RESUMEN

Los principios de coordinación y cooperación son necesarios para el correcto funcionamiento de cualquier Estado políticamente descentralizado. Ambos se fundamentan y deben de conectarse con los principios de solidaridad y lealtad federal, previstos en las constituciones de forma implícita o explícita. Además, su aparición y consolidación se produce con la transformación de las formas de Estado y de la relación entre lo público y lo privado. Desde este punto de vista, la pretensión de este trabajo es precisar el significado, la dimensión histórica y el alcance jurídico de los principios de cooperación y coordinación en el contexto del Estado autonómico.

Palabras clave: Estado autonómico; constitución; federalismo; cooperación; coordinación.

ABSTRACT

The principles of coordination and cooperation are necessary for the functioning of any politically decentralized state. Both must be connected to the principles of solidarity and federal loyalty, implicity or explicitly enshrined in the Constitutions. Furthermore, their emergence and consolidation occur with the transformation of state forms and the relationship between the puclic and private spheres. From this perspective, the aim of this paper is clarify the meaning, historical dimension, and legal scope of the principles of cooperation and coordination in the context of Spanish autonomous state.

Keywords: Autonomous state; Constitution; federalism; cooperation principle; coordination principle.

Cómo citar este artículo / Citation: Tajadura Tejada, J. y Miguel Bárcena, J. de (2025). La coordinación y cooperación en el Estado autonómico. Perspectiva histórica y conceptual. Revista de Estudios Políticos, 210, 19-‍46. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.210.02

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Los principios de coordinación y cooperación son esenciales para el correcto funcionamiento de cualquier Estado políticamente descentralizado. Ambos se fundamentan en el principio de solidaridad o lealtad federal y su emergencia histórica se produce con el tránsito del Estado liberal al Estado social. Desde esta óptica, el objeto de esta contribución es precisar el significado y alcance jurídicos de dichos principios en el marco de nuestro Estado autonómico.

Para tal fin, comenzaremos poniendo de manifiesto la existencia de dos modelos o tipos ideales de federalismo, el dual y el cooperativo, para analizar después el principio de solidaridad —lealtad federal— como fundamento del principio de cooperación. Con esas premisas abordaremos después el examen del principio de cooperación, distinguiendo en él una doble dimensión: deber de colaboración en sentido estricto y ejercicio mancomunado de las propias competencias. El principio de coordinación guarda conexión con aquel, pero ofrece una sustantividad propia en cuanto que, como recuerda el Tribunal Constitucional, en el caso de las relaciones de coordinación «las administraciones afectadas no están en situación de igualdad, pues hay una que coordina y otra u otras coordinadas» (STC 214/1989). La coordinación —a diferencia de la cooperación— se configura como una competencia específica del poder central en relación con determinadas materias.

Una vez expuesto el significado de los citados principios, dedicaremos un epígrafe a la relación existente entre los principios de cooperación y autonomía para subrayar la función de garantía de la segunda que desempeña el primero. Finalmente, nos limitaremos a dejar brevemente apuntadas las carencias de nuestro marco constitucional en relación con el desarrollo de estos principios y, en consecuencia, a insistir en la necesidad de llevar a cabo una reforma de la constitución territorial cuyo objetivo principal consista en desarrollar el principio de cooperación.

II. LA FORMA DE ESTADO Y EL PRINCIPIO COOPERATIVO[Subir]

Dejando a un lado la controvertida cuestión relativa a si el Estado autonómico es o no un Estado federal, en la medida en que se ha producido una evidente confluencia entre los federalismos y regionalismos hacia fórmulas organizativas tan parecidas que es difícil distinguirlas, el estudio del modelo federal (la evolución de la forma de Estado) nos reporta algunas lecciones de interés[2]. Una de ellas es la existencia de dos tipos de federalismo, el federalismo dual y el federalismo cooperativo. La lección es de interés porque sus enseñanzas pueden trasladarse a nuestro Estado de las autonomías para situarlo en la senda del «autonomismo cooperativo»[3].

No pretendemos, por tanto, establecer las diferencias que existen entre el Estado federal clásico y otras formas de descentralización. Además, es preciso reconocer que existen diversas modalidades de federalismo. Lo que a nuestro tema interesa es la distinción de dos modelos fundamentales: el federalismo dual y el federalismo cooperativo. Convendría apuntar de inicio, de forma sumaria, que en las últimas décadas, como consecuencia de la devolución de competencias del Estado a la sociedad —llamada coloquialmente neoliberalismo— numerosos autores norteamericanos han venido hablando de federalismo competitivo, una categoría que, si bien no ha tenido expresión en prácticas cooperativas horizontales y verticales que se siguen produciendo, puede dar réditos desde el punto de vista teórico. Así, por un lado, se ha señalado que la cooperación entre centro y periferia siempre ha tenido una dimensión material o económica. En el caso español, por ejemplo, los numerosos convenios entre el Estado y las comunidades tuvieron como objetivo satisfacer inicialmente la suficiencia financiera de estas últimas. Por eso, la cooperación hoy tiene un sesgo político distinto que se proyecta en subvenciones condicionadas (‍Sáenz Royo, 2013). Por otro lado, también en nuestro caso, la competencia entre comunidades autónomas puede engarzar con el componente evolutivo del principio dispositivo y la tradición bilateral que ha caracterizado al sistema de cooperación (‍Miguel Bárcena, 2010).

El federalismo clásico (dual federalism) implica una rígida separación vertical de poderes. En él subyace una filosofía política de «compartimentos estancos». Existen dos campos de acción del poder perfectamente delimitados y sin ningún tipo de vinculación entre ellos: el del Gobierno central y el de los Gobiernos de los estados. El federalismo cooperativo (new federalism), por el contrario, trata de superar la técnica de la separación formal y absoluta de competencias, evitando centrar su atención en la división constitucional de la autoridad entre el Gobierno central y los Gobiernos de los estados, y resaltando la actual interdependencia y la mutua influencia que cada nivel de gobierno es capaz de ejercer sobre el otro. En pocas palabras, el federalismo dual responde a la idea de independencia y el federalismo cooperativo a la de interdependencia.

