RESUMEN
Las políticas de normalización de lenguas minorizadas suelen ser criticadas desde una presunción favorable al monolingüismo; en el debate público español esta presunción se suele asentar sobre la consideración de que el estatus del castellano como «lengua común» de la ciudadanía española es un «hecho bruto» que no cabría modificar mediante políticas públicas. Este artículo argumenta: (1) que tal «hecho» es en realidad el resultado de una serie de políticas públicas, pasadas y presentes; (2) que dichas políticas públicas coloca a los hablantes de lenguas minorizadas en una situación de subalternidad injusta; y (3) que, por tanto, se pueden y se deben corregir los efectos de dichas políticas públicas mediante otras basadas en una presunción favorable al multilingüismo, que aseguren una distribución equitativa de los costes y beneficios de la convivencia entre los hablantes de la lengua dominante y los de las lenguas minorizadas.
Palabras clave: justicia lingüística, monolingüismo, multilingüismo, política lingüística.
ABSTRACT
Promotion policies for minoritized languages are usually criticized on the grounds of a pro-monolingual presumption; in Spanish public debate, this presumption usually relies on considering that the status of Spanish language as the «common language» of Spanish citizens is a «brute fact» that should not be modified through public policies. This article argues: (1) that such «fact» is actually the result of a set of public policies, past and present; (2) that such public policies put speakers of minoritized languages in a position of unjust subalternity; and (3) that, therefore, the effects of those public policies can and should be corrected through other policies based upon a pro-multilingual presumption, thus ensuring a fair distribution of the costs and benefits of living together among speakers of the dominant language and those of minoritized languages.
Keywords: language policy, linguistic justice, monolingualism, multilingualism.
Desde la aprobación de la Constitución Española, en 1978, las diversas administraciones
públicas que forman el Estado han venido desarrollando un conglomerado diverso de
regulaciones sobre las distintas lenguas habladas en su territorio. Grosso modo, la
Constitución dejaba claro que el castellano es la lengua española oficial del Estado,
cuyo deber de conocimiento y derecho de uso queda garantizado para todos, mientras
que los diversos territorios que conforman el Estado tienen margen para poder desarrollar
políticas de cooficialidad en relación con otras lenguas como serian el vasco, el
catalán/valenciano, el gallego o el astur-leonés[1]. Sin embargo, existe en la opinión publicada española una corriente de pensamiento
crítica respecto a cómo se han venido regulando y planificando las políticas lingüísticas La política lingüística, como parte de lo que suele llamarse planificación lingüística,
«consiste en medidas que influyan, explícita o implícitamente, en el corpus, estatus
y adquisición de una lengua» (
A nuestro juicio, esta corriente Una corriente de pensamiento más, entre muchas otras por supuesto, con cierta presencia
en diversos ámbitos del contexto español como puede ser el académico, la prensa escrita
o las élites políticas. Desafortunadamente, no tenemos datos sobre cuán influyente
es esta posición en dichos ámbitos. Pero sí que existen algunos ejemplos claros de
posicionamientos políticos que promovieron esta visión que tuvieron una presencia
significativa en la discusión pública española, como lo fue en su momento el Manifiesto
de la Lengua Común ( Para una revisión más exhaustiva sobre tales metodologías, ver González Ricoy y Queralt
(
Concretamente, comenzaremos examinando dos de las principales tesis presentes en las
críticas más habituales contra las políticas de normalización de las lenguas autóctonas
distintas al castellano en el Estado español: De hecho, la crítica a estos dos argumentos es una expansión de un breve artículo
de opinión escrito por los autores de esta pieza en el pasado reciente (
—Las políticas de normalización lingüística responden a supuestas injusticias del pasado, de las cuales los vivos de hoy no somos responsables. Es injusto, pues, establecer compensaciones y establecer deberes a los vivos por acciones de las que no tienen responsabilidad alguna.
—Todos los ciudadanos del Estado español ya saben castellano. Por lo tanto, obligar a personas de habla castellana a aprender otra lengua no solo es redundante (ya que ya existe un instrumento de comunicación conocido por todos) sino que impone costes desproporcionados (ergo, injustificados) sobre ellos. Puede estar bien promover o incluso generar incentivos a aprender tales lenguas, pero en ningún caso obligar a su aprendizaje.
Tras examinar estas dos tesis, criticaremos la presunción favorable al monolingüismo, implícita en muchos de los discursos que hemos ido mencionando, para precisamente justificar lo contrario: las políticas lingüísticas en casos como el del Estado español deben basarse en una presunción normativa favorable al multilingüismo, y cualquier desviación de esta debe ser debidamente justificada. A continuación, realizaremos un breve excurso, sin ánimo exhaustivo, sobre las lenguas de las personas migrantes. Nos parece relevante hacerlo por dos motivos. Primero, porque las lenguas de las personas migrantes suelen ser las grandes ausentes en estos debates dentro del marco español (y en otros contextos). Segundo, por la relevancia normativa que esta ausencia suscita. Aunque el foco del artículo sean las lenguas históricas dentro del contexto español, queremos dejar claro que las lenguas de las personas migrantes también tienen peso normativo en estas discusiones, con el foco puesto a futuras investigaciones. Finalmente, resumiremos las ideas centrales del artículo en un apartado de conclusiones.
