RESUMEN
Este artículo propone una comparación inédita entre Maquiavelo y Demóstenes, dos figuras que, pese a la distancia temporal y contextual de casi dos mil años, comparten un horizonte de reflexión política marcado por la lucha por la libertad frente a amenazas externas. Partiendo de analogías entre la Italia renacentista y la Grecia clásica, el análisis resalta las semejanzas en su concepción de la fortuna, la oportunidad política (kairós) y la virtud (virtù), así como en su enfoque retórico. Sin embargo, se identifican cuatro diferencias clave: la innovación política, el destinatario de su discurso, su actitud ante la expansión territorial y el uso del mito en la acción política. Mientras Demóstenes aboga por la preservación del orden republicano y un liderazgo controlado por la ciudadanía, Maquiavelo introduce la figura del príncipe nuevo como redentor. La comparación permite una relectura de la modernidad de Maquiavelo y su impacto en la teoría política contemporánea.
Palabras clave: Maquiavelo; Demóstenes; republicanismo; fortuna y virtud; innovación política; liderazgo; modernidad.
ABSTRACT
This article presents an unprecedented comparison between Machiavelli and Demosthenes, two figures who, despite being separated by nearly two millennia, share a common horizon of political reflection centered on the struggle for freedom against external threats. Drawing on analogies between Renaissance Italy and Classical Greece, the analysis highlights their similarities in the concepts of fortune, political opportunity (kairós), and virtue (virtù), as well as their rhetorical approach. However, four key differences are identified: political innovation, the intended audience of their discourse, their stance on territorial expansion, and the use of myth in political action. While Demosthenes advocates for preserving the republican order and ensuring leadership remains under civic control, Machiavelli introduces the figure of the new prince as a redeemer. This comparison offers a new perspective on Machiavelli’s modernity and its impact on contemporary political theory.
Keywords: Machiavelli; Demosthenes; republicanism; fortune and virtue; political innovation; leadership; modernity.
La comparación entre Demóstenes y Maquiavelo no ha sido explorada académicamente. A Maquiavelo se lo ha comparado con muchos autores de forma sistemática —Tucídides (Palmer, 1989), Lucrecio (Rahe, 2007), Cicerón (Barlow, 1999), Guicciardini (Gilbert: 1965), Harrington (Pocock, 1989: IV), Hume (Danford, 2006), Rousseau (Viroli, 2017), Montesquieu (Schklar (1993), Hamilton (Harper, 2004), Franklin (Forde, 2006), Jefferson (Rahe, 2006) Madison (Rosen, 2006) o Adams (Thompson, 2006)— y, en general, se ha proyectado su obra sobre los siglos posteriores rastreando su legado.[2] En las grandes obras colectivas recientes sobre Maquiavelo (G. Bock et al., 1990; Najemy, 2010; Johnston et al., 2017) es difícil encontrar una referencia a Demóstenes.[3] Pese a la importancia que Viroli da a la oratoria para entender el pensamiento de Maquiavelo, no hay una sola mención a Demóstenes en sus tres grandes trabajos sobre el florentino (1998, 2010, 2014). Tampoco Skinner, tan interesado en la retórica clásica, encuentra hueco para Demóstenes en sus grandes trabajos bien sobre retórica, bien sobre humanismo y Renacimiento, bien directamente sobre Maquiavelo (Skinner, 1978, 2000, 2018). Lo mismo ocurre con Chabod (1964), Berlin (1981), Gilbert (1965), Strauss (1958), Pocock (1975) o Baron (1988), ya que ninguno de ellos cita al gran orador griego en sus célebres estudios sobre Maquiavelo. En estos trabajos podrán encontrarse referencias a Cicerón, Tácito, Quintiliano, Séneca, Plutarco, Tito Livio, Salustio, Polibio, Aristóteles, Tucídides, Jenofonte, Demócrito o Diógenes. Demóstenes es el gran ausente. El propio Maquiavelo no hace una sola mención al orador ateniense en sus grandes obras[4] (El príncipe, los Discorsi, Arte de la guerra, Historia de Florencia).
Sin embargo, y pese a la enorme distancia de casi dos milenios que media entre el ateniense y el florentino, la comparación es legítima y es analíticamente fértil. Es legítima, entre otras razones, porque la Italia del Renacimiento tiene analogías importantes con la Grecia clásica del siglo iv a. C. Ambas —Grecia e Italia— están políticamente fragmentadas y están seriamente amenazadas por poderes político-militares superiores. Siendo legítima, la comparación es fértil por las lecciones éticas y políticas que cabe extraer de las semejanzas y más aún de las diferencias entre ambos protagonistas. Las semejanzas ilustran sobre la intencionalidad, el horizonte de oportunidad y el marco analítico de ambos autores. Las diferencias, entre otras cosas, permiten calibrar la modernidad de Maquiavelo bajo un nuevo prisma. La comparación entre Demóstenes y Maquiavelo es la base de mi argumentación en este artículo.