La opinión común es que el federalismo dual constituye el primer momento en el proceso evolutivo del Estado federal (‍Tajadura y Miguel Bárcena, 2014). En ese primer momento existían ya algunas técnicas de cooperación primarias y puntuales, como era el caso de las concesiones dinerarias desde la Federación a los estados en Estados Unidos, denominadas grant-in aid, y técnicamente consideradas federal intergovernmental transfers (‍Sáenz Royo, 2014: 78). En cualquier caso, tanto en los propios Estados Unidos como en la República Federal de Alemania, por citar dos casos paradigmáticos, las técnicas del federalismo cooperativo se terminan imponiendo y generalizando a la filosofía que representa el federalismo dual y ello porque aquel responde mejor que este a los problemas actuales[4]. El federalismo cooperativo vigente en Alemania o Estados Unidos se ha caracterizado por el entrecruzamiento de las competencias del poder central y las de los poderes territoriales, que conduce a la Federación y a los estados a actuar cada vez más de forma conjunta, mediante acuerdos en los que diseñan un modelo de actuación común que luego será ejecutado por actos de la Federación o de los estados en función de la titularidad de la concreta competencia que se ejerza en cada caso.

Las ventajas que el federalismo cooperativo presenta para el funcionamiento de cualquier Estado compuesto son claras[5]. En primer lugar, la facilidad que para el ejercicio de las funciones administrativas proporciona un sistema caracterizado por una comunicación fluida entre todas sus instancias territoriales y en el que resulta frecuente el logro de acuerdos. En segundo lugar, «el federalismo cooperativo permite ampliar el campo de acción autonómico, al hacer posible su participación en decisiones y competencias en las que realmente no cabe ir más allá, pues no podría otorgársele su titularidad completa, con lo que se consigue, a la vez ese mínimo de uniformidad y de centralización que se considera en un cierto momento necesario» (‍Bocanegra y Huergo, 2005:140; ‍Muñoz Machado, 1982: 219 y 220).

Así las cosas, este federalismo cooperativo presenta dos manifestaciones fundamentales:

— Una dimensión vertical: el federalismo cooperativo vertical. Con esta fórmula nos referimos al sistema de relaciones que se pueden producir entre el Estado federal o compuesto, por un lado, y los estados miembros o regiones, por otro. Este sistema puede estar institucionalizado, constitucionalizado incluso, o bien carecer de apoyos jurídicos formales y basarse en la mera praxis política.

— Una dimensión horizontal: el federalismo cooperativo horizontal. La fórmula alude al sistema de relaciones que se producen entre los estados miembros. En relación con él, la cuestión fundamental reside en si el poder federal puede o no intervenir en este sistema y, en caso afirmativo, cuál debe ser el grado de su intervención. Por regla general suele aceptarse que el Gobierno federal o central asuma un papel de garante de este tipo de relaciones. También aquí podemos distinguir entre relaciones informales e institucionalizadas.

El principio de cooperación se impone entonces en la mayoría de los Estados descentralizados (‍Croisat, 1994: 103), también en el nuestro: «El federalismo cooperativo —escriben Bocanegra y Huergo— es un fenómeno de la práctica, fáctico, que se superpone a una realidad normativa en la que solo existen dos niveles de gobierno, el estatal y el autonómico, y no tres (con uno mixto), y en la que, por tanto, las competencias están atribuidas en cada caso al Estado o a las comunidades autónomas, que después deciden, a partir de sus respectivas titularidades optar por una actuación conjunta» (‍Bocanegra y Huergo, 2005: 136).

III. EL PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD[Subir]

El principio de solidaridad constituye, en nuestra opinión, el fundamento del principio de cooperación en sus dos manifestaciones: deber general de colaboración y régimen mancomunado para el ejercicio de las competencias. Por lo que se refiere a la dimensión interterritorial de la solidaridad, su naturaleza de deber jurídico ha sido subrayada tanto por la doctrina como por la jurisprudencia constitucional. Así, entre las diversas hipótesis hermenéuticas sobre el significado de la solidaridad en el seno de nuestro Estado autonómico, la doctrina ha señalado las siguientes:

  • Se ha considerado el fundamento de los distintos procedimientos e instrumentos de cooperación necesarios para el buen funcionamiento del Estado autonómico (‍Álvarez Conde, 1984: 856 y ss.).

  • Se ha entendido como un principio que exige la participación de las comunidades autónomas en la formación de la voluntad del Estado, la colaboración entre ellas y con el Estado (‍Alonso de Antonio, 1986: 520 y ss.).

  • Se ha visto en él el fundamento del principio de lealtad federal (‍Muñoz Machado, 1982: 184)[6].

Albertí Rovira (‍1984) expuso tempranamente la dimensión jurídica del principio de solidaridad. Partiendo de un profundo conocimiento del federalismo comparado en general, y del alemán en particular, precisó el contenido del deber jurídico en que la solidaridad consiste: «El contenido esencial de este deber consiste en la exigencia de que cada instancia pondere y respete en su actuación los intereses generales del conjunto, así como los intereses legítimos de las otras partes» (‍Albertí Rovira, 2001)[7]. De aquí se deduce con facilidad el doble contenido de la solidaridad como deber jurídico.

Por un lado, y en sentido positivo, el deber de solidaridad se identifica con el deber de colaboración o auxilio, esto es, con la obligación que incumbe a todas las instancias territoriales de poder de prestar auxilio a las demás para el ejercicio de sus propias responsabilidades (‍Jiménez Blanco, 1985: 245-‍255)[8]. Viene exigida por la circunstancia de que, en ocasiones, el correcto ejercicio de una competencia propia requiera la actuación de otra instancia[9]. La existencia de esta obligación ha sido subrayada por el Tribunal Constitucional y se encuentra recogida en la legislación vigente. De ella ha dicho el Alto Tribunal que se trata de un deber general «que no es menester justificar en preceptos concretos» pues «se encuentra implícito en la propia esencia de la forma de organización territorial del Estado que se implanta en la Constitución»[10]. En nuestra opinión es una manifestación jurídica del principio de solidaridad.

