Si las reseñas que una aportación científica recibe en revistas especializadas constituyen indicios de su calidad, entonces libros como El valor de la constitución (‍Blanco Valdés, 2006) o La construcción de la libertad (‍Blanco Valdés, 2010) deben sin duda contarse entre las contribuciones más destacadas de los últimos decenios. A esta saga de obras añade ahora Blanco Valdés (‍2024) un nuevo trabajo que, como los citados, está llamado a convertirse en una referencia insoslayable para quienes investiguen en los ámbitos del constitucionalismo histórico y comparado: se trata de Revolución y constitución. La lucha por la independencia, los escritos de El Federalista y el ejemplo constitucional de los norteamericanos. En este nuevo libro —cuyo título parece una evocación de un conocido ensayo de Arendt (‍1963)—, Blanco Valdés analiza y reflexiona sobre los tres aspectos a los que se alude en el subtítulo de la obra: la independencia norteamericana, los artículos periodísticos reunidos bajo el título The Federalist Papers (El Federalista) y, finalmente, el modelo constitucional que los estadounidenses legaron a un viejo mundo al borde de la revolución.

El propósito del autor ha sido el de recuperar la experiencia que dio origen a la democracia liberal, esto es, «la Revolución que supuso la creación de una nación, y la ley fundamental (fundamental law) que iba a alumbrar varios de los elementos característicos del constitucionalismo» (‍Blanco Valdés, 2024, pág. 21). La relación entre la rebelión de las trece colonias británicas de América del Norte y la Constitución que de ella surgió es, por tanto, el específico objeto del libro, que no pretende ser ni una nueva narración de aquel acontecimiento histórico ni un nuevo comentario del derecho constitucional de dicha nación. Como se puede leer en su introducción, la obra reseñada tiene justamente en la intersección entre dicha revolución (la norteamericana) y el icónico texto constitucional que de ella resultó «su hilo conductor» (íd.), intersección que se ilustra en el trabajo reseñado a través de una documentación ingente. El libro, que se redondea con un epílogo acerca de la influencia que el ejemplo norteamericano ejerció sobre el constitucionalismo europeo del siglo xix, difícilmente podría tratar asuntos más pertinentes en estos tiempos de transformaciones estructurales de la esfera pública global (‍Habermas, 2021) o, mejor dicho, en el fragor de este «globale Zeitenwende» (‍Scholz, 2022).

Blanco Valdés no ha ocultado las razones que lo llevaron a escribir la obra. En su opinión, mientras que los fundamentos de la mayoría de saberes y sus tecnologías serían, por la vertiginosa evolución que han experimentado, «irreconocibles para los hombres del siglo xviii», los de la «ciencia constitucional no han cambiado» (‍Blanco Valdés, 2024, pág. 18). Esta imperturbabilidad alimentó durante algún tiempo la vocación ecuménica del constitucionalismo, pero tal vocación retrocede en nuestros días a causa de múltiples factores: los «populismos extremistas» y «antiliberales» —rebosantes de falsas, aunque «sencillas soluciones para problema complicados»—, la irresponsable política de «los buenos en contra de los malos» o el «posmodernismo identitarista e antiuniversalista» constituyen, en opinión del autor del trabajo reseñado, un «ataque radical a las bases sobre las que se han construido las sociedades de ciudadanos libres e iguales impulsadas por los Estados constitucionales» (ibid.: 20). Por esa razón, es decir, porque vivimos un momento histórico confuso urge volver la vista hacia el fundamental texto que alumbró muchas de las notas distintivas del derecho constitucional que todavía rige nuestra vida en común. Blanco Valdés coincide de esta manera con quienes —como Grimm (‍1991) en Alemania o Zagrebelsky (‍1993) en Italia— consideran que cualquier reflexión cabal acerca del futuro de las constituciones y el constitucionalismo debe interesarse en primer lugar por sus orígenes. A diferencia de los dos autores que acaban de ser mencionados, no obstante, el profesor de la Universidad de Santiago de Compostela (USC) prescinde en su libro de complicadas reflexiones de corte teórico, de manera que sus observaciones se mantienen en todo momento en un accesible plano expositivo.

Desde las primeras páginas de Revolución y constitución, Blanco Valdés atribuye la significación de la Constitución norteamericana a la circunstancia que, a su juicio, individualiza la experiencia de los Estados Unidos, a saber, «que los americanos podrán construir la división y la organización de los poderes del nuevo Estado desde cero» (‍Blanco Valdés, 2024: 23). A diferencia de lo que ocurriría en el continente europeo, a ese intento de ordenar de forma racional los poderes del Estado y sus relaciones con la sociedad no se opusieron en América del Norte obstáculos tradicionales; el orden social (paulatinamente) instaurado en Inglaterra y (violentamente) en Francia era, a fin de cuentas, «una realidad desde el principio» (‍Grimm, 1991: 47) en el nuevo mundo. Esta circunstancia favoreció el alumbramiento de un texto constitucional que, por su naturaleza jurídico-positiva, se distinguió para empezar de cualquier simple proyecto iusnaturalista de legitimación del poder, pero que también representó una ruptura con los viejos vínculos jurídicos basados, p. ej., en las colonial charters: la nueva Constitución se concibió por el contrario como una arquitectura política y jurídica exclusivamente erigida sobre el principio de soberanía popular.

