Durante las décadas siguientes a su muerte, don Manuel Azaña fue elevado por el nuevo régimen a la categoría de icono negativo. Se le presentó como una especie de «monstruo» al que se le atribuyeron todo tipo de aberraciones. Todas aquellas calumnias han sido ya, afortunadamente, desenmascaradas. Ahora bien, en los últimos tiempos corremos el riesgo de interpretar otra vez a Azaña como un icono, pero esta vez de signo positivo «como un ser providencial que irrumpe en la política con una sabiduría revelada no se sabe cómo ni por quién» (J. M. Ridao). Azaña fue un gran intelectual y un hombre de Estado, con sus luces y con sus sombras. Azaña presenció el trágico fracaso y la destrucción completa de su obra política. Sin embargo, desde la perspectiva actual, podemos considerar que al menos a título póstumo cosechó un gran éxito y ello porque como con meridiana claridad y acierto pleno ha subrayado Manuel Aragón: «La parte nuclear de los designios políticos de Azaña se encuentra ahora incorporada al texto de nuestra Constitución».

En este contexto, el libro que acaba de publicar Manuel Zafra sobre el pensamiento político del último presidente de la II República reviste un extraordinario interés. Como advierte J. J. Solozabal en la presentación de la obra, la novedad del libro y el interés del mismo reside en «el tratamiento de Azaña como un clásico del pensamiento político, o quizá, mejor dicho, el sometimiento por parte del autor a un estudio de Azaña a la luz del pensamiento político contemporáneo, utilizando las categorías más llamativas y fértiles del mismo» (p. 14). Se contextualiza a Azaña no con autores de su tiempo, sino con referencias del nuestro, sobre todo H. Arendt, I. Berlin, Q. Skinner y J. Pocock.

El título de esta sugerente monografía resume y expresa perfectamente el planteamiento y enfoque de la obra. Desde un profundo y exhaustivo conocimiento de las obras, discursos, artículos, conferencias…etc. del último presidente de la II República, el autor analiza una cuestión central en el pensamiento político de Azaña: su concepción de la democracia, y la relación de este concepto con su idea de República. La conclusión es que Azaña fue partidario claro y defensor consecuente de una idea militante de democracia que le llevó a excluir del campo democrático a todos los adversarios de su ideal republicano. Tal es el sentido de la expresión: «República antes que democracia». La consecuencia de ello fue negar la legitimidad democrática para gobernar a lo no republicanos. «Más razones que votos» expresa el hecho de que la democracia azañista tenía ante todo y sobre todo un contenido sustantivo (republicano) que prevalecía sobre su dimensión formal o procedimental (el principio de mayoría).

En un principio, cabría subrayar que la concepción de Azaña es acertada en tanto que la democracia constitucional no es meramente formal, sino que tiene un contenido sustantivo (dejando a un lado la controversia sobre el significado y alcance del término militante). Ahora bien, lo que el profesor Zafra en este exhaustivo estudio del pensamiento de Azaña pone de manifiesto y subraya —con abundantes e incontrovertibles pruebas documentales— es que el contenido sustantivo de la democracia para Azaña era tan amplio que dejaba fuera del juego democrático a un amplio sector de la sociedad española. Para Azaña, lo no decidible, lo que debe quedar al margen del principio de mayoría, tenía un contenido amplísimo y venía a coincidir con su idea de república.

Esta es la tesis central del libro, y por su relevancia es desarrollada y confirmada a lo largo de 478 páginas a través de las cuales el lector se sumerge en la amplísima obra de Azaña. Y como hemos dicho, no solo de él, sino de otros muchos pensadores políticos, escritores, historiadores y periodistas con los que el autor dialoga a propósito de Azaña.

El autor presenta su obra acertadamente como «un ensayo sobre ideas y no sobre hechos» (p. 19). Y anticipa su tesis central: «Azaña condicionó la democracia a su visión de la República» (p. 19). Se sitúa en la línea de J. J. Linz, que ya a finales de los setenta puso de manifiesto la ausencia de credenciales democráticas en los dirigentes políticos de la República. La mayoría fueron republicanos antes que demócratas. «Azaña fue un caso paradigmático», escribe Zafra, y a demostrarlo dedica la obra que tengo el honor de comentar.

La obra consta de una muy amplia introducción y tres extensos capítulos.