Por otro lado, y en sentido negativo, el deber de solidaridad se configura como un límite a la actuación legítima de las diferentes instancias territoriales de poder. La solidaridad opera, así, como un límite negativo al ejercicio de las propias competencias[11]. «La solidaridad —escribe Albertí Rovira (‍2001:138)— constituye un límite negativo de la discrecionalidad de que disponen las partes en la actuación de sus propios y respectivos poderes, límite que no podrán traspasar sin que tal actuación pueda ser considerada ilegítima. Cada instancia ejerce su poder independientemente, pero con una discrecionalidad limitada». La existencia de este límite, y la posibilidad de llevar a cabo un control del respeto al mismo, ha sido puesta de manifiesto también por nuestro Alto Tribunal (STC 214/1989). García Roca (‍1997:74) también destacó con posterioridad esta dimensión jurídica negativa de la solidaridad. La solidaridad se configuraría jurídicamente como un límite a las asimetrías competenciales y estructurales y a la corresponsabilidad fiscal y, de esta suerte, como una cláusula de cierre del sistema de descentralización. De este modo, la solidaridad implicaría siempre una relación bilateral, una finalidad de lograr la integración y de impedir resultados contrarios a ella, y la posibilidad de exigir comportamientos determinados a las partes[12].

Así (‍García Roca, 1997:92), para que el principio de solidaridad entre en juego son necesarios los siguientes presupuestos: la existencia de un comportamiento jurídico consistente en un hacer (acto o norma) o en un no hacer (omisión); dicha acción u omisión se enmarcan en el contexto del reparto de competencias establecido; la acción u omisión provoca un daño, lesión o perjuicio a los intereses de la otra parte. De producirse esa situación, y no poderse reparar la lesión por otro cauce, corresponde a la jurisdicción ordinaria o constitucional según los casos, ponerle remedio. El Tribunal Constitucional podrá declarar la nulidad del acto legislativo insolidario y la jurisdicción contencioso-administrativa, la nulidad de los actos o disposiciones o simples vías de hecho que revistan igual carácter. De la misma forma, los mencionados órganos jurisdiccionales podrán, eventualmente, imponer el deber de actuar de un modo determinado, de un modo solidario.

La configuración de la solidaridad como un deber jurídico impediría en último lugar el juego del principio de reciprocidad en las relaciones interautonómicas o entre el Estado y las comunidades autónomas. Dicho con otras palabras, deber de solidaridad y principio de reciprocidad resultan incompatibles. La razón es fácilmente comprensible: el principio de reciprocidad implica que el cumplimiento de los deberes constitucionales queda condicionado al cumplimiento por la otra parte, de modo que el incumplimiento de una legitima el de la otra. El Tribunal Constitucional ha rechazado de forma contundente esta posibilidad, destacando que todos los poderes públicos tienen el deber de colaborar lealmente en el ejercicio de sus atribuciones (STC 132/1998). En el caso de un incumplimiento de esta obligación, el perjudicado habrá de acudir a los procedimientos políticos, administrativos y, en su caso, jurisdiccionales, para remediar esa situación, no resultando lícito en ningún caso la aplicación de medidas de retorsión, o, en general, criterios de reciprocidad. La solidaridad así entendida repercute sobre el sistema competencial[13]

Por lo tanto, para recapitular este largo epígrafe, en nuestra opinión el significado constitucional de la solidaridad en el contexto del Estado autonómico sería doble. La solidaridad (principio) es el fundamento del Estado autonómico y al mismo tiempo su finalidad (competencia). Por ello desde el punto de vista jurídico se configura como una obligación de contenido positivo y negativo (deber). Así entendida, no resulta exagerado afirmar que la solidaridad es el alfa y omega de la Constitución misma (‍Tajadura, 2007).

  • Como fundamento, y en su dimensión de principio, la solidaridad se identifica con el principio de unidad, dotándole de un contenido material. Por decirlo con otras palabras, cuando la Constitución afirma fundamentarse en la unidad de la nación (art. 2), además de expresar la precedencia lógica e histórica del pacto social respecto al acto constitucional, lo que está significando (si queremos dotar de un sentido real al precepto, esto es al margen de toda ensoñación metafísica) es que se fundamenta en la solidaridad de los españoles. Hasta tal punto ello es así que, si algún día esa solidaridad quebrase, la mera unidad formal no bastaría para asegurar la supervivencia del Estado y de la Constitución.

  • Como finalidad, y en su dimensión de competencia o función del Estado, desde la perspectiva de la organización territorial, la solidaridad incide en dos ámbitos: en el del reparto de competencias y en el del modelo de financiación. Respecto a lo primero, la solidaridad va a exigir que los poderes centrales sean titulares de todas aquellas competencias necesarias para garantizar la cohesión y vertebración del Estado y de la sociedad; respecto a lo segundo, la solidaridad exige que el modelo mismo de financiación y de distribución de recursos, sea establecido por el poder central, y que lo sea sobre determinadas bases, esto es, las que conduzcan a la equiparación del nivel de vida de todos los ciudadanos con independencia del territorio en el que residan.

Ahora bien, como es sabido, la Constitución no recoge con la precisión debida cuáles sean esas competencias que en todo caso habrán de corresponder al Estado para garantizar la solidaridad y tampoco establece el sistema de financiación del modelo[14]. Y ello hace que estos temas estén permanentemente abiertos y pendientes de la coyuntura política del momento y de su utilización partidista. Por esta razón, el desarrollo constitucional de la solidaridad resulta confuso e insuficiente. Y, como acertadamente advirtió el Consejo de Estado —y veremos al final de este trabajo—, esas carencias e insuficiencias solo pueden ser colmadas mediante la intervención del poder constituyente derivado (poder de reforma constitucional).

IV. LA DOBLE DIMENSIÓN DEL PRINCIPIO DE COOPERACIÓN EN EL ESTADO AUTONÓMICO[Subir]

De lo expuesto hasta ahora nos interesa retener que el principio de cooperación encuentra su fundamento en el principio constitucional de solidaridad, y que se identifica con la dimensión jurídica del mismo. En este contexto podemos ahora avanzar un paso más y distinguir en él, a su vez dos dimensiones: un deber general de colaboración (4.1) y un determinado régimen competencial (4.2).

