RESUMEN

El trabajo busca reflexionar sobre la posibilidad de repensar la organización del Poder Judicial. En particular, en el escrito se llama la atención sobre la necesidad de motivar a los jueces para que decidan imparcialmente y no solo brindarle los medios constitucionales para que lo hagan. En el texto se sugieren algunos caminos posibles para lograr dicho objetivo.

Palabras clave: Democracia; revisión judicial; motivación personal; medios constitucionales.

ABSTRACT

The paper aims to re think the organization of the Judicial Branch. In particular, the text focuses its attention on the need to motivate judges to decide impartially, assuming that, for that purpose, it is not enough to offer judges the constitutional means that they need, in order to decide: it is also necessary to ensure that they have the required motivations. The paper presents some suggestions in that respect.

Keywords: Democracy; judicial review; personal motivation; constitutional means.

Cómo citar este artículo / Citation: Gargarella, R. (2022). Independencia judicial, medios constitucionales y motivaciones personales. Una nota. Revista de Estudios Políticos, 198, 219-‍238. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.198.08

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN: DE LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA A LA CRISIS DE LOS CONTROLES JUDICIALES
  4. II. SOBRE LA INDEPENDENCIA Y EL ELITISMO JUDICIAL
  5. III. MEDIOS CONSTITUCIONALES Y MOTIVOS PERSONALES
  6. IV. ¿CÓMO PROTEGER LOS INTERESES MINORITARIOS EN SOCIEDADES MODERNAS?
    1. 1. El mandato constitucional de proteger grupos minoritarios
    2. 2. La «natural» inclinación de los jueces hacia la protección de los intereses minoritarios
    3. 3. La fe en la razón
    4. 4. Las condiciones institucionales de la tarea judicial
  7. V. MOTIVAR LAS DECISIONES JUDICIALES: ¿IMPOSIBLE, INDESEABLE, DIFÍCIL?
  8. VI. CONCLUSIONES INICIALES
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN: DE LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA A LA CRISIS DE LOS CONTROLES JUDICIALES[Subir]

En las actuales condiciones institucionales en donde la vieja promesa de la representación (incorporar a toda la sociedad dentro de la estructura constitucional) se ha tornado imposible, el conjunto de la ciudadanía queda situada fuera del proceso de toma de decisiones. Por ello —en razón de que a la ciudadanía le resulta tan difícil, institucionalmente, asumir un papel protagónico en la decisión sus propios asuntos— se tornan más importantes las preguntas acerca del papel que los ciudadanos pueden jugar en el control de las acciones de los funcionarios que actúan en su nombre.

Al respecto, podría decirse —como sostuviera en su momento James Madison— que el buen funcionamiento del sistema institucional no puede descansar en el carácter virtuoso o angelical de quienes han sido electos. Por eso mismo, para Madison, el «test» del buen sistema institucional consistía en que dicho sistema pudiera funcionar aceptablemente aún en el caso de que los cargos públicos fueran ocupados por funcionarios devenidos en «demonios». Para ello —para evitar los riesgos derivados de un funcionariado corrupto o poco virtuoso— resulta fundamental acompañar al sistema representativo con dispositivos eficientes de controles sobre el poder. Los padres fundadores del constitucionalismo moderno pensaron en una diversidad de controles posibles a partir de dos vías principales: controles internos o endógenos (de una rama del poder frente a las otras) y controles externos o populares[1]. Quisiera detenerme, en lo que sigue, en el examen de la base principal de esos controles endógenos, la sede judicial, en el marco de un estado de situación que —según supondré— nos muestra un funcionamiento deficiente de tales controles judiciales, y en las latitudes más diversas. En el marco de este trabajo, procuraré poner luz sobre dos cuestiones que considero especialmente importante clarificar para entender mejor los déficits que actualmente atribuimos al poder judicial: la (controvertida) noción de independencia judicial que alimentó el desarrollo de esa rama del poder, y un problema, relacionado con el anterior, tan relevante como poco considerado: el problema de la motivación judicial. Apoyaré mi estudio en la doctrina constitucional contemporánea y también en la historia del constitucionalismo, con particular atención sobre el desarrollo del constitucionalismo de los Estados Unidos (en razón de su enorme influencia internacional, especialmente en América Latina)[2].

II. SOBRE LA INDEPENDENCIA Y EL ELITISMO JUDICIAL[3][Subir]

La primera reflexión que haré tiene que ver con la concepción elitista que alimentó —desde el momento fundacional del constitucionalismo moderno— el diseño del poder judicial. En efecto, cuando se dio forma a la rama judicial primó una de dos opciones principales sobre cómo favorecer (o constituir) la racionalidad e imparcialidad de las decisiones: la concepción elitista conforme a la cual tales virtudes (racionalidad, imparcialidad) se desprendían de la reflexión aislada de unos pocos, bien capacitados o preparados técnicamente (que en el momento fundacional, para mal, se relacionaba con la reflexión de la elite con dinero y poder), y no, por el contrario, de procesos de reflexión colectiva. De allí el énfasis que se colocara (particularmente en el Federalista n. 78) en la formación exigida a los jueces y en otra cuestión —central para el análisis que presento en esta sección— relacionada con la independencia de sus miembros.

Un primer indicio acerca del modo en que en sus orígenes se pensó la cuestión de la independencia judicial, la encontramos en un importante escrito de James Madison, cual fue el Federalista n. 49. En dicha ocasión, Madison aclaró a sus adversarios y críticos que los jueces iban a encontrarse «demasiado alejados de la ciudadanía» —too far removed from the people— para participar con ella de sus simpatías y arrebatos. Tanto por el «modo de designación» de los jueces como a partir de la «naturaleza de su cargo» y su «permanencia» en el mismo. Es decir, desde el momento fundacional del constitucionalismo, cuando se concibió la independencia judicial, no se tuvo en mente, primariamente, algunos sentidos hoy habituales de dicha idea, incluyendo de manera especial los siguientes: a) la independencia de los jueces inferiores de los superiores ni b) la independencia de la justicia de las ramas políticas del poder (una preocupación, esta última, que sí ocupó un lugar relevante en las reflexiones originales del constitucionalismo, según diré más abajo). Entonces se pensó, sobre todo, en c) la independencia de los jueces en relación con la mayoría de la población (the many).

