Desde la aparición del término totalitarismo en la década de los años veinte del pasado siglo, el concepto ha estado sometido a una permanente revisión. En ocasiones se le ha considerado clave para caracterizar y analizar fenómenos políticos contemporáneos, novedosos para el siglo xx, después de décadas durante las cuáles parecían haberse agotado las variopintas formas de lo político. En otros momentos, el vocablo fue utilizado como un comodín, vacío de contenido real y usado como arma arrojadiza entre actores políticos rivales.

En cualquier caso, es innegable la trascendencia histórica del concepto, su potencialidad analítica como ha demostrado en esta modélica obra el profesor Juan Francisco Fuentes. En un recorrido intenso y extenso, el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid disecciona el término como categoría, estudia su dimensión histórica, su uso como herramienta de trabajo en las ciencias sociales, su concreción en el tiempo a través de movimientos y regímenes. Con envidiable claridad conceptual rastrea los orígenes del fenómeno totalitario, la huella que va dejando entre quienes en algún momento han sido considerados como sus precursores. El autor, en la mejor tradición de la historia de los conceptos de la que es uno de sus más reputados cultivadores —cabe recordar el espléndido Diccionario político y social del siglo xx español, dirigido junto al profesor Javier Fernández Sebastián— pone como objetivo de su trabajo desentrañar los múltiples significados que autores y épocas otorgan al término a partir de su surgimiento en la convulsa Europa de entreguerras. Y este es un dato fundamental porque el totalitarismo aparece con la emergencia y primer desarrollo de la sociedad de masas en unos años de replanteamiento del liberalismo derivado de su crisis. De hecho, como apunta Fuentes, democracia y totalitarismo aparecen como respuestas originales, propias del siglo xx, a la citada crisis del liberalismo decimonónico.

Es muy conocido cómo totalitario fue acuñado por el político Giovanni Amendola en un texto de 1923 para calificar el régimen que comenzaba a edificar Benito Mussolini. De forma inmediata el vocablo se introdujo en el discurso del antifascismo italiano con un significado netamente negativo hasta que dos años más tarde, en 1925, el Duce lo reivindicara al identificarlo con su movimiento de camisas negras y fuera finalmente consagrado por Giovanni Gentile tiempo después en la Enciclopedia Italiana.

Fuentes estudia con exhaustividad la internacionalización del término en la década de los treinta y cómo a través de periódicos, revistas y libros va adquiriendo mayor entidad y nuevos significados; por citar solo dos ejemplos, Sturzo o Maritain atribuyen al bolchevismo los rasgos más característicos del fenómeno, aunque, sin duda, la llegada de Hitler al poder y el camino franco hacia el III Reich constituyeron el primer gran hito en el camino hacia la popularización del vocablo.

Precisamente la enorme fuerza del concepto, su relevancia histórica al identificarse con el nazismo y poco después con el comunismo estalinista, jugaron a favor de una búsqueda incesante de antecedentes a la hora de explicar su potencialidad. En el caso del totalitarismo ha existido una auténtica obsesión por hallar sus raíces remotas, sus similitudes con manifestaciones políticas del pasado. El autor lo denomina con acierto «anacronismo creativo»; de hecho, juega en el título de la obra con el clásico de Karl Popper The Open Society and its Enemies, donde el filósofo austriaco se remontaba a Platón para reconocer en su «Estado perfecto» el primer gran ejemplo de totalitarismo. Aquí radica la originalidad del capítulo «The Birth of Notion», en cómo los científicos sociales han empeñado tiempo en descifrar en el pensamiento de De Maistre, Sorel, Nietzsche —cuando no en el régimen espartano o en el jacobinismo francés, por poner algún otro ejemplo—, muchas de las claves implícitas o explícitas del discurso y la práctica de movimientos y regímenes totalitarios. Sin duda, como ha escrito Piasecki, este fenómeno «puede verse desde una gran variedad de perspectivas y desde un incontable número de ángulos», y lo mismo ocurre si pensamos sus orígenes.