Tras la introducción, la obra se divide en tres capítulos de desigual extensión. En el primero («El pueblo, convertido en un poder») analiza Blanco Valdés la significación del proceso revolucionario norteamericano, «que fue al mismo tiempo nacional (anticolonial) y liberal (constitucional)» (‍Blanco Valdés, 2024: 27). El profesor de la USC comienza este capítulo diseccionando la crisis provocada por la «Ley de Timbre (Stamp Act)» adoptada por el Parlamento británico en 1765 y lo cierra exponiendo los entresijos de la aprobación, el 17 de septiembre de 1787, del texto constitucional estadounidense. En las cuarenta páginas que componen el capítulo se suceden motines (como el «Boston Tea Party»), declaraciones (como la «Declaration and Resolves of the First Continental Congress», la Declaración de Derechos del buen pueblo de Virginia o la Declaración de Independencia), guerras, convenciones, proyectos constitucionales (como los planes de Virginia y de Nueva Jersey) y acuerdos (como el Compromiso de Connecticut, también conocido como The Great Compromise o Sherman Compromise), entre otros asuntos de relieve histórico.

Además de una narración ampliamente documentada, sin embargo, el capítulo constituye ante todo una lúcida exposición de cómo surgieron los sentimientos de identidad y unidad coloniales, de cómo la amplia autoadministración que permitía la metrópoli inglesa, primero, y las protestas contra las «leyes intolerables» de aquella, después, fueron educando a los colonos en el lenguaje de la libertad. Para estos, de hecho, la libertad personal enseguida se convirtió en la principal condición del bienestar general. En su opinión, justo era básicamente el orden social resultante de actividades libres, de manera que los Gobiernos debían limitarse a asegurar el requisito esencial del bienestar general, a saber: la autonomía individual. Esta tarea exigió adoptar disposiciones para garantizar que el Estado no pudiera utilizarse para fines distintos de los de preservar y coordinar la libertad privada; de esta manera, por consiguiente, los derechos fundamentales no solo delimitaron un espacio protegido de las injerencias de una autoridad estatal disociada de la ciudanía, sino que fueron en sí mismos la «base y fundamento del gobierno», como reza el preámbulo de la Declaración de Virginia. Únicamente esta condición permitió a los derechos civiles y políticos hacer compatibles el orden político y el orden social, si bien manteniendo al mismo tiempo la separación entre uno y otro (‍Böckenförde, 2016).

Esa reflexión conduce, en el segundo y más breve de los tres capítulos del libro («Frente a demagogos y tiranos»), al examen detallado de la que Blanco Valdés considera «una de las obras más importantes del pensamiento político y constitucional de todos los tiempos» (‍Blanco Valdés, 2024: 68), The Federalist Papers, recopilación de artículos periodísticos cuya publicación favoreció —aunque en una medida que hoy sigue siendo objeto de debate— la ratificación del emblemático texto constitucional norteamericano. El profesor de la USC ofrece en apenas veinticinco páginas una instructiva muestra de la influencia que la opinión pública tuvo en la consolidación y el posterior funcionamiento del sistema representativo estadounidense.

Como es sabido, el proceso de ratificación de la nueva Constitución estuvo jalonado por los debates entre federalistas y antifederalistas, que se reflejaron en periódicos, panfletos y escritos de todo tipo. La confrontación se articuló en torno a argumentos de diversa índole. Además de cuestionar la legitimidad y la competencia de la Convención para redactar la nueva Constitución (texto con el que, a su entender, se alteraba completamente el régimen de la Confederación sin que los constituyentes dispusiesen de un mandato expreso para proceder de ese modo), también se acusó a los miembros de aquel órgano de que en la nueva norma solo habían reflejado los intereses económicos de la oligarquía empresarial, financiera y territorial. Asimismo, los antifederalistas rechazaban la centralización operada por un texto constitucional al que criticaban igualmente por no contener una declaración de derechos, lo que impedía considerarlo propiamente hablando una Constitución.

