949) y Rafael Calvo Serer (1949), bajo el amparo de la Revista de Estudios Políticos y Arbor, respectivamente.
Esta problemática fue abordada por Marías en un amplio número de títulos que habían sido ya esbozados en artículos previos en Revista de Occidente durante la década de los sesenta. En ellos profundizó sobre los orígenes y evolución de la Monarquía hispánica. Debe mencionarse, por necesidad, su monumental tratado de filosofía de la historia España inteligible. Razón histórica de las Españas (1985), a la que posteriormente haremos referencia, en la que se acogía al concepto orteguiano de «vocación y circunstancia» para trazar el devenir y formación del imperio español. También merecen ser recordadas sus obras: Hispanoamérica (1986a) y La corona y la comunidad hispánica de naciones (1992). A estos incorporó tardíamente algunas reflexiones sobre el pasado reciente y el porvenir en: España ante la historia y ante sí misma, 1898-1936 (1996). De manera póstuma se publicaron La Guerra Civil: ¿Cómo pudo ocurrir? (2012) y La España posible del siglo xxi (2015).
En función de lo expresado, su particular enfoque al acometer su visión de la democracia pasaba por entrelazar conceptual y vitalmente dos premisas fundamentales que se situaban en su concepción teórica axial de este concepto. De un parte, en su análisis se alejaba todo lo posible de abstracciones, inconcreciones o retóricas innecesarias. De otro lado, se centraba en su experiencia personal ligada al conocimiento y análisis del devenir histórico español que ya venía perfilando en su producción ensayística desde hacía décadas, como se ha señalado. Así, contempló una idea de la democracia que trascendía la mera condición de sistema o régimen político, de una simple metodología aplicada a la relación en la esfera de la gobernanza entre representantes y representados. En su concepción primaba, fundamentalmente, la democracia entendida como una forma de convivencia ciudadana de manera inextricable, que llevaba pareja la participación en las decisiones comunes. De esta forma, las decisiones debían ser adoptadas por una ciudadanía con acceso a información suficiente y que estuviera comprometida con las cuestiones públicas. En definitiva, la suya era una idea de la democracia que estaba pensada por y para la existencia de demócratas (Marías, 1995b).
Pues bien, el presente artículo analiza el concepto democracia en el pensamiento de Julián Marías, a partir de algunas de las cuestiones planteadas en la conferencia «Los fundamentos intelectuales de la democracia», pronunciada en 1995, en el Ciclo Democracia y libertad, organizado por la Cámara de Comercio de Madrid. Los contenidos de esta conferencia se ponen en relación y completan con las aportaciones sobre la misma temática, reproducidas en once artículos periodísticos comprendidos entre 1977 y 1998, publicadas según la siguiente relación: cinco en el diario El País[4], otros cinco en La Vanguardia y uno en el desparecido rotativo de la Editorial Católica Ya; si bien, hay que mencionar que los publicados por Marías en el diario La Vanguardia son los más sustanciosos y por tanto los más interesantes. El publicado en el diario Ya el 22 de enero de 1977, titulado «La democracia como método», se había publicado anteriormente en La Vanguardia, el día 21 y, posteriormente, el 25 de ese mismo mes, aparecería también inserto en El País, sin que hubiese ninguna diferencia de contenido[5]. Otra fuente primaria utilizada ha sido la consulta de sus intervenciones parlamentarias en las actas del Diario de Sesiones del Senado entre 1977 y 1979. También incorporamos referencias a esta cuestión espigando en algunas monografías y tratados publicados durante su largo periplo intelectual de más de medio siglo, tal es el caso de: Historia de la Filosofía (1941), Introducción a la Filosofía (1947), Estructura Social (1955), La España real (1976), La devolución de España (1977a), España en nuestras manos (1978), Cinco años de España (1981) o la ya mencionada España inteligible. Razón histórica de las Españas (1985).
Por tanto, su contribución a esta temática, los elementos que presenta como exigidos para la comprensión del concepto democracia, no se limitan, claro está, al tratamiento de los aspectos que plantea en la conferencia. Están dispersos por toda su obra, más allá de los títulos manejados en este texto. Somos conscientes de que es inabarcable en este momento acudir a todos y cada uno de sus escritos. Debe tenerse muy presente que fue autor de más de sesenta libros, de cientos de artículos en prensa y en revistas académicas, incontables conferencias y charlas, eso sí, siempre inspirados por una misma vocación y visión filosófica. No obstante, entre todas sus contribuciones, que tengamos constancia, no hay un tratado o monografía que trate en exclusiva sobre la democracia, pero sí apuntes suficientes como para reconstruir con solvencia su idea de la misma.
Son numerosos los trabajos dedicados a desentrañar el pensamiento filosófico de Julián Marías. Especial interés tienen dos obras de Harold C. Raley: La visión responsable. La filosofía de Julián Marías (1977 ), y Julián Marías: una filosofía desde dentro (1997). En esta nómina podría incluirse la aportación de Zamora Bonilla (2007: 205-219). Asimismo, debemos mencionar el libro de Helio Carpintero, Una vida en la verdad (2008). Pero, de entre todos los trabajos, hasta la fecha, sólo Javier Pérez Duarte (2003: 159-222), en sus Claves del pensamiento político de Julián Marías, ha dedicado dos capítulos de su trabajo a intentar desentrañar las ideas en torno al concepto de democracia en el pensamiento de Marías. Esta aportación, de gran valor, se condujo mediante el intento de descubrir e interpretar las líneas directivas del pensamiento del autor, sin acudir de continuo a la literalidad de las mismas, hasta tal punto que no siempre su lectura nos permite saber hasta dónde habla Marías y hasta donde interpreta Pérez Duarte. Por último, hay que reseñar la muy estimable obra de Baltar (2021), que incide en la actividad divulgadora de Marías de las ideas democráticas en los años del tardofranquismo, con el fin de preparar a la sociedad española para su consecución.
Para enfrentar el significado del concepto democracia que sostiene Julián Marías, hemos optado por tener presentes tres marcos teórico-metodológicos contextualistas, que entendemos complementarios (Abellán, 2011) (Delgado-Fernández (2018). En primer lugar, el propuesto por Reinhart Koselleck (2012), basado en la idea según la cual los conceptos siempre tienen una dimensión semántica-filosófica, histórica y también experiencial, todo lo cual nos permite entender la evolución de estos en contextos cambiantes. De igual forma, se contempla la mirada de Quentin Skinner (2007) en relación a la necesidad de observar los conceptos políticos entendiéndolos en su contexto histórico y lingüístico. Como es sabido, para Skinner los conceptos no tienen significados fijos y atemporales, dado que su uso cambia de conformidad con las intenciones de los autores y teniendo presentes las circunstancias de la época de aquellos. Por último, se ha reparado en la mirada de Pocock (2011), quien propuso un análisis de los conceptos a partir de la importancia que adquiere el estudio del lenguaje político teniendo presente su contexto histórico. En su caso, puso el foco en los usos lingüísticos y las tradiciones intelectuales de pensamiento que según él dan forma a los conceptos. En su propuesta, muy atinada para el caso de estudio que aborda este artículo, las ideas políticas y, en consecuencia, los conceptos en los que se concretan, evolucionan y adquieren significado en un tiempo y lugar determinados. A partir de estas tres miradas teórico-metodológicas, se ha considerado que para reconocer la evolución de la idea democrática en Marías debe observarse la confluencia de su particular formación filosófica, con el pensamiento de Ortega y Gasset siempre omnipresente; su particular interpretación de la historia de España y, por último, el contexto español del siglo xx donde vivió y desarrolló su influjo intelectual.
