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SUMARIO

  1. Notas

Escribir un estudio sobre la obra de Hans Kelsen (1881-‍1973) podría ser interpretado como un ejercicio conservador o continuista: pocos le negarían a Kelsen el título de más importante filósofo del derecho del siglo xx, y el caudal de estudios y monografías sobre su obra es desbordante. Sin embargo, la obra que presentamos es novedosa y atrevida por varias razones.

Es atrevida porque, frente a lo que pueda pensarse, la teoría jurídica de nuestros días contempla la doctrina kelseniana de una forma ambivalente y distante. Nadie niega que ha sido Hans Kelsen quien ha elaborado la lista de tareas que la filosofía jurídica debe investigar principalmente; por eso los programas de Teoría del Derecho o de Introducción al Derecho que se estudian en nuestras universidades se parecen mucho al índice de su obra más influyente, la Teoría pura del derecho. Pero por paradójico que resulte, la doctrina de Kelsen no recaba hoy muchas adhesiones entre los filósofos del derecho. Kelsen es el paradigma de filósofo del derecho positivista, y el positivismo sigue siendo hoy la concepción mayoritaria en la filosofía del derecho española; sin embargo, hoy son pocos quienes se declaran kelsenianos. Hay razones diversas envueltas en esta paradoja: por un lado, la obsesión kelseniana por la pureza y la coherencia interna de su teoría lo empujó a sustentarla sobre afirmaciones y tesis demasiado radicales y difícilmente justificables; por otro, en esta actitud distante no falta el habitual componente de ingratitud de las nuevas generaciones de intelectuales y escritores hacia la que les precedió. En cualquier caso, la filosofía jurídica contemporánea se representa hoy en lo esencial como una polémica entre un positivismo jurídico normalmente adscrito a la doctrina de H. L. A. Hart y un «no positivismo» capitaneado por el sucesor de Hart en su cátedra de Oxford, el americano R. Dworkin; y, ceñida la filosofía jurídica a esta polémica entre anglosajones, la teoría de Kelsen parece contemplarse como una doctrina superada o fuera de concurso.

Pero además de atrevida, esta obra es novedosa, y en esta novedad reside su mayor provecho: el libro es un estudio de la filosofía moral y política de Kelsen, y este es un segmento de su teoría apenas investigado a pesar de su interés intrínseco; asimismo, el estudio se sustenta sobre un arsenal de monografías y artículos del autor austríaco que muy pocos han leído. Las razones por las que este segmento de la doctrina de Kelsen ha sido tan ostensiblemente descuidado son también diversas. Sin duda, la filosofía moral y política de Kelsen se ha visto eclipsada por su teoría del derecho, más afinada y desarrollada que ninguna otra. El abandono, además, se ha extendido sobre todas las áreas y sectores de la filosofía. Desde el ámbito de la filosofía del derecho, se puede afirmar que el positivismo jurídico de Kelsen, lejos de invitar al teórico a estudiar su filosofía moral y política, lo disuadía de dar este paso. Como es sabido, Kelsen aspiraba a una teoría del derecho «pura», no condicionada por tesis o valoraciones provenientes de otras ramas del saber, en especial por consideraciones provenientes de la moral o de la política, y su respuesta a problemas como qué es una norma jurídica, cuándo esta es válida o qué es un deber jurídico, por ejemplo, trata siempre de zafarse de consideraciones valorativas. De ese modo, aun cuando juzgásemos posible enunciar principios morales o políticos objetivamente correctos, estos nunca serían un problema central o paradigmático del teórico del derecho, que tiene otras preocupaciones. Los escritos morales y políticos de Kelsen serían para el filósofo del derecho una serie de consideraciones extrínsecas al derecho, de preocupaciones de un ciudadano, y no de un jurista, que pueden ser atendidas por el filósofo de la moral o la política. El problema es que, a su vez, los filósofos de la moral y de la política tampoco se han esforzado por investigar este sector de la teoría kelseniana, y han tendido a devolver estos escritos al filósofo del derecho con cortesía gremial.