En el contexto del Estado español, las políticas de promoción y normalización de las
lenguas autóctonas distintas al castellano se suelen justificar como un elemento de
compensación o reparación por injusticias sufridas, en el pasado, en el marco de las
políticas uniformistas impulsadas por distintos gobiernos españoles Un ejemplo muy visual sería la prohibición explícita del uso de lenguas distintas
al castellano en las llamadas por teléfono en el año 1896 (
Se trata de una observación atendible, sin duda. Sin embargo, la cuestión central sobre las reparaciones del pasado no es tanto quién es responsable de una situación de injusticia o desventaja, sino cómo se ha llegado a esa situación. En este sentido, el pasado es claramente relevante a nivel ético-político no para defender una suerte de causalidad inversa, sino para ser capaces de identificar si existen jerarquías hoy que se deriven de injusticias acontecidas en tiempos pasados. Aplicado a las lenguas, imaginemos un país donde durante siglos se ha venido hablando la lengua X, pero donde en la actualidad, debido a la incorporación de X en un Estado más extenso, conviven hablantes monolingües de Z y bilingües en X y Z. En el momento de decidir cómo se deben regular los derechos y deberes lingüísticos en este territorio, no es baladí saber si se ha llegado a esa situación por decisión libre, consciente y espontánea de los hablantes de X en el pasado, o si, por el contrario, fueron sometidos a políticas gubernamentales de marginación, asimilación y minorización de su lengua en beneficio de (los hablantes de) Z. Por lo tanto, tiene sentido reclamar que ciertas injusticias del pasado con efectos a día de hoy (como situar a ciertas personas en desventaja con respecto a otras) deban ser tenidas en cuenta y, si es preciso, reparadas.
Esta aproximación a la cuestión de las injusticias del pasado, y a cómo han podido
contribuir a injusticias (muchas de ellas de tipo estructural) en el presente, se
encuentra bien abordada en la literatura académica en el marco de la teoría política
y la filosofía moral. Autoras como Alasia Nuti ( Para una visión más crítica (aunque no necesariamente contraria) sobre la cuestión,
ver Waldron (
Además, para Song, el pasado tiene relevancia desde una perspectiva normativa por dos razones. Por un lado, porque nos aporta capacidad de diagnosis. Es decir, nos ayuda a examinar el pasado y a entender como acciones cometidas en el pasado son la causa de problemas que aún vivimos hoy. Por ejemplo, la esclavitud o las leyes Jim Crow nos ayudan a entender no solo las injusticias sufridas por la comunidad afroamericana en los Estados Unidos durante más de un siglo, sino también las causas de ciertas normas y convenciones sociales actuales que sitúan a sus miembros en una gran desventaja en diversos ámbitos importantes a pesar de que formalmente la ley los considera ciudadanos iguales a cualquier otro. Por otro, porque nos ayuda a prescribir principios para afrontar las injusticias de hoy basándonos en diagnósticos sobre el pasado, y sobre cómo ha influido en el presente.
En el caso concreto de las lenguas no-castellanas en España, un diagnóstico que pruebe
la existencia de injusticias del pasado con efectos en el presente convertiría en
razonable, incluso deseable, prescribir reparaciones y compensaciones hacia aquellos
que aún sufren las consecuencias de tales injusticias. Como señala Nuti ( Para un abanico importante de estudios de caso al respecto, como serían Canadá, China
o el Kurdistán, entre muchos otros, ver la parte III de Skutnabb-Kangas y Phillipson
(
En este sentido, generar las condiciones para que grupos lingüísticos minoritarios
dentro de un Estado reciban fuertes presiones para asimilarse al grupo dominante puede
ser visto como una injusticia que requiere de compensación. El caso español, en este
sentido, no parece ser ajeno a esto. Por supuesto, esta compensación debería ser proporcional
a los daños recibidos y, sobre todo, a como ha afectado a la vitalidad de la lengua
y sus hablantes a día de hoy. Por ejemplo, el prestigio, uso y conocimiento de la
lengua, entre otras posibles variables que son susceptibles de ser medidas con relativa
objetividad. De hecho, podría ser interesante usar como baremo los nueve factores
usados por la UNESCO (
La segunda tesis que queremos explorar críticamente es la que se fundamenta en la
idea que todos los ciudadanos españoles ya saben castellano. Según esta tesis, modificar
este «hecho bruto» (
Sin embargo, tal «hecho» no es un «hecho bruto» como lo es la existencia de un océano
o una montaña; es, por contra, el resultado de un conjunto de políticas públicas ya
no solo pasadas (véase la nota 4) sino también presentes. El castellano no es una
lengua hablada por la inmensa mayoría de los ciudadanos del Estado de manera casual,
sino porque existe un aparato institucional que así lo exige, empezando por la propia
constitución española en su artículo tres El artículo tres, en su primer punto, reza «El castellano es la lengua española oficial
del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
En el segundo punto dice: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en
las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». En este sentido,
los distintos Estatutos acaban de concretar como esto se materializa, aunque el Tribunal
Constitucional (
Los individuos no aprenden castellano, en muchas ocasiones, por razones espontáneas,
sino porque existe todo un entramado institucional que genera fuertes incentivos en
distintas esferas vitales (escuela, sanidad, mercado laboral, regulaciones en el sector
audiovisual…) para que eso ocurra. Las lenguas tienen una naturaleza profundamente
socio-política, «incluyendo el impacto que las decisiones del gobierno con respecto
a los usos lingüísticos tienen en el entorno lingüístico en el que viven las personas»
( Es importante dejar claro que los usos lingüísticos de los ciudadanos no solo se configuran gracias a las políticas públicas. Existen otras razones, mucho más complejas.