Como anuncié, la comparación es legítima en virtud de las analogías contextuales recién mencionadas: fragmentación política y vulnerabilidad ante potencias político-militares superiores. Hacia 1500, Italia seguía tan fragmentada como un siglo atrás. Era un apretado mosaico de pequeños principados, algunas pequeñas ciudades semiindependientes y los cinco grandes Estados- región en permanente reajuste mutuo mediante alianzas cambiantes y enfrentamientos variables: las repúblicas de Venecia y Florencia, el ducado de Milán, el reino de Nápoles y el Estado papal. Pero ahora la amenaza a la independencia de esos Estados italianos venía no tanto de dentro de la península —como en el Quattrocento— cuanto de fuera —de los grandes Estados modernos que estaban emergiendo hacia el cambio de siglo— en esas décadas cruciales en las que Francia, Inglaterra y España alcanzan la unidad nacional. En este nuevo contexto, Italia será el tablero en el que se jugará la gran partida geopolítica por la hegemonía europea entre esos grandes Estados emergentes. Veamos rápidamente. Carlos VIII de Francia arrebata Pisa a Florencia en 1494, aprovechando su paso por Italia para reclamar el trono de Nápoles: a Florencia le costaría enormes esfuerzos diplomáticos, una prolongada guerra y mucho dinero recuperar la ciudad que le abría el paso al mediterráneo, cosa que no ocurriría hasta el 4 de junio de 1509, quince años después. César Borgia avanzó en la Romagna a principios del xvi y llegó a ser amenaza para Florencia gracias al apoyo del rey francés, Luis XII, quien acababa de arrebatar Milán a Ludovico Sforza, il Moro. Con el Tratado de Granada del 11 de noviembre de 1500, el rey francés y Fernando el Católico se repartían el reino de Nápoles, que finalmente pasaría a manos españolas gracias a la inteligencia militar del Gran Capitán. Desde 1507 corren los rumores por Italia de una posible invasión del emperador Maximiliano de Habsburgo para recuperar el ducado de Milán. En 1508 el papa Julio II monta la Liga de Cambrai (con Francia, el Sacro Imperio, Aragón y Ferrara) para frenar la expansión veneciana. Mas solo tres años después, en 1511, forja la Liga Santa, esta vez con la misma Venecia y España, pero contra Francia. El resultado en 1512 es la efímera vuelta de los Sforza a Milán y la caída de la república florentina, dictada por la Liga en su Dieta de Mantua. Durante el siglo xvi, en resumidas cuentas, nada pasa en Italia sin la intervención de alguna potencia europea, principalmente de España o Francia. En este contexto, y vueltos los Medici al poder en Florencia, escribe Maquiavelo El Príncipe en 1513, un contexto agónico que recuerda a aquel al que se enfrenta Demóstenes diecinueve siglos atrás.
En efecto, desde su ascenso al trono en 359 a. C., Filipo no deja de expandir el poder macedonio: por el noroeste hacia Peonia e Iliria; por el noreste hacia Tracia y el Bósforo, y por el sur hacia Tesalia primero y luego hacia el resto de la Hélade. Su expansión es constante, brillante y admirable. En dos décadas, bien por la astucia diplomática bien por la fuerza militar, el imperio macedonio está consolidado y la hegemonía de Filipo en el Egeo es rotunda. Tanto que la caída de la Grecia clásica está a punto de tener lugar, y lo tendrá tras Queronea. Si alguien se resistió a esa expansión militar, a esa hegemonía y a esa caída —con la palabra, con la diplomacia y empuñando también las armas— fue Demóstenes. Como ha escrito Worthington, «la historia de Demóstenes es también la historia de Filipo II». Veamos rápidamente la evolución de los acontecimientos y cómo la resistencia de Demóstenes queda registrada en sus discursos.
Tras ajustar cuentas con su hinterland de peonios e ilirios, Filipo toma en 357 a. C. Anfípolis, antigua colonia ateniense y ciudad estratégica para el control del oro del monte Pangeo y de las rutas tracias, sin devolverla a Atenas como había prometido con calculada astucia diplomática. Filipo entraba en ruta de colisión con Atenas. A partir de entonces se desarrolla un conflicto no declarado, marcado por escaramuzas navales, campañas en el norte y rivalidad política en las ciudades griegas aliadas. Filipo siempre supo aprovechar las divisiones entre los griegos. En este contexto, Demóstenes pronuncia su Primera Filípica (351 a. C.). Con ella —«preludio a una década de lucha» (Badian. 2000: 33)— se inaugura un ciclo de discursos —Filípicas y Olintíacas— que tienen como denominador común la denuncia del avance constante de Filipo, la pasividad ateniense y la necesidad —que acaba volviéndose existencial— de resistir militarmente la expansión de la «nueva Persia», pues así, en efecto, es como Demóstenes ve a Macedonia, como un Estado bárbaro intrínsecamente hostil a Grecia (cf. Worthington. 2013: 129). A ese ciclo de discursos es al que me referiré en el presente artículo. La expansión de Filipo continúa y en 349 a. C. ataca a Olinto, antigua aliada suya en la Calcídica, que se había vuelto contra Macedonia y buscaba ahora la ayuda de Atenas. Esta situación desencadena una nueva serie de intervenciones demosténicas: las tres Olintíacas (todas en 349 a. C.), que expresan la frustración por la lentitud de la respuesta ateniense y la urgencia de asistir militarmente a Olinto. Atenas aprueba tres expediciones limitadas, pero el apoyo resulta insuficiente. La ciudad es arrasada en 348 a. C. y Filipo consolida su dominio sobre la región. En 346 a. C., tras años de guerra inconclusa, se firma la Paz de Filócrates entre Atenas y Macedonia. A esa paz llega Filipo ya como miembro y árbitro de la Anfictionía de Delfos tras saldar, aliado de tesalios y tebanos, la Tercera Guerra Sagrada contra los focios. Esta maniobra le otorga a Filipo un primer sello de legitimidad panhelénica. Recién firmada la paz, y con noventa años de edad, Isócrates escribe su célebre discurso Filipo. En este discurso lleno de admiración y elogios hacia Filipo —descediente de Heracles, lo llama (Filipo, 115)[5]—, el gran orador exhorta a Filipo a que, primero, una a los griegos, reconciliando para ello a las cuatro grandes ciudades —Argos, Esparta, Tebas y Atenas— («ningún otro puede reconciliar estas ciudades», dice (Filipo, 41), y luego los dirija bajo su mando contra el bárbaro persa (Filipo, 16). Para Isócrates, convertir a Filipo en hegemon[6] mataría tres pájaros de un tiro: devolvería la concordia (homonoia) a la Hélade, debilitada por el enfrentamiento interno (stasis), erradicaría el peligro persa para Grecia[7] y permitiría «adquirir ciudades» y «apropiarse de tanta tierra» donde acomodar el excedente demográfico griego de los que «andan errantes por la falta de sustento cotidiano» (Filipo, 121-22). No es esta en absoluto la visión de Demóstenes sobre la cuestión macedónica. Ambos anhelaban la unión de los pueblos griegos, pero frente a diferentes enemigos y por diferentes motivos. Para Isócrates, Filipo es un griego y una oportunidad histórica; para Demóstenes, un bárbaro y una amenaza existencial. Luego veremos que esta dualidad Demóstenes/Isócrates permite una interesante triangulación con Maquiavelo.
