RESUMEN

El artículo analiza la vigencia del pensamiento maquiavélico con la finalidad de enjuiciar de forma propositiva nuestro tiempo. Un tiempo, convulso e inestable, en el que la alianza entre fortuna y antipolítica agrega una extraordinaria fuerza desestabilizadora. En este escenario, la invocación a la virtud, tal y como propuso Maquiavelo, sigue teniendo validez. Restablecer una política basada en la deliberación plural y en el compromiso con las virtudes de la ejemplaridad, la veracidad y la autenticidad, puede permitir ganar la partida a la fortuna.  Al menos, si se quiere eludir las aristas cortantes de la antipolítica y combatir así la inquietante sombra de la democracia que es el populismo.

Palabras clave: Poder; democracia; antipolítica; populismo; fortuna; maquiavélico; regeneración política; virtud;

ABSTRACT

This paper analyzes the validity of Machiavellian thinking in order to explore the contemporary era in a purposeful way. The current time can be characterized as troubled and unstable, with the alliance between great wealth and fortune and anti-politics adding an extraordinary destabilizing force. In this scenario, the invocation of virtue, as was suggested by Machiavelli, remains valid. Resetting politics based on plural deliberation and engagement with the virtues of excellence, veracity and authenticity, may allow the overcoming of wealth and fortune. At the very least, this is necessary if we want to avoid the sharp edges of anti-politics and to fight populism, the disturbing shadow of democracy.

Keywords: Power; democracy; anti-political; populism; fortune; Machiavellian; political regeneration; virtue;

Cómo citar este artículo / Citation: Lassalle, J. M. (2016). Entre la luz maquiavélica y las sombras de la democracia. Una reflexión política sobre la antipolítica como fortuna. Revista de Estudios PolÌticos, 172, 235-249. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.172.08

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. Bibliografía

La irrupción de los populismos como efecto de la crisis que padecen las democracias europeas permite recuperar la fuerza teórica de Maquiavelo. Gracias a su obra tenemos un instrumento de análisis muy útil. Tanto para interpretar lo que sucede como lo que puede llegar a acontecer en el futuro. En este sentido, es difícil discutir la actualidad de su pensamiento. Maquiavelo está vivo. Y con él, sus libros. Especialmente El príncipe, que sigue gozando de buena salud después de cinco siglos de vida, pues, su escrutinio de la política conserva toda su energía fundadora y despliega una fertilidad de análisis que lo hace reivindicable como lectura necesaria si queremos enjuiciar con vocación propositiva nuestro convulso e inestable tiempo.

La actualidad de Maquiavelo reside en que escribió sobre la política desde la distancia desapasionada de quien ofrece reflexiones intemporales sobre el poder. Ello fue fruto de la experiencia política que acumuló durante los catorce años que sirvió como secretario de la República de Florencia (1498-1512). A pesar de los sinsabores y amarguras que cosechó durante estos años, lo cierto es que fue una etapa que le sirvió como semillero de ideas. De hecho, no puede entenderse su pensamiento sin el soporte de la experiencia política. Las obras de mayor nivel de especulación, esto es, El príncipe, los Discursos, el Arte de la Guerra o la Historia de Florencia, por citar las más conocidas, nacieron de un entrecruzamiento de «escritura y teoría dentro de un pensamiento en el que estaba presente todo el horizonte de la conducta humana, basada y ratificada en los hechos por la política» (Ferroni, G. (2006). Dalla pratica quotidiana alla scena della teoría. En Atti del Convegno di Losanna (18-20 novembre, 2004): Machiavelli senza i Medici (1498-1512). Scrittura del potere/potere della scrittura (p. 41). Roma: Salerno Editrice.Ferroni, 2006: 41).

El estilo de Maquiavelo está desprovisto de la ansiedad por lo inmediato que subjetiva y debilita la fuerza de los análisis de fondo. Circunstancia que contribuye a que su mirada política sea vocacionalmente objetiva y que su escritura adopte una plasticidad tan descarnada que recuerda un escalpelo que disecciona los tejidos de la realidad sin ápice de temblor en el pulso de quien lo esgrime. Algo que curiosamente ha producido el efecto contrario entre muchos de sus estudiosos, pues, como veremos más adelante, no pueden evitar que, cuando escriben sobre él, muestren un rictus nervioso de rechazo que distorsiona el análisis de su obra al teñirlo con altas dosis de subjetivación. Es verdad que este rictus es más propio del pasado que de la actualidad. De una tradición dogmática que, sin embargo, ha logrado que el recelo hacia Maquiavelo sobreviva. No en balde, «nos ha legado la imagen de un hombre perverso sentado en su mesa de la Cancillería maquinando insidiosas intrigas», circunstancia que los hechos conocidos sobre su vida desmienten, pues los «años comprendidos entre 1499 y 1512 nos muestran a un verdadero hombre de acción que entre los desplazamientos con objeto de reclutar soldados para la milicia florentina, las constantes visitas al frente de Pisa, los viajes impuestos por las legaciones que tuvo que cumplir, o la revisión de las fortificaciones, junto al arquitecto Sangallo, recorrió tantas leguas a caballo que se podría decir de él lo que decía de sí mismo Ludovico Ariosto «y de poeta me convirtieron en hombre a caballo» (Navarro Salazar, M. T. (2013). Estudio preliminar. En Nicolás Maquiavelo. Escritos de gobierno. Madrid: Tecnos.Navarro Salazar, 2013: XLIII y LXXI).