Para una buena revisión sobre la expansión del castellano en todo el territorio español,
ver López García ( Como ejemplo de denegación de acceso a la nacionalidad, ver: https://www.lavanguardia.com/vida/20190915/47372392482/le-deniegan-nacionalidad-por-no-leer-ni-escribir-en-castellano-tras-15-anos.html
La fundamentación moral que justificaría esta exigencia lingüística sería la necesidad
de gozar de un instrumento de comunicación común, que nos dé acceso a oportunidades
comunicativas y laborales como individuos, entre otras cosas. Sin el castellano, se
diría, los individuos carecerían de acceso a elementos valiosos: oportunidades comunicativas,
movilidad laboral o igualdad de oportunidades para competir para ciertos trabajos,
entre otros. No obstante, esta justificación de la obligatoriedad del conocimiento
del castellano se compadece mal con dos elementos importantes para que la tesis que
examinamos aquí se sostenga. Primero, con la propia asunción de que el carácter del
castellano como «lengua común» es un simple «hecho bruto» de naturaleza no-política.
Si ya lo es y existen mecanismos ambientales que aseguran su aprendizaje sin necesidad
de coerción, ¿por qué exigirlo? De hecho, filósofos como Félix Ovejero (
En segundo lugar, si la multitud de dispositivos legales exigiendo el conocimiento del castellano se justifica «por el propio bien» de las personas a las que se les exige dicho conocimiento, ¿por qué habría que exigírselo a los hablantes de lenguas tan fuertes como, por ejemplo, el inglés? Pongamos un ejemplo. Por circunstancias diversas, los autores de esta pieza suelen tener círculos de personas de origen extranjero que viven en grandes ciudades como Barcelona o Madrid. Aunque algunos de estas personas llevan más de 4 o 5 años residiendo aquí, viven sus vidas casi exclusivamente en inglés sin mayores problemas. Si estas personas ya tienen acceso a oportunidades comunicativas y laborales extensas y valiosas viviendo en inglés, ¿cómo se justificaría obligarlos a aprender otras lenguas como el castellano para acceder, por ejemplo, a la nacionalidad española o a la función pública?
Esta posición favorable a la obligatoriedad del castellano resulta todavía más difícil
de sostener si uno es partidario de la idea de una Europa unida. Si las lenguas son
simples medios de intercambio de información, como las monedas son simples medios
de intercambio comercial, entonces la misma Unión Europea que ha instaurado el euro
debería poner rumbo a disponer de una «lengua común», conocida por toda su ciudadanía
y que vaya arrinconando a las demás lenguas al estatus de puramente optativas. Una
lengua oficial para toda la Unión, y la única que sería exigible para acceder a la
nacionalidad de alguno de sus estados miembros. Y dadas las circunstancias, el candidato
más obvio al rango de «lengua común» europea sería el inglés, hablado (como primera
o segunda lengua) por el 44% de la población de la Unión Europea (a diferencia del
castellano, hablado por un 17%, a mucha distancia del francés o el alemán; incluso
por detrás del italiano) Ver: https://www.forbes.com/sites/davekeating/2020/02/06/despite-brexit-english-remains-the-eus-most-spoken-language-by-far/. Para datos más precisos, aunque del 2012, ver el Eurobarómetro 386 sobre lenguas:
https://europa.eu/eurobarometer/surveys/detail/1049 A nivel global, la situación tampoco mejora demasiado: el inglés es la lengua más
hablada del mundo con cerca de 1.500 millones de hablantes (como primera o segunda
lengua), mientras que el castellano es la cuarta (por detrás del chino mandarín y
el hindi) con alrededor de 549 millones de hablantes. Es decir, un tercio de los que
hablan inglés y menos de la mitad de los que hablan mandarín. Para más información,
ver la base datos de Ethnologue del 2022: https://www.ethnologue.com/insights/most-spoken-language/
Si desde una posición en principio europeísta alguien, por contra, quiere seguir sosteniendo que los estados miembros puedan exigir a sus ciudadanos (o aspirantes a tales) el conocimiento de otras lenguas además del inglés, entonces sería necesario buscar otras razones para exigir el conocimiento de un idioma más allá de su número de usuarios en un espacio geográfico determinado. Por ejemplo, el arraigo que cada lengua tenga en determinados sitios, o el acceso que ofrezca a determinadas opciones culturales que son cualitativamente (y no solo cuantitativamente) valiosas para sus hablantes. Sin embargo, si esto fuera cierto para el castellano en relación con el inglés en el marco de la Unión Europea, ¿por qué no aplicar la misma lógica al catalán o al gallego en el caso del Estado español? Lo contrario sería aplicar un doble estándar difícilmente justificable, como no fuese desde una óptica nacionalista. Si puede ser justo promover, mediante unas políticas públicas, un «hecho» como el del actual estatus del castellano en el Estado español, ¿por qué no puede ser justo modificarlo mediante otras políticas públicas?
