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Hay que tener considerable valor para dar a la imprenta un libro con un título tan ambicioso: con objeto en «el Parlamento moderno» (así, en abstracto), se trata de someter a escrutinio su real importancia, de analizar su evidente descrédito y de ver si el cambio (el ya hecho o el que pueda estar por hacer) va por el buen camino. Un trabajo que se presenta de esa manera genera en el lector unas expectativas tan altas que el riesgo de frustración se encuentra presente desde el primer momento.

Es necesaria asimismo mucha inteligencia (y no solo, que por supuesto, un gran conocimiento de causa, desde dentro y con muchos años de experiencia) para salir airoso del empeño. El libro no solo no termina defraudando sino que sus casi quinientas páginas acaban dejando un regusto de hambre, como si al lector le habría gustado seguir.

¿En qué consiste la cosa? ¿Cuál es su contenido? Luego de un prólogo de Santiago Muñoz Machado (que da en el centro del blanco con la afirmación de que «este libro constituye una vivaz reivindicación del Parlamento como institución»), el texto comienza con la introducción, en la que el autor empieza explicándose a sí mismo al decir que este «es un trabajo sobre el Parlamento, elaborado en un momento en el que mucha gente habla mal del Parlamento». Se trata en realidad de una presentación del resto del contenido y de la que es su línea ideológica mayor: «Se opta decididamente por la opción reformista para el refuerzo de la democracia representativa, en lugar de la opción liquidadora (la crisis del Parlamento como crisis del sistema democrático-liberal), la opción populista de las soluciones mágicas o la opción resignada (la pura supervivencia formal a sabiendas del descrédito y la inoperancia reales del Parlamento)».

El capítulo II se titula «Desterrando algunos tópicos». Y es que para situar las cosas en su punto hay que empezar por desautorizar dos de las que el gran Gustave Flaubert llamaría «ideas recibidas»: que en el pasado todo fue mejor (el extendido planteamiento de que antes vivíamos maravillosamente, tal como nos narra, por ejemplo, el Génesis sobre el paraíso temporal, Don Quijote acerca del comunismo primitivo o Rousseau al hilo del buen salvaje) y que, dentro del planeta de las Asambleas del mundo, las nuestras (y, en particular, el Congreso de los Diputados) son peores que ninguna otra: la inveterada tesis del excepcionalismo (para mal) de España. El autor dedica mucho espacio a desmentir ambos planteamientos: «Cualquier tiempo pasado no fue mejor» —el Parlamento modélico fue, todo lo más, un tipo ideal, no solo en el sentido epistemológico de Max Weber, sino también porque nunca resistió el menor contraste con la realidad— y, por mucho de criticable que haya en él, «el Parlamento español no desmerece en los análisis comparados de los Parlamentos».

El capítulo III, «Retos y problemas del Parlamento en este tiempo», es el lugar del diagnóstico, con una especial referencia al hecho inexorable de que la teoría de las fuentes del derecho de la época de la codificación, se quiera reconocer o no, no ha sido ajena a los efectos de la corrosión (especial referencia a la devaluación de la función legislativa).

El capítulo IV, «Una apuesta por la reforma del Parlamento», es ya la terapia, o, si se quiere, la presentación de la misma. El cráter del libro: ahí eclosionan los planteamientos que se habían ido incubando con anterioridad.

El capítulo V, «Las reformas culminadas», contiene una recopilación —un análisis— verdaderamente exhaustiva.

El capítulo VI, «Las reformas frustradas», lo mismo: es algo únicamente descriptivo, pero indispensable para que el lector disponga de todos los datos.

En el VII, «Las propuestas actuales de los partidos y otros materiales útiles para la reforma», el autor parte de la base de que, con el resultado electoral de 21 de diciembre de 2015, reflejo de la cada vez mayor pluralización de la sociedad (a la tradicional línea divisoria de izquierdas/derechas se han sumado otras muchas, o al menos se han acentuado las que ya existían: ricos/pobres, hombres/mujeres, ciudad/campo, católicos/o no y, sobre todo, jóvenes y viejos, línea que coincide además con la del manejo de la tecnología), todo ha cambiado: a la hora de representar esas realidades tan abigarradas y heterogéneas, las mayorías parlamentarias no ya absolutas sino incluso simples han dejado de existir —por cierto, no solo en España—, porque el proceso de transición se ha quedado en 2015 y 2016 a mitad de camino: los viejos partidos sufren, pero (quizá por reacción de la sociedad ante las ofertas de abierta ruptura: cuando se quiere cambiar todo, al final sucede que no se cambia nada) no desaparecen del todo, con la consecuencia de que las novedades no terminan de ser hegemónicas. Y eso explica que, en el Congreso de los Diputados, la XI Legislatura (abortada sin haber llegado a investir a un presidente del Gobierno) y la XII (con investidura en octubre de 2016, pero de aquella manera) hayan sido, y estén siendo, escenarios de cambios muy serios en las prácticas parlamentarias. Aquí se explica con pormenor lo sucedido.

