RESUMEN
Las políticas de normalización de lenguas minorizadas suelen ser criticadas desde una presunción favorable al monolingüismo; en el debate público español esta presunción se suele asentar sobre la consideración de que el estatus del castellano como «lengua común» de la ciudadanía española es un «hecho bruto» que no cabría modificar mediante políticas públicas. Este artículo argumenta: (1) que tal «hecho» es en realidad el resultado de una serie de políticas públicas, pasadas y presentes; (2) que dichas políticas públicas coloca a los hablantes de lenguas minorizadas en una situación de subalternidad injusta; y (3) que, por tanto, se pueden y se deben corregir los efectos de dichas políticas públicas mediante otras basadas en una presunción favorable al multilingüismo, que aseguren una distribución equitativa de los costes y beneficios de la convivencia entre los hablantes de la lengua dominante y los de las lenguas minorizadas.
Palabras clave: justicia lingüística, monolingüismo, multilingüismo, política lingüística.
ABSTRACT
Promotion policies for minoritized languages are usually criticized on the grounds of a pro-monolingual presumption; in Spanish public debate, this presumption usually relies on considering that the status of Spanish language as the «common language» of Spanish citizens is a «brute fact» that should not be modified through public policies. This article argues: (1) that such «fact» is actually the result of a set of public policies, past and present; (2) that such public policies put speakers of minoritized languages in a position of unjust subalternity; and (3) that, therefore, the effects of those public policies can and should be corrected through other policies based upon a pro-multilingual presumption, thus ensuring a fair distribution of the costs and benefits of living together among speakers of the dominant language and those of minoritized languages.
Keywords: language policy, linguistic justice, monolingualism, multilingualism.
Desde la aprobación de la Constitución Española, en 1978, las diversas administraciones públicas que forman el Estado han venido desarrollando un conglomerado diverso de regulaciones sobre las distintas lenguas habladas en su territorio. Grosso modo, la Constitución dejaba claro que el castellano es la lengua española oficial del Estado, cuyo deber de conocimiento y derecho de uso queda garantizado para todos, mientras que los diversos territorios que conforman el Estado tienen margen para poder desarrollar políticas de cooficialidad en relación con otras lenguas como serian el vasco, el catalán/valenciano, el gallego o el astur-leonés[1]. Sin embargo, existe en la opinión publicada española una corriente de pensamiento crítica respecto a cómo se han venido regulando y planificando las políticas lingüísticas[2] en ciertos territorios del Estado español, en particular aquellos con regímenes de doble (o triple) oficialidad (Ovejero, 2008, 2022; Ruiz Soroa, 2008, 2023; Toscano, 2023, 2024; entre otros artículos tanto en prensa como académicos). Suelen ser habituales las críticas, por ejemplo, a las políticas de gestión de la diversidad lingüística y de promoción y normalización de las lenguas propias distintas al castellano en Cataluña, el País Vasco, Galicia, el País Valenciano o las Islas Baleares. Se trata, sin duda, de un tema altamente espinoso y controvertido en el debate público español, y que por supuesto podemos encontrar de uno u otro modo en distintos estados democráticos con minorías lingüísticas autóctonas.
A nuestro juicio, esta corriente[3], en todas sus variantes, está atravesada por una especie de presunción a priori favorable al monolingüismo. Es decir, a presumir que los hablantes de la lengua española dominante, léase el castellano, tienen todo el derecho a ser monolingües en todos los rincones del Estado español si así lo quieren, y que son los hablantes de otras lenguas oficiales en distintos territorios de este Estado los que deben tener la obligación (ético-política y, como consecuencia, jurídica) de aprender la lengua dominante. Una presunción que nosotros consideramos problemática, a nivel normativo. En este artículo criticaremos esta presunción, para luego argumentar precisamente en sentido contrario a la misma. Para hacerlo usaremos los instrumentos metodológicos y analíticos de la teoría política: el análisis de conceptos y argumentos de tipo normativo[4].
Concretamente, comenzaremos examinando dos de las principales tesis presentes en las críticas más habituales contra las políticas de normalización de las lenguas autóctonas distintas al castellano en el Estado español:[5]
—Las políticas de normalización lingüística responden a supuestas injusticias del pasado, de las cuales los vivos de hoy no somos responsables. Es injusto, pues, establecer compensaciones y establecer deberes a los vivos por acciones de las que no tienen responsabilidad alguna.
—Todos los ciudadanos del Estado español ya saben castellano. Por lo tanto, obligar a personas de habla castellana a aprender otra lengua no solo es redundante (ya que ya existe un instrumento de comunicación conocido por todos) sino que impone costes desproporcionados (ergo, injustificados) sobre ellos. Puede estar bien promover o incluso generar incentivos a aprender tales lenguas, pero en ningún caso obligar a su aprendizaje.
Tras examinar estas dos tesis, criticaremos la presunción favorable al monolingüismo, implícita en muchos de los discursos que hemos ido mencionando, para precisamente justificar lo contrario: las políticas lingüísticas en casos como el del Estado español deben basarse en una presunción normativa favorable al multilingüismo, y cualquier desviación de esta debe ser debidamente justificada. A continuación, realizaremos un breve excurso, sin ánimo exhaustivo, sobre las lenguas de las personas migrantes. Nos parece relevante hacerlo por dos motivos. Primero, porque las lenguas de las personas migrantes suelen ser las grandes ausentes en estos debates dentro del marco español (y en otros contextos). Segundo, por la relevancia normativa que esta ausencia suscita. Aunque el foco del artículo sean las lenguas históricas dentro del contexto español, queremos dejar claro que las lenguas de las personas migrantes también tienen peso normativo en estas discusiones, con el foco puesto a futuras investigaciones. Finalmente, resumiremos las ideas centrales del artículo en un apartado de conclusiones.
En el contexto del Estado español, las políticas de promoción y normalización de las lenguas autóctonas distintas al castellano se suelen justificar como un elemento de compensación o reparación por injusticias sufridas, en el pasado, en el marco de las políticas uniformistas impulsadas por distintos gobiernos españoles[6]. Para autores como Ruiz Soroa, las políticas lingüísticas actuales no deberían poderse justificar con base en estas compensaciones por injusticias supuestamente acontecidas en el pasado, porque ello significaría que, de algún modo, los muertos estarían mandando sobre los vivos (Ruiz Soroa, 2008: 29-32; 2023). Es decir, que no se debe obligar a reparar en el presente aquello que, personalmente, uno no ha causado en el pasado.