Hasta ahora hemos expuesto los dos argumentos más habituales para criticar las políticas
lingüísticas de promoción de lenguas distintas al castellano en el Estado español
y que, de alguna manera, asumen ya no solo la idea del castellano como una supuesta
«lengua común» Como si el resto de lenguas no fuesen comunes a tal o cual grupo de individuos.
Cualquier comunidad política, sea un Estado o una unidad subestatal, toma decisiones
políticas que explícita o implícitamente tienen implicaciones lingüísticas. Es decir:
por acción o por omisión, desarrolla políticas lingüísticas. La lengua es un instrumento
necesario para el ejercicio de muchas actividades fundamentales en cualquier colectividad
humana y sus administraciones públicas; «las políticas estatales completamente alingüísticas
simplemente no existen» (
En particular, cualquier comunidad política necesita lo que podría llamarse una «política
lingüística fundamental» (
Todas las decisiones políticas, también las lingüísticas, tienen efectos distributivos: generan costes y beneficios que pueden ser distintos para los individuos dependiendo, por un lado, de la(s) lengua(s) escogidas por la comunidad y, por otro, de la(s) lengua(s) iniciales de los individuos. La cuestión es, pues, si la distribución de estos costes y beneficios puede considerarse justa y, en caso de que no, qué deberes redistributivos (de compensación de las injusticias distributivas) se generarían.
Movámonos, pues, al caso que nos ocupa: el español. La presunción monolingüe, ¿supone
una distribución justa de costes y beneficios? Nosotros pensamos que no. Y lo pensamos,
al menos, por dos razones relacionadas y que tienen su origen en el trabajo pionero
de Philippe Van Parijs ( De hecho, podría existir una tercera razón: para evitar la dominación lingüística
entre individuos. Es decir, situaciones en las que, precisamente porque existen jerarquías
lingüísticas que obligan a tener competencias solo en una determinada lengua, facilita
que algunos pueden imponer sus términos lingüísticos sobre otros en distintos ámbitos
de la sociedad (
En primer lugar, la presunción monolingüe implica que solo los hablantes de lengua
inicial no castellana hacen el esfuerzo y asumen los costes de aprender el castellano,
mientras que ese no es el caso de los hablantes nativos de castellano. ¿Sería este
marco cooperativo justo? ¿Podría decirse que existe un esquema de derechos y deberes
recíproco y equitativo? Veámoslo Para un argumento en una dirección similar, ver Robichaud (
Usemos el método Rawlsiano del «velo de la ignorancia» para tasar dicha presunción.
Según John Rawls (
En estas circunstancias, ¿lo más razonable sería que solo los hablantes de lengua
inicial catalana tuviesen el deber ético-político de asumir el coste de aprender la
otra lengua? Porque, como es obvio, las personas de lengua inicial catalana no vienen
bilingüizadas de casa Tampoco las de lengua castellana, claro. Solo el 2,8% que dicen tener las dos por
igual.
Y el aprendizaje de una lengua no está ausente de esfuerzos, como seguramente muchos
lectores sabrán. De hecho, se calcula que se necesitan unas 10.000 horas de aprendizaje
para obtener una buena competencia en una lengua (
Eso por lo que respecta a la distribución de los costes de la vida en común. Por otro
lado, en la obra de Van Parijs encontrábamos una segunda razón para poner en duda
la presunción monolingüe: el acceso desigual a oportunidades valiosas para las personas,
debido a diversos motivos. Primero: las personas solemos hablar las lenguas con distintos
acentos. Incluso en situaciones donde uno puede ser completamente competente en una
lengua, puede darse la situación que «algunas variedades o acentos gozarían de un
sesgo favorable en comparación con otros, los cuales sería juzgados de manera negativa»
( Hay mucha literatura empírica en este respecto, que trata sobre estas cuestiones
de, como esgrimen en inglés, «native-speakerism» y «indexicality/accentism». Ver la
sección 5 de Soler y Morales-Gálvez (
Segundo: por mucho que una persona aprenda una lengua adicional a su lengua inicial,
puede tener más dificultades para usarla con fluidez que su lengua familiar. En este
sentido, si la única lengua exigible es la lengua castellana, eso podría situar en
desventaja a los hablantes de lenguas distintas al castellano para acceder en igualdad
de oportunidades a ciertas posiciones de prestigio (por ejemplo, a ciertas posiciones
en el mercado laboral) o en su participación en procesos de deliberación colectiva
(
Por supuesto, es importante decir que cualquiera de estos dos primeros razonamientos necesitaría apoyo empírico. Estudios que indicaran si los hablantes de lenguas distintas al castellano sufren de estas desventajas y, en el caso que ocurra, ver a quién afecta más (si a los hablantes de lengua X o Y) y por qué. Esto va más allá de lo que podemos ofrecer en este artículo, pero pensamos que se trata de una suposición razonable que, salvo prueba contraria, merece ser tenida en cuenta en toda discusión sobre la justicia lingüística en sociedades multilingües.
