RESUMEN

El artículo aborda desde una perspectiva histórica la relación que se ha mantenido entre la política y la justicia en España en el marco de la separación de poderes implantado por los constitucionalismos decimonónicos. Para poder afrontar esa vinculación política-justicia se ha optado por materializar lo político y lo judicial en dos de sus expresiones institucionales, entendiendo por lo primero el Gobierno y por lo segundo la Administración de Justicia como aparato. De este breve recorrido, que abarca desde el primer constitucionalismo doceañista hasta la vigente norma constitucional, se deduce que la politicidad de la magistratura se incorporó en los albores constitucionales como un elemento básico para asentar el nuevo orden; se consagró como un aspecto sustancial de los jueces que sirvió para articular el aparato judicial, y solo en décadas muy recientes, con una verdadera democratización del constitucionalismo, se crearon instrumentos para considerarla una anomalía del sistema incompatible en esencia con una separación de poderes estructurante del orden constitucional.

Palabras clave: Historia constitucional; separación de poderes; poder ejecutivo; Administración de Justicia; politización de la justicia; selección del juez; inamovilidad judicial; independencia judicial; depuración judicial.

ABSTRACT

This article addresses, from a historical perspective, the relationship that has been maintained between politics and justice in Spain within the framework of the separation of powers established by the nineteenth-century constitutionalisms. In order to tackle this political-justice link, we have chosen to materialise the political and the judicial in two of their institutional expressions, the former being understood as the Government and the latter as the Administration of Justice as an apparatus. From this brief overview, which spans from the first constitutionalism of 1812 to the current Constitution, it can be deduced that the political nature of the judiciary was incorporated at the dawn of the Constitution as a basic element to establish the new order; it was enshrined as a substantial aspect of the judges that served to articulate the judicial apparatus, and only in very recent decades, with a true democratisation of constitutionalism, were instruments created to consider it a systemic anomaly, incompatible in essence with a separation of powers that structured the constitutional order.

Keywords: Constitutional history; separation of powers; executive power; administration of justice; politicisation of justice; judge selection; judicial immovability; judicial independence; judicial vetting.

Cómo citar este artículo / Citation: Solla Sastre, M. J. (2022). Servidores del partido mismo. Sintonías y desencuentros entre lo político y lo judicial en el constitucionalismo español. Revista de Estudios Políticos, 198, 23-‍67. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.198.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. UN PREFACIO DESDE EL PRESENTE HACIA EL PASADO
  4. II. JUSTICIA Y POLÍTICA EN EL PRIMER CONSTITUCIONALISMO HISPÁNICO: UNA RELACIÓN CORDIAL
  5. III. JUSTICIA Y POLÍTICA EN EL MODERANTISMO CONSTITUCIONAL: UNA RELACIÓN BIDIMENSIONAL
  6. IV. JUSTICIA Y POLÍTICA EN EL SEXENIO DEMOCRÁTICO: UNA RELACIÓN FUNDACIONAL
  7. V. JUSTICIA Y POLÍTICA DESPUÉS DE 1870: UNA RELACIÓN CONTEXTUAL
  8. VI. UN POSFACIO DESDE EL PASADO HACIA EL PRESENTE
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. UN PREFACIO DESDE EL PRESENTE HACIA EL PASADO[Subir]

Cuando se habla de justicia y política, lo primero que se nos viene a la cabeza en un contexto democrático con una lógica incorporada de división de poderes es que aquellas constituyen dos esferas de naturaleza distinta, que están teórica y deseablemente separadas, y que se conciben, además, como incompatibles. Intuitivamente podría pensarse que el hecho de que se entremezclen la una con la otra nada tiene de nuevo; al contrario, que desde que existen quienes juzgan y quienes gobiernan, con independencia de la forma que adoptaran a lo largo de la historia, los fines políticos se han superpuesto indefectiblemente y sin trabas a una magistratura tributaria de unas altas autoridades con intereses propios. En ese sentido, el moderno constitucionalismo español decimonónico, que adscribiría distintas funciones a distintos órganos, sería el momento de su desvinculación definitiva, entorpecida, sin embargo, por vaivenes políticos y corruptelas de partido que habrían obstaculizado la implantación de aquella separación de poderes.

De este modo, en nuestro imaginario la relación política-derecho apela a dos cosas de naturaleza separada y distinta cuya vinculación, que viene de antiguo, consideramos reprobable. Esta clave de lectura de los poderes, sin embargo, es propia de nuestro presente, y responde a una comprensión que funciona en un esquema conceptual que también es, en términos históricos, de muy reciente elaboración (‍Clavero, 2007; ‍Olarieta, 2011). Unos brevísimos apuntes bastarán para levantar nuestras sospechas y poner en cuestión la utilidad intemporal de nuestro esquema actual. De entrada, la política como tal ciencia, es de cuño moderno, difícil de trasladar a un momento anterior a los albores del siglo xix, cuando empieza a emanciparse de la economía política y a difundirse entre la sociedad civil como arte de gobernar las naciones (‍Fernández Sebastián, 2002; ‍La Parra et al., 2012). Los avatares decimonónicos la fueron perfilando, pero no fueron realmente un momento de transformación, sino de fundación. En el antiguo régimen, las que ahora identificaríamos como actuaciones y decisiones políticas estaban revestidas de jurisdiccionalidad; no como estrategia discursiva ni metafórica, sino desde la profunda convicción de que toda decisión del poder que ahora llamaríamos político, para que fuera legítima, tenía que ser el resultado de un acto de jurisdicción y, por tanto, concebirse, regularse y expresarse como tal (‍Costa, 2002; ‍Mannori, 1990). La política, pues, tuvo que imponer su reciente identidad y su autonomía como expresión para gobernar en un escenario que, hasta el xviii al menos, había estado protagonizado por la iurisdictio como lógica de gobierno (‍Garriga, 2007a). Y si ponemos el foco en el juez, por ejemplo el corrupto no lo era en esencia por dejar que se entrometieran en sus decisiones otros aparentes poderes, sino porque algún elemento alteraba su persona privada, que en realidad carecía de toda relevancia política, y eso contaminaba su persona pública, la dotada de jurisdicción, haciéndole juzgar con acepción de personas, es decir, de un modo parcial y en beneficio propio (‍Garriga, 2017). Lo que ahora entendemos por político y judicial no encaja, pues, demasiado bien cuando lo trasladamos a una época preconstitucional. En última instancia, que se pueda plantear una historia política o una jurídica de ideas, principios o instituciones depende de la visión historiográfica que se proyecta sobre los propios objetos de estudio, que los construye en el mismo proceso de aproximación (‍Lorente, 2012)[1], no de una supuesta naturaleza intrínseca de esos objetos como tales.

Un caso claro de ello es el de un binomio como contencioso/gubernativo, que tan bien caracteriza las tensiones entre potestades decimonónicas: sus términos adquieren una naturaleza abiertamente contrapuesta cuando se instaura un discurso de constitucionalismo liberal que sostiene la separación de poderes. Desde esa lógica, la novedosa contraposición contencioso-gubernativo solo podía leerse en clave de intromisión: de la justicia en funciones y asuntos que habrían de ser exclusivamente de gobierno, y del Ejecutivo en las competencias, el ámbito, las autoridades y el funcionamiento mismo de la justicia. Así, naturalizado en un siglo xix constitucional lo judicial y lo gubernativo según el esquema teórico de lo que correspondía a cada órgano de poder, cuando se echaba la vista atrás al antiguo régimen preconstitucional solo podían detectarse una terrible confusión entre lo contencioso y lo gubernativo. El Tribunal Supremo lo expresaría en estos términos:

En nuestra antigua organización política estaban confundidos o, por mejor decir, eran unos mismos los agentes de la Administración y los órganos de la justicia. Desde los Consejos Supremos hasta los Alcaldes ordinarios, todos ejercían funciones judiciales y funciones administrativas. Las reformas políticas introducidas en nuestros días han consagrado la división de los poderes públicos y han confiado a distintas manos la administración de justicia, y el gobierno de los pueblos, que no podrían conservarse en las mismas desde el momento en que se consagraron como principios la independencia del poder judicial y la inamovilidad de los magistrados y jueces por una parte, y por otra la dependencia y amovilidad de los agentes de la Administración[2].

En efecto, ese binomio contencioso/gubernativo ya era de difícil encaje en términos procesales, en la medida en que, hasta bien entrado el siglo xix, cualquier asunto gubernativo podía devenir contencioso en cuanto surgieran intereses contrapuestos de las partes afectadas. Pero en especial se materializaba en el plano de las autoridades, en muchas de las cuales convivían confundidas, a los ojos de los liberales, competencias de naturaleza intrínsecamente diversa.

Lejos de constituir, sin embargo, una tenaz corrupción del sistema, una obstinada oposición entre teoría y práctica o una persistente inercia de la monarquía absoluta, la dificultad de establecer una división nítida en términos procesales y competenciales de lo contencioso y de lo gubernativo respondía no a que se presentaran entremezcladas a pesar de ser esencialmente distintas, sino a que eran distinguibles pero esencialmente interdependientes en tanto en cuanto formaban parte de la misma lógica de gobierno judicial (‍Garriga, 2021). Así pues, esa larga confusión durante el xix estaba dando cuenta del profundo arraigo de una comprensión jurisdiccional de la gestión del poder, que llenaba de ese contenido los nuevos dogmas constitucionales, y del difícil y complejo devenir de esos principios constitucionales hasta dotarse de una dimensión propia desligada y alejada de una gestión no contenciosa de lo gubernativo. El xix estaba presenciando, en definitiva, una fundación de categorías, y no su desagregación[3].

Del mismo modo, si tenemos alguna curiosidad por delimitar y relativizar el entorno de ese actual binomio lo político-lo judicial, necesitamos aproximarnos a sus momentos originarios y, para ello, es imprescindible contextualizar, es decir, historificar los dos términos y la relación que mantienen (‍Hespanha, 1994-‍1995), descartando, así, el modo que tenemos recientemente de entenderlo (que a su vez es fruto de nuestras circunstancias políticas, jurídicas, culturales, constitucionales) como única vara de medir el pasado que le precede. Desde esta perspectiva, todos los elementos de nuestra comprensión estarían bajo sospecha: ¿son dos extremos distintos, independientes e incompatibles?, ¿qué clase de relación mantienen?, ¿es siempre indeseable su vinculación? Ya sabemos que para encontrar alguna respuesta no nos sirve extrapolar a otros momentos y realidades nuestra concepción actual, que sería objeto en sí de análisis en la medida en que ella misma es fruto de su propio contexto. Pero para esbozar de dónde deriva o a qué se opone, sí podemos asirnos al menos a dos parámetros con los que manejarnos como punto de partida.

En primer lugar, el cronológico: sabemos que es solo a propósito del constitucionalismo decimonónico y de sus principios formales de separación de poderes cuando tiene sentido plantearse la relación justicia-política y los términos en los que esta se desarrolla. En segundo lugar, el material: no resulta útil a nuestros efectos ni factible en esta sede, incluso si nos constriñéramos al constitucionalismo español decimonónico, exponer cómo se va diseñando la política como ciencia de gobierno y cómo se va redefiniendo la justicia como potestad en cada momento. Para reconstruir tales itinerarios habría que desentrañar las vicisitudes tanto de una ciencia, la política, desde su moderno nacimiento, que va paulatinamente articulándose en una estructura institucional y una estrategia de gobierno, cuanto de una función, la justicia, comprendida en aquella antigua cultura jurisdiccional como género del ejercicio de autoridad y encauzada luego, como especie, al reducto limitado y estructurado correspondiente a tan solo una de las manifestaciones del poder.

Es, además, imposible encontrar una respuesta siquiera aproximativa sin acotar el contexto en el que vamos a abordar ese binomio de lo político-lo judicial y sin delimitar a su vez el contenido del binomio mismo que vamos a contextualizar. Pero una contextualización radical y desvinculada de cualquier interés presente nos llevaría a reconstruir cierta historia de los dos términos y a poder hablar solo de la relación de lo que se considerase en cada preciso momento histórico justicia y política, con las dificultades de ser aquellos ámbitos de imprecisa materialización y delimitación, y con la complicación añadida de que los dos lo eran en formación, sin que necesariamente en ese proceso constructivo hubieran de relacionarse ni de una manera dicotómica ni estrechamente vinculada. De conducirnos por esos derroteros, todo sería tan relativo y el hilo conductor quedaría tan entrecortado que no lograríamos decirle nada a quien nos leyera en la actualidad y se topara con una reconstrucción tal que no albergara ningún punto de conexión con sus inquietudes y su comprensión. De hecho, que se encuentre en este volumen un trabajo en perspectiva histórica no responde a un interés abstracto y extravagante por avatares del pasado, sino al entendimiento de que una dimensión histórica puede arrojar luz o, por lo menos, perfilar o incluso disipar alguna sombra acerca del linaje de lo que hoy entendemos por problemas actuales que nos acechan[4].