Sin embargo, la sustancial aportación a este respecto del libro que comentamos reside en relativizar toda esta extensa y pesada herencia para centrar el foco de atención en el contexto donde nace el término y al que aludíamos al principio: los años posteriores al final de la Gran Guerra como prefiguración del Estado total. En 1930 Ernst Jünger publicó Die totale Mobilmachung, en donde exaltaba la camaradería como un valor primordial que se había vivido en las trincheras durante el conflicto mundial. La «movilización total» se transformaba en una experiencia interior, regeneradora, al margen y en contra de la adormecida existencia a la que había conducido el decadente liberalismo.

Así, movilización total y guerra total representaban experiencias límites que habían contribuido a forjar al totalitarismo como concepto y como práctica, como un sistema de dominación que convertía a la política en una continuación de la violencia de la guerra, en una auténtica y novedosa concepción del mundo: el Estado total —teorizado por Carl Schmitt— traería consigo el necesario orden político, un orden fundamentado en la distinción amigo/enemigo. Así, la naturaleza propia de la guerra total determinaría la forma del Estado en su plenitud.

La fascinación por la guerra como «acelerador de acontecimientos» también estuvo muy presente en los planteamientos de Lenin antes de que hubiera de matizarlos para evitar críticas en relación con el conflicto con Alemania. De hecho, y como bien apunta el autor, guerra civil, dictadura y lucha de clases constituyen un círculo virtuoso en las ideas leninistas en oposición a Kautsky, al que Lenin tachaba de personalidad reaccionaria y criticaba su histérica forma de entender los «fears and horrors of civil war» (p. 99). No es extraño que autores como Todorov caracterizaran como totalitario al primer Estado bolchevique.

Toda la segunda parte de la obra está dedicada a los lenguajes totalitarios, al «semanticidio» al que dedicaron esfuerzos ímprobos estos movimientos con el fin de eliminar los significados propios de las palabras para suplantarlos por otros teñidos de las meras ideologías. De esta forma, conceptos como democracia, pueblo o libertad adquieren una nueva vida con significados diferentes, al mismo tiempo que otras palabras designan realidades nuevas mientras, por su parte, las autoridades luchan contra los extranjerismos en campañas profusas como la lanzada por Mussolini en 1926 (p. 147). Los totalitarismos demandan formas de expresión diferenciadas de las tradicionales, exigen un lenguaje propio, un sistema de signos y símbolos capaz de ocupar el espacio abandonado por el liberalismo —en un sentido laxo— debido a las dificultades de adaptarse a los retos de la época de entreguerras.

Al discurso totalitario le repugna la argumentación; no debate sobre cuestiones concretas, sino que lanza eslóganes fáciles de retener y de repetir hasta la saciedad. Como escribió Winckler, el lenguaje fascista no comunica, tan solo ordena. Ahí radica el valor del ritmo, de la aliteración, de la insistencia en el mensaje difundido: por un lado, el individuo se diluye en la colectividad; por otro, se eleva al afirmar su entrada en la comunidad predestinada. El lenguaje corporal y el culto al cuerpo son igualmente importantes porque sirven a esta comunidad al preparar a la persona para defender al Estado y mantenerla sana para el trabajo, para su inserción plena en el sistema productivo. La práctica deportiva puede asimilarse a una más de las que forman parte de las religiones laicas, con sus rituales y su potencialidad simbólica para reforzar la identidad colectiva, el sentimiento de grupo diferenciado y opuesto a la del rival: el cuerpo es el masaje, como titula el autor el capítulo cuarto.

Con la Guerra Fría el término totalitario volvió a resurgir con fuerza, tanto en el discurso político como en el de las ciencias sociales. Una vez rota la gran alianza entre soviéticos y norteamericanos para vencer a Hitler, la URSS pasó con rapidez a convertirse en el paradigma de sistema totalitario para la propaganda liberal; mientras tanto, los soviéticos prefirieron reactivar el término imperialismo, tan cercano a Lenin, para caracterizar al enemigo norteamericano. Juan Francisco Fuentes demuestra cómo los primeros años de la Guerra Fría fueron la época dorada en el uso de esta palabra y de sus derivadas. La aparición del término en la superficie de los principales rotativos norteamericanos creció entre 1940 y 1947, sobre todo después de 1945. Churchill, Kennan, Truman y tantas otras personalidades comenzaron a utilizarlo para calificar la naturaleza del régimen soviético cuando hasta estos años totalitario había designado casi con exclusividad a los regímenes fascistas. Se les presentaron dificultades por el hecho de que había otras realidades dictatoriales presentes en el momento (como la española y la portuguesa) que quedaban fuera del mundo libre, denostadas por las organizaciones internacionales, pero a las que el realismo político de posguerra salvó en general de una estimación tan negativa como la de regímenes totalitarios. En cambio, si algunos restringían el uso del término, estos mismos lo ampliaban hasta calificar de totalitario el intervencionismo estatal del New Deal (p. 258) o determinadas políticas de los laboristas británicos.