Entonces, ¿por qué ha sido víctima de tanto vituperio? Probablemente por su inapelable sinceridad argumentativa. Porque fue capaz de escribir sobre la política sin prejuicios moralizantes ni ideas preconcebidas. Tarea esta que suscita una gran incomodidad entre aquellos que creen que la política debe ser argumentativamente binaria: una actividad que solo puede ser respetable a brochazos de simpleza. Algo que, como es lógico, no casa bien con un pensador sofisticado y complejo que escribía con la lógica de un ajedrecista consumado, con movimientos fundados en las reflexiones que extraía del taccuino o libro de notas en el que dejó registrada la geografía personal y profesional de su trayectoria como secretario de la Segunda Cancillería. Un pensador que no podía ocultar que lo era pero que, al mismo tiempo, afrontó esta tarea sin renunciar a la política activa sobre la que reflexionaba. De hecho, si analizáramos dónde reside el eje de gravedad de esta aparente dicotomía, habría probablemente que concluir que Maquiavelo fue básicamente un político que se enorgullecía de ello. Pensaba y actuaba como tal, pero sin descuidar su faceta teórica y analítica, pues siempre tuvo claro que hacía política desde las ideas y la gestión. Este es el motivo de que nos ofrezca una visión de ella tan angulosa y compleja que, además de renunciar al plural mayestático de algunos teóricos, no evita indagar sobre los porqués y los sentidos más profundos de la teoría política. Y todo ello sin incurrir en el vicio de esa lógica monista denunciada por Isaiah Berlin y que cree que en política para cada pregunta hay una sola y única respuesta. Tesis que repugnaba intelectualmente a Maquiavelo ya que consideraba que era un grave error político interpretar la realidad conforme a ideas preconcebidas. Quizá por eso mismo Popper concluyó un puñado de siglos después que el monismo determinista conduce directamente hacia la utopía revolucionaria, la arcadia reaccionaria o, lo que es más frecuente en nuestros días, la redención populista.

Todas estas circunstancias descubren en Maquiavelo la fibra inconsciente del político falible e imperfecto que tiene que decidir dentro del magma inestable que provoca la fortuna. Palabra tan querida por él y sobre la que también reflexionó Berlin al describir la naturaleza esencialmente trágica de la figura del político, pues detrás de toda elección pugnan alternativas y opciones legítimas que son irreconciliables entre sí. Elegir es, por un lado, perder lo desechado y, por otro, exponerse a las consecuencias de no haber acertado. Esto hace que la decisión política nunca sea fácil. Los efectos de ella no solo impregnan la piel moral del político sino que afectan a la cosa pública y al interés general que trata de administrar. El acierto o error actúan como condicionantes psicológicos de la decisión que, además, se ve sometida a la acción incontrolable del azar y la fortuna. Circunstancias todas ellas que entorpecen no solo la eficacia sino también la coherencia misma de la política (Jahanbegloo, R. (1993). Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo. Madrid: Anaya y Muchnik.Jahanbegloo, 1993: 189).

Esta reflexión también la comparte Maquiavelo. En su caso contribuye a la naturaleza especulativa de su perfil como un político en el que la tragedia de la decisión forma parte de su estructura de pensamiento y acción. Precisamente este hecho es una de las causas que explican, en mi opinión, la incomodidad que provoca en el mundo de las ideas políticas. Sobre todo entre los teóricos puros. Entre aquellos que visten su análisis con el manto inmaculado de la crítica, la que sea. Extremo que indignaba a Marco Aurelio, un político de entrañas tan filosóficas como prácticas. Baste recordar aquello que respondía a quienes cuestionaban su gobierno desde la teoría: «¡Qué lamentables son estos pequeños hombrecillos que juegan a ser políticos y, como se los imaginan, tratan los asuntos de Estado como filósofos!… ¡No esperes la República de Platón!» (Hadot, P. (2013). La ciudadela interior. Introducción a las Meditaciones de Marco Aurelio. Barcelona: Alpha Decay.Hadot, 2013: 478).

