RESUMEN

El sentido de la propia valía es uno de los caracteres morales más indispensables que configuran la personalidad de un individuo. En este trabajo retomo la idea del orgullo natural en el correcto sentido que le otorgó David Hume. Se recorre el camino que muestra cómo el orgullo, con su componente individual de autoestima y su elemento social de reconocimiento, genera consecuencias positivas para los lazos humanos que conforman el tejido social. El mecanismo que explica este funcionamiento es la psicología de la simpatía que termina por abarcar las relaciones de la sociedad. La pasión del orgullo y la simpatía como dispositivo de comunicación de emociones entre semejantes tienen efectos beneficiosos para la cohesión de nuestra vida en comunidad.

Palabras clave: Orgullo; simpatía; Hume; emoción; pasión; virtud.

ABSTRACT

The sense of our own worth is one of the most indispensable moral traits that shape an individual’s personality. In this paper I take up the idea of natural pride in the sense given to it by David Hume and show how pride, with its individual component of self-esteem and its social element of recognition, generates positive consequences for the human ties that make up the social order. The mechanism that explains this functioning is the psychology of sympathy that ends up embracing society’s relationships. The passion of pride and sympathy as a device for communicating emotions among peers have beneficial effects on the cohesion of our community life.

Keywords: Pride; sympathy; Hume; emotion; passion; virtue.

Cómo citar este artículo / Citation: Delgado Rojas, J. I. (2022). Del orgullo individual a la simpatía cívica: emociones para una convivencia virtuosa en el pensamiento de David Hume. Revista de Estudios Políticos, 197, 43-‍67. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.197.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. EL LUGAR DEL ORGULLO EN EL PENSAMIENTO HUMEANO
  5. III. EL MECANISMO DE LA SIMPATÍA EN EL CULTIVO DE UN SANO ORGULLO
  6. IV. DE CÓMO EL ORGULLO, COMUNICADO SIMPÁTICAMENTE, BENEFICIA A LA COMUNIDAD
  7. V. CONCLUSIONES
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Una de las dimensiones morales más significativas de la psicología humana es el sentido del propio orgullo que experimenta un individuo por sus logros personales. El ser humano que es capaz de estimarse y respetarse a sí mismo tiene la posibilidad de dotar a su vida de valor, de convertir su existencia en un proyecto pleno y satisfactorio. El individuo que se respeta a sí mismo y se enorgullece por sus méritos más valiosos desecha una vida mediocre y plana y prefiere hacer de ella algo distintivo y duradero. Admitirá que existe un conjunto de normas y pautas que inspiran su vida y asumirá la responsabilidad de sus actos como autor de los mismos. La persona que se respeta se reconoce a sí misma como poseedora de valor moral, como ostentadora de dignidad, sufre la humillación cuando es ofendida, siente la vergüenza cuando fracasa y disfruta de un sano orgullo cuando triunfa.

La reflexión acerca del orgullo propio ha constituido uno de los temas tópicos en la historia del pensamiento. En Aristóteles, San Agustín, Hobbes, Hume o Kant podemos hallar consideraciones provechosas en torno a esta idea. Cada uno de ellos, al igual que otros autores que han abordado la cuestión en la actualidad[2], han utilizado términos y propuestas distintas para designar esta misma dimensión de nuestra personalidad: magnanimidad, autoestima o respeto propio (‍Sachs, 1981: 346-‍360). Lo que hoy llamamos autoestima es un sentimiento que se ha designado de diferentes maneras, aunque «todos los términos están relacionados y tienen que ver con la confianza y el aprecio que uno tiene por sí mismo». Esta emoción —continúa Victoria Camps— «proviene de la reacción ante la propia imagen y de la consideración que a uno le merece su propia persona. Tiene autoestima quien se siente a gusto consigo mismo y por ser como es» (‍2011: 213).

Se han mantenido tradicionalmente dos respuestas o actitudes en torno a la propia estima u orgullo que conducen a implicaciones y consecuencias con matices distintos cada una. La primera de estas actitudes es la respuesta debida que nos merece alguien o algo por su especial consideración. La segunda postura es la que adoptamos ante lo que nos parece bueno, de calidad notable, y que por ello merece nuestra aprobación y halago. Ambas aproximaciones tienen precedentes notables en la tradición filosófica. El primer planteamiento está vinculado con la idea de estatus moral y deriva de nuestra naturaleza como sujetos morales dotados de dignidad. Autoestimarse es reconocer la dignidad en uno mismo, lo que implica aceptar los imperativos dictados por esa misma dignidad y, por tanto, vivir conforme a ese reconocimiento que uno hace de sí (‍Delgado Rojas, 2021a: 99-‍205, ‍2021b: 233-‍254). Esta expresión de la propia estima, como toma de conciencia de nuestra dignidad que nos exige actuar en base a esa altura moral, encontrará a un destacado teorizador en la figura de Kant en sus Reflexiones sobre Filosofía Moral (‍1991: 83, refl. 7202 [Ak. xix, 276-‍277])[3]. La segunda actitud hace referencia a la calidad de una conducta o forma de ser que estimamos valiosa en virtud de lo que uno alcanza o llega a ser. Enorgullecerse será tomar conciencia uno mismo de esa valoración. Este tipo de autoestima se basa en la confianza en nuestros méritos y en la satisfacción y seguridad que nos otorga el realizar un proyecto exitoso bien ejecutado. Tiene más que ver con la idea de orgullo y tiene en Hume a su principal exponente.

Deseo explorar esta idea del orgullo en el pensamiento de David Hume en la primera parte de este trabajo. Es mi propósito intentar separar esta noción del orgullo de otros tipos de emociones que, aunque emparentadas con él, acarrean cierta valoración negativa a la personalidad del individuo. El orgullo en el sentido que Hume le da —y que aquí me propongo rescatar— es diferente a la soberbia, a la vanidad y a la arrogancia. Estas formas de carácter aparecen en los individuos con suma frecuencia, pero son poco constructivas para la emocionalidad personal y repercuten nocivamente en el trato social y en las relaciones comunitarias. En cambio, un sano orgullo despojado de esos elementos es primordial para el individuo que reconoce su propio valor moral y la sociedad, a la postre, puede beneficiarse de esas virtudes en las que sus miembros son excelsos y que, al sentirse orgullosos, seguirán practicando en bien de todos. Ello constituirá la segunda parte de este artículo, que intenta hacer ver cómo el orgullo bien comprendido, tanto en su vertiente subjetiva como relacional, tiene una continuidad con la sociedad y le reporta utilidad. La manera en que esa correlación se posibilita, se produce y despliega es a través del mecanismo de la simpatía. Hacia el final del trabajo intentaré dar muestra de cómo la pasión del orgullo, acompañada de la simpatía como dispositivo de comunicación de emociones entre semejantes, tiene efectos beneficiosos para la cohesión de nuestra vida en comunidad. Vayamos por partes.

II. EL LUGAR DEL ORGULLO EN EL PENSAMIENTO HUMEANO[Subir]

En la obra del filósofo, economista e historiador escocés David Hume podemos encontrar algunas referencias muy valiosas para la caracterización de un orgullo correctamente entendido. Ya sabemos que Hume llevó hasta sus últimas consecuencias el proyecto empirista que diseñara John Locke y George Berkeley, de tal forma que su obra le cierra la puerta de acceso a toda metafísica. El conocimiento no puede ir más allá de lo que nos revela la experiencia. Si el autor del Ensayo sobre el gobierno civil limitó el empirismo a su teoría del conocimiento, en el Tratado de la naturaleza humana Hume lo extenderá a la explicación del imaginario estado de naturaleza o a los orígenes del contrato social (a dónde Locke no había llegado). Pero Hume es mucho más que el último eslabón de esta tradición empirista, es más que el pensador que despertó a Kant de su sueño dogmático y es más que un mero precedente del positivismo lógico que florecerá en el siglo xx.