En el capítulo VII, «Reflexiones finales sobre el cambio pendiente», se deja el camino del análisis y se vuelve a la síntesis y, en concreto, a las propuestas creativas. Resulta, por supuesto, lo más interesante de todo: lo «constructivo», por así decir. Ahí es donde el autor saca lo mejor de sí mismo y de su doble condición, la profesional de letrado de las Cortes, que lo es desde mediados de los años ochenta del pasado siglo y la circunstancial de haber sido diputado (del partido que primero fue opositor y luego pasó a tener el Gobierno), y pone las propuestas sobre la mesa.

Lo hace, de entrada, apoyándose en Diego López Garrido, para afirmar que, aparte de las eventuales modificaciones en los reglamentos de las Cámaras, los cambios, que resultan indispensables, vendrán sobre todo «de la periferia: lo electoral, la democracia interna de los partidos, o la reflexión de los medios de comunicación» (p. 409).

En el centro del debate y de la crítica están, por supuesto, los partidos, o, como se dice con una expresión de un contenido acusatorio cada vez mayor, la partitocracia, lo que a su vez nos conduce a algo tan complicado como la calidad intelectual de las personas que dedican su vida a esos menesteres tan curiosos. El autor se contiene a la hora de lanzar el exabrupto que la situación merece, aunque sí pone de relieve la conveniencia de plantearse «la posible atracción a la política de otros profesionales valiosos», que es el eufemismo que emplea en la página 416. Y, con esos planteamientos de orden general, somete a escrutinio individualizado cada una de las funciones —la legislativa y la de control— para ver qué se puede hacer en ellas para mejorar. También se aborda de manera monográfica el tema eterno de la (insuficiente) conexión con la sociedad, esa sociedad, se insiste, cada vez más compleja y difícil de auscultar. Para, en fin, y como buen jurista, concluir con un canto al escepticismo acerca de las virtudes taumatúrgicas de la mera aprobación de normas. Y concluir en la página 479 con dos frases que resultan muy expresivas. La primera es una admonición moral:

Sería importante reducir el grado de partidismo en el Parlamento español e incentivar la deliberación y los compromisos. La lógica del poder no puede ser la única lógica de los partidos. No puede imponerse solamente el cortoplacismo. Como escribió Sartori, la buena democracia debe tender a transformar el poder en autoridad (legitimidad, dignitas, mérito…), y eso solo puede conseguirse con un empeño colectivo.

La segunda (el último párrafo del libro) es, como el lector puede imaginar, una confesión de realismo: «Hay quien puede considerar este empeño quimérico ante la primacía de los intereses y los proyectos políticos particulares».

Al terminar de leer el libro, llega uno a la convicción de que no ha sido elaborado en un período de tiempo más o menos extenso pero limitado, sino que es el fruto de toda una vida de trabajo: que Astarloa ha tenido desde hace más de treinta años un cuaderno, o incluso un dietario, en el que ha ido anotando de manera paciente y minuciosa sus impresiones. Porque solo así se puede razonablemente explicar el resultado.

Únicamente un par de aportaciones ahora, por si sirven de estímulo adicional para leer este libro. Y también por si acaso el autor las quiere recoger en las ocasiones que están por llegar.

Lo primero tiene que ver con el dato indiscutible de que a los Parlamentos (y el Congreso de los Diputados, por supuesto) no puede resultar ajeno lo que, como advirtió el maestro Ortega hace casi un siglo, constituye una consecuencia inevitable del progreso, o quizá también su causa: la especialización. Aunque lo que recogen los medios son los debates del Pleno, sobre todo los que tienen por objeto la insufrible corrupción, la verdad es que el trabajo —legislativo y no solo legislativo— donde se hace es en las comisiones. Un grupo parlamentario, para ser realmente operativo, tiene que contar con personas expertas en cada uno de los ámbitos materiales de actuación: hacienda, justicia, energía, medio ambiente, Europa… Pero sucede que el sistema electoral está organizado con base en circunscripciones, es decir, ámbitos territoriales y no funcionales: lo que a la Carrera de San Jerónimo llega es, para explicarlo con el título de la famosa obra de Miguel Miura, un señor de Murcia, o, mejor dicho, muchos señores de las muchas Murcias que componen España, lo que, si finalmente acaba produciendo el resultado de contar con expertos en todas las áreas, es por puro azar. Estamos ante un problema sin salida (una aporía, dicho literalmente en griego antiguo) y cuya única solución —para ir tirando— está, aparte de la asistencia que pueden prestar los funcionarios de la propia institución, en el reclutamiento por los grupos parlamentarios —los verdaderos y casi únicos protagonistas, cosa que denuncia Astarloa, a quien le gustaría que el parlamentario individual tuviera más espacio para respirar— de la figura, cada vez más relevante, de los asesores, de quienes los diputados y senadores terminan siendo a veces meros ventrílocuos. Pero cuando eso sucede —el típico discurso leído de carrerilla, por muchos aspavientos que lo acompañen—, se nota mucho (canta, que diría un castizo) y, lejos de ayudar a la mejora de la imagen del Parlamento, lo que hace es deteriorarla aún más. No existe, reitero, una varita mágica, porque lo especializado —con origen siempre democrático, por supuesto— y lo territorial obedecen a lógicas imposibles de conciliar, pero al menos habría que empezar por tomar conciencia de lo que objetivamente constituye un problema.