Aunque Demóstenes había participado inicialmente en las embajadas que condujeron al tratado de la paz de Filócrates, pronto se convierte en su más feroz crítico, acusando a Esquines y otros políticos de haber sido sobornados por Filipo. En los años siguientes, Filipo viola repetidamente los términos no escritos de la paz, interviniendo en los asuntos del Consejo Anfictiónico y consolidando su poder en Tesalia. Ante esta situación, Demóstenes pronuncia su Segunda Filípica en 344 a. C., un discurso feroz en el que ya no disimula la enemistad estructural entre la libertad de las polis y la hegemonía macedónica. Pide una ruptura efectiva del tratado y denuncia la estrategia de Filipo por su uso sistemático de diplomacia, soborno y guerra para someter a Grecia. La retórica se vuelve más radical en la Tercera Filípica (341 a. C.), donde Demóstenes presenta a Filipo como una amenaza existencial para toda Grecia. Para entonces Filipo está a las puertas de Atenas, después de dos décadas de expansión constante, habiendo puesto pie incluso en la isla de Eubea, frente a la misma Ática. Con las ambiciones de Filipo apuntando al Bósforo y, más concretamente a la misma Bizancio, corría incluso peligro la última posición estratégica de Atenas en los Dardanelos, el Quersoneso, donde Atenas se jugaba el acceso al cereal del mar Negro. En 340 a. C., tras el sitio de Bizancio y Perinto, Atenas declara oficialmente la guerra a Filipo, rompiendo la paz de Filócrates. La guerra culmina en la derrota de Queronea en 338 a. C., donde las fuerzas de Atenas y Tebas son aplastadas por el ejército macedonio. No le faltaba razón a Demóstenes al presentar a Filipo como un peligro para la libertad de Atenas y, por extensión, de toda la Hélade. Con la Liga de Corinto organizada tras Queronea, Filipo impone una pax macedónica a toda Grecia.
No solo los dos pueblos —el griego y el italiano— son comparables por su fragmentación política y territorial y su correspondiente vulnerabilidad ante superiores poderes monárquicos expansionistas. También lo son las dos ciudades de referencia. En efecto, la Atenas de mediados del siglo iv a. C., en cuya Asamblea y en cuyos tribunales se afila la oratoria del gran Demóstenes, tiene parangón con la Florencia de principios del xvi en que Maquiavelo escribe El Príncipe. Ambas ciudades son —cada una en su época— los dos grandes baluartes de una libertad republicana condenada a sucumbir. La una frente a la potencia imperial macedonia, que seguramente se vio favorecida por el partido pro-macedonio[8] ateniense de Esquines y otros; la otra, frente al poder de los Medici, un poder respaldado no solo por sus clientelas internas sino por los ejércitos imperiales españoles. Tanto Demóstenes como Maquiavelo encaran un horizonte que rebasa ampliamente los estrechos límites de la ciudad Estado, antigua y moderna. Derrotada Atenas y con ella la Hélade entera, se abrirá paso definitivamente (de la mano de hierro de Filipo II, luego de su hijo Alejandro y, muerto este, de Antíprato) una nueva concepción del mundo —la del helenismo—, cosmopolita e individualista, un mundo que tan bien interpretará el estoicismo y que terminará destruyendo las identidades cívicas de las orgullosas ciudades griegas, si bien, paradójicamente, será el vehículo por el que la gran cultura griega se preserve y transmita al mundo occidental. Se cumplía así el sueño isocrático de una Grecia educadora del mundo. De similar manera, Florencia nada podrá hacer para impedir el surgimiento de un sistema de Estados-nación y de Estados-imperio que acabarán definitivamente no solo con las antiguas libertades góticas de la vieja aristocracia feudal —que tanto echaría en falta Tocqueville (1994), con el avance de la centralización estatal, y el mismo Ortega (1921: 111-122)—, sino también con la libertad republicana de las comunas urbanas medievales y renacentistas. Por lo demás, también se repite aquí una paradoja análoga entre debilidad política y fortaleza cultural: el espíritu del Renacimiento italiano se extenderá por Europa (Baron, 1988, ii, 1; Burke, 2007) al tiempo que el humanismo cívico concebido en Florencia dará un giro atlántico, y así, pese a la debilidad política de una fragmentada Italia y pese al antimaquiavelismo de los siglos xvi y xvii (Gilbert, 1977: 155-76), la temprana modernidad occidental conocerá su momento maquiaveliano (Pocock, 1975).