Y es que frente a los absolutos utópicos y la simpleza binaria de los populismos, el pensamiento maquiavélico parece hacer propia de manera plástica la tesis de Marco Aurelio. Primero, porque aborda los problemas de cualquier sociedad compleja, conflictiva y plural sin apriorismos ni verdades preconcebidas. Segundo, porque emplea una lógica instrumental que, además de ser metodológicamente escéptica y tolerante, busca soluciones empíricas y falibles a partir de una pluralidad argumentativa que opera con sutileza en las raíces mismas de los conflictos. El motivo de todo ello hay que buscarlo en que Maquiavelo es una rara avis weberiana. Concurren en él las condiciones de político y científico. Político que aplica la ética de la convicción y científico que asume la ética de la responsabilidad y, además, hace ambas cosas al mismo tiempo e indistintamente. Se produce de este modo un hermanamiento en su persona que, dentro de un todo complejo y unitario a la vez, consigue proyectar sin medias tintas la autenticidad plástica que evidencia las dificultades del gobernante que no puede eludir el titubeo trágico que acompaña la decisión política (Croce, B. (1981). Ética e política. Bari: Laterza.Croce, 1981: 205-206).

El pensamiento maquiavélico es, por tanto, todo menos un ejercicio de cinismo que elude el contacto con las aristas de la realidad. Maquiavelo es auténtico y complejo. Compromete su quehacer intelectual con el fin propositivo de la acción y su instrumentación operativa. Y no olvidemos, en este sentido, que la acción política siempre deja huella y surte efectos ya que es consecuencia de una decisión que busca cambiar la realidad. De ahí que Maquiavelo viviera atrapado dentro de un activismo que incidió de forma plástica en su obra y que era el resultado de una suerte de fascinación por la propia acción política que, como demuestra Mauricio Viroli, hacía que despreciara la vida contemplativa, tal y como relataba repetidamente a sus amigos al contar que «prefería, con mucho, ir al infierno para conversar sobre política con los grandes hombres de la Antigüedad, antes que ir al paraíso a morirse de tedio con los santos y beatos» (Viroli, M. (2002). La sonrisa de Maquiavelo, trad. A. Pentimalli. Barcelona: Tusquets. Viroli, 2002: 15).

Que Maquiavelo contradijera a Pascal al apostar por la condena eterna del infierno y despreciar la paz beatífica de los cielos es revelador de su personalidad y de sus inquietudes intelectuales y morales. Las consecuencias de ello siguen en pie. Baste decir que todavía hoy, cuando se habla de algo o de alguien con la adjetivación de maquiavélico, se proyecta sobre el destinatario una repulsa moral que tiene mucho que ver con la que provocó la lectura de El príncipe entre los teólogos de la contrarreforma. Una repulsa que con el paso del tiempo se secularizó e impregnó, incluso, con los tintes ideológicos del siglo xx. Para Leo Strauss, el padre y maestro de los neocons que asesoraron a George Bush, Maquiavelo era un «maestro del mal». Alguien que vivía dentro de las máximas de gansterismo público y privado (Strauss, L. (1958). Thoughts on Machiavelli. Glencoe, IL: The Free Press.Strauss, 1958: 9). Planteamiento que hacía suyo también Antonio Gramsci cuando lo describía como un teórico realista a sueldo de la burguesía capitalista florentina que se dedicaba a justificar la violencia represiva del nuevo orden político a través de la razón de Estado y no de los anticuados argumentos morales del Aquinate y sus predecesores (Lefort, C (2010). Maquiavelo. Lecturas de lo político. Madrid: Trotta.Lefort, 2010: 97).

¿Cómo es posible que dos antípodas ideológicos como Strauss y Gramsci asuman esta visión crítica hacia la obra de Maquiavelo perpetuando las que anteriormente introdujeran Saavedra Fajardo, Campanella o Prezzolini, por citar solo algunos clásicos de su estudio? Sin duda por su estilo que, como era señalado anteriormente, aborda una reflexión que mantiene un cuerpo a cuerpo con la realidad de la política y que hace que esta muestre toda su confusa policromía; circunstancia que ha llevado a que finalmente sea percibido como un autor interesadamente ambiguo. Un intelectual que estaba al servicio de la legitimación desnuda del poder a través de un solapamiento de tesis que se contraponen formando un todo heterogéneo y cambiante. Algo parecido a un poliedro en mutación y que hace que Isaiah Berlin detectase veintisiete interpretaciones contradictorias sobre su pensamiento. Extremo que, como bien ve el pensador liberal, lejos de ser un reproche a su obra es la explicación de una originalidad excepcional y fértil debido a que cartografió la compleja, movediza y circunstanciada superficie de la política que irrumpe con la Modernidad y que entiende aquella como una materia de estudio sujeta a sus propias leyes (Berlin, I. (2000). La originalidad de Maquiavelo. En Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas. México: Fondo de Cultura Económica.Berlin, 2000: 89-150).

