A pesar de la proliferación de movimientos que se autoconciben desde la horizontalidad y al hecho de que, a finales del siglo pasado, comenzásemos a hablar de una crisis de la representación política que hería la legitimidad de nuestros sistemas políticos, la lógica de la representación sigue vigente, aunque sea por medio de su negación: «no nos representan». Por eso no ha de extrañarnos que en junio de 2023 la editorial Gedisa publicara El sistema representativo. Las representaciones políticas y la transformación de la democracia parlamentaria, obra elaborada por Felipe Rey, cuya singularidad viene dada por su posición en la literatura académica.
Rey escribe después de que a la tematización de la crisis de la representación le acompañara, especialmente a partir de los noventa, una proliferación bibliográfica encaminada a la crítica de la noción estándar de representación política (Abellán, 2013) —de acuerdo con la cual representación era, ante todo, aquello que ocurría en los parlamentos nacionales y que obtenía su legitimidad de las elecciones libres y competitivas. Bien fuera por la necesidad de superar el tratamiento negativo que estaba recibiendo la representación en el ámbito de la teoría democrática, bien fuera por la emergencia de actores que, diciéndose representativos, excedían lo institucional y nacional, se hizo necesario ampliar el marco de análisis a fin de suplir las carencias tanto descriptivas como normativas de la noción estándar. Desde entonces, y produciendo una ola dentro de la teoría democrática (Urbinati y Warren, 2008: 395), se han ido explorando nuevos caminos sintetizables, por una parte, en un giro representativo, bajo cuyo paraguas se realiza una defensa de la representación en base a sus virtudes intrínsecamente democráticas y, por otra, en una tendencia expansiva caracterizada por la ampliación de los límites de nuestra visión acerca de la representación.
La singularidad anunciada de la obra de Felipe Rey reside en el hecho de que constituye, respecto a esta tradición, un gesto sistémico en un doble sentido.
En el primer sentido, Rey elabora una sistematización de lo producido hasta el momento, empleando, a modo de compartimentos, las categorías de Pitkin (2014) (capítulo 2), así como exponiendo ordenadamente las principales aportaciones teóricas realizadas al amparo del giro representativo y la crítica a la noción estándar de representación (capítulo 3). Todo ello tras haber intentado superar el desafío constructivista introducido por Saward (2010) en miras a recuperar para la Teoría de la Representación una mirada normativa desde la que demarcar el uso del concepto «representación» y redefinir la labor del investigador (capítulo 1).
Con todo, y a pesar de que en lo anterior esté contenido un ejercicio de compilación y articulación bibliográfica que hacen de la obra un recomendable manual, la mayor aportación de Felipe Rey se ubica allí donde su voz cobra protagonismo —coincidiendo con el segundo sentido de su gesto sistémico, que recorrerá el libro desde el cuarto capítulo hasta el final de la obra (capítulo 9).
En este nuevo plano, Rey aplica una mirada sistémica a la representación a fin de adecuar la teoría a la realidad social y política contemporánea donde las prácticas representativas han desbordado el terreno y los modos de la representación parlamentaria. Si en la dinámica expansiva de la literatura sobre representación política se había llamado la atención sobre la diversidad de actores representativos, Felipe Rey nos insta a comprender esta pluralidad de elementos dispares bajo la forma del sistema, esto es, como un conjunto de partes independientes e interrelacionadas de cuya interacción resultan fenómenos robustos —que persisten aun cuando las partes sean modificadas—, y ello a pesar de que a nivel ontológico el sistema sea reductible a sus partes.