En el capítulo introductorio de más de cien páginas, el autor subraya cómo «la reserva del gobierno a los partidos republicanos y la consiguiente exclusión de los no republicanos será una de las ideas fuerza del pensamiento y la acción de Azaña» (p. 34). Y lo confirma con abundancia de discursos, notas, etc. La recopilación y lúcido comentario de estos textos es uno de los principales méritos de la obra. A título de ejemplo: «La república es mucho más que una constitución, es mucho más que una estructura jurídica, es una idea, es un procedimiento para la acción del gobierno» (discurso de 9 de abril de 1933 en Bilbao). O, «antes que la constitución está la república, y por encima y antes que la república está el impulso soberano que la creó» (discurso de 11 de febrero de 1933 en Madrid) (p. 38). Igualmente, su reacción en noviembre de 1933 cuando se dirige a Martínez Barrio para pedirle la suspensión del resultado electoral justificando la solicitud ante la dispersión del voto republicano, provocada por el sistema electoral; o cuando al año siguiente pone en tela de juicio la legitimidad del voto a la derecha monárquica.

La obra política de Azaña tiene luces y sombras y en palabras de su autor «este ensayo intenta una lectura imparcial» (p. 40). Tras la lectura de la obra se puede concluir que lo consigue. En la exposición del pensamiento de Azaña se subrayan las negativas consecuencias prácticas que tuvo el desarrollo de elementos centrales de aquel, pero al mismo tiempo al contextualizarse dicho pensamiento se comprende también las circunstancias que lo explican. Azaña fue un gran defensor de la libertad política; ahora bien, en palabras de Zafra, defendió «un concepto de libertad que le lleva a prescribir una democracia sustancial: no tanto la racionalización del poder en garantía de la autonomía individual como un estado educador en beneficio de la autorrealización personal» (p. 111).

Tras la introducción, la obra se divide en tres partes. En la primera se expone la forja del ideario político de Azaña en los años de estudio y reflexión solitaria. La segunda examina su labor como jefe de Gobierno tendente a impulsar las políticas necesarias para alcanzar su ideal político. «Pensamiento y acción, los dos factores que, a juicio de Azaña, caracterizan la política, analíticamente distinguibles pero indisociables en la práctica» (p. 79). En ambas partes hay un apartado dedicado a la velada de Benicarló, acertadamente considerada como el legado intelectual y político de Azaña. La tercera parte se dedica a la original y fundada visión de la figura de Azaña por parte de un «analista tan sagaz como riguroso», Agustín Calvet, más conocido por el seudónimo Gaziel.

El capítulo dedicado a la forja del ideario de Azaña se divide en tres apartados. En el primero de ellos se analizan tres conceptos clave: liberación, libertad y estado libre; en segundo lugar, se exponen y desarrollan sus críticas a Ganivet, Costa y el regeneracionismo; en el último apartado se examina su identificación con Cervantes y con Valera.

La aproximación a los conceptos referidos se realiza mediante el análisis de la obra de Arendt, Berlin y Skinner. Resultan muy reveladoras todas las referencias a la democracia docente y a la función educadora del Estado: «Antes que todo, la escuela. Porque de ellas es de donde han de salir los republicanos el día de mañana» (p. 195). Relevantes también los estudios de Azaña sobre política militar francesa. Unas y otros tiene el mismo sentido y finalidad. Zafra subraya como los deberes ciudadanos y el espíritu cívico son elementos esenciales del ideal republicano de Azaña.

En defensa de esta libertad republicana Azaña polemiza con Costa, Ganivet y la generación del 98. «La posición de Azaña -escribe Zafra— es que la revolución surge del pueblo, pero debe ser encauzada por una dirección política que la dote de horizonte temporal y no se agote en la indignación del instante» (p. 226).

El capítulo contiene un brillante repaso de autores y un fecundo dialogo con ellos a través de Azaña. En conjunto, un meritorio ensayo de historia intelectual.