Decía Marx (1980: 218) que los grandes hechos de la historia se repiten dos veces, una como tragedia y la otra como farsa. En este caso, la tragedia se repite las dos veces y con pareja intensidad dramática, pese a los casi dos milenios que median entre la una y la otra. La tragedia se repite en los pueblos, en las ciudades y también en nuestros protagonistas. Demóstenes lucha y sobrevive en Queronea, y todavía la muerte de Filipo abrirá una ventana de oportunidad para la resistencia ateniense. En 336 a. C. Ctesifonte propone que le concedan la corona de oro por sus servicios a la ciudad y, pese a Esquines, terminará recibiéndola seis años después. Pero el reconocimiento último no fue sino la antesala de la caída final. Muerto ya Alejandro, y tras la derrota de Atenas ante Macedonia en la guerra Lamiaca, perseguido y aislado, Demóstenes se refugiará en el templo de Poseidón en la isla de Calauria, donde en 322 a. C. beberá el veneno que guardaba en su estilo. Por su parte, Maquiavelo será encarcelado, torturado y —post res perditas— ya no recuperará su antigua dignidad como secretario de la Segunda Cancillería de Florencia. Con su característica habilidad para la autoironía, seguramente con esa sonrisa que inmortalizó Viroli en su célebre biografía del florentino, el propio Maquiavelo se referirá a sí mismo como el quondam Secretarius, esto es, como el otrora secretario (cf. Forte Monge, 2011: XL). Ambos acaban sus vidas políticamente derrotados, ciertamente, y sin embargo su legado, coincidente y divergente, sigue vivo: es el legado de la lucha por la libertad vista desde dos ópticas distintas, la de la resistencia heroica en el caso del griego y la de la esperanza utópica en la del italiano, el primero resistiendo en un mundo que agoniza; el segundo soñando con un nuevo Estado que finalmente llegará —con el Risorgimento— mas con un largo retraso de dos siglos y medio.
Habiendo mostrado su legitimidad, podemos ya explorar la fertilidad analítica de la comparación. Si miramos a nuestros protagonistas no desde el presente, con sus particulares intereses, como habitualmente se ha hecho,[9] sino desde su propio contexto, proyectándonos sobre su momento histórico, lo que vemos, de entrada y principalmente, es una misma intencionalidad política. La Tercera Filípica de Demóstenes[10] (341 a. C.) consuma el ciclo abierto una década atrás por la Primera Filípica, un ciclo de intensidad creciente pero filosóficamente consistente que incluye las tres Olintíacas, y que concluye la oposición demosténica al expansionismo macedonio pidiendo al pueblo ateniense que haga todos los sacrificios necesarios, aúne fuerzas con los otros griegos, abandone toda esperanza de reconciliación y declare la guerra a Filipo, al que considera un bárbaro. De análoga manera, en la importante exhortatio final de El príncipe, el tan comentado capítulo XXVI que cierra el libro, Maquiavelo pide un príncipe nuevo, un líder lo bastante fuerte y sagaz como para redimir a Italia entera de las humillaciones sufridas por los nuevos bárbaros franceses y españoles. La oposición entre mundo civilizado y mundo bárbaro la comparten ambos autores, así como comparten la oposición contigua entre libertad y tiranía. La intencionalidad de ambos es idéntica: salvar la cultura y la libertad frente al avance del despotismo y la barbarie. Maquiavelo pide un redentor, un profeta armado, esto es, con ejércitos propios, capaz de unificar al pueblo italiano y, llegado el caso, exigirle por la fuerza la lealtad a su programa de emancipación; un líder innovador que —buscando la gloria— proclame nuevas leyes e instaure nuevas instituciones a cuyo través Italia recupere la libertad y la dignidad perdidas. Frente a otras múltiples interpretaciones de El Príncipe, Viroli (1998, 2014) ha vuelto a insistir convincentemente —siguiendo una tradición hermenéutica que incluye a Chabod y Gramsci, y que se remonta a Fichte, Hegel y Ranke— en la importancia de esta exhortación final —«la Marseillaise del siglo xvi», como la denominó E. Quinet (1895, Lib. ii: 264)—[11] para entender el significado del libro en su conjunto y también para entenderlo formalmente como un gran ejercicio de oratoria clásica destinado a la persuasión y la acción. Esta interpretación, a mi entender correcta, nos permite ver con claridad que los elementos retóricos y la intencionalidad de Maquiavelo son muy parecidos a los que utiliza Demóstenes cuando se dirige a la Asamblea ateniense. Pero no solo hay una pareja intencionalidad. Como veremos a continuación, ambos autores comparten en buena medida un mismo marco analítico.
Para Demóstenes, el destino —esa fuerza combinada de Tyche y las Moiras—[12] no es una fuerza fatal ante la que nada pueden hacer los hombres. Siendo fortísimo, lo es dejando un margen para la acción humana porque es el mismo destino el que a través de Tyche —la fortuna— también concede ocasiones propicias para actuar, y es entonces responsabilidad del hombre aprovechar —o no— cada ocasión. Esa ocasión propicia es el kairós. Es, por así decirlo, la ventana de oportunidad que la fortuna abre en el dominio de la necesidad. Es el espacio de la contingencia que brinda oportunidades al libre albedrío y nos compromete: nos hace responsables de nuestra acción o inacción (cfr. Jaeger, 1994: 165 y ss.). En la Primera Olintíaca (349 a.C), este es el marco conceptual con el que trabaja Demóstenes. Si Filipo llega a tomar Olinto, argumenta el gran orador, nada podrá evitar que se lance contra Atenas; pero en este momento juega a favor de Atenas que todo es desfavorable a Filipo, sus aliados tesalios han resultado poco confiables y las vecinas tribus bárbaras —ilirios, peonios y demás— están ávidas de recuperar su libertad. Filipo afronta una situación adversa —de akairía— mientras que la ocasión propicia, el kairós, está de parte de Atenas. Es preciso, les dice Demóstenes a los «varones atenienses», que interpreten la akairía de aquel como kairós propio (Ol, i, 24), y apoyen decididamente a Olinto. Su inacción o su indeterminación serán responsabilidad de los propios atenienses, como lo fue en ocasiones anteriores no haber hecho lo debido. Son sumamente interesantes las observaciones que Demóstenes hace aquí sobre el olvido y la memoria, y su relación con el futuro. De entrada, el olvido tiende a encubrir las irresponsabilidades pasadas (Ol, i, 11). Por eso, Demóstenes refresca la memoria a los atenienses: «Negligentes con respecto al presente y en la idea de que el futuro por sí solo se arreglaría, hicimos crecer nosotros a Filipo» ((Ol, i, 9). Y