Abordemos, pues, la cuestión desde nuestra óptica de hoy. Si lo que nos interesa es conocer si había vinculación entre justicia y política, en qué términos se producía y a qué respondía, acudamos a un constitucionalismo español en clave histórica y limitémonos a historificar en concreto esa relación, pero materialicémosla de un modo que nos resulte recognoscible y, por ende, agible. Para ello, propongo que nos centremos en los elementos de ese potencial vínculo que nos parecen más identificables para nosotros, centrándolos en la versión institucionalizada de la política y la justicia. Es decir, entendamos «justicia» como «aparato de justicia», con su organización y su personal (‍Martínez, 2002), y localicemos la institucionalización de la política en el «ejecutivo» (‍Garriga, 2002; ‍Álvarez, 2018), para tratar de entender las relaciones entre una y otra estructuras institucionales. En definitiva, aproximémonos a la historia del vínculo entre política y justicia desde la óptica de la relación entre ejecutivo y aparato judicial, y hagámoslo en el contexto, el del constitucionalismo decimonónico, en el que ambas esferas, política y judicial, adquirieron su singularidad, aquella porque emergió con su individualidad, y esta porque se refundió como Administración en un nuevo esquema de separación de poderes instaurado por las constituciones de un conmocionado xix español (‍Vile, 1967; ‍Clavero, 2007). A ello vamos.

II. JUSTICIA Y POLÍTICA EN EL PRIMER CONSTITUCIONALISMO HISPÁNICO: UNA RELACIÓN CORDIAL[Subir]

Que nuestro recorrido esté ligado al de las constituciones españolas implica que lo está a distintos constitucionalismos, que tienen en común que son tales pero que divergen en el modo de constituirse y reconstituir, a su vez, el orden del que derivan y que de ellos deriva. El constitucionalismo doceañista, en ese sentido, con ser el primero genuino, es tan relevante como particular. Merece un tratamiento diferenciado no solo por el impacto constituyente que tuvo en relación con nuestro objeto de estudio en las décadas posteriores, sino por su significado respecto al pasado más inminente que le precedía.

El constitucionalismo gaditano se concibió como bihemisférico, porque tenía un gran cuerpo político en mente que no correspondía a los límites de un Estado español europeo, sino a los confines de toda una Monarquía hispánica tricontinental; y era más dieciochesco que ottocentesco, es decir, se entendería con más densidad y plenitud en función de los principios ilustrados que quería implantar y a las carencias de finales de siglo a las que quería responder que como preludio de los constitucionalismos liberales venideros (‍Portillo, 2000, ‍2007). La modernidad del texto gaditano fue mucha, sin duda: emanar de un poder constituyente, generar un texto constitucional escrito, constituir una nación en la que residía la soberanía, establecer la Constitución como fuente de legitimidad de unos poderes que, si bien preexistían, ahora se entendían por ella constituidos[5]. Es decir, toda una serie de elementos característicos de un constitucionalismo moderno.

Pero frente a las abrumadoras novedades, la carta magna partía de unas asunciones que no ponía en entredicho, como el catolicismo estructurante del cuerpo político y social. Lo católico no solo adjetivaba, sino que explicaba la comprensión más profunda de cómo se veía a sí misma la propia Constitución. El poder constituyente del que traía causa podía constituir la nación, la monarquía y la representación política, pero no podía disponer de elementos preconstituidos por un poder divino que precedía al constituyente, con lo que la nación era católica; la monarquía, instituida por la gracia; la base del electorado, parroquial. Había, pues, una serie de ámbitos preexistentes y preconstituidos que quedaban fuera del influjo constituyente gaditano, por incuestionables. No en vano la de Cádiz era una Constitución política de la monarquía, apelativo no retórico ni baladí, sino que declaraba con toda honestidad la consciencia de que hay otros muchos espacios, los no políticos de aquella monarquía que, como el del clero o el militar, ya gozaban de su propio orden constitucional (‍Clavero, 2000: 200 y ss.).

Igual de indisponible para el poder constituyente era el orden de la sociedad. Así, la carta magna no constituía, sino que solo daba cuerpo constitucional a otro cuerpo, el social, cuya existencia no cuestionaba porque lo consideraba la textura social de ese orden trascendente. La norma suprema, fisiológicamente católica, venía a dotar en términos constitucionales de una armonía a un todo que, sin ella como unidad, estaría disperso y sería discordante: la Monarquía aquende y allende los mares seguía siendo un conglomerado de cuerpos que operaban como lo venían haciendo: con un estatus determinado de sus miembros, autonomía financiera, autodefensa, jurisdicción y capacidad de dictar normas que les autorregularan y de restablecer el equilibrio en el caso de que se infringieran (‍Clavero, 2013). Mantener como estructura de base material estos cuerpos sociales implicaba, pues, mantener a su vez el derecho que los explicaba en sí mismos. Al igual que esta realidad eximía a la Constitución de declarar unos derechos individuales proclamados de unos individuos que estaban adscritos a aquellas corporaciones, sí le obligaba a considerar en vigor todo un bagaje normativo que sostenía ese entramado corporativo.

Sostener que este constitucionalismo se apoyaba en la existencia material de los cuerpos sociales implica afirmar que también la comprensión del poder tenía una textura corporativa. Esas corporaciones, en efecto, no solo eran agrupaciones de individuos con un estatus social compartido, sino una pequeña comunidad política cuya cabeza tenía capacidad de decisión sobre el cuerpo, vocación de representación de ese cuerpo, facultades jurisdiccionales sobre ese cuerpo, capacidad normativa del cuerpo. Le unía a los demás formar parte del todo común de aquella nación católica bihemisférica que trataba de reconstruir la Monarquía hispánica a través de una constitución formal, pero cada uno era distinto en sí mismo, con su propia identidad e individualidad. Conservar esa matriz, a su vez, obligaba a conservar una lógica jurisdiccional armonizadora de unos equilibrios sociales conflictivos por definición.

La Constitución superponía, pues, cuerpos y restauraba los heridos de muerte, como le pasó a una monarquía que se trató de curar revestida de nación, pero no despojó de su poder político originario a las corporaciones, sino que potenció y multiplicó la estructura corporativa recorporizando pueblos en sus ayuntamientos y provincias en sus diputaciones (‍Lorente y Portillo, 2011: 191-‍234), y encauzándolo todo dentro de un nuevo universo representado por la Constitución. De hecho, cualquiera nueva potestad que emergiera en un espacio que ya estaba corporativamente poblado tenía que consolidar su ámbito de poder absorbiendo el ya existente en las corporaciones. Hasta ese punto llegó la conciencia de que el andamiaje constitucional era una superposición a una realidad material en la que se sustentaban. Cádiz, pues, asumió, alimentó y constitucionalizó una pluralidad de entes preexistentes que constituían, en realidad, la base material de la nueva monarquía constitucional hispana, todo el espacio de gobierno. Y esto es lo mismo que decir que Cádiz, en consecuencia, ni pudo ni aspiró a monopolizar y a concentrar en unas solas manos la capacidad de legislar, de gobernar y de juzgar como expresiones del poder público. En un esquema como este es, pues, muy difícil de encajar una separación de poderes. Hay, en efecto, un orden de potestades, las que permitieron dar cuerpo institucional a una nación soberana; pero no había un orden ajeno a esa realidad material sobre la que se sustentaba: no cabía una separación de poderes de la teoría liberal (‍Lorente y Portillo, 2011: 237 y ss.).

Aquella separación estaba articulada en un plano teórico en torno al concepto de «ley»: una ley que elaboraba un pueblo representado, una ley que se ejecutaba para gobernar a ese pueblo, una ley que se aplicaba para garantizar su observancia. Pero si ardua era la labor de esquematizar una separación de poderes, más lo era localizar la raíz de la que teóricamente emanaba: un concepto formal de ley general e igual para todos los destinatarios concebidos en condiciones de sujetos de derecho formalmente iguales entre sí en tanto que desprovistos de poder político. Tenemos en mente la definición revolucionaria de ley en Francia, pero costaba articular una limpia individualización de los poderes emanando de una comprensión de las leyes hispanas cuya definición está ausente pero de las que se ensalza la necesidad de su «sabiduría» y su «justicia»[6].

No es que fuera, ni mucho menos, un mundo sin ley, sino con una sobreabundancia de leyes, de aquellas heredadas que daban estructura normativa a la pluralidad de cuerpos existentes. Lo que no había era un nuevo orden jerárquico de legalidad, sino que persistía un magma de normatividad que había traspasado, de la mano de la Constitución doceañista, los umbrales del siglo xix (‍Garriga, 2011). Si la Constitución no había derogado, porque no podía hacerlo, el bagaje normativo antiguo, tampoco podía renovar a una magistratura, también antigua, que era la única capacitada para bregar con esa legislación. De poco hubieran valido nuevos estudios de derecho, nuevos sistemas de fuentes, nuevos criterios jurídicos, sin desprenderse de una legislación tradicional que solo podía funcionar con los suyos propios.

No obstante, si bien este era el punto de partida, el escenario normativo sí se estaba transformando y daba cuenta de la voluntad de establecer un nuevo orden (‍Clavero, 1984: 35 y ss.). Lo hacía con lógicas también tradicionales, en la medida de las posibilidades, pero la modernización empezaba a ser notable. La Constitución desarrolló instrumentos para imponer su contenido material y su superioridad formal jerárquica, por medio, por ejemplo, del mecanismo de las infracciones (‍Lorente, 1988), así como a través de un impacto derogatorio de las normas que entraban directamente en conflicto con ella (‍Garriga, 2007b). Esta superioridad sustitutiva no respondía a un esquema piramidal en el que la norma suprema, en una teórica cúspide, se imponía sobre las normas jerárquicamente inferiores que se opusieran a ella; antes bien, en este panorama, la Constitución se había lanzado a un lago ya colmado de normas y las ondas concéntricas que iba generando depuraban las normas que fuera alcanzando a su paso. Había, pues, una indudable primacía de la Constitución, que se iba encarando, a través de un sistema de confrontación casuística, con las disposiciones preexistentes. No había, sin embargo, instituciones específicas de control de la Constitución, sino procedimientos específicos, como el de las infracciones. Pero este «control de constitucionalidad» lo realizaban las personas, los afectados o por una infracción o por una norma que consideraran inconstitucional.

La Constitución era norma, pero era, fundamentalmente, un proyecto político que trataba de salvaguardarse y asentarse imponiendo su superioridad normativa frente a las potenciales infracciones o incompatibilidades con su contenido (‍Clavero, 2000: 200 y ss.). Esa Constitución política de la Monarquía albergaba unos principios políticos que a su vez se encarnaban en las nuevas instituciones y el nuevo Gobierno que de ella emanaban. Así que a una magistratura tradicional que no podía ser sustituida por otra de nuevo corte incapaz de manejarse con un legado normativo siempre vigente hasta que la Constitución no lo expulsara de ese océano de vigencia, sí se le pidió que se actualizara en la medida en que podía hacerse, esto es, añadiendo a las ya tradicionales cualidades del buen juez una nueva: la adhesión política (‍Martínez, 1999)[7]: «Que todos los que en lo sucesivo hayan de ser empleados en la judicatura […] deberán gozar de buen concepto con el público, haberse acreditado por su ciencia, desinterés y moralidad, ser adictos a la Constitución de la Monarquía, y haber dado pruebas en las circunstancias actuales de estar por la independencia y libertad política de la Nación»[8].

En efecto, a un buen juez que tradicionalmente tenía que poseer un dechado de virtudes (‍Vallejo, 1998), se le exigía ahora además ser adepto al sistema constitucional. Al igual que se depuraban normas casuísticamente, pues, de un maremágnum heredado, este nuevo elemento introducía la depuración de hombres, caso por caso, de una magistratura también heredada. Porque en efecto, con el constitucionalismo y los cambios de regímenes políticos, hacían su aparición las depuraciones del personal; pero no fueron estas prácticas que traicionaran los principios constitucionales de independencia e inamovilidad, sino que se incorporarían como plenamente constituyentes (‍Martínez, 2007: 177).

Una cualidad como esa, la política, en pleno corazón de la magistratura, abría la puerta a un continuo —y pretendido— control de las actuaciones y de las personas mismas de los jueces. En aras de la idoneidad del juez constitucional, la adhesión política instauraba una lógica de depuraciones políticas del personal judicial, dirigida a apartar de la carrera a los jueces no idóneos, en tanto que no adeptos. No solo desencadenaba las depuraciones que, en función de cada oscilante cambio de tendencia de Gobierno, iba a caracterizar los siglos xix y xx, sino que también instituiría la figura del interino y del cesante, del apartado de su destino, pero no de la carrera, que arrastraría y condicionaría toda la política de arreglo del personal judicial durante más de un siglo. Depuraciones, juntas de calificación para revisar expedientes judiciales, cesantías… fueron instrumentos que tuvieron un uso que ahora calificaríamos de político, y que se utilizaron a lo largo de unas décadas y Gobiernos venideros que los aprovecharon en función de sus intereses.

