SUMARIO
  1. SOBRE EL «ESTUDIO INTRODUCTORIO» DE LUIS FERNÁNDEZ TORRES
  2. LIBERALISMO. UNA ALTERNATIVA REFORMISTA
  3. EL CONCEPTO DE NACIÓN
  4. AMBIGÜEDADES Y CONTRADICCIONES
  5. EL PARLAMENTARISMO COMO FORMA DE GOBIERNO

El sello EHU Press acaba de añadir un nuevo título a su colección de clásicos del pensamiento político en el País Vasco; se trata de Liberalismo, la obra más importante de Tomás Elorrieta y Artaza (1883-‍1949), un interesante personaje que participó en la política práctica de su época como miembro activo del Partido Liberal monárquico y a la vez tuvo una importante proyección ideológica como teórico de un liberalismo renovado y abierto a las reformas sociales.

SOBRE EL «ESTUDIO INTRODUCTORIO» DE LUIS FERNÁNDEZ TORRES[Subir]

El libro de Elorrieta va precedido en su actual edición por un amplio estudio introductorio a cargo de Luis Fernández Torres, profundo conocedor de su contexto biográfico, histórico y cultural, a cuyo largo ensayo me referiré en primer lugar.

La biografía de Tomás Elorrieta tal como aparece descrita en el «Estudio introductorio» es la de un hombre casi predestinado por el medio ambiente a una inmersión total en la teoría y en la práctica del liberalismo español de su época. Su padre, Robustiano Elorrieta, ejercía paralelamente la medicina y el patronazgo electoral en la villa de Bermeo, donde consiguió establecer «la pervivencia de un grupo de poder familiar» (p. 19) bajo la adscripción ideológica de la izquierda liberal reformista (Canalejas).

El hijo, Tomás, estudió Filosofía y Letras en Oñate y Derecho en Madrid, donde obtuvo el premio extraordinario de fin de carrera, hecho que denotaba tanto su brillantez académica como su vocación intelectual, ya que posteriormente ampliaría sus conocimientos jurídico-políticos mediante estancias becadas en Gran Bretaña, la patria del parlamentarismo clásico. En el aspecto familiar destaca su matrimonio con Rosario Lacy Palacio, un personaje de sumo interés en cuanto representante avanzado del feminismo liberal de la época: la primera cirujana y ginecóloga en España, fundadora de la Liga Femenina Española y del Lyceum Club Femenino, y que nos ha dejado un interesante testimonio escrito de su vida: Aire y cenizas (Madrid, Éride, 2017).

A partir de 1908 nuestro liberal bermeano inició una doble carrera: por un lado, como funcionario en la Universidad y en los diversos cargos administrativos que procuró acaparar; por el otro, como diputado adscrito a la izquierda del Partido Liberal monárquico. En 1923, durante el último de los Gobiernos de García Prieto, nuestro autor alcanzó la cúspide de su carrera política al ocupar el cargo de secretario de Presidencia del Consejo de Ministros. Pero la ruptura del régimen parlamentario en septiembre de 1923 marcó para Tomás Elorrieta el momento histórico a partir del cual su liberalismo teórico comenzó a incurrir en serias contradicciones prácticas, para acabar desapareciendo por completo, incluso como referencia teórica en los años finales de su vida.

En 1923 nuestro autor declaró su oposición tajante a toda dictadura, tanto de derechas como de izquierdas, e incluso dimitió de sus cargos en protesta por el golpe de Estado, pero muy pronto empezó a modular su liberalismo teórico a fin de buscar un encaje personal en la nueva situación política. Una sensación de ambigüedad desconcierta al lector actual al comprobar que su obra teórica más importante, titulada Liberalismo, se publica en 1926, cuando su autor lleva ya varios años asociado a la dictadura (en el año siguiente obtendría un escaño en la Asamblea Nacional de Primo de Rivera). Esta paradoja tiene una explicación parcial: sin duda el liberal Elorrieta pensó en la dictadura como una fórmula provisional, pero además el antiliberalismo de Primo de Rivera nunca llegó a adoptar ni de lejos la intolerancia radical de los fascismos contemporáneos, como lo prueba el hecho mismo de que su libro pudiera publicarse.