les exhorta en consecuencia a mirar al futuro «para que, enderezándolo, borremos el descrédito que nos han valido nuestras acciones ya realizadas» (Ol, i, 11.). El olvido —como el autoengaño— es el aliado de la irresponsabilidad. Y es un aliado doblemente peligroso porque, amén de hacernos irresponsables, nos impide aprender de los propios errores y enmendarlos. Cabría decir que el olvido secuestra el futuro, condenándolo a ser mera repetición del pasado. Urge pues recuperar la memoria, para devolverle al kairós su tensión dramática, para calibrar el riesgo de persistir en la negligencia y la despreocupación, para despertar el miedo fundado como resorte de la acción, para liberar al propio futuro. Es preciso recuperar esa memoria tanto más cuanto que el pasado no solo guarda errores de los que aprender, sino también modelos de acción y comportamiento susceptibles de ser imitados. Por eso, en la extraordinaria Tercera Olintíaca (349 a. C.), también centrada en el kairós, Demóstenes trae a la memoria el glorioso pasado de la Atenas de Arístides, Nicias, Milcíades y Pericles, un pasado en el que esos grandes líderes preferían «la salud del Estado al favor popular» (Ol, iii, 21), lo conveniente a lo agradable ((Ol, iii, 18-19) y la austeridad al enriquecimiento privado (Ol, iii, 26), tres virtudes del buen gobernante que, por cierto, Maquiavelo no se cansará de encarecer tanto en El Príncipe como en los Discorsi. A su vez, sigue recordando Demóstenes, el pueblo ateniense aceptaba voluntariamente las propuestas de aquellos líderes, pero no servilmente, sino porque era un pueblo que «al atreverse a actuar y a hacer campaña por sí mismo, era señor de todos los políticos y dueño, él mismo, de todos los bienes» (Ol, iii, 30). Conjuntamente, aquellos rhetores veraces y ese pueblo libre asentaron la democracia y lograron gloria y prosperidad para Atenas (Ol, iii, 24-26). Haciendo memoria, esto es, recuperando aquel pasado glorioso,[13] es como marca Demóstenes el contraste con su presente, caracterizado por la dualidad entre un pueblo acomodado y unos líderes demagógicos que, mientras se enriquecen, adulan a ese mismo pueblo y lo reconfortan con «bagatelas» (Ol, iii, 29-31). Entonces, en aquel venerable pasado, el rey macedonio obedecía, «como corresponde a un bárbaro con relación a griegos» (Ol, iii, 24); ahora, Filipo se ha hecho fuerte gracias a las propias faltas.
Pese a la inigualable oratoria de Demóstenes, los varones atenienses no apoyaron a Olinto como Demóstenes hubiera querido, y Olinto terminó cayendo.[14] Con todo, Tyche volverá a presentar ocasiones propicias. En la Tercera Filípica (341 a. C.), la oratoria de Demóstenes es tan aplastante que por fin logra convencer al pueblo ateniense y pronto a todos los griegos de que es el momento de la unión contra el rey macedonio. Convence a unos y otros de que la paz de Filócrates firmada cinco años atrás (346 a. C.) es una falsa paz que Filipo no ha dejado de aprovechar para fortalecer sus posiciones. Como siempre, Demóstenes aporta (o selecciona) una batería de datos, saca las consecuencias relevantes y aclara la situación: Filipo en realidad está en guerra contra Atenas y los atenienses —si no quieren sucumbir— deben hacerle frente aquí y ahora. Sin importar los grandes sacrificios, entre los que está renunciar al dinero del Theōrikon para asistir al teatro[15], como sin nombrarlo ya había sugerido en la Primera Filípica (Filípica I, §20) y repetirá en la Cuarta Filípica (Filípica IV, §36), y destinarlo a sufragar la guerra. Gracias a la oratoria y a la diplomacia de Demóstenes, los griegos, con Atenas a la cabeza, vuelven —por decirlo retóricamente— a tomar el destino en sus manos, a responsabilizarse de él. En un momento de sublime agonía, hacen lo que Demóstenes entiende que deben hacer, defender con las armas su libertad. Que terminen cayendo ante el bárbaro del norte es tal vez el designio inexcrutable de los dioses o la conclusión de una inexorable ley de la historia favorable al imperio y la unidad política, como quiso la historiografía poshegeliana alemana del siglo xix y parte del xx (cfr. R. Knipfing, 1921). Pero desde la perspectiva terrenal de la vida humana, la derrota final de Demóstenes no resta un ápice a su grandeza. Incluso Wilamowitz reconoce que «la resistencia de la Atenas demosténica fue una genuina tragedia» (cit. por J. R. Knipfing, 1921: 666); una genuina tragedia plena de sentido y racionalidad, como ha mostrado Jaeger en su magistral obra sobre el gran orador (Jaeger, 1994), o guiada por las intenciones correctas, como sugiere Worthington (2013: 8).
Maquiavelo también sabe de ocasiones perdidas y ha sufrido en carne propia los caprichos de la fortuna, pero está persuadido de que la jurisdicción de la fortuna es limitada: «Juzgo —nos dice en el importante capítulo xxv de El Príncipe— que quizá sea cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad de nuestro obrar, pero que el gobierno de la otra mitad, o casi, lo deja para nosotros» (El Príncipe, XXV: 83. Pr., a partir de ahora). Hay espacio pues para el libre albedrío y para la responsabilidad individual. Como Tácito, Maquiavelo entiende que hay un «hado congruente con la historia» que «nos deja la elección de la vida, y una vez elegida ésta es invariable la sucesión de acontecimientos» (Anales, vi, §22: 2-3). Mas esa libertad que el hado deja a la elección de la vida, piensa Maquiavelo, no podrá nada contra la fortuna si carece de virtud. De hecho, el razonamiento concluye así: gobernaremos tanto más nuestra vida cuanta más «virtud organizada» (Pr., ibid.) podamos oponerle a la fortuna. Y viceversa: la jurisdicción de la fortuna sobre nuestra vida se agrandará según se encoja nuestra virtud para hacerle frente. En juego de suma cero, la fortuna gana lo que pierde la virtud. La virtud incluye la prudencia, el saber precaverse de las posibles desgracias del futuro, construyendo diques y malecones ahora (Pr., ibid.) para amortiguar las posibles crecidas futuras del río de la vida, pero también incluye la inteligencia y la determinación para reconocer y aprovechar las ocasiones propicias que la fortuna tiene a bien presentarnos de vez en cuando, esto es: el kairós. De hecho, el enlace entre el kairós y la virtud es tan fuerte como entre aquel y la fortuna. Cuando Maquiavelo habla de Ciro y de los grandes fundadores de reinos aclara que la fortuna no hizo sino brindarles la ocasión; y especifica: «Sin dicha ocasión se habría perdido la virtud de su ánimo, y sin dicha virtud, la ocasión se habría dado en vano» (Pr., VI: 20).