Pero atendamos a las dimensiones de esta nueva calidad del juez: en este orden constitucional, no es que fuera indeseable la expresión política del juez; no se trataba, siquiera, de que fuera incluso deseable; es que era intrínseca a él. Desde el constitucionalismo doceañista, el buen juez era un juez que abrazaba el proyecto político de la Constitución, y que daba muestras inequívocas de ello. Las reformas emprendidas necesitaban jueces y magistrados en los que se pudiera confiar (‍Martínez, 1999). Leído a contrario, eso quiere decir que nada había de anómalo y mucho menos de dicotómico en la combinación de ambos elementos, la justicia y la política, en ser un juez justo y ser a la vez un juez partidista. Antes bien, lo uno, sencillamente, no se concebía sin lo otro.

Cerremos el círculo. La incorporación de un requisito en el orden judicial como el de la adhesión política abría la puerta a un control del personal, de hombres, de jueces, en definitiva —aunque no solo— en la medida en que no podía haber un control de leyes. La renovación constitucional del orden tradicional no se dio a través del instrumento ley, con lo que tampoco se invirtió en articular herramientas que pusieran en el centro la ley formal y general y su salvaguardia. Si el orden normativo heredado no pasaba a serlo de legalidad y el derecho no quedaba reducido a la ley, los jueces que lo manejaran tampoco podían ser estrictamente la boca que pronunciara las palabras de la ley, sino quienes conocieran la entera gramática que articulara toda la sintaxis de las leyes. En ausencia del papel central de la ley, las decisiones judiciales no gozaban de una autonomía que permitiera enjuiciar su acierto en función de si observaban o no la ley formal y general, sino que su justicia derivaba de la reunión de justas cualidades de quien la dictara. Las potenciales bondades de las sentencias no eran sino un reflejo de la bondad intrínseca de aquel de quien emanaban.

No todo era igual, por supuesto, que antes de 1812: los jueces ahora lo eran en tanto que insertos en un nuevo marco constitucional, pero para implantar ese nuevo régimen constitucional no tenían que aplicar un nuevo derecho, sino creer en un orden constitucional, con lo que más importante que las muestras de conocimiento legal eran las de fidelidad institucional a un nuevo Gobierno y un nuevo régimen monárquico, nuevos en tanto que legitimados por la Constitución. Si los propios instrumentos de implantación del nuevo orden eran los jueces, no se trataba de salvaguardar un nuevo orden legal controlando sus decisiones, sino de implantar un novedoso orden constitucional controlando a sus artífices. A la luz de todo ello podemos afirmar que en este contexto la adhesión política no era una perversión del sistema, sino un elemento intrínseco, estructural del orden, como podía serlo la religión. La etapa gaditana culminaba, así, incorporando a las calidades del buen juez la de ser adepto al Gobierno constitucional; en definitiva, la de estar activamente politizado.

III. JUSTICIA Y POLÍTICA EN EL MODERANTISMO CONSTITUCIONAL: UNA RELACIÓN BIDIMENSIONAL [Subir]

El xix constitucional comenzó, pues, con una unión indisoluble entre política y magistratura. El constitucionalismo gaditano habría operado como una suerte de bisagra que habría conectado la hipóstasis constitucional de un pensamiento ilustrado y aún imperial y el constitucionalismo propiamente decimonónico y de reconstitución estatal de una España ya sin imperio y en el difícil trance de aprender a ser colonial (‍Fradera, 2005). En la Década Ominosa se hizo uso sin pudor alguno de los instrumentos de depuración haciendo uso de la adhesión constitucional precisamente como elemento de discriminación de los empleados públicos (‍Luis, 2002; ‍Fontana, 2013).

El siglo del constitucionalismo español, que no dejó de estar ligado a una guerra civil crónica (‍Ballbé, 1992), no se encontró, por tanto, con una justicia y una política entremezcladas y confundidas que provinieran de los oscuros vericuetos de un antiguo régimen que lo precedía, sino que era heredero de la experiencia inicial de haber unido ambos extremos y consagrar esa unión constitucionalmente. Desde esa perspectiva, si bien también aquí estamos haciendo uso de ese término, no podríamos hablar propiamente de una politización de la justicia, como si la política lo viniera siendo ya de un modo autónomo, externo y nocivo y contaminara, en tiempos constitucionales, la impecable pureza teórica de la independencia del poder judicial, ya que poco tenía de ajeno ese elemento político: no es que la justicia estuviera politizada por sufrir una agresión desde fuera, es que era desde dentro desde donde no se podía concebir una magistratura apolítica[9].

Las constituciones sucesivas a la de Cádiz no solo incorporarían esa simbiosis sin concebirla como anomalía, sino que también la plasmarían en los propios textos constitucionales, muy en especial los que podríamos considerar moderantistas y que imperaron durante las décadas isabelinas. En efecto, habría una comprensión armónica y sistémica de la relación judicatura-política en el constitucionalismo isabelino, que dotaría de entidad a todo el periodo hasta su derrumbe en el Sexenio Democrático (‍Lorente, 2007b). Varios elementos, ensamblados entre sí, estarían en la base de esta comprensión homogénea de lo jurídico y lo político a lo largo del periodo. El elemento principal era su tendencia tradicional y conservadora en el más estricto sentido del término: las Constituciones de 1837, con su aire aún renovador, y de 1845, con su larguísima y azarosa vigencia, y ni que decir tiene la Carta otorgada de 1834, pretendían conservar instituciones supuestamente fundantes y basilares de una unidad política e irrenunciables para dotar de entidad a dicha unidad (‍Clavero, 1989). Entre ellas estaba la Corona como fuente de emanación de poderes, así como la religión y la nación, con sus manifestaciones institucionales.

Con este historicismo no quiero decir que fuera irrelevante el hecho de que existiera un texto constitucional que legitimara los poderes, por mucho que se entendiera que aquellos precedieran al texto y que la intensidad constitucional de estas cartas quedara diluida en el constitucionalismo débil en el que se inscribían (‍Tomás y Valiente, 1980). La presencia de una constitución formal no era en absoluto baladí, como lo probaba el hecho de que desde las colonias anhelaran aquellos textos constitucionales y la ansiada separación de poderes sobre cuyo andamiaje se entendían construidas (‍Solla, 2013). Pero sí pretendo señalar que, en un marco de comprensión como este, la política se asumía como un haz de lógicas y medidas que servía para asentar y acomodar las decisiones del Gobierno al mantenimiento de las claves estructurales de un orden entendido como conveniente e incuestionado. En ese sentido, tampoco la legislación que emanaba de los poderes públicos era concebida como un instrumento de cambio, sino de consolidación y reajuste de las políticas que podríamos considerar públicas a los elementos estructurales reflejados en los textos constitucionales.

Uno de esos aspectos basilares era, como anunciaba, la comprensión monárquica de la configuración del poder, de la que emanaban sus expresiones. En este marco teórico moderantista, el ejercicio del poder estaba separado en dos grandes ámbitos. El primero de ellos era el de hacer leyes, a través de un poder legislativo en el que cohabitaban Corona y Parlamento. El segundo era el de ejecutar las leyes, que albergaba a su vez dos manifestaciones: la actuación gubernamental, que ejecutaba los designios contenidos en ellas a través de sus decisiones políticas y su traducción normativa, y la de los tribunales, que en teoría no tenían otra misión que la de ejecutar, en su comprensión más estricta, las leyes. En definitiva, el poder se dividía en función de las dos grandes vertientes de su ejercicio: o se materializaba a través de las leyes, o lo hacía en ejecución de ellas y de sus mandatos y designios. Leído en otros términos, no se podría hablar en puridad de un poder judicial independiente que no estuviera inscrito en el marco ejecutivo del derecho. Así lo sentenciaba Oliván en el Congreso en 1844, precisamente a propósito de su título correspondiente en el texto constitucional: «El orden judicial ejerce la potestad que le confiere la ley, la ley formada por el Poder. No la ejerce más que aplicando ciertas leyes; no es más que una ramificación de lo que se llama Poder ejecutivo, que es menos que el Poder Real»[10].

En este diseño se daba un elemento añadido más, esencial para la simbiosis que nos ocupa, que es el de la responsabilidad ministerial (‍Fernández Sarasola, 2001). A partir de los años treinta, vinculado a la disolución de los consejos y a la consiguiente revalorización de los secretarios del despacho, se revitalizó en las constituciones el concepto gaditano de la responsabilidad ministerial como contrapartida de la inviolabilidad del monarca. La fuerte convicción que se desarrolló en torno a esa idea de responsabilidad fue que los ministros debían responder por sus actuaciones dentro de los departamentos que encabezaban. Puesto que en ellos acababa la instancia última de la cadena de responsabilidades exigibles, tenían que poder actuar en consecuencia con total libertad en los niveles inferiores de sus respectivos aparatos. Traslademos esto al judicial: «Es conveniente, es hasta necesario que el Gobierno influya directamente en el nombramiento de los jueces, y lo es tanto más cuanto que son inamovibles y no está en su arbitrio separarlos. Si el Monarca no ha de poder separar a los jueces ni tampoco nombrarlos, ¿cómo se concibe que ese mismo Monarca, depositario del Poder Ejecutivo, sea el encargado de promover la administración de justicia?»[11].

La justicia ordinaria, es decir, la que conocía asuntos que correspondían a destinatarios sometidos al fuero ordinario (y, en consecuencia, a ninguno especial), dependía del Ministerio de Gracia y Justicia. Se entendía que la responsabilidad última de aquel ministro amparaba las decisiones administrativas de gestión de su ramo y sus dependientes como institución; eso incluía la selección, la promoción, el traslado, la separación del cargo, la exigencia de responsabilidad de jueces y magistrados, etcétera; es decir, las decisiones que atañían al orden judicial como aparato. El problema, como se puede imaginar, es que las decisiones que se adoptaban sobre esos extremos no estaban desligadas de la propia función judicial en sí misma. Mucho más aún si se tiene en cuenta que tampoco fueron las décadas centrales del xix español un periodo caracterizado por un orden de legalidad donde primara la centralidad de una ley formal y general en función de la cual se articulara todo el orden jurídico y el correspondiente de los poderes (‍Lorente, 2001), lo que podría haber dotado de autonomía funcional a la magistratura e independizar finalmente las calidades de su función de sus propias calidades personales.

Así las cosas, si la adecuación o no a un orden no se podía controlar a través de instrumentos de supervisión de la pura legalidad de las decisiones de poder, el control sobre la idoneidad de los actos judiciales seguiría dependiendo de la persona de la que emanaran (‍Lorente, 2007a). En ese sentido, las facultades para determinar el personal judicial y decidir sobre las condiciones del ejercicio de la magistratura constituían, en última instancia, facultades para diseñar y definir la función misma de administrar justicia. Una significativa, por representativa del planteamiento imperante y recurrente de la época, circular de 1841 del Ministerio de Gracia y Justicia para la recta administración de justicia bastaría para confirmarlo: «Este Gobierno exige que la moralidad, la rectitud y la imparcialidad, que siempre han formado la esencia de la buena administración de justicia, sean más austeras y más escrupulosamente observadas. Con estas calidades, que suponen y envuelven la conducta más esmerada y decorosa, la vida más pura y arreglada de los magistrados y jueces, sus decisiones serán indudablemente justas»[12].

Y estas facultades de control sobre los empleados para garantizar la rectitud de sus decisiones a su vez se reproducían en cada uno de los aparatos administrativos que albergaran personal judicial. La función judicial, pues, no quedaba en manos de una única organización, sino que se desenvolvía en distintas administraciones que funcionaban de un modo agregativo (‍Martínez, 2009). Los ministerios tenían sus fueros y su personal judicial respectivo; muchos podían representar a una jurisdicción privilegiada, como podía ser la militar, pero otros sí se ocupaban de jurisdicción ordinaria, como los jueces para las colonias, que dependían a todos los efectos desde mediados de siglo del Ministerio de Ultramar. Entendiendo, pues, que lo judicial era más un atributo de los aparatos administrativos, que estos eran articulaciones autónomas de la comprensión ejecutiva del poder, y que las magistraturas y los gobiernos ministeriales, por lo tanto, eran plurales, estaban diseminados por los espacios que deberían ser uno unitario del Gobierno y la Administración y otro, igualmente unitario, de la Justicia, la imbricación institucional era tal que resultaba complejo hablar de dos esferas, la del gobierno y la de la justicia, bien delimitadas y contrapuestas, porque ambas compartían el mismo escenario, el de la dimensión ejecutiva del poder.