Y si la atención estuvo centrada en esta tercera opción —cómo independizar a los jueces de la mayoría del electorado— se debió tanto a razones, digamos así, comprensibles y sensatas (permitirles a los jueces una reflexión más tranquila y no sujeta a presiones; separar a los jueces de las pasiones sociales del momento) como a razones menos aceptables (el elitismo de pensar que la reflexión ciudadana o colectiva podía contaminar la imparcialidad que era propia de las minorías bien preparadas) y supuestos muy discutibles (i. e. que los jueces no iban a verse afectados por las pasiones, arrebatos e irracionalidades que, esperablemente, afectaban a la ciudadanía en general). Dejamos anotado un primer problema, entonces, derivado del modo en que se entendió la independencia judicial desde sus orígenes y las razones elitistas que vinieron a justificar el otorgarle al poder judicial la última palabra constitucional.

Volvamos ahora a la idea de separar a la justicia de la ciudadanía y las consecuencias que los founding fathers derivaban de tal circunstancia. Decía Madison, en el mismo Federalista n. 49: «Los jueces […] son pocos y solo pueden ser conocidos personalmente por una pequeña fracción del pueblo». En su opinión, el virtual anonimato de los jueces y su separación de la ciudadanía favorecía la imparcialidad de los mismos en sus decisiones. Los jueces no serían capaces de decidir imparcialmente —asumía Madison— si ellos estuvieran sujetos a la tentación de satisfacer las preferencias de la mayoría.

Por razones similares, los padres fundadores quisieron separar a los jueces de las ramas políticas del poder: reclamaron, entonces, su independencia política. Nuevamente, Hamilton (‍Hamilton et al., 1988) defendió este punto de modo claro en el Federalista n. 78, donde defendió la elección indirecta de los jueces, tanto como su estabilidad. Así, sostuvo:

Los nombramientos periódicos, cualquiera que sea la forma como se regulen o la persona que los haga, resultarían fatales para esa imprescindible independencia. Si el poder de hacerlos se encomendase al Ejecutivo, o bien a la legislatura, habría el peligro de una complacencia indebida frente a la rama que fuera dueña de él; si se atribuyese a ambas, los jueces sentirían repugnancia a disgustar a cualquiera de ellas, y si se reservase al pueblo o a personas elegidas por él con este objeto especial, surgiría una propensión exagerada a pensar en la popularidad, por lo que sería imposible confiar en que no se tuviera en cuenta otra cosa que la Constitución y las leyes.

De hecho, los padres fundadores temían la dependencia política de los jueces hasta tal punto que rechazaron la posibilidad de favorecer cualquier cooperación entre jueces y miembros del poder ejecutivo. Así, por ejemplo, y durante la Convención Federal, los federalistas rechazaron la propuesta de Edmund Randolph de establecer un «Consejo de Revisión» compuesto de miembros del poder judicial y el ejecutivo, encargados de examinar ex ante la validez de todas las propuestas de ley. La sugerencia de Randolph fue rápidamente descartada porque —como sostuvo E. Gerry durante tales debates— tal Consejo alentaría una indebida alianza entre los citados poderes.

En definitiva, la descripción anterior nos dice que los creadores del constitucionalismo moderno quisieron asegurar que los jueces fueran independientes (estuvieran separados de) sobre todo de la ciudadanía, e independientes también de las ramas políticas del poder.

Ahora bien, llegados a este punto, la pregunta que quisiera hacerme —la que es más importante para este trabajo y para lo que sigue— sería la siguiente: ¿sugiere esta situación que los padres fundadores no se preocuparon acerca de la necesidad de motivar a los jueces a actuar de un cierto modo? Para que se entienda lo que digo —el porqué de esta preocupación— corresponde advertir lo siguiente: los founding fathers asumieron que el sistema institucional que estaban poniendo en marcha sí iba a contribuir a la motivación de los funcionarios políticos. En particular, a través del voto popular periódico y los controles mutuos entre poderes. En cambio —al desenganchar a los jueces del control externo o voto popular— pareciera que hay un desentendimiento por parte de los creadores del constitucionalismo moderno acerca de la conducta de los jueces. ¿Es que simplemente confiaban en ellos? ¿Es que no veían necesaria la introducción de inductores y correctivos en relación con los jueces? No lo creo, conforme diré.

En lo que sigue, voy a defender una postura conforme a la cual los padres fundadores del constitucionalismo moderno se preocuparon tanto por motivar a actuar de un cierto modo a la clase política, como por hacer lo propio en relación con la judicatura. Presentaré esta explicación como una forma de llamar la atención, por un lado, de la manera en que abandonamos dicha manera de pensar sobre las instituciones (la preocupación por motivar la conducta de nuestros funcionarios públicos), y para reivindicar esa manera de pensar, particularmente en torno al poder judicial, un reclamo que debería llevarnos a reflexionar acerca de cómo reconectar las herramientas institucionales (los medios constitucionales) con las motivaciones (los móviles personales) de sus agentes.

III. MEDIOS CONSTITUCIONALES Y MOTIVOS PERSONALES[Subir]

Cuando pensamos acerca de la promoción de ciertos fines públicos (i. e., lograr justicia política, alentar una conducta cooperativa dentro de la clase dirigente), necesitamos pensar también acerca del tema de las motivaciones. En particular, necesitamos responder una pregunta de psicología política —una pregunta acerca de cómo motivar a aquellos oficiales públicos para tornar posible el logro de los fines públicos—. No podemos, simplemente, asumir que los funcionarios públicos —los jueces, para el caso de nuestro estudio— van a comportarse en la forma en que preferimos que se comporten. Como sostuviera John Rawls (pensando en los comportamientos de la ciudadanía en general), debemos examinar «si puede esperarse que los individuos, en vista de los intereses y fines que probablemente tengan, a partir de la estructura básica del régimen en el que viven, vayan a cumplir con las reglas e instituciones justas que se aplican sobre ellos en las diversas posiciones y oficios» (‍Rawls, 2001: 137).