Las únicas bases fiables de las que parte el conocimiento son la experiencia y la observación. El objetivo será analizar la naturaleza humana con base en esos procedimientos, de modo que se obtengan resultados que permitan su comprobación empírica. Tanto la experiencia como la observación son técnicas que han cosechado éxitos notables para el campo de las ciencias naturales. Hume querrá trasladar el método experimental como modelo que imitar ahora en las ciencias morales, intentando hacer de la psicología humana una ciencia tan fiable y válida como las ciencias de la naturaleza. Como ciencia natural que es, la ciencia de la naturaleza humana deberá seguir los mismos pasos si quiere obtener los réditos de las ciencias naturales (‍García Roca, 1981: 70-‍71).

Siguiendo esta lógica empirista, Hume propone que la ciencia de lo que es el hombre parta de una observación rigurosa de la conducta humana y, a partir de esa observación, inferir patrones de acción del desenvolvimiento normal de la actividad diaria de los individuos. Aboga por trasladar la experimentación al análisis político y moral. Su énfasis en la observación, queriendo introducir el método experimental en el razonamiento moral, le mereció el apelativo —en boca de Passmore— del «Newton de las ciencias morales» (‍1952: 43).

Fue un filósofo provocador e irreverente. Sus opiniones, sobre todo en temas religiosos, nunca pasaron desapercibidas[4]. Su verdadero apellido era Home, que podría sonar demasiado provinciano u hogareño. Prefirió cambiarlo por Hume, que tiene la misma raíz de human (cuya naturaleza tanto estudió). En su autobiografía My own life de 1776 —que por su brevedad se publica habitualmente como apéndice de algunas de sus obras[5]—, cuenta que, aunque nunca se casó, disfrutó de la agradable compañía que brinda la amistad auténtica. Su expresión alegre, su aspecto regordete y su carácter jovial le sirvieron para ganarse la simpatía (de la que también tanto habló) de muchos de sus coetáneos[6].

Su Tratado de la naturaleza humana[7], en el cual habremos de centrarnos, ve la luz en 1740, cuando el joven Hume contaba con apenas veintinueve años. La obra consta de tres libros: los dos primeros (Del entendimiento y De las pasiones) ya habían aparecido un año antes y, junto con el tercer libro (De la moral), conformarán el Tratado. Su tema central es, como su título indica, la propia naturaleza humana, el hombre como dimensión central, su manera de conocer, el alcance de nuestras facultades, cómo las pasiones determinan nuestra conducta, cómo es nuestro comportamiento y qué tipo de organización social y política encaja mejor dada esa naturaleza humana. Si el método de conocimiento iba a ser el empirismo, Hume trata de corregir el malentendido que han ocasionado los racionalistas al hacer creer que el estudio de la moral es un asunto que concierne únicamente a la razón. Alberto Saoner ha señalado que Hume «parte de la premisa empírica según la cual resulta indudable que la moralidad influye en las acciones y pasiones humanas. Dado que la razón, por sí sola, es incapaz de ejercitar una tal influencia, se ha de concluir que la moralidad no puede ser explicada por el mero ejercicio de la razón» (‍1992: 291). Es ya célebre la afirmación de Hume acerca de que «la razón por sí sola no es capaz jamás de producir una acción», pues «la razón es, y solo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio más que servirlas y obedecerlas» (‍2012: 361 [415])[8].

Según Hume, las premisas sobre las que actuamos, las creencias fundamentales necesarias para la vida práctica, no son conclusiones extraídas por el solo entendimiento de los argumentos racionales. Esto no quiere decir, por supuesto, que la gente no razone sobre sus asuntos prácticos, sino que las reflexiones y razonamientos del hombre ordinario presuponen creencias que no son fruto, exclusivamente, del uso de la razón. Aunque las creencias determinan nuestra manera de actuar, y por tanto el entendimiento interviene en nuestras decisiones prácticas, sin embargo «el fundamento último de estas decisiones no es de naturaleza intelectual, sino que radica en un sentimiento —una pasión— que nos hace aprobar o desaprobar el fin último que persigue la acción» (‍Sanfélix, 1986: 14). De ahí que Hume minimizara el efecto de la razón en el obrar moral humano. Es consciente, claro está, de que todos reflexionamos, razonamos y discutimos sobre problemas y decisiones morales, pero mantiene que, en última instancia, nuestras decisiones morales no se derivan solo de la razón, sino también del sentimiento, del sentido moral. La razón por sí sola no es capaz de ser la única causa inmediata de nuestros actos. De lo anterior ha deducido Isabel Wences que:

En el campo de la conducta humana la razón juega un papel subordinado y auxiliar; es algo estático que no aporta motivos para decidir sobre nuestras acciones. La moralidad es una cuestión práctica que mueve a la acción; lo que influye en la voluntad son los afectos, sentimientos y emociones, es decir, las pasiones. En suma, Hume se enfrenta al tópico propio de la filosofía que sostiene que la conducta debe ser dirigida por la razón y no por la pasión; para él la razón por sí misma no puede dar cuenta de la moralidad (‍2009: 100).

La manera propia de conocer del hombre no es, pues, a través de la pura y desnuda razón, sino en base a sus percepciones. De ello se ocupa Hume en el Libro I del Tratado. Su teoría del conocimiento, de las formas en que el hombre puede conocer, parte de la idea de que lo único que está presente en nuestra mente son percepciones, que pueden ser a su vez de dos clases: impresiones e ideas, que se diferencian por el grado de fuerza y vivacidad con que se presentan a nuestra mente: «A las percepciones que penetran con más fuerza y violencia las llamamos impresiones, y comprendemos bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y razonamiento» (‍2012: 13 [1]).

Esta terminología puede inducir a confusión. Hume usaba la palabra «pasión» para designar todas las emociones y afectos, sin ceñir la expresión a los estallidos incontrolados de la emoción (que es el significado ordinario que hoy atribuimos a las pasiones, como arrebatos desordenados o vehementes). Para nosotros una «percepción» también es algo distinto a lo que pensaba Hume. Solemos considerar en el uso común que una percepción tiene más que ver con una sensación interior (generalmente bastante vaga) que nos transmite alguno de nuestros cinco sentidos. En cambio, para nuestro autor, percepción es todo aquello que está en la mente y, según estos contenidos mentales sean fuertes o débiles, podremos hablar de impresiones o ideas. Seguidamente las impresiones e ideas se dividen en simples (la idea de rojo, por ejemplo) y complejas (la de auto-móvil). Las impresiones o ideas simples «son las que no admiten distinción ni separación. Las complejas son lo contrario que éstas» (ibid.: 14 [2]). Las impresiones simples, a su vez, pueden ser de dos géneros: de sensación o de reflexión, y estas, a su vez, se subdividen en pasiones, deseos y emociones (ibid.: 18 [8]). La teoría de las percepciones de Hume es compleja. Tampoco nos obliga nuestro estudio a tener que seguir rastreando los modos en que estas se clasifican ni cómo las impresiones e ideas, y a su vez las pasiones, se generan. Tales cuestiones no limitan la comprensión de Hume a los efectos que aquí nos interesan.