Cuando la crisis del sistema democrático fue agravándose hasta desembocar en la guerra civil y la dictadura de Franco, nuestro autor abandonará su antiguo parlamentarismo liberal para insistir fundamentalmente en la temática del asistencialismo social del Estado y de las relaciones internacionales pacíficas.

Luis Fernández Torres, buen conocedor de la historia de los partidos políticos y de su ideología en la España liberal, ha añadido a su reseña biográfica sobre Tomás Elorrieta una amplísima y profunda introducción tanto a la doctrina del autor como al contexto político-cultural en cual se desarrolló. Por razones de espacio me referiré únicamente a tres aspectos parciales de su brillante contextualización.

En primer lugar destaca la acertada descripción de las tendencias reformistas demoliberales dentro del régimen de la Restauración; se trata de aquellos políticos que, como Elorrieta, rehusaban la vía republicana por su carácter revolucionario, pero sin renunciar por ello a un ambicioso reformismo, como el que personificaba Canalejas dentro del régimen. Se trataba de mejorar la condición de la clase obrera, aunque no sobre la base de la lucha de clases, sino a partir de un ideal armónico basado en el intervencionismo y la mediación del Estado. En lo político mantenían «una posición crítica» ante la constitución canovista, pensando sobre todo en suprimir con el tiempo sus dos principales defectos: el falseo electoral que contradecía la democracia y la prerrogativa regia que impedía el pleno desarrollo de la hegemonía parlamentaria. Por otra parte el reformismo de estos políticos ya veteranos venía reforzado ambientalmente por una pléyade de intelectuales jóvenes e ilusionados que hacia 1910 propugnaban la alianza del patriotismo cívico con un socialismo de cariz reformista; estos eran por entonces los sueños juveniles de Ortega o Azaña, que todavía tardarían diez años en dar el salto al republicanismo, una aventura en la cual no les seguiría Elorrieta, temeroso sin duda de la inestabilidad política.

Otro aspecto importante de la introducción es el que se refiere a las principales fuentes culturales que influyeron en el pensamiento de nuestro autor; por un lado el krausismo institucionista, introductor en España del ideal que aunaba las reformas sociales con un concepto organicista tendente a integrar en un todo armónico tanto a los individuos como a las distintas clases sociales; por otro lado era importante también la influencia de A. Hobson a la hora de criticar tanto las limitaciones sociales del liberalismo manchesteriano como los excesos e injusticias del imperialismo colonial; o el surgimiento, tras el liderazgo de Lloyd Georte en Gran Bretaña, de un partido liberal-social (lib-lab), capaz de captar el voto obrero e integrarlo en un ideal político liberal de base interclasista.

Luis Fernández Torres ha conseguido captar no solo la forma en que se conectan entre sí los principales temas de Liberalismo, sino también el nudo esencial de sus contradicciones. Existen en Elorrieta varios motivos fundamentales interconectados: cuestión social, intervencionismo estatal, descentralización, libertad individual, soberanía, nación, relaciones internacionales; pero también el editor ha sabido captar algunas líneas de tensión que atraviesan esta cadena temática en cada uno de sus eslabones; por ejemplo, la oposición insoslayable entre el historicismo y el racionalismo jurídico, entre el foralismo y la soberanía nacional, entre la personalidad individual y la personalidad social, entre la nación como participación en la soberanía o como tradición en el tiempo. Posiblemente el concepto de superación armónica de las contradicciones, tan caro a las teorías filosóficas de Krause, hubo de facilitar la asunción de estas aporías irresolubles por parte de nuestro autor.

LIBERALISMO. UNA ALTERNATIVA REFORMISTA[Subir]

El liberalismo social fue una doctrina surgida en el Reino Unido con la finalidad de crear un vínculo de unión entre el liberalismo del siglo xix, burgués e individualista, y el socialismo políticamente organizado de principios del siglo xx (laborismo). Se trataba en esencia de incluir a toda la ciudadanía en el seno de la nación política mediante la ampliación de derechos y la realización de reformas sociales. En Inglaterra esta doctrina liberal-progresista desempeñó un papel importante entre 1900 y 1920, hasta que todo el espacio político quedó exclusivamente distribuido entre los partidos Conservador y Laborista. En España, tanto Elorrieta como el ala progresista del liberalismo dinástico alimentaron durante algún tiempo parecidos anhelos, aunque con una proyección mucho más limitada en el tiempo, ya que sus proyectos reformistas acabarían eclipsándose trágicamente entre la doble amenaza del golpe militar o la revolución socialista.