Tercero: el acceso que nos dan las lenguas a ciertas oportunidades valiosas no solo
se debe medir cuantitativamente, sino también cualitativamente (
Por supuesto, uno podría argumentar que este reparto desigual de costes y de acceso
a oportunidades bajo la presunción monolingüe podría justificarse porque los costes
de asumir la presunción multilingüe serían más altos. La primera pregunta, sería,
¿los costes para quién? Garantizar el aprendizaje a todo el mundo en una lengua, cuando
no todo el mundo la aprende en casa, es costoso tanto para aquellos que tienen que
aprenderla de cero como para la administración que lo exige (escuelas, profesores
formados en todo el territorio…). Son los llamados costes de adopción (
En segundo lugar, uno se podría preguntar si los costes de asumir la presunción monolingüe
son realmente menores que los de la presunción multilingüe. Reconocer la plena oficialidad
de más de una lengua puede, en verdad, aumentar ciertos costes, como los costes de
eficiencia u operacionales (por ejemplo, los costes de contratación de traductores
en ámbitos institucionales). Sin embargo, los costes de adopción (que, al final, son
los más problemáticos), estarían mucho mejor repartidos entre los hablantes de las
distintas lenguas; y además se eliminarían ciertos costes de transición (por ejemplo:
los hablantes de lenguas no plenamente reconocidas bajo la presunción monolingüe,
no asumirían ciertos costes de transición, algunos de los cuales pueden ser muy altos
sobre todo para aquellos que ya no tienen edad de escolarización; eso incluye, también
los costes de comunicación intrafamiliar e incluso los costes simbólicos). A la vez,
una política multilingüe podría facilitar la aceptación de la diversidad de hablas
y acento, y sin duda haría posible que cada uno se pueda expresar en la lengua en
la que le sea más cómodo en muchos contextos, disminuyendo posibles desigualdades
de acceso a ciertos bienes valiosos. Por ejemplo, uno podría presentarse a las elecciones
usando la lengua que le parezca mejor. Además, al ofrecer el aprendizaje de diversas
lenguas, se disminuyen los costes de acceso de todo el mundo a ámbitos donde cualitativamente
algunas lenguas tienen más peso
que otras. Gracias a ser multilingües, se facilita a toda la ciudadanía el acceso
a dichos ámbitos. Por ejemplo, saber castellano facilita el acceso al disfrute o incluso
al ejercicio del cante jondo; del mismo modo como saber euskera facilita ese mismo
tipo de acceso al bertsolarismo El cante jondo es un tipo de cante flamenco, y originario de Andalucía. El bertsolarismo
es el arte de cantar en verso de manera improvisada típico del País Vasco.
Entonces, ¿podrían justificar ciertos criterios de eficiencia o incluso de equidad un sesgo pro-monolingüe en algunas circunstancias? Seguramente sí. Por ejemplo, en casos donde el número de hablantes de una lengua es tan bajo que los costes sociales del multilingüismo serían demasiado altos en comparación con sus beneficios. Sin embargo, la división territorial de las políticas lingüísticas puede disminuir drásticamente estos costes, hasta el punto de que podría hacer deseable una política multilingüe en determinadas zonas de un estado, aunque en otras se opere bajo un marco más o menos oficialmente monolingüe.
Por las razones esgrimidas creemos que existen buenas razones para moverse de una presunción favorable al monolingüismo a una favorable al multilingüismo en contextos plurales como el español y, en particular, en aquellos territorios con más de una lengua autóctona. Es decir, teniendo cuenta la necesidad normativa de propiciar (1) un reparto más equitativo de los costes y beneficios de vivir juntos en sociedades multilingües como la catalana (o la vasca, valenciana, balear, gallega, aranesa, entre otras) y (2) de garantizar la igualdad en el acceso a oportunidades valiosas para los individuos; teniendo en cuenta la necesidad de ambas cosas, decimos, podríamos establecer que promover y exigir cierta competencia en las diversas lenguas autóctonas estaría justificado. Al menos, bastante más que promover que solo los hablantes de lenguas distintas al castellano deben aprender una segunda lengua. De hecho, cuando se establece la lengua dominante de un Estado como la única de obligado conocimiento en lugares donde además se habla otra u otras lenguas autóctonas, lo que se está haciendo es emitir un mensaje hacia los hablantes de éstas. En particular, que los monolingües en castellano tienen derecho a exigirles que no usen sus lenguas en su convivencia diaria con ellos. Es decir, se les está exigiendo que sufraguen en solitario los costes de la convivencia. El aprendizaje y uso de las lenguas, a diferencia de lo que ocurre con (por ejemplo) el uso de las monedas, requiere de esfuerzo e implica costes (incluyendo costes psicológicos).