Preocupaciones como las señaladas (relacionadas con los modos de motivar a los funcionarios públicos) estuvieron muy presentes en los momentos fundacionales del constitucionalismo. Para advertirlo, conviene distinguir, desde un comienzo, entre dos enfoques más bien opuestos que existieron entonces acerca de la cuestión de las motivaciones: uno, adoptado por los federalistas norteamericanos y buena parte de la teoría pluralista moderna, y otro más común dentro de quienes eran entonces sus opositores antifederalistas, un enfoque más vinculado con la tradición —aun viva— del pensamiento republicano.

Resumidamente, diría lo siguiente: los republicanos tendieron a enfatizar siempre la importancia de contar con ciudadanos virtuosos, personalmente motivados para obtener ciertos resultados sociales (i. e., a hacer posible el autogobierno colectivo). Y, dado que no asumían dichas virtudes cívicas como innatas, acostumbraron a defender el recurso a la mano de hierro del Estado para asegurar el cultivo de las mismas. Federalistas y pluralistas, por el contrario, se propusieron siempre «economizar en virtud» y utilizar el sistema institucional con el fin de alentar o desalentar ciertas conductas políticas (‍Ackerman, 1984).

La concepción que me interesará examinar de modo particular en este trabajo es la de los federalistas, ya que es la que convirtió en dominante a fines del siglo xviii, y la que contribuyó a moldear el sistema institucional que —en su estructura básica— todavía rige en una mayoría de países americanos. Al respecto, y en primer lugar, debería señalar que, en el Federalista n. 51, James Madison realizó una explícita, conocida y brillante defensa de su visión sobre las instituciones y la motivación política. En dicho escrito, Madison escribió:

La mayor seguridad contra la concentración gradual de los diversos poderes en un solo departamento reside en dotar a los que administran cada departamento de los medios constitucionales y los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás. Las medidas de defensa, en este caso como en todos, deben ser proporcionadas al riesgo que se corre con el ataque. La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar la ambición. El interés humano debe entrelazarse con los derechos constitucionales del puesto. Quizás pueda reprochársele a la naturaleza del hombre el que sea necesario todo esto para reprimir los abusos del Gobierno. Pero ¿qué es el gobierno sino el mayor de los reproches a la naturaleza humana? Si los hombres fuesen ángeles, el Gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del gobierno.

Los medios constitucionales y los motivos personales creados entonces para los oficiales políticos resultan fáciles de reconocer. Por ejemplo, en el Federalista n. 78, Alexander Hamilton se refirió a los «medios constitucionales» creados por la Convención Federal (‍Hamilton, Madison y Jay, 1988). En su opinión, «el ejecutivo no solo dispensa los honores, sino que posee la fuerza militar de la comunidad. El legislativo no solo dispone de la bolsa, sino que dicta las reglas que han de regular los derechos y los deberes de todos los ciudadanos».

Hamilton explicaba así cuáles eran los poderes —los medios constitucionales— que se habían delegado a las ramas políticas del poder. Una vez creados dichos medios, los padres fundadores sugirieron ciertos controles externos e internos destinados a dotar a esos funcionarios políticos con los motivos personales que estimaban necesarios para ayudarlos a alcanzar los fines que consideran más apropiados (i. e., favorecer los intereses de la nación, etc.).

Conforme anticipara, los controles externos son los controles ejercidos por la gente a través de su voto periódico. La idea era, en este caso, que los representantes iban a estar motivados para satisfacer, de algún modo, a sus electores, al menos con el objeto de no ser castigados en la próxima elección —para ser reelectos—. Los controles internos, mientras tanto, son los ejercidos por cada rama del poder sobre las otras (por ejemplo, el veto ejecutivo, el control judicial). Todavía hoy, estos controles internos y externos siguen siendo las principales herramientas con las que contamos para mover a nuestros representantes en una dirección u otra[4]. El hecho es que en su momento se crearon, y aún existen, ciertas herramientas destinadas a orientar a nuestros políticos en cierta dirección.

La pregunta que en el marco de este trabajo nos interesa es la siguiente: ¿contamos con instrumentos similares para actuar sobre el poder judicial, motivando a los jueces a adoptar cierto tipo de decisiones? (i. e., dar una protección especial a los derechos de las minorías)[5]. ¿Es posible para nosotros, actuando como ciudadanos, inducir a los jueces a decidir de una forma determinada? La primera respuesta que daría es enfáticamente negativa, pero no por una indeseable imperfección propia de nuestro sistema institucional. Por el contrario, si los ciudadanos carecemos prácticamente de la posibilidad de influir sobre la conducta de nuestros jueces, ello se debe, fundamentalmente, a que los padres fundadores decidieron —con algunas buenas razones de su lado— que así debía ser (los ciudadanos debíamos quedar situados too far removed de la judicatura).

Una hipótesis que, según entiendo, puede mantenerse para explicar lo que sucede en el área es la que dice que los padres fundadores estaban interesados por dar protección especial (solo) a ciertos intereses minoritarios, y que entendieron que los jueces podían contribuir en dicha tarea. Para ello (y a pesar de las apariencias en contrario) esos founding fathers avanzaron, silenciosamente, algunas medidas destinadas a favorecer la protección judicial de esos peculiares intereses minoritarios. Su razonamiento, según entiendo, era uno como el que sigue.

  • En primer lugar, ellos asumieron que la sociedad se encontraba dividida en dos grupos: un grupo mayoritario (los endeudados, pequeños propietarios, no propietarios) y otro minoritario (los grandes propietarios y acreedores o, en el lenguaje de la época, los rich and well born)[6].

  • En segundo lugar, asumieron que cada uno de estos grupos siempre intentaría oprimir a los demás, y que las instituciones debían usarse para prevenir dicha posibilidad[7].

  • En tercer lugar, entendieron que reclutando a los jueces de ese mismo grupo minoritario bajo amenaza, ellos asegurarían en los jueces los motivos personales necesarios para proteger a las minorías (en este caso, las minorías de los acreedores y grandes propietarios, entonces bajo amenaza mayoritaria). Por tanto, así como los miembros del Congreso estarían naturalmente inclinados a defender los intereses de las mayorías (que serían los propios), los jueces estarían inclinados a defender los intereses de ciertas minorías (que también serían los propios: los intereses de los rich and well born). Considerando —como ellos consideraban— que la mayoría de la gente actuaba a partir del autointerés, los padres fundadores entendieron que los jueces, por razones de interés personal, también defenderían los intereses de su grupo[8].