Precisamente esta naturaleza poliédrica sería consecuencia de lo que se apuntaba antes: del empeño sincero e inédito en la historia de las ideas de diseccionar la política sin tapujos ni velos moralizantes. Motivo este que hace que se muestre en toda su complejidad y lo que hace que, junto a la lectura condenatoria de la tradición más dogmática, se añadan lecturas radicalmente enfrentadas a ella. Como sucede con Croce, Schmitt, Cassirer o Burckhardt que, desde posiciones diferentes, invocan su idoneidad teórica. Bien porque blande los argumentos de una especie de técnico de la política que analiza los protocolos de gestión del poder liberado de pasiones o indicadores metafísicos, bien porque se reivindica como un esteta que interpreta el Estado como la obra de arte total (Del Águila, R. y Chaparro, S. (2006). La república de Maquiavelo. Madrid: Tecnos.Del Águila y Chaparro, 2006: 21-30).

El problema de todas las interpretaciones es que aisladas tergiversan la originalidad de una reflexión que introduce un tipo de escritura que objetiva el cambiante ámbito de su estudio al hacer creer que emancipa la política de la ética cuando es algo mucho más sutil. En realidad, Maquiavelo representa políticamente una mirada tan rupturista como fue la teoría heliocentrista respecto a la tradición geocéntrica. Al igual que Copérnico —que en 1543 publicó su De Revolutionibus Orbium—, Maquiavelo hizo lo mismo con El príncipe. Mostró que la política se desenvolvía dentro de un sistema dinámico y circunstanciado que trazaba su particular órbita gravitacional en relación con otras que interactuaban entre sí y que estaban subordinadas a una unidad astronómica central que, en su caso, ya no era la estática moral cristiana sino la voluble y cambiante fortuna. Así, por seguir con el ejemplo heliocéntrico, Maquiavelo sustituyó el geocentrismo de un sistema ptolemaico que identificaba la moral con el núcleo de una visión plana y sin accidentes de la política por otro sistema más complejo y matizado. Una visión donde la política pasó a ser la víctima de una sintonización azarosa de factores que la situaban en los márgenes de una realidad que giraba alrededor de una fortuna que era dueña y señora de todo, pues: «Cuando la fortuna quiere que se produzcan grandes acontecimientos, sabe cómo hacerlo, eligiendo a un hombre de tanto espíritu y virtud que se dé cuenta de las oportunidades que ella le ofrece. Y lo mismo sucede cuando quiere provocar la ruina, escogiendo entonces a hombres que contribuyen a arruinarlo todo» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 291).

Para Maquiavelo la observación de la política del Renacimiento evidencia que la gestión de la cosa pública está modelada dentro de un marco de incertidumbre sistémica que, además, es fluyente al desaparecer la red de seguridad y esclusas morales que proporcionaba la religión cristiana. En los Discursos dice al respecto que «las cosas de los hombres están siempre en movimiento y no pueden permanecer estables» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 51). La política pasa a estar expuesta a los caprichos de una fortuna cambiante y movediza que identificó con «las fuerzas que se quedan más allá del control humano» y que obligan a que no sea aquella predecible apriorísticamente ni explicable dentro de unos patrones monistas y únicos. Al hacerlo, relativiza el contexto de la gestión política e impulsa un activismo que no ve en la fortuna un muro determinista infranqueable que aboque al pesimismo, sino una oportunidad que sirve para lo contrario. Y es que lejos de bloquear la acción, crea las condiciones para estimularla virtuosamente. Hace de ella una palanca motivadora de la voluntad. Un acicate que elude el determinismo paralizante de la fatalidad que salvaba la fe en el orden medieval y que, en el Renacimiento, se transforma en «reto y no un impedimento; un pie para la acción» (Del Águila, R. y Chaparro, S. (2006). La república de Maquiavelo. Madrid: Tecnos.Del Águila y Chaparro, 2006: 176).

Y es que como reconoce el propio Maquiavelo de forma explícita en El príncipe:

No me es desconocido que muchos tenían y tienen la opinión de que las cosas del mundo son gobernadas de tal modo por la fortuna y por Dios, que los hombres con su prudencia no pueden corregirlas, e incluso que no tienen ningún remedio; por esto podrían juzgar que no vale la pena fatigarse mucho en tales ocasiones, sino que hay que dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión está más acreditada en nuestro tiempo a causa de las grandes mudanzas de las cosas que se vieron y se ven todos los días, fuera de toda conjetura humana… Sin embargo, como nuestro libre albedrío no está anonadado, juzgo que puede ser verdad que la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también ellas nos dejan gobernar la otra mitad, aproximadamente, a nosotros. Lo comparo con uno de esos ríos fatales que, cuando se embravecen, inundan llanuras, derriban los árboles y los edificios, quitan terreno de un paraje y lo llevan a otro… Y, a pesar de que estén hechos de esta manera, no por ello sucede menos que los hombres, cuando están serenos los temporales, pueden tomar precauciones con diques y esclusas, de modo que, cuando crece de nuevo, o correrá por un canal, o su ímpetu no será tan licencioso ni perjudicial (Maquiavelo, N. (1983). El príncipe. Madrid: Sarpe.Maquiavelo, 1983: 143-144).