Se trata de una observación atendible, sin duda. Sin embargo, la cuestión central sobre las reparaciones del pasado no es tanto quién es responsable de una situación de injusticia o desventaja, sino cómo se ha llegado a esa situación. En este sentido, el pasado es claramente relevante a nivel ético-político no para defender una suerte de causalidad inversa, sino para ser capaces de identificar si existen jerarquías hoy que se deriven de injusticias acontecidas en tiempos pasados. Aplicado a las lenguas, imaginemos un país donde durante siglos se ha venido hablando la lengua X, pero donde en la actualidad, debido a la incorporación de X en un Estado más extenso, conviven hablantes monolingües de Z y bilingües en X y Z. En el momento de decidir cómo se deben regular los derechos y deberes lingüísticos en este territorio, no es baladí saber si se ha llegado a esa situación por decisión libre, consciente y espontánea de los hablantes de X en el pasado, o si, por el contrario, fueron sometidos a políticas gubernamentales de marginación, asimilación y minorización de su lengua en beneficio de (los hablantes de) Z. Por lo tanto, tiene sentido reclamar que ciertas injusticias del pasado con efectos a día de hoy (como situar a ciertas personas en desventaja con respecto a otras) deban ser tenidas en cuenta y, si es preciso, reparadas.
Esta aproximación a la cuestión de las injusticias del pasado, y a cómo han podido contribuir a injusticias (muchas de ellas de tipo estructural) en el presente, se encuentra bien abordada en la literatura académica en el marco de la teoría política y la filosofía moral. Autoras como Alasia Nuti (2019), Lea Ypi (2017) o Catherine Lu (2017) han trabajado en profundidad esta cuestión[7]. De hecho, Seunghyun Song (2021) ha escrito recientemente un buen resumen crítico al respecto, donde distingue entre dos aproximaciones a las injusticias históricas: las «prospectivas» (forward-looking en inglés) y las «retrospectivas» (backward-looking). La visión prospectiva sería aquella que dice que una injusticia histórica es relevante (y, por tanto, requiere de reparación) cuando sigue teniendo consecuencias en el presente, y cuando su reparación nos puede ayudar a mejorar situaciones de injusticia actuales. Esta es, a grandes rasgos, la visión que hemos esgrimido en el párrafo anterior. En cambio, la visión retrospectiva nos viene a decir que una injusticia, una vez cometida, debe ser rectificada, sin importar tanto el impacto que tenga a día de hoy.
Además, para Song, el pasado tiene relevancia desde una perspectiva normativa por dos razones. Por un lado, porque nos aporta capacidad de diagnosis. Es decir, nos ayuda a examinar el pasado y a entender como acciones cometidas en el pasado son la causa de problemas que aún vivimos hoy. Por ejemplo, la esclavitud o las leyes Jim Crow nos ayudan a entender no solo las injusticias sufridas por la comunidad afroamericana en los Estados Unidos durante más de un siglo, sino también las causas de ciertas normas y convenciones sociales actuales que sitúan a sus miembros en una gran desventaja en diversos ámbitos importantes a pesar de que formalmente la ley los considera ciudadanos iguales a cualquier otro. Por otro, porque nos ayuda a prescribir principios para afrontar las injusticias de hoy basándonos en diagnósticos sobre el pasado, y sobre cómo ha influido en el presente.
En el caso concreto de las lenguas no-castellanas en España, un diagnóstico que pruebe la existencia de injusticias del pasado con efectos en el presente convertiría en razonable, incluso deseable, prescribir reparaciones y compensaciones hacia aquellos que aún sufren las consecuencias de tales injusticias. Como señala Nuti (2019: 21; nuestra traducción), cualquier aproximación que «separe netamente el pasado injusto de las condiciones presentes de desigualdad e injusticia» no sería satisfactoria (Song, 2021: 4). De hecho, existe literatura tanto teórica (Song, 2022) como empírica (Fishman, 1991; Krauss, 2007) sobre la existencia de grupos lingüísticos que han padecido procesos de minorización durante largos periodos históricos y que, consecuentemente, han padecido la pérdida de hablantes, una menor transmisión intergeneracional, o actitudes negativas contra su propia lengua, entre otras posibilidades; perjuicios que se reproducen aún a día de hoy. Si esto se debe a procesos históricos de maltrato, marginalización y desprestigio con ecos en el presente, podemos concluir que tenemos razones normativas para hacer algo al respecto. Por ejemplo, pongamos el caso del inglés. Tal y como nos cuenta Stilz (2015), es fácil de ver como el inglés y sus hablantes se están beneficiando a día de hoy de malas acciones pasadas, como las colonizaciones[8].
En este sentido, generar las condiciones para que grupos lingüísticos minoritarios dentro de un Estado reciban fuertes presiones para asimilarse al grupo dominante puede ser visto como una injusticia que requiere de compensación. El caso español, en este sentido, no parece ser ajeno a esto. Por supuesto, esta compensación debería ser proporcional a los daños recibidos y, sobre todo, a como ha afectado a la vitalidad de la lengua y sus hablantes a día de hoy. Por ejemplo, el prestigio, uso y conocimiento de la lengua, entre otras posibles variables que son susceptibles de ser medidas con relativa objetividad. De hecho, podría ser interesante usar como baremo los nueve factores usados por la UNESCO (2011) para medir la vitalidad de las lenguas.
La segunda tesis que queremos explorar críticamente es la que se fundamenta en la idea que todos los ciudadanos españoles ya saben castellano. Según esta tesis, modificar este «hecho bruto» (Ruiz Soroa, 2023) mediante políticas públicas y, sobre todo, obligar a personas de habla castellana a aprender otra lengua distinta al castellano no solo es innecesario (dado que ya existe un instrumento de comunicación conocido por todos), sino que impone costes desproporcionados (ergo, injustificados) sobre estas personas (Ruiz Soroa, 2008: 45-50). Por tanto, podría estar bien promover o incluso generar incentivos a aprender tales lenguas, pero en ningún caso obligar a su aprendizaje.
Sin embargo, tal «hecho» no es un «hecho bruto» como lo es la existencia de un océano o una montaña; es, por contra, el resultado de un conjunto de políticas públicas ya no solo pasadas (véase la nota 4) sino también presentes. El castellano no es una lengua hablada por la inmensa mayoría de los ciudadanos del Estado de manera casual, sino porque existe un aparato institucional que así lo exige, empezando por la propia constitución española en su artículo tres[9].
Los individuos no aprenden castellano, en muchas ocasiones, por razones espontáneas, sino porque existe todo un entramado institucional que genera fuertes incentivos en distintas esferas vitales (escuela, sanidad, mercado laboral, regulaciones en el sector audiovisual…) para que eso ocurra. Las lenguas tienen una naturaleza profundamente socio-política, «incluyendo el impacto que las decisiones del gobierno con respecto a los usos lingüísticos tienen en el entorno lingüístico en el que viven las personas» (Gazzola et al., 2023: 244; nuestra traducción)[10]. En este sentido, aprender la lengua dominante (en este caso, el castellano) no es un ejercicio de elección espontánea sin trasfondo político, ya que el precio de no hacerlo es demasiado alto dependiendo del contexto: desde el no acceso a la nacionalidad, hasta la posible marginación social, pasando por las dificultades de acceso a buena parte del mercado laboral. Este impacto es especialmente relevante en el sector público, donde se exige saber castellano no solo para poder trabajar en él, sino también para acceder a la nacionalidad y, por lo tanto, a todos los derechos de ciudadanía[11].