Tras las múltiples clasificaciones y divisiones que el escocés va realizando, llega un punto en el que distingue las pasiones en dos tipos según surjan inmediatamente o no del placer y el dolor. Así, llama pasiones directas a aquellas que nacen inmediatamente del placer o del dolor, mientras que las indirectas, además del placer y del dolor, requieren la adición de otras cualidades. Entre las pasiones directas figuran la aversión, la pena, la alegría, la esperanza, el miedo, el menosprecio y la seguridad. Entre las indirectas Hume enumera «el orgullo, la humildad, la ambición, la vanidad, el amor, el odio, la envidia, la piedad, la malicia y la generosidad» (ibid.: 246 [276]).

Para Hume, por tanto, como el orgullo es una pasión secundaria e indirecta, en él participan distintas cualidades. Y aunque el filósofo escocés trata de explicar cuáles son esas cualidades especiales que caracterizan a las pasiones indirectas, en realidad quedan muy poco aclaradas. Más bien, ese propósito inicial le sirve a Hume de «excusa —juzga Martínez de Pisón— para tratar detenidamente las pasiones más importantes de la mente, que son el amor y el odio, el orgullo y la humildad. Su tesis es que el resto de las pasiones se construyen a partir de éstas» (‍1992: 163).

En David Hume encontramos un tratamiento del orgullo que, como antes de ser una pasión indirecta es una impresión simple y uniforme, «es imposible que podamos mediante una serie de palabras dar de ella una definición precisa». Lo único que podemos hacer, añade, es describirlo mediante una enumeración de las circunstancias concomitantes. De todos modos, como el orgullo representa una impresión muy común, «cada uno, partiendo de su propia vida, será capaz de formarse una idea precisa de ella sin correr el riesgo de equivocarse» (‍2012: 246-‍247 [277]). De hecho, intentar definir el orgullo mediante el lenguaje, ha señalado Gerardo López Sastre, «no nos ayuda tanto como parecía prometer a la hora de encontrar nuestro catálogo de virtudes, y lo que es más, puede esconder diferencias profundas de valoración» (‍2005: 101).

Ya avisa Hume de que quizás estemos acostumbrados a una idea de orgullo que despierta en nosotros cierta animadversión o que empleamos comúnmente en sentido peyorativo, como un vicio. Hume apostará por una versión del orgullo como virtud y no como un defecto o pecado. De hecho, advierte con sarcasmo que «puede haber, quizás, algunos que, habituados al estilo de las escuelas y del púlpito, y no habiendo considerado jamás la naturaleza bajo otro aspecto que en el que ellos la sitúan, se sientan sorprendidos al oírme decir que la virtud excita el orgullo, pasión que aquéllos miran como un vicio» (ibid.: 416 [263]). Como ha señalado el profesor Russell Hardin:

Hume sostiene que el orgullo es una virtud porque deriva del reconocimiento que nosotros mismos hacemos de nuestras buenas acciones, lo que estimula a su vez que emprendamos tales buenas acciones. Son acciones que probablemente beneficiarán a otros tanto como a nosotros mismos. Hume se enfrenta así tajantemente contra lo que él llamaba despectivamente las ‘virtudes monacales’ de los teóricos de la virtud religiosa, para quienes el orgullo es un pecado (‍2009: 21).

Hume, para salvar esta connotación negativa del término orgullo, y encontrar su justo medio entre la vanidad que constituye un vicio y el virtuoso amor propio, siempre lo hará acompañar de expresiones como «orgullo continuo y bien establecido» u «orgullo o estima de sí mismo genuino y cordial» (‍2012: 519-‍520 [599]). También equipara este orgullo a una «virtud heroica», pudiendo sustituirse el término orgullo por el de «aprecio de sí mismo» (ibid.: 520 [600]). Todo ello para no caer en el error de la alabanza de sí mismo, que puede resultar antipática al resto, o ensalzar una vanidad inadmisible o vanagloriarse de un concepto presuntuoso que el hombre tenga de sí, que es lo más desagradable (ibid.: 518-519 [597]).

La inclinación de los individuos a sobrevalorarse hace sospechar o desconfiar del orgullo como sensación positiva: llegamos a condenar toda alabanza que uno haga de sí mismo porque todos los hombres tienden a sobreestimarse. Siempre se valorarán por encima de lo que realmente son y el orgullo propio acaba siendo mal visto. Frente a la arrogancia de carácter, Hume recomienda modestia para disimular los desagradables efectos que despierta un orgullo exacerbado, pues si «abrigamos orgullo en nuestros pechos debemos mantener un exterior agradable y mostrar un aspecto de modestia y de deferencia mutua en toda nuestra conducta y vida» (ibid.: 519 [598]). Esta modestia nos obliga a tener que observar unas reglas mínimas en el trato social para ganarnos la indulgencia de la gente y no resultar pretenciosos ante su mirada condenatoria: «Debemos en toda ocasión mostrarnos prestos a preferir a los demás antes que a nosotros, a tratarlos con una especie de respeto aun cuando sean nuestros iguales, a parecer siempre los inferiores y últimos en la sociedad» (íd.).

El prejuicio de considerar de mal gusto la exhibición de los talentos se ha convertido en un lugar común. Tanto es así que en la sociedad las normas del trato social van dirigidas más a buscar su disimulo que su manifestación. La exhibición del orgullo es, por ello, motivo de rechazo. De hecho, «aquel prejuicio que nos lleva a rechazar la manifestación de orgullo como algo inadecuado se encuentra tan arraigado, que incluso en el caso de que un hombre realmente haya hecho algo de mérito, la costumbre nos lleva a mirar con desagrado el que nos lo haga notar» (‍González González, 2013: 202).

Para Hume, el orgullo correctamente entendido puede encontrar un mejor fundamento, sin connotación negativa, cuando se basa en la conciencia que uno mismo tiene de sus propias virtudes: «Por orgullo entiendo la impresión agradable que surge en la mente cuando el espectáculo de nuestra virtud, belleza, riqueza o poder nos permite estar satisfechos de nosotros mismos» (‍2012: 263-‍264 [297]). Es más, «nada puede ser más laudable que tener aprecio de nosotros mismos cuando realmente apreciamos cualidades que son estimables» (ibid.: 518 [596]).

El amor propio cobra así un papel fundamental en la construcción de nuestra identidad. Hume describe el sentimiento de amor propio u orgullo como uno de los instintos básicos de la humanidad y como el fundamento de la preservación. La propia estima se convierte así —señala Elósegui— en «el fundamento de las relaciones humanas y del orden social. Todos debemos poseer unas dosis equilibradas de orgullo, aunque aprendamos a no manifestarla delante de los demás. Tan erróneo sería tener mucho orgullo como carecer absolutamente de él» (‍1993: 321). Además, observa Hume, que el orgullo o estima de uno mismo «es esencial para el carácter de un hombre de honor y que no hay cualidad en la mente que sea más indispensable requisito para procurar la estima y la aprobación de la humanidad» (‍2012: 519 [598]).

Este orgullo, que es expresión de la estimación que uno siente por su talento virtuoso, tiene, a su vez, una vertiente subjetiva o natural y otra objetiva o social.