1. El principio-deber de colaboración[Subir]

El principio constitucional de cooperación, en primer lugar, implica un deber de colaboración en sentido estricto. Esta colaboración en sentido estricto consiste en el «deber de auxilio», «elemental principio» de relación entre el poder central y los poderes autonómicos. Viene exigida por la circunstancia de que, en ocasiones, el correcto ejercicio de una competencia propia requiera la actuación de otra instancia. De él ha dicho el Tribunal Constitucional que se trata de un deber general «que no es menester justificar en preceptos concretos», pues «se encuentra implícito en la propia esencia de la forma de organización territorial del Estado que se implanta en la Constitución»[15]. Convendría precisar que la doctrina del Tribunal sobre la colaboración es imprecisa, pues parece que en unas ocasiones aborda el concepto como un deber y en otras como un principio, lo que aboca a una cierta confusión terminológica desde los inicios del Estado autonómico (‍De Marcos, 1994: 288). Para nosotros, la colaboración constituye esencialmente un principio constitucional no escrito que rige el ámbito de las relaciones de naturaleza territorial —competencial entre el Estado y las comunidades autónomas y entre las comunidades autónomas entre sí—. Este principio se convertiría en un deber cuando sus institutos cobran vida y sus obligaciones materiales se hacen palpables en el ordenamiento: el auxilio, la cooperación y la coordinación (‍Carranza, 2019: 69).

El desarrollo práctico de la colaboración se ha debido a la existencia de normas legales que han venido recogiendo instrumentos convencionales y órganos que han propiciado el desarrollo de sus institutos. Este desarrollo legislativo puede llevar a pensar que la colaboración bien se ha realizado al margen de la Constitución o, incluso, pretendiendo agotar sus contenidos constitucionales en la materia (‍Expósito Gómez, 2017). En cuanto a la primera cuestión, es claro que la colaboración se deriva de otros principios constitucionales de especial trascendencia, ya lo hemos dicho: la solidaridad y la igualdad (‍Menéndez Rexach y Solozábal Echevarría, 2011). En cuanto a lo segundo, ninguna ley, por exhaustiva que sea, puede cerrar los contenidos de la colaboración, puesto que la naturaleza de este es de índole constitucional y no propiamente legal. Esto quiere decir que nada impide al Tribunal Constitucional añadir nuevos contenidos o derivar nuevas y distintas exigencias del deber constitucional de colaboración, más amplias que las previstas en la ley (‍Ruíz-Rico Ruíz y Ruíz Ruíz, 1995: 401).

La Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, otorgó un tímido rango legislativo a la colaboración (‍García Morales, 2009). Sin embargo, con la Ley 40/2015, del Régimen Jurídico del Sector Público (en adelante, LRJSP), se alcanza una regulación mucho más profunda y acabada del principio-deber. Esta última ley recoge la doble naturaleza de la colaboración, lo que constituye un principio de las relaciones interadministrativas (art. 140.1 c), y que a nuestro juicio supone un lenguaje desafortunado y un deber en sentido estricto (art. 141), con un contenido que, a quien esté familiarizado con la doctrina y jurisprudencia alemana, recuerda mucho a la Bundestreue o lealtad federal (‍Carranza, 2019: 70).

Del principio de colaboración se desprenden obligaciones para con la conducta de las diversas instancias territoriales de poder (‍Almeida Cerreceda, 2017). La colaboración, con el alcance dado por la LRJSP, implica, por un lado, la obligación de respetar el ejercicio legítimo por las otras Administraciones de sus propias competencias (art. 141.1.a) y, por otro lado, el deber de ponderar, en el ejercicio de las competencias propias, la totalidad de los intereses públicos implicados, en concreto aquellos cuya gestión esté encomendada a otros entes territoriales (art. 141.1.b). También supone la necesidad de facilitar aquella información a las demás Administraciones que sea necesaria para el ejercicio de sus competencias (art. 141.1.c); la prestación del auxilio en sentido propio (art. 141.1.d), y el cumplimiento estricto de todas las obligaciones concretas que deriven del sistema normativo y que se discurran en torno a la colaboración (art. 141.1.e). En cualquier caso, el análisis de la doctrina del Tribunal Constitucional y, sobre todo, de la Ley 40/2015, nos permite concluir que nos encontramos ante un principio no meramente programático, sino que encierra un auténtico deber jurídico y que, por tanto, su transgresión puede hacerse valer ante los órganos jurisdiccionales competentes.

Como en el art. 4.2 de la derogada Ley 30/1992, la LRJSP prevé un instrumento para canalizar el normal y ordinario cumplimiento del deber que nos ocupa. Este instrumento es el requerimiento (art. 141.1 d)[16]. El requerimiento constituye el mecanismo que la LRJSP dispone para hacer efectivo, con carácter ordinario, el deber recíproco de auxilio que se desprende del principio de colaboración, y ahí sí tiene gran virtualidad el hecho de que la Ley concrete y formalice los instrumentos que se ponen al servicio del Estado y de las comunidades autónomas para canalizar el cumplimiento de un deber constitucional no escrito (‍Albertí Rovira, 1993: 54-‍55). La instancia territorial interesada en recibir la colaboración de otra debe solicitarla formalmente mediante un requerimiento. Esta colaboración puede consistir en cualquier actuación positiva que reúna estas dos condiciones:

  • Ser necesaria para el eficaz cumplimiento de las competencias o, en general, responsabilidades que correspondan a la instancia requirente, según su propia apreciación.

  • Estar dentro del ámbito competencial, o, en general, de la disponibilidad de la instancia requerida.

La instancia requerida puede negarse a prestar la colaboración solicitada en dos supuestos:

  • En primer lugar, cuando no esté facultado para prestarla.

  • En segundo lugar, cuando, de hacerlo, causaría un perjuicio grave a sus intereses o al cumplimiento de sus propias funciones.

El primero de estos supuestos, como fácilmente puede advertirse, no es propiamente un caso de negativa, sino de falta de un requisito esencial para que la colaboración pueda prestarse. Dado que se trata de un requisito objetivo, su control no plantea problemas. El segundo supuesto constituye la única excepción propiamente dicha al deber que nos ocupa. En este caso, la negativa puede basarse en la apreciación subjetiva de la instancia requerida de que la colaboración solicitada atenta contra sus propios intereses, entre los cuales, obviamente, hay que incluir el normal cumplimiento de sus funciones. La motivación de la negativa se basa en razones de oportunidad. Esto plantea algunos problemas a la hora del control jurisdiccional de esta excepción. En relación con ello hay que decir que esta posibilidad de negativa introduce una dosis de flexibilidad, necesaria en estos temas, pero que exige, al mismo tiempo, impedir que pueda utilizarse como un mecanismo que permita incumplir el deber de colaboración, porque este no deja de ser deber (jurídico-constitucional, además) por el hecho de preverse ciertas excepciones, que parecen razonables (ibid.: 56).