Por supuesto, las ciencias sociales también se dejaron atrapar por el interés que suscitaba tan polisémico concepto. En aquellos años de inicio de la confrontación entre las superpotencias, The Road to Serfdom (1944) y la citada The Open Society and its Enemies (1945) causaron una honda repercusión entre los estudiosos. En esencia, estas obras y otras que fueron publicadas por aquellos años —analizadas también por Fuentes— distinguían con nitidez totalitarismo y democracia, colectivismo y defensa del individuo, comunismo y libertad: existía una contraposición esencial entre el liberal-capitalismo y el comunismo como el desarrollo de la Guerra Fría manifestaba en el espacio europeo. De hecho, la década de los cincuenta vio aparecer las publicaciones de los principales autores del paradigma totalitario: Fiedrich, Talmon y Arendt, sobre todo esta última con su The Origins of Totalitarianism, publicada en 1951, y tachada como «biblia de la Guerra Fría» (p. 276).

La pensadora alemana exploraba las raíces del fenómeno y las situaba en el nacionalismo y el racismo decimonónicos, para después seguir la evolución del totalitarismo hasta llegar al estalinismo como su ejemplo más acabado. Indudablemente el valor analítico de esta y tantas otras monografías aparecidas en aquellos años fue enorme, aunque siempre mediatizado por la omnipresente influencia del enfrentamiento de bloques.

La muerte de Stalin en la primavera de 1953 fue trascendental para el futuro no solo de la URSS, sino de todo el sistema de relaciones internacionales. Como señaló hace años François Furet, «la muerte del Guía hizo patente la paradoja de un sistema político supuestamente suscrito en las leyes del desarrollo social y en el que todo dependía hasta tal punto de un solo hombre que, una vez desaparecido este, el sistema sufría una pérdida esencial». La desestalinización propició una atmósfera de mayor entendimiento entre la URSS y los Estados Unidos hasta hablarse de una coexistencia pacífica con el inicio de unos años durante los cuales el concepto perdió fuerza como instrumento analítico, incluso como arma propagandística: Enzo Traverso llegó a identificarlo con una suerte de vestigio de la Guerra Fría. Desde posiciones intelectuales de izquierda, muchos autores afirmaron la vacuidad del concepto, su sobreutilización por parte tanto de la politología norteamericana como de sus seguidores europeos, cuyo único objetivo era tener en permanente tela de juicio a la Unión Soviética. Como resume Fuentes con acierto: «El principal cambio introducido por la distensión en la evolución del totalitarismo está relacionado menos con su uso en las lenguas occidentales cuantitativamente hablando —una tendencia ya advertida en el período anterior— que con su estatus cualitativo: el paso del prestigio académico de los cincuenta al descrédito intelectual de los sesenta» (p. 297).

Sin embargo, cuando la obsolescencia del término parecía abocarle al museo de los conceptos, un giro en los acontecimientos internacionales le hizo revivir. Los primeros años setenta —sobre todo tras la firma de los Acuerdos de Helsinki en 1975— dieron un protagonismo inusitado hasta entonces a exiliados y disidentes del mundo soviético, para la mayoría de los cuales la esencia represiva del estalinismo había continuado bajo formas más sutiles, pero igualmente demoledoras, tanto en la URSS como en los países sovietizados del de Europa del Este. Intelectuales de la talla de Pomian, Heller, Zinoviev o Solzhenitsyn retomaron con vigor las discusiones sobre la naturaleza totalitaria del comunismo. La publicación en 1974 en Francia de Archipiélago Gulag y la presencia de su autor en las televisiones de medio mundo convulsionaron la opinión pública al mostrar una cara muy poco amable del sistema soviético.