Maquiavelo cree ver una ocasión propicia cuando Giovanni de Medici es nombrado papa en marzo de 1513. Incluso ve la mano de Dios, que no le está siendo menos propicio a la casa Medici de lo que lo fue a otros grandes héroes de la Antigüedad, como Ciro o Moisés, héroes que redimieron a sus pueblos de la esclavitud. Parece que Dios ha enviado a un nuevo profeta. Y lo ha mandado en el momento oportuno. Por eso empieza su exhortación Maquiavelo diciendo que «la situación está tan a favor de un príncipe nuevo que difícilmente cabe encontrar época más idónea al respecto» (Pr., XXVI: 86). Entre otras razones, porque a su favor tiene un pueblo que espera «a quien pueda sanarle sus heridas» (íd.). Está Italia entera rogando a Dios para que «le envíe a alguien que la redima» de las crueldades y los ultrajes bárbaros, de españoles y franceses, en la Lombardía, en el reino de Nápoles, en la Toscana: «A todos apesta esta bárbara dominación», escribe. Dicho de otra forma, en esta ocasión propicia está el pueblo italiano listo y dispuesto a «seguir una bandera, con que haya uno que la enarbole». Y la providencia ha mandado al Medici: «Todo ha concurrido a vuestra grandeza —le dice Maquiavelo—. Lo que falta lo debéis hacer vos. Dios no quiere hacerlo todo para no quitaros el libre albedrío y la parte de gloria que os incumbe» (Pr., XXVI: 87). En consecuencia, lo primero que tiene que hacer es convertirse en el profeta armado que tanto ensalza en el capítulo VI de El Príncipe, y «proveerse de un ejército propio», y así, «con la virtud italiana, poder defenderse de los extranjeros» (Pr., XXVI: 88). La oportunidad está ahí, el kairós está del lado italiano no solo para la redención de Italia, sino para la gloria de su príncipe nuevo: «No se debe, en suma, dejar pasar esta ocasión, a fin de que Italia, luego de tanto tiempo, vea a su redentor», y «bajo su enseña, esta patria resulte ennoblecida».
Como vemos, el marco analítico del griego Demóstenes es en este sentido prácticamente idéntico al del italiano Maquiavelo, casi dos mil años después: un pueblo libre —y civilizado— sometido por el bárbaro o con serio riesgo de serlo, y la imbricación de Tyche y kairós («ocasiones propicias aderezadas por la fortuna», dice Demóstenes (Ol, ii, 2), con la virtud como modelo de acción, una antica virtù (Maquiavelo, Discorsi, I, 9), siempre en agudo contraste con la corrupción presente —questi nostri corrotti secoli (Discorsi, II, 19)—, pero registrada en la memoria colectiva (Demóstenes) o en la historia antigua (Maquiavelo), y susceptible de ser recuperada e imitada.
Pero hay al menos cuatro diferencias importantes entre el ateniense Demóstenes y el florentino Maquiavelo, diferencias que, como intentaré mostrar, aportan enseñanzas a mi entender de mayor calado que sus semejanzas. Para mayor claridad expositiva, las enumeraré.
En efecto, la innovación política es uno de los núcleos argumentales de El Príncipe. Maquiavelo piensa en una innovación por partida doble: no solo pide un príncipe nuevo, de nuevo cuño en vez de hereditario, sino un príncipe nuevo que además sea un innovador, esto es, capaz de establecer nuevas leyes y nuevas instituciones con las que refundar el Estado. El príncipe nuevo ha de ser fundador de un nuevo Estado.
Como sabemos, la cuestión de la virtud es esencial en el libro, la virtud en general, pero muy especialmente la virtud del nuevo príncipe, y por eso la palabra virtù aparece con gran frecuencia en el pequeño libro: un total de sesenta veces. Pues bien, no deja de ser curiosa aquí la coincidencia numérica, porque el adjetivo nuovo, en singular o en plural, en masculino o femenino, aparece también sesenta veces para designar ya sea al uomo nuovo, al principe o principato nuovo, al nuovo stato, a la nuova milizia, o a las nuove legge e nuovi ordini. En buena medida, Maquiavelo es un alma dividida. Siente como un romano antiguo y piensa como un italiano moderno, y así la innovación política —tanto como la virtud republicana clásica— es central para su discurso. Sin embargo, está completamente ausente del de Demóstenes.
Demóstenes no quiere nuevas leyes ni nuevas instituciones, no pide un hombre nuevo ni un nuevo Estado. Antes bien, quiere recuperar viejas instituciones, como la federación helénica, quiere devolver a su ciudad la vieja gloria de la Atenas de Pericles, reclama al orgulloso ciudadano-soldado que empuñó las armas para defender su patria frente al persa, pero no tiene ninguna intención de modificar el régimen democrático de Atenas ni contempla forma nueva alguna de relación política o de liderazgo. Demóstenes piensa que la solución al problema griego está en lo antiguo y que el peligro procede de la novedad, la novedad que viene de fuera, de ese Filipo de Macedonia al que explícitamente el propio Maquiavelo presenta como ejemplo de príncipe nuevo, como perfecta síntesis de fuerza y astucia, tanto por sus dotes de león militar (Arte de la guerra, IV: 180; VII: 240, 243; Pr., XIII: 47) como de zorra diplomática (Disc., I, lix: 402; II, XIII: 445; XXVIII: 494), sin olvidarse, para completar el cuadro, de caracterizarlo además como gran innovador (Disc., I, XXVI: 327). En el caso de Demóstenes, el príncipe nuevo es el problema, no la solución; representa el peligro de tiranía, el vehículo de la barbarie. La civilización, la cultura clásica, la libertad, están contra él: en lo viejo.