Y un último apunte, que vuelve a poner el dedo en la llaga, cómo no, de esa figura tan singular como son los partidos políticos, que se han convertido en los verdaderos dueños de los Parlamentos al modo de un auténtico cortijo. El contraste entre las legislaturas X (la de 2011-‍2015, con su mayoría absolutísima) y XII (la iniciada en 2016, con el mismo presidente del Gobierno hasta finales de mayo de 2018, pero sin mayoría ni tan siquiera simple) no puede ser más ilustrativo. Cabría incluso pensar en que se ha producido en el régimen parlamentario diseñado constitucionalmente una auténtica mutación.

Me explico. En el primero de los dos escenarios temporales, ocurrió que el Congreso de los Diputados, a la hora de rubricar las iniciativas gubernamentales por disparatadas que fueran, se mostró, sin exagerar, como un coladero, sin realizar la menor tarea de filtro. Un auténtico felpudo, pudiera incluso decirse. Por ejemplo: a) no tuvo ningún problema en ratificar el Real Decreto-Ley 12/2012, de 30 de marzo, por el que se introducen diversas medidas tributarias y administrativas dirigidas a la reducción del déficit público (vulgo, amnistía fiscal), que el Tribunal Constitucional desautorizó mediante su Sentencia unánime (y con un ponente de los teóricamente proclives) 73/2017, de 8 de junio; b) tampoco encontró la menor dificultad en aprobar la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de Garantía de la Unidad de Mercado, cuyos puntos cruciales resultaban también contrarios a la Constitución: Sentencia 79/2017, de 22 de junio; (c) igualmente prestó su apoyo entusiasta al Real Decreto-Ley 13/2014, de 3 de octubre, por el que se adoptan medidas urgentes en relación con el sistema gasista y la titularidad de centrales nucleares (otro circunloquio: en realidad, Castor), cuyo paso por el Tribunal Constitucional —Sentencia 152/2017, de 18 de diciembre— ha producido los efectos propios del más inclemente de los cepillos, y d) aprobó también la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa, la célebre (y bienintencionada) LOMCE, pero el escrutinio constitucional —Sentencia 14/2018, de 20 de febrero— se ha saldado con un resultado desolador. Y, en fin, y para poner también una referencia que viene del ordenamiento europeo, mencionemos la Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la importantísima Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, con extinción de los organismos reguladores preexistentes, que no salió viva del escrutinio, el 19 de octubre de 2016, del Tribunal de Justicia de Luxemburgo.

Y son solo unos cuantos ejemplos de los traspiés que han sufrido las (muchísimas) normas de la frenética X Legislatura. Lo dicho: nuestro Parlamento, un coladero. Las mayorías absolutas no tienen por qué utilizarse necesariamente tan mal, pero parecen estar aquejadas de una extraña maldición.

Y ahora, en la XII Legislatura, el Congreso de los Diputados se ha fragmentado, como consecuencia, se insiste, de que lo representado (la sociedad) es cada vez más plural. Más incluso de lo que pudo imaginar Borges cuando, a comienzos de los años setenta del pasado siglo, escribió «El Congreso», sobre una especie de Parlamento mundial, y se explicó de la manera que es conocida:

Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de índole filosófica. Plantear una Asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Eriford era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelanda?

La consecuencia de esa fragmentación en la representación es que nuestra Cámara ha sucumbido a lo que es otra patología, tan grave o más, solo que de signo literal inverso. Los partidos políticos han generado una auténtica alergia al pacto —«la clase discutidora», en la conocida expresión de Donoso Cortés que ha recuperado hace poco Fernando Vallespín—, con la consecuencia de que al no tener ninguno de ellos capacidad para imponerse, el resultado es la absoluta inactividad legislativa. Del coladero hemos pasado al tapón, como si no hubiese nada entre medio, siendo así que desde 2015 (la XI Legislatura, la intermedia, fue, se insiste, un mero soplo) se han puesto de relieve muchas situaciones negativas —pensiones, educación, déficit público estructural…— cuyo abordaje requiere la inaplazable adopción de medidas legislativas—.

La Constitución es literalmente la misma en los dos escenarios, pero el Congreso de los Diputados resulta del todo diferente: hiperactivo en 2011-‍2015 hasta el límite de lo compulsivo, paralizado desde 2016 hasta el grado del rigor mortis, y que en junio de 2018 dio lugar a otra cosa, no más operativa. Eso sucede por no escuchar a Astarloa, cuando afirma —volvamos a ello— que «sería importante reducir el grado de partidismo en el Parlamento». Por desgracia, la experiencia confirma los peores augurios: sí, era un empeño quimérico. Hay verdadera obstinación en no corregirse.