Los primeros capítulos del libro están dedicados a explicar la filosofía del liberalismo y su desenvolvimiento como ideal humano a lo largo de la historia. Dado que el libre arbitrio es condición necesaria para que seamos responsables de nuestros actos, debe concluirse que sin libertad no existen para el hombre verdadera moralidad ni dignidad. Por lo tanto, el liberalismo es simultáneamente un ideal político y moral y su implantación implica una forma de enaltecimiento y dignificación humanas. El liberalismo, triunfante en su lucha gloriosa contra el absolutismo, impuso al Estado la obligación de respetar una serie derechos cuyo único sujeto sería el individuo: «Libertad de conciencia, de imprenta, de reunión y asociación y la seguridad personal» (p. 166).

Pero el liberalismo no es una teoría solo aplicable a una clase o círculo humano restringidos, sino que, siguiendo el curso del progreso, debe extenderse a todos y no excluir a nadie, «ya que la libertad tiene como fin la dignidad humana» (p. 167). Por tanto, el viejo liberalismo deberá asumir una serie de transformaciones en un sentido igualitario. La igualdad política debe estar garantizada mediante el ejercicio efectivo del sufragio universal, gracias a lo cual el liberalismo se hace democrático; simultáneamente la libertad individual debe conjugarse con cierto grado de igualdad social.

Por eso la libertad no será en adelante un mero resguardo del individuo frente a las intromisiones del Estado o libertad negativa [sic], sino «un poder positivo» (p. 167) capaz de mejorar las condiciones materiales y morales de la totalidad de los ciudadanos. Aparecen por tanto una serie de derechos (educación, sanidad, asistencia) cuyo sujeto no es ya el individuo aislado, sino la sociedad en su conjunto, cuya mejora material y moral es responsabilidad del Estado. La libertad no estaría garantizada para todos sin un cierto grado de igualdad efectiva cuya realización práctica debe correr a cargo del Estado. El resultado de este programa transformador debe ser la creación de nuevos derechos para los principales grupos hasta entonces excluidos de la igualdad: la clase obrera y el sexo femenino. La mujer debe tener asegurada la igualdad jurídica y profesional respecto al hombre (su mujer, Rosario Lacy, era un claro ejemplo de militancia feminista); las clases trabajadoras serán titulares de nuevos derechos laborales y sindicales que contribuirían a su mejora social y la mujer debe tener asegurada la igualdad jurídica y profesional. Eso sí: frente a la lucha de clases y la revolución final propugnada por el socialismo marxista, nuestro autor defiende una serie de reformas: el arbitraje interclasista (concertación paritaria) y los servicios proporcionados por el Estado, con carácter gratuito y universal, como son la educación, la sanidad y la previsión social. El progreso igualitario deberá extenderse también al ámbito de las relaciones internacionales, donde gracias al robustecimiento de la recién fundada Sociedad de Naciones será posible instaurar una paz basada en el arbitraje, el desarme y la búsqueda concertada de la seguridad colectiva (p. 171).

Estas consideraciones sobre la progresiva expansión y perfeccionamiento de los derechos tienen como base una filosofía de la historia relativamente optimista, una filosofía que combina el realismo determinista, limitador de la acción del hombre, con la idea de que las colectividades humanas tienen un margen de libertad y autonomía que les permite introducir mejoras en sus circunstancias y tomar las riendas de su destino. Las colectividades deben tener en cuenta las determinaciones del medio, pero no son sus esclavas, ya que tienen un margen de elección y, sobre todo, cuando se autogobiernan, pueden obrar como fuerzas de autoperfeccionamiento material y moral. Por eso, y en razón de su libertad, las colectividades humanas tienen deberes a la par que derechos y son responsables morales tanto de sus éxitos como de sus fracasos colectivos, sobre todo cuando gozan de un sistema de autogobierno. «El principio de la libertad envuelve implícitamente el de la responsabilidad humana y he ahí por qué la libertad entraña no sólo un principio, un derecho, sino un deber» (p. 172). Basándose en el precedente de Stuart Mill, nuestro autor consigue rescatar al liberalismo de sus limitaciones utilitarias y asignarle una meta moral que trasciende ampliamente el horizonte de los intereses individuales y requiere la búsqueda de un ideal moral de justicia.