Nada de esto obsta para que simultáneamente hubiera, por supuesto, a lo largo de estas décadas un discurso político y doctrinal de separación de poderes, que además se reflejaría en los textos constitucionales. «A los tribunales y juzgados pertenece exclusivamente la potestad de aplicar las leyes en los juicios civiles y criminales, sin que puedan ejercer otras funciones que las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado», rezaban las Constituciones de 1837 y 1845[13]. Pero este discurso se superponía a los anteriores presupuestos incuestionados; o dicho de otro modo, no podía leerse como un elemento alternativo y opuesto al anterior, sino como la vestimenta que recubría un cuerpo cuya naturaleza y características estaban fuera de todo cuestionamiento. Como resultado, no parece que la intención fuera frenar la intromisión de otros órganos en la esfera judicial, sino antes bien que se intentaran limitar los confines del judicial y delimitar bien las fronteras que no debía traspasar. Y si encajamos estas piezas sobre la separación en el marco moderantista de la comprensión ineludible de los poderes, era del ejecutivo del que se estaba hablando: si en el rey residía la potestad de hacer las leyes, también lo hacía la de hacerlas ejecutar. Esa expresión del poder anclada en el monarca, la de ejecutar las leyes, era la que debía ser bien delimitada: jueces y tribunales debían constreñir su actividad a los juicios civiles y criminales, frente a unas facultades de gobierno, por cauces no jurisdiccionales, exponencialmente crecientes.

Sobre este mismo tablero y con esas mismas claves habría que realizar el encaje, dentro del propio orden judicial, de los principios liberales de justicia que las constituciones proclamaban. Una magistratura inamovible, independiente y responsable por infringir la ley, sin desdeñar la importancia de que fuera así proclamada por los textos constitucionales, solo podía ser comprendida desde las categorías hasta aquí asentadas. En efecto, situándose en el centro del discurso liberal la ley y su observancia, todas las piezas encajaban: el juez debía ser independiente en el desempeño de sus funciones, es decir, desarrollar su papel de estricta aplicación de la ley sin intromisiones del poder político y sin atender a otros criterios que no estuvieran contenidos en la ley misma; como presupuesto de esa independencia, necesitaba ser inamovible, esto es, que su cargo no fuera dependiente de decisiones políticas y que cualquier regulación de su cargo estuviese regulada por ley y no fuera gubernamentalmente disponible sin garantías; finalmente, la responsabilidad que pudiera exigírseles debía de constreñirse a su infracción o inobservancia de la ley a la hora de juzgar, y no a otros aspectos extravagantes y, en definitiva, políticos, respecto a su función. «La administración de justicia —sostendría con solemnidad el Tribunal Supremo en 1837— no puede verificarse imparcial, recta y cumplidamente si los jueces no son libres, independientes, sujetos y responsables únicamente a la ley, que debe ser la sola pauta y regla de sus operaciones»[14].

La ausencia de un concepto de ley formal y general desbarataba, sin embargo, que en torno a él se estructuraran con meridiana claridad los principios liberales del orden judicial. Si el derecho del xix español no se caracterizaba por estar articulado en torno a la centralidad de la ley y por erigirse como un orden de legalidad, porque entre otras cosas la nueva normativa, que no se formulaba prioritariamente con formato de ley, se añadía a un bagaje normativo no derogado, la «aplicación» del derecho no requería un juez con exclusivos conocimientos técnicos, sino un juez que reuniera cualidades personales idóneas para manejarse en ese maremágnum; cualidades que excedían con creces el mero conocimiento de la existencia de una ley y de su contenido. Así se había comenzado la construcción estatal española en un escenario peninsular y así permanecería durante la mayor parte del siglo:

La falta de Códigos —reconocía el Ministerio de Gracia y Justicia— nos tiene reducidos a una legislación dispersa, antigua, y la razón recta y la probidad constante apenas son suficientes para acomodarla a las costumbres, a las circunstancias, y a lo que exigen los adelantamientos y las luces del siglo. Sin embargo, el Gobierno desea acercarse todo lo posible a la perfección a que se podrá aspirar más adelante; y con este objeto S. M. se ha servido resolver que se provean en propiedad las judicaturas de primera instancia, recayendo estas provisiones en personas que reúnan los requisitos necesarios[15].

En consecuencia, ante la mera imposibilidad, los principios de independencia, inamovilidad y responsabilidad, de proclamarse, difícilmente podían explicarse solo y exclusivamente en función de la garantía y la observancia de la ley. Empecemos por la responsabilidad. La responsabilidad suponía la otra cara del oficio del juez: en función del perfil de juez que se pretendiera, se le haría responder por la infracción del papel que se le pidiera que desempeñara. Si la función del juez no podía estar constreñida a una aplicación estricta de la ley, y por lo tanto su sentencia no era un acto lógico que dejara constancia de la conclusión de un silogismo, sino una decisión sin motivar expresamente y después deficientemente motivada, resultado de su valoración interna como buen juez, la sentencia no podía concebirse como un acto en sí mismo independiente de la persona del juez que la emitía, y por tanto no era un instrumento idóneo para valorar en sí si se había infringido en ella una ley material (‍Garriga y Lorente, 2007a: 261-‍312). Dichas infracciones de ley de las que hablaban las constituciones tenían, pues, que concebirse de un modo más amplio, abarcando la actuación del juez en su conjunto y en todas sus dimensiones y las cualidades del juez como tal, que eran las que se contagiaban a la decisión que de él emanaba; en definitiva, la responsabilidad del juez y sus vías para exigirla excedían, necesariamente, las meras infracciones de ley. Solo mencionaré una de ellas: la responsabilidad disciplinaria como instrumento privilegiado para moldear un aparato judicial y un personal a la medida de las necesidades del ministerio en el poder (‍Solla, 2011).

Por su parte, la inamovilidad era una manifiesta garantía de la independencia del juez, cuya separación del cargo en cualquiera de sus modalidades no podía estar a expensas de las veleidades gubernamentales en función de sus voluntades políticas, condicionando así la actuación del juez no en función del derecho sino de su satisfacción a otro orden de intereses. La garantía, pues, que se fijaba en los textos constitucionales era la de no poder los jueces y magistrados ser separados de su cargo sino por una sentencia judicial firme. Esa previsión suponía, sin duda, una garantía para el oficio del juez, pero de nuevo habría que tener en cuenta algunos factores ya señalados para redimensionar esa medida. En primer lugar, la dependencia administrativa del personal judicial con respecto a su ministerio correspondiente, cuya cabeza era la única y última responsable de su actuación. Esa responsabilidad constitucionalmente prevista amparaba los traslados y las separaciones de los jueces de sus cargos respectivos, con lo que la política de movilidad judicial se entendía como un instrumento necesario para la gestión del personal. Si la separación de la carrera solo podía decretarse a través de sentencia firme, todo abocaba a que, en aras de esa gestión ministerial, se acudiera a otras medidas menos gravosas, en particular la traslación, pero también, en momentos muy determinados políticamente, las jubilaciones estratégicas, que permitieran reorganizar al personal sin tener que acudir a una vía judicial para separar a los empleados (‍Martínez, López, 1992; ‍Díaz Sampedro, 2005). A ello habría que sumarle el hecho de que los cargos de justicia todavía se entendían en propiedad, con lo que la sentencia judicial constituiría una medida lógica de desposesión de aquel bien; así pues, cabría la lectura de que no se tratara en realidad de una garantía constitucional de la independencia en términos de separación de poderes, sino de la propiedad en términos de derechos adquiridos.

En este contexto se seguían dando, además, las depuraciones del personal en términos políticos, pero con traducción administrativa. La sentencia separatoria garantizaba los empleos judiciales de los propietarios de su plaza, pero aquella propiedad se obtenía siempre tras una declaración general de interinidad seguida por una revisión del perfil de los jueces, siempre vinculada a los vaivenes políticos, de la cualificación —también en términos de adhesión política— para permanecer en el cargo. Esas depuraciones, normalmente realizadas por juntas llamadas de calificación, de clasificación, de revisión…, cuya esencia era la misma por más que fuera variando su nombre a lo largo de los años centrales del siglo, estudiaban expedientes judiciales y reajustaban a los nuevos parámetros las trayectorias de los jueces que calificaban. Sobre quienes no eran confirmados en sus cargos podían adoptarse distintas medidas, como su suspensión o su cesantía y, en definitiva, su interinidad. Nada en la carrera judicial permanecía ajeno a una adicción a regímenes políticos cambiantes, lo que se traducía en una natural y permanente amovilidad del juez como empleado. Una sátira de mediados de siglo definiría así el término adicto:

Palabra de necesario uso en todas las exposiciones dirigidas a Fernando VII desde el año veinticuatro hasta el treinta, y a Isabel II durante los siete de la guerra civil; el político que no usaba era desatendido en sus solicitudes. […] Como los adictos en su mayor parte lo han sido de oficio, no ha extrañado a nadie el que muchas personas lo hayan ejercido de la misma manera el año veinticuatro y el treinta y seis; durante la regencia de Espartero y la dominación de Narvaez. El oficio de adicto es muy socorrido para el que lo sabe explotar con talento, y en todas épocas se dedican a él muchos políticos de distintas clases y condiciones. Aunque es oficio bajo, da, sin embargo, de comer, y el caso es pasar esta miserable vida lo mejor que se pueda[16].

Finalmente, la independencia de la magistratura, como objetivo último de estas medidas en las que confluirían las previsiones de la inamovilidad y de la responsabilidad, también necesita ser reconsiderada en su contexto. Queremos entender desde nuestra óptica que dicha independencia lo era respecto al resto de poderes, pero ya sabemos que en estos momentos los poderes existentes eran las dimensiones en las que se manifestaba el regio, esto es, el legislativo y el ejecutivo. El judicial sería la otra expresión del ejecutivo, junto a la actuación del Gobierno puramente dicho, y es en ese marco en el que habría que encuadrar la afirmación sobre la independencia de los jueces. Este cuadro general era mucho más denso en realidad. El ámbito de lo ejecutivo abarcaba dos procedimientos distintos de ejecutar las leyes o, por mejor decir, las reglas jurídicas materializadas en aquel entramado normativo que regulaba el orden dado. Así, justicia y Gobierno ejecutaban, aquella a través de un acto jurisdiccional del poder y este por cauces gubernativos.

La diferencia de procedimientos era esencial, porque entrañaban lógicas distintas (‍Lorente, 2009). Lo gubernativo implicaba una acción política de gobierno desembarazada de las gravosas trabas procesales de una jurisdicción que atendía a intereses contrapuestos y que se desarrollaba a través de un largo y proceloso procedimiento contradictorio. Ello había ido abocando desde la segunda mitad del xviii a un éxito creciente y anunciado de aquel modo gubernativo de adoptar decisiones, relegando una comprensión jurisdiccional del ejercicio del poder (‍Luque, 2022). Este triunfo a partir de los años treinta del xix era mayor aún si consideramos que no solo se trataba de dos procedimientos paralelos sino de, fundamentalmente, dos comprensiones opuestas de la adopción legítima de decisiones del poder. Si lo jurisdiccional era la lógica preeminente para ejercer legítimamente el poder, lo gubernativo era lo que tenía que justificarse como mecanismo de adopción legítima de decisiones de gobierno y abrirse un espacio teórico que pudiera consolidar posteriormente de un modo funcional (‍Mannori, 2007). El aparato institucional llamado a poner en práctica los fines del Gobierno era la Administración, si bien en un primer momento se trató de acotar ese nuevo campo, que se fue poblando no de una única Administración, sino de multitud de aparatos administrativos que, si se fueron unificando, fue por un proceso de agregación y absorción de unos por otros. Tan acuciante e imperativa fue esta dinámica de administrativización que si algo caracterizó a las transformaciones a que fue sometida la Administración de Justicia decimonónica fue su conversión, en todos los niveles, en un aparato administrativo más de todos los que fueron emergiendo en este periodo (‍Solla Sastre, 2007a).

En este proceso, lo que había de asentarse y consolidarse era el gobierno administrativo; y el espacio que estaba en liza para ello se lo estaba disputando a la propia jurisdicción, que necesariamente tenía que ver reducidos cada vez más sus confines en aras del poder creciente de esa política gubernamental y su ejecución a manos de la Administración. La gubernamentalización del ejercicio del poder era tan triunfante que todas las estrategias para poder asentarse y absorber un espacio cada vez más amplio provenían del propio Gobierno; piénsese, tan solo como ejemplo, que en ese contexto de orden normativo no articulado en torno a un orden de legalidad y por tanto tampoco a la ley como instrumento que emanara de un parlamento que era mucho antes cámara de discusión política que de legislación, el grueso de la normativa, entre otra la que afectaba directamente a la regulación del aparato judicial y del estatus de sus miembros, emanaba siempre del Gobierno o, para ser más precisos, del Ministerio de Gracia y Justicia, del que dependían en términos administrativos todos los jueces del fuero común (‍Ortego, 2018), y que en calidad de aparato administrativo autónomo podía dotarse de su propia regulación. Así, desde 1835 el orden judicial estuvo regulado por un Real decreto, el famoso Reglamento provisional para la Administración de Justicia, que era eso, un reglamento al amparo del cual se dictaron decenas de reales decretos y órdenes que regulaban aspectos absolutamente esenciales, en tanto que constitucionales, del orden judicial (‍Paredes, 1991; ‍Lorente et al., 2011). Pues bien, si tenemos en mente ese proceso en curso, circunscribir la función judicial a ejecutar las leyes en los juicios civiles y criminales no era una garantía de intangibilidad tuitiva de lo judicial, sino una cautela para que precisamente la justicia no se inmiscuyera en el nuevo espacio político del Gobierno y su Administración que ahora había logrado no solo abrirse paso y asentarse, sino constitucionalizarse. Se trataba, en definitiva, de que la acción administrativa se fuera desembarazando de la judicial y, en especial, de sus artífices, y consolidando su autonomía constitucional como aparato ejecutor que materializara las decisiones políticas del Gobierno.