De este modo, los jueces se sentirían inclinados a proteger a los intereses de las minorías (en este caso particular, los intereses de las minorías más aventajadas). En tal sentido, los founding fathers crearon instituciones destinadas a incorporar los distintos intereses existentes en la sociedad para asegurar que cada uno de tales sectores se encargue, primariamente, de la defensa de sus intereses. En efecto, si cada parte de la sociedad tenía su lugar dentro del esquema institucional, se podrían evitar las mutuas opresiones: cada grupo, a través de su capacidad institucional, le pondría límites al accionar de los demás. Hamilton supo sintetizar de modo ajustado este enfoque en su famosa oración: «Dadle todo el poder a la mayoría, y ellos oprimirán a la minoría. Dadle todo el poder a la minoría, y ellos oprimirán a la mayoría. Dadle entonces poder a ambos, y así cada una podrá defenderse frente a los ataques del otro» (Hamilton et al.: 288). Se trataba de una propuesta —la de Hamilton— claramente en tensión con nuestro actual entendimiento de la democracia, pero a la vez muy precisa e iluminadora respecto de la lógica de diseño institucional que se siguió entonces.

En conclusión, podríamos afirmar que los padres fundadores no descuidaron la cuestión del problema motivacional a la hora de organizar el poder judicial: ellos quisieron alcanzar ciertos resultados e impedir algunos otros, y diseñaron la institución judicial conforme a tales fines (y por ello decidieron separar institucionalmente, tanto como fuera posible, a jueces y ciudadanos). En tal sentido, fueron coherentes con lo que era su enfoque general sobre el gobierno: en este caso, como en todos los demás, debían prestar atención a los medios constitucionales y a los motivos personales que creaban al diseñar cada puesto. Podríamos decir, entonces, que ellos estaban preocupados por un problema que hoy simplemente descuidamos; esto es, el de cómo motivar a la magistratura.

IV. ¿CÓMO PROTEGER LOS INTERESES MINORITARIOS EN SOCIEDADES MODERNAS?[Subir]

Actualmente, es muy difícil seguir pensando en la sociedad y sus instituciones en los términos en que lo hicieron hombres públicos como Hamilton o Madison. Ante todo, nuestra sociedad —y pienso en una multiplicidad de sociedades democráticas modernas— tiende a ser mucho más heterogénea que el tipo de sociedades que ellos conocían. En segundo lugar, hoy no podemos confiar en herramientas como en las que ellos confiaban para asegurar en los jueces ciertas cualidades personales. Por ejemplo, hoy resulta impensable la idea de que escogiendo de modo indirecto a los jueces, garanticemos la protección del sector minoritario de la sociedad. Entre otras cosas, porque no tendemos a compartir la visión que tenían los padres fundadores sobre la idea de minorías. Así, mientras ellos asociaban el concepto de minorías con la elite social del momento (los llamados «los ricos y bien nacidos»)[9] nosotros tendemos a utilizar una idea más bien opuesta, asociada con los intereses de los grupos más desaventajados de la sociedad: damos tratamiento de minoría solo o fundamentalmente a tales grupos vulnerables. Si esto es así, no tendremos ya ninguna razón para pensar que los jueces van a tener alguna deferencia especial hacia las minorías desaventajadas (mientras que los padres fundadores sí podían pensar que los jueces iban a estar naturalmente inclinados a proteger a la elite social de su época, a la que ellos pertenecían).

No tengo dudas de que muchas personas consideran absolutamente innecesario el impulsar, inducir o motivar institucionalmente a los jueces a proteger a los más débiles, aunque sí crean que los jueces deben jugar un rol importante en la protección de minorías. Ellos pueden decirnos, por ejemplo, que esa es simplemente la misión constitucional de los jueces: un deber que deben cumplir y punto. La pregunta es si resulta esperable que los jueces cumplan con la misión que hoy esperamos de ellos a partir del lugar institucional que ocupan y los incentivos tradicionalmente asociados a su cargo. Mi impresión es que no, pero, sin embargo, esta no parece ser la posición predominante dentro de la doctrina constitucional principal en nuestra era.

Por ejemplo, en su trabajo «Groups and Equal Protection», el reconocido profesor Owen Fiss afirmó que

Cuando el producto del proceso político es una ley que perjudica a los afroamericanos, la usual objeción contramayoritaria contra la intervención judicial —la objeción que dice que esas «nueve personas» no tienen el derecho de reemplazar la voz del pueblo— tiene poca fuerza. Porque podría verse al poder judicial como amplificando la voz de la minoría sin poder; el poder judicial intenta rectificar la injusticia del proceso político (‍Fiss 1976, 153).

De manera similar, el destacado jurista John Ely defendió una idea análoga cuando sostuvo —en su famoso libro Democracy and distrust— que los jueces deberían resguardar el proceso político. En su opinión, existe una violación del procedimiento político mismo cuando a) los que se encuentran dentro del mismo bloquean los canales del cambio político con el objeto de asegurar su propia permanencia dentro del mismo, y que los que están fuera sigan allí, o b) aunque no se le niega voz o voto a ningún grupo, los representantes de la mayoría perjudican de modo sistemático a los miembros de la minoría —negándoles a éstos la protección que le conceden a otros grupos— a partir de su hostilidad hacia ellos o por negarse a reconocer, de modo prejuiciado, los intereses comunes que tienen con ellos (‍Ely, 1980: 103).