Todo esto implica que las excepciones, por su mismo carácter excepcional, deben ser interpretadas restrictivamente. Pero es que, además, la propia LRJSP exige una interpretación restrictiva de las mismas. Ello se desprende, en primer lugar, del hecho de que no admite más causas justificativas de la negativa que las previstas: «La asistencia requerida solo podrá negarse [...]»[17]. Y, en segundo término, de la exigencia de motivación de la negativa. Esta motivación resulta esencial. No se trata de cumplir con ella una mera formalidad, sino de posibilitar al órgano jurisdiccional competente el control de la negativa. La motivación permite que se realice el único control jurisdiccional que cabe: el de la adecuación y proporcionalidad de las causas alegadas, que giran en torno a la apreciación que realice la parte requerida sobre sus propios intereses. Se trata de un control externo cuya finalidad es valorar los límites dentro de los cuales pueden apreciarse los propios intereses, de forma que se impida eludir el cumplimiento del deber de colaboración, en fraude a la ley y a la Constitución, mediante una interpretación abusiva de dichos intereses propios. La motivación, en suma, ha de convencer al juez de que la parte requerida se ha movido dentro de unos límites legítimos en la apreciación de sus intereses. Caso de que faltara esta motivación o de que la misma no fuera suficiente, por no acreditar razonablemente el interés propio o el daño que la colaboración solicitada podría ocasionar, el juez deberá reputar dicha negativa como ilegítima y condenar al requerido a que cumpla con la obligación.

En conclusión, podemos afirmar que la colaboración constituye también un deber en sentido propio que vincula la actuación competencial de las instancias central y autonómica.

2. Cooperación, coordinación y ejercicio mancomunado de competencias[Subir]

El principio constitucional de cooperación también se traduce en un determinado régimen competencial, régimen caracterizado por el ejercicio conjunto de las competencias que corresponden al Estado y a las comunidades autónomas, esto es, el ejercicio mancomunado de dichas competencias, de forma que una determinada actuación pública solo puede ser realizada de forma conjunta. Se trata de una interdependencia competencial que hace que ambas instancias intervengan en un único proceso decisorio. La cooperación es, por tanto, un régimen competencial sustantivo, que establece la vinculación recíproca de los poderes de las partes y exige su actuación conjunta.

Esta cooperación se ejerce voluntariamente y dentro del marco competencial, sin mermar las competencias que cada una de las partes tenga. Requiere métodos flexibles y adecuados de convergencia que aumenten la eficacia de las actuaciones administrativas y disminuyan la conflictividad entre poderes. Esto quiere decir que si cada parte no actúa de común acuerdo con las demás, no resulta posible realizar la actividad pretendida. En la cooperación, las distintas instancias participan en un único mecanismo de decisión, y sin su acuerdo este no produce resultado alguno, frustrándose el propio ejercicio de la competencia.

Lo anterior supone una quiebra del principio de independencia en la toma de decisiones competenciales y por ello exige un fundamento constitucional. Ahora bien, no encontramos tal apoyo en el bloque de la constitucionalidad. Esto nos plantea el problema de la admisibilidad constitucional de las relaciones de cooperación que se producen en la praxis del funcionamiento del Estado. La cuestión se resuelve fácilmente en cuanto distinguimos relaciones de cooperación de carácter obligatorio o forzoso (que necesariamente requieren un fundamento constitucional expreso) y relaciones de cooperación de carácter voluntario o facultativo. Estas últimas no solo no plantean problemas de admisibilidad constitucional, sino que son necesarias para el buen funcionamiento del sistema. No plantean problemas puesto que son respetuosas con dos principios básicos: la indisponibilidad de la titularidad de las competencias y la disponibilidad sobre su ejercicio. Estos configuran el marco constitucional de la cooperación. Así, la cooperación no afecta a la titularidad de la competencia, sino solo a su ejercicio. Y las partes vinculan el ejercicio de sus competencias en el grado que ellas deseen en el supuesto de que quieran hacerlo.

Llegamos así a afirmar que la cooperación, en sentido estricto, deberá ser establecida de común acuerdo por las partes interesadas en una determinada actuación conjunta y ello porque, aunque las partes no pueden disponer sobre el sistema de distribución de competencias, sí pueden hacerlo sobre el modo de ejercer las mismas.

Es un error, por tanto, plantear el tema en términos cuantitativos de aumento o disminución de competencias. No es esto lo que caracteriza al autonomismo cooperativo. La transformación que este implica es cualitativa. Se refiere a la forma en que las competencias se ejercen. El elemento que caracteriza fundamentalmente a la concepción cooperativa es la forma de ejercicio de las competencias, en el sentido de que tanto el poder central como los poderes autonómicos han de ejercer sus atribuciones no como sujetos aislados, sino como partes integrantes de una única estructura de gobierno que actúa, en definitiva, sobre los mismos ciudadanos, de forma que el Gobierno central y los autonómicos deben ser vistos no como competidores por el poder, sino como dos niveles de gobierno que, cooperando entre sí o complementándose, pueden satisfacer las constantes demandas de la sociedad.

Acertadamente escribió en este sentido Muñoz Machado (‍1982:221) que «la cooperación no es […] el fruto de la irrefrenable y constitucionalmente discutible vía expansiva del poder central, sino una opción constitucional. La cooperación ahora resulta del hecho de que la mayor parte de las competencias se distribuyen en régimen de compartición y, por tanto, no pueden ejercerse eficazmente si no hay entendimiento entre los entes responsables. Este es el dominio de la cooperación espontánea. La Constitución no la impone, pero su sistema la implica» (cursivas nuestras).