El artículo se pregunta por el concepto de democracia que sostuvo Julián Marías, planteando como principal hipótesis que dicho concepto guarda una profunda relación con la célebre propuesta orteguiana de «la democracia morbosa» formulada en 1917, recogida en el tomo II de sus escritos contenidos en aquella obra íntima o cuaderno intelectual que fue El Espectador (Ortega, 1963: 135-139). En este sentido, su exposición, en su concepción esencial, la de limitar el ámbito de actuación de la democracia al Derecho Público, es una extrapolación de la idea de su maestro, acomodada y aplicada al contexto tanto vital como histórico distinto que supuso la Transición política. Partiendo de esta concepción, Marías enriquece esta valoración inicial de su mentor realizando una serie de aportaciones propias de gran interés ausentes en el texto de Ortega citado. Por un lado, el valor del sufragio en las sociedades contemporáneas, como equiparador o igualador social; así como, la de cifrar la legitimidad de la democracia como la resultante de un decurso histórico que se inicia con las monarquías absolutas y desemboca en el presente. De otra parte, resalta el valor de la democracia como garante del principio de libertad y, para finalizar, señala los dos grandes peligros a los que tenían que hacer frente las sociedades democráticas: la demagogia y el populismo.
En relación a las coincidencias, en primer lugar, la principal procede de la misma matriz del concepto «democracia morbosa» formulado por Ortega, porque toda su reflexión pone el acento fundamental en la prevención de los riesgos de la democracia fuera de los márgenes que ambos consideraron como aceptables, vinculándola, por necesidad, a una idea negativa de la libertad humana, es decir, ausencia de coacción externa al individuo para emprender su proyecto de vida. Dicha visión parte de una genealogía que puede rastrearse en sus contornos esenciales en la concepción clásica formulada por Hobbes, donde la libertad sería ausencia de oposición, ausencia de impedimentos externos. Desarrollada y complementada, con posterioridad, por la amplia tradición socio-liberal representada por autores como Stuart Mill e Isaiah Berlin en el ámbito más específico de la libertad jurídica, entendida no como la concesión de derechos sino como la nivelación de privilegios. En segundo término, como tendremos ocasión de comprobar, Marías y Ortega coinciden en afirmar que resulta improcedente y pernicioso aplicar el concepto democracia a otros órdenes de la vida social (pensamiento, arte, costumbre) y afectiva (relaciones personales y familiares) del individuo al margen del Derecho Público.
No obstante, hay que hacer constar que Marías se aparta de las aseveraciones más ásperas enunciadas por Ortega en el citado artículo, propias de un contexto socio-político en el que preveía una pronta irrupción de las masas en el proceso político mundial con la caída de los regímenes liberales-democráticos, tras la conclusión de la Gran Guerra. Nos referimos a sus consideraciones de la democracia devenida en plebeyismo o patología social, cuando está gobernada por un Estado mayor de la envidia al que agregaba a periodistas, profesores y políticos sin talento. Aseveración que quedaba ejemplificada en el colofón final de ese artículo al afirmar que la democracia «no es en gran parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas» (Ortega, 1963: 139).
En consonancia con estos presupuestos de partida, el artículo discurre también a través de la exposición del eje histórico que Marías empleó para delimitar el significado de la democracia, a modo de epígrafe temático. Notaremos que, en todo momento, aunque sin mencionarlo de manera expresa, está presente el tránsito democrático de España, que él vivió como protagonista a partir de mitad de los años setenta del pasado siglo. Fue partícipe de la Transición, y contribuyó a su factibilidad mediante contribuciones intelectuales antes, durante y después de su desarrollo. De acuerdo a sus propias palabras, desde 1974 se esforzó por «despertar el deseo de democracia y recordar las condiciones de su existencia; cuando llegó a existir, [siguió] con atención, a veces con ansiedad, su evolución y desarrollo» (Marías, 24-04-1987).
En ese sentido, en su condición de senador real, participó en la primera legislatura constituyente asumiendo los cargos de portavoz adjunto del grupo parlamentario Agrupación Independiente, entre el 26 de julio de 1977 hasta el 2 de enero de 1979. Su palabra se dejó oír en los debates en torno al artículo 57, referido a la sucesión al trono, en la que abogó por incluir no sólo las limitaciones de las atribuciones de la figura del monarca, sino la inclusión de la potestad del rey de dirigirse a la nación como representante de las Cortes, apoyando lo que había planteado el grupo socialista. También, por alusiones, en la enmienda realizada por otro senador, en que se pedía la sustitución del término «comunidad histórica» por la de «estirpe histórica», en relación a la conservación de los vínculos históricos y simbólicos que ejercía el Rey con los países hispanos. Esta precisión se realizaba haciendo referencia a la obra La España real de nuestro autor (DSS, 31-08-1978: 2161). Además, Marías participó en la comisión de Educación, como vocal. En las discusiones parlamentarias sobre este asunto, que tanto debate suscitó en las Cortes y en el seno de la opinión pública, intervino emitiendo un voto particular en relación al punto siete del artículo 27. En su uso de la palabra sugirió la introducción dentro de la fórmula provisional que se estaba planteando referente a las obligaciones del Estado en la creación de centros docentes, la potestad gubernamental de dirigir sus actividades (DSS, 27-09-1978: 3010-3011). Así pues, la exposición de sus ideas sobre el concepto de democracia estuvo influida, en gran medida, de su experiencia personal como interviniente directo de la realidad española de aquellos años.
Esta concepción de la vida no era accidental o gratuita para Marías, pues se hallaba en el corazón mismo también de su particular hacer filosófico si atendemos a lo expuesto en una de sus obras cumbres: Antropología metafísica. Estructura empírica de la vida humana (1970). De tal forma, que el concepto orteguiano de circunstancia se hace patente posicionándose en el centro de gravedad de este singular mapamundi de la experiencia humana. Asimismo, los avatares y peripecias personales son el contenido esencial que determina el itinerario del individuo dentro del marco general de la vida humana. Acudiendo a la literalidad de las palabras del propio Marías, recogidas por Ferrater Mora:
[…] hay entre la teoría analítica de la vida humana y la narración concreta biográfica de ella un campo intermedio […] La teoría empírica de la vida tiene por misión examinar estos elementos a la vez variables y permanentes. Así, puede afirmarse a priori que toda vida humana es circunstancial, pero sólo la experiencia nos indica que circunstancias concretas se encuentra en una vida determinada. Por eso la estructura empírica es la forma concreta de la circunstancialidad (Ferrater, 1991: 136).
La habitual confusión sobre el significado del concepto democracia fue una cuestión recurrente en el pensamiento de Marías contenido en sus artículos y conferencias. A este respecto, manifestó que el ámbito de actuación democrático no podía rebasar la esfera política o el Derecho Público, ni accionar en otros ámbitos externos de la vida cotidiana sin incurrir en distorsiones o malentendidos. En este sentido, afirmaba, que hay quienes, erróneamente, la conciben como una solución en sí misma, como el lugar donde se llega para dar respuesta a los problemas que se plantean en la sociedad (Marías, 1977b, c, d, e f). A ello añadía que la decepción, desilusión y desaliento que el equívoco provoca en los ciudadanos, especialmente de quienes esperaban que su implantación, sobre todo en aquellos países en los que brilló por su ausencia durante mucho tiempo, supusiera una mejora importante de sus condiciones de vida y de su futuro inmediato. La principal consecuencia era un rechazo de la propia fórmula, convirtiéndose en uno de los factores que ponían en riesgo la pervivencia de la propia democracia.
