RESUMEN

El propósito de este trabajo es revisar el modo en que se ha venido planteando la cuestión de la responsabilidad del juez, en vista de la progresiva extensión e importancia de su papel en las democracias constitucionales contemporáneas y su indudable contribución a la creación de derecho a través de la jurisprudencia. La pregunta de partida es si esta notable extensión de la competencia del Poder Judicial debería implicar una correlativa ampliación de su responsabilidad o algún cambio en las fórmulas de exigencia de responsabilidad. Para responder a esta pregunta, la primera parte de este texto se ocupa del fenómeno de la progresiva ampliación del papel del juez; la segunda parte examina la variedad de fórmulas accionables para la exigencia de responsabilidad del juez (disciplinaria, civil, deontológica), para ofrecer, en la tercera parte, algunas reflexiones conclusivas.

Palabras clave: Jueces; Poder Judicial en el Estado constitucional; responsabilidad judicial; responsabilidad del Estado-juez; responsabilidad disciplinaria del juez; código deontológico del Poder Judicial (Italia); creación judicial de derecho.

ABSTRACT

The purpose of this article is to review issues concerning judicial responsibility and accountability taking account of the progressive extension and importance of the judicial role in contemporary constitutional democracies, including the judicial contribution to law-making through case law. The question at the outset is whether this remarkable extension of the jurisdictional powers should imply a corresponding expansion of its responsibility or some change in the formulae for demanding responsibility. To answer this question, the first part of this text deals with the phenomenon of the progressive expansion of the role of the judge, the second part examines the variety of agible formulae for the demand for responsibility of the judge (disciplinary, civil, deontological), to offer, in the third part, some concluding reflections.

Keywords: Judges; Judiciary and Constitutional State; judicial responsibility; State liability; judge liability; judicial accountability; deontological code of the Judiciary (Italy); judicial law-making.

Cómo citar este artículo / Citation: Romboli, R. (2022). Responsabilidad de los jueces, derecho jurisprudencial y legitimación del Poder Judicial en el Estado democrático. Revista de Estudios Políticos, 198, 153-‍185. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.198.06

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. PREMISA
  4. II. LA EVOLUCIÓN DEL ROL DEL PODER JUDICIAL EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL
  5. III. LA RESPONSABILIDAD DISCIPLINARIA DE LOS JUECES
  6. IV. LA RESPONSABILIDAD CIVIL DEL ESTADO Y DE LOS JUECES
  7. V. EL CÓDIGO DEONTOLÓGICO DEL PODER JUDICIAL
  8. VI. ¿DÓNDE HAY DISCRECIONALIDAD HAY RESPONSABILIDAD? LA LEGITIMACIÓN DEL DERECHO JURISPRUDENCIAL EN EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL
  9. NOTAS
  10. Bibliografía recomendada

I. PREMISA[Subir]

El tema de la responsabilidad del juez[2] no es solo, o no tanto, un problema que concierna al ordenamiento o sistema judicial, sino un problema de ordenamiento constitucional.

Esto porque regular la responsabilidad del juez trae consigo necesariamente problemáticas como las relativas a las garantías constitucionales del poder judicial, en particular la garantía de la independencia e imparcialidad y el papel que la Constitución asigna al juez.

Por ejemplo, cuando mediante la previsión de ilícitos disciplinarios se indica lo que no debe hacer el juez, so pena de abrir un procedimiento disciplinario, se expresa en sentido negativo lo que debe ser la conducta correcta del juez en positivo.

La identificación de los principios constitucionales relativos a la responsabilidad de los jueces también está estrechamente relacionada con la cuestión más general de la legitimidad en el sistema constitucional de la actividad jurisdiccional y, dentro de los límites indicados, de la creación de derecho por parte de los jueces (el denominado derecho jurisprudencial).

Hablar de los principios constitucionales en materia de responsabilidad de los jueces es un tema que no puede ser abordado en abstracto, únicamente sobre la base del principio clásico de la separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), sino que debe necesariamente conectarse con un concreto modelo de ordenamiento judicial. Esto es, la reflexión no puede fundarse solo sobre el diseño constitucional, sino también y sobre todo respecto de cómo este mismo se realizó e implementó concretamente. En el caso de Italia, se hará referencia a lo que Alessandro Pizzorusso definió el modelo italiano de ordenamiento judicial, es decir, el modelo concretamente realizado en los años posteriores a la entrada en vigor de la Constitución y que hoy posee características tales que lo distinguen de cualquier otro modelo y que también ha servido, si se me permite el juego de palabras, como modelo para otras experiencias constitucionales (como la española, entre otras)[3].

Evidentemente el modelo elegido e implementado tiene una influencia significativa en los contenidos y en la forma de abordar un tema como el que nos ocupa, basta pensar en los modelos opuestos anglosajón y francés. Para el primero, en efecto, la responsabilidad del juez apenas se menciona, no existe como problema, mientras que para el segundo la responsabilidad disciplinaria asume un significado principalmente relacionado con el orden interno del Poder Judicial.

Por ello, normalmente se contraponen dos tipos de juez: el juez-funcionario, elegido por concurso, mayoritariamente irresponsable hacia el exterior y responsable en cambio desde el punto de vista disciplinario, al que se contrapone el juez-profesional, independiente de cualquier órgano político, ajeno a la organización del Estado-persona y que tiene una relación directa con las partes interesadas, ante las cuales es por lo tanto civilmente responsable[4].

La naturaleza especial y particular de la actividad que desarrolla el Poder Judicial aconsejó a los constituyentes defenderlo con garantías peculiares para proteger su independencia e imparcialidad y, precisamente, estas garantías se encuentran de alguna manera en posible conflicto con la previsión de una responsabilidad de los jueces, por temor a que esta última se utilice en la práctica con el fin de influir en la independencia e imparcialidad del juez.

La Corte constitucional, en varias ocasiones, ha tenido oportunidad de afirmar que la independencia del juez no es óbice para la previsión de formas de responsabilidad, evidenciando que las garantías constitucionales (arts. 101, 102, 104, 108 de la Constitución italiana) no tienen el propósito de asegurar al juez un estatus de absoluta irresponsabilidad, tampoco en el ejercicio de las funciones jurisdiccionales, toda vez que existe plena compatibilidad entre la independencia de la función y la responsabilidad en su ejercicio, no solo en ámbito civil o penal, sino también administrativo (sentencia n.º 385 de 1996), y que todos los que ejercen actividades estatales (incluidos los jueces) deben ser responsables; todo ello sin olvidar que la peculiaridad de las funciones judiciales y la naturaleza de las medidas sugieren condiciones y límites a la responsabilidad de los jueces, especialmente en consideración a los principios constitucionales dictados para la protección de la independencia y autonomía de las funciones jurisdiccionales (sentencia n.º 26 de 1987).

Es natural, por tanto, que los jueces, como empleados del Estado, estén sujetos a formas de responsabilidad con respecto a los eventuales ilícitos cometidos en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales. Esto concierne, de la misma manera, tanto a los jueces ordinarios como a los especiales, tanto a los jueces de instrucción como a los fiscales.

Las garantías que la Constitución pretendió reconocer al Poder Judicial hacen que la regulación de la responsabilidad del juez, en sus aspectos sustantivos y procesales, deba ser cuidadosamente estudiada y calibrada a fin de evitar que esta pueda entrar en conflicto con los principios de independencia e imparcialidad, pues es evidente el riesgo de un uso instrumental, hasta el límite del chantaje, de las sanciones previstas para influir y forzar las decisiones judiciales.

Para reflejar esta particularidad, Sartori habló de «responsabilidad independiente», en el sentido de que la misma no exige la receptividad de las necesidades de los demás, sino solo una conducta responsable, esto es, una conducta competente y eficiente.

El propósito del presente trabajo es presentar una reflexión sobre los temas conexos con la responsabilidad del juez en relación con la evolución y la evidente ampliación del papel que hoy el juez está llamado a desempeñar y a la indudable existencia, junto a un derecho político, proporcionado con leyes, reglamentos, etc., de un derecho jurisprudencial, creado a través de las decisiones del Poder Judicial. Podríamos preguntarnos si la extensión de las facultades reconocidas al Poder Judicial debe conllevar también una ampliación de la responsabilidad del mismo en sus diversas formas.

Para responder a esta pregunta, el trabajo se articula en una primera parte dedicada a la progresiva ampliación del papel reconocido o, por lo menos, ejercido por el Poder Judicial; una segunda parte en la que se examinarán las formas de la responsabilidad más relevantes respecto de las finalidades de este trabajo: la disciplinaria, la civil y la deontológica[5]; y finalmente una tercera parte, que propone algunas reflexiones conclusivas.

II. LA EVOLUCIÓN DEL ROL DEL PODER JUDICIAL EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL[Subir]

Se ha señalado acertadamente desde diversos frentes que actualmente el papel del juez es muy diferente del que desempeñaba en el Estado liberal en el que la ley formal del Parlamento constituía la única verdadera y más importante fuente del derecho, y en lo que concierne a la jurisdicción valía la primacía absoluta de la ley, por lo que el juez era visto, en consecuencia, como un sujeto que, en consideración de sus capacidades técnico-jurídicas, estaba llamado a aplicarla, buscando la voluntad expresada en ella por el legislador. Un juez, según la definición de Montesquieu, «boca de la ley» y aplicador mecánico de un ordenamiento jurídico claro y completo.

Ese papel ha cambiado inevitable y profundamente con la realización del Estado constitucional, de la forma de Estado social y posteriormente del ordenamiento de la Unión Europea.

La revolución que trajo consigo la Constitución no deriva tanto de que se inserte una nueva fuente del derecho en el sistema anterior, sino de las características de este nuevo tipo de fuente: una fuente jerárquicamente superior a la ley (y de allí su rigidez) y organizada más por principios que por reglas.

La previsión de la superioridad jerárquica de la Constitución, y por tanto de límites infranqueables para el legislador ordinario, hace que, a diferencia del período preconstitucional orientado a la prevalencia absoluta del momento político de formación del derecho, se convierta ahora en decisiva, para el respeto de esos límites y por tanto para la aplicación de los principios constitucionales, la actividad interpretativa de los jueces ordinarios, en estrecha conexión con la del juez constitucional.