El siguiente capítulo tiene por objeto explicar cómo se propuso Azaña el logro de ese ideal republicano y qué actuaciones desplegó para alcanzarlo. Zafra subraya el problema de que situar primero el pueblo, luego la república y después la Constitución tuvo sus consecuencias. No se puede negar que desde un punto de vista lógico e histórico el pueblo como titular del poder constituyente precede a la Constitución, pero la lógica del Estado constitucional exige que, una vez aprobada la Constitución, en el Estado constitucional no hay soberano. Soberana es la Constitución y solo así se puede estabilizar la situación política y poner fin a la revolución. Los planteamientos de Azaña, por el contrario, como bien explica Zafra, conducen a «una suerte de revolución permanente y vigilante que no puede ser traicionada por una interpretación constitucional: la legitimidad del poder surge de apelar a un absoluto, el impuso popular, el pueblo entendido como un sujeto omnipotente» (p. 252). El autor pone así de manifiesto el jacobinismo extremo que caracteriza al pensamiento de Azaña y que le lleva incluso a relativizar la importancia de la independencia del poder judicial. En este contexto, haber profundizado también en la concepción de Azaña del Estado de derecho y de sus principales elementos habría reforzado las tesis de la obra.

En el capítulo se examina sucesivamente lo que piensa Azaña de estos relevantes temas: la debilidad política de la burguesía española y como contrapunto la centralidad de la monarquía, la anomalía de un Ejército erigido en árbitro de los relevos de Gobierno; el dominio de la Iglesia y la colonización de las conciencias a través de la enseñanza confesional. «Esta sería la realidad; el ideal a cuya luz habría de hacerse una evaluación crítica de la realidad sería levantar un estado libre que garantice y, a su vez, sea apoyado por el civismo de un pueblo pleno de espíritu nacional» (p. 253).

En la página 261 se apunta que a Azaña «le contrariaba que Alcalá Zamora como presidente adoptara las mismas formas que el rey, “el borboneo” por nombrar al político preferido con la entrega del decreto de disolución». Esta idea es cierta y fundamental, pero conviene completarla añadiendo que Azaña era muy consciente de la importancia de las formas y los símbolos. Por eso pretendió —sin éxito— que don Niceto se alojara en el Palacio de la República y no en su domicilio de Martinez Campos. La dignidad formal de la suprema magistratura de la República fue una preocupación constante de Azaña desde la hora fundacional del régimen.

Especial interés tiene porque fue una de las cuestiones centrales, y que determinó la suerte del régimen, el examen llevado a cabo por Zafra del modo de afrontar Azaña el problema religioso. Zafra alude a los estudios de Victor Vazquez sobre las dos laicidades, una liberal (la inmediata separación Iglesia-Estado producida tras la proclamación de la República), y otra antiliberal (la consagrada en el art. 26 de la constitución) porque «buscaba definir normativamente una nueva sociedad» (p. 269). El autor es muy crítico con el enfoque de Azaña: «La regulación de la laicidad como principio constitucional preserva al Estado, pero igualmente a la sociedad; cuando Azaña apela a la salud pública en garantía del Estado legislador, más claramente, unilateral, procede tan ilegítimamente como la Iglesia combatida; si la Iglesia se apropia de una facultad pública en detrimento del Estado, con el artículo 26 ocurre en sentido inverso, el Estado limita sin justificación la autonomía y libertad de las confesiones en la sociedad» (p. 270). Es evidente que con esta decisión la República se granjeó la animadversión de un amplio sector de la sociedad e hizo imposible su consolidación.

Un interés especial tiene también en este capítulo la descripción del proceso de identificación de Azaña con la República. Lo que no deja de ser paradójico, dado que para él la impersonalidad era una nota distintiva de la política. En su ideario ello equivale «al predominio de las instituciones sobre las personas» (p. 299).

A continuación, utilizando los trabajos de Linz y Ridruejo sobre la quiebra de la democracia, Zafra expone las actuaciones más controvertidas de Azaña y que confirman la tesis central del libro. Cuando Azaña proclama que «los elementos de la CEDA y los agrarios no tienen títulos políticos para ocupar el poder, aunque tengan número en el Parlamento para sostenerse» (p. 313) no puede ser más claro. No basta tener número en el Parlamento. El número —es decir, los votos— no otorga la legitimidad. En este contexto y desde esta óptica, Azaña rechaza el compromiso: «La concepción sustantiva de la democracia impide la transacción negociadora» (p. 318). La transacción cabe entre los republicanos, pero no con los no republicanos.