Con esta visión, Maquiavelo abre una ventana de oportunidad para que la libertad humana sea posible en política sin tutelas religiosas. Con esta maniobra introdujo una cuña de luz liberadora en un mundo sumido en una incertidumbre estructural tras la desaparición de un plan superior que nacía de la voluntad divina y que generó la pérdida para el político de ese libro de instrucciones morales que le permitía saber a qué atenerse y qué decidir en cualquier momento. Tarea que solo podía llevarse a buen término si se desplazaba el mundo de la fe mediante la cuña de un concepto que, como hemos visto un poco más arriba, se asociara con la fortuna, aunque dentro de una arquitectura dialéctica que desplegara todos los efectos liberadores pensados por Maquiavelo, concepto que encuentra en la idea romana de virtud. De ahí que esta pase a ser nodal dentro de su visión heliocéntrica de la política, pues a través de ella despliega una especie de teoría gravitacional sin la que es imposible desentrañar la pulsión ejemplarizante y pedagógica que acompaña todo su pensamiento.

Y es que para el pensador florentino la política solo puede ser eficaz en el manejo de la cosa pública si se enmarca dentro de una visión humanamente liberadora que, a través de la virtud cívica, resista el embate inesperado y constante de la fortuna. Pero no solo a título individual del gobernante sino colectivamente también, pues Maquiavelo defiende una auténtica pedagogía colectiva que, generación tras generación, renueve el propósito de los hombres de ganar la partida a la incertidumbre del azar desafortunado gracias a esa virtú inspirada en la energía cívica que edificó la grandeza de Roma. Una energía latina que brotaba de la voluntad de no tener más amo que la propia libertad y que, doblegando la naturaleza que inclina a los hombres a ser víctimas de su propia perversidad y corrupción, propiciaba acciones políticas orientadas hacia un marco institucional y un relato épico de comunidad que sacase de los ciudadanos y sus gobernantes lo mejor de ellos mismos. Y siempre con el objetivo de elevar el listón de la ejemplaridad excelente de unos y otros dentro de un clima de competencia virtuosa que acreciera aquella idea heraclitiana de que el carácter de los hombres es su único destino, individual y colectivamente.

Por todo ello, la virtud maquiavélica actúa como el eje organizador de su teoría. Lo hace en tensión con la fortuna, como hemos visto; de ahí que la política postmaquiavélica se haga trágica y humana al mismo tiempo, incorporando una ética cívica que alimenta una moralidad política per se y que se basa en una legitimidad propia, que deja de ser estática y trascendente —tal y como sucedía durante la Edad Media— para asumir otra asentada sobre una realidad conflictiva y en permanente cambio. Esta nueva realidad en ebullición que surge con la Modernidad renacentista no solo relativiza lo preexistente sino que obliga a observar los hechos sin interpretaciones aprioristas que liberen al político de la difícil responsabilidad de tener que decidir trágicamente, esto es, de elegir con la sola ayuda de su propia e intransferible experiencia y sin más cobertura que los propios ideales y la afirmación de la propia independencia decisoria que el político debe basar en su virtud, su vocación de servicio público y su celosa defensa del interés general.

Atrás queda la moralidad religiosa y, más concretamente, cristiana que había fundado la política desde Platón y que buscaba armonizar lo real y lo ideal, la vida terrena y la supraterrena a partir del respeto de una verdad absoluta ligada al sacrificio de lo mundano a lo trascendente. Una moralidad que en los siglos xix y xx se ideologiza y que hace posible esa «política de la fe» que, según Michael Oakeshott, defiende que es posible alcanzar la perfección mediante el esfuerzo humano o que la humanidad puede lograr la salvación colectiva gracias a una especie de jacobinismo planificado que cumpla con celo riguroso la rígida observancia de una ideología que interpreta el mundo sistemáticamente (Oakeshott, M. (1998). La política de la fe y la política del escepticismo. México: Fondo de Cultura Económica.Oakeshott, 1998: 50 y 62). Algo que explica la irrupción de esos dioses terrenales del siglo de los totalitarismos y que conforme a principios absolutos han precipitado a la humanidad en infinidad de desastres colectivos y que, como veremos más adelante, actualiza y suaviza en términos postmodernos su relato fideísta bajo la presión de los populismos que sacuden y cuestionan la estabilidad institucional española y europea.