Este tema de la realidad y expectativas de la democracia, capital en los inicios de la Transición en España, se solapaba con el debate sobre el papel de los intelectuales en el naciente proceso democrático y, por ende, con las posiciones que mantuvieron respecto a este (Pecourt 2008; García Santesmases, 2016: 63-73). Julián Marías, en lo fundamental, se encuadró con la línea mayoritaria que contempló de forma positiva el proceso de cambio destacando sus logros. Participó, de esta manera, en lo sustancial, de lo mantenido por personalidades como Javier Pradera, Raúl Morodo, López Aranguren o Jorge Semprún, quienes utilizaron como altavoz las páginas del diario El País para exponer sus posiciones. Todo ello, en oposición a la minoritaria corriente del desencanto de la que participaron la intelectualidad afín al PCE y al marxismo, que propagaron ante la opinión pública la idea de que el nuevo régimen no era más que un pacto entre élites en donde las estructuras económicas y sociales del franquismo habían quedado incólumes. A la que sumaban un fuerte sentimiento de frustración por una democracia que no era capaz de hacer frente a la crisis económica y al creciente proceso de destrucción de empleo, como si la democracia debiera ser «una fiesta continua» (Ayala, 2013: 138-140; El País, 2-4-1981).
Frente a la idea de la democracia como solución, como remedio, Marías opta por concebirla, en lo esencial, como método más apropiado para plantear los problemas políticos (Marías, 1977c). Pero un método para suscitar, no para resolver, en tanto que ni siquiera «es seguro que muchos problemas tengan solución» (Marías, 1977d). Es, sobre todo, un mecanismo que posibilita el planteamiento de todos los asuntos complejos que deben afrontar las sociedades. En definitiva, nos explica que la democracia hace posible la conversión de los meros problemas, en asuntos de naturaleza política, convirtiendo a los ciudadanos en actores implicados, protagonistas de las potenciales soluciones a los mismos.
Pero, a su juicio, la democracia consiste no sólo en que se celebren periódicamente elecciones, si no, sobre todo, en vivir democráticamente. No es exactamente una forma de vida, ni siquiera un tipo de interpretación de dicha vida. En esencia, es una forma de convivencia política. (Marías, 1995a.: 150). Por esta razón, los ciudadanos deben tener una fuerte presencia en los asuntos públicos, sin dejar en manos de unos pocos los resortes de las decisiones que se deban adoptar en cada momento. Así, si realmente existe la democracia, ésta movilizará a los individuos que componen la sociedad. La democracia se constituirá en promotora de «excelencia», en tanto que excluirá la pasividad, la marginación, hará de los individuos ciudadanos, dotados de voz y voto, participantes en la definición del destino de su país. «La democracia […] hace que todos sean en sentido estricto ciudadanos, con voz y voto, con participación real en los destinos del país» (Marías, 1986a: 125 y ss.). Esta participación también aportará a la democracia un carácter pedagógico, dado que es la gran escuela en que se aprende a ser libre; incluso frente a la propia democracia. Todo lo dicho, además, se debe entender en tanto que la democracia siempre implica elección, decisión obligada sobre alternativas, partiendo del hecho de que el hombre es libre para adoptar unas u otras decisiones, pero que no puede evadirse de tomarlas (Marías, 1947, 209 y ss.). En consecuencia, la democracia requiere ser vivificada por el espíritu liberal. En este sentido, la misión que tiene encomendada cualquier gobierno que se pretenda democrático no puede ser la de anestesiar a la sociedad que rige. Más bien, al contrario, estará obligado a fomentar el uso de su libertad, sus capacidades de elección, de iniciativa, de organización interna y de innovación. (Marías, 1987). Abundando en estas mismas cuestiones, afirmaba Marías que:
[...] la democracia puede ser buena o mala, es decir, [que] se la puede usar bien o mal, inteligente o torpemente, con generosidad o mezquindad, con honestidad o corrupción [...], pero, en definitiva, [aquella] no es más que un instrumento, una herramienta, un ser que hay que utilizar, del cual hay que servirse. El fomento del uso de la libertad al que nos hemos referido supone que la democracia tiene, por necesidad, que ir más allá de proclamas o declaraciones. La democracia, debe ser usada, todos los días, [...] en el detalle de la vida política, hasta que se conviert[e] en su órgano habitual, de tal manera que no haga falta ni siquiera hablar de ella, sino ejercerla como quien respira (Marías, 1977d).
Junto a esta confusión entre democracia como solución o como método, también existe otra paradoja relativa a la amplitud del significado del concepto. La democracia, según Marías, ha de limitarse al campo de la política, sin invadir el espacio amplio de los individuos. Siguiendo en este asunto el criterio de su maestro Ortega, defiende la idea según la cual la democracia ha de entenderse, estrictamente, como norma del derecho político para una cosa óptima. Pero, al mismo tiempo, si esta democracia exasperada se extiende al pensamiento, al gesto en el corazón y en la costumbre, se desliza como un peligroso morbo que puede hacer padecer a la sociedad (Marías, 1978b)[6]. A esta extravasación Ortega la denomina democracia morbosa. Por ende, resulta obligado estar atentos, desconfiar de quienes pretenden llevar la democracia a lugares que no le son propios, que pertenecen a otra esfera de dependencia. Quienes hacen esto, decía, «son los más profundos y sutiles antidemócratas» (Marías, 1977c).
Continuando con esta línea argumental y trayendo a la memoria un texto del escritor norteamericano William Manchester, Marías afirma que la democracia debería confinarse a las elecciones, en exclusiva, dado que, en su sentido primario, supone la posibilidad de elegir y de destituir a los gobernantes (Marías, 1978b). Afirmaba que donde esta cuestión no es posible, no hay democracia; cuando estas capacidades no se atribuyen a los ciudadanos, no se puede hablar de la existencia de la democracia (Marías, 1978a: 252). Pero, dicho esto, la mera extensión indebida del principio democrático, llevado más allá de la elección de los gobernantes, es una amenaza contra su excelencia. Con demasiada frecuencia, recordaba, se confundía la elección con la selección de los más aptos, cualificados, competentes, valiosos. Una vez más, concluía: «la exacerbación abstracta de la democracia la destruye» (Marías, 1985b; 1986b: 128).
No cabe duda. Marías dejaba muy claro que el marco de la democracia, de la soberanía o poder democrático era, en exclusiva, el de lo específicamente político. En el seno de ese orden no había potestad que fuera superior, pero sí existían otros órdenes o dimensiones. Para él, la vida humana tenía muchas, que nada tenían que ver con la convivencia política. Cuestiones tales como las preferencias personales, las preferencias estéticas, las amorosas, las religiosas, las relativas a las orientaciones personales de la vida, los proyectos y trayectorias que el hombre tenía que elegir. Ninguna de estas cuestiones, decía, se podían decidir democráticamente, en tanto que todas ellas nada tenían que ver con la convivencia política. La democracia no era una forma de vida, ni siquiera una interpretación de la vida. De nuevo siguiendo en ello rigurosamente a su maestro Ortega, suscribió la idea de que la democracia debía quedar reducida, casi en exclusiva a los comicios. Rechazó lo que denominó «beatería democrática», una extraversión de la idea democrática fuera de los límites que le eran propios. De ningún modo la democracia debía inmiscuirse en otras esferas. Incidía una y otra vez en la idea de que, si se llegase a producir la invasión de esos otros espacios, la democracia «[podría] llegar a convertirse en un instrumento de manipulación, de opresión y de tiranía» [...] (Marías, 1995a).