El libro del profesor Sendín es una aportación relevante a la cultura moral y política en lengua castellana porque pone a disposición del lector de forma ordenada y sistemática una serie de escritos, tesis y argumentos poco o mal conocidos de uno de los pensadores más destacados del siglo xx. La obra es, en su mayoría, de carácter expositivo; el autor presenta la filosofía moral y política de Kelsen mediante tres capítulos: el primero describe la crítica de Kelsen a las teorías del derecho natural; el segundo se adentra en su teoría de la moral y de la justicia, y el tercero da cuenta de los esfuerzos de Kelsen por fundamentar la democracia sobre el relativismo. Esta dimensión expositiva sirve para demostrar que unos y otros, filósofos del derecho, de la moral y de la política, cometieron un error al desdeñar este ámbito de la obra kelseniana, porque, como veremos, en estos capítulos están envueltos problemas esenciales para la ciencia jurídica, la comprensión de los juicios morales o las posibilidades de justificar un régimen democrático y proponer un determinado diseño constitucional. Pero además de llevar a cabo una tarea expositiva, el autor asume una tarea crítica o de valoración de los argumentos kelsenianos, y un enjuiciamiento de su mayor o menor provecho.

A continuación, pasaré revista a cada uno de los tres capítulos del libro. Antes, sin embargo, conviene preguntarse genéricamente si el profesor Sendín ha salido airoso de su doble tarea expositiva y crítica. Me parece difícilmente refutable que su obra es la contribución más importante en lengua castellana sobre el pensamiento moral y político de Hans Kelsen; el lector hallará en este libro una exploración bibliográfica exhaustiva, a la que ha contribuido su estancia en el Hans Kelsen-Institut de Viena; una lectura fidedigna de fuentes originales, y una ordenación lógica y clarificadora de los principales argumentos esgrimidos por el autor austríaco. En esta vertiente descriptiva, el libro resultará altamente instructivo e iluminador para muchos lectores; incluso la introducción del libro, que aspira a anticipar de forma muy breve las principales influencias del pensamiento moral kelseniano, ya es rica en noticias sobre juristas hoy desconocidos, pero de especial relevancia en la formación del autor (como A. Menzel), o en asociaciones filosóficas con autores tan relevantes y diversos como Dilthey, Weber o Mach. Donde el consenso será ya imposible, porque cada lector fundará sus juicios sobre puntos de vista muy diversos, es en la valoración personal del autor sobre las tesis morales o políticas kelsenianas. Pero debe añadirse que sus juicios denotan conocimiento, reflexión y madurez, lo que significa que, como mínimo, sus puntos de vista no deberían ser ignorados por todo aquel que se interesara por estos problemas.

1) Como se ha anticipado, el primer capítulo estudia la crítica de Kelsen a la doctrina del derecho natural. Se trata del capítulo más próximo a los intereses del jurista y teórico del derecho, por cuanto en él se justifica la comprensión positivista de la teoría del derecho como una ciencia pura que no debe estar condicionada por valoraciones morales; las teorías que sí vinculan el derecho a la moral —las llamadas teorías del derecho natural— conducen a conclusiones inaceptables, y el objetivo de Kelsen en los escritos que aquí se estudian es exponer y denunciar estas conclusiones. Pese a su notable interés, tal vez pueda afirmarse que este capítulo no alcanza la brillantez de los otros dos. Sin duda, el mayor responsable de este déficit es el propio Kelsen, cuyos argumentos son profusos, pero a veces de una simpleza impropia del resto de su obra. Una parte menor es atribuible a la estructura del capítulo, que le imprime un cariz algo repetitivo: en el fondo, tanto el epígrafe 1 como el 3 se dedican a explicar los mismos argumentos, con la única diferencia de que el primero lo hace históricamente, siguiendo el orden de las publicaciones del autor, y el tercero los formula sistemáticamente.