Dichos principios deben servir, por un lado, para cumplir una función unificadora para la interpretación de leyes que expresan muchas veces intereses individuales y, por otro, para guiar al juez en la identificación de la solución específica para cada caso concreto ante la dificultad del derecho para prever y regular casos concretos. De ello resulta una indudable ampliación de la función de interpretación de la Constitución por parte del juez que hace desvanecer definitivamente la visión de este como boca de la ley o como aplicador mecánico de una norma ya plenamente contenida y presente en el dictado normativo.

La realización de un sistema de control de la constitucionalidad de las leyes —que en Italia tuvo, por muchos años, como única vía de acceso a la Corte constitucional el juicio incidental (esto es, la cuestión de inconstitucionalidad), caracterizado por la necesaria colaboración del juez tanto en la fase ascendente como en la fase descendente— cambia radicalmente el papel del juez en relación con la ley y su interpretación.

Las decisiones interpretativas desestimatorias, utilizadas por la Corte constitucional italiana desde el inicio de su actividad, muestran claramente la posibilidad de ofrecer diferentes interpretaciones de un mismo acto legislativo y la necesidad de orientarse, entre las diferentes lecturas posibles, hacia la que mejor armoniza y realiza los principios constitucionales.

Este elemento resultó particularmente evidente cuando la Corte constitucional en la década de los noventa manifestó de manera decisiva la tendencia a dar mayor valor e importancia a la actividad interpretativa del juez ordinario en el juicio de constitucionalidad de las leyes, al afirmar que una ley no puede ser impugnada y declarada inconstitucional solo porque es posible dar interpretaciones inconstitucionales, sino, por lo contrario, solo cuando es imposible dar a la misma interpretaciones constitucionalmente compatibles. Con ello, empuja a los jueces ordinarios a resolver, cuando sea posible, sus dudas sobre la conformidad de la ley con la Constitución mediante el uso de sus propias facultades interpretativas y sin plantear una cuestión de inconstitucionalidad.

También la utilización, por parte de la Corte constitucional, de determinadas técnicas decisorias tiende a mostrar los márgenes considerables que se abren al juez en su actividad interpretativa; puede pensarse en el juicio de razonabilidad y la consiguiente actividad de ponderación, o en las denominadas decisiones aditivas de principio, con las cuales la Corte, al declarar la inconstitucionalidad de una disposición, no rellena directamente el vacío así creado, sino que se limita a fijar los principios que el legislador deberá observar al dictar la nueva regulación, precisando que, en ausencia de esta, será el juez quien brindará protección respecto de los casos concretos y con eficacia limitada a los mismos.

En una situación de grave retardo o persistente inercia del legislador ante la regulación de los derechos sociales y las cuestiones que se plantean para la realización concreta de los mismos, los jueces ordinarios (así como, obviamente, la Corte constitucional) han recibido una serie de peticiones particulares y por ello han intentado, mediante la aplicación directa de los principios constitucionales, remediar a las omisiones legislativas dando protección a las nuevas demandas sociales que no estaban previstas en la legislación.

Todo ello ha llevado a una progresiva y mayor ampliación de la función de la autoridad judicial como juez de los derechos frente a la de juez de la legalidad, en particular en el contexto de los llamados nuevos derechos, a saber, aquellos derechos que, sin estar expresamente previstos por la Constitución, son, especialmente en consideración a la evolución de las costumbres y de la sociedad, conexos con los valores constitucionales a través de la labor interpretativa llevada a cabo por el legislador o el juez, ordinario y/o constitucional.

La expansión de los poderes interpretativos-creativos del juez ordinario se ha confirmado aún más en los últimos años y meses después de la adopción de una nueva técnica de juicio, con referencia a la protección de los derechos fundamentales por parte de la Corte constitucional italiana. Se trata de las denominadas decisiones en dos fases, articuladas en dos momentos bien diferenciados: en el primero de ellos, la Corte constata la existencia de un claro conflicto entre la legislación impugnada y los principios constitucionales, pero al mismo tiempo afirma que no puede remediarlo, pues la solución solo puede derivar de elecciones discrecionales del legislador. Por esta razón, suspende la decisión y da al Parlamento un plazo (normalmente, hasta ahora, de un año) para actuar. Hasta el momento, el legislador nunca ha actuado al recibir esas advertencias por parte del Constitucional, prefiriendo no tomar una posición precisa sobre cuestiones éticamente sensibles por temor a las repercusiones de su decisión sobre el consenso del cuerpo electoral.

La Corte, ante esas faltas de intervención, ha dictado ella misma los elementos esenciales de la regulación, evidentemente siendo fuertemente influenciada por cada caso objeto del juicio a quo, dejando al juez ordinario la interpretación y aplicación de los principios por ella establecidos que, por razones obvias, no pueden ser precisos y específicos como los de una ley[6].

El primero de estos casos fue emblemático, y concernió a la cuestión de inconstitucionalidad relativa a la previsión como delito del suicidio asistido para el caso de una persona dependiente de nutrición y ventilación artificial; este sujeto pedía, teniendo plena capacidad jurídica, de poner fin a su vida, pero se encontraba en una situación en la que no era físicamente capaz de hacerlo por sí solo. En el presente supuesto, la persona acusada del crimen había llevado al paciente en coche hasta una clínica suiza donde pudo practicar el suicidio asistido.

La Corte constitucional, después de haber concedido al Parlamento un año, ha establecido los elementos esenciales de la regulación (comprobación del consentimiento, ejecución del tratamiento en establecimientos públicos de salud, estado de dependencia de la maquinaria, procedimiento a seguir) que, sin embargo, basándose en el caso concreto, resultaron difíciles de aplicar a casos parcialmente diferentes, especialmente a sujetos no dependientes de medios artificiales, como en el caso de Elena que acaba de ocurrir justo mientras escribo este ensayo (3 de agosto de 2021). Es el juez en estos casos (situaciones muy conocidas gracias a los periodistas) quien debe decidir cómo y en qué medida considerar aplicables los principios afirmados con carácter general por la Corte constitucional.

La implementación del sistema de la Unión Europea también tiene un impacto decisivo en el papel actualmente asignado al Poder Judicial.

La importancia y el papel central asumido hoy en día por el juez nacional derivan del hecho de que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), para dar eficacia a las obligaciones derivadas para los Estados miembros del derecho de la Unión Europea (UE), ha decidido confiar la tarea de control y, en parte, de sanción de los Estados a sus jueces nacionales, a través de los instrumentos de la cuestión prejudicial eurounitaria y de la potestad-deber de inaplicar la normativa nacional en conflicto con el derecho UE y la obligación de interpretar las fuentes nacionales de conformidad con los principios del derecho comunitario (o eurounitario). El recurso del juez ante el Tribunal de Justicia para la interpretación prejudicial del derecho de la UE ha terminado por adquirir una eficacia mucho mayor tras el reconocimiento, por parte de la Corte constitucional, de la eficacia de fuente del derecho también a las sentencias interpretativas del Tribunal de Luxemburgo.

Mediante la posibilidad de la inaplicación de la fuente nacional, si la misma se considera en conflicto con el derecho de la UE, el juez ordinario viene así a ejercer una suerte de control difuso de conformidad de la ley nacional con el derecho de la UE, que a menudo sigue al planteamiento de la cuestión prejudicial, que consigue así características, en cierto modo, similares a las de la cuestión de inconstitucionalidad ante la Corte constitucional.

La complejidad del rol del juez deriva, por tanto, del hecho de que este asume el papel de juez de la legalidad del ordenamiento jurídico, si bien, respecto de este mismo papel, cobra cada vez más importancia el rol de juez de los derechos; el juez, según la célebre definición de Piero Calamandrei, es el que abre las puertas del Tribunal Constitucional, pero debe evitar hacerlo cuando la duda de constitucionalidad puede ser superada recurriendo a sus propias facultades interpretativas (la denominada interpretación conforme) y puede, si están las condiciones, resolver el caso aplicando directamente la Constitución; el juez, asimismo, debe buscar y perseguir una interpretación de la legislación nacional de conformidad tanto con los principios contenidos en el CEDH, según la interpretación proporcionada por el Tribunal de Estrasburgo, como con el derecho de la UE y, si fuera necesario, plantear la cuestión interpretativa al Tribunal de Justicia de Luxemburgo, así como, también sobre la base de la respuesta de este último, proceder a la inaplicación directa de la ley nacional que se considere en conflicto con el derecho de la UE.

III. LA RESPONSABILIDAD DISCIPLINARIA DE LOS JUECES[Subir]

Pasando ahora a examinar las tres diferentes formas de responsabilidad de las que nos ocuparemos, empezaré por la disciplinaria, la única expresamente prevista en el texto de la Constitución italiana.

A la sanción disciplinaria se le suele atribuir una doble función, tanto en un sentido represivo de una conducta ilícita, como didáctico-preventiva para el futuro. Por otra parte, la función sancionadora puede considerarse, como hemos dicho, una forma de cumplimiento de la garantía de la independencia del Poder Judicial; sin embargo, una utilización conformista de la sanción disciplinaria parecería, sin duda, entrar en conflicto con esa misma garantía, esto es, cuando tiende a dirigir y forzar la decisión del juez.

La ley sobre el ordenamiento judicial, vigente en el momento de la entrada en vigor de la Constitución, definía de manera extremadamente genérica qué comportamientos de los jueces podían calificarse como falta disciplinaria. El art. 18 del Real Decreto Legislativo 511/1946, en efecto, preveía una responsabilidad disciplinaria para el juez que tuviera, en el cargo o fuera de él, una conducta que lo hiciera indigno de la confianza y consideración propia de su cargo y que comprometiera el prestigio del Poder Judicial. Una disposición, por tanto, absolutamente genérica bajo la que podían recaer las más diversas conductas y que se mantuvo vigente durante más de medio siglo, tras la entrada en vigor de la Constitución.