No quiero decir con esto que «en el fondo nada cambiara», puesto que sería falso: no era en absoluto insignificante que todas estas prescripciones quedaran registradas en las constituciones. En efecto, la existencia de una constitución escrita, formal, por más moderantista y tradicional que pudiera ser, hacía que todos los poderes que ella consagrase, aun considerando que se tratara de realidades que la precedían, hicieran derivar ahora su legitimidad de la norma que los recogía, los amparaba y los definía. Tampoco era irrelevante que las constituciones ofrecieran la posibilidad de pensar en términos de separación de poderes, por mucho que lo que se hiciera fuera consagrar una comprensión extensa del poder monárquico y aislar perimetralmente la justicia del resto de potestades. Lo que sí sostengo es que, lejos de presumir, con base en nuestra actual perspectiva teórica, labrada en un contexto democrático y constitucional de presente, qué es lo que estaba queriendo significar esa separación, deberíamos tratar de entenderla en su contexto. En ese sentido, a mi juicio, no es que hubiera una disociación entre teoría y práctica, o entre idealidad de los principios constitucionales y la realidad del orden judicial, sino que se trataba de una declaración de principios cuyos perfiles y densidad se veían delimitados por una comprensión previa del poder y una posterior práctica administrativa. No habría, pues, tanto contradicción entre teoría y práctica cuanto sustanciación, desde la realidad institucional, del verdadero contenido de esos enunciados teóricos.

En definitiva, si entendiéramos las dimensiones de esta separación en estos términos, en efecto el constitucionalismo decimonónico supondría un punto de partida, pero no como un momento en el que se desagregaran justicia y política desde un punto de vista constitucional, solo que traicionados por la práctica y las imposibilidades políticas del sistema, sino porque su propio arranque fue el de una simbiosis y una correspondencia casi imposible de desasir, lo que nos llevaría a posponer el momento del intento constitucional de deslinde a otro contexto político en el que habría cambiado el tablero del juego: el Sexenio Democrático.

IV. JUSTICIA Y POLÍTICA EN EL SEXENIO DEMOCRÁTICO: UNA RELACIÓN FUNDACIONAL[Subir]

El Sexenio abrió un periodo novedoso que creó las condiciones de posibilidad de una nueva relación entre política y justicia; o, por mejor decir, de considerarlas como dos esferas separadas y regular en términos constitucionales sus interferencias e interconexiones. Un elemento distintivo esencial, en contraposición con la época precedente, fue la ausencia de la monarca desde 1868, lo que entre otras cosas permitió, como había permitido también a partir de 1810 con la ausencia de Fernando VII, pensar un nuevo orden constitucional en términos constituyentes. Otro aspecto no desdeñable era el catolicismo intrínseco de la nación española, del que ya habíamos apuntado que, cuanta mayor fuera su presencia, menor era la de la capacidad legislativa del Estado. En este sentido, el paso de declaraciones sin fisuras tales como «La religión de la Nación española es la católica, apostólica y romana»[17] a «La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica», con sus sucesivos subapartados sobre la «posibilidad de profesar otra religión que la católica»[18], ya revelaban un distanciamiento con la concepción precedente a la hora de legislar sobre determinados elementos indisponibles en tanto que imbricados en una infraestructura religiosa de la nación que había que salvaguardar.

Como resultado de todo ello, la concepción del constituyente se alejaba de una comprensión tradicional del poder como asunción de un orden dado cuyos elementos estructurales no se podían cuestionar, sino afianzar, y la acercaba en cambio a una idea de que el orden era disponible por parte de la voluntad política, en función de la cual se podía diseñar un nuevo panorama institucional e incluso se podían generar nuevos actores políticos. En efecto, amparadas por la Constitución de 1869 como asociaciones, aparecieron verdaderas organizaciones políticas, los partidos, con funciones políticas y capacidad de actuar en el sistema político. En este sentido calificaba Clavero este constitucionalismo que se iniciaba en el 68 como liberal político, en tanto que «el liberalismo político habría introducido una dinámica de verdadera transformación del propio constitucionalismo» (‍Clavero, 1984).

La política, pues, hecha norma, era un instrumento que albergaba el potencial de entrañar transformaciones, y también la Constitución, siendo una norma hecha por la política, podía cambiar el presente e instaurar bases futuras a partir de ella, y redefinir el cuerpo político que constituía, sin necesidad de ser un reflejo constitucionalizado de una unión entre poderes fundamentales sin los cuales aquel cuerpo político para el que se daba se desmoronaría (‍Pérez Ledesma, 2010). Si el elemento monárquico, concebido como preexistente, había estado en la base de la concepción de los poderes y de su estructura y manifestación durante el moderantismo, ahora ni monarquía ni una supuesta nación histórica eran ya sujetos previamente constituidos, con lo que existía la posibilidad de legitimar esa comprensión del poder público, así como de repensar sus manifestaciones no desde el soberano que representaba y aunaba a la nación sino desde la soberanía nacional misma.

De hecho, la norma suprema dedicaba un título especial a los poderes públicos, que «emanan de la soberanía, que reside esencialmente en la Nación»[19], en un esfuerzo de enunciar e individualizar las respectivas funciones que, en aras de la garantía del elenco de derechos que inauguraba (‍Serván, 2005), se fortalecían en esta cultura constitucional. Así, a las Cortes —y solo a las Cortes— les correspondía «hacer las leyes»; al poder ejecutivo, ejercido por el rey a través de sus ministros, les correspondía «hacer ejecutar las leyes»; y a los tribunales les correspondía «aplicar las leyes». En este sentido, la institucionalización de la política a través del poder ejecutivo parecía estar claramente delimitada. Por lo que tocaba a la justicia, la Constitución en su título VII, «Del Poder Judicial», contenía previsiones para tratar de diseñar una magistratura independiente, en principio, del poder político: preveía, de entrada, una oposición como vía de ingreso que manifiestamente pretendía instaurar un sistema transparente y lo más indisponible posible para el Ejecutivo; el juez era, asimismo, inamovible, y para todos los avatares de su carrera se exigía constitucionalmente un dictamen del Consejo de Estado, que añadía seguridad a las decisiones y cierta distancia de las meramente ministeriales. Era, a su vez, responsable personalmente de las infracciones de ley que cometiera (‍Serván, 2007).

En este terreno de la responsabilidad, además, la Constitución revolucionaria anulaba una clara facultad de incursión gubernamental en el ámbito de los derechos que consistía en la autorización para procesar instaurada a mediados de siglo para construir aparatos administrativos con esferas jurisdiccionales de acción independientes frente al resto de aparatos, y que suponía bloquear la exigencia de responsabilidad a un empleado exigida por un particular si no mediaba autorización del superior jerárquico (‍Garriga, Lorente, 2007b: 313-‍369). Este instrumento de control de responsabilidad y de construcción de jerarquías interiores y de administraciones de cara al exterior impedía la exigencia de responsabilidad de los empleados administrativos subordinados de cada aparato en aras del control disciplinario interno por parte de los superiores. El personal judicial era, a esos efectos, un aparato administrativo más, dependiente de un ministro que formaba parte de la institución del Gobierno. El artículo 30 de la Constitución del 69, ubicado en el título de los derechos de los españoles, abolía sin contemplaciones ese mecanismo, y su artículo 98, en relación con la magistratura, y a propósito de la responsabilidad del juez, preveía que cualquier español pudiera entablar acción pública contra los jueces por los delitos que cometieren en el ejercicio de su cargo, dando así a entender que su responsabilidad no podía estar blindada por la intervención de autoridades administrativas superiores. Finalmente se establecían numerosas cautelas y garantías ya en sede constitucional en el caso de que se pretendiera separarlo de su cargo[20].

La Constitución diseñaba al propio juez como garante del amplio catálogo de derechos que de manera innovadora en la trayectoria constitucional ella misma contenía, y entendía, a su vez, y también de manera novedosa, que las leyes no eran relecturas normativamente articuladas de la estructura esencial del orden, sino que contenían esos derechos y los articulaban, para posibilitarlos. Para ello era necesaria una judicatura conocedora del derecho y lo más independiente posible del Ejecutivo, con la garantía de un estatuto jurídico encuadrado en la Constitución y las leyes. Era ese el marco en el que se inscribía la Ley Provisional Orgánica del Poder Judicial (en adelante, LOPJ), la verdadera gran novedad que marcaba los confines normativos del ejecutivo y el judicial (‍Lorente et al., 2011: 273-‍281). Por primera vez en toda la trayectoria constitucional del xix español, el orden de la justicia estaba regulado por una ley, y orgánica. Con todas las limitaciones que caracterizaban a estos procesos legislativos decimonónicos, y las particulares además del procedimiento de elaboración de la propia LOPJ, el hecho es que nunca antes en el siglo la justicia había sido regulada por una norma con rango de ley; por el contrario, o bien ella en su conjunto o bien distintos aspectos decisivos de su estructura y de su funcionamiento se habían regulado por normas de rango inferior, siempre gubernamentales. Habían sido numerosísimos los proyectos de reforma del judicial especialmente desde mediados de siglo, pero solo el Sexenio logró darle el impulso legislativo necesario para que dichos proyectos cuajaran en una ley. Desde esta perspectiva, la LOPJ dotó de dignidad normativa a un orden judicial considerado, en este periodo democrático, como poder.

Dicho todo esto, estas mismas primicias, extraordinariamente significativas, encerraban en sí al mismo tiempo sus limitaciones para el tema que nos ocupa (‍Solla Sastre, 2007b). Esa justicia era la del fuero común, es decir, aquella a la que estaban sometidos quienes no gozaban de un fuero privilegiado y, en consecuencia, no estaban sujetos a la jurisdicción de su propia corporación. Es muy cierto que 1868 comenzó con una tan decisiva como significativa unificación de fueros, que si no abolió todas las jurisdicciones especiales, sí recondujo a buena parte de las más relevantes a la justicia ordinaria, con lo que podría considerarse que esa justicia ordinaria, lejos de haber sido vampirizada o jibarizada, había salido fortalecida. Sin embargo, a eso había quedado reducida: este poder judicial, pues, se consagraba intencionalmente como un aparato que simplemente ejecutaba leyes, en comparación con lo que había sido la justicia en un mundo jurisdiccional: una lógica del ejercicio legítimo del poder y de adopción de decisiones legítimas por parte del poder público. A las alturas de 1870, ya se había consolidado de un modo irremisible el poder ejecutivo institucionalizado en manos de un Gobierno con unos ministros cuyo régimen de responsabilidad se había perfilado constitucionalmente. Retomando esta misma regulación legal de la LOPJ, por ejemplo, es cierto que los confines del poder judicial se regulaban a través de una norma con rango legal, pero también lo era que, dentro de esos límites, la justicia quedaba reducida a mera aplicadora de leyes.

Cuanto más definidos estuvieran el orden de legalidad y la jerarquía normativa, más estrecha era teóricamente la función del juez, porque menos necesario era un juez que ya no había de ser diestro y hábil para manejar un insondable entramado jurídico. El orden, no obstante, solo con dificultad lo era de legalidad, es decir, estructurado en torno a la centralidad de una ley general en función de unos destinatarios considerados formalmente iguales ante ella, esto es, sin fueros diferenciadores de su estatus, y por tanto definida únicamente en términos formales. Piénsese únicamente en que hasta 1889 no habría un Código Civil que estableciera un sistema de fuentes del derecho. Desde 1855 existía la obligación de motivar las sentencias en todas las instancias del orden civil, requisito clave para dotar de autonomía jurídica a las decisiones del juez y separarlas de sus condiciones personales para dictarlas, pero para motivarlas en términos de silogismo normativo no había un código sistematizado al que acudir, lo que disuadía de fundamentar los fallos a unos jueces «responsables por infracción de ley» que no podían conocer con claridad la ley por la que se les haría responsables: a la responsabilidad legal del juez solo le acompañaban «peligros, siendo nuestra legislación civil tan varia, extensa y contradictoria. Ningún juez ni magistrado podría librarse de incurrir en ella si este desorden legislativo fuere permanente»[21]. Este procedimiento de control de legalidad culminaba en una casación civil, que debería concebirse teóricamente como un mecanismo nomofiláctico de garantía de la ley. La importancia que se le diera en cada momento a la ley podría medirse, pues, a través del grado de protección jurídica que la casación le brindara. Una casación civil sin código, por tanto, poco podía controlar la aplicación estricta de unas leyes ni todavía estructurantes del sistema ni estructuradas en torno a él.