¿Por qué adelanto esta última conclusión? Porque la vigencia del pensamiento maquiavélico después de cinco siglos sigue en pie, ya que hoy en día compartimos un escenario semejante al estado de ánimo y las condiciones que hicieron posible la irrupción de aquella fortuna de la que hablaba Maquiavelo y que llevó a experimentar la sensación shakesperiana de que todo lo sólido se desvanecía en la turbulencia de las controversias y de la incertidumbre. De manera que, parafraseando a Rafael del Águila y Sandra Chaparro: «El derrumbe del medioevo arrastró consigo un proceso de deslegitimación de tal magnitud y profundidad, que acabó afectando a las raíces mismas de la seguridad»; de modo que «los individuos… aislados y desubicados, se vieron enfrentados a una situación anómica, esto es, de completa ausencia de normas… [Una situación que] reflejaba asimismo la aguda conciencia de la ineficacia para tratar nuevos y urgentes problemas con los recursos mentales, las herramientas institucionales y los argumentos usuales» (Del Águila, R. y Chaparro, S. (2006). La república de Maquiavelo. Madrid: Tecnos.Del Águila y Chaparro, 2006: 16).

Este contexto que acabamos de mencionar y que reproduce nuestro tiempo es lo que lleva no solo a reclamar la actualidad de Maquiavelo sino, sobre todo, su idoneidad operativa cinco siglos después debido a la capacidad inagotable de sugerencias que aloja en su seno su pensamiento y la fertilidad de soluciones que todavía ofrece dentro de un contexto tan desafortunado e inquietante como el que gravita sobre nuestro presente. No en balde, fue George Sabine el que no dudó en bautizarlo como «el teórico político del hombre sin amo» (Sabine, G. (1992). Historia de la teoría política. Madrid: Fondo de Cultura Económica.Sabine, 1992: 258). Y hoy precisamente, más que nunca, se requieren hombres sin amo que sean capaces de liderar la política dentro de una tradición republicana que ensalce la virtud cívica e impida, mediante el despliegue de una política virtuosa, que la antipolítica del tirano o la multitud se adueñen de los resortes de la decisión a golpes de arbitrariedad y manipulación de la opinión. Se trata de impedir que la antipolítica triunfe y pueda torcer la ley a su antojo.

De ahí la importancia de un teórico de los hombres sin amo como era Maquiavelo. Alguien que cree que recae sobre las espaldas de los ciudadanos el peso de la dignidad democrática, pues, en la medida en que son celosos de ella obligan a sus gobernantes a serlo también. Un pulso ejemplarizante de clase que propicia, como sucedió en la Roma republicana, que se potencie la energía de la ciudad y su vocación virtuosa (Lefort, C (2010). Maquiavelo. Lecturas de lo político. Madrid: Trotta.Lefort, 2010: 288). Esta vocación virtuosa es lo que vivifica la República y lo que la mantiene en pie, por dentro y fuera, siendo el respeto a la ley la prueba de que las instituciones son aceptadas y obedecidas por todos. No hay que olvidar que, como señala en los Discursos: «un ciudadano perverso no puede obrar mal en una república que no esté corrompida» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 345). Y es que si no se da este respeto a la ley no hay república ni tampoco ciudadanía, pues, a sus ojos únicamente «las repúblicas y ciudadanos virtuosos son aptos para la acción política» (Del Águila, R. (2009). Tragedia e ironía en la teoría política de Maquiavelo. Ingenium. Revista de Historia del Pensamiento Moderno, (2), 4-23.Del Águila, 2009: 4). Una invocación a la virtud que hay que explicar ya que para Maquiavelo los ciudadanos tienen ante sí la responsabilidad de tener que elegir y asumir que ser libre y no tener amo es una tarea tan dura y sacrificada que debilita la voluntad cívica y propicia el arrastre de los populismos y la demagogia. Enfermedades que nacen de la fatiga cívica a la que aboca la democracia cuando la complejidad de las cosas desborda la toma de decisiones y la lógica de la representación y la institucionalidad. Enfermedades que, siguiendo la expresión de Margaret Canovan, lejos de ser antidemocráticas son, en realidad, sombras de la propia democracia, pues, no son el otro de esta sino la sombra que la persigue permanentemente, ya que la movilización populista emerge de la brecha que se da entre las caras redentora y pragmática de la democracia cuando predomina y se excede la segunda menoscabando su entraña popular (Canovan, M. (1999). Trust the People! Populism and the Two Faces of Democracy. Political Studies, 47 (1), 2-16. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1111/1467-9248.00184.Canovan, 1999: 2-16).