Con respecto a esta disposición, sobre la que se ha discutido mucho, me limitaré a evidenciar dos aspectos: uno de naturaleza sustancial, el otro de carácter funcional. Acerca del primero, la imprecisión de la disposición normativa y la referencia al prestigio del Poder Judicial hacia el exterior llevaban a juzgar la conducta no tanto en sí misma, sino por el clamor que la misma habían tenido en la opinión pública. En consecuencia, una misma conducta podía ser juzgada de manera diferente según fuera también conocida fuera del Poder Judicial o si permaneciera dentro de él.

En este sentido, el profesor Pizzorusso me mencionó el caso de un magistrado que iba a tocar el timbre de sus compañeros por la noche para despertarlos y para quien el respectivo procedimiento disciplinario se basó principalmente en la notoriedad del hecho y en el daño causado al prestigio de la orden y no en el hecho en sí.

En cuanto al aspecto funcional, el carácter genérico de la fórmula utilizada terminó, de hecho, por proporcionar un enorme poder interpretativo a la sección disciplinaria del Consejo Superior de la Magistratura (CSM). Cuáles eran los casos específicos de falta disciplinaria fueron de hecho identificados, caso por caso, por la jurisprudencia de la sección, que llegó así a crear una cierta forma de derecho viviente en materia disciplinaria. Esto evidentemente hizo incrementar la importancia de la actividad de la sección disciplinaria y, en consecuencia, la atención se dirigió a la ley electoral del CSM y a los criterios de composición de la sección disciplinaria.

Por estas y otras consideraciones, el art. 18 del Real Decreto Legislativo 511/46 fue objeto de una cuestión de inconstitucionalidad, resuelta por la Corte constitucional en 1981.

En doctrina, muchos sostuvieron la evidente inconstitucionalidad de la ley y Pizzorusso definió el hecho de que el legislador aún no hubiera intervenido para identificar las hipótesis de ilícito disciplinario como «una circunstancia terrible, anormal».

La Corte constitucional desestimó la cuestión (por considerarla infundada) con una decisión muy discutible, especialmente por las razones expresadas en apoyo de la falta de fundamento. En síntesis, la Corte sostuvo que, dado que las hipótesis de ilícito disciplinario pueden ser las más diversas, no hubiera sido posible que el legislador las hubiera previsto todas. En consecuencia, se reputó preferible una disposición genérica, que luego podría ser especificada caso por caso por la sección disciplinaria del CSM.

El hecho de que, en la actualidad, como diré, se hayan tipificado las hipótesis de ilícito disciplinario constituye la prueba más evidente de que esto era posible también en el momento de la decisión de la Corte constitucional.

Al margen de esta obvia consideración, podríamos preguntarnos a quién corresponde, siguiendo los principios constitucionales e in primis el de la división de poderes, identificar las hipótesis de ilícito disciplinario.

Dada por pacífica, como ya se ha dicho, la existencia, junto a un derecho político de un derecho jurisprudencial, aunque basado en diferentes método, límites y legitimidad, podríamos preguntarnos también si puede parecer más acorde con los principios constitucionales, y también con criterios de conveniencia, que la identificación de los supuestos de ilícito disciplinario se deje en concreto a la actividad creadora de la sección disciplinaria —como sucedió en base al citado art. 18— o sea por lo contrario, establecida por el legislador, limitando, aunque ciertamente no excluyendo, la discrecionalidad del juez disciplinario.

Al tratarse de la determinación de las hipótesis de ilícito de los jueces y magistrados, creo preferible reconocer la competencia del legislador al respecto, quien debe hacerlo en cumplimiento de los principios constitucionales y asumiendo la responsabilidad política de su propia elección. Es, por tanto, el Parlamento el que debe determinar los casos de ilícito disciplinario, mientras que la iniciativa de poner en marcha el procedimiento disciplinario es reconocida (también) al poder ejecutivo y la decisión corresponde al CSM, como el sujeto que garantiza la independencia externa del juez.

Mediante una reforma de 2005-‍2006, se introdujo la tipificación de los ilícitos disciplinarios[7], respondiendo así a una petición reiterada por mucho tiempo por los colegios de jueces.

La indicación de las conductas constitutivas de ilícito disciplinario no contiene cláusula de cierre alguna, en el sentido de considerar entre aquello también «cualquier otra conducta que […]».

Algunos han considerado esto como un elemento negativo de la reforma, estimando que así se determina el efecto por el cual la tipificación significa taxatividad, ya que, en ausencia de normas de cierre, los supuestos de falta disciplinaria serían solo aquellos expresamente previstos y ningún otro.

Si este es el significado que debe derivarse de la falta de previsión de una cláusula de cierre, no veo en ello nada negativo ni criticable, ya que podemos estar de acuerdo con quienes han señalado la naturaleza de la acción disciplinaria como una extrema ratio, que no debe representar una forma de sustitución de lo que debería haber sido una correcta valoración de la profesionalidad; en efecto, las conductas inapropiadas, pero no previstas en la ley, deberían estar previstas en el código ético y no ser objeto de un procedimiento disciplinario.

La obligatoriedad sin cláusula de cierre, de hecho, es un elemento que a mi juicio debería producir el efecto benéfico de distinguir claramente el ámbito de la ética (o deontológico), del de la evaluación de la profesionalidad y por tanto del de la responsabilidad disciplinaria.

La relación, y sobre todo la distinción, entre responsabilidad disciplinaria, deontología y control de la profesionalidad, sobre la que volveré más adelante, parece no estar clara en la jurisprudencia constitucional, dado que en tres casos diferentes, en los que ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre el fondo del asunto, parece confundir el aspecto disciplinario con el ético/deontológico, refiriéndose precisamente a una norma ética para referirse a la responsabilidad disciplinaria (sentencias n.º100 de 1981, n.º 224 de 2009 y n.º 170 de 2018).

Por el contrario, el aspecto de la responsabilidad disciplinaria debe absolutamente distinguirse del deontológico y no es casualidad que el código de ética aprobado por la Asociación Nacional de Jueces y Magistrados tenga relevancia solo dentro de la asociación y pueda contener (y contiene), como sucede con ejemplo también para el código de ética aprobado por las universidades, la prohibición de comportamientos que, fuera de un ordenamiento específico, son perfectamente legítimos y que en cambio están señaladas como obligaciones solo dentro de un código deontológico.

Al mismo tiempo, el control de la profesionalidad, si de verdad funciona, no debe delegar al procedimiento disciplinario la comprobación de toda una serie de conductas que deberían, más bien, encontrar su sanción indirecta en la progresión profesional posterior a dicho control.

Unos cuantos casos que han sido examinados en ámbito disciplinario y que han sido resueltos declarando la falta de relevancia del hecho, podrían haber sido más apropiadamente examinados, y eventualmente sancionados, en el marco del control de la profesionalidad o como violaciones al código deontológico. De este modo, solo se dejarían al juicio disciplinario, como extrema ratio, aquellos casos más graves que no encuentren en ellos una solución adecuada, so pena de correr el riesgo de desvirtuar el sentido que debe reconocerse en el procedimiento disciplinario.

La tipificación de los ilícitos —junto con la necesidad de distinguir las conductas del juez apreciables desde el punto de vista de la profesionalidad y del control ético respecto de aquellas relevantes desde el punto de vista disciplinario— debe conducir, por tanto, a distinguir también las valoraciones sobre el fondo de las relativas a la mera apariencia. Todo ello en el sentido de que las figuras ilícitas deben ser exclusivamente las previstas como tales por el legislador, independientemente de que determinadas conductas afecten o no la apariencia de imparcialidad; esta misma, por tanto, solo puede ser considerada relevante en ámbito disciplinario en los casos y en las formas previstos en la ley. Si bien la noción de apariencia resulta en sí misma imprecisa e inapropiada para su utilización en ámbito disciplinario —así que parece poder compartirse la referencia al procedimiento disciplinario como herramienta para garantizar el denominado mínimo ético—, considero, por el contrario, que sea oportuno valorar negativamente lo que se ha definido el derecho disciplinario de la apariencia, fundado sobre un terreno simbólico como el de la apariencia más que en la realidad.

Moviendo de la necesidad, por las razones antes destacadas, de que los supuestos de ilícito disciplinario se regulen por ley, sin dudas las elecciones del legislador pueden ser revisadas por la Corte constitucional desde el punto de vista de su razonabilidad y más específicamente de su proporcionalidad. El control de las elecciones del legislador puede estar dirigido a evitar que en los casos concretos se pueda pasar de un control de la conducta del juez a un control de la medida jurisdiccional, como herramienta para conformar la jurisprudencia y, también, a proteger los derechos fundamentales del ciudadano-juez.

En el primer caso, me refiero a la necesidad de evitar que la sanción disciplinaria pueda ser un instrumento que perjudique o influencie la libertad de interpretación del juez y, por consiguiente, la existencia de un pluralismo jurisprudencial[8].

El otro aspecto a partir del cual se pueden controlar las elecciones del legislador desde el punto de vista de la constitucionalidad es, como se ha dicho, el de la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos que ejercen la actividad jurisdiccional y que, por tanto, exige una adecuada actividad de ponderación entre los diversos valores constitucionales que entran en juego.

La Corte constitucional abordó el tema de la relación entre la responsabilidad disciplinaria y la libertad de expresión del pensamiento de los jueces, argumentando que estos últimos no pueden tener más limitaciones que las que se aplican a todos los demás individuos. En efecto, a juicio de la Corte, no puede haber dudas sobre el hecho de que los jueces y magistrados deben gozar de los mismos derechos de libertad garantizados a cualquier otro ciudadano, pese a que deba admitirse que desempeñan una función delicada, para lo cual es necesario ponderar correctamente en la búsqueda de un justo equilibrio, con el propósito de conciliar necesidades igualmente garantizadas por el orden constitucional (sentencia n.º 100 de 1981).