La segunda diferencia entre Demóstenes y Maquiavelo tiene que ver con el destinatario de sus respectivos discursos y afecta a la cuestión, también central para Maquiavelo, del liderazgo político. En el caso de Maquiavelo, es un príncipe al que habrá de seguir su pueblo, sin dudas y con alegría; pero —¡cuidado!— un pueblo que él mismo califica de inerte, que permanece sin vida: «Rimasa sanza vita» (Pr., XXVI: 86). Incluso utiliza un esquema aristotélico hilemorfista, por el cual el pueblo italiano sería la materia sobre la que «introducir cualquier forma» (ibid.: 87). En el pueblo italiano hay potencia, pero es una potencia que solo un gran jefe puede despertar y actualizar. Lo dice literalmente: «En Italia no falta materia en la que introducir cualquier forma. Aquí hay gran virtud en los miembros cuando de ella no están faltos los jefes» (íd.). Entre pueblo y príncipe, pese a su asimetría, no tiene por qué haber desunión o conflicto. De hecho, Maquiavelo ya había construido un modelo de armónica unión entre ambos en el cap. IX del libro: el principado civil, una combinación conceptual que suena a oxímoron al oído republicano. En el principado civil el príncipe se apoya en el pueblo, y le devuelve ese apoyo defendiéndolo de la dominación de los grandi, que son los que verdaderamente aspiran a dominarlo. Esta alianza asimétrica entre príncipe y pueblo es posible, según Maquiavelo, porque el pueblo no tiene esa voluntad de dominio que caracteriza a la nobleza, sino que tan solo aspira a no ser dominado. Como recoge Tito Livio, y ello no se le escapó al florentino, la plebe necesita «más el escudo que la espada» (Livio, Ab urbe condita, III: 53.8).[16] Esta idea de la libertad como no dominación (con escudo), compatible con la civitas sine sufragio (sin espada), será la que luego defenderá brillantemente Pettit, separándola analíticamente de la libertad positiva como autogobierno popular (Pettit, 1997). En la Florencia del Renacimiento tardío la ausencia de autogobierno popular, de república, es ya una realidad, y dado que los Medici están de vuelta en el poder en Florencia, la alternativa es el principado. Con el principado civil, y haciendo de la necesidad virtud, Maquiavelo inventa una síntesis precaria con cierto sabor republicano. Y es a este príncipe nuevo (potencialmente) apoyado en su pueblo a quien dirige Maquiavelo su exhortación final.
Muy al contrario, Demóstenes tiene un destinatario bien distinto: es el demos ateniense reunido multitudinariamente en la Asamblea, que llena los tribunales populares, es el demos ateniense que se autogobierna democráticamente. No es un pueblo sanza vita, por más que se haya dejado embaucar por los demagogos y haya perdido su pasado afán de gloria. No deja de ser interesante —y curioso— que, llegados a este punto de la comparación, Maquiavelo manifieste abiertamente su admiración por Filipo de Macedonia, ensalzándolo frente a ese pueblo griego al que denigra como ocioso y comediante. Estas son sus palabras: «[…] Filipo […] aprendió del tebano Epaminondas la manera de organizar los ejércitos y, formando y disciplinando los suyos mientras Grecia vivía ociosamente ocupada en recitar comedias, llegó a ser tan poderoso que en pocos años la conquistó completamente, y dejó a su hijo Alejandro el fundamento para dominar todo el mundo» (Arte de la guerra, VII: 243).
Quien esto escribe es el mismo Maquiavelo que pragmáticamente prefiere las repúblicas para la expansión a las repúblicas para la preservación (Disc., I,1; I,6). Lo sorprendente aquí es que el republicano Maquiavelo está tan seducido por la conquista y la fuerza que incluso prefiere —al menos desde fuera— una tiranía para la expansión como la de Filipo de Macedonia a una república democrática que, como la ateniense, se había vuelto ociosa y prefería la cultura a la guerra, la libertad a la tiranía y la preservación a la expansión.
El expansionismo de Maquiavelo —frente al preservacionismo de Demóstenes, si cabe decirlo así— apunta a una latente contradicción en el pensamiento del florentino porque prefiriendo —por este orden— la expansión a la conservación y las repúblicas a los principados, termina proponiendo no una república, sino un principado (civil), pero no para la expansión, sino para la conservación de la libertad italiana gracias a las nuevas leyes y nuevas instituciones que su principe nuevo eventualmente establecería. Cabe pensar que Maquiavelo habría querido un Filipo —claro que italiano, no extranjero— para conseguir lo que Demóstenes perseguía contra Filipo: mantener, no expandir, la dignidad y la libertad de su pueblo.
Es aquí donde podemos triangular con Isócrates. ¿De qué lado estaría Maquiavelo? No por especulativa, la respuesta es menos difícil de dar. Maquiavelo compartiría muchos de los planteamientos del Filipo de Isócrates: su admiración por el personaje, la necesidad de unidad y concordia, respectivamente, de griegos o italianos, el peligro que supone el bárbaro, ya sea el persa o las potencias europeas. Incluso compartiría genéricamente su expansionismo. Pero dudo de que Maquiavelo, si hubiera vivido en la Atenas de Demóstenes, no hubiera percibido la amenaza de tiranía en Filipo de Macedonia, como hizo Demóstenes. Maquiavelo quiere un príncipe civil, pero italiano, no extranjero, y es muy probable que no acabara de ver en Filipo a un griego, como Isócrates, ni que acabara de asimilar la monarquía macedonia al modelo de principado civil.