En este sentido, si no hay un ejercicio de esa responsabilidad cívica la república está muerta y la democracia se transforma en demagogia populista. Maquiavelo lo vio con nitidez. Para él, la república era el imperio de la ley y el combate de la corrupción. De hecho, como reconoce expresamente: no existe «cosa de peor ejemplo en una república que hacer una ley y no observarla, sobre todo si el que no la observa es quien la ha hecho» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 146); a lo que añade: «un pueblo donde por todas partes ha penetrado la corrupción no puede vivir libre, no ya un breve espacio de tiempo, sino ni un minuto siquiera» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 146). Por tanto, el sumatorio de ambos factores destruye la democracia y la edificación de esta a partir de una comunidad de hombres sin amo. Amenazas que Maquiavelo cree poder desactivar si los ciudadanos están dispuestos responsablemente a asumir que ser libre y no tener amo son tareas muy duras y sacrificadas que merece la pena afrontar ejemplarmente. Retos que requieren voluntad cívica y anhelo de libertad responsable, y que hoy en día conservan su actualidad. No solo por los motivos ya mencionados sino porque en el seno de las democracias avanzadas el ejercicio de la libertad requiere altas dosis de información compleja cuyo estudio y análisis pueden hacer desfallecer a la mayoría y propiciar una coyuntura de fatiga y decepción generalizados. Circunstancia que algunos pueden aprovechar para, empleando la palanca de las emociones y la desafección que provoca la gestión cotidiana de la complejidad, manipular la opinión pública a impulsos de esa especie de fast thinking que, en palabras de Bourdieu, trasvasa a la política esa lógica de urgencia e inmediatez reflexiva que produce sobre la ciudadanía los mismos efectos que el fast food a nuestra dieta.

La ingesta de esta bazofia de consumo masivo que ensalza la simpleza al servicio de la inmediatez de respuestas tiene sus consecuencias políticas. La más acusada es la retroalimentación de la incertidumbre que, lejos de amortiguar el miedo de la sociedad a no tener respuestas para los problemas de fondo que nos aquejan, lo agrava y agudiza, pues, entre otras cosas, «el incremento del volumen de información ya no hace disminuir sino, por el contrario, multiplica la incertidumbre» (Greppi, A. (2012). La democracia y su contrario. Madrid: Tecnos.Greppi, 2012: 146). En este sentido, las amenazas más reales e inquietantes que pesan sobre nuestras democracias son las sensaciones de desilusión, decepción y miedo provocadas por la crisis. Unas amenazas que sumadas han puesto en crisis la institucionalidad democrática y su relato fundante a partir de un maridaje antipolítico entre populismo y técnica que pasa cotidianamente factura a los anclajes sociales de legitimidad de la Modernidad política. Un maridaje que hace posible que nuestro mundo evolucione vertiginosamente a lomos de un Leviatán aparentemente salvífico y neutro que instituye un nuevo paradigma universal de progreso y perfectibilidad humana. Un Leviatán que cobra vida instituyendo la utopía de un cibermundo que reivindica la democracia virtual en tiempo real y en forma de 140 caracteres; la anulación del tiempo mediante la comunicación digital y la desaparición de la facticidad corporal como soporte de la identidad; así como esa mercantilización colectivizada de las emociones individuales que fluye a través de las redes sociales y que alcanza su apogeo a impulsos de las shitstorms anónimas que sacuden el tejido digital como pogromos postmodernos, confirmándose de este modo la tesis que Paul Virilio resume a la perfección en el título de su ensayo El cibermundo, la política de lo peor.

Desestabilizada la Modernidad política, el ideal cívico que articuló la Ilustración yace profundamente debilitado debido al creciente peso social de «los ciudadanos mal-educados frente a los ciudadanos educados» (Greppi, A. (2012). La democracia y su contrario. Madrid: Tecnos.Greppi, 2012: 136). Una mala educación cívica que es una renuncia explícita a los ideales de una república de hombres sin amo, al tiempo que se subordina la cotidianidad política a nuevos absolutos y dogmatismos que niegan la autoridad intelectual bajo el peso de una sobreabundancia no jerarquizada de información consumida sin esfuerzo. Y ello porque si «la escuela ya no proporciona a los ciudadanos los instrumentos que necesitan para hacerse una idea propia de las cosas que importan, para ser ciudadanos de facto y no de iure; si ya no hay intelectuales que puedan iluminar la acción y la opinión desde un saber falible, pero abierto a la crítica de las ideologías y los prejuicios; y si los medios de comunicación distorsionan sistemáticamente la percepción del entorno; si es así como son realmente las cosas, entonces, quizá no haya más remedio que concluir que el ideal ilustrado de la publicidad ha dejado de ser una meta tangible, que pueda orientar un proceso de transformación social» (Greppi, A. (2012). La democracia y su contrario. Madrid: Tecnos.Greppi, 2012: 158). La suma de todas estas circunstancias abundan en la amenaza populista que se describió más arriba y que hay que relacionar con la advertencia que Byung-Chul Han desliza cuando afirma que las sociedades libres evolucionan hacia estructuras de poder capaces de manipular, controlar y vigilar a los hombres sin recurrir a mecanismos de represión directa o indirecta, pues basta la psique como espacio de acción. Se opera dentro de los seres humanos y se desarrolla una forma de coacción social de las masas mediante una psicología digital. Así, la suma de populismo y técnica conforma una especie de «sociedad de la vigilancia digital, que tiene acceso al inconsciente colectivo, al futuro comportamiento social de las masas y desarrolla rasgos totalitarios. Nos entrega a la programación y al control psicopolíticos. Con ello ha pasado la época biopolítica. Hoy hacemos rumbo a la época de la psicopolítica digital» (Han, B.-Ch. (2014). En el enjambre. Barcelona: Herder.Han, 2014: 106-109).