El capítulo contiene un lúcido análisis de las causas del fracaso y de la caída de la República. Zafra dialoga con los autores, formula juicios rigurosos y lo hace con una exquisita imparcialidad, lo que constituye uno de los principales méritos de la obra. Se subraya cómo la República, por influencia directa de Azaña, constitucionaliza una política religiosa y educativa y no se limita a garantizar los derechos a la libertad religiosa y de enseñanza. Lo hace por desconfianza; es un signo de debilidad. Azaña fue un fundamentalista de la libertad: «La singularidad de Azaña es que su fundamentalismo se explica por la defensa a ultranza de las convicciones políticas que entiende como principios axiomáticos expuestos en tantos de sus escritos e intervenciones públicas: fundamentalmente laicismo y Estado autonómico, y con menor intensidad reforma agraria y políticas sociales. El objetivo es promover una revolución política que estimule el civismo de una sociedad, de otra manera, amenazada por la indiferencia hacia lo público y seducida por el mesianismo y la dictadura» (p. 319).

A continuación, viene el examen de otro punto fundamental: la cuestión de la legitimidad del régimen. Zafra no cita la obra de Ferrero, pero la intuye. Como ha recordado recientemente Eloy García, G. Ferrero —el gran teórico de la legitimidad, autor de El poder, los genios invisibles de la ciudad— visitó a Azaña en sus últimos días, lo que resulta muy significativo. Un régimen nuevo no cuenta con un pasado para vivir de las rentas. Está obligado a construir una legitimidad. La II República no lo logró. Este libro de Zafra aporta alguna de las claves explicativas de ese fracaso, bien explicado, con precisión, sin descartar ningún argumento, razonamiento o autor, con rigor y con imparcialidad.

Finalmente, el último capítulo, muy esclarecedor, está dedicado a un autor, Gaziel, que, a diferencia de Azaña nunca elevó la Republica a esencia y acertó al subrayar que «lo esencial para mí no es que se declaren republicanos, sino que actúen dentro de la República» (p. 62). Son ideas, como advierte expresamente Zafra, «afines a las sostenidas por un clásico contemporáneo como Kelsen (p. 56). Zafra analiza —identificándose con Gaziel y a través de él— el pensamiento de Azaña. Por su relevancia, a este relevante escritor y periodista le dedica un capítulo casi en exclusiva. Gaziel también se preocupó por el problema catalán: «Azaña y Gaziel -escribe Zafra— comparten la crítica a la burguesía por su dejación política; es patente también la afinidad en la articulación del nacionalismo catalán en el Estado español con una importante salvedad: mientras que Gaziel opone Cataluña y Castilla, Azaña considera que Castilla no ha subyugado a Cataluña, ambas tierras han sido víctimas de la arbitrariedad monárquica» (p. 432).

La contraposición entre las ideas de democracia de Azaña y Gaziel es el punto final de esta notable contribución al pensamiento de Azaña. Sobre el mismo existen ya obras de referencia (y desde diferentes ópticas, Santos Julia y José María Marco). La singularidad, novedad e interés de esta obra es que la exposición detallada de los elementos nucleares del ideario político azañista se lleva a cabo en dialogo con otros autores y pensadores. El resultado es sugerente y muy esclarecedor y ayuda a comprender las razones por las que la democracia republicana fracasó.

La Constitución republicana no cumplió su finalidad principal que es lograr la integración (Smend) y a ello no fue ajeno el hecho de que no fue el resultado de un consenso constituyente, sino que del mismo quedó excluida una gran parte de la sociedad.

La II República no se pudo estabilizar. La polarización política y social no hizo sino aumentar. El sistema electoral fue responsable de una serie de virajes radicales. Cada una de las tres elecciones generales supuso un cambio violento y radical de la vida política nacional. En cada uno de los bienios, la oposición se consideró sometida a una suerte de dictadura y aspiró a salir de ella con un ánimo de revancha.

A partir de ahora, esta cuidada monografía de Manuel Zafra, editada por el CEPC, se configura como una obra de referencia para la cabal comprensión de una serie de conceptos políticos fundamentales del ideario de Azaña: libertad, democracia, república; y como una aportación a la historia intelectual de la II República, en la que se pone de manifiesto que en la concepción sustantiva y militante de la democracia de don Manuel Azaña, la consideración de que las razones eran más importantes que los votos, le llevó incluso a negar la legitimidad para gobernar de los no republicanos.