Dar a entender a los hablantes de lenguas distintas al castellano que de facto no
pueden usar sus lenguas en muchos ámbitos de su vida (básicamente porque no sería
exigible que se les entienda) y, a la vez, que asuman ellos solos los costes de la
convivencia (es decir, de esforzarse para aprender una lengua extra) nos parece una
exigencia de subordinación injustificable. Un ataque a su dignidad como ciudadanos
iguales y, por tanto, una suerte de humillación. No parece, pues, que la presunción
monolingüe sea justificable como ideal regulativo de una convivencia justa. Al contrario:
el multilingüismo debería ser ese ideal regulativo, y apartarse de él lo que requeriría
de justificación (
Finalmente, es importante remarcar que esta presunción favorable al multilingüismo no pretende ser exhaustiva ni proponer políticas públicas concretas. Simplemente pretende establecer un marco general que guie y ofrezca justificaciones morales a las políticas lingüísticas de promoción de las lenguas autóctonas distintas a la lengua dominante de cada Estado (incluyendo la obligatoriedad de su aprendizaje) en territorios multilingües, como sería el caso de muchos territorios dentro del marco del Estado español.
Antes de acabar este artículo, nos parece importante señalar que, a la hora de fijar derechos y deberes lingüísticos, el valor de las lenguas para las personas debe ponderarse desde una visión interseccional. Es decir, a nivel ético-político, es razonable establecer que no es igual la situación de una inmigrante latinoamericana pobre trabajando en Galicia en situación irregular, que la de un juez de Toledo que pretenda ejercer en Galicia sin molestarse en aprender gallego. A su vez, se podría decir algo similar respecto a la obligación de aprender la lengua castellana para acceder a la nacionalidad española (y a todos los derechos que ésta implica). No creemos, pues, que los derechos y deberes lingüísticos tengan un valor ético-político absoluto. Pero tienen valor ético-político. Lo tienen, como hemos argumentado, tanto para justificar la exigencia del aprendizaje de la lengua castellana en el Estado español, como para justificar la misma exigencia del aprendizaje de las lenguas autóctonas distintas al castellano en los territorios donde se hablan dichas lenguas. Como también tienen valor ético-político de cara a fundamentar las políticas de promoción tanto del castellano como (aún más) de las lenguas minorizadas en el Estado español.
Por supuesto, uno se podría preguntar por qué no aplicar esta valoración ético-política
de las lenguas a aquellas que no son autóctonas en un sentido histórico. Es decir,
aquellas cuyos hablantes son de llegada reciente (personas migrantes, refugiadas…).
A nivel de legitimidad, creemos que sería totalmente legítimo que las personas migrantes
y/o refugiadas tengan el derecho a pedir que sus lenguas sean incluidas en la distribución
de costes y beneficios de la vida en común (
Vayamos por partes. En primer lugar, creemos que existen razones para ofrecer un estatus
de reconocimiento preeminente a las lenguas autóctonas debido a los intereses lingüísticos
en juego. Sin embargo, existen dos rutas argumentativas alternativas que justifican
tal posición. Por un lado, algunos argumentan, de alguna forma, en favor de una suerte
de principio autoctonista que viene a decir que los grupos lingüísticos largamente
establecidos en un territorio y que han venido hablando una lengua y la quieren seguir
hablando tienen derecho a cierta parcialidad para priorizarla ( Para una visión más exhaustiva de la cuestión de las lenguas y las personas migrantes
en la teoría política, ver el dossier editado por Bonotti, Carlsson y Rowe (
Independientemente de qué ruta argumentativa se escoja, parece difícilmente justificable
decir que los intereses lingüísticos que las personas migrantes puedan tener en sus
lenguas vernáculas no deban ser atendidos en ningún sentido. En ambos casos, se podría
justificar cierta preminencia en las lenguas autóctonas porque, al estar esas sociedades
ya funcionando de manera preminente en esas lenguas, su preferencia en cuanto a derechos
y deberes promocionaría los intereses comunicativos, de movilidad o de facilitar la
deliberación democrática de todo el mundo (también de las personas migrantes). A su
vez, uno también podría ver motivos para reconocer ciertos intereses de los hablantes
de lenguas que no son autóctonas en un sentido histórico; motivos que generarían ciertos
deberes de reconocimiento, como por ejemplo facilitar una mayor eficiencia comunicativa
para acceder a ciertos bienes en situaciones complejas (como sería recibir atención
médica o participar de procesos judiciales en aquella lengua en la que puedes expresarte
con más fluidez y seguridad). También se podría reconocer y garantizar el aprendizaje
formal de las lenguas vernáculas a los hijos de las personas migrantes, para que puedan
desarrollar una plena competencia en ellas. Eso podría aumentar sus oportunidades
vitales y facilitar la intercomprensión intergeneracional con sus familias y culturas
de origen ( Sin embargo, De Schutter (