Los convenios y acuerdos de cooperación entre comunidades autónomas previstos en el art. 145 CE y todo el aparato institucional reconocido en la LRJSP (Conferencia de Presidentes, conferencias sectoriales y comisiones sectoriales y grupos de trabajo) son la más significativa expresión de esta segunda dimensión del principio de cooperación.

En cualquier caso, en nuestro caso la distribución del poder compartido entre los órganos centrales del Estado y de las comunidades autónomas ha quedado circunscrito al juego de unas normas formalmente inexistentes, la conocida legislación básica. Como no existe un espacio procedimental o institucional en el que articular un diálogo entre el centro y la periferia acerca de lo que deba de ser lo básico —el Senado y las conferencias sectoriales no tienen esa función—, y como las comunidades autónomas no participan de algún modo en la elaboración de las leyes llamadas a definir las materias compartidas, en un modelo de cada vez más competencia política, difícilmente podrá exigírseles que cooperen en su desarrollo y ejecución (‍Caamaño, 2022: 30).

Por lo que se refiere a la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la materia, hay que señalar que la invocación del principio de cooperación se ha caracterizado por la debilidad de su fuerza vinculante[18]. Tal invocación adopta con frecuencia la forma de un consejo, sugerencia, cuando no deseos o buenas intenciones[19]. Este lenguaje ha terminado por convertir al principio-deber en una suerte de «soft law autonómico» (‍Cruz Villalón, 1990: 121). El mismo autor advirtió, en este sentido, que la doctrina referida «no es necesariamente positiva, desde el momento que el nuestro Tribunal Constitucional no es un Consejo Constitucional, sino un Tribunal, no llamado a dar consejos, sino a declarar el derecho aplicable». La peculiaridad del órgano puede llevarle en ocasiones excepcionales a pronunciarse en estos términos, pero si el principio de cooperación no pasa del nivel de la exhortación, es claro que «nos encontramos ante una doctrina constitucional un tanto atípica» (ibid.).

Dicho esto, cabe señalar como funciones principales de la doctrina del Tribunal las siguientes: fomentar el ejercicio no aislado, sino coordinado de las respectivas competencias; descartar invasiones competenciales estatales a través de la fijación de límites al principio de cooperación y, por último, suavizar la rigidez de las consecuencias de un fallo que atribuye la titularidad de una determinada competencia, ya sea al poder central o al autonómico. Los límites de la jurisprudencia constitucional sobre la cooperación se encontrarían —en su incapacidad para fundamentar una declaración de inconstitucionalidad de un acto o disposición de los poderes públicos— concretamente en forma de una inconstitucionalidad por omisión, es decir, la declaración de inconstitucionalidad de una actuación que incurra en falta de cooperación (ibid.: 134).

Por último, en relación con el principio de coordinación y el ejercicio mancomunado de competencias, el art. 140.1 e) de la LRJSP señala lo siguiente: «Coordinación, en virtud del cual una Administración Pública y, singularmente, la Administración General del Estado, tiene la obligación de garantizar la coherencia de las actuaciones de las diferentes Administraciones Públicas afectadas por una misma materia para la consecución de un resultado común, cuando así lo prevé la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico». En esta disposición se recoge la doctrina tradicional del Tribunal Constitucional, que señala que en el caso de las relaciones de coordinación las Administraciones afectadas no están en situación de igualdad, pues hay una que coordina y otra u otras coordinadas, de manera que la primera ostenta «un cierto poder de dirección» (STC 214/1989).

Por eso, las facultades de coordinación del Estado no pueden presumirse, sino que constituyen una competencia específica, que debe recogerse como tal en las normas de distribución de competencias. Es decir, si se trata de potestades de coordinación estatal en relación con las comunidades autónomas, han de figurar en la Constitución o en los estatutos de autonomía, y si se trata de la posibilidad de coordinación de las Administraciones locales por la estatal o autonómica, en normas con rango de ley (‍Sánchez Morón, 2011:323). En el caso del art. 149.1 CE, recoge tres ámbitos competenciales donde se reconoce al Estado la competencia exclusiva de coordinación: la planificación general de la actividad económica (art. 149.1.13.ª CE), la investigación científica y técnica (art. 149.1.15.ª CE) y la sanidad (art. 149.1.16.ª CE).

Cuando la Constitución reconoce la capacidad del Estado para «dictar bases» y «coordinar» la competencia de manera diferenciada (véase la planificación económica y sanidad), el Tribunal Constitucional ha hecho el correspondiente distingo funcional: la competencia básica permite al Estado fijar —normalmente mediante normas con rango de ley— principios materiales mínimos, pero no autoriza la adopción de decisiones puramente ejecutivas. Sin embargo, la competencia de coordinación general podría amparar medidas gubernativas o administrativas singulares que podrían suponer un cierto sacrificio de las competencias autonómicas coordinadas (STC 82/1983, FJ 2). Así las cosas, y tal como se vio durante la pandemia de la COVID en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (‍Velasco Caballero, 2020), los acuerdos de la conferencia sectorial correspondiente serán de obligado cumplimiento para las Administraciones públicas correspondientes, con independencia del sentido de su voto, según se dispone en el art. 151.2 a) LRJSP[20].

V. EL PRINCIPIO DE COOPERACIÓN COMO GARANTÍA DEL PRINCIPIO DE AUTONOMÍA[Subir]

El resultado del proceso de evolución del federalismo al que antes hemos hecho referencia (del federalismo dual al federalismo cooperativo) no siempre ha sido correctamente comprendido. No lo ha sido por quienes han identificado, sin más, cooperación con centralización. Deshacer este equívoco nos exige examinar la relación existente entre el principio de cooperación y el principio de autonomía. Dicha relación constituye el objeto de este epígrafe.

La progresiva penetración del poder central observada en todos los Estados compuestos es la respuesta lógica al trasvase sucesivo a la órbita del interés general de cuestiones que anteriormente eran estrictamente regionales o locales. Como advirtió tempranamente Muñoz Machado (‍1982: 219), «muchos asuntos han sufrido en los últimos tiempos una intensa publificación (medio ambiente, energía, alimentación) que los ha hecho salir de la órbita de los intereses locales (nivel desde donde se cumplimentaban las escasas decisiones públicas que eran precisas) para integrarlos en el interés general». El tránsito del Estado liberal al Estado social ha reforzado indudablemente al poder central. Igualmente, Santolaya Machetti (‍1984: 289) destacó que «la reducción de las competencias autónomas entendida como la esfera estanca de ejercicio exclusivo de las potestades de cada una de las unidades de descentralización es […] una consecuencia misma de la evolución del Estado de Derecho y de las relaciones de interdependencia característica de una concepción social del mismo, y se trata de un proceso general —y progresivo— a toda estructura políticamente descentralizada».