Con más frecuencia el problema se ha presentado respecto de los posibles límites a la libertad de asociación de los jueces y magistrados. Italia en 2001 fue condenada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) por la aplicación de una sanción disciplinaria a una magistrada por ser socio de una logia masónica no secreta. El Tribunal de Estrasburgo (sentencia de 2 de agosto de 2001, N. F. c. Italia) condenó al Estado italiano por la naturaleza genérica de las hipótesis que pueden derivar en responsabilidad disciplinaria, que no permitían que el magistrado pudiera saber de antemano que la pertenencia a una asociación masónica no secreta podía constituir un ilícito disciplinario.

Posteriormente, la Corte constitucional también se ocupó de la libertad de asociación de los jueces, por primera vez en 2009 (sentencia n.º 224/2009) sobre el caso Bobbio y una segunda vez en 2018 (sentencia n.º 170) en relación con el denominado caso Emiliano.

Ambos supuestos tenían que ver con unas sanciones disciplinarias relativa a la inscripción del juez a partidos políticos y a la participación sistemática y continuada en las actividades de los mismos. En el primer caso se trataba de un magistrado que no estaba desempeñando su cargo, ya que estaba destinado a actividades de consultoría parlamentaria. El Tribunal Constitucional, al resolver la cuestión de inconstitucionalidad planteada, tuvo que enfrentarse a tres problemáticas distintas.

La primera, de carácter más general, relativa a la legitimidad constitucional de la prohibición de que los jueces se inscriban a partidos políticos, dado que la Constitución solo prevé la posibilidad de una limitación del derecho de inscripción.

La Corte evidenció que la Constitución no impone, pero permite que el legislador establezca la prohibición de afiliación a partidos políticos, dentro del ámbito de discrecionalidad del que goza para ponderar entre el derecho a afiliarse a partidos y la protección de la independencia-imparcialidad del juez. Estableciendo la prohibición de la inscripción, el legislador, por tanto, a juicio de la Corte, eligió una opción que los principios constitucionales permiten.

En cambio, el segundo problema al que se enfrentó fue el relacionado con la aplicabilidad de la prohibición de inscripción también para los jueces que no ejercen temporalmente sus funciones. La Corte también en este caso ha descartado que la norma comportara una violación de la Constitución, ya que la persona en cuestión debe seguir considerándose un magistrado, aunque no desempeñe en aquel momento su cargo y, por lo tanto, el valor que la ley pretende proteger también es presente en esta situación.

El tercer problema concernía a la supuesta contradicción entre, de un lado, permitir la participación de los magistrados en las elecciones políticas o administrativas y, de otro, reconocer luego la participación sistemática y continua en las actividades de los partidos políticos (evidentemente necesaria la candidatura) susceptible de sanciones disciplinarias.

La Corte volvió a descartar la existencia de vicios constitucionales, ya que a su juicio estas situaciones son diferentes entre sí: una cosa son las condiciones exigidas al electorado pasivo, y otra la conducta que se expresa a través de la participación continuada en la actividad de los partidos políticos.

En el caso del Dr. Emiliano resuelto por la Corte, la situación de contradicción antes mencionada parecía aún más evidente, ya que el magistrado en concreto tampoco se encontraba desempeñando su cargo, pero por razones políticas, al haber sido elegido para un cargo público.

La Corte constitucional reafirmó los principios expresados ​​en la referida sentencia n.º 224 de 2009 y, aun reconociendo que la campaña electoral conlleva momentos de inevitable contacto con los partidos políticos, argumentó que la participación (lícita) en la competencia electoral no puede acarrear la legalidad de la afiliación a partidos políticos o la participación sistemática y continua en las actividades de los mismos; esta última no determina ninguna sanción automática, pero permite al juez disciplinario identificar soluciones adecuadas a las peculiaridades de cada caso concreto.

La Corte, en cambio, no abordó una cuestión que luego ha asumido un rol central en el debate político y parlamentario reciente, a saber, la posibilidad de que el juez elegido para un cargo público (parlamentario, concejal regional, alcalde de una gran ciudad, presidente de la región), pueda volver, una vez terminado el mandato, a desempeñar su rol en el Poder Judicial.

Admitida esta posibilidad, según la legislación actual, es difícil negar la evidente hipocresía inherente a la aplicación de una sanción disciplinaria en razón de la existencia de una relación continuada del juez con los partidos políticos. ¿Cómo es posible pensar que un candidato pueda ser electo sin tener relaciones con fuerzas políticas y partidos políticos?

Basta pensar en la historia del Dr. Emiliano, quien incluso fue candidato a la Secretaría Nacional del Partido Demócrata, o al riesgo de una espiral de sanciones disciplinarias contra los jueces o magistrados que sigan en su cargo político y, por ende, inevitablemente, en sus relaciones con las actividades de los partidos políticos[9].

IV. LA RESPONSABILIDAD CIVIL DEL ESTADO Y DE LOS JUECES[Subir]

Mientras que la responsabilidad disciplinaria encuentra su fundamentación en la violación de los deberes que el juez respecto del Estado en virtud de la relación laboral, la responsabilidad civil (o profesional) es la que el mismo asume respecto de las partes por los errores cometidos en el ejercicio de sus funciones y se basa en el art. 28 de la Constitución italiana, según el cual «los funcionarios y empleados del Estado y de los organismos públicos son directamente responsables, conforme a las leyes penales, civiles y administrativas, por los actos cometidos en violación de los derechos. En tales casos, la responsabilidad civil se extiende al Estado y a los organismos públicos».

La expresa disposición constitucional de la responsabilidad directa de los empleados del Estado por hechos que vulneren derechos ha permitido superar las que habían sido las objeciones y reservas al reconocimiento de la responsabilidad civil del Estado y/o del juez por la actividad judicial, representadas por el irresponsabilidad del Estado por el ejercicio de una función expresiva de la soberanía y por la presencia de un fallo definitivo que no permitía volver a tomar en consideración hechos y relaciones que ya habían sido juzgados con sentencia firme.

El principio de irresponsabilidad del Estado por los perjuicios de sus funcionarios entró en crisis a principios del siglo xx con la relación de identificación orgánica que permitió informar directamente al Estado de las actividades realizadas por sus empleados, extendiéndose a los primeros la responsabilidad por los daños producidos por los segundos, así como la diferenciación de los juicios ha permitido la superación del límite de lo juzgado.

En una sentencia, de fundamental trascendencia para la materia que se está tratando, la Corte constitucional afirmó que

el art. 28 de la Constitución se refiere a la actividad de las oficinas administrativos y de las judiciales», señalando además que «la singularidad de la función jurisdiccional, la naturaleza de las medidas judiciales, la misma posición super partes del juez puede sugerir, como se sugirió antes litteram, condiciones y límites a su responsabilidad, pero no tales que legitimen, por hipótesis, una negación total, que violaría abiertamente ese principio o sería irrazonable tanto por sí misma como en comparación con la imputabilidad de los empleados públicos (Sentencia n.º 2 de 1968).

Hasta 1988, la regulación de la responsabilidad civil del juez se regía por las disposiciones del código de enjuiciamiento civil, según las cuales el juez era responsable, en el ejercicio de sus funciones, solo en caso de dolo, fraude o soborno y la solicitud de la parte privada debía ser autorizada por el ministro de Justicia, mientras que el juez competente para resolver el caso era identificado discrecionalmente por el Tribunal de Casación (con clara violación del principio de predeterminación del juez por ley).

La regulación de aquel código fue derogada después de un referéndum que se celebró en 1987 y que en el fondo puede considerarse correctamente un referéndum contra los jueces.

En efecto, la necesidad de ampliar las formas de responsabilidad civil fue utilizada instrumentalmente por algunas fuerzas políticas (especialmente por el partido socialista) para reaccionar contra ciertas investigaciones llevadas a cabo por el Poder Judicial y que habían involucrado fuertemente a muchos políticos, en particular de ese partido. La Asociación Nacional de Magistrados sostuvo en esa ocasión que la verdadera intención del referéndum no fue «modificar la situación normativa, sino amedrentar a un Poder Judicial que comenzaba a incomodar a ciertos centros del poder público, económico y administrativo» y de igual manera Gaetano Silvestri afirmó que «algunas fuerzas políticas, irritadas por investigaciones y juicios contra administradores y dirigentes de partidos, decidieron una ofensiva masiva contra el Poder Judicial, haciendo un uso propagandista de la abolición del injusto privilegio de los jueces y magistrados».

Esta es quizás la primera ocasión en que se planteó claramente el choque entre el poder político y el Poder Judicial[10]. El resultado del referéndum fue claramente a favor de la derogatoria de la ley[11] y representó la primera vez, en nuestra experiencia constitucional, en la que una ley ha sido derogada a través del referéndum, pues en experiencias anteriores siempre había prevalecido la posición contraria a la derogatoria.

El Parlamento aprobó posteriormente la Ley 117/88, aplicable a todos los miembros del Poder Judicial de las distintas ramas (ordinario, administrativo, contable, militar), que preveía la posibilidad de pedir una indemnización por cualquier «daño injusto» derivado de una medida judicial establecida «con dolo o culpa grave» o por «negación de justicia», e indicaba analíticamente qué conductas constituyen negligencia grave[12] o denegación de justicia[13].

La acción de indemnización, en términos perentorios, tenía carácter subsidiario y solo podía interponerse después de haber agotado todos los medios ordinarios de apelación; tenía que dirigirse contra el Estado, en concreto al presidente del Consejo de Ministros. Oídas las partes, el tribunal competente para juzgar decidía en primer lugar sobre la admisibilidad de la demanda, que podía ser denegada en caso de incumplimiento de los términos o en caso de faltar manifiestamente de fundamento.

El Estado podía ejercitar, en términos perentorios, una acción de reclamación contra el juez que había emitido la decisión y la medida de resarcimiento no podía exceder la tercera parte del salario anual neto, respecto del sueldo que el juez recibía en el momento en que se propusiera la acción de indemnización.

La ley establecía también la que se ha denominado la «cláusula de salvaguardia», estableciendo que la actividad de interpretación de las normas jurídicas y valoración del hecho y de la prueba no puede en ningún caso ser considerada fuente de responsabilidad[14].