Acogerse a esta fórmula que limitaba el campo propio de la democracia al espacio de la política, como hizo Marías, implicaba que no era posible hacer leyes sobre lo temporal y revocable. En este punto, y por esta razón, se vio obligado a dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿cómo podían evitarse las desvirtuaciones de la democracia, el uso del poder legítimo de manera fraudulenta, sobrepasando los límites de la legitimidad que le era propia a la democracia? La respuesta que ofrecía Marías era muy clara: la única potestad suficiente para impedir la mencionada desvirtuación de la democracia era la opinión de la sociedad. Cuando un país disponía de verdadera conciencia democrática era improbable que pudiera tener lugar un desborde de los límites propios de la democracia, lo que Marías también denominaba «extravasación». De producirse, afirmó que la reacción de los ciudadanos tendría un carácter inmediato y traería como consecuencia la eliminación de la escena política de quien se atreviera a protagonizarla (Marías, 1984).
Hemos visto como en la concepción de Marías, la democracia disponía de un campo delimitado que no debía atravesarse: el propiamente político. Pero, circunscrito a este dominio de lo político, podríamos preguntarnos: ¿establecía alguna limitación relativa a quienes pudieran ser partícipes? En absoluto. Para dar respuesta a este interrogante a medio camino entre la historia de las ideas y de las formas políticas, nuestro autor aplicaba un marcado historicismo a su análisis, en la consideración de que cualquier realidad presente era producto de un devenir histórico claramente rastreable. Sus disertaciones en este punto adoptaban una estructura divulgativa que intentaba, a la par que profundizar, instruir al posible oyente o lector.
En función de esta concepción analítica, Marías explicaba que, durante mucho tiempo, en Europa, al comenzar a establecerse regímenes liberales, la democracia no fue total, en tanto que no existía el sufragio universal. Más bien, se trataba de un sufragio parcial que ejercían, en exclusiva, aquellos que tenían una cierta fortuna, que pagaban impuestos o tenían títulos académicos. Pero el resto de los individuos de la comunidad no podían ejercer el derecho al voto.
Cuando el sufragio universal masculino se estableció, la mayoría de los ciudadanos de los países europeos no tenían opiniones fundadas sobre la política y apenas entendían de opciones partidarias. En algunos países, caso de España, con su proclamación en 1890, y el aumento del cuerpo electoral de unos cientos de miles a cinco millones de electores, emergió un fuerte caciquismo para controlar la voluntad popular. Este análisis histórico realizado por Marías coincide con una larguísima y consolidada tradición historiográfica que comienza con Joaquín Costa (1902) y que se desarrollará posteriormente en obras reconocidas como las de José Varela (1977) (2002), Javier Tusell (1977), Alicia Yanini (1991), Salvador Cruz Artacho (1993), José Moreno Luzón (1995), Antonio Robles Egea (1996) o, recientemente, Carmelo Romero (2020).
Por eso, debido al empleo de esta fórmula mediada e insincera de intervenir el sufragio, una gran parte de las sociedades de entonces lo consideraban no válido. Progresivamente, los diversos sistemas falseados con el hábito de la participación fueron dando lugar a la aparición de un mayor aprecio de la realidad política. La superior conciencia del voto urbano se fue extendiendo a todos los puntos geográficos, hasta garantizar la existencia misma de la democracia en sentido pleno (Marías, 1995b).
En repetidas ocasiones, Marías explicitó su rechazo ante quienes ponían reparos a la fórmula clásica materializada en la Revolución francesa de «un hombre, un voto». Asimismo, mostraba su contrariedad contra el parecer de los que sostenían que dicho marbete era poco ajustado a la realidad, bajo la excusa de que no era posible otorgar el mismo peso al voto de, por ejemplo, un hombre o una mujer inteligente, responsable, con experiencia, con sentido moral, que al voto un hombre o mujer inculto, o de naturaleza moral dudosa, desprovisto de la experiencia y de los conocimientos que se puedan considerar necesarios en cada caso; en definitiva, de los que disponían de pocos méritos y acaso rasgos censurables. Marías calificaba de desacertado este parecer, siempre que se estuviera inmerso en una democracia auténtica. Las razones esgrimidas para sostener esta posición tenían que ver con el hecho de que el hombre distinguido, el hombre inteligente, con relaciones jugosas o que dispone de una gran fortuna, puede hacer uso de muchos otros medios para poder influir a su antojo en la marcha de la sociedad. Por lo que, apostillaba que los hombres que disfrutaban de dicho estatus, que disponían de ciertos privilegios entendidos como posiciones de ventaja y acceso a recursos, gozaban de suficientes medios para poder influir con más eficacia que los hombres «corrientes»; puesto que no tenían capacidad de llevar a buen término sus reclamaciones, por ninguno de los medios utilizados por los otros, dado que no disponían de fama, ni un verbo fluido, y carecían del dinero suficiente. El hombre corriente y moliente, el que se ubica en los estratos sociales más bajos, no tiene más instrumento que el voto. Por consiguiente: «[es] justo, justísimo que cada hombre o mujer tenga un voto; porque es el mínimo de la influencia en los destinos del país que es el suyo, en la conducción de su vida por parte del Estado» (Marías, 1985a: 65).
Por lo tanto, el «discutido» principio de un hombre un voto no podía considerarse injusto, con la única condición, según Marías, de que la democracia fuera posible en un doble sentido. Por un lado, que los hombres que conformaban una comunidad política pudieran, en efecto, votar con un cierto nivel de conocimiento de lo que votaban; que quienes decidían sobre asuntos públicos estuvieran capacitados para entender sobre dichos asuntos lo suficiente como para poder opinar, para poder decidir, para poder votar, en definitiva. Los ciudadanos debían ejercer este cometido sin ser sometidos ni someterse a manipulación alguna, sin ser sobornados. Por otro lado, era también exigible que la mencionada democracia versase sobre los asuntos propios de ella y no de otros, sin que los sufragios fuesen utilizados para otros fines que no fueran los que la democracia puede aceptar (Marías, 1995a: 149).
Julián Marías rechaza expresamente una idea muy extendida según la cual la libertad sólo pudo ser posible, a partir del siglo xvii, con el liberalismo y luego con la irrupción de la democracia. Por tanto, la libertad no es privativa de la nueva legitimidad liberal-democrática más que lo fue en determinadas coyunturas en el pasado (Marías, 1976: 250). La libertad política, afirma, se concretaba con la democracia liberal. La intervención de lo que él denominaba sentido histórico, que estaba tan presente en su obra como hemos visto, permitía sacar a la luz el error que contenía dicha idea. Defendía que la libertad sí existió y, de hecho, podía existir bajo modos de vida no necesariamente democráticos. Para esto, tenía presente que en el pasado hubo épocas y situaciones de libertad para el hombre con independencia de cuál fuera el titular del poder. No obstante, era cierto que se exigía que dicho poder estuviese limitado, estuviera inspirado por fines, regido por una serie de principios y sometido a procedimientos encargados de regular su ejercicio (Marías, 1995a: 149).