La fundamentación moral que justificaría esta exigencia lingüística sería la necesidad de gozar de un instrumento de comunicación común, que nos dé acceso a oportunidades comunicativas y laborales como individuos, entre otras cosas. Sin el castellano, se diría, los individuos carecerían de acceso a elementos valiosos: oportunidades comunicativas, movilidad laboral o igualdad de oportunidades para competir para ciertos trabajos, entre otros. No obstante, esta justificación de la obligatoriedad del conocimiento del castellano se compadece mal con dos elementos importantes para que la tesis que examinamos aquí se sostenga. Primero, con la propia asunción de que el carácter del castellano como «lengua común» es un simple «hecho bruto» de naturaleza no-política. Si ya lo es y existen mecanismos ambientales que aseguran su aprendizaje sin necesidad de coerción, ¿por qué exigirlo? De hecho, filósofos como Félix Ovejero (2008: 70) argumentan en esta dirección diciendo que, igual que con las monedas o las medidas, las personas tendimos a converger en las lenguas que tienen más usuarios con tal de obtener más réditos comunicativos. A la vez, defiende que las personas tenemos derecho a hablar lo que queramos, pero que no por ello tenemos derecho a que se nos aseguren los interlocutores. En este sentido, las personas solemos convergir en determinadas lenguas para asegurarnos tales interlocutores. Si eso es cierto, de nuevo, ¿cómo se justifica la exigencia del castellano en España a través de todo un entramado institucional? ¿Por qué, por ejemplo, no se elimina de la constitución el deber de saber castellano y se permite la libre elección de lengua en el sistema escolar, o el acceso a la nacionalidad española sin requisitos lingüísticos?
En segundo lugar, si la multitud de dispositivos legales exigiendo el conocimiento del castellano se justifica «por el propio bien» de las personas a las que se les exige dicho conocimiento, ¿por qué habría que exigírselo a los hablantes de lenguas tan fuertes como, por ejemplo, el inglés? Pongamos un ejemplo. Por circunstancias diversas, los autores de esta pieza suelen tener círculos de personas de origen extranjero que viven en grandes ciudades como Barcelona o Madrid. Aunque algunos de estas personas llevan más de 4 o 5 años residiendo aquí, viven sus vidas casi exclusivamente en inglés sin mayores problemas. Si estas personas ya tienen acceso a oportunidades comunicativas y laborales extensas y valiosas viviendo en inglés, ¿cómo se justificaría obligarlos a aprender otras lenguas como el castellano para acceder, por ejemplo, a la nacionalidad española o a la función pública?
Esta posición favorable a la obligatoriedad del castellano resulta todavía más difícil de sostener si uno es partidario de la idea de una Europa unida. Si las lenguas son simples medios de intercambio de información, como las monedas son simples medios de intercambio comercial, entonces la misma Unión Europea que ha instaurado el euro debería poner rumbo a disponer de una «lengua común», conocida por toda su ciudadanía y que vaya arrinconando a las demás lenguas al estatus de puramente optativas. Una lengua oficial para toda la Unión, y la única que sería exigible para acceder a la nacionalidad de alguno de sus estados miembros. Y dadas las circunstancias, el candidato más obvio al rango de «lengua común» europea sería el inglés, hablado (como primera o segunda lengua) por el 44% de la población de la Unión Europea (a diferencia del castellano, hablado por un 17%, a mucha distancia del francés o el alemán; incluso por detrás del italiano)[12],[13].
Si desde una posición en principio europeísta alguien, por contra, quiere seguir sosteniendo que los estados miembros puedan exigir a sus ciudadanos (o aspirantes a tales) el conocimiento de otras lenguas además del inglés, entonces sería necesario buscar otras razones para exigir el conocimiento de un idioma más allá de su número de usuarios en un espacio geográfico determinado. Por ejemplo, el arraigo que cada lengua tenga en determinados sitios, o el acceso que ofrezca a determinadas opciones culturales que son cualitativamente (y no solo cuantitativamente) valiosas para sus hablantes. Sin embargo, si esto fuera cierto para el castellano en relación con el inglés en el marco de la Unión Europea, ¿por qué no aplicar la misma lógica al catalán o al gallego en el caso del Estado español? Lo contrario sería aplicar un doble estándar difícilmente justificable, como no fuese desde una óptica nacionalista. Si puede ser justo promover, mediante unas políticas públicas, un «hecho» como el del actual estatus del castellano en el Estado español, ¿por qué no puede ser justo modificarlo mediante otras políticas públicas?
Hasta ahora hemos expuesto los dos argumentos más habituales para criticar las políticas lingüísticas de promoción de lenguas distintas al castellano en el Estado español y que, de alguna manera, asumen ya no solo la idea del castellano como una supuesta «lengua común»[14], sino implícitamente una suerte de presunción favorable al monolingüismo. Es decir, la presunción de que: (1) toda la ciudadanía del Estado español tiene el deber ético-político de saber castellano; (2) que las instituciones públicas pueden y deben exigir dicho conocimiento a la ciudadanía; y (3) que dichas instituciones pueden promover entre la ciudadanía el conocimiento de otras lenguas, pero en ningún caso exigírselo, salvo que haya circunstancias especiales que justifiquen lo contrario en casos concretos. Llamaremos a esto la presunción monolingüe. En esta sección defenderemos, por contra, que aquello que debe ser presumido en sociedades multilingües es el multilingüismo oficial. Es decir, la presunción de que: (1) la ciudadanía de dichas sociedades tiene el deber ético-político de conocer distintas lenguas oficiales, no solo una; y (2) que las instituciones públicas pueden y deben exigir dicho conocimiento a la ciudadanía, salvo que haya circunstancias especiales que justifiquen lo contrario en casos concretos. Llamaremos a esto la presunción multilingüe.
Cualquier comunidad política, sea un Estado o una unidad subestatal, toma decisiones políticas que explícita o implícitamente tienen implicaciones lingüísticas. Es decir: por acción o por omisión, desarrolla políticas lingüísticas. La lengua es un instrumento necesario para el ejercicio de muchas actividades fundamentales en cualquier colectividad humana y sus administraciones públicas; «las políticas estatales completamente alingüísticas simplemente no existen» (De Schutter, 2007: 17; traducción propia). Cualquier comunidad necesita redactar sus normas, hacerlas entendibles a aquellos sujetos a ellas, o comunicar cambios en el contenido o aplicación de dichas normas; entre otras cosas. El uso de la lengua es, pues, indispensable en cualquier comunidad política. No cabe una suerte de «privatización» del hecho lingüístico como se ha podido operar, por ejemplo, con el hecho religioso.