El plano subjetivo o natural revela la satisfacción interior que uno experimenta al tener conciencia de su virtud, es la garantía de que estamos haciendo algo talentoso, nos motiva para enderezarnos hacia el cultivo de nuestras habilidades y capacidades virtuosas: «Nada nos es más útil en la conducta de la vida que un justo grado de orgullo, que nos da confianza y seguridad en nuestros proyectos y empresas» (ibid.: 518 [597]).

La palabra virtud en Hume implica elogio, aquellas capacidades que son dignas de poseerse. Frente a la virtud, Hume contrapone el vicio, que implica censura, lo que desaprobamos. Así, «toda cualidad de la mente es denominada virtuosa cuando produce placer por la mera contemplación, del mismo modo que toda cualidad que produce dolor se llama viciosa» (ibid.: 513 [591]). John Leslie Mackie fue uno de los autores que más estudió la distinción entre virtudes naturales y artificiales:

Una virtud natural, para Hume, es una disposición que las personas naturalmente tienen y naturalmente aprueban, mientras que una virtud artificial carece de esa disposición; es solo por algún artificio o invención que la disposición a comportarse de esta manera se ha desarrollado, y es solo por algún artificio o invención que las personas han llegado a sentir la aprobación de este comportamiento y esta disposición y desaprobación de sus contrarios (‍1980: 76-‍77).

Es decir, si las virtudes naturales pueden existir por sí mismas, sin tener que referirse al juicio moral de otro individuo, las artificiales, al ser una construcción o artificio, necesitan del juicio de nuestros semejantes. Entre las virtudes naturales sitúa Hume la cortesía, la beneficiencia, la caridad, la generosidad, la clemencia o la moderación. Entre las virtudes artificiales se catalogan la justicia y la propiedad, la lealtad o el cumplimiento de las promesas, la obediencia a la justicia internacional, la castidad o la modestia. Hume tratará de demostrar de qué manera tanto las virtudes naturales como las artificiales favorecen la convivencia en sociedad y generan un sentimiento de aprobación moral en todos los individuos (‍Kliemt, 1998: 69-‍108).

Hume, en este ámbito de las virtudes, no era en absoluto escéptico. Estaba firmemente convencido de que se podían hallar unos principios indubitables que explicaran la base de nuestras percepciones. Para emprender esta búsqueda, Hume propone un catálogo de virtudes que constituirían el mérito personal. Y, a partir de ese catálogo, intenta hallar los principios generales en los que dichas virtudes se fundamentan. Me interesa destacar que la elaboración de ese catálogo de virtudes arranca con la pregunta de qué cualidades desearíamos que los demás nos atribuyeran. Dicho de otra manera, ¿qué imágenes me gustaría proyectar de mí mismo? Es importante subrayar que Hume no dice que se trate de cualidades que nos gustaría poseer, sino de cualidades que nos gustaría que los demás vieran en nosotros. Y esta aprobación de las virtudes o cualidades que otros hallan en el sujeto se deriva, para Hume, de los principios de la moral, de sus raíces mismas.

Hume había reconducido a cuatro fuentes el origen de la aprobación de estas cualidades de nuestro carácter, según nazcan de la utilidad o del placer: o son útiles a los demás o son útiles para nosotros o son inmediatamente agradables para los demás o son inmediatamente agradables para quien las posea (‍2012: 512-‍513 [590]). Una virtud tiene su origen en una de estas cuatro causas o en una combinación de ellas. Así, nuestra valentía, por ejemplo, será muy útil a los que nos rodean; el ser inteligente será útil para nosotros mismos para alcanzar nuestros objetivos; nuestra amabilidad será inmediatamente agradable para los demás, y nuestra serenidad filosófica resultará inmediatamente agradable para nosotros mismos. Como nos recuerda López Sastre, «una misma cualidad puede incluirse en varias categorías». Tal sería el caso del buen humor, que resulta inmediatamente agradable tanto a su poseedor como a los que están a su alrededor, o «la honradez y la sinceridad, que son cualidades que resultan útiles a los demás, pero que una vez que se han establecido sobre este fundamento, acaban resultando útiles para la persona que las posee, pues se convierten en fuente de consideración y confianza» (‍2005: 98). En el caso del orgullo, su mérito «se deriva de dos circunstancias, a saber: su utilidad y su agrado para nosotros mismos, por las que nos capacita para nuestros negocios y al mismo tiempo nos produce una satisfacción inmediata» (‍Hume, 2012: 521 [600]).

Este orgullo natural tiene un claro componente motivacional que nos incita a continuar desplegando esas actividades por las que nos sentimos orgullosos: «Si una persona está imbuida de una elevada idea de su carácter y de su rango en la creación, se esforzará de manera natural por actuar de acuerdo con ella, y desdeñará cometer una acción baja o maliciosa, que la coloque por debajo de la figura que ha forjado en su propia imaginación» (‍Hume, 2011: 104-‍105).

El otro sentido del orgullo al que aludíamos, su plano objetivo o social, supone la toma en consideración de la opinión de los demás en la construcción del orgullo subjetivo. Se trata de ver de qué manera incide en nuestra satisfacción interior la imagen que los demás tienen del cultivo de nuestras virtudes. Al percibirlas, dice Hume, nos devuelven una respuesta que nosotros asimilamos en nuestro interior para seguir forjando el orgullo natural. Por ello, en la construcción íntima de nuestro orgullo también participan las respuestas que recibimos de nuestros actos desde el exterior. Se produce así un movimiento en dos direcciones: de nosotros hacia los demás y de estos hacia nosotros mismos porque nos importa la opinión que los demás se forjen de nuestra conducta y manera de ser: «Nada es más natural para nosotros, que abrazar las opiniones de los demás en este particular, mediante la simpatía, que hace que sus sentimientos nos sean íntimamente presentes, y mediante el razonamiento, que nos hace considerar su juicio como una especie de argumento para lo que ellos afirman» (‍Hume, 2012: 283 [320]).

Además de las causas originales (naturales) del orgullo subjetivo que nos hacen confiar en nuestras virtudes, también se despliega en nosotros una causa adicional que tiene su raíz en la opinión de los otros. Nuestra reputación, carácter y nuestro nombre son consideraciones de gran peso e importancia, pero aun así necesitan estar secundadas por las opiniones y los sentimientos de los demás. Algo que posibilita el mecanismo de la simpatía.

III. EL MECANISMO DE LA SIMPATÍA EN EL CULTIVO DE UN SANO ORGULLO[Subir]

La configuración del orgullo que hace Hume parte de una concepción del hombre siempre en relación con otros, en comunidad. De tal modo que es en la convivencia con los demás donde el sujeto descubre su propia valía y se enorgullece de sí mismo. Annette Baier sugirió que el filósofo escocés colocó la simpatía en un lugar de preeminencia entre el resto de las pasiones debido, entre otras razones, al estrecho vínculo que mantenía con el sentimiento del orgullo como punto de partida para el establecimiento de relaciones sociales más desarrolladas (‍1997: 44). Es tal su importancia que la simpatía se acaba convirtiendo en el principio clave de la teoría de las pasiones de Hume (‍Abramson, 2001: 45-‍80).