Tanto para Fiss como para Ely, los jueces deberían dedicar sus principales esfuerzos a la defensa de grupos minoritarios —en este caso, adviértase, y a diferencia de lo asumido en el momento fundacional, tales autores se refieren a las minorías de los más desaventajados (muy en particular, en ambos casos, la minoría racial afroamericana). Orientando su tarea de modo especial a dicho fin (proteger a los afroamericanos), los jueces podrían resistir, además, las habituales críticas que reciben por el modo en que ejercen la revisión de las leyes porque cumpliendo con su tarea estarían realizando una misión decisiva que ninguna otra rama del Gobierno parece capacitada para realizar. Sin embargo, es necesario preguntarle a Fiss o a Ely por qué deberíamos esperar que los jueces se conviertan en la voz de las minorías sin poder. En lo que sigue, voy a explorar algunas respuestas posibles que, en principio, parecerían capaces de respaldar la visión de autores como los citados. De todos modos, más adelante diré por qué creo que tales respuestas no son teóricamente aceptables.

1. El mandato constitucional de proteger grupos minoritarios[Subir]

Tal vez, autores como Fiss o Ely simplemente crean que los jueces están motivados a proteger a los grupos minoritarios por el mero hecho de que la Constitución se lo exige. Si los jueces quieren respetar la Constitución —podrían decirnos—, ellos deben defender tales intereses, sin más.

Frente a dicho punto, podríamos responder que interpretar la Constitución es un acto extremadamente complicado. Tras siglos de reflexión sobre ese punto carecemos de una teoría de la interpretación más o menos consolidada, por lo que los jueces parecen tener un amplio margen de discreción a la hora de interpretar dicho documento. Por supuesto, teóricos como Ronald Dworkin podrían negar dicha afirmación y sostener que existe solo una solución correcta para cada caso difícil. Otros podrían adoptar posiciones más moderadas sosteniendo que para aquellos jueces que se toman en serio su trabajo, los márgenes de discreción son relativamente estrechos. Sin embargo, la verdad es que ninguna de estos criterios resulta fácil de sostener. Carecemos de medios institucionales para convertir a los jueces en Hércules dworkineanos. Podemos llegar a remover a un juez si es que lo encontramos culpable de algún acto de corrupción severo, pero carecemos de todo medio sensato para llevarlo a adoptar tal o cual postura interpretativa. ¿Por qué deberíamos esperar, entonces, que los jueces se dediquen a proteger los derechos de las minorías desaventajadas?

2. La «natural» inclinación de los jueces hacia la protección de los intereses minoritarios[Subir]

Tal vez, Fiss o Ely descuidan cuestiones motivacionales como las aquí examinadas a partir de su confianza en la inclinación natural de los jueces a proteger a las minorías. Ellos podrían razonar del siguiente modo: los padres fundadores crearon instituciones mayoritarias (esto es, instituciones cuyos miembros son nombrados por votación popular) como el Congreso con el objeto de dar protección a los intereses mayoritarios. De todos modos, y al mismo tiempo, crearon instituciones contramayoritarias como el poder judicial con el objeto de asegurar la protección de los intereses minoritarios. Si todas las ramas del poder fueran dependientes de la voluntad mayoritaria, los grupos minoritarios hubieran quedado desprotegidos.

El problema con esta visión es que el mero hecho de que los jueces no dependen de la voluntad mayoritaria no dice nada acerca de la posible inclinación de los mismos hacia la protección de los intereses minoritarios. Los jueces pueden ser independientes de la voluntad mayoritaria y aun así mantenerse insensibles hacia los intereses minoritarios. Puede ser razonable esperar que un órgano mayoritario sea hostil hacia los intereses de las minorías, pero no es razonable asumir que un órgano independiente de los intereses de las mayorías vaya a tener una sensibilidad especial hacia los intereses de las minorías. Una institución contramayoritaria puede ser al mismo tiempo hostil hacia los intereses de la mayoría y de la minoría. O no. Pero carecemos en este caso de la conexión motivacional que encontramos en el caso de las instituciones mayoritarias (la conexión entre dependencia de la mayoría y una tendencia a defender a la mayoría).

3. La fe en la razón[Subir]

Tal vez, autores como Fiss o Ely no prestan una atención especial al problema de las motivaciones institucionales porque tienen fe en el poder de la razón. Sin dudas, la famosa observación presentada por Alexander Hamilton en el Federalista n. 78 (‍Hamilton et al.: 1988) contribuyó a popularizar esta visión. De acuerdo con dicho texto, los jueces «no tienen la fuerza ni la voluntad» —como los poderes ejecutivo o legislativo— sino simplemente su «juicio». Esto es, según Hamilton, que los jueces solo pueden imponerse a través de la fuerza de los buenos argumentos. Contemporáneamente, autores como John Rawls también han afirmado que la Corte «es la única rama del gobierno que es una criatura de la razón, y solo de la razón» (‍Rawls, 1993: 235). Así, «los ciudadanos y los legisladores pueden votar por sus posiciones más comprehensivas cuando no están en juego cuestiones básicas de justicia o cuestiones de la esencia constitucional; ni necesitan recurrir a razones públicas para justificar por qué votan como lo hacen o buscar consistencia en sus argumentos o esforzarse para que ellos encajen dentro de una concepción constitucional coherente en relación con sus demás decisiones» (íd.). Por el contrario, sostiene Rawls, esto es precisamente lo que los jueces deben hacer. De modo similar, Owen Fiss ha proclamado su «fe en la razón» —una fe en la razón que demostró estar justificada, por ejemplo, en casos como Brown v. Board of Education (‍Fiss, 1999: 99).

La idea que late detrás de estos razonamientos, entonces, es la de que la razón es el único recurso en manos de los jueces, y que la misma va a inclinarlos a actuar del modo más justo (y, en particular, a proteger a los más desprotegidos). Los autores alineados con esta postura consideran que los teóricos legales no tendrían por qué preocuparse de las cuestiones motivacionales. Ellos podrían decirnos que los jueces naturalmente van a orientarse a actuar a partir de las mejores razones a su alcance.

Sin embargo, un simple examen referido a la suerte obtenida por influyentes teorías, como las de Rawls o Fiss, nos permitiría descalificar este enfoque. Teorías altamente sofisticadas como las citadas no han sido seguidas por la magistratura. Y este hecho, claramente, parece tener poco que ver con la calidad y el mérito que se le reconocen a las mismas: en verdad, posturas como las de Rawls o Fiss son muy apreciadas dentro de la comunidad académica legal. En particular, aquellos que se muestran más sensibles hacia cuestiones vinculadas con los derechos de las minorías simpatizan claramente con este tipo de concepciones. Sin embargo, y a pesar de ello, las mismas siguen siendo impopulares —si no simplemente ignoradas— por la comunidad judicial, luego de décadas de producidos textos como los citados.