Frente a estas críticas, El Federalista se acabó erigiendo como la gran obra del pensamiento político en la que quedó reflejado para la posteridad el compromiso de tres de los más relevantes founding fathers con el nuevo texto constitucional. Los setenta y siete artículos de prensa publicados entre el 27 de octubre de 1787 y el 4 de abril de 1788 por The Independent Journal, The New York Packet y el Daily Advertiser, así como los ocho que se añadieron al segundo volumen de la primera edición de la obra, son analizados por Blanco Valdés en bloques temáticos, un acierto expositivo que permite captar sin dificultad tanto la estructura del trabajo conjunto de Hamilton, Madison y Jay (1788) como los condicionantes históricos y políticos de un texto en gran parte diseñado para responder a las necesidades de unidad de los Estados. La Constitución de 1787 nace, según el autor de Revolución y constitución, debido a «las exigencias de los asuntos extranjeros» y a la ausencia de efectivos instrumentos de coordinación entre los gobiernos estatales, pero también a problemas de cohesión interna como los conflictos derivados de los impagos de deudas e impuestos por parte de los colonos (ibid., pág. 57) o del «despotismo electivo» (la «tiranía legislativa») de las asambleas legislativas (ibid., pág. 58). Que el espectro de reiteradas cavilaciones sobre la presente situación de la Unión Europea y sus Estados miembros sobrevuela esta parte de la exposición del profesor de la USC apenas necesita ser recalcado.

En el tercer y último capítulo del libro («Un hermoso ejemplo constitucional»), el más extenso de los que lo componen, Blanco Valdés disecciona la todavía vigente Constitución de los Estados Unidos de América. No sería posible y carecería de sentido reproducir en esta recensión las consideraciones del autor acerca de las aportaciones del experimento constitucional norteamericano al tronco común del constitucionalismo occidental, aportaciones que abarcan desde la concepción de la Constitución como código cerrado, sistemático y elaborado por una asamblea popular hasta la preocupación por conservar los derechos de las minorías, sean estas territoriales o políticas; más sentido tiene tal vez reflexionar sucintamente sobre la función de tales aportaciones una vez que las condiciones en las que fueron concebidas parecen desdibujadas ya.

Para el autor de Revolución y constitución, las aportaciones mencionadas respondieron globalmente a «la necesidad de hacer frente a una ordenación racional de los poderes capaz de asegurar, al mismo tiempo, unidad territorial y libertad individual» (ibid.: 100); no obstante, «Montesquieu en Norteamérica» recelaría hoy, p. ej., de las implicaciones que la permeación de los partidos políticos en las instituciones tiene para un principio de separación de poderes que, como recuerda Blanco Valdés, no se consagra en ningún precepto del texto constitucional. De una manera similar, el profesor de la USC subraya en un apartado previdente («Un presidente responsable, no un padre detestable») que «el presidente se concibe en el esquema de los constituyentes [norteamericanos] como un elemento de cohesión interna en el nuevo entramado del poder territorial» (ibid.: 151), pero los acontecimientos más recientes en el momento de escribir estas líneas parecen empeñados en abolir este propósito original. Dichos acontecimientos tampoco son los más propicios para las observaciones de Blanco Valdés acerca de la reforma constitucional, observaciones que revisten el máximo interés desde el punto de vista de la teoría y la práctica constitucionales.

Como se explica en la obra reseñada, los founding fathers buscaron convertir la Constitución, dado su carácter rígido, en una norma superior del ordenamiento jurídico. Superioridad formal y rigidez no pueden, sin embargo, considerarse conceptos jurídicamente equivalentes, pues el «requisito de la rigidez [esto es, la imposibilidad de que el legislador ordinario modifique la Constitución], que no sirve a la identidad de la norma constitucional, sino a su estabilidad, solo tiene pleno sentido si va acompañado de la exigencia de que la reforma se haga expresamente» (ibid.: 124). En consonancia con esta distinción, cuando los autores del texto se cuestionaron si la nueva Constitución era o no superior a las leyes ordinarias, relacionaron directamente el superior valor de la primera con la especial solemnidad de una norma que, con independencia de su rigidez, es decir, de cuán dificultoso fuese modificarla, solo podía enmendarse de modo expreso. A juicio de los founding fathers, por ende, la superioridad formal exigía también solemnidad procedimental (un «solemn and authoritative act») (ibid.: 128). Ahora bien, ¿qué actor político estadounidense (o de cualquier otro lugar) no estaría dispuesto en la actualidad a sacrificar estas sutilidades a los cálculos partidistas y las expectativas utilitaristas?