Las limitaciones y naturaleza del poder real, aplicados al ejercicio de la libertad individual y colectiva en el Medievo, que se extiende a lo largo y ancho de la Edad Moderna, a los que hace alusión Marías, se sitúan con matices en la órbita de las concepciones de textos clásicos que versan sobre la teoría política-medieval como los de Ernst Kantorowicz[7] (1985) o los orígenes del Estado de Strayer (1986)[8].
Para justificar las anteriores afirmaciones, Marías ponía como ejemplo el caso de las monarquías absolutas desde el siglo xvi al xviii. En ellas, el monarca, pese a lo que pudiera creerse, disponía de un poder limitado y se daba cabida a ciertas libertades. El adjetivo absoluto no era sinónimo, en modo alguno, de comportamiento arbitrario ni despótico. Tan sólo aludía a su condición jerárquica máxima, superior. Bajo el absolutismo, el Estado se inmiscuía muy poco en la vida de los individuos, concediendo un espacio amplio de libertad personal, la cual desaparecía sólo cuando se incumplían determinadas normas (Marías, 1995a: 149). Existía una creencia dominante en la sociedad absolutista de que el poder correspondía al monarca, por lo que cuando este lo ejercía, nadie entendía que se estuviese ante una falta de libertad. Como se ha dicho, fue sólo a partir de la Revolución francesa, cuando la legitimidad de la monarquía quedó reducida como consecuencia del advenimiento del liberalismo y, por tanto, se comenzó a entender que el espacio de la libertad se correspondía, por necesidad y en exclusiva, al campo de la democracia.
Sea como fuere, sostuvo Marías que no se podía negar que, en nuestro tiempo, la democracia tenía una función primordial consistente en el aseguramiento de la continuidad de la libertad misma (Marías, 1995a: 151). Este vínculo entre libertad y democracia, hoy necesario e indiscutible con la democracia como condición de necesidad de la libertad, se concretaba en la exigencia de los existentes mecanismos reglados en el funcionamiento de nuestras democracias. Estos eran herramientas para la limitación, para el freno del poder. La gran aportación de la democracia, en particular de la que se sostenía en pactos constitucionales, tal cual ocurre, por ejemplo, en las monarquías constitucionales, consistía en el establecimiento de límites, de normas generales que venían a obligar a todos. Estos instrumentos de limitación y control del poder servían para garantizar o, al menos, para preservar la continuidad de la libertad, para que «ésta no acabe el día que alguien lo disponga» (Marías, 1995a: 151).
Llegados a este punto, Marías se reafirmaba en su reconocimiento a la democracia como el mejor sistema para garantizar la libertad. Es más, ésta era verdadera, saludable, valiosa, incluso preciosa si era democracia liberal, o lo que era lo mismo, si su inspiración era el liberalismo, consistente en el reconocimiento y el respeto a la persona humana como tal, a los grupos y organizaciones de naturaleza social en los que se integraban los individuos. Dicho de otro modo:
«la democracia, para serlo, tiene que estar inspirada en el liberalismo; puesto que cuando a la democracia se le ponen adjetivos deja de ser democracia, salvo el adjetivo liberal, que pertenece a la esencia misma de la democracia» (Marías, 1995a: 152).
En definitiva, para Marías, la condición liberal de la democracia no era un añadido más, era esencial y factor imprescindible de su propia existencia. La democracia que no era liberal, podía terminar convirtiéndose en tiranía. La democracia que respetaba la libertad estaba obligada a limitar el excesivo celo reglamentista, legislativo. Pero no podía apreciarse el valor de la democracia si se restringía la libertad mediante una inflación de limitaciones de todo tipo. Era por ello que su reflexión en torno a la relación existente entre la democracia y la libertad terminaba con la exteriorización de un temor, el relativo a la crisis de la libertad en el seno de la democracia. Su indiscutible defensa de la libertad encontraba su máxima expresión en las siguientes palabras que recogía como último párrafo en la versión mecanografiada de la conferencia “La democracia como garantía de la libertad personal”:
«Mientras está vivo el hombre, en todo momento, está eligiendo. Incluso cuando se encuentra en disposición de morir, cuando le van a matar, se ve obligado a decidir cómo afrontar esa muerte que ya es inevitable, si lo hará con vergüenza o con orgullo, sí mostrará desesperación o esperanza. Siempre eligiendo, siempre haciendo uso de la libertad, siempre con la democracia en la democracia» (Marías, 1995a).
Tal era el vínculo de la democracia con la libertad que, según Marías, era imposible afirmar que pudiera haberla cuando no se celebraban elecciones libres. Tampoco podía existir democracia cuando solo había un partido o algunos de naturaleza simbólica y con poca actividad. La ausencia de libertad se manifestaba también donde se prohibía decir lo que se pensaba o asociarse con otros con los que se compartían ideas o proyectos. Además, la falta de democracia se evidenciaba cuando no se podía enseñar sin restricciones por parte del poder, o cuando no era posible profesar según propia elección. En definitiva, donde solo el partido dominante, presente en el Gobierno, podía tomar decisiones. Todas estas cuestiones estaban relacionadas directamente con la existencia o no de la libertad.
Parece entonces lógico, señalaba, que, si para que se pudiera hablar de democracia se requería la presencia de la libertad, también debía ser una exigencia para su pervivencia. De este modo, si la democracia conservaba su vitalidad, seguiría siendo efectiva. De lo contrario, se iría desvirtuando y, pese a conservar externamente sus perfiles identificativos, perdería su contenido real. La democracia, insistía Marías, precisaba de un pueblo que pudiera vivir en libertad, con espontaneidad; teniendo presente y respetando las normas, pero sin sentirse atado en exceso a las mismas. En este sentido observaba que, cuando existía una multiplicación de leyes, de reglamentos, disposiciones, cuando se interponían regulaciones burocráticas en las relaciones y actos entre individuos, o cuando siempre había que estar ojo avizor de si lo que se hacía estaba o no permitido, requiriéndose de continuo autorizaciones de todo tipo, « [...] todo eso [introducía] una fuerte incomodidad en la vida cotidiana, que desencadena lo que se podría llamar una parálisis social» (Marías, 1987).
En definitiva, para el filósofo vallisoletano, la democracia, como se dijo con anterioridad, sólo era posible si estaba vivificada por el espíritu liberal y, el liberalismo debía entenderse como la organización social de la libertad. Esto implicaba que no se podía ni se debía identificar con ninguna forma particular, menos aún con una del pasado. El contenido del liberalismo tenía que descubrirse en cada momento, en vista de las cosas con las que tenía uno que habérselas (Marías,1987).