Así las cosas, todo ese vacío legal lo seguía colmando inevitablemente una activa reglamentación gubernamental. En materia de justicia del fuero común, por ejemplo, era tendencialmente el Ministerio de Gracia y Justicia el que legislaba, con lo que las normas de desarrollo que entraban a precisar los aspectos prácticos, pero en ocasiones también estructurales, del aparato judicial seguían siendo decretos y órdenes ministeriales. Con la LOPJ no solo se había dado cobertura legal a un espacio ya muy delimitado y empequeñecido del orden judicial, sino que la comprensión de la justicia que la Ley había consumado era la de una justicia administrativizada, articulada de un modo jerárquico como aparato administrativo, concebida en términos de verdadera Administración de Justicia (‍Lorente, 1992). En torno a esa estructura se reordenaba en la Ley Orgánica a la magistratura. Y este fue el otro factor absolutamente determinante: el gran lastre del personal judicial. Interinos, cesantes, multiplicidad de clasificaciones, infinidad de categorías, sueldos y antigüedades, jubilaciones reversibles, estatus concurrentes pero incompatibles…; una inestabilidad reinante en inmensa medida como resultado de la combinación heredada entre una comprensión patrimonial del oficio y una provisionalidad del cargo en virtud de las cambiantes adhesiones políticas que avocaban a una continua declaración general de interinidad (‍Ortego, 2018). La LOPJ pretendía, a través de una extensísima regulación, ordenar esta maraña, pero la complejidad de esta excedía con creces los instrumentos que aquella implantaba.

Si sumáramos ambos factores —la administrativización irreversible del aparato judicial y la consideración de los jueces fundamentalmente como dependientes ministeriales—, junto con los problemas ya estructurales del personal judicial, se entenderían mejor algunas previsiones de la LOPJ que tenían en común habilitar un acceso inevitable del Gobierno en la organización judicial, dando pie, así, a muchas de las quiebras de una supuesta separación entre política y justicia. Comencemos por uno de los grandes cambios que instauraba la norma por mandato constitucional, como era el ingreso en la carrera judicial por oposición. El examen de ingreso estaba ligado a la inamovilidad judicial, como presupuesto de la independencia de la magistratura: quienes eran elegidos conforme al nuevo sistema implantado, elevado a un procedimiento legal en una norma prevista por la Constitución y que desarrollaba uno de los poderes públicos que en ella se contenía, podían ser declarados inamovibles conforme a las previsiones de la LOPJ. Esto era novedoso, al prescindir de procedimientos reglamentarios y oscilantes y fijar en preceptos legales y estables el procedimiento de selección. Ahora bien, antes de examinar los conocimientos jurídicos de los aspirantes a la judicatura, el Gobierno sometía sus expedientes a un proceso de selección en el que se consideraban su «conducta moral, circunstancias y cualidades»[22]. Esto es solo un pequeño ejemplo.

Otro más significativo aún es el de las disposiciones transitorias de la Ley. Establecido el nuevo sistema de ingreso en la carrera para quienes quisieran acceder de nuevas, la Ley debía ocuparse de cómo reconducir a un nuevo sistema y redefinición del estatuto del juez a los que ya poblaban la carrera judicial. A ese efecto se preveía que los expedientes de los jueces que en ese momento estuvieran en activo fueran sometidos a un procedimiento de revisión a través de una Junta de clasificación compuesta por jueces y juristas, pero también de cargos políticos, que habría de examinar su conducta moral y su concepto público para determinar «si concurrían en ellos las circunstancias necesarias para gozar desde luego de las garantías que esta ley establece»[23]. Con posterioridad el Gobierno, a la vista del dictamen de la Junta, resolvería lo que estimara oportuno[24].

A la declaración de inamovilidad para quienes accedieran por oposición, le seguía una declaración de amovilidad para quienes ya estuvieran ocupando sus cargos. Se trataba esta vez, sin duda, de valorar si se adecuaban o no a un nuevo orden de valores que estaba plasmado en una Constitución revolucionaria, en tanto que articulada en torno a la idea de derechos, para gozar o no como jueces de un estatus que estaba garantizado por una ley de desarrollo dictada al amparo constitucional. Pero podríamos considerar que, ante problemas heredados, se acudía, de nuevo, a dinámicas conocidas, como la de la depuración a través de la cual se controlara la adhesión a una nueva etapa política que requería nuevos jueces aptos, en tanto que afines. En realidad, se mantenía el peso de determinadas inercias, que se afrontaban con los instrumentos disponibles. Ahora bien, el contexto constitucional había hecho que todo cambiara, relegando por ley todo este régimen heredado de calificaciones, revisiones de expedientes y depuraciones a una situación transitoria y marginal en la propia ley. La regla general pretendía ser una inamovilidad que alejara a la magistratura de los embates de las conveniencias políticas. El resultado fue que, aun con fisuras, la dicotomía entre los principios de la LOPJ para la justicia elevados a rango de ley orgánica y las medidas tradicionales de gestión del personal, como consecuencia de la permanente centralidad de la persona del juez en la organización de la justicia, se hizo cada vez más evidente.

El larguísimo periodo que inauguró la LOPJ manifestó una persistente tensión entre un pretendido modelo de justicia independiente de la influencia política y unas medidas estructurales casi imposibles de adoptar si no pasaban por la intervención sobre el personal judicial. Reorganizar el personal se prestaba a dar entrada a criterios cambiantes que en cada contexto pudieran determinar las cualidades requeridas de la magistratura. Esa flexibilidad podría haber contribuido a explicar la fortuna política de la LOPJ, que desde su nacimiento en 1870 solo fue derogada en 1985 por una nueva Ley orgánica del Poder Judicial que tenía que acomodarse a una Constitución que ya llevaba, además, siete años en vigor. En su recorrido, pues, aquella ley del poder judicial atravesó, con modificaciones, pero con ninguna alteración sustantiva que hiciera irreconocible el andamiaje institucional que implantaba en el ámbito judicial, revoluciones, federalismos, restauraciones, repúblicas, guerras, dictaduras…, hasta desembocar sin especiales rasguños en el presente contexto democrático, que en esencia asumió, incorporó y constitucionalizó la estructura judicial que ella había implantado más de un siglo atrás (‍Lorente, 2007).

A partir de 1870, pues, es muy difícil ya desligar la idea de justicia y aparato judicial de la que aquella ley implantó, así que el orden político, que ya había moldeado desde dentro la propia definición del juez constitucional en el doceañismo, ahora permeaba el orden judicial dejando su impronta en el contexto cambiante en el que se encuadraría la LOPJ, introduciéndose a través de los no pequeños resquicios que la ley dejaba abiertos. Con todo, el soporte constitucional, el vigor normativo y la integridad jurídica con las que se presentó y consolidó la Administración de Justicia en este momento del siglo permitirían plantear que se habían dado los presupuestos para que política y justicia habitaran ámbitos separados, y que la justicia se había blindado con instrumentos legales frente a incursiones no autorizadas del poder político. A partir de aquí podría decirse que se habían instaurado las bases precisas para que desde entonces lo anómalo (es decir, la intromisión de la política en la justicia) fuera achacable a los marcos políticos que el aparato judicial atravesaría, a la elevada, en ocasiones extrema, politicidad de todos los contextos que estaban por venir.

V. JUSTICIA Y POLÍTICA DESPUÉS DE 1870: UNA RELACIÓN CONTEXTUAL[Subir]

A partir de 1870 y del hito representado por la LOPJ, las épocas posteriores asumieron la Ley Orgánica, continuando o, al menos, haciendo el esfuerzo de darle apariencia de continuidad al modelo de justicia que la ley implantaba, alimentando así precisamente la idea de la Ley Orgánica como fundante de la justicia liberal moderna. Asentadas las bases para una judicatura inamovible, presupuesto de su independencia, el valor de aquella justicia que salió reforzada del Sexenio como poder del Estado estaría a expensas, en las épocas sucesivas y hasta la nuestra, de la mayor o menor capacidad del contexto para politizarla y convertirla en instrumento político. Algo tenían ya de distinto estas etapas que sucedían a la LOPJ: experimentada la posibilidad institucional de asentar las bases de una justicia independiente, la intensidad de su politización ya no venía tanto de su definición intrínseca cuanto del empuje y lo envolvente que fuera la nueva etapa política en la que la Ley se insertara. Es decir, en cierto sentido ya habría propiamente un deslinde institucional y un blindaje constitucional, en la medida de lo posible, entre justicia y política. Las etapas posteriores, pues, no derogaban la LOPJ ni la sustituían, pero sí adoptaban medidas tratando de neutralizar su declaración clave, la de la inamovilidad de la magistratura como presupuesto de una independencia judicial de difícil asunción, en función de argumentos siempre políticos y de distinto signo, en atención al contexto. No se renunciaba, por supuesto, a proclamar la inamovilidad y el valor de estabilidad que conllevaba, pero en favor de los intereses políticos de los distintos Gobiernos se ampliaban y modificaban los criterios para acceder a la magistratura y para declarar, en consecuencia, la inamovilidad.

A través del hilo conductor de la inviable inamovilidad práctica se podría seguir articulando, como hace Ortego (‍2018), la historia del orden judicial en España, con todo lo que aquello significaba: la centralidad del elemento personal para la infraestructura de la justicia y la necesidad, en consecuencia, de la introducción y el asentamiento de jueces afines en términos políticos a un Ejecutivo del que técnicamente dependían. Del protagonismo, de nuevo, de esa politicidad intrínseca de la magistratura daba cuenta el arranque del periodo del reinado de Alfonso XII. La crítica central a la LOPJ era la de una inamovilidad basada en criterios cuestionables y «fundada sobre bases de interés puramente político de un partido» (‍Ortego, 2018: 347). Como defensa de esa actitud restauradora, acusada de atacar la línea de flotación de la LOPJ, se alegó no que hubiera que poner los medios para alejar al juez de la política, sino precisamente que la adhesión política del juez debía hacerse más plural. Así, a principios de 1876, el ministro de Justicia, Martín de Herrera, en relación a los jueces sostenía:

No podemos buscar para establecer la inamovilidad y su independencia, no podemos buscar hombres completamente desligados, completamente separados de las luchas políticas; hemos de buscar la inamovilidad, si somos hombres de gobierno, con la realidad de las cosas, que se componga de hombres que pertenezcan a todas las opiniones, porque es imposible hallarla mientras todas, absolutamente todas, no tengan cabida, para que ningún partido pueda creerse excluido en la organización judicial[25].

La Restauración, pues, no renunciaría formalmente a la LOPJ, pero se esforzaría por desarticular los logros en materia de independencia judicial a los que aquella podría conducir. De hecho, comenzaría su constitucionalismo, que en última instancia sería el que asentara definitivamente el modelo de justicia liberal instaurado en el periodo precedente, desapoderando al orden judicial de su densidad constitucional (‍Aparicio, 1995: 135-‍161). Si, como hemos estado haciendo, localizamos la versión institucional de la intervención de la política en la justicia materializándola en la intervención del Ejecutivo, este periodo fue su hipóstasis. Esta dinámica estuvo alentada por dos procesos concurrentes de esta etapa, que Fernando Martínez individualiza: uno de degradación de la justicia como poder del Estado y el otro precisamente de estatalización como cuerpo de esa justicia constitucionalmente degradada (‍Lorente et al., 2011: 455-‍460).

En efecto, la Restauración recuperaba una idea «historicista», tradicional, de un poder concebido como unitario y preexistente a la Constitución formal. La versión escrita de la norma suprema reflejaba una serie de «principios», «fundamentos», «gérmenes» que subyacían a la nación española y que revelaban de ella un espíritu permanente que siempre y en todo caso, con independencia de toda circunstancia política, subsistía. Desde esa perspectiva, la división de poderes era una mera «abstracción constitucional»[26] en la que el poder judicial no era más que una articulación institucional de una de las expresiones de aquel poder monárquico unitario y preexistente cuya legitimidad no derivaba de la Constitución, sino de la historia. No era disonante, por tanto, que la justicia pasara en el pensamiento de la Restauración de poder del Estado a ramo administrativo sobre el que se acrecentara exponencialmente la intervención del Ejecutivo. No se la expulsaba obviamente de la Constitución, pero en su título IX se la convertía de nuevo en «Administración de Justicia» y además se derivaban todos los pilares básicos del orden judicial a un futuro desarrollo normativo (‍Clavero, 1989; ‍Varela, 2009).

La suma de ambos elementos (la dimensión eminentemente administrativa de la justicia y la redirección a unas leyes futuras de aspectos clave de la judicatura) creaba un espacio idóneo que el Ejecutivo colonizó a través de un arsenal de instrumentos ya conocidos: exploró los cauces de actuación que la ley orgánica le permitía. Un dato muy significativo fue la abundancia casi exclusiva de normativa reglamentaria del Gobierno para regular todos los aspectos de la justicia (‍Ortego, 2018). Una excepción sería la Ley Adicional a la Orgánica del Poder Judicial, una de cuyas principales reformas adulteraba el sistema de ingreso por oposición, y favorecía para cubrir vacantes el sistema de turnos que, ajeno al mérito y a la capacidad, encumbraba a los cesantes, daba relevancia al criterio de la antigüedad y representaba un cauce de abierto manejo por parte del Ejecutivo, que podía adjudicar plazas libremente (‍Aparicio, 1995: 142-‍143). Los resultados fueron interesantes, porque la estrategia redujo sustancialmente el número de cesantes, pero también fue introduciendo intereses corporativos, por ejemplo de abogados o de académicos, en la alta magistratura. Asimismo, la dinámica propia de esos años de las asimilaciones a jueces y magistrados entre funcionarios que no tenían por qué ser de justicia generaba una flexibilidad del acceso a la magistratura que favorecía la incursión de los afines al Gobierno de turno.