En particular, cualquier comunidad política necesita lo que podría llamarse una «política lingüística fundamental» (Gazzola et al., 2023: 247). Es decir, establecer los parámetros esenciales de su política lingüística, sea explícita o implícitamente. Por ejemplo, el establecimiento de una o más lenguas como oficiales por parte de la administración. Eso, especialmente en comunidades con más de una lengua, «crea per se una distribución de recursos materiales y simbólicos en la sociedad a favor de aquellos con una buena competencia de la(s) lengua(s) elegida(s), cargando así a los hablantes de otras lenguas con los costos de adopción (o adaptación)» de tal lengua (Gazzola et al., 2023: 248); incluyendo los costes psicológicos, como pueden ser los sentimientos de exclusión o marginación que nacen del no reconocimiento (Gazzola et al., 2023: 248).
Todas las decisiones políticas, también las lingüísticas, tienen efectos distributivos: generan costes y beneficios que pueden ser distintos para los individuos dependiendo, por un lado, de la(s) lengua(s) escogidas por la comunidad y, por otro, de la(s) lengua(s) iniciales de los individuos. La cuestión es, pues, si la distribución de estos costes y beneficios puede considerarse justa y, en caso de que no, qué deberes redistributivos (de compensación de las injusticias distributivas) se generarían.
Movámonos, pues, al caso que nos ocupa: el español. La presunción monolingüe, ¿supone una distribución justa de costes y beneficios? Nosotros pensamos que no. Y lo pensamos, al menos, por dos razones relacionadas y que tienen su origen en el trabajo pionero de Philippe Van Parijs (2011): la presunción monolingüe implica tanto una distribución desigual de los costes de vivir en común, como un acceso desigual a oportunidades valiosas para las personas[15]. Veamos cada uno de estos dos puntos.
En primer lugar, la presunción monolingüe implica que solo los hablantes de lengua inicial no castellana hacen el esfuerzo y asumen los costes de aprender el castellano, mientras que ese no es el caso de los hablantes nativos de castellano. ¿Sería este marco cooperativo justo? ¿Podría decirse que existe un esquema de derechos y deberes recíproco y equitativo? Veámoslo[16].
Usemos el método Rawlsiano del «velo de la ignorancia» para tasar dicha presunción. Según John Rawls (2010 [1971]), una sociedad justa debería organizarse según aquellos principios de justicia que una persona razonable y racional escogería en una situación hipotética en que ignorase qué posición iba a ocupar en dicha sociedad (por ejemplo, si no supiese si nacerá en una familia rica o pobre, o si sería hombre o mujer). Apliquemos esto a la justicia lingüística pues. Imaginemos que existe un «velo de ignorancia» que no nos permite saber cuál será nuestra lengua inicial o familiar en el momento de decidir qué normas establecemos para regular las políticas lingüísticas. Para ser más específicos, tomemos un caso concreto como sería el de Cataluña. Sabemos que es una sociedad donde los últimos datos disponibles (Generalitat de Catalunya, 2019) nos indican que alrededor del 32% de los catalanes tienen el catalán como lengua inicial, el 52% el castellano, y un 2,8% las dos por igual (el resto, alrededor de un 10%, tienen otras lenguas como iniciales). Imaginemos, pues, que estamos bajo el velo de la ignorancia y que debemos decidir qué política lingüística se debería seguir en estas circunstancias. Eso implica que no tenemos idea a cuál de estos grupos de lengua inicial vamos a pertenecer.
En estas circunstancias, ¿lo más razonable sería que solo los hablantes de lengua inicial catalana tuviesen el deber ético-político de asumir el coste de aprender la otra lengua? Porque, como es obvio, las personas de lengua inicial catalana no vienen bilingüizadas de casa[17]. Tienen que aprender castellano[18]. Desde este punto de vista, ¿quién, tras el velo de la ignorancia, podría estar interesado en una estructura de derechos y deberes lingüísticos tan poco equitativa? Tendría mucho más sentido repartir los costes, de forma que toda la ciudadanía en Cataluña tuviera que hacer un esfuerzo similar y aprender las dos lenguas. Además, si solo los hablantes de lengua inicial catalana tuvieran que asumir los costes de tener que aprender el castellano como lengua adicional, ¿no sería esa una manera de legitimar un reparto desigual de los costes de producir un bien que, según algunos autores, es común (en este caso, el castellano)? Tienen que aprender la lengua, dedicar tiempo, esfuerzo y demás. Un esfuerzo que beneficiaría supuestamente a todo el mundo pero que solo asumirían algunos. Esta no parecería, pues, una solución que pudiese satisfacer un criterio de justicia entendida como una cooperación equitativa de la distribución de los costes y beneficios de vivir juntos.
Eso por lo que respecta a la distribución de los costes de la vida en común. Por otro lado, en la obra de Van Parijs encontrábamos una segunda razón para poner en duda la presunción monolingüe: el acceso desigual a oportunidades valiosas para las personas, debido a diversos motivos. Primero: las personas solemos hablar las lenguas con distintos acentos. Incluso en situaciones donde uno puede ser completamente competente en una lengua, puede darse la situación que «algunas variedades o acentos gozarían de un sesgo favorable en comparación con otros, los cuales sería juzgados de manera negativa» (Soler y Morales-Gálvez, 2022: 9; traducción propia). La manera como uno habla, o como suena cuando lo hace, «puede tener un poderoso impacto en cómo es percibido y tratado por los demás como actor social y político y cómo este impacto puede tener implicaciones significativas para la vida democrática» (Peled y Bonoti, 2019: 411; traducción propia). Y no solo en la vida democrática, sino también en las oportunidades de esta persona para ser vista por el resto de la sociedad como un agente creíble y capaz. En este sentido, los hablantes de lenguas distintas al castellano pueden ser susceptibles de tener acentos y/o maneras de hablar el castellano que limiten sus oportunidades vitales debido a sesgos sociales negativos[19].
Segundo: por mucho que una persona aprenda una lengua adicional a su lengua inicial, puede tener más dificultades para usarla con fluidez que su lengua familiar. En este sentido, si la única lengua exigible es la lengua castellana, eso podría situar en desventaja a los hablantes de lenguas distintas al castellano para acceder en igualdad de oportunidades a ciertas posiciones de prestigio (por ejemplo, a ciertas posiciones en el mercado laboral) o en su participación en procesos de deliberación colectiva (Carey y Shorten, 2022: 368).