En estrecha conexión con las reflexiones de los founding fathers sobre la superioridad formal de la Constitución se encuentra, por último, el análisis que Blanco Valdés realiza del poder judicial en los Estados Unidos. Este fue concebido, mal que le pese al presente y a pasados ocupantes de la Casa Blanca, como un contrapeso y una barrera frente al poder ejecutivo, pero la judicatura devino un elemento básico del Estado que se construyó en las postrimerías del siglo xviii debido, ante todo, a su vital capacidad de unificar la interpretación del derecho y a las implicaciones de esa capacidad. Al igual que los redactores de la Constitución de Weimar, los founding fathers se percataron de que la función de interpretación de la ley llevaría aparejada la posibilidad de oposición a la misma, una consecuencia hasta cierto punto natural de la superioridad formal de la Constitución sobre la ley. Tales fueron los inicios de un debate que se acabó convirtiendo en una intensa discusión acerca de la propia legitimidad de la judicial review, así como, en su caso, de la extensión que de la misma cabe tolerar en un Estado democrático. El debate no solo no cesó tras el célebre mandamus case, sino que más de dos siglos después sigue ocupando a especialistas de ambos lados del océano.

Sobre este trasfondo quizá no sea ocioso inquirir por qué el Tribunal Supremo estadounidense esperó cincuenta y cuatro años para volver a declarar la inconstitucionalidad de una ley, es decir, por qué exactamente no se volvió a ejercer con todo su vigor dicho control «hasta el último tercio del siglo xix, entonces el servicio de un activismo judicial conservador destinado a frenar muchas de las normas de carácter social aprobadas por el Congreso de los Estados Unidos y por algunos congresos estatales» (ibid.: 179). Creo haber encontrado, entre las líneas de Revolución y constitución, una respuesta a esta cuestión que ilustra ejemplarmente la manera norteamericana de entender el control de la constitucionalidad de las leyes: la aceptación de esa peculiar forma de supervisar las normas aprobadas por el poder legislativo (a fin de otorgar a la Constitución un valor superior al de las restantes normas jurídicas estatales) debió mucho, tal vez demasiado, a la naturaleza incidental del control ejercido. En opinión de Blanco Valdés, si el juez norteamericano hubiese podido atacar las leyes de una manera abstracta y general o si por iniciativa propia hubiese podido censurar al legislador federal, entonces se lo habría considerado estrepitosamente entremetido en la escena política; espoleado tal vez por un partido, hubiese sido llamado a tomar parte en la lucha por las pasiones que entonces dividían al país. Dado que, por el contrario, el juez atacó a la ley en un debate oscuro y en una situación de aplicación particular se logró ocultar, cuando menos en parte, a la mirada del público la importancia de semejante ataque. Como el propio Schmitt (‍2003) entrevió muchos años después con su habitual perspicacia, la sentencia de dicho juez únicamente afectó así a un interés individual y «la ley solo [fue] herida por casualidad» (ibid: 166).

Finalmente, en el epílogo del libro («Y el ejemplo norteamericano saltó aquel lago») se ocupa Blanco Valdés de la proyección que la Constitución de los Estados Unidos tuvo en la Europa de la época. Esta proyección se aprecia, pese a las diferencias circunstanciales entre unas y otras, en la práctica totalidad de las cartas constitucionales europeas del periodo revolucionario. Conceptos como soberanía, la idea misma de Constitución escrita, el principio de separación y equilibrio de los poderes o la pretensión de rigidez constitucional están presentes en todas ellas. Desde luego, esta presencia no impide a Blanco Valdés presentarlas como un modus deficiens de la que considera el auténtico arquetipo de Constitución, la estadounidense, que se beneficia de su comparación con los restantes modelos constitucionales que aparecieron en Europa tras la caída de las monarquías absolutas y el fracaso del proyecto histórico del liberalismo revolucionario. El análisis del profesor de la USC ilustra persuasivamente cómo el pacto histórico entre el Antiguo Régimen y la revolución no solo marcó claramente los orígenes de las monarquías constitucionales, sino que influyó también de un modo decisivo en la evolución de la política europea durante todo el proceso de consolidación del Estado liberal que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo xix.

Para finalizar simplemente añadiré que haber llevado las notas al final del libro puede incomodar a las y los lectores más minuciosos. En la segunda edición de la obra o, en la anunciada continuación de Revolución y constitución —que forma parte de un proyecto de trabajo de largo recorrido que Blanco Valdés culminará próximamente con la publicación de Constitución, historia, pueblo— tal vez sea aconsejable incorporar un repertorio de las fuentes y la bibliografía utilizadas o, mejor aún, un comentario bibliográfico, así como un índice onomástico y otro analítico que reflejen sintéticamente la multiplicidad de personas mencionadas y temas tratados a lo largo del libro. Tales notas críticas, sin embargo, no alcanzan a empañar ese testimonio del pasado que Blanco Valdés nos vuelve a dejar con Revolución y constitución¸ oportuno redescubrimiento de un camino por el que ya se había empezado a transitar y que la obstinación de la política no deja de entorpecer incansablemente.

Bibliografía[Subir]

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Blanco Valdés, R. L. (2010). La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo. Madrid: Alianza.

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