Hume afirma que simpatizar con otras personas es, en general, recibir por medio de la comunicación las inclinaciones y sentimientos de ellas «aunque sean diferentes o contrarios a los nuestros» (‍2012: 279 [316]). Él empleó esta idea para referirse, más concretamente, a tres aspectos diferentes de la forma en que un individuo recibe o participa en los sentimientos de los demás: como un mecanismo, como un proceso y como el producto afectivo de ese proceso. El primero es el principio de simpatía, por el cual uno accede a los sentimientos de otro, llega a conocer su forma de sentir. El segundo es la transformación simpática de una idea en torno al sentimiento de otro en una impresión propia, el asumirla como propia. El tercero es el sentimiento de simpatía; esto es, la relación simpática cada vez más estrecha que se establece con otro al estimar como propios sus sentimientos (‍Vitz, 2016: 313-‍320).

El papel que juega la simpatía al mediar entre las percepciones de diferentes individuos, dando a cada uno un acceso imaginario a los sentimientos de los demás, es esencial en la descripción que hace el escocés de la pasión del orgullo. La simpatía aporta a la descripción de Hume del orgullo una dimensión social esencial y corrobora la afirmación de que el orgullo es, en gran medida, inexplicable fuera de la dinámica de una sociedad humana (‍Finlay, 2007: 105). De este modo, la simpatía como mecanismo y la sociedad como contexto desempeñan un papel muy importante en su relación con el orgullo:

No podemos concebir algún deseo que no tenga relación con la sociedad. Una absoluta soledad es, quizás, el más grande castigo que podemos sufrir. Todo placer languidece cuando se goza sin compañía, y todo dolor se hace más cruel e intolerable. Sean cuales sean las pasiones por las que podemos ser dominados —orgullo, ambición, avaricia, curiosidad, venganza o codicia—, la simpatía es el alma del principio animador de todas ellas, y no tendrían ninguna fuerza si nos abstrajéramos enteramente de los pensamientos y sentimientos de los otros (‍Hume, 2012: 318 [363]).

Por ello, solo tiene sentido hablar del orgullo como sentimiento en el marco de la vida comunitaria: puesto que la sociedad proporciona el campo de acción posible de la simpatía, el orgullo no se entiende sin recibir los sentimientos de los demás. De hecho, «ninguna cualidad de la naturaleza humana es más notable, ni en sí misma ni en sus consecuencias, que la inclinación que poseemos a simpatizar con los otros y a recibir por comunicación sus inclinaciones y sentimientos». El orgullo es una pasión que se experimenta más por comunicación que por el propio temperamento del individuo (ibid.: 279-280 [316-317]). El papel que los demás sujetos cumplen en la formación del propio orgullo es, así, innegable.

De hecho, lo que hace que el orgullo sea un sentimiento apropiado es que «el objeto placentero o doloroso tiene que ser muy claro y manifiesto […] también para los otros», y Hume alude a la importancia de la simpatía para mostrar esta condición intersubjetiva (ibid.: 259 [292]). Es la simpatía, entendida como flujo o comunicación constante de sensaciones, el mecanismo que permite que el orgullo sea un sentimiento adecuado. La simpatía nos enseña a juzgar si algo es una causa apropiada de orgullo, a medida que nos hacemos más y más competentes en los modales y valores de nuestra comunidad o grupo social.

La simpatía funcionaría como el dispositivo instintivo que hace que todos los sujetos compartan sus sentimientos y opiniones con los demás, como una «inclinación espontánea que todos los hombres tienen a participar de los sentimientos de otros» (‍Wences, 2009: 103), una tendencia a comunicar sus impresiones y emociones, ya impliquen estas agrado o desagrado, aprobación o desaprobación moral. Copleston, en su monumental Historia de la filosofía, alude al carácter «contagioso» que provoca la simpatía entre las pasiones y las emociones de los individuos:

El mundo de Hume no es un mundo de átomos humanos mutuamente divididos, sino el mundo de la experiencia ordinaria en el que los seres humanos se relacionan unos con otros en diferentes grados. Esto es algo que da por supuesto; más le interesa el mecanismo psicológico de la simpatía, pues está seguro que las comunicaciones empáticas son una causa muy importante en la generación de las pasiones (‍1993: 305).

Gracias a la simpatía nos contagiamos de los sentimientos de los demás y experimentamos una fluida comunicación de emociones por la que nos complacemos con aquello que satisface a otro. Es la capacidad de recibir por comunicación las pasiones y sentimientos de las otras personas (‍Vaccari, 2019). No es una mera traslación de emociones ajenas, sino un auténtico «proceso psicológico mediante el cual llegamos a experimentar una versión de la misma emoción que creemos que otra persona tiene» (‍Muller, 2016: 215). Pero tampoco el sujeto suplanta o se mimetiza con la otra persona, sino que llega a entenderla como un espectador al observarla. Por ello, hay cierto desdoblamiento en el individuo que se comprueba a sí mismo, por un lado, como participante en los sentimientos de otra persona y, a su vez, por otro, externo a ella. El sujeto se imagina a sí mismo estando en esa misma situación, y siendo al mismo tiempo capaz de evaluarla con su facultad de juicio como un espectador. Es la «paradoja de la participación simpática» a la que aludía en su ya clásico trabajo La simpatia nella morale e nel diritto el maestro Luigi Bagolini, que radica en que «el espectador debe imaginar que está al mismo tiempo fuera y dentro de una situación determinada: de sufrir y no sufrir sus efectos, de estar en definitiva profundamente involucrado en una situación permaneciendo fuera de ella» (‍1966: 40).

Mediante la simpatía es posible que nuestros sentimientos y opiniones puedan transmitirse de un individuo a otro, «es un mecanismo necesario que comunica nuestros sentimientos morales» (‍Seoane, 2018: 324). La importancia de la simpatía para la socialización se deja clara cuando Hume afirma que el reconocimiento y el buen nombre son consideraciones de gran peso en la vida de cada ser humano. Además, la tendencia a tener en estima las opiniones de las personas cercanas a nosotros, y no de todas las personas en general, hace notar también que el fenómeno de la simpatía guarda una estrecha relación con la manera de experimentar el orgullo: «La capacidad de compartir los sentimientos de otros individuos es proporcional a la necesidad de los hombres de ver que sus sentimientos también son compartidos por los demás. De lo cual resulta una necesidad general de estar en sociedad con los otros hombres» (‍Wences, 2009: 104).

Nuestro orgullo, que es el resultado de los elogios que recibimos, produce en nosotros un sentimiento agradable. La relación exacta entre la alabanza recibida y nuestro orgullo solo puede entenderse en términos de simpatía. Cuando nos agradan los elogios de los demás es porque observamos al admirador y estimamos su halago. Ese sentimiento de placer que nos aporta la alabanza del otro solo es posible percibirlo si mantenemos con él una relación de simpatía. El placer que él siente es producido, a su vez, por cualidades que nosotros poseemos que son objeto de su admiración. En términos técnicos, reconstruye Nicholas Capaldi, nuestra idea de su emoción, una emoción producida por cualidades de nosotros mismos, se convierte en una emoción o impresión dirigida hacia esas mismas cualidades (‍1975: 142).

IV. DE CÓMO EL ORGULLO, COMUNICADO SIMPÁTICAMENTE, BENEFICIA A LA COMUNIDAD[Subir]

Desde el principio de la sección onceava, que lleva el inequívoco título «Del amor por la fama», de la parte I titulada «Del orgullo y la humildad» del Libro Segundo, Hume deja ver que sin una relación de semejanza que nos vincule con nuestros semejantes —valga la redundancia—, la simpatía no sería prácticamente nada: «Hombres de la mayor capacidad de juicio e inteligencia, hallan muy difícil seguir su propia razón o inclinación, en oposición con la de sus amigos o compañeros acostumbrados» (‍2012: 279 [316]).