Sin duda, hay algo muy importante en lo que autores como los citados afirman. Los jueces, en efecto, se encuentran situados en una posición institucional particular que de algún modo los fuerza a prestar atención y a apelar a razones públicas. De todos modos, también es cierto que existen razones públicas al alcance tanto de aquellos que quieren defender los derechos de grupos como de aquellos que son hostiles hacia los mismos. Los límites de la razón parecen resultar, así, demasiado poco firmes, demasiado abiertos. El hecho de que nos encontremos con decisiones judiciales tan diferentes en cuestiones tales como la esclavitud, el derecho a la privacidad, las regulaciones económicas y los derechos económicos y sociales, ratifica este punto: los jueces, actuando de buena fe, pueden llegar a adoptar posiciones diferentes aún en los casos más cruciales.

El problema fundamental, por supuesto, no es el de que los jueces no adopten nuestra teoría constitucional favorita. De hecho, podríamos repetir un análisis como el anterior en relación con enfoques tan diversos como la postura de Ronald Dworkin sobre la interpretación, la de Cass Sunstein sobre el Estado de bienestar, la de Frank Michelman sobre la propiedad o la de Bruce Ackerman sobre el dualismo constitucional. El problema es que, explícitamente o no, los jueces desarrollan y prestan la fuerza estatal a sus propias visiones sobre el derecho, y nosotros no podemos hacer nada contra las mismas, aún si las teorías adoptadas son mucho menos plausibles que las que preferimos, incluso si son rechazables bajo cualquier análisis crítico.

4. Las condiciones institucionales de la tarea judicial[Subir]

Algunos teóricos legales han tratado de ir más allá de argumentos como los examinados en los párrafos anteriores. Ellos nos dicen que no necesitamos descansar en las capacidades intelectuales, en la virtud o en el compromiso social de los jueces con el objeto de alcanzar decisiones judiciales apropiadas, ya que esto es facilitado por las propias condiciones institucionales dentro de las cuales ellos se desempeñan. Por ejemplo, Alexander Bickel ha sostenido —en su influyente libro The Least Dangerous Branch— que la propia situación institucional de los jueces contribuye a tornar atractivas las decisiones judiciales. En su opinión, los jueces «tienen, o deberían tener, el tiempo, el entrenamiento, y el asilamiento necesario para seguir el camino del académico en su persecución de fines de gobierno», algo crucial, en su criterio, para poder reconocer y brindar respaldo a los «valores permanentes de la comunidad». Según Bickel, «su aislamiento —el de los jueces— y el maravilloso misterio del tiempo le otorgan a las cortes la capacidad para apelar a la mejor naturaleza de los hombres, para dar cuenta de sus aspiraciones, que los hombres pueden olvidar en momentos de alarma» (‍Bickel, 1978: 25-‍26).

El mismo Owen Fiss, en algunos párrafos, parece defender una posición similar a la de Bickel. En su opinión, existen

ciertas normas procedimentales que no tienen contraparte en política […] no simplemente […] la independencia del poder judicial de la voluntad del electorado […] pero también […] el requisito de que los jueces deben responder a agravios que de otro modo podrían preferir olvidar, el de que deben escuchar a todas las partes agraviadas, asumir responsabilidad individual por sus decisiones, y justificar a las mismas en términos públicamente aceptables. Los jueces se involucran en un diálogo especial con el público. A través de este diálogo alcanzan una cierta distancia de sus proclividades personales y comienzan a enfrentar lo que Mark Tushnet podría llamar la razón universal (‍Fiss, 1999: 98-‍99).

Ahora bien, la obligación institucional de los jueces de escuchar a todas las partes agraviadas o de involucrarse en un diálogo con el público no resuelve en absoluto el tipo de problemas que nos preocupa. Para aquellos jueces que son hostiles o poco abiertos hacia los derechos de ciertas minorías, la obligación de escuchar a todas las partes significa sin duda muy poco. Probablemente, ellos no verán lo que no quieran ver. Y aunque un sistema institucional adecuado no debería aceptar este resultado como normal, es difícil ver cómo autores como los citados podrían confrontarlo. Más aún, la idea de un diálogo especial a la que Fiss hace referencia —un diálogo entre los jueces y el público— también resulta poco atractiva. Claramente, la idea del diálogo nos suena interesante porque apela a la situación igualitaria en la que dos partes situadas en planos más o menos iguales tienen las mismas posibilidades de tener éxito en la defensa de sus argumentos. Sin embargo, esta idea no tiene un correlato similar en el mundo jurídico, donde los diferentes jugadores se encuentran ubicados en posiciones claramente asimétricas. Los jueces, en particular, tienen el poder ¿discrecional? de aceptar o rechazar todos los argumentos de una de las partes, si es que quieren hacerlo. Ellos tienen el poder de, simplemente, poner fin a la alegada conversación si es que quieren hacerlo, imponiendo sus propios puntos de vista sobre nosotros.

Las cosas no cambian demasiado cuando apelamos a la situación de aislamiento en la que se encuentran los jueces o al tiempo que cuentan para decidir sus casos. Es cierto que los miembros de las ramas políticas del poder actúan bajo condiciones diferentes —básicamente, la presión de las mayorías— y que las mismas tienen, sin duda, un impacto en el contenido de sus decisiones. Sin embargo, no es fácil saber de qué modo condiciones como las referidas (tiempo, aislamiento, experiencia) van a tener un impacto positivo en relación con el fin de obtener decisiones favorables a los intereses de las minorías. Este sería el caso, por supuesto, si defendiéramos algo así como una postura epistémicamente elitista; esto es, una postura conforme a la cual la reflexión aislada de gente técnicamente bien preparada incrementa las posibilidades de decidir imparcialmente. De todos modos, como demócratas deberíamos (y así lo supuse al comienzo de este texto) estar igualmente abiertos a sostener una posición opuesta, conforme a la cual la imparcialidad se vincula no con un proceso de reflexión individual y aislada, sino con un diálogo horizontal, colectivo.