Sobre el andamiaje de la estructura judicial jerarquizada que la LOPJ había sabido consolidar a través de su cobertura legal, los Gobiernos de la Restauración constituyeron un cuerpo de funcionarios especializado, articulado en escalas y organizado como carrera, que estratificó al personal y cuya cúspide dio lugar a una élite administrativa (‍Martínez, 2008-‍2009). El diseño no podía ser más propicio —y más necesario— para unos Gobiernos que tenían a la Justicia como aliada: a la cima privilegiada de la escala se llegaba con indiscutibles muestras de adhesión partidista, y a su vez los niveles de base, entre los que se encontraban los jueces municipales que tanto interesaron al Ejecutivo, estaban intervenidos con su complacencia por un caciquismo que les utilizaba en su favor en todos los procesos electorales, para lo que había resultado esencial la rehabilitación por parte de la Constitución de 1876 de la ya mencionada autorización por parte de las autoridades políticas superiores para procesar a quienes actuaran como agentes gubernativos[27]. «Los jueces municipales, debiendo su nombramiento a la política, a la política sirven», rezaba la Memoria del Fiscal del Tribunal Supremo en 1896 (‍Aparicio, 1995: 147). Un sentir general crítico del periodo podría resumirse en estas palabras:

Nuestros partidos conservadores […] toman la administración de justicia como instrumento de gobierno; a los jueces y magistrados como a funcionarios político—administrativos, sin cuyo obsequioso concurso se hace imposible la tarea de gobernar. La magistratura no siempre ha de atender a la aplicación austera del Derecho; antes cuidará de no poner en olvido los intereses políticos del partido que la nombra, asciende y separa. El juez y el magistrado han de ser no solo íntegros, conocedores del Derecho, obedientes, como súbditos fieles, a las instituciones imperantes: han de ser, ante todo y sobre todo, hombres de partido, servidores del partido mismo[28].

Críticas cada vez más frecuentes como esta de 1884, al alejarse de una politicidad de la magistratura entendida como necesaria e insistir en lo pernicioso del ensamblaje entre lo judicial y lo político, nos resultan más afines a nuestra comprensión presente. Como respuesta a la avalancha de críticas en este sentido en las cámaras de representación y en la prensa dictaría Canalejas un decreto en 1889 en el que se apelaba a la inamovilidad no solo de los jueces que hubieran accedido por oposición a la carrera sino de quienes ya estuvieran en su cargo, que únicamente podrían ser separados por las causas comprendidas en la LOPJ[29]. El Decreto tuvo un gran impacto en su época al recuperar formalmente las previsiones de la Ley Orgánica para la separación (‍Ortego, 2018: 563-‍568), pero no se apartaba tanto como pudiera parecer de las lógicas imperantes. La proclamación de la inamovilidad se generalizaba, como solía suceder, cuando convenía hacerse, en este caso cuando ya se había difuminado a través de los turnos la oposición como única vía de ingreso, de tal manera que se podía estabilizar a los incorporados sin que supusieran amenaza alguna. La contrapartida de la inamovilidad judicial para que no se convirtiera en tiránica era, a su vez, el control interno por parte de una alta magistratura que ya se había encargado el Gobierno de perfilar a su favor. Y la inamovilidad generalizada convivía con los trabajos en curso de una Junta Calificadora, cuyo efecto real era el de una declaración velada de interinidad. Del mismo modo, las traslaciones, de libre disposición ministerial, fueron habituales en todo el periodo (‍Ortego, 2018: 334 y ss.). Un balance de estas medidas sobre una magistratura que parecía estar secuestrada por el Ejecutivo lo haría el republicano Moreno Rodríguez en el Congreso, precisamente a propósito de la Ley Adicional de 1882:

La manera discrecional y arbitraria como […] los partidos […] la han nombrado, trasladado, ascendido y depuesto; el principio, audazmente sentado por la Restauración, de que la magistratura es función reservada a los afiliados del partido dominante; la exigüidad angustiosa de los sueldos, que la coloca entre la miseria y el cohecho; el triste ejemplo de los ascensos inmerecidos e instantáneos, contrastando con estancamientos eternos; el tristísimo espectáculo del continuo mudar de jueces y magistrados, al compás de las pasiones y de los intereses contrapuestos de los caciques en auge; la participación que a la judicatura se ha impuesto en todo el linaje de arterias electorales; la caída desde las altas funciones de Poder del Estado a las funciones subordinadas de una rama flexible del poder ministerial.

Pero había transformaciones notables que acentuaban la disonancia entre la pretendida independencia judicial y la politización irrefrenable, como pertenecientes ambas a dos esferas que debían permanecer desligadas. Un elemento esencial de cambio lo había supuesto, precisamente también en 1889, el Código Civil. Aquella norma, la primera en la historia de España que finalmente regulaba por ley una jerarquía de fuentes del derecho, compendiaba el derecho civil aplicable y derogaba el derecho civil común precedente. Además, la codificación del derecho civil posibilitaba que se motivasen las sentencias en ese ámbito, motivación que dotaba a su vez al mecanismo de la casación de un genuino sentido de garantía de las leyes que permitía que también en lo civil los jueces pudiesen desarrollar una función verdaderamente autónoma que consistía en la estricta aplicación de la ley. El Código, con ser la primordial, fue la última pieza en aparecer de todo el engranaje de procedimiento civil, jurisprudencia de los tribunales y casación en el Supremo. Mientras que sin disposiciones claras que aplicar la persona del juez y su criterio de manejo del bagaje normativo dado suplía el vacío de un derecho codificado nada más y nada menos que en el ámbito civil, ahora, presente el código, el protagonismo de la figura del juez tenía formalmente que buscarse en espacios no relacionados con su exclusiva función de juzgar.

Así las cosas, cuando a finales de siglo se hablaba de independencia judicial el panorama potencial era ya muy distinto. La presencia del código había hecho posible que la judicial fuera una función materialmente diferenciada y, en términos de poderes, independiente. La dependencia de la magistratura y las estrategias de control se tenían que trasladar forzosa y oficialmente a un plano orgánico, el de la justicia como aparato, retomando la teoría y práctica seguida durante la etapa isabelina. Intervenir políticamente en el acto mismo de administrar justicia era demasiado llamativo para cualquier régimen constitucional, del signo que fuera. En ese contexto, la independencia se podía predicar de la función, mientras que la inamovilidad se iría labrando en las primeras décadas del xx como resultado de la funcionarización de la corporación, es decir, como señala Miguel A. Aparicio, de un modo desligado del principio de independencia judicial y no como presupuesto constitucional de esta (‍Aparicio, 1995: 153). Al menos formalmente la inamovilidad se implantaba, así, no para blindar la independencia de la función constitucional de los jueces, sino para estabilizarlos en tanto que funcionarios, en condiciones de igualdad con el resto de cuerpos funcionariales incorporados a la Administración del Estado (ibid.: 156-157; ‍Villacorta, 1989). La Dictadura de Primo de Rivera irrumpiría de nuevo en la búsqueda de cierta estabilidad al comenzar con una depuración del personal judicial a cargo de una Junta Inspectora[30] (‍De Benito, 2015a). Al término del periodo, la LOPJ se mantenía en términos formales, pero no sus bastiones principales, puesto que en 1928 quedaban «en suspenso cuantos preceptos legales vigentes se refieren a limitaciones para la separación, destitución, suspensión, traslado y destinos de los magistrados, jueces y funcionarios del Ministerio fiscal»[31] (‍De Benito, 2015b).

Fue precisamente sobre esa dimensión orgánica del orden judicial en estado provisional sobre la que operó la República de 1931. La necesidad de garantizar la independencia funcional de la justicia, consagrada por la Constitución republicana y encomendada a una Administración judicial elevada de nuevo al rango de poder del Estado, entraba en conflicto con la permanencia de unos jueces procedentes de la Restauración y de una inmediata Dictadura que estaban, y al parecer muy fundadamente (‍Pérez Trujillano, 2019), bajo sospecha. «Los jueces son independientes en su función. Solo están sometidos a la ley», rezaba el artículo 94 del título VII de la Constitución de 1931, titulado «Justicia». El problema, pues, era que la defensa a ultranza de la independencia judicial inmunizara a unos jueces, inamovibles según el artículo 41 de la Constitución, de dudoso compromiso con los principios e instituciones republicanas y los convirtiera en un poder corporativo antidemocrático pero intangible[32]. En esta ocasión, junto con otras medidas estructurales como la instauración de un modelo de justicia alternativo a la profesional o la reestructuración del Supremo (‍Marzal, 2005; ‍Díaz Sampedro, 2012), parece que se optó no por una batería de medidas que desplegaran la discrecionalidad ministerial, sino por neutralizar el corporativismo judicial a base de reforzar a otros cuerpos jurídicos. Sin embargo, a pesar de la fuerte constitucionalización de la justicia republicana y de la manifiesta elevación de las funciones judiciales con la garantía de derechos constitucionales (‍Lorente y Vallejo, 2012), las medidas prácticas frente a la judicatura sospechosa se acabaron conduciendo por las depuraciones del personal y, en numerosas ocasiones, por vía de las jubilaciones forzosas (‍Pérez Trujillano, 2019: 50-‍65).

La República se había encontrado con un orden judicial diseñado en 1870 y sólidamente consolidado en la Restauración que se compadecía mal con los nuevos principios republicanos, y la tensión marcó toda la época. Pero una vez más, si bien con otro signo, la politicidad del contexto, esta vez de constitucionalismo republicano, interfería en una magistratura a su vez politizada, estabilizada y estructurada para depurarla de elementos adversos al sistema, todo ello sin poner en cuestión la LOPJ, sino utilizándola con la flexibilidad que ya había demostrado para adaptarse sin dificultad a distintos contextos.

Tampoco la LOPJ se extinguió con el régimen franquista. Su régimen se mantuvo; eso sí, se eliminaron todas las consideradas novedades republicanas, pero no aquellos rasgos ya consolidados como la condición corporativa de la magistratura y su burocratización (‍Lorente et al., 2011: 581-‍587; ‍Cano Bueso, 1985). La politicidad intrínseca y la penetración política absoluta de todas las esferas de la dictadura condujeron a que la adhesión política constituyera el andamiaje de toda la estructura institucional (‍Lanero, 1996; ‍Fernández-Crehuet, 2011). La función de administrar justicia, pues, en una jurisdicción ordinaria que había adelgazado hasta quedarse hética en favor de una dilatada panoplia de jurisdicciones especiales, era absolutamente dependiente del Gobierno; pero a su vez también aquella Administración entendida como aparato estaba completamente controlada por las autoridades en el poder. Así pues, si en la etapa precedente se había sospechado de una magistratura heredada basada en fundamentos dudosamente democráticos, el totalitarismo había suprimido, sin más, todo fundamento potencialmente democrático de la justicia para convertirla en un instrumento más de comunicación y adopción de decisiones del Movimiento. Funcionalmente se redujo el espacio de la jurisdicción ordinaria multiplicando las especiales y trasladando los asuntos más políticamente comprometidos a tribunales políticos. Y orgánicamente, ninguna decisión sobre el aparato judicial y su personal se había emancipado del Ministerio de Justicia. En sus manos quedaba el nombramiento de jueces y magistrados, la inspección de los tribunales, la estrategia de ocupación del mundo rural a través de los jueces municipales, el gobierno judicial a través de un consejo de designación ministerial, la depuración, continua, de los desafectos con el régimen o un elemento tan significativo como la Escuela Judicial. Pero dada la trayectoria precedente, poco aportó el franquismo, salvo su tesón por optimizar recursos de politicidad por parte del Ejecutivo que ya estaban activados por la Ley de tribunales de 1870 sobre una magistratura a su vez politizada, así como perfeccionar algunas técnicas de intervención y de control en un ambiente permisivo en el que no había ninguna cortapisa institucional y mucho menos constitucional.

La Transición significó recuperar el tracto constitucional perdido, pero en esa recuperación se incorporó el orden judicial tal y como estaba constituido a las alturas de 1978, declarándose inamovibles a quienes habían llegado a las puertas constitucionales sin someterlos a depuración alguna y sin incurrir, por ende, en una nueva declaración general de interinidad (‍Lorente et al., 2011: 586-‍587). Se rechazaron, así, las intervenciones políticas más virulentas sobre la magistratura, pero también se hurtó el debate sobre cuál habría debido ser el modelo de juez en un nuevo orden constitucional; es más, incluso sobre cuál habría de ser el modelo del nuevo juez constitucional que habría de implantarse en un futuro ya entonces inminente y que no había que reformular partiendo del pasado.