Ya se ha insinuado que Kelsen combate las teorías del derecho natural desde frentes muy diversos. El más directo es el que las acusa de incurrir en falacia naturalista. Como es sabido, una teoría del derecho natural es una teoría que justifica una serie de principios y normas de conducta a partir de una serie de tendencias, mecanismos o relaciones implícitos en la naturaleza. Pero según el argumento de la falacia naturalista, que Kelsen secunda, no es posible inferir el «deber ser» del «ser»: no podemos justificar normas a partir de meros hechos. El profesor Sendín no discute el argumento de la falacia naturalista, pero sí su atribución a las doctrinas del derecho natural, y ello porque el iusnaturalismo clásico no es un naturalismo empírico, sino un naturalismo metafísico en el que el concepto de naturaleza depende de enunciados prescriptivos; por su parte, el iusnaturalismo moderno no se sirve de la naturaleza como plataforma de justificación de reglas o principios, sino como una fuente de información del contexto y de las limitaciones fácticas dentro de las cuales nuestra razón debe elegir principios morales y políticos (p. 140).

Además de incurrir en falacia naturalista, Kelsen acusa a las teorías del derecho natural de ser teorías religiosas y, por tanto, de depender de postulados indemostrables. Para Kelsen, la dependencia religiosa de estas teorías se fundamenta en el concepto de «norma»; una norma no es algo que se conozca, como ocurre con los hechos de la naturaleza, sino algo que se prescribe y, por tanto, algo que presume como condición necesaria un acto de voluntad de alguien. Las normas y los principios del derecho natural no son obra del legislador civil; de ese modo, la voluntad a la que por fuerza ha de recurrirse es la voluntad de alguna divinidad o ente sobrehumano. Creo que el profesor Sendín se muestra algo indulgente con este argumento, que no descalifica como se merece. El argumento depende de una teoría de las normas mayormente voluntarista que Kelsen incrusta en el iusnaturalismo sin que este la compartiera genéricamente, para luego criticar a los iusnaturalistas por las consecuencias de una premisa inexistente en su teoría. Estamos ante una falacia del hombre de paja (se presume en el otro una afirmación que nunca formuló) y un argumento descaradamente circular («mi teoría es correcta y la iusnaturalista es falsa porque, como se sigue de mi teoría, el iusnaturalismo precisa de ideas religiosas para sustentar la vigencia de normas»).

Por último, Kelsen acusa al iusnaturalismo de conservadurismo, de abrigar como interés implícito en sus investigaciones la legitimación ideológica del orden imperante. El profesor Sendín explora meticulosamente las numerosas vías por las que Kelsen llega a esta conclusión: la tendencia del derecho natural a «desnaturalizarse» ante la necesidad práctica de un legislador estatal que desarrolle y aplique sus preceptos; el talante optimista, que no solo no aprecia contradicciones entre la realidad ultrasensible y la sensible, sino que interpreta la primera como una explicación de los rasgos de la segunda, y las postulaciones de un derecho natural «variable», sensible a los cambios históricos y que, por tanto, debilita las fronteras entre el derecho natural y el positivo son solo algunos ejemplos. El estudio pone al descubierto la debilidad histórica de estos argumentos. Por ejemplo, el estudio kelseniano del derecho natural variable es superficial; además, Kelsen se apresura al proponer a Platón como paradigma de iusnaturalismo, y más aún al desdeñar influjos más evidentes, como la escuela estoica.

2) El segundo y más extenso capítulo de la obra es un estudio pormenorizado de la teoría moral y de la justicia de Kelsen. Como se advierte enseguida, Kelsen no proporciona una teoría moral material, sino más bien una metaética, es decir, un análisis de los presupuestos e implicaciones metafísicos, epistémicos y semánticos de nuestros enunciados sobre moral o justicia. El capítulo es de gran interés para juristas y teóricos del derecho, porque permite entender en toda su profundidad la insistencia kelseniana en una ciencia jurídica aislada de condicionamientos valorativos: el derecho debe ser ajeno a la moral porque no existen juicios morales objetivos. Además, permite entender por qué el no cognitivismo es uno de los ingredientes más habituales del positivismo jurídico contemporáneo. Por último, también es de interés para los filósofos de la política, porque describe la plataforma moral sobre la que se asentarán sus ideas sobre la democracia y el Estado.