EL CONCEPTO DE NACIÓN[Subir]

El núcleo doctrinal de Liberalismo se encuentra en el concepto de nación expuesto en los capítulos IV y V, donde el autor rechaza las definiciones raciales o «asociaciones de carácter étnico» (p. 185), argumentando que la zoología no puede sustituir a la política, ni las afinidades físicas a los sentimientos espirituales y al ejercicio de la razón. Mucha más importancia tienen para el autor la convivencia en un mismo territorio, la comunicación en una misma lengua (aunque no sea una condición estrictamente necesaria) y, sobre todo, la experiencia continuada de vivir bajo un mismo Estado compartiendo las mismas leyes y obedeciendo a una autoridad común.

Lo descrito anteriormente no es más que el zócalo inicial sobre el cual se construye la nación. Los factores que realmente la hacen perdurar en el tiempo son fundamentalmente estos tres: el sentimiento de amor colectivo llamado patriotismo; el deseo de aunar voluntades, cuyo resultado político acabará siendo con la evolución histórica el ejercicio colectivo de la soberanía (democracia), y finalmente las naciones deben asumir de forma inevitable no solo la conciencia de que existen, sino también la herencia de una cultura común enraizada en el pasado (tradición). Efectivamente, ninguna nación podrá subsistir si sus ciudadanos se profesan un intenso odio recíproco; tampoco lo hará en los tiempos modernos si sus ciudadanos no son capaces de asumir la soberanía política y actuar en consecuencia o si creen estar todos los días en un proceso de permanente de ruptura y refundación, sin relación ninguna entre los tiempos presente y pasado, es decir sin memoria ni continuidad.

Esta formulación de Elorrieta debe mucho a su sentido de la evolución histórica, es decir, a la capacidad para distinguir lo que fue la nación pasada en estado arcaico y semiconsciente a lo que puede ser la nación moderna con un alto grado de conciencia colectiva, donde la nacionalidad se asocia con la soberanía democrática. Nuestro autor asimila también una mezcla de pragmatismo y tradición al comprender que sin la acumulación generacional de bienes materiales y tradiciones espirituales de todo tipo la civilización humana no existiría y que el marco en el cual podemos heredar todo esto no es otro que la nación. Cita en su apoyo a Taine (aunque omite a Burke, el verdadero inventor de la idea): «Todo individuo al nacer es deudor a su patria» (p. 189). Ahora bien, la continuidad necesaria para la existencia de la nación no supone una hipoteca rígida del futuro: «Precisamente la diferencia que hay entre una institución humana y un hecho físico consiste en que la primera está sujeta a la acción del hombre» (p. 190), lo cual abre el futuro a la posibilidad de cambios, aunque no ilimitada.

AMBIGÜEDADES Y CONTRADICCIONES[Subir]

Aunque el libro de Elorrieta se titule liberalismo, en realidad no puede decirse que todos los conceptos contenidos en él se ajusten al significado cabal y exacto de esta sonora palabra, pues lo que encontramos en sus páginas es más bien una doctrina sincrética compuesta de elementos contradictorios de diferente origen y variada extracción. Por un lado están las ideas realmente liberales de soberanía popular, unidad nacional e igualdad jurídica de todos los ciudadanos, autogobierno, pluralismo ideológico y respeto a la personalidad diferenciada de cada individuo. Pero alternativamente el lector puede encontrarse en sus páginas con todo lo contrario: mitificación historicista de las leyes del pasado como inspiración para el presente, insistencia en la nación como hecho cultural más que político, sustitución de la personalidad individual por una mítica personalidad colectiva de carácter englobante, tradicionalismo, culto al particularismo de las instituciones locales inspiradas en los fueros originarios del Antiguo Régimen. Como resultado de esta amplia incursión en el tradicionalismo del Antiguo Régimen y de este largo paseo por la tupida fronda de los bosques germánicos, donde Otto von Gierke, vestido de atuendos medievales, le sirve de guía, nuestro autor queda cómoda y felizmente instalado en la inconsecuencia: a) cita, como liberal que es, la soberana voluntad nacional, pero le contrapone un marco histórico claramente limitador de la misma que es su tradición histórica; b) apela a la libre personalidad del hombre moderno y a su libertad, pero cada vez que puede le asigna alguna de las míticas personalidades colectivas inventadas por el romanticismo político; c) cita con arrobo los fueros y se extasía ante todo particularismo jurídico, a sabiendas de que se trata de otros tantos privilegios legales absolutamente incompatibles con el constitucionalismo moderno (cap. X, en especial pp. 253, 255 y 258). Creo que el dualismo de Elorrieta se vio alimentado por la larga tradición historicista del constitucionalismo hispano, a lo que hay que sumar la autoridad intelectual en los medios reformistas de un organicismo krausista de raíz germánica.