En este artículo hemos tratado de desarrollar dos puntos. En primer lugar, hemos criticado los argumentos basados en (o que intentan dar base a) una presunción ético-política a favor del monolingüismo en estados multilingües, centrándonos en el caso concreto del Estado español. A ese respecto hemos argumentado que: (1) la presunción monolingüe se fundamenta en la consideración de que el estatus del castellano como «lengua común» de la ciudadanía española es «un hecho bruto»; (2) en realidad, dicho «hecho» no es un «hecho bruto» en el sentido en que lo es la existencia de un océano o una montaña, sino que es un «hecho» que, en última instancia, es el resultado de una serie de políticas públicas; (3) dichas políticas públicas no pueden justificarse desde un punto de vista que se pretenda no-nacionalista (y/o europeísta) y que, a la vez, otorgue un valor puramente instrumental a las lenguas, ya que eso en realidad sería (parafraseando a Pessoa en su conocida respuesta a Unamuno) un argumento para el monolingüismo en inglés; y (4) si puede ser justo promover un «hecho» mediante unas políticas públicas, también puede ser justo modificarlo mediante otras.
En segundo lugar, hemos tratado de aportar razones en pro de una presunción a favor del multilingüismo en contextos como el del Estado español, en que encontramos una lengua dominante y diversas lenguas minorizadas. En este punto hemos argumentado que, en estos contextos: (1) la presunción monolingüe coloca a los hablantes de las lenguas minorizadas en una situación de subalternidad injusta, y a la vez restringe el acceso de parte de la ciudadanía a parte del patrimonio cultural de los que, se supone, son sus propios conciudadanos; y (2) por contra, la presunción multilingüe favorece una distribución equitativa de los costes y beneficios de la convivencia entre los hablantes de la lengua dominante y los de las lenguas minorizadas, evitando (entre otras cosas) que los ciudadanos residentes en un territorio con una sociedad bilingüe vivan de espaldas a una de las dos lenguas oficiales y, por tanto, a las vidas y las culturas de aquellos conciudadanos que las hablan.
Como ya hemos explicado, este artículo no tiene una pretensión exhaustiva al no incorporar ni datos empíricos ni propuestas de políticas públicas concretas. Simplemente pretende establecer un marco general de guía y crítica de argumentos normativos para el contexto español. Sin embargo, este marco sí que podría ser útil, creemos, para poder concretar qué medidas harían falta para poder traducir los principios propuestos en el artículo a la práctica política española. Esto, obviamente, requeriría tener en cuenta hechos y datos empíricos sobre los cuales aquí no hemos podido trabajar pero que, sin duda, serían cruciales para poder llevar a cabo esta traducción de principios a políticas públicas concretas en los distintos contextos multilingües que encontramos en el contexto español. Lo que hemos querido hacer en este artículo no es explorar cuáles son los instrumentos más adecuados para asegurar que todos los ciudadanos que residan en sociedades como la vasca o la catalana sepan tanto castellano como euskera o catalán, sino argumentar que dicho objetivo es justo.
Este trabajo ha sido financiado por el programa de innovación e investigación Horizonte 2020 de la Unión Europea en virtud del acuerdo de financiación Marie Skłodowska-Curie número 892537 (Morales-Gálvez).
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Siempre con una limitación clara: tal y como estableció el Tribunal Constitucional
español en su sentencia del 2010 ( |
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La política lingüística, como parte de lo que suele llamarse planificación lingüística,
«consiste en medidas que influyan, explícita o implícitamente, en el corpus, estatus
y adquisición de una lengua» ( |
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Una corriente de pensamiento más, entre muchas otras por supuesto, con cierta presencia
en diversos ámbitos del contexto español como puede ser el académico, la prensa escrita
o las élites políticas. Desafortunadamente, no tenemos datos sobre cuán influyente
es esta posición en dichos ámbitos. Pero sí que existen algunos ejemplos claros de
posicionamientos políticos que promovieron esta visión que tuvieron una presencia
significativa en la discusión pública española, como lo fue en su momento el Manifiesto
de la Lengua Común ( |
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Para una revisión más exhaustiva sobre tales metodologías, ver González Ricoy y Queralt
( |
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De hecho, la crítica a estos dos argumentos es una expansión de un breve artículo
de opinión escrito por los autores de esta pieza en el pasado reciente ( |
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Un ejemplo muy visual sería la prohibición explícita del uso de lenguas distintas
al castellano en las llamadas por teléfono en el año 1896 ( |
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Para una visión más crítica (aunque no necesariamente contraria) sobre la cuestión,
ver Waldron ( |
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Para un abanico importante de estudios de caso al respecto, como serían Canadá, China
o el Kurdistán, entre muchos otros, ver la parte III de Skutnabb-Kangas y Phillipson
( |
[9] |
El artículo tres, en su primer punto, reza «El castellano es la lengua española oficial
del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
En el segundo punto dice: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en
las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». En este sentido,
los distintos Estatutos acaban de concretar como esto se materializa, aunque el Tribunal
Constitucional ( |
[10] |
Es importante dejar claro que los usos lingüísticos de los ciudadanos no solo se configuran gracias a las políticas públicas. Existen otras razones, mucho más complejas.