Muchos plantearon dudas sobre si esta ley fuese realmente respetuosa del resultado del referéndum abrogatorio y de la voluntad de sus promotores, que exigían la previsión de una responsabilidad directa de los magistrados. Así lo demuestra el hecho de que, posteriormente, se presentaron otras tres solicitudes de referéndum sobre la ley de 1988, las dos primeras (1996 y 1999) declaradas inadmisibles por la Corte constitucional, y la tercera (2013), que en cambio fue sometida al cuerpo electoral, pero que no logró el quorum mínimo de participación (la mitad más uno de los que tenían derecho al voto). La regulación contenida en la ley n.º 117 de 1988 fue impugnada ante la Corte constitucional bajo el supuesto de que la misma comprometería la imparcialidad del Poder Judicial al atribuir a las partes un instrumento de presión apto para influenciar sus decisiones. La Corte desestimó la cuestión por falta de fundamento, considerando que la referida ley «se caracteriza por el constante cuidado en proporcionar las medidas y cautelas adecuadas para salvaguardar la independencia de los jueces, así como la autonomía y plenitud del ejercicio de la función judicial» (sentencia n.º 18 de 1989).

La ley italiana de 1988 sobre la responsabilidad civil de los jueces, ahora resumida en sus elementos más relevantes, fue objeto en los años siguientes de algunas intervenciones decisivas por parte del Tribunal de Justicia de Luxemburgo (TJUE).

La sentencia Francovich de 1991 reconoció, con carácter general, el derecho del ciudadano comunitario al derecho a la indemnización por parte del Estado por el incumplimiento de las obligaciones comunitarias, especificando posteriormente las condiciones del reconocimiento y ejercicio del propio derecho y, en lo que a nosotros respecta, que este debe ser considerado válido cualquiera que sea el organismo estatal responsable de la violación (sentencia Brasserie du Pecheur de 1996), siempre que a) la norma jurídica violada atribuya derechos a los particulares, b) la violación esté suficientemente caracterizada y c) exista un nexo de causalidad directo entre esta violación y el daño sufrido por los particulares.

Unos años más tarde, el mismo Tribunal de Justicia (sentencia Kobler de 2003) señaló además que el derecho a la indemnización corresponde también al sujeto cuando la violación deriva de una decisión de un tribunal de última instancia; no obstante, el TJUE ha querido puntualizar que, dada la particularidad y especificidad de la actividad judicial, la responsabilidad por violación del derecho comunitario «solo puede darse en el caso excepcional en que el juez haya violado manifiestamente el derecho vigente» (cursivo añadido por el autor).

Para apreciar el carácter manifiesto de la infracción, el órgano jurisdiccional nacional debería haber tenido en cuenta los siguientes elementos: claridad y precisión de la norma infringida, intencionalidad de la infracción, el carácter excusable o inexcusable del error, la posición adoptada por una institución comunitaria, el incumplimiento de la obligación de plantear una cuestión prejudicial comunitaria o el desconocimiento manifiesto de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia en la materia.

Como consecuencia de esta jurisprudencia, surgió en el ordenamiento italiano el problema de la compatibilidad entre aquella y la legislación sobre la responsabilidad del juez contenida en la ley 117/88 y en particular en la referida cláusula de salvaguardia, que excluía la existencia de la responsabilidad del juez en el caso de las actividades de interpretación de la ley.

Los jueces italianos dieron respuestas diversificadas al respecto, para algunos la ley 117/1988, protegiendo un valor fundamental como es la independencia del juez, no era inaplicable por el juez común por actuar de «contra-límite», mientras que otros, por el contrario, consideraron la cláusula de salvaguardia contraria al derecho comunitario y, por tanto, inaplicable. Otros, en cambio, optaron por volver a plantear la cuestión ante el Tribunal de Justicia mediante una cuestión prejudicial relativa a la conformidad de la cláusula de salvaguardia con los principios del derecho comunitario según la interpretación en la citada jurisprudencia del Tribunal de Justicia, que por tanto tuvo que intervenir de nuevo en ese aspecto específico.

El Tribunal de Luxemburgo (sentencia Traghetti del Mediterraneo de 2006) en particular afirmó que no puede excluirse que se produzca una violación manifiesta del derecho comunitario precisamente en el ejercicio de la actividad interpretativa del juez y que está en conflicto con el derecho comunitario una legislación nacional que en todo caso excluya la responsabilidad del Estado o la limite a los casos de dolo o culpa grave por la actividad interpretativa del juez, cuando tal limitación pudiera conducir, en concreto, a excluir la responsabilidad del Estado en caso de violación manifiesta del derecho vigente.

En consecuencia, en Italia se ha abierto un amplio debate sobre las repercusiones de esta jurisprudencia en la legislación nacional; algunos consideraron que la sentencia del TJUE comportaba una verdadera ruptura de todo el sistema, mientras que para otros nada habría cambiado, debiendo incluirse la «violación manifiesta» entre los supuestos de dolo o culpa grave.

Las valoraciones de la citada intervención del Tribunal de Justicia y las consecuencias que de ella se derivan no han supuesto, finalmente, ninguna innovación en la legislación vigente; por esta razón, transcurridos cinco años, el propio Tribunal de Justicia, en el marco de un juicio por infracción, ha condenado, como era de esperar, a Italia por no cumplir con sus obligaciones respecto del principio general de responsabilidad de los Estados miembros por violación del derecho de la Unión por uno de sus tribunales de última instancia, dado que, de conformidad con la ley 13 de abril de 1988 n.º 117, sobre compensación por daños causados ​​en el ejercicio de funciones jurisdiccionales y sobre la responsabilidad civil de los magistrados: a) se excluyó cualquier responsabilidad del Estado italiano por daños causados ​​a particulares tras una violación del derecho de la UE imputable a un órgano jurisdiccional nacional de última instancia, si esta infracción resultaba de la interpretación de normas jurídicas o de la valoración de los hechos y de las pruebas realizada por el propio tribunal, y b) se limitó esta responsabilidad únicamente a los supuestos de dolo o culpa grave (Sentencia de 24 de noviembre de 2011, n.º 379/10, Comisión de la UE c. Italia).

Los dos perfiles ahora indicados, por los que Italia fue condenada, tienen que ser considerados en atención a sus peculiaridades, en el sentido de que la cláusula de salvaguardia reguladas en la ley 117/88 —que excluye en absoluto, en lo que respecta a la actividad interpretativa del juez, una responsabilidad del Estado incluso en el caso de una violación manifiesta del derecho comunitario— entra irremediablemente en conflicto con los principios de la UE; esto no pasa necesariamente con la previsión de la condición de la culpa grave. De hecho, el Tribunal de Justicia condenó a Italia porque no pudo demostrar, frente a las alegaciones de la Comisión, que la interpretación del Tribunal de Casación con respecto a esta condición fuera tal que incluyera la violación manifiesta.

Precisamente según «lo que Europa nos pedía», las referidas sentencias del Tribunal de Luxemburgo concernían, también por evidentes razones de competencia, a la violación manifiesta del «derecho de la Unión Europea», a la «responsabilidad del Estado» y solo a los jueces de última instancia. En consecuencia, al menos en abstracto, la reforma habría podido sancionar: la violación del derecho comunitario y no, en las mismas condiciones, las del derecho nacional; la responsabilidad del Estado, con independencia de la de los jueces y magistrados que cometieron la violación; y solo las decisiones de los jueces de última instancia.

Si no hay dudas de que las citadas decisiones del Tribunal de Justicia exigían al Estado italiano únicamente regular de manera diferente el régimen de las violaciones del derecho comunitario, se hizo evidente que, más allá de los efectos vinculantes derivados de las sentencias del Tribunal de Justicia, hubiera sido paradójico argumentar que una actividad completamente idéntica, como la violación manifiesta del derecho comunitario o del derecho interno por una medida judicial, tuviera un régimen diferente: indemnizado por el Estado en el primer caso y desprovisto de sanción en el segundo.

Todo ello hubiera significado que el Estado italiano negaba el interés por la plena eficacia de las normas nacionales que confieren derechos, en clara contraposición al principio de razonabilidad, y al art. 54 de la Constitución (deber de observar las leyes), pues el legislador habría demostrado más preocupación por las posibles infracciones del derecho comunitario que por las análogas infracciones del derecho interno.

En cuanto a la relación que debe darse entre la responsabilidad del Estado por daños injustos causados por una actuación judicial y la responsabilidad del juez que dicte la resolución correspondiente, se expresaron dos posiciones diferentes: la primera a favor de confirmar la legislación vigente en el sentido de someter a las mismas condiciones el ejercicio de la acción contra el Estado y contra el juez; y una segunda que tendía a separar los dos ámbitos, diversificando las condiciones y ampliando los criterios para el recurso contra el Estado (en caso de violación manifiesta o culpa) y reduciendo aquellos relativos al juez (solo dolo o culpa grave).

Por segunda vez, por lo tanto, el Parlamento italiano se vio obligado a intervenir y lo hizo aprobando una nueva regulación de la responsabilidad civil en la ley n.º 18 de 2015.

Los aspectos más relevantes de la reforma que merecen ser evidenciados pueden resumirse en cuatro elementos: a) la supresión del filtro de admisibilidad; b) la limitación (rectius supresión) de la cláusula de salvaguardia; c) la regulación de los casos de culpa grave y de violación manifiesta, y d) la acción de reclamación del Estado frente a los jueces y magistrados.

El filtro de admisibilidad consistía esencialmente en un examen por parte del tribunal competente con el objetivo de declarar inadmisibles las demandas o solicitudes manifiestamente infundadas; la decisión, que tenía que estar motivada, del tribunal podía ser impugnada ante el Tribunal de Apelación, que procedía a un nuevo examen de la solicitud. Si se hubiera comprobado la falta manifiesta de fundamento de la misma, el correspondiente auto de inadmisibilidad podía ser impugnado ante la Corte de Casación.