Si la reconsideración de la justicia ordinaria no se producía dentro del aparato, había de realizarse desde fuera, a través de las prácticas de nuevas instituciones superpuestas, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial; asimismo, se revisó el molde normativo en el que había de verterse esa justicia a través de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial que sin embargo consintió, a su vez, que durante siete años ya de Constitución democrática siguiera vigente su predecesora decimonónica. En definitiva, en este nuevo contexto constitucional, democrático, de independencia de poderes, la justicia quedaba blindada para la política, y si existían nexos de conexión en el marco de la Constitución, estos se trasladaban a aquellas instituciones añadidas que eran, en teoría, jurisdicción constitucional sin ser jurisdicción ordinaria, y gobierno de la justicia, sin ser gobierno en la justicia.

VI. UN POSFACIO DESDE EL PASADO HACIA EL PRESENTE[Subir]

Fíjense en qué reciente acabaría siendo, pues, esa despolitización teórica de la justicia y esa separación de ámbitos político y judicial, entrelazados desde los albores mismos del constitucionalismo, en una simbiosis que no se comenzó concibiendo como anomalía, sino como consustancialidad. Hasta tal punto estuvieron imbricados que con dificultad cabría escribir una historia de la justicia independiente que no fuera otra cosa que la de la necesidad de su independencia. Es factible hacer una historia de esos discursos, por supuesto, pero no podría —o no debería— abstraerse de aquella otra de la que traería causa, con la que chocaría incesantemente, que sería la de sus vulneraciones. Así, el resultado sería el de dos líneas conductoras paralelas: la de la teoría abstracta reivindicando una independencia de la justicia que protegiera al poder judicial del ejecutivo, y la de la empecinada realidad que una y otra vez se obstinaba en manejar a la judicatura a su antojo. Una historia así no podría ser sino casuística. En efecto, si entendemos la intromisión del ejecutivo como anomalía, no solo no bastaría un libro, por voluminoso que fuera, plagado de ejemplos, sino que necesitaríamos una enciclopedia entera, y puede que ni así fuera exhaustiva la narración. En todo caso, carecería a mi juicio de sentido, porque por muy extenso y detallado que fuera el relato no haría más que avalar nuestra precomprensión desde el presente de que lo político representa para lo judicial una contaminación desdeñable, lo que nos impediría aproximarnos al porqué de esa relación y al modo en que fue amoldándose a los distintos contextos en una España ya indiscutiblemente constitucional, al menos hasta su negación durante la Dictadura.

La politicidad fisiológica de los jueces y magistrados a lo largo de todo este recorrido arroja, a mi modo de ver, un resultado diverso al de una historia de dos planos, el teórico como principio y el práctico como conjunto de vulneraciones, porque ya hemos visto que los discursos sobre los principios judiciales no siempre están reivindicando exactamente lo mismo que desde nuestro presente queremos entender por independencia, inamovilidad y responsabilidad, y porque las actuaciones gubernamentales no en todo momento eran ilegítimas o desprovistas de fines constitucionales en algunos de los periodos en los que se daban. Muy poco nos aportaría, pues, esa historia en dos niveles construidos desde nuestra pura contemporaneidad, salvo reforzar nuestras creencias respondiendo a nuestras expectativas y alejarnos así de la comprensión del pasado.

Otro es el resultado si atendemos, como hemos hecho en estas páginas, a lo que sí es una constante desde el xix constitucional, que es la politicidad de la magistratura. Esta manifestación deriva de otra constante, cuyo hilo hay que ir siguiendo: la centralidad más absoluta de la persona del juez, frente a la organización estructural de la justicia y desde luego frente a las leyes que habrían de justificar su función. El papel nuclear de la judicatura invita a analizar la intensidad de lo político desde la perspectiva del propio estatuto del juez. Sería muy poco relevante, por ejemplo, para valorar la actitud de una constitución respecto a la independencia judicial apelar a si ha declarado que la justicia se administra en nombre del rey, sin atender a las verdaderas inclinaciones que nos revela el estatuto de la magistratura. Piénsese que con la misma soltura hicieron esa declaración los redactores de la Constitución de 1845 que los constituyentes de 1978. Y esto nos lleva a una consideración decisiva a nuestros efectos, históricos y coetáneos: la cronología de la politización de la justicia no está marcada por etapas partidistas más o menos señaladas; no es, en ese sentido, una periodificación política, por más que cada época replique fórmulas heredadas o deje sentir con más o menos virulencia sus propios designios identitarios, sino que la cronología es propia, vinculada al papel del juez, al régimen y estatuto de su cargo y a las facultades reales de construcción de un Estado y de sus poderes, desde los orígenes del constitucionalismo decimonónico hasta la democratización del siglo xx.

En esa larga cronología hay más líneas conductoras que se repiten: una tendencia a concebir que el orden judicial depende orgánicamente del Ejecutivo; un orden judicial regulado prioritariamente por normativa gubernamental; unos ministerios de justicia que prácticamente monopolizan toda la política de personal judicial. Pero también es cierto que, a medida que se fue construyendo la función del juez como autónoma, con sus propios instrumentos de funcionamiento y autocontrol, como la motivación de sentencias, las estructuras jerárquicas judiciales, la sujeción responsable única a la ley, un sistema de fuentes autorreferencial y un orden de legalidad codificado, y dejando de ser, por consiguiente, la bondad de la Administración de Justicia tan sumamente dependiente de las supuestas cualidades del juez que la impartía, el control por parte del Ejecutivo fue adoptando un cariz, un significado y un instrumental un tanto diversos. Habría que inclinarse, por ejemplo, por agudizar la politización de las propias normas que tenían que ser aplicadas e interpretadas, o fragmentar y desvirtuar cada vez más el ámbito material de la jurisdicción ordinaria en beneficio de unas especiales más controlables y controladas.

Porque, en efecto, en paralelo a las mencionadas constantes, también se fueron construyendo muchas diferencias que marcarían, justamente, la diferencia. La principal de ellas podría ser que la adhesión política, si bien respondiera o se aprovechara al menos de los mismos males estructurales, no siempre cumplió los mismos fines. Se incorporaría como elemento basilar de la magistratura gaditana, como una nueva calidad de los jueces, para funcionar cual elemento de defensa y edificación de un nuevo orden constitucional; pero una vez quedó alojada en la esencia misma de la magistratura, la adhesión pasó a ser un instrumento de mantenimiento de estructuras de poder gubernamental en tiempos bélicos, después una garantía revolucionaria, posteriormente de consolidación de políticas de partidos y más tarde una herramienta dictatorial. Pero efectivamente, la legitimidad constitucional del control político sobre el personal era en cierto sentido paralela a la debilidad del orden de legalidad, lo que implicaba que cuantos más mecanismos de fortalecimiento de la ley se fueran dando en la construcción del Estado decimonónico, y por tanto más identidad fuera adquiriendo la función judicial como instrumento de implantación de ese orden sustantivo y formal de legalidad, más contingente se iba haciendo la intervención directa del Ejecutivo en el aparato judicial y, por ende, en más disonantes y anómalos en términos de división de poderes se iban convirtiendo sus intervenciones y manejos sobre la magistratura.

En ese sentido, una perspectiva histórica nos permite ver en líneas generales a qué ha respondido esa politicidad del juez, qué se trataba de instaurar, de articular o de mantener a través de ella, y en qué medida las políticas gubernamentales dependían de la politización judicial. Desmantelar ese elemento político intrínseco llegados a un contexto de verdadera y plena separación constitucional de poderes implicaba invertir en potenciar los elementos que habrían hecho que la función judicial fuera independiente y que habrían garantizado que el orden en el que se insertaba esa judicatura fuera democrático y de derechos; algo, como hemos visto, que se alcanzó en una construcción paulatina. No es nada esquiva la historia cuando se le pregunta a tiempo.

NOTAS[Subir]

[1]

A los efectos de reflexionar sobre las construcciones, las conexiones y los itinerarios de la historia política y la del derecho, es excelente el dossier coordinado por Tío Vallejo et al. (‍2012).

[2]

Sala de Indias del Tribunal Supremo, 1856 (AHN, Ultramar, 4715, 22).

[3]

A todos estos efectos resultan imprescindibles, por iluminadores, las contribuciones de Mannori, Hespanha, Garriga, Clavero, Vallejo y Lorente en el dossier sobre justicia y Administración coordinado por Agüero (‍2021).

[4]

Que el sentido de acudir al pasado tenía que estar guiado por inquietudes presentes era una idea recurrente de Tomás y Valiente. Baste esta cita: «Cuanto más acerquemos el límite cronológico de nuestros estudios hacia el presente, mejor enlazaremos con el jurista empeñado en comprender el Derecho actual» (‍Tomás y Valiente, 1974: 821).

[5]

Para la caracterización de todo el modelo doceañista, se acude a Lorente y Portillo (‍2011), obra que culmina décadas de singulares estudios sobre el primer constitucionalismo hispánico por parte del equipo de investigación del que estos autores forman parte.

[6]

Art. 4 de la Constitución de 1812. Todos los preceptos constitucionales los extraigo de Rico (‍1989).

[7]

La tesis y su demostración son de Martínez (‍1999).

[8]

Decreto CLXVIII, de 3 de junio de 1812, sobre las calidades que deben tener los empleados en la judicatura (‍Lorente et al., 2011: 48).

[9]

Con independencia de la comprensión historiográfica que encierra el término, trabajos como el de Díaz Sampedro (‍2005) ilustran muy gráficamente esa imbricación entre ambas esferas.

[10]

Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, n.º 46, sesión de 3 de diciembre de 1844, p. 793. El planteamiento sobre los poderes de la doctrina liberal clásica puede consultarse en Donoso Cortés (‍1984); Alcalá Galiano (‍1984), y Pacheco (‍1984).

[11]

Archivo de la Comisión General de Codificación (ACGC), organización de tribunales, legajo 6, carpeta 2, documento 1.

[12]

Circular del Ministerio de Gracia y Justicia de 27 de mayo de 1841, «recomendando la conducta que deben seguir las autoridades que de él dependen», en Colección Legislativa de España, t. 27, p. 346.

[13]

Arts. 63 y 66 de las Constituciones de 1837 y 1845, respectivamente. La literalidad de ambos preceptos coincide.

[14]

ACGC, organización de tribunales, legajo 1, carpeta 8, documento único.

[15]

Real Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia de 24 de marzo de 1836, «sobre el modo de dirigir sus instancias los jueces interinos de primera instancia para obtener la propiedad», en Colección Legislativa de España, t. 21, pp. 156-157.

[16]

Rico y Amat (‍1855: 28-‍29).

[17]

Art. 11 Constitución de 1845, en el título I «De los españoles».

[18]

Art. 21 de la Constitución de 1869, en el título Primero dedicado a «Los españoles y sus derechos».

[19]

Art. 32 de la Constitución de 1869, que abre el título II, «De los poderes públicos».

[20]

Arts. 94-‍96 de la Constitución de 1869.

[21]

ACGC, organización de tribunales, legajo 6, carpeta 5, documento 15.

[22]

Art. 84 de la LOPJ.

[23]

Disposición transitoria VI de la LOPJ.

[24]

Disposición transitoria VII de la LOPJ.

[25]

Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, n.º 20, sesión de 11 de marzo de 1876, p. 372, apud. Ortego (2018: 346).

[26]

Intervención de Álvarez Bugallal, DD.SS. Cortes Constituyentes, n. 66, sesión de 22 de mayo de 1876, p. 1636.

[27]

Art. 77 de la Constitución de 1876.

[28]

Moreno (‍1884: 511).

[29]

Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia de 24 de septiembre de 1889, en Gaceta de Madrid, n.º 273, de 30 de septiembre de 1889, pp. 1018-1019.

[30]

«Real decreto de 2 de octubre de 1923, de la Presidencia del Directorio Militar, creando con carácter transitorio una Junta inspectora del personal judicial, compuesta de tres magistrados del Tribunal Supremo y un secretario de categoría de magistrado, sin voto, y confiriéndola la misión de examinar, revisar y fallar cuantos expedientes y procedimientos de todas clases se hayan incoado durante los cinco últimos años, para exigir responsabilidad civil o criminal a Jueces o Magistrados de todas las categorías», Gaceta de Madrid, de 3 de octubre de 1923, n.º 276, pp. 26-27.

[31]

«Art. 9 del Real Decreto-Ley de 22 de diciembre de 1928 del Ministerio de Justicia y Culto disponiendo se constituya una Comisión, que se denominará “Comisión Reorganizadora de la Administración de Justicia”, para los fines que se mencionan», Gaceta de Madrid de 25 de diciembre de 1928, nº 360, pp. 1938-1941.

[32]

El artículo 41 comenzaba como sigue: «Los nombramientos, excedencias y jubilaciones de los funcionarios públicos se harán conforme a las leyes. Su inamovilidad se garantiza por la Constitución. La separación del servicio, las suspensiones y los traslados solo tendrán lugar por causas justificadas previstas en la ley. No se podrá molestar ni perseguir a ningún funcionario público por sus opiniones políticas, sociales o religiosas».

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