Para una buena revisión sobre la expansión del castellano en todo el territorio español,
ver López García ( |
[11] |
Como ejemplo de denegación de acceso a la nacionalidad, ver: https://www.lavanguardia.com/vida/20190915/47372392482/le-deniegan-nacionalidad-por-no-leer-ni-escribir-en-castellano-tras-15-anos.html |
[12] |
Ver: https://www.forbes.com/sites/davekeating/2020/02/06/despite-brexit-english-remains-the-eus-most-spoken-language-by-far/. Para datos más precisos, aunque del 2012, ver el Eurobarómetro 386 sobre lenguas: https://europa.eu/eurobarometer/surveys/detail/1049 |
[13] |
A nivel global, la situación tampoco mejora demasiado: el inglés es la lengua más hablada del mundo con cerca de 1.500 millones de hablantes (como primera o segunda lengua), mientras que el castellano es la cuarta (por detrás del chino mandarín y el hindi) con alrededor de 549 millones de hablantes. Es decir, un tercio de los que hablan inglés y menos de la mitad de los que hablan mandarín. Para más información, ver la base datos de Ethnologue del 2022: https://www.ethnologue.com/insights/most-spoken-language/ |
[14] |
Como si el resto de lenguas no fuesen comunes a tal o cual grupo de individuos. |
[15] |
De hecho, podría existir una tercera razón: para evitar la dominación lingüística
entre individuos. Es decir, situaciones en las que, precisamente porque existen jerarquías
lingüísticas que obligan a tener competencias solo en una determinada lengua, facilita
que algunos pueden imponer sus términos lingüísticos sobre otros en distintos ámbitos
de la sociedad ( |
[16] |
Para un argumento en una dirección similar, ver Robichaud ( |
[17] |
Tampoco las de lengua castellana, claro. Solo el 2,8% que dicen tener las dos por igual. |
[18] |
Y el aprendizaje de una lengua no está ausente de esfuerzos, como seguramente muchos
lectores sabrán. De hecho, se calcula que se necesitan unas 10.000 horas de aprendizaje
para obtener una buena competencia en una lengua ( |
[19] |
Hay mucha literatura empírica en este respecto, que trata sobre estas cuestiones
de, como esgrimen en inglés, «native-speakerism» y «indexicality/accentism». Ver la
sección 5 de Soler y Morales-Gálvez ( |
[20] |
El cante jondo es un tipo de cante flamenco, y originario de Andalucía. El bertsolarismo es el arte de cantar en verso de manera improvisada típico del País Vasco. |
[21] |
Para una visión más exhaustiva de la cuestión de las lenguas y las personas migrantes
en la teoría política, ver el dossier editado por Bonotti, Carlsson y Rowe ( |
[22] |
Sin embargo, De Schutter ( |
Balcells i González, Albert. 2004. «Catalunya contemporània», en Albert Balcells i González (ed.), Història de Catalunya. Barcelona: La Butxaca, 813-1242. |
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[a] |
Profesor Ayudante Doctor en la Universitat de València y miembro del Grup de Recerca en Teoria Política (GRTP) en la Universitat Pompeu Fabra. Es doctor en filosofía por la KU Leuven (Flandes, Bélgica) y ha sido investigador Marie Skłodowska-Curie en la Universidad de Limerick (Irlanda). Su trabajo aborda cuestiones de teoría política contemporánea, particularmente discusiones sobre justicia lingüística, multiculturalismo, y la tradición de pensamiento republicana. Ha publicado su trabajo en revistas internacionales como Political Studies, Philosophy and Social Criticism, Nations and Nationalism, y Ethnicities y coeditado un libro publicado por Routledge y otro por Edicions de la Universitat de Barcelona. |
[b] |
Profesor asociado en el Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la Universitat Pompeu Fabra, doctor en Ciencia Política por esta universidad y miembro del Grup de Recerca en Teoria Política (GRTP) de la misma. Sus principales áreas de investigación son las teorías de la democracia y la justicia; y más específicamente el republicanismo, su actualización y su aplicación a problemas prácticos actuales, como los conflictos políticos en torno a la secesión en contextos democráticos. Ha publicado su trabajo en revistas internacionales como Politics and Governance o el Journal of Social Philosophy. |