A pesar de su naturaleza como instrumento de garantía, la mayoría de los comentaristas reconocía en el filtro de admisibilidad el principal culpable del mal funcionamiento de la ley y en particular del hecho de que casi nunca se había llegado a la condena de un juez por responsabilidad civil.

En definitiva, se eliminó ese instrumento no tanto por ser inútil, nocivo o irracional en el procedimiento de determinación de la responsabilidad civil de los jueces, sino por su mal funcionamiento.

En efecto, la Corte constitucional había afirmado que la finalidad del filtro de admisibilidad fuera evitar acciones temerarias, manifiestamente infundadas, que habrían podido menoscabar la autonomía e independencia del Poder Judicial y, sobre todo, la confianza en este último.

Si una regulación seria y eficaz de la responsabilidad civil de los magistrados debe servir sobre todo para reforzar el grado de confianza en ellos por parte de los ciudadanos, esta regulación en concreto mostraba algunos elementos de contradicción. ¿Cómo y por qué tener confianza en los jueces que evaluarán la solicitud de responsabilidad en el fondo, cuando la premisa de la reforma es la de una evidente desconfianza en las decisiones de tres grados diferentes (primer grado, apelación y casación) que habrían terminado, por supuestos intereses corporativos, por negar la admisibilidad de la propia solicitud?

Respecto de la cláusula de salvaguardia, puede compartirse plenamente la lectura según la cual eliminar la responsabilidad en la actividad interpretativa del juez equivaldría a anular cualquier acción de responsabilidad, ya que es indiscutible que toda actividad y decisión judicial implica una actividad interpretativa previa.

En la ley se mantiene formalmente la cláusula de salvaguardia (para el único caso de la denegación de justicia), pese a que, habiendo excluido su aplicabilidad en caso de responsabilidad por dolo o culpa grave, hoy la misma no es nada más que una caja vacía, desprovista de contenido real.

La regulación de las hipótesis de culpa grave y violación manifiesta se realiza mediante una tipificación de cada conducta que puede ser así calificada.

En relación con la acción de reclamación por parte del Estado, la ley presenta una grave ambigüedad entre las hipótesis en las cuales el Estado tiene la obligación de ejercer dicha acción y otras en las que parecería que el Estado (es decir, el jefe de gobierno) tuviera la facultad para elegir si reclamar o no. Evidentemente, esta segunda posibilidad suscita fundadas dudas de constitucionalidad por entrar en conflicto con el principio de igualdad y el de protección de la independencia del juez.

La ley ha sido sometida al control de constitucionalidad de la Corte constitucional en todos sus elementos más significativos antes mencionados. El juez constitucional, sin embargo, abordó solo un aspecto sobre el fondo, considerando la cuestión inadmisible en todos los demás por falta de la condición de relevancia.

El aspecto examinado fue el de la supresión del filtro de admisibilidad que, como ya se mencionó, había sido considerado por la Corte constitucional absolutamente importante y útil. De hecho, la Corte había declarado que «la previsión del juicio de admisibilidad de la cuestión garantiza adecuadamente al juez frente a la proposición de acciones ‘manifiestamente infundadas’, que puedan perturbar su serenidad, e impide, al mismo tiempo, crear con malicia las condiciones para la abstención y recusación (Sentencia n.º 18 de 1989) y que fuera «indispensable un “filtro” para garantizar la independencia y autonomía de la función jurisdiccional» (Sentencia n.º 468 de 1990).

En esta última ocasión la Corte, en cambio, justifica su supresión, refiriéndose en este sentido a la actividad de ponderación entre los distintos principios constitucionales y en particular, en nuestro caso, entre los derechos del ciudadano perjudicado y la protección de la decisión frente a posibles influencias externas.

El resultado de la ponderación, a juicio de la Corte constitucional, depende del momento y del marco histórico en que la misma se lleva a cabo; la conclusión a la que, por consiguiente, llega es que en el marco legal vigente el valor de la independencia e imparcialidad del juicio pueden considerarse garantizadas incluso sin la previsión de un filtro de admisibilidad (Sentencia n.º 164 de 2017)[15].

V. EL CÓDIGO DEONTOLÓGICO DEL PODER JUDICIAL[Subir]

La tercera de las formas de responsabilidad señalada antes es la deontológica, de la que últimamente se ha hablado mucho sobre todo en el ámbito judicial, también en consideración a los escándalos que han tenido por objeto las relaciones entre los diversos grupos presentes en la Asociación Nacional de Magistrados (ANM) y la lógica de reparto de los cargos directivos de las oficinas judiciales.

La presencia de un código deontológico en el que formalizar determinadas conductas, derivadas de principios éticos, que se imponen a los jueces y magistrados más allá de sus obligaciones legalmente sancionadas, como hemos visto, a nivel disciplinario o civil, tiene como finalidad aumentar la confianza de los ciudadanos en la justicia y en la acción de la administración pública en general.

En 1993 (Decreto Legislativo n.º 29, art. 58 bis), después de la temporada de Tangentopoli, que había arrojado un gran descrédito sobre toda la clase política que resultó ser corrupta, se estableció que el Poder Judicial (así como la Administración pública) aprobara su propio código de ética. La aprobación para el Poder Judicial fue delegada a la ANM, por tanto a una asociación privada, estableciéndose que, en caso de falta de adopción del código, esta sería reemplazada en dicha tarea por el Consejo Superior del Poder Judicial (CSM).

La ANM aprobó el código en 1994, subestimando bastante sus finalidades y potencialidades y operando solo para no ser reemplazado por el CSM. En el preámbulo del código se dice claramente que en todo caso se trata de indicaciones de principio sin efectos jurídicos.

En los años de su aplicación concreta, por el contrario, madura la convicción de la importancia del código deontológico, especialmente para legitimar la labor del Poder Judicial frente a los ciudadanos y disipar las sospechas de parcialidad derivadas de los escándalos que habían afectado al Poder Judicial y aumentar la fiabilidad y confianza frente a las frecuentes acusaciones de protagonismo o excesos interpretativos, que implicaban en ciertos casos una verdadera actividad creativa de derecho.

Todo ello se hace especialmente evidente en la segunda redacción del código, que se llevó a cabo después de dieciséis años en 2010 y, en particular, esta voluntad se desprende claramente de su preámbulo, donde se enfatiza que el juez trabaja para lograr la plena efectividad de los derechos de las personas, y asume «la responsabilidad respecto del buen desempeño del servicio de justicia, pero al mismo tiempo protege su independencia, tanto en las relaciones externas como en el ámbito del CSM». El código «se ofrece a los ciudadanos y a las instituciones».

Un aspecto que conviene subrayar, dada la importancia que adquirió en relación con muchas cuestiones que han llegado ante los tribunales, es el relativo a las relaciones con la prensa y otros medios de comunicación de masas. La normativa establece que «el juez no solicita la publicidad de noticias relativas a su cargo», que si «cree que debe informar sobre la actividad judicial, a fin de garantizar la correcta información a los ciudadanos y el ejercicio del derecho de prensa o para proteger el honor y la reputación de los ciudadanos, evita la constitución o utilización de canales de información personal confidenciales o privilegiados» y que «se inspira en criterios de equilibrio, dignidad y mesura en la emisión de declaraciones y entrevistas a diarios y otros medios de comunicación masiva, así como en cualquier escrito y en cualquier declaración destinada a la difusión. Evita participar en transmisiones en las que sepa que los hechos de procesos judiciales en curso serán objeto de representación en forma escénica».

El código deontológico, en términos estrictamente jurídicos, opera como una medida de soft law, cuya fortaleza radica en la capacidad de convencer y así crear una cultura ética del comportamiento del juez, sin imponer una regla.

En realidad existe una sanción, en caso de violación del código deontológico, contenida en el Estatuto de la ANM, que consiste en medidas de censura, interdicción temporal de los derechos sociales y expulsión de la asociación y que puede ser aplicada por la junta de árbitros quien formula la propuesta al comité directivo central de la ANM. Evidentemente, la sanción no supone un efecto disuasorio real, ya que solo puede aplicarse a los jueces y magistrados que formen parte de la Asociación y en todo caso puede evitarse saliendo de la misma.

Aparte de esto, el código deontológico puede tener una gran utilidad, por ejemplo para integrar los espacios que dejen vacíos las disposiciones normativas o para dar solución a problemas para los que una sanción disciplinaria o civil puede ser inadecuada o ineficaz.

Por solo proporcionar algunos ejemplos, la norma deontológica puede ser útil para conciliar la libertad de expresión del pensamiento del juez, como ciudadano, y el deber de confidencialidad o para regular aspectos de la participación del juez en la vida política. Piénsese al respecto en la posibilidad de que un juez participe en las denominadas «primarias» organizadas por los partidos políticos para permitir que se expresen los miembros o simpatizantes de determinadas fuerzas políticas.

Asimismo, ese código puede ser de utilidad para todos aquellos supuestos en los que recurra la figura de la apariencia de imparcialidad, que no debería, por las razones ya señaladas, entrar dentro de los ilícitos disciplinarios, y que podrían derivar del código ético. También puede ser útil para indicar la conducta a seguir en materia de ascensos, asignación de cargos o incluso para sancionar conductas de los jefes de oficinas judiciales en la distribución del trabajo dentro de la oficina judicial en violación del principio constitucional de la preconstitución del juez solo por ley.

VI. ¿DÓNDE HAY DISCRECIONALIDAD HAY RESPONSABILIDAD? LA LEGITIMACIÓN DEL DERECHO JURISPRUDENCIAL EN EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL[Subir]

Como he indicado anteriormente, quisiera concluir este ensayo con algunas consideraciones generales sobre la relación entre el papel actualmente reconocido a la actividad jurisdiccional, la regulación de la responsabilidad de los jueces y la legitimación del derecho jurisprudencial en el Estado democrático y constitucional.

En cuanto a la responsabilidad del juez y para justificar una regulación específica en este ámbito, en las discusiones de los últimos años es cada vez más frecuente la referencia a la cantidad de poder reconocido al Poder Judicial o en todo caso efectivamente ejercido por él, para deducir el principio según el cual, en un sistema jurídico democrático, donde hay poder, debe haber responsabilidad.