Por supuesto, es importante decir que cualquiera de estos dos primeros razonamientos necesitaría apoyo empírico. Estudios que indicaran si los hablantes de lenguas distintas al castellano sufren de estas desventajas y, en el caso que ocurra, ver a quién afecta más (si a los hablantes de lengua X o Y) y por qué. Esto va más allá de lo que podemos ofrecer en este artículo, pero pensamos que se trata de una suposición razonable que, salvo prueba contraria, merece ser tenida en cuenta en toda discusión sobre la justicia lingüística en sociedades multilingües.
Tercero: el acceso que nos dan las lenguas a ciertas oportunidades valiosas no solo se debe medir cuantitativamente, sino también cualitativamente (Riera-Gil, 2019). Por ejemplo, está claro que el inglés facilita el acceso a un sinfín de oportunidades laborales en todo el planeta, de forma particularmente acentuada en mundos como el académico. Pero es innegable que el castellano (o el gallego, o el catalán/valenciano, o el vasco) puede darnos acceso también a oportunidades valiosas. Ya sea de tipo cultural (literatura, cultura popular…) como también de tipo laboral y/o social. Es posible que, para trabajar en ciertas empresas en ciertos contextos, saber gallego sea un recurso de gran valor, y aún indispensable.
Por supuesto, uno podría argumentar que este reparto desigual de costes y de acceso a oportunidades bajo la presunción monolingüe podría justificarse porque los costes de asumir la presunción multilingüe serían más altos. La primera pregunta, sería, ¿los costes para quién? Garantizar el aprendizaje a todo el mundo en una lengua, cuando no todo el mundo la aprende en casa, es costoso tanto para aquellos que tienen que aprenderla de cero como para la administración que lo exige (escuelas, profesores formados en todo el territorio…). Son los llamados costes de adopción (Carey y Shorten, 2022: 372). Pero sostener la presunción monolingüe sobre esa consideración sigue generando dos problemas. Por un lado, sigue ocurriendo que solo algunos (los no hablantes de la lengua reconocida como la oficial) asumirían un volumen de costes mucho más alto que los demás. Al menos, los costes de tiempo y esfuerzo (y, en realidad, es razonable hablar de otro tipo de costes en términos de reconocimiento y autoestima). Aunque uno llegara a la conclusión que eso es permisible como mal menor, debería existir algún mecanismo compensatorio. Por otro, seguirían existiendo altos costes transicionales para los hablantes de lenguas distintas a la establecida como oficial: un acceso desigual a ciertas oportunidades valiosas para esas personas (sea por el acento, sea porque gozan de una fluidez expresiva menor que en su lengua materna), y que sus lenguas se vean poco a poco desprestigiadas en prácticamente cualquier ámbito social. Incluso se podrían dar costes de acceso a cosas tan valiosas como la comunicación intrafamiliar, llegando a la situación donde miembros de la misma familia tengan problemas para poder entenderse y crear lazos.
En segundo lugar, uno se podría preguntar si los costes de asumir la presunción monolingüe son realmente menores que los de la presunción multilingüe. Reconocer la plena oficialidad de más de una lengua puede, en verdad, aumentar ciertos costes, como los costes de eficiencia u operacionales (por ejemplo, los costes de contratación de traductores en ámbitos institucionales). Sin embargo, los costes de adopción (que, al final, son los más problemáticos), estarían mucho mejor repartidos entre los hablantes de las distintas lenguas; y además se eliminarían ciertos costes de transición (por ejemplo: los hablantes de lenguas no plenamente reconocidas bajo la presunción monolingüe, no asumirían ciertos costes de transición, algunos de los cuales pueden ser muy altos sobre todo para aquellos que ya no tienen edad de escolarización; eso incluye, también los costes de comunicación intrafamiliar e incluso los costes simbólicos). A la vez, una política multilingüe podría facilitar la aceptación de la diversidad de hablas y acento, y sin duda haría posible que cada uno se pueda expresar en la lengua en la que le sea más cómodo en muchos contextos, disminuyendo posibles desigualdades de acceso a ciertos bienes valiosos. Por ejemplo, uno podría presentarse a las elecciones usando la lengua que le parezca mejor. Además, al ofrecer el aprendizaje de diversas lenguas, se disminuyen los costes de acceso de todo el mundo a ámbitos donde cualitativamente algunas lenguas tienen más peso que otras. Gracias a ser multilingües, se facilita a toda la ciudadanía el acceso a dichos ámbitos. Por ejemplo, saber castellano facilita el acceso al disfrute o incluso al ejercicio del cante jondo; del mismo modo como saber euskera facilita ese mismo tipo de acceso al bertsolarismo[20]. Una sociedad que valore su patrimonio cultural, y la promoción del mismo entre su propia ciudadanía, no puede ignorar esta clase de consideraciones.
Entonces, ¿podrían justificar ciertos criterios de eficiencia o incluso de equidad un sesgo pro-monolingüe en algunas circunstancias? Seguramente sí. Por ejemplo, en casos donde el número de hablantes de una lengua es tan bajo que los costes sociales del multilingüismo serían demasiado altos en comparación con sus beneficios. Sin embargo, la división territorial de las políticas lingüísticas puede disminuir drásticamente estos costes, hasta el punto de que podría hacer deseable una política multilingüe en determinadas zonas de un estado, aunque en otras se opere bajo un marco más o menos oficialmente monolingüe.
Por las razones esgrimidas creemos que existen buenas razones para moverse de una presunción favorable al monolingüismo a una favorable al multilingüismo en contextos plurales como el español y, en particular, en aquellos territorios con más de una lengua autóctona. Es decir, teniendo cuenta la necesidad normativa de propiciar (1) un reparto más equitativo de los costes y beneficios de vivir juntos en sociedades multilingües como la catalana (o la vasca, valenciana, balear, gallega, aranesa, entre otras) y (2) de garantizar la igualdad en el acceso a oportunidades valiosas para los individuos; teniendo en cuenta la necesidad de ambas cosas, decimos, podríamos establecer que promover y exigir cierta competencia en las diversas lenguas autóctonas estaría justificado. Al menos, bastante más que promover que solo los hablantes de lenguas distintas al castellano deben aprender una segunda lengua. De hecho, cuando se establece la lengua dominante de un Estado como la única de obligado conocimiento en lugares donde además se habla otra u otras lenguas autóctonas, lo que se está haciendo es emitir un mensaje hacia los hablantes de éstas. En particular, que los monolingües en castellano tienen derecho a exigirles que no usen sus lenguas en su convivencia diaria con ellos. Es decir, se les está exigiendo que sufraguen en solitario los costes de la convivencia. El aprendizaje y uso de las lenguas, a diferencia de lo que ocurre con (por ejemplo) el uso de las monedas, requiere de esfuerzo e implica costes (incluyendo costes psicológicos).