Junto al problema de la relación de la democracia y la libertad también considera Julián Marías el de la legitimidad democrática. Con respecto a este asunto, Marías no dudaba en relación a sus antecedentes cercanos al aseverar que la democracia era, al menos desde finales del siglo xviii, la única forma de gobierno legítimo en Occidente, el único régimen político que poseía plena legitimidad (Marías, 1985b). En verdad, frente lo expresado por Marías, la democracia no existió antes del siglo xx. Tampoco hay en ninguno de sus escritos un intento solvente de describir las fases por las que pasa el liberalismo: sus orígenes elitistas-individualistas, su evolución democrática y, después, su orientación social. La excelencia capital de la democracia, señalaba Marías, «es que en nuestra época [...] es el único régimen político que posee plena legitimidad. [...]» (Marías, 1985b). En consecuencia, desde su visión, cualquier otro gobierno que no fuera democrático sabía que no podía ser legítimo, que estaba envuelto en una mayor o menor dosis de ilegitimidad, de violencia o de fraude (Marías, 1986: 128). El sufragio, del que ya nos hemos ocupado por extenso, entendido como consenso expreso y renovado periódicamente, constituía la base de esta legitimidad. La legitimidad democrática era consensuada, por voluntad expresa y renovada cada cierto tiempo (Pérez Duarte, 2003: 166). Sobre esta cuestión capital Julián Marías partía de una posición compartida por el grueso de los teóricos que han venido reflexionado sobre el origen de la democracia y su legitimidad desde comienzos del siglo pasado, pues tanto las denominadas corrientes empíricas como normativas ponían el punto de arranque en la revolución francesa. La lista comenzaría con los trabajos iniciáticos de Pareto y Mosca, pasando por Max Weber hasta desembocar en Mills, Lipset, Dahl, etc.
Pero, aunque en la actualidad existe este consenso en señalar a la democracia como el único sistema que otorga títulos para el ejercicio del poder, esto no fue siempre así. Nos recuerda Marías que antes también existieron otras maneras de legitimación de la política, tanta o más aceptables que la democracia. Es el caso del principio monárquico, vigente hasta finales del mencionado siglo xviii. La monarquía absoluta de la Edad Moderna, en su momento, otorgó una legitimidad, incluso más que la democrática actual. Esta era una legitimidad que no se sostenía sólo ni exclusivamente en la fuerza, sino que disponía de una vigencia social. Era, más una cuestión de poder espiritual que de dominación coactiva (Marías, 1985b). Durante los siglos en los que estuvo vigente esta monarquía absoluta (desde el xvi hasta muy avanzado el xviii), se dio una legitimidad que Marías denomina compacta. Bien podía entenderse como un poder ejercido de forma dictatorial, personal, pero no con crueldad, con cierta inmoralidad y abuso en ocasiones, pero nunca arbitrario. Los monarcas ejercían su poder de acuerdo a las leyes y sometidos, con frecuencia, al parecer de los Consejos.
Había, por tanto, una suerte de legitimidad social compacta. Pero, desde la Revolución francesa, esto se perdió. La legitimidad otorgada por las monarquías absolutas decayó con ocasión de ésta, circunstancia que tuvo lugar, incluso en aquellos países donde no tuvieron éxito los principios que aquélla promovió. Es a partir de entonces, cuando queda fuera de toda discusión que, si un gobierno no es democrático no es legítimo, y siempre estará bajo sospecha de violencia o de fraude. Es así que, la democracia, como poder espiritual, no justificado en la fuerza y el dominio colectivo, tiene plena legitimidad al igual que antes lo tuvo el principio monárquico. Esta legitimidad del poder ya sólo pasa por ser expresa, por ser pública y periódica. Las exigencias de la legitimidad democrática, la que se impone a partir de ese momento, obligan a que los ciudadanos se expresen periódicamente en libertad, manifestando lo que desean. Además, otorgan el poder a determinadas personas, que lo van a ejercer desde ese momento legítimamente. Si en otro tiempo, como ha quedado dicho, existían otras formas de legitimación del poder, en nuestro tiempo han desaparecido casi por completo. Había otras formas de legitimidad. Ahora no.
Desde la irrupción de la democracia, han existido épocas en las que además de la legitimidad, dichas democracias se inspiraban en el liberalismo. Marías evocaba lo ocurrido en Francia, durante el gobierno de Luis Felipe, entre 1830 y 1848. En tiempos de Tocqueville, de Disraeli, entre las grandes figuras e intelectuales. Después, curiosamente, se produjo la revolución de 1848, imponiéndose finalmente Napoleón III. Quizás el momento más feliz de confluencia de la democracia legítima con el liberalismo tuvo lugar con la política de los llamados doctrinarios.
Después de este decurso histórico, afirmaba Marías que, en la actualidad, hay consenso en la idea de que al hombre le pertenecía la libertad intrínsecamente, de forma absoluta, y que no cabría renunciar a ella. A resultas de esta idea, se disponía de una visión nueva y profunda sobre el significado de la libertad y de cómo esta libertad inspiraba la democracia, siendo ésta última, a su vez, garantía de la propia libertad, de su duración en el tiempo. Más allá de tentaciones de despotismo ilustrado, «entendido como una tentación que acomete a los hombres de vez en cuando» (Marías, 1982), hoy conocemos que era mejor que el destino de la sociedad estuviera en manos de los ciudadanos, capacitados para elegir sus formas de vida, sus formas de convivencia, y capaces, a su vez, de poner freno y límites claros a la influencia de cualquier tipo de poder.
Al tiempo que desarrolla está idea en torno a la legitimidad democrática y su inicio, denunciaba Marías la denominada ilegitimidad sutil de muchas de las actuales democracias, derivada de las relaciones internacionales entre países de democracia plena y otros donde esta no era más que una mera declaración. Pese a que eran muchos los Estados que se proclamaban democráticos, en realidad, muchos de ellos no cumplían los criterios para justificar su inclusión en el mundo de la democracia. Se trataba de países que, de modo más o menos evidente, no poseían la legitimidad democrática. Pese a todo, los países que sí podían ser calificados sin reparo como democráticos, mantenían relaciones habituales con esos otros que no superaban los estándares. Este comportamiento en la práctica de las democracias legítimas, afectaba negativamente a su credibilidad, lo que justificaba el calificativo de sutil al que nos referimos. «La legitimidad de las que verdaderamente la poseen queda manchada, porque la ilegitimidad ajena destiñe sobre ellas [...]. El espectáculo que suelen dar es deprimente y desmoralizador» (Marías, 1985b).
Otra asunción de inicio para Marías, al igual que la ya referida sobre su precedente histórico cercano, era su concepción de la democracia como el mejor sistema de gobierno que hasta ahora había inventado el hombre, pese a que en determinados momentos pudiera llegar a parecer poco expeditivo para dar respuesta a los problemas que se planteaban en las sociedades complejas. Consideraba que, con anterioridad a su implantación, otros modelos como el despotismo ilustrado pudieron trasladar la imagen de deseabilidad en tanto que arrojaban respuestas plausibles, pero sin el engorro de tener que contar con el parecer del pueblo. No obstante, advertía, la historia demostraba que, sin democracia, la ilustración pasaba y el despotismo permanecía. Algo parecido ocurría con el liberalismo, el cual, sin la democracia, no tenía la menor garantía de perdurar en el tiempo. En consecuencia, observados con detenimiento y con la distancia suficiente, ni el despotismo ni cualesquiera otros sistemas resultaban mejores que la democracia, sino al contrario: eran inferiores y menos dignos. (Marías, 1982).
El hecho de que se considerara la superioridad de la democracia, señalaba Marías, en modo alguno significaba que no estuviera sometida a dificultades, limitaciones y peligros, capaces de opacar sus virtudes, perturbarla de manera grave hasta llegar a socavarla. En especial, centraba la atención en dos desviaciones que podían llegar a comprometerla de manera muy seria: la demagogia y la partitocracia. Detengámonos en una y en otra.