Las opiniones de mis allegados son importantes, hasta el punto de influenciar y determinar las mías propias, porque hay una relación fuerte de parentesco o cercanía. La simpatía permite «olvidarse de uno mismo, hacerse cargo de los sentimientos de otra persona y, por un momento, convertirnos en esa otra persona» (‍Harris, 2015: 110). Pero no todos los tipos de relaciones suponen este vínculo tan estrecho. Hay relaciones más débiles de semejanza que solo requieren el hecho de que el otro con el que se convive sea también un ser humano igual que yo. Tal semejanza, siendo algo tan simple, presenta en cambio una gran ventaja: es lo que posibilita la formación de sentimientos morales que permiten juzgar el comportamiento de todos sin que sea necesaria una cercanía de parentesco o amistad.

Las relaciones de contigüidad y causalidad también contribuyen a la fácil producción de percepciones simpáticas. Nuestras percepciones de personas o de situaciones que estén cerca de nosotros nos golpean la mente con más fuerza, de modo que cuanto más intensa y vívida sea nuestra concepción de la situación de alguien, más fácil será simpatizar con ella (‍Taylor, 2015: 42). Cuando la experiencia de los sentimientos de los demás no es directa e inmediata, no nos podemos formar la idea de lo que sienten los demás al concebir e imaginar lo que nosotros mismos sentiríamos si estuviéramos en la misma situación (‍Bagolini, 1966: 36). En cambio, cuando observamos el talento y las habilidades de personas allegadas, su progreso, la reputación alcanzada, el éxito que les es propicio y la fortuna que les es favorable, «nos sentimos tocados —dice Hume en la Investigación sobre la moral (‍1945: 98)— por imágenes muy agradables y sentimos que surge complacencia y consideración hacia ellas. Las ideas de felicidad, de gozo, de triunfo, de prosperidad están relacionadas con todas las circunstancias de su carácter y difunden en nuestros espíritus un agradable sentimiento de simpatía y de carácter humanitario». Ese carácter humanitario y el sentimiento de simpatía son los que evitan que el ser humano se convierta en un «monstruo imaginario»:

Supongamos una persona constituida de un modo tal que carece de todo interés por sus semejantes y que considera la felicidad y la miseria de todos los seres sensibles con una indiferencia mayor aún que dos matices contiguos del mismo color. Supongamos que, estando la prosperidad de las naciones en una mano y su ruina en la otra se le pidiese que decidiera, que se quedara como el asno del escolástico, irresoluto e indeterminado, entre iguales motivos o, más bien, como el mismo asno entre dos pedazos de madera y de mármol, sin ninguna propensión o inclinación hacia un lado o hacia otro. Creo que ha de admitirse como justa consecuencia que una persona semejante, al ser completamente indiferente, tanto para el bien público de una comunidad como para la utilidad privada de los demás, consideraría todas las cualidades, por más perniciosas o benéficas que fueran para la sociedad, o para su poseedor, con la misma indiferencia con que miraría el objeto más común y sin interés (ibid.: 99).

Gracias a la vida en sociedad y a los lazos que nos unen con nuestros semejantes, la simpatía permite concebir el «bien público de una comunidad», hace que no nos mostremos como seres desprovistos de compasión y nos proporciona la posibilidad de que, cuando hallemos la cualidad de la simpatía en nuestros semejantes, aprobemos de forma natural sus acciones, las compartamos (‍Hume, 2012: 502 [578]). Lo propio de la simpatía será entonces ponernos en relación con la gente cercana a nosotros mismos. Simpatizar con el otro es empatizar con su proyecto. Recuerda Barry Stroud que es precisamente mediante el mecanismo de la simpatía por el que forjamos sentimientos de la misma cualidad afectiva de lo que contemplamos u observamos. Si el dolor ajeno provoca sentimientos dolorosos en nosotros o si, viceversa, los sentimientos placenteros de otros evocan en nosotros cierto agrado, es porque censuramos los sentimientos desagradables en los otros de la misma forma que aprobamos y fomentamos lo placentero:

Los sentimientos desagradables de otros causan sentimientos desagradables en nosotros, y los sentimientos agradables causan complacencia en nosotros. Hume podría explicar por qué desaprobamos e intentamos evitar sentimientos desagradables en los demás, y por qué aprobamos e intentamos promover sentimientos agradables en ellos. Por supuesto, la simpatía podría describirse como la disposición a moverse para prevenir el dolor y promover el placer en los demás, o desaprobar lo que tiende a producir dolor y aprobar lo que tiende a producir placer en ellos (‍Stroud, 1977: 198).

Es obvio que «la naturaleza ha establecido una gran semejanza entre las criaturas humanas». También es cierto que «jamás notamos una pasión o principio en otros sujetos de la que, en algún grado, no podemos hallar en nosotros un análogo» (‍Hume, 2012: 280 [318]). Pero esta semejanza compartida con los de nuestra propia especie es solo el comienzo de la relación o una manifestación todavía muy débil de la forma de relacionarnos. La fuerza del mecanismo de la simpatía aumenta a medida que el individuo encuentra más cosas en común con quienes simpatiza: «Hallamos que cuando, además de la semejanza general de nuestras naturalezas existe una similitud peculiar de nuestros modales, carácter, país o lenguaje, se facilita la simpatía» (‍Hume, 2012: 281 [318]).

La simpatía arraiga con fuerza cuando encuentra una buena base de relaciones de semejanza entre los implicados. La simpatía, por tanto, hace aumentar la sociabilidad, volviendo las relaciones humanas cada vez más estrechas y, a su vez, la sociabilidad propicia la intensidad de la simpatía, sintiéndose las personas cada vez más cercanas unas a otras. La simpatía es así un mecanismo de ida y vuelta, a través del cual tanto las relaciones sociales como los sentimientos de las personas, en cierto sentido, progresan a la par: la sociedad y sus miembros se cohesionan con mayor fuerza y ​​refinamiento conforme se van imbricando, a su vez, las relaciones que entre ellos se establecen con mayor intensidad.

Por eso donde con más fuerza se nota la simpatía es en nuestras relaciones de parentesco, amistad o contigüidad. Para poder simpatizar con otro, necesariamente ambos deben estar cerca para estrechar los lazos habituales de la vida cotidiana «como son, entre otros, la charla, la amistad y la participación en prácticas comunes. Gracias a la simpatía, el amor a uno mismo pasa al amor por la familia, a los amigos, a la comunidad, etcétera» (‍Wences, 2009: 104-‍105). Mientras más conversamos con los hombres y mientras mayor es el trato social que mantenemos, más nos familiarizamos con sus preferencias (‍Hume, 1945: 92). En la medida en que esos lazos se vayan haciendo más intensos, la persona se sentirá más enraizada con el conjunto de sus allegados. De esta manera, el sentimiento de pertenencia a la comunidad se hace más fuerte y alcanza la identificación del individuo con su grupo, con su comunidad política: «Los sentimientos de los otros sujetos tienen poca influencia si están lejos de nosotros: requieren de la relación de contigüidad para comunicarse enteramente» (‍Hume, 2012: 281 [318]).