Ahora bien, este fenómeno no ha venido acompañado de una apropiación en exclusiva por las instancias centrales de todas las competencias en relación con los problemas antes referidos, pero sí ha exigido la obligada participación de aquellas en su resolución. Como subraya el autor anteriormente citado, para «evitar las consecuencias extremas de esta evolución […] no se trata tanto ni principalmente de articular técnicas jurídicas de defensa de las propias competencias autónomas […] sino más bien de articular técnicas de cooperación y participación en esa facultad estatal» (ibid.: 293).

Las demandas del interés general no quedarían satisfechas de otro modo. Son ellas las que reclaman la cooperación. De este modo, tres razones fundamentales impiden contraponer cooperación y autonomía:

  • En primer lugar, la contraposición es errónea, entendemos, porque la cooperación resulta sin más de la necesidad de articular el ejercicio de los poderes y hacer operativo el reparto de competencias. En este sentido la autonomía como hemos visto es el primer presupuesto de la cooperación.

  • En segundo lugar, porque la autonomía, como ha recordado el Tribunal Constitucional, solo se explica en el contexto de la unidad y la unidad exige que las instancias centrales participen en la resolución de los problemas de interés general. Y es que cuando un problema se generaliza es inevitable la concurrencia del poder central[21].

  • En tercer lugar —y esta es la razón más importante que viene a desmentir esa pretendida incompatibilidad entre autonomía y cooperación—, porque la cooperación fortalece a la autonomía, permitiendo, en muchas ocasiones, que los entes autonómicos sigan ostentando responsabilidades sobre asuntos de los que sin el recurso a las técnicas cooperativas se verían privadas. Vamos a detenernos brevemente en esta cuestión.

Los reproches contra la utilización de ciertas técnicas cooperativas se basan en que estas vacían de contenido a la autonomía. Tales reproches suelen elevarse frente a lo que se conoce como «cooperación espontánea»[22]. Es decir, aquella que no tiene un fundamento constitucional explícito, sino que se basa en consideraciones pragmáticas para armonizar el juego de los poderes públicos de forma que se permita algún tipo de intervención del poder central.

Esa ausencia de fundamento constitucional expreso es el núcleo de la argumentación de los adversarios de la cooperación. La crítica en cuestión se hace menos justificable en la medida en que la intervención del poder central deja de ser una mera cuestión fáctica, con escaso apoyo constitucional, porque queda respaldada de forma clara y terminante por el texto constitucional. Tal cosa ocurre cuando la Constitución reconoce al poder central una serie de atribuciones totalmente extrañas al federalismo dual. En este supuesto, la crítica a la cooperación, al no poder basarse en la ausencia de fundamento constitucional, es una crítica a la opción constitucional misma. Tal es el caso español. La cooperación no es, pues, el fruto de la irrefrenable y constitucionalmente discutible vía expansiva del poder central, sino una opción constitucional (‍Lhotta y Von Blumenthal, 2015). La derivada del hecho de que la mayor parte de las competencias se distribuyen en régimen de compartición y, por tanto, no pueden ejercerse eficazmente si no hay entendimiento entre los entes responsables. Este es el dominio de la cooperación espontánea. La Constitución no la impone, pero su sistema la implica (‍Muñoz Machado, 1982: 221).

La constitucionalización de un régimen de competencias compartidas y concurrentes implica una mejora de la posición del poder central respecto a la que ocupó en los tiempos del federalismo dual. Esto es algo que no puede negarse. En ello los adversarios de la cooperación llevan razón. Ahora bien, lo que estos últimos olvidan o no perciben es que, aunque en el fondo del federalismo cooperativo subyace, sin duda, la dimensión expansiva del poder central, en él son también claramente visibles las connotaciones defensivas de las posiciones autonómicas.

Sin el recurso al principio de cooperación y a las diversas técnicas en que este se concreta, el proceso de centralización exigido por el necesario aumento del intervencionismo del Estado habría podido ocasionar una pérdida mucho mayor de poder para las instancias autonómicas[23]. El mencionado traslado al campo del interés general de problemas antes locales podría haber determinado que el poder central asumiera el monopolio de la decisión política sobre esos temas. La implantación de técnicas cooperativas es la que ha impedido que tal cosa ocurriera. Estas técnicas excluyen la decisión unilateral y permiten ampliar la responsabilidad de las instancias autonómicas en campos que de otra manera serían monopolizados por el poder central. En algunos casos, incluso, ciertas técnicas cooperativas son empleadas directamente por los entes autonómicos para acordar actuaciones conjuntas que evitan la intervención del poder central. La cooperación horizontal —una de las dos manifestaciones del federalismo cooperativo y a la que se refiere el art. 145 CE (‍González García, 2011)— puede incluso llegar a impedir que salgan de la órbita autonómica ciertos asuntos que de no ser por las acciones emprendidas en el curso de esa cooperación interregional pasarían a la esfera de actuación del poder central.

El principio de cooperación convierte, en suma, al interés general en objeto de la atención concurrente de todas las instancias de poder. Ello hace que más que un principio teórico sea una necesidad de todo Estado compuesto y, por lo que a nosotros interesa, del Estado autonómico. Como concluye el tantas veces citado Muñoz Machado, «empleado en su justa medida, aplicado en los supuestos en los que la concurrencia de intereses ha conducido al constituyente a repartir las competencias materiales, la cooperación frena las consecuencias centralizadoras derivadas de la inviabilidad de las fórmulas primigenias de la exclusividad de las competencias y la separación de los poderes, e introduce en el sistema de autonomías un nuevo factor de equilibrio, surgido de la propia praxis como un elemento de autocorrección de algunos viejos planteamientos impracticables en sociedades avanzadas» (‍Muñoz Machado, 1982: 224).