La democracia, como se ha dicho, era para Marías, esencialmente, un mecanismo que se sustentaba en la celebración periódica de elecciones. Vista así, la política democrática tenía por necesidad que estar orientada al logro del éxito electoral. Todos los actores que participaban en el juego democrático de las elecciones tendrían como principal objetivo obtener la victoria en los comicios a los que concurrían. Para triunfar electoralmente se requería persuadir a los electores de que la opción que representaban era la que más conveniente; convencerles, en definitiva, de que depositaran su voto, bien fuera a una persona o un partido el solicitante del mismo. Se podía alegar, por tanto, que la democracia se fundaba en la persuasión.
Pocos riesgos habría para la democracia si para conseguir dichos apoyos, para persuadir a los ciudadanos, los concurrentes acudieran, en exclusiva o, sobre todo, al denominado talento oratorio y a la retórica entendida como el arte de mover a los hombres sin profanarlos, lo que, por lo común, implicaba disponer de una sensibilidad acusada. Pero lo cierto es, en palabras de Marías, que el talento oratorio escaseaba en la actualidad, habiendo sido sustituido, en la mayor parte de las ocasiones, por el simple halago, la adulación y, por encima de todo, por las promesas (Marías, 1985c). Era la demagogia, clara representación de la inmadurez política, entendida como la excitación de las pasiones, de los malos sentimientos, de la envidia y el rencor hacia la excelencia, cuando no de la mera falsa promesa, la que había venido a ocupar el espacio que les correspondía a las artes más propias de la democracia.
La actuación demagógica era contagiosa. Los partidos que alentaban promesas desmedidas, soluciones mágicas y rápidas, estimulaban que otras formaciones procedieran igual para contrarrestar los efectos beneficiosos para los adversarios. Ocurría algo así como una «inflación de la oferta», que no sólo tenía consecuencias negativas desde el punto de vista de la credibilidad del sistema, sino que suponía, con frecuencia, la generación de inflación, en el sentido económico del término. Todos prometían gastar, y gastaban más de lo debido para responder a sus promesas. En esta suerte de política de promesas continuadas, no había un límite a la vista. Era improbable que los partidos se autolimitaran en su proceder. Nadie, ningún candidato, tendría el valor de decir la verdad, si esta no era agradable para su electorado.
Es más que obvio que en sus apreciaciones de los peligros que acechaban a la democracia, Marías se retrotraía a la concepción aristotélica de los peligros de la degeneración de la democracia en demagogia cuanto esta caía en manos de intrigantes y sofistas. La reconfiguración de esta perspectiva en las sociedades democráticas multipartidistas, como nos sugiere, ha cobrado gran actualidad, ha devenido en los populismos crecientes que prefiguraban sus palabras, según han mencionado Villacañas (2015), Biglieri (2021), Appleton (2022) o Fernández y Valencia (2022).
A lo anterior, le sumaba Marías otro comportamiento rechazable que solían tener los partidos en disputa, movidos por el ambiente demagógico. Los que ocasionalmente se encontraban ocupando la oposición política, tendían a no facilitar la comprensión verdadera de la naturaleza de los problemas, ansiosos de lograr el éxito electoral mediante la exposición negativa de la actuación del Gobierno de turno. Todos los que aspiraban al poder, a su parecer, ocultaban el hecho de que algunas o muchas cosas no estaban bien, gobernara quien gobernase, porque eran condiciones objetivas con las que había que enfrentarse (Marías, 1982).
Descrito el riesgo que supone la escalada demagógica, Marías apostaba por la inteligencia popular. Frente al desprecio y desconfianza que algunos mostraban hacia las capacidades del pueblo para discernir las ofertas políticas, destacaba el hecho de que las gentes de un país civilizado tenían la suficiente inteligencia y buen sentido como para enfrentarse a dicha demagogia. Al respecto, [le] «parece más probable el repudio de la demagogia por los electores que la renuncia a ella por los candidatos» (Marías, 1985c). La sociedad disponía de la capacidad de discernimiento y de buena voluntad (Marías, 1982). La solución a la demagogia pasaba, necesariamente, por el protagonismo de políticos con capacidad de decir la verdad a sus electores, con voluntad de orientar a sus conciudadanos. Esta suerte de político había de mostrar confianza en su pueblo. Tenía que ser capaz de autolimitarse, de evitar el engaño, de negar cualquier tipo de ocultación de la situación real de las cosas. El político deseable, su ideal de político, como respuesta a la demagogia, era aquel que evitaba en lo posible la adulación al electorado, el halago fácil de las bajas pasiones. En definitiva, aquel que no prometía lo que no dependía de él (Marías, 1982).
El otro gran riesgo de la democracia sobre el que alertaba Marías tenía que ver con el protagonismo excesivo de los partidos políticos en las democracias modernas, la llamada partidocracia. Pese a que resultaba imposible pensar en una democracia sin la presencia central de los partidos políticos (Marías, 1977g), nos advertía de los riesgos evidentes que para la democracia moderna suponía la concesión a los partidos de un amplio campo de competencias que sobrepasaba lo deseable y lo admisible. Para él, la partidocracia constituía una de las más graves amenazas contra la excelencia de la democracia, al expulsar o excluir de la vida nacional, de su dirigencia, «a los que no pertenecen al partido triunfante, y esto quiere decir a casi todos, y por supuesto a los más expertos y cualificados, los que tienen verdaderos títulos para ejercer esas funciones» (Marías, 1985c). En este punto, se mantenía en una línea intermedia, pues se alineaba con las críticas realizadas a la democracia interna de los partidos en España por autores como Rafael del Águila (1982: 81-109), García Roca y Murillo (1984: 239-268) o Navarro Menéndez (1999), entre otros muchos. Y sin llegar a la consideración más radical de una democracia intervenida por los partidos políticos, que realizaban en esa época Fernández de la Mora (1986) o García Trevijano (2000).
En algunas democracias, como la española, la circunstancia mencionada se hacía muy evidente a tenor de los procedimientos fijados en sus leyes electorales. En nuestro país, según Marías, no se elegía a personas sino estaban incluidas en listas cerradas y bloqueadas de partidos, y con un orden decidido por el partido que, naturalmente, podía decidir quién va a salir y quién no. Con este sistema de listas cerradas, se concedía a los partidos una relevancia que superaba a la que les debería corresponder (Marías, 1966: 45 y ss.). Se preguntaba al respecto si eso era representativo. Cuando esto acontecía, a su parecer, el poder no residía en el pueblo sino en los partidos, siendo esta una versión deformada de la democracia. Si nos hacíamos la pregunta de quién nos representa, por quiénes nos sentimos representados, no sabríamos responder. Al respecto nos explicaba Marías que había cuestiones, como esta última, en la que se pensaba poco, invitándonos a reflexionar sobre este particular.
Pese a que en diversas ocasiones Marías defendía la necesidad de que los ciudadanos fueran partícipes de la vida política de su país, que fueran conscientes de la importancia de su contribución, al tiempo creía que para que la democracia estuviera viva no tenía por qué haber un gran número de incondicionales, de partidarios. A su juicio, la salud democrática pasaba, casi siempre, «porque había varios partidos políticos y muchos ciudadanos no afiliados a ninguno» (Marías, 1979: 69 y ss.). Puestos a elegir entre los diversos sistemas de partidos posibles, el más adecuado era el bipartidismo, al que llegó a calificar como el fenómeno político más sano de una democracia. Y es que, “[...] la democracia funciona admirablemente con dos partidos, aceptablemente bien con tres o cuatro, [y] decididamente mal con muchos” (Marías, 1977h). Su opción por el bipartidismo tenía que ver con el hecho de que dos partidos pueden ser capaces de encerrar muchos matices, atrayendo así a la mayoría de la opinión ciudadana.