A la ampliación de la función del juez, que se ha mencionado en el segundo apartado de este trabajo, debería corresponder una ampliación de su responsabilidad, pues la decisión del juez derivaría no solo de la ley sino también, dentro de los límites reconocidos a la actividad hermenéutica, del órgano juzgador. Por tanto, la actividad «creadora» del derecho jurisprudencial sería la consecuencia de la ampliación de las posibles opciones discrecionales del Poder Judicial, con la consecuencia de que, en un estado democrático, donde hay discrecionalidad, debe haber responsabilidad.

Decidir qué postura asumir sobre este interesante problema nos obliga a empezar con algunas aclaraciones.

Partiendo de la última de las afirmaciones mencionadas anteriormente, parece oportuno precisar que las opciones discrecionales del juez se sitúan en un plano completamente distinto a las del Parlamento o de los órganos políticos: las primeras tienen carácter técnico y las segundas naturaleza puramente política; también por eso, como diré, su respectiva legitimación en el sistema constitucional es diferente.

El reconocimiento de la ampliación de las facultades interpretativas del juez, sobre todo a raíz de la entrada en vigor de las constituciones rígidas, ha provocado que se empezara a hablar indebidamente del carácter político del juez, cuando en realidad se trataba solo de un cambio de rol, estrictamente conexo con la realización del Estado constitucional social.

Respecto de la noción de poder, es innegable que el Poder Judicial configure uno de ellos (rectius cada juez en el ejercicio de las funciones jurisdiccionales) si nos referimos, según se desprende de la jurisprudencia constitucional consolidada, al sujeto titular de una competencia constitucionalmente garantizada. Es sobre la base de tal conclusión que la Corte constitucional ha definido el Poder Judicial como un «poder difuso», reconociendo así a cada juez, y también a los órganos del ministerio público, la legitimidad para ser partes, en sentido activo o pasivo, de un conflicto de atribución entre poderes del Estado.

En mi opinión, se debe llegar a una conclusión diferente cuando se entiende la noción de poder en el sentido de un bloque unitario y monolítico de autoridad que se expresa con una sola voz y que se contrapone a los demás poderes (legislativo y ejecutivo). En efecto, el Poder Judicial parece ser unitario solo por el estatus particular que comparten todos sus miembros y en consideración a la particularidad y dificultad de la función que están llamados a ejercer.

Por ello queda ciertamente excluido que en este sentido el Poder Judicial pueda ser visto como un poder o incluso como un contrapoder, que opere como contrapeso al Gobierno o al Parlamento, dado que el mismo cumple, por el contrario, una función de garantía del Estado constitucional en su conjunto y por lo tanto no puede ser considerado una parte que se enfrenta a las demás.

Precisamente por esta función, es evidente que parece errónea e inapropiada la postura de quienes pretenden un control más penetrante de la política sobre el Poder Judicial por el hecho de que este también ejerce control sobre la actividad de los políticos.

La innegable existencia de un derecho jurisprudencial, junto al derecho político tradicional, ha planteado el problema de la relación entre los dos creadores del derecho. En otras palabras: ¿los jueces se han convertido en legisladores? ¿Pueden, hoy en día, equipararse, esto es, ponerse en un mismo nivel los jueces y el legislador?

La respuesta es obviamente negativa, pues los elementos de distinción entre uno y otro son muchos y evidentes, tanto en lo que se refiere al método como a los límites a los ambos que están sometidos en la creación del derecho, y sobre todo a su legitimación en el sistema.

En este sentido, en cuanto a la relación entre la actividad jurisdiccional y la noción de democracia, debe subrayarse que la democracia no solo significa que las elecciones políticas deben reservarse a los sujetos representativos, sino también que las decisiones relativas, en particular, a los derechos fundamentales no pueden dejarse en las manos de la mayoría y estar sujetas al control de órganos imparciales. El control de los límites al poder no puede por tanto considerarse contra la democracia, sino, antes bien, contra el despotismo electivo y la protección de los derechos fundamentales es parte integrante de la democracia.

Tanto la función legislativa como la jurisdiccional encuentran su fundamento en la Constitución, la primera específicamente en el principio mayoritario-representativo y la segunda en el de legalidad. Por consiguiente, el consenso popular no puede considerarse la fuente de legitimación de la actividad judicial, ya que si es cierto que los jueces administran la justicia en nombre del pueblo italiano, es igualmente cierto que ese principio debe leerse en conjunto y coordinado con otro principio, según el cual el juez está sujeto únicamente a la ley, esta última como expresión de la soberanía popular, que es muy diferente a la subordinación a la voluntad del pueblo o al consenso de la opinión pública.

La legitimación de la actividad de producción del derecho por parte del legislador está conexa con la relación de representación directa del cuerpo electoral, ante la que responderá de sus elecciones; por tanto, las modalidades de intervención son tales que solo le corresponderá decidir si hacerlo, cuándo hacerlo y con qué contenido específico.

Por otra parte, la fuente de legitimación de la actividad jurisdiccional del juez es diferente, dado que en primer lugar el mismo encuentra una serie de condicionantes y límites, obviamente a partir de la letra de la ley y de las reglas de interpretación comúnmente aceptadas.

La legitimación del juez deriva, por tanto, de la confianza que los ciudadanos tienen en sus decisiones, ya que la solución de las controversias por parte de la autoridad judicial se impone a los destinatarios no como expresión de una verdad, ni como una elección que se refiera a una determinada orientación política, sino, antes bien, solo porque proviene de una persona que se considere preparada técnica y profesionalmente y que actúa, en condiciones de independencia e imparcialidad, de acuerdo con las normas procesales y en pleno cumplimiento de las mismas y es, dentro de ciertos límites, responsable de su actividad.

El fundamento de la legitimación de la actividad jurisdiccional también en la confianza que los destinatarios de la misma deben tener en el Poder Judicial, indica que para este fin, sobre todo, deben establecerse y orientarse tanto los controles como las formas de responsabilidad, los unos en estrecha conexión con las otras, dado que un sistema bien articulado y funcional de controles a la profesionalidad del juez debe servir justamente para prevenir procesos por responsabilidad en el ejercicio de las funciones jurisdiccionales.

La legitimidad de la actividad jurisdiccional, hace un tiempo conexa con el prestigio del orden judicial, se basa ahora en su credibilidad, en la confianza de los destinatarios de sus decisiones y también en el régimen de responsabilidad aplicable.

Como escribe Luigi Ferrajoli, la legitimidad del juez no se funda en la verdad o en la búsqueda de la verdad, sino en la confianza en la imparcialidad, la honestidad intelectual, el rigor moral, la competencia técnica y la capacidad de juicio.

Por ello, para buscar la base de la legitimación de la actividad jurisdiccional, no se deben seguir las reglas de la responsabilidad política, ya que la actividad del juez encuentra su legitimación en el principio de legalidad y no en el principio de consenso popular.

Una ley se respeta, aun cuando no se comparten sus contenidos, porque es aprobada por los representantes del cuerpo electoral, quienes son responsables ante sus electores respecto de las elecciones políticas que toman a través de la aprobación de las leyes. Por estas razones la ley debe ser respetada.

Por el contrario, una sentencia de un juez se respeta, aun cuando no se comparten sus contenidos, no porque se trate de una elección política, sino porque expresa la sumisión a la legalidad, ya que es pronunciada por una persona técnicamente preparada y profesionalmente competente. El médico, el abogado, el notario pueden ser elegidos por sus clientes según la confianza que inspiren, mientras que, como es bien sabido, el juez no puede ser elegido y el principio constitucional del juez natural preconstituido por ley pretende justo eliminar esta posibilidad.

Dado, entonces, que el juez competente es impuesto por el Estado, este último tiene la obligación de garantizar la profesionalidad del juez a fin de garantizar la confianza de los destinatarios de las decisiones pronunciadas por él; en dicha obligación se fundamenta la responsabilidad del propio Estado, además de la de los jueces y magistrados.

La sentencia, pues, se respeta porque proviene de un sujeto independiente e imparcial y, dentro de los límites establecidos por la ley, jurídicamente responsable.

Por todo lo dicho, en mi opinión, los controles de profesionalidad y las formas de responsabilidad, como he apuntado en la premisa, no constituyen un tema de interés solo dentro del sistema judicial, sino que atañen a la realización del orden constitucional porque también en la existencia y eficacia de estos instrumentos se basa la legitimación de la actividad jurisdiccional y el respeto de las sentencias del Poder Judicial.

NOTAS[Subir]

[1]

Traducción del italiano por Silvia Romboli (Universidad Ramon Llull-ESADE).

[2]

Aclaración de la traductora: el título en el idioma original utiliza el término magistrati. En Italia el mismo incluye a los que en España se identifican como jueces, magistrados y fiscales. A lo largo del texto se entenderá que el término juez incluye esas tres figuras pertenecientes al poder judicial.

[3]

En particular, los elementos más característicos con respecto al pasado, y que califican el modelo italiano de ordenamiento judicial, pueden resumirse en cuatro puntos: a) la autonomía y la independencia externa, es decir frente a posibles influencias provenientes precisamente de fuera del Poder Judicial, esto es, del poder político y de la mayoría de gobierno en particular. Este aspecto encuentra su principal realización en el establecimiento de un órgano especial (el Consejo Superior de la Magistratura), integrado por dos tercios de jueces y magistrados, elegidos por jueces y magistrados, a quienes se les han asignado las funciones administrativas y disciplinarias hacia los magistrados, una vez ejercidas por el ministro de Justicia; b) la independencia interna, basada en el principio de que los jueces se distinguen entre sí únicamente por la diversidad de funciones y por tanto no por grados o jerarquía, en virtud del cual se anula la anterior concepción de un Poder Judicial organizado por grados, con facultades muy penetrantes de los jefes de las oficinas judiciales; c) la independencia respecto del poder político (y del gobierno) del Ministerio Público que, en materia penal, tiene la obligación de perseguir y por tanto no responde a la orientación política de la mayoría; d) el reconocimiento al juez de la posibilidad de activar ante la Corte constitucional una cuestión de constitucionalidad de la ley que tiene que aplicar en un caso concreto, relevándolo en estos casos de la sujeción a la ley ordinaria del Parlamento.