En la relación establecida entre el espectador y la persona cuyo comportamiento es observado y es objeto de simpatía se encuentra «el fundamento psicológico de la sociedad», señalaba Bagolini (‍1966: 46). El hecho de que una sociedad permanezca estable significa que las tendencias psicológicas egoístas y desintegradoras no prevalecen sobre las relaciones de simpatía. Para hacer posible una cierta concordancia entre intereses individuales egoístas —acuerdo sin el cual la sociedad no podría existir— la «naturaleza humana» enseña al espectador a asumir las circunstancias y la situación de la persona a la que observa y también enseña a esta última a asumir, recíprocamente, las circunstancias y situaciones del espectador. La relación, ya sabíamos, es bidireccional: el espectador muestra simpatía hacia otro, y este otro, a su vez, dirige su simpatía hacia aquel. Cuando esta relación se multiplica es capaz de fundamentar la existencia de una sociedad: «La tendencia del espectador a simpatizar con la situación de la persona que es objeto de su observación y la tendencia de éste a asumir la situación de espectador constituyen, juntas, la estructura de relaciones de simpatía que conforman y fundamentan toda sociedad humana» (ibid.: 47).

La simpatía funciona así como un dispositivo a través del cual el instinto de sociabilidad humana avanza, desde su origen en el estrecho interés propio, hacia contextos sociales en los que la necesidad primaria de relacionarnos con nuestros semejantes ha sido sustituida por relaciones cordiales donde el sentimiento egoísta da paso al mutuo beneficio. Esta sociabilidad va así aumentando con la intensidad del sentimiento de simpatía (‍Finlay, 2007: 109).

Hume ofrece en su teoría política y social —en la que no habremos de adentrarnos demasiado— una explicación de las pasiones en relación con la distribución de la riqueza y la propiedad, con otras formas de poder social (típicamente basadas en el gobierno y otras instituciones sociales), así como en relación con estilos de vida, costumbres y también con el trabajo, además del compromiso con diversos valores. Esta forma de experimentar las pasiones en relación con las instituciones sociales tiene en la simpatía su principal principio de funcionamiento. En Hume, si a través de la simpatía comunicamos a los demás nuestros sentimientos y llegamos a recibir también las emociones de los demás, también ese mismo mecanismo explica la cohesión social y la sociabilidad en los grupos humanos. Cabe afirmar que en las sociedades una de las funciones más importantes que cumple la simpatía es la de generar la cohesión social a través de la transmisión de significados y valores compartidos, tal y como se reflejan en nuestras creencias, pasiones y sentimientos. La simpatía hacia actitudes colectivas de una comunidad permite que las personas conversen y aprendan a reconocer y evaluar los vetos y virtudes de su identidad como grupo cohesionado:

Admitiremos que la simpatía es mucho más débil que la preocupación por nosotros mismos y que la simpatía hacia personas que nos son lejanas es mucho más débil que la que tenemos por las personas próximas y contiguas, pero por esta misma razón es necesario, en nuestros serenos juicios y discursos acerca de los caracteres de los hombres, que despreciemos todas estas diferencias y que hagamos nuestros sentimientos más públicos y sociales. Aparte de que nosotros mismos cambiamos nuestra situación en este particular, todos los días encontramos personas que están en una situación diferente a la nuestra, quienes jamás podrán conversar con nosotros si tuviéramos que quedarnos en la posición y punto de vista que nos es peculiar. Por tanto, el intercambio de sentimientos en sociedad y la conversación, nos hacen formar una norma general inalterable por la cual podemos aprobar o desaprobar los caracteres y las costumbres (‍Hume, 1945: 93).

En un inicio, el interés propio empuja a los hombres a constituirse en sociedad porque saben que sus necesidades vitales no pueden ser cubiertas en soledad. Podemos afirmar que ese interés primigenio por sí solo no será suficiente como motor de la sociedad. Existe la necesidad de «una convención realizada entre todos los miembros de la sociedad, con el fin de conceder estabilidad a los bienes externos y permitir a cada uno el disfrute pacífico de lo que puede adquirir por su suerte y laboriosidad» (‍Hume, 2012: 427 [489]). Pero esta convención, ya nos avisa Hume, no ha de entenderse como una promesa: «Pues hasta las promesas mismas […] surgen de las convenciones humanas. Es solamente un sentimiento general de interés común, sentimiento que todos los miembros de la sociedad expresan mutuamente y que los induce a regular su conducta por ciertas normas» (ibid.: 427 [490]). Pero, entonces, ¿qué es lo que da lugar a ese «sentimiento general de interés común»?, ¿dónde se origina ese sentimiento? La explicación hay que buscarla en el concepto de simpatía. Incluso cuando la injusticia no nos afecta personalmente como víctima suya, sigue desagradándonos por considerarla perjudicial para la sociedad. Compartimos el «descontento» de las víctimas de injusticia por simpatía hacia ellas. Y, como lo que provoca descontento en las acciones humanas produce desaprobación y se llama vicio, mientras que lo que produce satisfacción se llama virtud, consideramos la justicia como una virtud moral y la injusticia como un vicio moral, originándose dicha desaprobación o aprobación en el descontento o simpatía, respectivamente, que ambas acciones nos generan: «El interés por uno mismo es el motivo original para el establecimiento de la justicia, pero una simpatía por el interés público es la fuente de la aprobación moral que acompaña a esa virtud» (ibid.: 436 [500]).

Cumple así la simpatía un papel cohesionador —uniformador, dice Hume— entre las diferentes identidades individuales que conviven en las comunidades políticas. Señala el filósofo escocés que a la simpatía, entre otras funciones, «podríamos atribuir la gran uniformidad que podemos observar en los caracteres y los modos de pensar de los individuos de una misma nación» (ibid.: 279 [317]). Sin embargo, no es en el Tratado, sino en su ensayo De los caracteres nacionales donde Hume examina con detalle el rol fundamental que nuestra capacidad imitativa y nuestra inclinación a la compañía tienen en la difusión de ciertos tipos de carácter dentro de una comunidad. Hume explica en términos de «causas morales», a diferencia de las «causas físicas» como el aire o el clima, las razones por las que solemos atribuir diferentes caracteres o patrones de conducta a los nacionales de cada Estado. Entiende Hume por «causas morales» todas aquellas circunstancias que pueden actuar sobre la mente como motivos o razones y que hacen que nos sea habitual un conjunto peculiar de modos de comportamiento. Y entiende que entre esas «causas morales» se encuentran la índole del gobierno, las revoluciones habidas en los asuntos públicos, la abundancia o la penuria en la que vive la gente o la situación de la nación en relación con sus vecinos.

Es la simpatía la que permite que las «causas morales» funcionen como lo hacen. Ella explica la presencia uniforme de formas de comportamiento en una sociedad y tiene que ver con la distancia o aproximación que mantengan los miembros del grupo social, lo cohesionados que estén unos con otros (‍Tasset, 1999: 160). Hume enfatiza, por ejemplo, la importancia de la conversación como medio de transmisión de sentimientos en esta esfera política. Muestra cómo las conversaciones entre personas que comparten una misma lengua o un mismo interés, facilitadas por el comercio o la defensa de su territorio frente a amenazas externas, favorecen el descubrimiento de nuevas formas de semejanza, extendiendo la simpatía entre personas fuera del círculo de amigos y familiares y llegando a incluir a todo el cuerpo político (‍Hume, 2011: 202-‍203).