VI. CONCLUSIONES: SOLIDARIDAD, COOPERACIÓN Y REFORMA CONSTITUCIONAL[Subir]

La consolidación y perfeccionamiento de nuestro Estado autonómico exigiría llevar a cabo unas reformas tendentes a su modernización: «Una de las claves de esta modernización exigida y que lentamente se va implantando —escribía Luis Ortega— es la perspectiva de un resultado conjunto de la actuación de todas las instancias políticas implicadas en un asunto. El resultado social de las políticas públicas en un modelo descentralizado es siempre producto de una actuación plural. Por ello, la nueva reforma debe incidir esencialmente, no tanto en el volumen competencial, sino en las formas de este ejercicio competencial. Se deben trasladar a la Constitución los principios de una actuación cooperativa y solidaria» (‍Ortega, 2005: 40). Porque cuando la ausencia de cultura política federal es una realidad, pero además se presenta como un pretexto para seguir abundando en las patologías institucionales del Estado descentralizado, es necesario recurrir al derecho y su función directora para corregirlas.

Desde esta perspectiva, que compartimos, el desarrollo del principio constitucional de cooperación —esto es, la creación y perfeccionamiento de instrumentos y procedimientos que sirvan de cauce de relaciones cooperativas entre las distintas instancias territoriales de poder— se configura como uno de los principales objetivos de la necesaria reforma de nuestra constitución territorial. Por ello, los estatutos de autonomía no son las normas adecuadas para incluir las técnicas cooperativas porque los instrumentos cooperativos son multilaterales y requieren por tanto una regulación uniforme. Esa uniformidad solo la garantiza su regulación a través de la propia Constitución o de leyes de Cortes Generales, de aplicación general. Si lo anterior tiene algún fundamento, la Constitución podría incorporar en un capítulo específico del título VIII dedicado a la cooperación el diseño básico de los convenios de cooperación y de las conferencias sectoriales, en sus dos dimensiones, vertical y horizontal. Dicho capítulo sería también el contexto lógico en el que incluir el régimen jurídico fundamental de la Conferencia de Presidentes, también en su doble dimensión horizontal y vertical.

Convendría también promulgar una Ley General de Cooperación, frustrada desde hace casi veinticinco años tras el intento del ministro de Administraciones públicas, Jesús Posada. Esta sería la norma básica en la materia que establecería un diseño de cooperación interterritorial en varios niveles en cuya cúspide se situaría la referida Conferencia de Presidentes. No nos corresponde aquí avanzar ese diseño normativo; baste subrayar los efectos que tendría la constitucionalización del federalismo cooperativo. El primero de ellos sería el refuerzo de su legitimidad; y el segundo, consecuencia del anterior, consistiría en que el principio de cooperación vería reforzada su dimensión normativa, su naturaleza jurídica de deber. Dicho con otras palabras, en ese diseño constitucional del federalismo cooperativo estarían incluidos también unos mecanismos sancionadores para aquellos sujetos que incumplan las obligaciones derivadas del principio de cooperación.

Esto último conecta con el problema fundamental de la cooperación: su debilidad normativa derivada de su supuesto carácter voluntario. El Consejo de Estado lo puso de manifiesto en su Informe sobre la reforma constitucional (‍Rubio Llorente y Álvarez Junco, 2006). El Consejo de Estado, bajo la presidencia de Francisco Rubio Llorente, subrayó la necesidad de configurar la solidaridad-cooperación como un auténtico deber, con obligados concretos y con sanciones para los incumplidores. La respuesta contenida en el informe a la pregunta formulada por el Gobierno, y relativa a la inclusión de las comunidades autónomas en el texto constitucional, incluía un apartado final titulado «Análisis de otras cuestiones estrechamente relacionadas con la Reforma que podrían ser atendidas para completarla y perfeccionarla». Dicho análisis comenzaba con una exposición relativa al principio de solidaridad, al que calificaba de «esencial», que por su interés merece la pena traer a colación.

En concreto, el Consejo advirtió que la efectividad del principio constitucional de solidaridad, fundamento del principio de cooperación, requería precisar en la Constitución las obligaciones que de él se desprenden: «Con independencia del contenido específico que en las distintas ramas del ordenamiento se le atribuye, este término (solidaridad) —señalaba el Consejo de Estado— no se utiliza en el lenguaje jurídico para designar sentimientos subjetivos, individuales o colectivos, sino un principio objetivo del que dimanan deberes concretos, cuya observancia puede ser exigida y asegurada con los medios que el Derecho ofrece». De su consideración como «principio objetivo» generador de «deberes concretos» el alto órgano consultivo deducía «la necesidad de que, cuando menos, se determine, con alguna precisión quiénes son los obligados por él, qué poder o autoridad está facultado para definir los deberes que de él dimanan y, eventualmente, cuáles son las consecuencias que origina su infracción» (ibid.: 158).

Desde esta perspectiva, el Consejo de Estado advirtió que la Constitución no daba respuesta satisfactoria a esos interrogantes:

Pese al lugar central que el principio de solidaridad tiene en nuestro sistema de distribución territorial del poder […] las referencias que a él se hacen en la Constitución están lejos de satisfacer esa necesidad de determinar su ámbito y su contenido. No solo porque en algunas de ellas no hay alusión alguna ni a lo uno ni a lo otro, ni siquiera mediante el empleo de los conceptos generales y abiertos que son propios de los enunciados constitucionales, sino también porque los obligados por la solidaridad que ocasionalmente se mencionan no son siempre los mismos, ni es el mismo el deber que la solidaridad les impone (ibid.: 158).

La conclusión que de todo ello extrajo fue clara:

[…] para asentar más claramente las funciones que al Estado, personificado en la Administración General, le corresponden en relación, no con las «diversas partes del territorio español», sino con las Comunidades Autónomas, así como las limitaciones que a estas impone el deber de solidaridad recíproca, parece conveniente revisar el tratamiento que la Constitución hace de este principio básico, modificando en cuanto sea preciso los correspondientes preceptos (cursivas nuestras) (‍Rubio Llorente y Álvarez Junco, 2006: 160).

En definitiva, del referido informe se deducía —y deduce aún— la necesidad de dotar de un contenido real y efectivo a los principios de solidaridad y cooperación interterritorial.