V. MOTIVAR LAS DECISIONES JUDICIALES: ¿IMPOSIBLE, INDESEABLE, DIFÍCIL?[Subir]

Tal vez, toda la discusión anterior nos viene a decir algo importante, y es que motivar a los jueces a actuar de un cierto modo, contemporáneamente, y dados nuestros actuales propósitos (i. e., proteger de modo especial a todas las minorías), resulta imposible o inaceptable. En efecto, puede resultar imposible establecer otras limitaciones sobre el accionar judicial, más allá de aquellas en las que piensan autores como Fiss, Bickel o Rawls. O tal vez es posible hacerlo, pero solo a través de medios que tienden a desnaturalizar por completo la tarea judicial.

Apoyado en consideraciones tales (consideraciones que ya hemos empezado a examinar más arriba), diría que la primera afirmación es falsa y la segunda está equivocada. Permítanme comenzar con una referencia a la última. Esta segunda posición parece subordinar de modo impropio el valor justicia a la defensa de un peculiar sistema judicial. Al decir esto no quiero decir que deberíamos cambiar nuestro sistema institucional cada vez que no obtengamos (lo que creemos que es) un resultado justo. Lo que quiero decir es algo más básico, y es que deberíamos cambiar el sistema institucional si el mismo no pudiera garantizar de modo adecuado fines tan importantes como el de favorecer la protección de los derechos de las minorías. Así, si la principal institución con la que contamos para proteger los derechos de las minorías es el poder judicial, y no tenemos razones para esperar que los jueces cumplan su rol adecuadamente en una mayoría de casos, deberíamos escoger una forma alternativa para fortalecer dicha protección.

En relación con el primer punto, en cambio, deberíamos preguntarnos seriamente si es que no existen formas mejores de asegurar la protección de los derechos minoritarios. O, más específicamente, deberíamos preguntarnos si es que existen formas de hacerlo que no distorsionen nuestro compromiso con la regla de la mayoría. En mi opinión, existen medios para contribuir a dicha mejora que no pervierten nuestro compromiso democrático ni afectan de modo dramático la estructura judicial actual. Este no es el lugar para defender un esquema institucional alternativo, pero al menos quisiera presentar algunos de los rasgos que podrían distinguir a esta visión.

Podemos utilizar como punto de partida la muy problemática historia del sistema de jurados en los Estados Unidos. Al respecto, podríamos afirmar algo como lo siguiente: la composición de un jurado tiende a tener una enorme influencia en relación con el resultado en juego; por ejemplo, en relación con controversias raciales. Esta situación nos sugiere que existe una conexión entre la composición de los tribunales y el modo en que ellos van a decidir. Nos sugiere, según creo, algo que los padres fundadores sabían; esto es, que si se quiere dar protección a grupos minoritarios, debe asegurarse de algún modo que los miembros del grupo en cuestión se integren al órgano que va a tomar la decisión del caso. Claramente, la presencia de los mismos puede no garantizar nada. Sin embargo, lo cierto es que la ausencia de ellos puede resultar nociva para el valioso fin de tomar en serio los puntos de vista de los grupos más desaventajados (‍Philips, 1995).

Aunque puede ser difícil saber cuál es la mejor forma de integrar a los grupos vulnerables a la estructura judicial, existen ciertas experiencias que pueden ayudarnos en tal dirección. Más allá de otros rasgos —de los que aquí no me ocuparé— que lo convierten en una institución poco atractiva, la estructura y funcionamiento de la Corte Europea de Derechos Humanos tiene ciertos rasgos interesantes. Garantiza que cada miembro de la comunidad tenga una voz real dentro del órgano decisor. Conecta —del modo en que creo que debemos conectar— la idea de voz con la idea de presencia. De modo similar, la Corte Internacional de Justicia permite que cada país parte en una disputa, nomine a un miembro a la Corte cuando el caso es atendido. Nuevamente, la idea es que la presencia de un grupo particular entre los miembros del Tribunal —lo sabemos— no asegura el respeto de los derechos de ese grupo, pero mejora las posibilidades de que los mismos sean adecuadamente defendidos[10].

Las estrategias dirigidas a escuchar de modo especial la voz de los grupos más afectados, en situaciones de conflicto, son en todo caso diversas. Nos encontramos así —y solo con el objeto de resaltar alguna otra práctica jurídica de nuestros tiempos— con derechos internacionalmente consagrados, como el de consulta previa e informada. Encontramos consagrado un derecho semejante, por ejemplo, en el Convenio 169 sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y Tribales, promovido por la Organización Internacional del Trabajo en 1989, y también en la Declaración de la ONU sobre Pueblos Indígenas, de 2007. El primer tratado, en particular, ganó especial importancia por el hecho de que una mayoría de países americanos lo apoyaron y firmaron. El art. 6.a sostiene que los Gobiernos consultarán «a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente;» mientras que el apdo. 6.b. propone «establecer los medios a través de los cuales los pueblos interesados puedan participar libremente, por lo menos en la misma medida que otros sectores de la población, y a todos los niveles en la adopción de decisiones en instituciones electivas y organismos administrativos y de otra índole responsables de políticas y programas que les conciernan.» En tiempos recientes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció al respecto que dicho proceso de consulta constituye un «principio general del Derecho Internacional» (Saramaka vs. Surinam, sentencia del 12 de agosto de 2008).

Estas experiencias sugieren que asegurar la presencia y o la voz activa de ciertos grupos, en casos de disputas que los involucren, puede resultar importante como respuesta institucional, aún más allá de las instituciones representativas; esto es, más allá de las ramas propiamente políticas del poder. Estas propuestas —solo algunas entre muchas sobre las cuales podría pensarse— simplemente vienen a decirnos que tiene sentido hacer un esfuerzo para volver a lidiar con el problema motivacional. En tal sentido, no es imposible concebir una estructura judicial diferente, capaz de tomar más en serio la necesidad de motivar a los jueces a actuar en favor de los grupos más necesitados.