El concepto de democracia en el pensamiento de Julián Marías se articula a partir de una visión integral que trasciende los límites de un sistema político formal para convertirse en una forma de convivencia social. Para Marías, la democracia implica tanto una libertad individual como política, donde los ciudadanos participan de forma activa en la toma de las decisiones que afectan a su comunidad. Esta participación tiene que sostenerse en la posibilidad de acceder a la información adecuada, así como en la suscripción de un compromiso genuino con los asuntos públicos. Debe tenerse en cuenta, en todo momento, que su reflexión sobre la democracia está influenciada sobremanera por su experiencia histórica personal, en especial, la proporcionada por el contexto de la Transición española, que vivió como protagonista, circunstancia que le permitió integrar en su pensamiento la realidad política contemporánea.
La aportación de Marías al estudio de la democracia es original, por tanto, este sería la principal contribución que hay que consignar en su haber; aunque también hay que mencionar que es resultado de la confluencia de su pensamiento con el de Ortega y el de otros intelectuales orteguianos pertenecientes a la denominada escuela de Madrid. La principal continuidad de su concepción de la democracia y la de su maestro Ortega se hace evidente, sobre todo, en lo relativo a su prevención de los riesgos que trae consigo una democracia que se desvirtúe hacia formas de plebeyismo o populismo. No obstante, hay que reconocerle la matización que llevó a cabo de algunas de las posturas más radicales de su maestro, adaptando su pensamiento a la coyuntura histórica de finales del siglo xx. Debe tenerse muy presente que Marías meditó sobre la democracia en un contexto histórico muy diferente al de Ortega. Fue la del pensador madrileño y la de su generación a caballo entre dos siglos, una coyuntura marcada a fuego por las grandes convulsiones sociales (la irrupción de los totalitarismos, desarticulación de los tradicionales regímenes liberal-democráticos, la Guerra Civil), que mediatizaron de manera necesaria su concepción de la democracia. Su pensamiento estuvo informado por el señalamiento de los límites y urgencias a las que se enfrentaba frente al advenimiento de la política de masas. En Julián Marías, sin embargo, todas las grandes prevenciones, sospechas y temores que atenazaron a su mentor en su visión, estuvieron ausentes o, por lo menos, muy diluidas. En Marías, la Transición, la época en que vital e históricamente eclosionó su concepto de democracia, por el contrario, estuvo caracterizada por un espíritu de reconciliación nacional, ruptura pactada y consenso.
En última instancia, su propuesta es una democracia exigente, en la que el concepto cobra sentido solo en una sociedad compuesta por demócratas comprometidos y responsables. Este enfoque, desarrollado a lo largo de sus escritos y discursos, muchos de ellos mencionados y empleados en la redacción de este artículo, aporta una valiosa reflexión al panorama filosófico y político español, abogando por una democracia que no solo se ejerza, sino que también se viva y se construya día a día.
En este punto, deben hacerse constar ciertas inconsistencias teóricas o, incluso, confusiones en su contemplación del principio de libertad individual como no privativo o exclusivo de los regímenes democráticos modernos; por extensión, también su confusión con la legitimidad y la libertad en las monarquías absolutas y el despotismo ilustrado. Así, son reiteradas las alusiones a la Edad Media y Moderna como periodos en que esta también fue posible, en artículos de prensa y en su disertación Los fundamentos de la democracia. En ocasiones, llega a afirmar que lo fue tanto o más que en la actualidad, a pesar de la concentración de la soberanía en manos del poder real, la existencia de los privilegios de una sociedad estamental y la inexistencia de igualdad jurídica ante la ley. Creemos que la confusión radica en la falta de una explicación más amplia y omnicomprensiva en sus aseveraciones, en que la inexistencia de una estructura administrativa propia de los Estados modernos, no imposibilitaba una menor coerción en la vida privada de los individuos a pesar de las afirmaciones de Marías. De hecho, existían una amplia arbitrariedad de castigos y sanciones que coartaban su libertad individual: corveas, colonias penitenciarias, deportaciones, órdenes especiales, ejecuciones sumarísimas, y un largo etcétera.
En definitiva, con este artículo se contribuye a nutrir el catálogo de trabajos de pensamiento político español y a promover el necesario conocimiento de la aportación de Julián Marías al debate sobre la democracia. Pese a su relevancia, aquella ha permanecido hasta cierto punto opacada por una evidente falta de predilección del pensador vallisoletano entre la comunidad científica.
| [1] |
La tesis fue juzgada por un tribunal que estuvo compuesto por el Padre Manuel Barbado Viejo, Juan F. Yela Utrilla, Víctor García Hoz, Manuel García Morente —con el voto en contra— y Xavier Zubiri —que estuvo ausente—. A pesar de todo, se publicó en la Colección «Escorial» de la Editora Nacional, en 1941. En 1951, con la misma tesis y siendo invitado a presentarla por Francisco Javier Sánchez Cantón, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, obtuvo la calificación de Sobresaliente (Roldán Sarmiento, 1998: 44). |
| [2] |
La relación entre Marías y Ortega es descrita con profusión en Julián Marías. Una vida presente. Memorias I, II, III (Marías, 1988). |
| [3] |
Abellán no incluye en la Escuela de Madrid a Aranguren, Gaos, Ayala, Laín y Zambrano, pero sí a García Morente, Zubiri, Paulino Garagorri, Fernando Vela y al propio Marías. |
| [4] |
Julián Marías escribió ochenta artículos en el diario El País, entre el 13 de enero de 1978 al 25 abril de 1987. En muchos de ellos se ocupa tangencialmente de cuestiones que guardan relación con su idea de democracia, pero sólo en los cinco mencionados lo hace de forma expresa. |
| [5] |
En el texto se han empleado indistintamente las tres ediciones del mismo artículo. Salvo en la primera ocasión citada, en la que se incluye la referencia a cada uno de los diarios en los que vio la luz, en el resto se referencia la edición empleada en cada caso. |
| [6] |
La cursiva es nuestra. |
| [7] |
La edición original en inglés es de 1957. |
| [8] |
Durante el Medievo, las monarquías europeas estuvieron sometidas a limitaciones gracias a cartas otorgadas bien a la nobleza o bien al pueblo. La Magna Carta en Inglaterra (1215) o los Fueros en España son dos ejemplos de ellos. En estos documentos se garantizaban los derechos y se restringía el poder de los reyes. |
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Abellán, José Luis. 1978. Panorama de la filosofía española actual. Madrid, Austral. |
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Ansón, Rafael. 2006. La huella de Julián Marías. Un pensador para la libertad. Madrid: Comunidad de Madrid. Disponible en https://www.madrid.org/bvirtual/BVCM002410.pdf |
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Abellán, Joaquín. 2011. Democracia. Conceptos políticos fundamentales. Madrid: Alianza Editorial. |
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Appleton, Timothy. 2022. La política que viene. Hacia una política de singularidades. Barcelona: Ned Ediciones. |
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