Dar a entender a los hablantes de lenguas distintas al castellano que de facto no pueden usar sus lenguas en muchos ámbitos de su vida (básicamente porque no sería exigible que se les entienda) y, a la vez, que asuman ellos solos los costes de la convivencia (es decir, de esforzarse para aprender una lengua extra) nos parece una exigencia de subordinación injustificable. Un ataque a su dignidad como ciudadanos iguales y, por tanto, una suerte de humillación. No parece, pues, que la presunción monolingüe sea justificable como ideal regulativo de una convivencia justa. Al contrario: el multilingüismo debería ser ese ideal regulativo, y apartarse de él lo que requeriría de justificación (Gazzola et al., 2023).
Finalmente, es importante remarcar que esta presunción favorable al multilingüismo no pretende ser exhaustiva ni proponer políticas públicas concretas. Simplemente pretende establecer un marco general que guie y ofrezca justificaciones morales a las políticas lingüísticas de promoción de las lenguas autóctonas distintas a la lengua dominante de cada Estado (incluyendo la obligatoriedad de su aprendizaje) en territorios multilingües, como sería el caso de muchos territorios dentro del marco del Estado español.
Antes de acabar este artículo, nos parece importante señalar que, a la hora de fijar derechos y deberes lingüísticos, el valor de las lenguas para las personas debe ponderarse desde una visión interseccional. Es decir, a nivel ético-político, es razonable establecer que no es igual la situación de una inmigrante latinoamericana pobre trabajando en Galicia en situación irregular, que la de un juez de Toledo que pretenda ejercer en Galicia sin molestarse en aprender gallego. A su vez, se podría decir algo similar respecto a la obligación de aprender la lengua castellana para acceder a la nacionalidad española (y a todos los derechos que ésta implica). No creemos, pues, que los derechos y deberes lingüísticos tengan un valor ético-político absoluto. Pero tienen valor ético-político. Lo tienen, como hemos argumentado, tanto para justificar la exigencia del aprendizaje de la lengua castellana en el Estado español, como para justificar la misma exigencia del aprendizaje de las lenguas autóctonas distintas al castellano en los territorios donde se hablan dichas lenguas. Como también tienen valor ético-político de cara a fundamentar las políticas de promoción tanto del castellano como (aún más) de las lenguas minorizadas en el Estado español.
Por supuesto, uno se podría preguntar por qué no aplicar esta valoración ético-política de las lenguas a aquellas que no son autóctonas en un sentido histórico. Es decir, aquellas cuyos hablantes son de llegada reciente (personas migrantes, refugiadas…). A nivel de legitimidad, creemos que sería totalmente legítimo que las personas migrantes y/o refugiadas tengan el derecho a pedir que sus lenguas sean incluidas en la distribución de costes y beneficios de la vida en común (Morales-Gálvez, 2022). Sin embargo, la pregunta clave no es si existe el derecho legítimo a pedirlo, sino si sería una reclamación justa. A nuestro parecer, la respuesta es un sí condicional o limitado. Es decir, creemos que podría ser deseable incorporar cierto reconocimiento de las lenguas de las personas migrantes, ponderado según el peso y el arraigo de estas comunidades lingüísticas en la sociedad de acogida. Sin embargo, creemos que también existen buenas razones para seguir priorizando las lenguas autóctonas.
Vayamos por partes. En primer lugar, creemos que existen razones para ofrecer un estatus de reconocimiento preeminente a las lenguas autóctonas debido a los intereses lingüísticos en juego. Sin embargo, existen dos rutas argumentativas alternativas que justifican tal posición. Por un lado, algunos argumentan, de alguna forma, en favor de una suerte de principio autoctonista que viene a decir que los grupos lingüísticos largamente establecidos en un territorio y que han venido hablando una lengua y la quieren seguir hablando tienen derecho a cierta parcialidad para priorizarla (Kymlicka, 1995; Patten, 2006 y 2014). Por otro, otros autores argumentan que no existe tal principio autoctonista ya que los intereses lingüísticos en juego tanto de los hablantes de lenguas autóctonas como de los de lenguas migrantes deben tener el mismo peso. Helder De Schutter (2022) sería un ejemplo. A su vez, este mismo autor, también nos dice que la naturaleza de tales intereses nos llevaría a la conclusión que en la mayoría de ocasiones se seguiría requiriendo dar cierta prioridad a las lenguas largamente establecidas[21].
Independientemente de qué ruta argumentativa se escoja, parece difícilmente justificable decir que los intereses lingüísticos que las personas migrantes puedan tener en sus lenguas vernáculas no deban ser atendidos en ningún sentido. En ambos casos, se podría justificar cierta preminencia en las lenguas autóctonas porque, al estar esas sociedades ya funcionando de manera preminente en esas lenguas, su preferencia en cuanto a derechos y deberes promocionaría los intereses comunicativos, de movilidad o de facilitar la deliberación democrática de todo el mundo (también de las personas migrantes). A su vez, uno también podría ver motivos para reconocer ciertos intereses de los hablantes de lenguas que no son autóctonas en un sentido histórico; motivos que generarían ciertos deberes de reconocimiento, como por ejemplo facilitar una mayor eficiencia comunicativa para acceder a ciertos bienes en situaciones complejas (como sería recibir atención médica o participar de procesos judiciales en aquella lengua en la que puedes expresarte con más fluidez y seguridad). También se podría reconocer y garantizar el aprendizaje formal de las lenguas vernáculas a los hijos de las personas migrantes, para que puedan desarrollar una plena competencia en ellas. Eso podría aumentar sus oportunidades vitales y facilitar la intercomprensión intergeneracional con sus familias y culturas de origen (Morales-Gálvez, 2022). En definitiva, podría ser razonable promover un sistema que Helder De Schutter (2022: 432) llama de plena inclusión a la sociedad de acogida (a través del aprendizaje de las lenguas autóctonas, entre otras cosas) y a la vez de cierto reconocimiento de sus lenguas vernáculas[22].
En este artículo hemos tratado de desarrollar dos puntos. En primer lugar, hemos criticado los argumentos basados en (o que intentan dar base a) una presunción ético-política a favor del monolingüismo en estados multilingües, centrándonos en el caso concreto del Estado español. A ese respecto hemos argumentado que: (1) la presunción monolingüe se fundamenta en la consideración de que el estatus del castellano como «lengua común» de la ciudadanía española es «un hecho bruto»; (2) en realidad, dicho «hecho» no es un «hecho bruto» en el sentido en que lo es la existencia de un océano o una montaña, sino que es un «hecho» que, en última instancia, es el resultado de una serie de políticas públicas; (3) dichas políticas públicas no pueden justificarse desde un punto de vista que se pretenda no-nacionalista (y/o europeísta) y que, a la vez, otorgue un valor puramente instrumental a las lenguas, ya que eso en realidad sería (parafraseando a Pessoa en su conocida respuesta a Unamuno) un argumento para el monolingüismo en inglés; y (4) si puede ser justo promover un «hecho» mediante unas políticas públicas, también puede ser justo modificarlo mediante otras.