El profesor Sendín afronta la tarea de describir y caracterizar la teoría moral de Kelsen o, más exactamente, lo que hemos llamado su concepción metaética. Durante algunas páginas (pp. 168 y ss.), su estrategia expositiva es, tal vez, demasiado ambiciosa. El autor se esfuerza por reconstruir en ellas una especie de archivo general de las principales teorías metaéticas con el fin de ubicar a Kelsen en el estante o cajón que le corresponde. El problema es que este esfuerzo es inasumible en pocas páginas, porque el número de etiquetas es inabarcable. Aun confiando en la ayuda de Nino, el resultado es que algunas de las teorías más debatidas en los últimos años (el realismo interno o el expresivismo, por ejemplo) se verán por fuerza silenciadas. Además, las teorías tienden hoy a ser sincréticas y complejas; por eso, cuando Dworkin se negaba a incluir su teoría en algún pigeonhole o casillero metaético preconstruido

Dworkin, R. (2011). Justice for Hedgehogs. Cambridge: Harvard University Press (p. 11).

‍[1]
, expresaba una tendencia muy extendida. Sin embargo, este problema transitorio de estrategia expositiva se compensa sobradamente a lo largo de todo el capítulo, por lo demás una investigación sólida y dilatada en la que el autor define con precisión el carácter relativista y no cognitivista de la concepción kelseniana: no tenemos acceso cognitivo a los valores; no podemos intercambiar argumentos verificables y comprobables sobre nuestros juicios morales, y estos, por tanto, no pueden enunciar ninguna idea sobre la justicia de carácter objetivo. En el desarrollo de estas ideas, el capítulo es fecundo en argumentos analíticos y comparativos. Obligado a omitir algunos ciertamente instructivos (por ejemplo, su comparación con Perelman), destacaré las referencias a Dilthey y la moral religiosa.

En efecto, el relativismo de Kelsen se halla enraizado filosóficamente en un nivel tan profundo como el de las estructuras vitales y de pensamiento que, en el lenguaje de Dilthey, denominamos «concepciones del mundo». Y, como bien explica el autor, las concepciones del mundo dependen de una interacción entre la estructura psíquica del sujeto, su experiencia y sus actitudes vitales. Para Kelsen, existe una concepción del mundo «absolutista»; quienes la postulan creen en la existencia de realidades no perceptibles para el conocimiento humano, pero que cuentan con una serie de rasgos objetivos que la razón humana ha de descubrir; los valores morales son una de estas realidades, y la razón debe encontrarlos y tomar nota de sus contenidos. A esta, Kelsen opone una concepción «relativista», que tiende a confiar en el conocimiento empírico, y para la cual el conocimiento no se limita a descubrir, sino que produce sus propios objetos. La concepción relativista lo es también en cuestiones morales; y, como veremos, el relativismo moral conduce a una preferencia política por un modelo democrático.

Por último, el autor se detiene en analizar los vestigios de lo que denomina normas de justicia «metafísicas». Con ello, Kelsen alude a teorías que proponen normas sobre justicia supuestamente objetivas cuyo fundamento no se halla en su racionalidad, sino en un orden o una realidad trascendente, suprasensible o religiosa. Los ejemplos característicos son, para Kelsen, la teoría de Platón y la moral bíblica. Una de las riquezas del libro es sin duda el recorrido que le ofrece al lector a través de los estudios kelsenianos de estas teorías. Me permitiré formular un interrogante sobre la observación crítica con la que el profesor Sendín cierra el capítulo. A su juicio, Kelsen identifica en la Biblia una teoría de la justicia que no existe: la Biblia es un libro religioso, y «es indudable que Jesús no busca teorizar sobre la justicia» (p. 276). Se trata de una afirmación cuestionable; tal vez sea imputable a Jesús, pero no tanto al cristianismo en sus variantes de religión institucionalizada; por aportar un ejemplo, ¿no existe acaso la «doctrina social de la Iglesia»?