La urgencia de recuperar a Maquiavelo en este contexto se hace más evidente que nunca. Y con él, la invocación teórica que hace del hombre sin amo y de las repúblicas de ciudadanos virtuosos que no se dejan arrastrar por la fatiga postmoderna y el miedo que extiende esa especie de fortuna, también postmoderna, que es la incertidumbre que provoca que el conocimiento interpretativo de la realidad haya dejado de ser un punto de referencia estable en la vida pública y privada (Greppi, A. (2012). La democracia y su contrario. Madrid: Tecnos.Greppi, 2012: 152). Frente a la desorientación de muchos hay que recuperar el humanismo cívico nacido en la Roma republicana. Es necesario adaptarlo al lenguaje y los compromisos de nuestro tiempo. Hay que promover ese vivere civile e libero que invocaba Maquiavelo y que es, en sí mismo, un ejemplo a seguir. A pesar de los momentos difíciles que vivió, supo siempre conciliar una mirada crítica y desencantada con la defensa radical de la libertad política, que «era para él lo máximo a lo que podemos aspirar; de hecho, constituía la más alta aspiración de cualquier ser humano digno de tal nombre». Y como la defensa de los ideales republicanos exigía entonces y exige hoy también ciudadanos virtuosos «capaces de enfrentarse al mundo despiadado con el saber y la voluntad que resulten necesarias», entonces, su máxima aportación queda a través de sus obras ya que se encargó de dejar en ellas el propósito de formar «con su pluma ciudadanos virtuosos» (Del Águila, R. y Chaparro, S. (2006). La república de Maquiavelo. Madrid: Tecnos.Del Águila y Chaparro, 2006: 30).

Volver a la virtud para recuperar la pujanza de la democracia es el lema de una auténtica regeneración política. Al menos, si quisiéramos eludir las aristas cortantes de la antipolítica y combatir así esa inquietante sombra de la democracia que es el populismo y su invocación a una igualdad radical basada en la destrucción de cualquier jerarquía, incluso de aquella que, según Maquiavelo, era la única legítima y que nacía de no querer abandonarse a la fortuna, pues, «donde los hombres tienen poca virtud, la fortuna muestra más su poder, y como ella es variable, así mudan las repúblicas y los estados a menudo, y cambiarán siempre hasta que no surja alguien tan amante de la antigüedad que regule las cosas de modo que la fortuna no tenga motivos para mostrar su poder a cada momento» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 296).

Poner freno a esa tentación de abandonarse es la gran tarea que se abre en el camino. Si el oficio de la virtud, decía Cicerón, es la acción, hay que adaptarse a las circunstancias y reobrar sobre ellas combatiendo ese abandono a la fatalidad de una fortuna que nos viene de la sensación de que la voluntad humana ha dejado de gobernar la realidad para ser gobernada por ella. Y aunque la fortuna no admite que los hombres la venzan oponiéndose a ella, como insistía Maquiavelo, «jamás deben abandonarse, pues, como desconocen su fin, y como la fortuna emplea caminos oblicuos y desconocidos, siempre hay esperanza, y así, esperando, no tienen que abandonarse, cualquiera que sea su suerte y por duros que sean sus trabajos» (Maquiavelo, N. (2003). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial.Maquiavelo, 2003: 292). Merece la pena el esfuerzo y el empeño de no querer ser víctima de la antipolítica populista. Los consejos maquiavélicos están vivos. Su invocación a la virtud sigue siendo apasionante. Y ello porque hacen posible tejer una interacción social alrededor de valores que impiden ceder al abandono que nos hace buscar amos. Como veía Maquiavelo, luchar, aunque se pierda, tiene un valor ejemplarizante en sí mismo. La derrota no afecta a la dignidad moral de la acción, pues en el proceso se hace más libre y mejor quien decide cambiar las cosas. Al menos más libre y mejor que si se abandona el combate, pues, como decía Borges, de lo que nunca se arrepiente uno es de ser valiente. Restablecer una educación humanista y una política basada en la deliberación plural y en el compromiso con las virtudes de la ejemplaridad, la veracidad y la autenticidad, nos hará más capaces para no cejar en el empeño de ganarle la partida a la fortuna. Como señala en los Discursos, debemos esforzarnos, sí, pero en la dirección correcta, no movernos en pos de utopías consoladoras ni ilusiones paralizantes, «debemos conocer y aceptar las leyes que rigen el mundo real haciendo análisis detallados de la realidad, de la veritá effetuale della cosa, de la verdad basada en los hechos, en los datos concretos, en esos datos que nos suministran la reflexión, la historia y la experiencia» (Del Águila, R. y Chaparro, S. (2006). La república de Maquiavelo. Madrid: Tecnos.Del Águila y Chaparro, 2006: 207).

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