[4]

La experiencia italiana se sitúa en una posición intermedia entre estas dos hipótesis, ya que respecto del acceso y la relación de servicio se siguió la primera, pero al mismo tiempo la situación de autonomía e independencia respecto del poder político-administrativo acerca a los jueces italiano al segundo modelo. También en consideración de esto, en Italia se mantiene de hecho la responsabilidad del juez, tanto a nivel disciplinario como civil.

[5]

Las otras formas de responsabilidad de las que generalmente se habla son la responsabilidad difusa (o política) en el sentido de una forma de control popular en razón de la afirmación de que la justicia se administra en nombre del pueblo; la responsabilidad constitucional, que se lleva a cabo ante el juez constitucional mediante la impugnación directa de sentencias o en el marco de un conflicto de atribución entre poderes del Estado o entre Estado y regiones; la responsabilidad contable, derivada del perjuicio a las autoridades fiscales en el ejercicio de las funciones jurisdiccionales; la responsabilidad penal por eventuales delitos cometidos.

[6]

La técnica de la decisión en dos fases ha sido utilizada hasta ahora por la Corte constitucional en tres ocasiones: la de la regulación de la ayuda al suicidio (Auto n.º 207 de 2018 y luego Sentencia n.º 242 de 2019), la de la responsabilidad penal de los periodistas por difamación en la prensa (Auto n.º 132 de 2020 y luego Sentencia n.º 150 de 2021) y la de la regulación de la cadena perpetua, que acabará siendo una decisión en tres fases, tras un aplazamiento inicial de doce meses, la Corte decidió fijar otro lazo de seis meses (Auto n.º 97 de 2021 y luego Auto n.º 122 de 2022).

Incluso en el caso de la reciente decisión sobre la atribución del apellido materno (Sentencia n.º 131 de 2022) la Corte constitucional, aceptando una cuestión planteada por la misma Corte ante sí, se ha sustituido a un legislador poco sensible o demasiado lento en la protección de los derechos, si bien, en algunos aspectos, se ha limitado a dar algunas indicaciones al legislador. Si este decidiera no actuar, seguirán siendo los jueces quienes deberán integrar la sentencia de la Corte a través de sus propios poderes interpretativos.

[7]

La ley enumera de manera muy específica toda una serie de infracciones o ilícitos, distinguiéndolas entre: a) ilícitos en el ejercicio de funciones; b) ilícitos ajenos al ejercicio de funciones; c) ilícitos derivadas de determinados delitos.

Las hipótesis a) y b) no contienen las denominadas cláusulas de cierre, mediante las cuales se tipifican como faltas disciplinarias todas aquellas conductas no previstas expresamente, pero que pueden ser consideradas lesivas de los deberes y funciones del juez. De hecho, dicha cláusula se mantiene solo para las conductas previstas en c), para las que constituye un ilícito «cualquier hecho constitutivo de delito capaz de dañar la imagen del juez, aunque el delito se extinga por cualquier causa o la acción penal no pueda iniciarse o continuarse».

Las sanciones aplicables son las siguientes: a) amonestación, que consiste en una advertencia al magistrado para que cumpla correctamente sus funciones; b) censura, es decir, una declaración formal de reproche; c) pérdida de antigüedad, que no puede ser mayor de dos años, ni menor de dos meses; d) incapacidad temporal para ejercer un cargo directivo o semi-directivo, que no puede ser superior a dos años, ni inferior a seis meses; e) suspensión del cargo y salario de tres meses a dos años; f) despido, es decir, terminación de la relación de servicio.

[8]

Para mejor entendimiento, pueden mencionarse las hipótesis de sanciones disciplinarias previstas en el Decreto Legislativo 109/2006, luego eliminadas, donde estaba previstos como ilícito disciplinario la realización, por parte de un juez, de actos y medidas que constituyen el ejercicio de un poder que la ley reserva a los órganos legislativos o administrativos o a otros órganos constitucionales (art. 2, párrafo 1, letra ff), con clara referencia a lo que se ha denominado la interpretación creativa de los jueces. Aún más evidente fue el caso de la denominada cláusula de salvaguardia, según la cual la actividad interpretativa del juez no puede dar lugar a responsabilidad disciplinaria, si se ejerce «de conformidad con el art. 12 de las disposiciones sobre la ley en general» (art. 2, 2º párrafo).

Esta disposición —en la que se lee que «en la aplicación de la ley no puede atribuírsele otro sentido que el que derive del sentido propio de las palabras según la conexión de aquellas entre sí y por la intención del legislador»— expresa el criterio de interpretación literal u originalista, considerado hoy por la doctrina imperante como un antigualla, de poca utilidad o, como mucho, de carácter integrador y residual, por estar muy alejado de las necesidades reales del intérprete.

[9]

La reciente Ley de Reforma del Poder Judicial (Ley 17 de junio de 2022, n.º 71) contiene fuertes limitaciones para los jueces que, habiéndose candidato sin luego haber sido elegidos, regresan a las funciones del Poder Judicial, tanto que su constitucionalidad puede ser cuestionada en razón de la limitación indirectas del derecho fundamental del magistrado-ciudadano a presentarse como candidato en elecciones políticas o administrativas. Se prevé una medida más radical para los jueces electos que hayan ocupado los cargos correspondientes durante más de un año, a saber, la imposibilidad de volver a las funciones del Poder Judicial activo para enmarcarse en un rol autónomo del ministerio de justicia u otro ministerio. De hecho, está previsto que «los jueces y magistrados ordinarios, administrativos, contables y militares que hayan ocupado el cargo de parlamentario nacional o europeo, de consejero regional o provincial en las provincias autónomas de Trento y Bolzano, de presidente de los consejos de las regiones o provincias de Trento y Bolzano, alcalde o concejal, al finalizar su mandato, si aún no han alcanzado la edad de jubilación obligatoria, desempeñarán funciones ajenas a su cargo, en el Ministerio de pertenencia o, para los magistrados administrativos y contables, en la Presidencia del Consejo de Ministros, o serán reasignados y destinados por sus respectivos órganos de gobierno a realizar actividades que no sean directamente jurisdiccionales, […], sin perjuicio del cumplimiento de las normas que regulen el acceso a estas funciones específicas, y sin perjuicio de la asunción de diversos cargos en la Abogacía del Estado o en otras administraciones sin que constituyan cargos supernumerarios».

[10]

Un caso judicial específico que involucró a una figura muy conocida, esto es, un conocido presentador de televisión (Enzo Tortora) influenció notablemente la opinión de los votantes. Tortora fue detenido en 1983, acusado de haber participado en el tráfico de estupefacientes, y puesto bajo arresto domiciliario. Fue posteriormente elegido al Parlamento Europeo en 1984, pero acusado y convocado a juicio por «asociación criminal del tipo mafioso y tráfico de cocaína». El Parlamento Europeo concedió la autorización para proceder con el juicio (el suplicatorio, en España), a petición del mismo parlamentario, que fue condenado en primera instancia a diez años de prisión. En apelación Tortora fue absuelto respecto de todos los cargos y la sentencia fue confirmada en casación.

[11]

De hecho, el 80,2 % de los electores votaron «sí», que en todo caso representaban el 61,5 % del electorado. Para que el Parlamento pudiera aprobar la nueva ley que regulaba la responsabilidad civil del juez, el presidente de la República decidió postergar los efectos derogatorios del referéndum ciento veinte días.

[12]

Determinan la culpa grave: a) la infracción grave de la ley causada por negligencia inexcusable; b) la afirmación, determinada por negligencia inexcusable, de un hecho cuya existencia está indiscutiblemente excluida por los documentos procesales; c) la negación, determinada por negligencia inexcusable, de un hecho cuya existencia se desprende indiscutiblemente del proceso; d) la aplicación de una medida relativa a la libertad de la persona fuera de los casos permitidos por la ley o sin motivación.

[13]

Constituían denegación de justicia la negativa, omisión o retardo del juez en la realización de los actos propios de su cargo cuando, vencido el término legal para la emisión del acto, la parte hubiese presentado una solicitud para obtener la medida y expiraron en vano, sin causa justificada, los treinta días de la fecha de presentación en el registro. Si no se prevé un plazo, en todo caso deberán transcurrir inútilmente treinta días desde la fecha de presentación en el registro de la solicitud dirigida a obtener la medida.

[14]

El carácter personal de la responsabilidad planteaba entonces el problema de las sentencias o medidas dictadas por un órgano colegiado y la hipótesis de que un magistrado se hubiera quedado en minoría (por lo tanto exento, en ese caso, de la responsabilidad por esa medida). Por ello, a solicitud del componente disidente, se daba la posibilidad de elaborar un acta de resumen que contenía «la indicación del disidente, la cuestión o cuestiones a que se refiere el disenso y las razones del mismo». El acta, firmada por todo el colegio, se conservaba por el presidente en sobre cerrado en la cancillería de la oficina judicial. Tras una intervención de la Corte constitucional (Sentencia n.º 18 de 1989), el acta, para evitar efectos negativos en el buen desempeño de la administración de justicia, se elabora solo en caso de que lo solicite uno de los miembros del colegio.

[15]

La ley de 2015 fue luego sometida al control de la Corte constitucional el año pasado (2021) en relación con un aspecto específico de la regulación. Esto es, la obligación de presentar la demanda de indemnización al fiscal general de la Corte de Casación, quien, en consecuencia, tendría la obligación de ejercer la acción disciplinaria contra el juez. La Corte sostuvo que existía la obligación de comunicación al Ministerio Público, negando sin embargo que el mismo tuviera la obligación de ejercer la acción disciplinaria, por falta de indicación de un hecho circunstancial y preciso (Sentencia n.º 169 de 2021).

Bibliografía recomendada[Subir]

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