La violencia ejercida contra todo aquel disconforme con las políticas del Kremlin era parangonable a la utilizada por los nazis, y una comparación así resultaba difícilmente asumible para los corifeos del socialismo real. Pensadores de la nueva izquierda como Lévy y Glucksmann reaccionaron para dar incluso la razón a Raymond Aron, que había sido el gran oponente del maestro de todos ellos, Jean-Paul Sartre. En última instancia Aron no había errado cuando hablaba de la barbarie del comunismo totalitario.

El último capítulo de la obra, «The End of an Epoch and a Concept (or Maybe not)» aborda un momento muy interesante para la historia del concepto, su revitalización durante la presidencia de Reagan entre 1981 y 1989. El mandatario norteamericano se prodigó en alocuciones donde la mención al totalitarismo adquiría un sentido que, como analiza Juan Francisco Fuentes, recordaba al que le habían otorgado autores católicos durante la época de entreguerras, su caracterización como «estatolatría» (p. 336). El discurso político del presidente apelando a la superioridad de los valores morales del mundo libre frente a la permanente amenaza del totalitarismo fue de la mano de la acción diplomática de Jeane Kirkpatrick, completando una estrategia de reactivación de la lucha contra el poder comunista. Incluso durante el segundo mandato de Reagan, entre 1985 y 1988, cuando la relación con Mihail Gorbachov, el secretario general del PCUS, era muy fluida, el presidente norteamericano no abandonó el calificativo de totalitario para definir el régimen soviético. Resultaba lógico si pensamos que desde un primer momento la voluntad de Reagan y su revolución conservadora pretendían vencer al comunismo, derrotarlo política, ideológica y económicamente, una aspiración alejada por completo de la distensión.

Su rival directo en el tablero mundial, Gorbachov, también desempeñó un papel importante en la recuperación del controvertido vocablo. Aunque durante los años de protagonismo político no lo utilizó, sus Memorias, publicadas en inglés en 1986, planteaban las reformas contenidas en la perestroika como un intento de demoler el sistema totalitario en la URSS para recuperar las auténticas políticas comunistas. No dejaba de resultar curioso que a las puertas de la descomposición de la Unión Soviética el último secretario general del PCUS reconociera la naturaleza totalitaria del régimen. Con la caída del Muro de Berlín, el inicio de la transición en los países de Europa del Este y la desintegración de la superpotencia soviética, un nuevo orden (o desorden) mundial aparecía en el horizonte, dejando atrás, entre tantas cosas, el legado teórico y práctico del totalitarismo.

Las apenas quince páginas del epílogo son verdaderamente sugerentes. Si el término traspasó las fronteras cronológicas del período de entreguerras e incluso se convirtió en algunos momentos de la Guerra Fría en un concepto estratégico en la lucha propagandística de las superpotencias, ¿lograría perdurar en el siglo xxi? Fuentes vuelve a hacer un recuento de las veces que el vocablo aparece en algunos de los diarios de mayor circulación, así como en los libros en los Estados Unidos, Reino Unido y Francia para demostrar que, aun con menos frecuencia que antes de 1989, el totalitarismo y sus derivados continúan. La cuestión principal, sin embargo, sería conocer la forma en que se utiliza en estos nuevos tiempos. Una primera aproximación nos indicaría que, si bien el término se sostiene cuantitativamente, puede convertirse en una «categoría zombi» (p. 370), a pesar de los intentos por parte de diferentes sectores por rehabilitarlo. No obstante, la posguerra fría ha traído a colación un vocablo, fundamentalismo, cuya potencialidad y ciertas similitudes parecen recoger el sentido del viejo término de entreguerras. De igual forma, el nacionalismo, que impregna cada vez con mayor fuerza a partidos y movimientos y que influye de manera determinante en la profusión de los populismos actuales, vuelve a adquirir un enorme peso en la inestabilidad política de Estados y procesos de integración, recuperando aspectos muy nocivos para la convivencia. Su consecuencia en el fortalecimiento de religiones políticas es muy evidente, y en un guiño a la actualidad española, el autor pone el ejemplo de la evolución reciente del nacionalismo catalán.

En definitiva, la obra que comentamos no pasará desapercibida en el panorama historiográfico global. Juan Francisco Fuentes ha alcanzado con esta monografía sólida, perfectamente argumentada y sugestiva ese conocimiento profundo de un concepto que tanta relevancia ha tenido en la historia contemporánea.