Tras exponer los conceptos básicos desde los cuales responder a la exigencia descriptiva de nuestro presente (capítulos 5 y 6), Rey aborda la dimensión normativa de su proyecto (capítulos 7, 8 y 9). A este respecto, nuestro autor insiste en que, junto a aquella mirada que toma la representación como una relación diádica sujeta a exigencias como la accountability o la receptividad, hemos de aplicar una mirada sistémica que juzgue las partes, sus interacciones, así como la totalidad, siempre desde la perspectiva del sistema. Es decir, que aun cuando estemos evaluando una representación individual hemos de ser sensibles, por ejemplo, a las funciones sistémicas que esta contribuye a mantener —siendo estas las de autogobierno, deliberación, inclusión y educación— pues solo cuando estas se cumplen estaremos ante un sistema representativo en sentido fuerte en el que, frente al débil —donde solo contamos con una agregación de representaciones individuales—, es el sistema el que representa al pueblo como un todo (y no como mera mayoría) sirviendo a su voluntad a largo plazo y posibilitando con ello que las políticas públicas puedan ser adecuadamente atribuidas al mismo.
Ahora bien, todo lo anterior está sujeto a una serie de condiciones que, desarrolladas en el capítulo 5, establecen el marco a partir del cual podemos empezar a hablar no ya de un sistema representativo sino de uno que además sea democrático —donde la representación es del pueblo y no meramente ante el mismo. Para ello, nos dice Rey, es imprescindible que haya una oferta amplia y plural de actores representativos formales e informales, que las partes del sistema sean diferenciadas e interdependientes y que todas ellas, como conjunto, se encarguen de la elaboración de las políticas públicas. Con todo, la condición más fundamental, en la medida en la que las restantes dependen de ella, es la autorización popular: el pueblo ha de sancionar el sistema que lo representa estableciendo sus funciones, las partes que lo componen, así como los principios de interacción entre las mismas. Exigencia que, según Rey, se resuelve mediante la elaboración y refrendación popular del texto constitucional, pues es en él donde el pueblo establece el marco de la representación formal e introduce una serie de derechos, como la libertad de expresión y de asociación, que asientan el terreno para el advenimiento de actores representativos informales, como los movimientos sociales.
Pero es precisamente en este punto donde su argumentación se vuelve más débil. A lo largo del libro, Rey ha tratado de hacerse eco de aquella dinámica expansiva que, característica de la Teoría de la Representación contemporánea, ha ampliado los procedimientos válidos para autorizar a un representante, abriendo con ello la pregunta por cómo hacer compatibles procedimientos como el sorteo, entre otros, con un paradigma democrático. Si, tradicionalmente, la elección había sido la fórmula de la autorización a la representación, y aun cuando a ella hubieran de sumársele elementos de representatividad sustantiva para que las acciones del gobierno electo puedan ser adecuadamente atribuidas al pueblo, el reto está en cómo entender el sorteo desde coordenadas análogas. Dicho en otros términos, ¿por qué deberíamos quedar sujetos a las decisiones tomadas por unos pocos seleccionados al azar? Quizás la respuesta no es imposible, pero queda claro que cuando Felipe Rey se enfrenta a este mismo interrogante se limita a desplazarlo a un momento anterior: en lugar de abordar la legitimidad democrática del sorteo en tanto que mecanismo que sigue operando en un marco representativo, apunta hacia la posibilidad de que los ciudadanos elijan dicho método (Rey, 2023: 87). Es decir, que aun cuando los ciudadanos, de facto, no elijan a sus representantes, sí eligen el método en función de los cuales estos son seleccionados —quedando este acuerdo en torno a los métodos y criterios de la selección fijado y posibilitado por el momento constituyente. Es en último donde el pueblo, al sancionar la constitución, autoriza los métodos de selección de representantes, quienes, en tal caso, obtendrán una autorización derivada: solo serán representantes legítimos en la medida en la que deriven su existencia del marco constitucional vigente.
Todo esto hace del momento constituyente un punto de alta intensidad legitimadora, pues tanto el sistema como un todo, como los actores representativos formales e informales que lo integran derivan, en última instancia, su legitimidad de dicho proceso. El problema emerge cuando nos percatamos de que el desarrollo argumentativo anterior presupone que el pueblo está dado antes que sus representantes y que, por tanto, él es la fuente de donde brota la legitimidad de aquellos, obviando que, a nivel empírico, quienes redactan la constitución son ya instancias de la representación —algo que, por otra parte, parece admitir Felipe Rey (2023: 208) cuando al enumerar la diversidad de cuerpos representativos que participan en el proceso constituyente señala que el desafío es cómo volver popular la elaboración del texto constitucional.