3) Una de las razones que hacen grata la lectura de esta obra es su calidad ascendente, como prueba el magnífico tercer capítulo sobre la filosofía política de Kelsen. El estudio sorprende con una exploración casi arqueológica de fuentes bibliográficas, que da cuenta de escritos tan insospechados como la tesis doctoral que Kelsen realizó sobre el pensamiento político de Dante Alighieri en 1905. En lo que se refiere al contenido, la obra se beneficia de un marco de discusión más rico: a diferencia de los problemas anteriores, la justificación kelseniana de la democracia sí ha sido objeto de un elenco de estudios reflexivos e informados, lo que le ha servido al autor para afinar aún más sus argumentos y propiciar una discusión muy instructiva.

El capítulo se divide en dos partes: una sección se dedica a la justificación filosófica de la democracia frente a la autocracia; la otra se destina a caracterizar el modelo democrático kelseniano, así como su diseño institucional.

El problema de la justificación de la democracia se reduce a unas pocas páginas que, además, se incluyen al final del capítulo, a modo de coda final. Quizá el autor interpreta que, en buena medida, los argumentos se hallan suficientemente perfilados en el capítulo dos, y la principal razón por la que comparecen ahora es proporcionar una consideración retrospectiva que confiera unidad a la obra. Y, en efecto, la exposición de Kelsen es sencilla de resumir después de referirnos a los capítulos anteriores: solo una concepción del mundo y una metaética relativistas pueden justificar una preferencia por la democracia, porque solo este punto de vista puede conceder que cualquier valor que esgriman los demás puede ser también digno de realizarse, de modo que solo este punto de vista puede justificar un principio de tolerancia que obligue al respeto y la libre expresión (pp. 313-‍315). Por el contrario, la visión del mundo y la metaética objetivistas presumen que un determinado punto de vista es la única solución correcta a los problemas sociales, y revelan así tendencia o propensión a mostrarse intolerantes con otros puntos de vista. El profesor Sendín no necesita de muchas páginas para criticar estos argumentos: «Desde una metaética relativista cualquier otro valor, e incluso el valor opuesto —la intolerancia—, puede percibirse como digno de realizarse» (p. 315). Y, por otra parte, el principio de tolerancia «se puede fundamentar tanto en clave relativista como objetivista» (p. 314).

Pero la democracia es un concepto controvertido, como prueba la variedad de modelos institucionales que pueden desarrollarlo. El capítulo incluye una primera parte de notable precisión conceptual en la que se perfilan los rasgos del modelo democrático propuesto por Kelsen, y se concretan detalles de su propuesta institucional. Estos rasgos sirven para deshacer una asociación conceptual que muchos juzgan necesaria: la que vincularía el pensamiento político socialdemócrata con una democracia «mayoritarista» y lo más cercana posible a la democracia directa. Como es sabido, Kelsen simpatizaba con el pensamiento político socialdemócrata; sin embargo, defendía un modelo de democracia liberal, parlamentario y «constitucionalista», en el sentido de que, a su juicio, las leyes del Parlamento debían respetar algunos principios constitucionales fundamentales bajo pena de anulación por el Tribunal Constitucional. Es destacable la firmeza con la que Kelsen defiende la protección de las minorías y la observancia de los derechos fundamentales, con la consecuencia de que, seguramente, tienen razón quienes observan que el concepto kelseniano de democracia no es nítidamente formal o procedimental. También merece subrayarse la preferencia por la democracia representativa y el parlamentarismo frente a las formas de democracia directa o el presidencialismo, que llega a calificar de «pseudodemocracia de un césar electo» (nota 84). Por último, y algo en contra de la opinión hoy en ascenso, Kelsen pone de relieve el valor de los partidos políticos en la vida democrática, y aboga por reforzarlos mediante sistemas electorales de listas cerradas en los que la vinculación al partido debe contar más que la popularidad personal: «Si los candidatos obtienen su mandato por su pertenencia a un partido, es lógico que lo pierdan cuando dejan de formar parte de él» (p. 297).

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[1]

Dworkin, R. (2011). Justice for Hedgehogs. Cambridge: Harvard University Press (p. 11).