En segundo lugar, hemos tratado de aportar razones en pro de una presunción a favor del multilingüismo en contextos como el del Estado español, en que encontramos una lengua dominante y diversas lenguas minorizadas. En este punto hemos argumentado que, en estos contextos: (1) la presunción monolingüe coloca a los hablantes de las lenguas minorizadas en una situación de subalternidad injusta, y a la vez restringe el acceso de parte de la ciudadanía a parte del patrimonio cultural de los que, se supone, son sus propios conciudadanos; y (2) por contra, la presunción multilingüe favorece una distribución equitativa de los costes y beneficios de la convivencia entre los hablantes de la lengua dominante y los de las lenguas minorizadas, evitando (entre otras cosas) que los ciudadanos residentes en un territorio con una sociedad bilingüe vivan de espaldas a una de las dos lenguas oficiales y, por tanto, a las vidas y las culturas de aquellos conciudadanos que las hablan.
Como ya hemos explicado, este artículo no tiene una pretensión exhaustiva al no incorporar ni datos empíricos ni propuestas de políticas públicas concretas. Simplemente pretende establecer un marco general de guía y crítica de argumentos normativos para el contexto español. Sin embargo, este marco sí que podría ser útil, creemos, para poder concretar qué medidas harían falta para poder traducir los principios propuestos en el artículo a la práctica política española. Esto, obviamente, requeriría tener en cuenta hechos y datos empíricos sobre los cuales aquí no hemos podido trabajar pero que, sin duda, serían cruciales para poder llevar a cabo esta traducción de principios a políticas públicas concretas en los distintos contextos multilingües que encontramos en el contexto español. Lo que hemos querido hacer en este artículo no es explorar cuáles son los instrumentos más adecuados para asegurar que todos los ciudadanos que residan en sociedades como la vasca o la catalana sepan tanto castellano como euskera o catalán, sino argumentar que dicho objetivo es justo.
Este trabajo ha sido financiado por el programa de innovación e investigación Horizonte 2020 de la Unión Europea en virtud del acuerdo de financiación Marie Skłodowska-Curie número 892537 (Morales-Gálvez).
[1] |
Siempre con una limitación clara: tal y como estableció el Tribunal Constitucional español en su sentencia del 2010 (STC 2010) la única lengua cuyo conocimiento es un deber legal generalizable es el castellano. Para un análisis descriptivo y normativo del régimen lingüístico español, ver Morales-Gálvez y Cetrà (2022). Para otro más jurídico, ver Tasa Fuster (2019). |
[2] |
La política lingüística, como parte de lo que suele llamarse planificación lingüística, «consiste en medidas que influyan, explícita o implícitamente, en el corpus, estatus y adquisición de una lengua» (Gazzola et al., 2023: 247; traducción propia). Siguiendo a Cooper (1989), el corpus es la codificación de una lengua (gramática, vocabulario, etc.). El estatus se refiere al reconocimiento formal e informal de una lengua por parte del Estado, y las funciones que le vienen asignadas por el mismo. Y la adquisición es que la lengua también es una competencia a ser adquirida. Un conocimiento. |
[3] |
Una corriente de pensamiento más, entre muchas otras por supuesto, con cierta presencia en diversos ámbitos del contexto español como puede ser el académico, la prensa escrita o las élites políticas. Desafortunadamente, no tenemos datos sobre cuán influyente es esta posición en dichos ámbitos. Pero sí que existen algunos ejemplos claros de posicionamientos políticos que promovieron esta visión que tuvieron una presencia significativa en la discusión pública española, como lo fue en su momento el Manifiesto de la Lengua Común (2008). Este texto fue firmado por más de 130.000 ciudadanos, liderado por intelectuales destacados y firmado por importantes líderes políticos del momento como el expresidente del Gobierno Mariano Rajoy, además que el partido de este, el Partido Popular, se adhirió públicamente al texto (El Mundo, 2008). De hecho, uno de los principales rotativos españoles, El Mundo, recogía firmas a través de su página web. Este manifiesto dejaba claro en su articulado que «La lengua castellana es común y oficial a todo el territorio nacional, siendo la única cuya comprensión puede serle supuesta a cualquier efecto a todos los ciudadanos españoles» o que «En las comunidades bilingües es un deseo encomiable aspirar a que todos los ciudadanos lleguen a conocer bien la lengua co-oficial, junto a la obligación de conocer la común del país […]. Pero tal aspiración puede ser solamente estimulada, no impuesta.» |
[4] |
Para una revisión más exhaustiva sobre tales metodologías, ver González Ricoy y Queralt (2021), Pérez-Lozano et al (2024) y Martí (2024). |
[5] |
De hecho, la crítica a estos dos argumentos es una expansión de un breve artículo de opinión escrito por los autores de esta pieza en el pasado reciente (Pérez-Lozano y Morales-Gálvez, 2023). |
[6] |
Un ejemplo muy visual sería la prohibición explícita del uso de lenguas distintas al castellano en las llamadas por teléfono en el año 1896 (de Melchor y Branchadell, 2002: 126). Como se puede ver, no hablamos solamente de la larga noche del franquismo. El caso catalán es solo el de una de las minorías lingüísticas hostigadas por este tipo de políticas, pero una inmersión bibliográfica en él da una idea de cuál ha sido la naturaleza y alcance de dichas políticas. Para una visión histórica y jurídica de la persecución de la lengua catalana en el ámbito educativo desde el siglo XVIII hasta la aprobación de la constitución española en el año 1978, ver Ridao (2023). Para una exposición histórica sobre los intentos de substitución lingüística de la lengua catalana durante el siglo XVIII, ver Simon i Tarrés (2004: 783-788). Para algunas pinceladas sobre la represión franquista contra la lengua catalana y sus hablantes en sus distintos niveles de intensidad, ver Fontana (2014: 369 y 392-393) y Balcells i González (2004: 1129-1133 y 1156-1162). No entraremos en la discusión sobre si estas políticas, y en particular las del franquismo, se pueden calificar de "genocidio cultural", pero en cualquier caso, grosso modo, estaríamos de acuerdo con Nuñez Seixas (2018: 72) cuando dice «más allá del debate nominalista acerca de si la política lingüística del franquismo se puede calificar de genocidio cultural, lo cierto fue que aquélla consistió en restituir el castellano, con métodos cuarteleros y autoritarios, al lugar en el que se consideraba que era natural que estuviese: única lengua culta y oficial. Los argumentos ya habían sido acuñados hacía tres décadas: superioridad intrínseca, mayor utilidad, dimensión universal, prestigio intelectual, y asociación con el alma de Castilla y el espíritu nacional español. A lo largo de los años cincuenta y sesenta la posición beligerante contra los idiomas vernáculos se fue matizando […] se redujo la intensidad de las prácticas cotidianas de represión lingüística. Empero, los idiomas regionales no adquirieron estatus legal alguno.» |