EL PARLAMENTARISMO COMO FORMA DE GOBIERNO[Subir]

El sentimiento nacional se remonta a épocas muy remotas, pero la nacionalidad moderna forzosamente hace referencia a la soberanía estatal, la cual, tras una larga evolución, acabará dando lugar en el caso de Gran Bretaña al gobierno representativo en su modalidad parlamentaria y finalmente democrática, es decir, el régimen político demoliberal que nuestro autor admira y describe a partir del capítulo V. Consciente de que semejante sistema ha requerido una evolución previa, nuestro autor se remonta a la historia de la lucha entre rey y Parlamento en la Inglaterra del siglo xviii, historia del «rey patriota», valiéndose de esta narración para describirnos nítidamente la naturaleza del régimen parlamentario como transmisor de la voluntad nacional, así como la funcionalidad indispensable de los partidos políticos, que son a la vez órganos del gobierno representativo y cauces de la opinión pública, sin la cual no existiría el pluralismo político. Este entramado de libre opinión y libre representación da lugar al parlamentarismo moderno que consiste en «hacer que el gobierno sea en realidad una representación de la mayoría parlamentaria» (p. 262), la cual a su vez debe ser fiel representación del país. Elorrieta hace notar que, contra las apariencias, el gobierno parlamentario, respaldado siempre por la mayoría, viene a ser siempre un gobierno donde el poder ejecutivo sale fortalecido. Al fin y al cabo son los gobiernos parlamentarios los que han salido victoriosos de la Gran Guerra y esta no hubiera estallado si el régimen político de los imperios centrales hubiera sido plenamente parlamentario.

El autor señala discretamente que España aún adolece de ciertas carencias constitucionales: «Hay […] todavía constituciones de carácter doctrinario, que se inspiran en una transacción entre el poder histórico de la monarquía y el principio de la soberanía nacional y entre ellas citaremos la constitución vigente en España» (p. 199). Al describir la regulación del uso de la fuerza por parte del Gobierno inglés, el autor insiste en el hecho de que las fuerzas militares ocasionalmente empleadas por el Gobierno para restaurar el orden siempre acaban respondiendo de sus actos ante la jurisdicción civil, ya que se aplicaba el principio de la unidad de fuero, lo cual contrastaba vivamente con el militarismo de la Restauración.

Liberalismo es una obra llena de interesantes iniciativas prácticas, algunas muy acertadas, como la formulación de nuevos derechos de la mujer, las mejoras laborales o la puesta en práctica de una mayor igualdad de oportunidades; en cambio, otras causan asombro por su carácter tópico y completamente ajeno a la realidad del momento. Por ejemplo, su lamento por la supuesta despoblación del campo, cuando sabemos que el mayor problema agrario español de la época derivaba sobre todo de su superpoblación y que la solución práctica no radicaba en una reforma agraria mitificada por el autor, sino que dependía fundamentalmente de la creación de empleo industrial en las ciudades y del aumento de los rendimientos en el campo.

Gracias a la publicación de la obra central de Tomás Elorrieta podemos conocer de primera mano el pensamiento de aquellos liberales, bien intencionados y a veces ideológicamente contradictorios, que imaginaron en vano para España un horizonte de reformas y un futuro venturoso en la senda (improbable) de una estabilidad política que nunca se llegó a dar.