VI. CONCLUSIONES INICIALES[Subir]

El poder judicial fue creado bajo supuestos elitistas (la imparcialidad vinculada con la razón, y la razón vinculada con la formación y la clase social), a partir de una noción de independencia que procuró, sobre todo, alejar a los jueces de la ciudadanía (y de la política), y apoyado en un principio de desconfianza hacia la democracia (por eso la pretensión de asegurar un poder equivalente a grupos minoritarios y mayoritarios, a través de medios como el poder judicial). En razón de aquellos viejos supuestos, los miembros de la rama judicial fueron situados en una posición institucional lejana del alcance ciudadano, dotados de un poder extraordinario en términos constitucionales (el de pronunciar en los hechos la última palabra) y habilitados para utilizar técnicas interpretativas de lo más diversas —incluso contradictorias entre sí—, lo cual les permite, en la práctica, contar con amplios márgenes para decidir conforme a su voluntad. En su momento, se procuró favorecer los objetivos de la justicia —muy particularmente, garantizar en la medida de lo posible la protección de ciertos sectores minoritarios—, motivando a sus miembros a prestar especial atención a los intereses de los grupos (entonces) considerados como más vulnerables. En la actualidad (cuando ya no pensamos la idea de minorías con los parámetros estrechos y elitistas del pasado) necesitamos volver a preguntarnos cómo combinar los amplísimos medios constitucionales con que dotamos a los jueces con sus motivos personales. Existen varias formas institucionales imaginables, capaces de facilitar tales resultados (aquí mencioné solo algunas), pero lo que me ha interesado en el marco de este texto es la siguiente: recuperar y volver a pensar sobre una vieja pregunta relacionada con las motivaciones de nuestros funcionarios judiciales, una pregunta que, por descuido o indiferencia, hemos dejado indebidamente de lado.

NOTAS[Subir]

[1]

Los controles endógenos ideados en los orígenes del constitucionalismo fueron variados. Ellos incluyeron tanto controles políticos —el veto presidencial; el juicio político; el poder de insistencia del legislativo sobre el Ejecutivo; etc.— como, muy en particular, controles no políticos o judiciales. Residían aquí —en los controles judiciales— las principales expectativas para asegurar la estricta supervisión de las decisiones que fueran a tomar los órganos políticos, que eran los que quedaban a cargo de definir y llevar adelante las políticas públicas.

[2]

Será habitual, entonces, que al referirme a los orígenes del constitucionalismo moderno me esté refiriendo, en particular, al founding period del constitucionalismo de los Estados Unidos.

[3]

Para esta sección, tomo algunos párrafos de mi libro La derrota del derecho en América Latina (‍Gargarella, 2020).

[4]

Personalmente, considero que tales controles son demasiado imperfectos y, finalmente, insuficientes para su propósito; esto es, considero que es muy difícil para la ciudadanía dirigir de alguna manera a sus representantes, a través de los mismos. De todos modos, no necesito perseguir este punto a esta altura de mi argumento.

[5]

En lo que sigue, voy a concentrar mi atención en los tribunales superiores o cortes supremas, a menos que especifique lo contrario.

[6]

Ver, por ejemplo, Madison en el Federalista n. 10, o sus cartas a Jefferson de octubre de 1787 y octubre de 17888. También, ver Madison en Farrand (‍1937: vol. 1, 421-‍423). Del mismo modo, Hamilton (‍1988: 288).

[7]

Ver, por ejemplo, el clásico Federalista n. 10.

[8]

Ellos creían que era posible asegurar la selección de los miembros de grupos mayoritarios y minoritarios a través de herramientas tales como las elecciones directas o indirectas: las primeras —asumían— tendían a favorecer la selección de personas cercanas a las mayorías, mientras que las últimas ayudaban a la selección de individuos más exclusivos, más propios de la elite (‍Farrand, 1937: vol. 1, 152 y 155; vol. 3, 330, 454 y 617). El diseño de los distritos electorales también podía contribuir a tales fines (las elecciones en distritos extensos —asumían-—tornaba más difícil la selección de individuos cercanos a los intereses mayoritarios).

[9]

Ver, por ejemplo, Farrand (‍1937: vol. 1, 299 y 431).

[10]

La experiencia judicial en sociedades multiétnicas parece reproducir esta visión. Will Kymlicka señala, por ejemplo, que «parecería ser un corolario del autogobierno de Quebec […] la representación que se le garantiza dentro de cada cuerpo que debe interpretar o modificar sus poderes de autogobierno, o que puede tomar decisiones en áreas de jurisdicción concurrente o conflictiva (e. g. la Corte Suprema). De hecho, Quebec tiene garantizados tres de los nueve asientos de la Corte Suprema» (‍Kymlicka, 1996: 143).

Bibliografía[Subir]

[1] 

Ackerman, B. (1984). The Storrs Lectures: Discovering the Constitution. Yale Law Jourrnal, 93, 1013. Disponible en: https://doi.org/10.2307/796204.

[2] 

Bickel, A. (1978). The Least Dangerous Branch. Indianapolis: Bobbs-Merrill Educational Publishing.

[3] 

Ely, J. (1980). Democracy and Dsitrust. Cambridge: Harvard University Press.

[4] 

Farrand, M. (ed.) (1937). The Records of the Federal Convention. New Haven, Connecticut: Yale University Press.

[5] 

Fiss, O. (1976). Groups and the Equal Protection Clause. Philosophy and Public Affairs, 5 (2), 107-‍177.

[6] 

Fiss, O. (1999). A Community of Equals. The Constitutional Protection of New American. Boston: Beacon Press.

[7] 

Gargarella, R. (2020). La derrota del derecho en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI.

[8] 

Hamilton, A., Madison, J. y Jay, J. (1988). The Federalist Papers. New York: Independently Published.

[9] 

Kymlicka, W. (1996). Multicultural Citizenshi: A Liberal Theory of Minority Rights. Oxford: Clarendon Press. Disponible en: https://doi.org/10.1093/0198290918.001.0001.

[10] 

Phillips, A. (1995). The Politics of Presence. Oxford: Clarendon Press.

[11] 

Rawls, J. (1993). Political Liberalism. New York: Columbia University Press.

[12] 

Rawls, J. (2001). Justice as Fairness. A restatement. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press.