[7] |
Para una visión más crítica (aunque no necesariamente contraria) sobre la cuestión, ver Waldron (1992). Para una crítica a Waldron aplicada a las injusticias históricas sobre grupos lingüísticos, ver Song (2022). |
[8] |
Para un abanico importante de estudios de caso al respecto, como serían Canadá, China o el Kurdistán, entre muchos otros, ver la parte III de Skutnabb-Kangas y Phillipson (2023). |
[9] |
El artículo tres, en su primer punto, reza «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». En el segundo punto dice: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». En este sentido, los distintos Estatutos acaban de concretar como esto se materializa, aunque el Tribunal Constitucional (STC 2010), en su jurisprudencia, ya ha dejado claro que la única lengua cuyo conocimiento es obligatorio de manera generalizable es la castellana. |
[10] |
Es importante dejar claro que los usos lingüísticos de los ciudadanos no solo se configuran gracias a las políticas públicas. Existen otras razones, mucho más complejas. Para una buena revisión sobre la expansión del castellano en todo el territorio español, ver López García (2009). Para un caso mucho más concreto, sobre la expansión masiva (y popular) del castellano en el caso catalán, ver Galindo et al (2021). En este artículo solo pretendemos enfatizar que el papel del Estado, y por tanto de las políticas públicas, es, como mínimo, importante para la expansión de las lenguas, también en el caso español. |
[11] |
Como ejemplo de denegación de acceso a la nacionalidad, ver: https://www.lavanguardia.com/vida/20190915/47372392482/le-deniegan-nacionalidad-por-no-leer-ni-escribir-en-castellano-tras-15-anos.html |
[12] |
Ver: https://www.forbes.com/sites/davekeating/2020/02/06/despite-brexit-english-remains-the-eus-most-spoken-language-by-far/. Para datos más precisos, aunque del 2012, ver el Eurobarómetro 386 sobre lenguas: https://europa.eu/eurobarometer/surveys/detail/1049 |
[13] |
A nivel global, la situación tampoco mejora demasiado: el inglés es la lengua más hablada del mundo con cerca de 1.500 millones de hablantes (como primera o segunda lengua), mientras que el castellano es la cuarta (por detrás del chino mandarín y el hindi) con alrededor de 549 millones de hablantes. Es decir, un tercio de los que hablan inglés y menos de la mitad de los que hablan mandarín. Para más información, ver la base datos de Ethnologue del 2022: https://www.ethnologue.com/insights/most-spoken-language/ |
[14] |
Como si el resto de lenguas no fuesen comunes a tal o cual grupo de individuos. |
[15] |
De hecho, podría existir una tercera razón: para evitar la dominación lingüística entre individuos. Es decir, situaciones en las que, precisamente porque existen jerarquías lingüísticas que obligan a tener competencias solo en una determinada lengua, facilita que algunos pueden imponer sus términos lingüísticos sobre otros en distintos ámbitos de la sociedad (Morales-Gálvez, 2024). Sin embargo, no abordaremos este argumento porque requeriría de mucho más espacio y porque las otras dos razones son suficientes para lo que se pretende argumentar en el artículo. |
[16] |
Para un argumento en una dirección similar, ver Robichaud (2017; 2020). |
[17] |
Tampoco las de lengua castellana, claro. Solo el 2,8% que dicen tener las dos por igual. |
[18] |
Y el aprendizaje de una lengua no está ausente de esfuerzos, como seguramente muchos lectores sabrán. De hecho, se calcula que se necesitan unas 10.000 horas de aprendizaje para obtener una buena competencia en una lengua (Kraus, 2008: 172). |
[19] |
Hay mucha literatura empírica en este respecto, que trata sobre estas cuestiones de, como esgrimen en inglés, «native-speakerism» y «indexicality/accentism». Ver la sección 5 de Soler y Morales-Gálvez (2022) para un breve resumen al respecto. En teoría política normativa también existe cierta literatura que afronta esta cuestión. Ver como ejemplo el trabajo pionero de Helder De Schutter (2020) sobre justicia intralingüística. |
[20] |
El cante jondo es un tipo de cante flamenco, y originario de Andalucía. El bertsolarismo es el arte de cantar en verso de manera improvisada típico del País Vasco. |
[21] |
Para una visión más exhaustiva de la cuestión de las lenguas y las personas migrantes en la teoría política, ver el dossier editado por Bonotti, Carlsson y Rowe (2022). |
[22] |
Sin embargo, De Schutter (2022), acertadamente, distingue los derechos y deberes lingüísticos de (y para con) las personas migrantes dependiendo de su tipología. Él distingue entre migrantes temporales, migrantes permanentes, y migrantes permanentes acaudalados. Para él, estas tipologías darían pie a una estructura de derechos y deberes distinta. Para un argumento más desarrollado en la dirección de ofrecer apoyo a las personas migrantes y superar las desventajas lingüísticas que padecen, ver también Shorten (2022). |
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Ypi, Lea. 2017. «Structural injustice and the place of attachment», Journal of Practical Ethics, 5 (1): 1-19. |
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Profesor Ayudante Doctor en la Universitat de València y miembro del Grup de Recerca en Teoria Política (GRTP) en la Universitat Pompeu Fabra. Es doctor en filosofía por la KU Leuven (Flandes, Bélgica) y ha sido investigador Marie Skłodowska-Curie en la Universidad de Limerick (Irlanda). Su trabajo aborda cuestiones de teoría política contemporánea, particularmente discusiones sobre justicia lingüística, multiculturalismo, y la tradición de pensamiento republicana. Ha publicado su trabajo en revistas internacionales como Political Studies, Philosophy and Social Criticism, Nations and Nationalism, y Ethnicities y coeditado un libro publicado por Routledge y otro por Edicions de la Universitat de Barcelona. |
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Profesor asociado en el Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la Universitat Pompeu Fabra, doctor en Ciencia Política por esta universidad y miembro del Grup de Recerca en Teoria Política (GRTP) de la misma. Sus principales áreas de investigación son las teorías de la democracia y la justicia; y más específicamente el republicanismo, su actualización y su aplicación a problemas prácticos actuales, como los conflictos políticos en torno a la secesión en contextos democráticos. Ha publicado su trabajo en revistas internacionales como Politics and Governance o el Journal of Social Philosophy. |