Quizás este fuera un problema menor si, por una parte, no constituyera el vértice donde descansa el conjunto de la arquitectura de Felipe Rey y si, por otra, no estuviera en conexión con el principal límite de su obra. Como bien han señalado Magaña y Kristan (2023), la pregunta que Rey deja de lado, siendo crucial para su propio argumento, refiere al concepto de pueblo. No está clara, insisten, cuál es la demarcación del pueblo que ha de autorizar y ser representado por el sistema, si este ha de comprenderse desde el principio de todos los afectados o desde el de todos los sujetos a la ley. Abordando este mismo déficit conceptual, pero desde otras inquietudes, consideramos que el desafío que Felipe Rey no aborda y que por ello mismo arrastra hasta el lugar de los fundamentos de su sistema, no consiste tanto en comprender qué es el pueblo y cuáles son sus límites, como en responder a la pregunta por cómo es posible que el pueblo actúe cuando se lo concibe, al mismo tiempo, como un conjunto de individuos (sujetos libres e iguales) y como un cuerpo soberano con una voluntad política. En otras palabras, el reto es cómo traducir las múltiples y dispares voluntades de los ciudadanos en una voluntad política unitaria que, en este caso, tiene en el texto constitucional su expresión. Para hacer posible dicho tránsito es para lo que autores como Duso (2016) han referido, desde una mirada crítica, al carácter constitutivo de la representación: el pueblo, como categoría política, esto es, como cuerpo soberano con una voluntad que exige ser realizada, no existe en acto más que a través de su representación —tal y como se evidencia en el propio proceso constituyente en el que son los representantes los que dan forma a la voluntad política, en lugar de ser meros altavoces de una voluntad popular ya dada. Por ello no cabe poner al pueblo como el lugar de creación, autorización y, en consecuencia, de legitimación de la representación, pues él ya está, desde el principio, mediado por ella.
Con todo, El sistema representativo. Las representaciones políticas y la transformación de la democracia parlamentaria sigue siendo un libro que merece ser leído pues en su doble gesto sistémico entabla un rico diálogo con la tradición que recientemente se ha conformado en el campo de la Teoría de la Representación. A lo largo de sus capítulos Felipe Rey no solo inyecta orden en lo que a veces tiene la apariencia de una sobreproducción caótica, al tiempo que recupera para el teórico de la representación una misión normativa, sino que, además, lleva los términos más allá de sí mismos, invitándonos a recorrer nuevos y prometedores caminos desde una mirada sistémica.
Abellán Artacho, Pedro. 2013. «Representación política y democracia. Aportaciones desde la Teoría de la Representación en los últimos diez años». Revista Española de Ciencia Política, 33: 133-147. Recuperado de https://recyt.fecyt.es/index.php/recp/article/view/37606 |
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Duso, Giuseppe. 2016. La representación política. Génesis y crisis de un concepto. Buenos Aires: UNSAM EDITA |
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Magaña, Pablo. y Kristan, Victoria. (2023, 14 de agosto). Reseña del libro: «El sistema representativo» de Felipe Rey Salamanca. IberICONnect. El blog de la revista internacional de derecho constitucional en español. Disponible en web: bit.ly/3RpaUiC [Consulta: 16 de diciembre de 2023]. |
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Pitkin, Hannah. (2014). El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. |
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Saward, Michael. (2010). The Representative Claim. New York: Oxford University Press. |
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Urbinati, Nadia. y Warren, Mark E. (2008). «The Concept of Representation in Contemporary Democratic Theory». Annual Review of Political Science, 11: 387-412. |