V. CONCLUSIONES[Subir]

El orgullo, entendido en clave humeana, es posiblemente una de las cualidades morales más importantes para el desarrollo vital de un individuo. Un ser humano que se enorgullece de sus actos virtuosos se estima y respeta, está dotando de valor a su propia vida. He intentado alejar el orgullo, concebido como sentimiento agradable que nos permite estar satisfechos con nosotros mismos, de otros sentidos y usos peyorativos, tales como la vanidad o la vanagloria. En Hume, el orgullo, en su correcto entendimiento, cobra un papel fundamental en la construcción de la identidad individual y no debe despertar recelo la alta conciencia que uno tenga de sus propias virtudes. Todo lo contrario, resulta indispensable para nuestro carácter apreciar cualidades que son estimables.

La base del orgullo humeano es la virtud, aquello que aprobamos y despierta en nosotros un sentimiento de valía. En su proceso de configuración del carácter, cada sujeto apostará más firmemente por aquellas virtudes de las que se siente orgulloso y que se esforzará en cultivar. Cada individuo encontrará la motivación adecuada para desarrollar actividades meritorias tanto en la satisfacción interior que ello le depara (orgullo original, subjetivo o natural) como en la confirmación social que recibe cuando sus actividades son alabadas también por los demás (orgullo secundario, objetivo o social).

Este tránsito del plano subjetivo al social se encuentra presidido por el mecanismo de la simpatía. Hume concede un lugar relevante a la simpatía en su teoría moral acerca de las pasiones. La simpatía funciona como acceso a los sentimientos de los demás, como canal de comunicación que se intensifica por su continua práctica y ejercicio, para transmitir sensaciones. Los riesgos perniciosos del orgullo se ven disipados cuando la simpatía nos adiestra en un trato social cada vez más estrecho. Los demás percibirán que el orgullo está dirigido hacia una cualidad digna de encomio porque estiman y aprecian nuestras actitudes. La socialización, el intercambio bidireccional de emociones, se produce por el contagio simpático entre personas que se tratan y valoran. Las relaciones de parentesco, ya sea por sangre, vecindad o amistad, afianzan la intensidad con la que se experimenta la simpatía.

Hacia el final del trabajo he intentado mostrar, partiendo de las distinciones de Hume en torno al origen de la aprobación de las cualidades del carácter humano, cómo el orgullo resulta útil tanto para nosotros como para los demás. El orgullo puede contribuir a ejercer y perseguir con confianza aquellas empresas que despiertan nuestra satisfacción y que ejecutamos con acierto; además, puede resultar de utilidad también para los demás, ya que se beneficiarán de los resultados y consecuencias de esas destrezas en las que demostramos cierta pericia. Y ese doble beneficio (individual y colectivo) es posible, como aludíamos, gracias al mecanismo de la simpatía. Ya en el plano de la teoría política, la simpatía, practicada por ejemplo mediante la conversación amistosa, permite que el inicial orgullo individual troque en actitudes colectivas que fomentan la cohesión en torno a costumbres y creencias que una comunidad aplaude y ensalza.

NOTAS[Subir]

[1]

La realización de este trabajo ha tenido lugar en el marco tanto del proyecto de investigación «On Trust-CM. Programa Interuniversitario en Cultura de la Legalidad» (S2019/HUM-5699), del Grupo de Investigación sobre el Derecho y la Justicia (GIDYJ) de la Universidad Carlos III de Madrid, como del proyecto de investigación «La cultura jurídica cosmopolita y sus desarrollos contemporáneos: límites y posibilidades en tiempos de crisis» (P20_00980), del Grupo de Investigación Teorías de la Justicia y Derechos Humanos (SEJ401) de la Universidad de Sevilla.

[2]

En la filosofía moral y política contemporánea, John Rawls fue quien revitalizó el asunto al concederle a la idea de autorrespeto una considerable importancia en su Teoría de la justicia (‍1995: 398-‍404). Un tratamiento también destacable se encuentra en la obra de Dworkin Justicia para erizos (‍2014: 255-‍260).

[3]

Cuando uno se halla satisfecho consigo mismo, evita el desasosiego producido por los reproches de una conciencia que se aparta del deber. Ese contento es el estado de paz interior que nos reporta el cumplimiento del obrar moral debido. Esta estima de sí o autosatisfacción ahuyenta la indignidad y esa serenidad del espíritu nos depara si no la felicidad plena, sí un gozo que no depende del azar y que está a nuestro alcance, desactivando el desprecio que uno sentiría por sí mismo si atentara contra su dignidad. Sobre ello puede consultarse Rodríguez Aramayo (‍1997: 77-‍94).

[4]

Demostró en Del suicidio que uno tiene derecho a «escaparse de este cruel escenario» cuando le dé la gana, correspondiendo «a cada cual disponer libremente de su propia vida»; es más, en el caso de algunas personas no es solo un derecho sino una decisión digna de encomio: aquellos que «siendo una carga para el Estado», o que son malhechores o para aquellos cuya vida se ha vuelto una pesada carga (por sus penurias o falta de salud) su «dimisión de la vida no sería solo inocente, sino loable» (‍2011: 496, 497 y 500). También afirmaba en De la inmortalidad del alma con su hilarante humor que «las facultades de los seres humanos no son superiores, en relación con sus necesidades, considerando meramente las de esta vida, que las de los zorros y las liebres» (‍2011: 505). Y expresó en De los milagros (2011) sus dudas acerca de la integridad moral de los apóstoles.

[5]

La biografía más completa referida a aspectos de la vida de Hume creo que es la de Mossner (‍2001).

[6]

Pueden leerse algunas de estas referencias biográficas en el curioso libro de Riffard (‍2007: 138, 142 y 199). El cambio de grafía del apellido también se alude en Tasset (‍2012: xviii).

[7]

Todos los estudiosos de Hume no dudan en afirmar que el Tratado es una obra de difícil comprensión. Su acogida inicial fue mala y apenas tuvo éxito debido a la dificultad que entrañaban algunos de sus planteamientos. No olvidemos que el propio Hume, aunque de forma anónima, publicó ese mismo año 1740 su Resumen de un libro recientemente publicado titulado «Tratado de la naturaleza humana», persiguiendo ilustrar y simplificar algunos puntos conflictivos de su obra para acercarla a un mayor público. Aunque sea una obra difícil de entender, como bien dice José Luis Tasset, «conocer a Hume exige de modo inexcusable leer el Tratado, e incluso podría afirmarse que el acceso al resto de su obra nos estaría vedado si no recorriéramos esta obra, un trabajo defectuoso e inmaduro en muchos aspectos, pero también la única formulación sistemática y global de la filosofía de Hume». En el Tratado está «todo» Hume. Quizás en obras posteriores encontremos formulaciones más exactas, precisas y elegantes (de género y estilo más accesibles sobre todo en los Ensayos), pero solo leyendo el Tratado «podemos comprender la grandeza de su pensamiento» (‍Tasset, 2012: xxi y xxxvi).

[8]

Se ha convertido en habitual citar siguiendo el estilo de las últimas ediciones críticas de las obras de Hume llevadas a cabo por Oxford University Press (en el caso del Tratado, indicando número libro, parte, sección, párrafo). Aun así, dadas las ediciones que manejo, prefiero seguir utilizando la forma de citar tradicional, esto es, indicando entre corchetes la página de la edición canónica de L.A. Selby-Bigge (actualizada posteriormente por P. H. Nidditch).

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