En cualquier caso, aplicable o no a Filipo, la idea del principado civil a escala nacional para la preservación de Italia —contradictoria o no— afronta un problema que atañe a la consistencia del pensamiento de Maquiavelo.
Viroli cree que la debatida cuestión sobre la compatibilidad intelectual y política de El Príncipe y los Discorsi tiene mejor solución si leemos El Príncipe como una gran oración (oratio) sobre el redentor y el fundador. Así leído, el punto de conexión entre ambas obras sería la cuestión —y la necesidad— del liderazgo: «A menos que pensemos —escribe Viroli— que las buenas repúblicas nacen, perduran y son reformadas solo gracias a la sabiduría y la activa participación de sus ciudadanos, debemos aceptar la idea de que las repúblicas necesitan de grandes líderes políticos» (Viroli, 2014: 11). Nada que objetar sobre esta apreciación: el liderazgo es una variable fundamental de la dinámica política. Pero ello no resuelve el problema de la compatibilidad entre «los dos Maquiavelos» (Baron, 1988) a menos que se demuestre que el príncipe nuevo abre el camino, con su nuovo stato, a una futura buena república. Lamentablemente, aquí solo encontramos la mera posibilidad de evolución y el deseo de que así ocurra. Como reconoce el mismo Viroli: «No hay una sola indicación en toda la obra sobre reglas o criterios de sucesión» (íd.). La cuestión de la compatibilidad no queda pues resuelta. Dicho de otra forma: no hay en El príncipe —ni en los Discorsi— nada que garantice la evolución desde el principado civil hacia el autogobierno republicano, si no hay ya leyes e instituciones de vigilancia, control y restricción propiamente republicanas. El Maquiavelo republicano de los Discorsi podría incluso convencernos de lo contrario: la necesaria bondad que el nuevo príncipe habría de poseer para regenerar la vida constitucional es tan escasa como improbable es que un autócrata malvado gobierne con benevolencia (Disc, I, 18). Puede argumentarse (McCormick, 2015) que Agatocles, el tirano de Siracusa, es la figura que mejor encaja en el modelo maquiaveliano de príncipe civil. Pero —crueldades y crímenes aparte— los beneficios que Agatocles aportó a su patria siciliana —independencia de Cartago, prosperidad económica, seguridad interna— no incluyen el restablecimiento de instituciones republicanas de autogobierno, por más que al final las deseara desde su lecho de muerte. Agatocles impuso el gobierno de un hombre, no el de las leyes; la disciplina militar, no la virtud cívica; la paz y la seguridad internas, no el vivere libero. Nada hay pues en Maquiavelo que pueda convencernos de que la alianza entre el príncipe nuevo y un pueblo inerte no sea la que luego, andando el tiempo, veamos verificada en los tiempos modernos: el del cesarismo democrático —nada republicano— en que un líder es plebiscitariamente legitimado por un pueblo pasivo y desorganizado, esto es, inerte.
Esta evolución perversa encuentra un punto de apoyo en otro de los elementos del discurso de Maquiavelo, elemento que constituye la cuarta de las cuatro diferencias con Demóstenes anunciadas más arriba. Es lo irracional como fuerza política. Con ello no me refiero a la movilización retórica de las emociones, que es inherente a la oratoria: tanto Demóstenes como Maquiavelo hacen abundante uso de este recurso retórico. Me refiero a la irracionalidad en el sentido del mito, si se quiere, del pensamiento mágico. Tanto Demóstenes como Maquiavelo creen que su causa es justa y conveniente. Pero a Maquiavelo no le bastan las razones basadas en los principios morales o en el interés. Para que su exhortación final sea efectiva, es precisa la presencia de un símbolo —el profeta armado, el redentor, el jefe— en el que se represente la conciencia colectiva del pueblo. Así lo entendió muy correctamente Gramsci (1999, V: 13-15).
Por el contrario, entre las técnicas retóricas utilizadas por Demóstenes (la rapidez aparente, la repetición, la puritas, la equilibrada movilización de emociones negativas fuertes y emociones positivas débiles, la composición «en anillo» (cfr. Wooten, 2019), no está el uso del mito. La oratoria deliberativa de Demóstenes, pese al uso de metáforas y ejemplos, es sobria y pisa firme sobre el terreno empírico porque lo que el demos ateniense necesita son evidencias empíricas del peligro real que representa el rey macedonio y de cómo Filipo se ha hecho grande y peligroso por la inacción ateniense. Demóstenes une en su oratoria ideales de justicia, emociones morales, evidencia empírica y racionalidad en un discurso prieto y consistente. Eso no quiere decir que no fuera selectivo en el uso de los datos, que no exagerara o que no ocultara hechos a conveniencia. La oratoria permite, más aún, exige esas licencias. Pero Demóstenes rehúye deliberadamente el pensamiento mágico y, como reconoce Plutarco (en otras cosas, tan duro con Demóstenes), «no permitía que se prestara atención a los oráculos ni se escucharan las profecías…, a los tebanos les mencionaba el nombre de Epaminondas y a los atenienses el de Pericles, afirmando que aquellos personajes consideraban todas esas creencias pretextos para la cobardía y seguían los dictados de la razón» (Plutarco, VIII: 218).
Demóstenes es fiel a la idea que luego Maquiavelo convertirá en regla metódica del buen analista político: que es más conveniente «andare drieto allá verità effetuale della cosa, che alla imaginazione di essa» (Maquiavelo, 2018, Il Principe, XV: 859). Hace, en efecto, de la sinceridad (althinos logos) (Ol, II: 4), del hablar con franqueza (parresia) (Ol, III: 3) y del atenerse a la realidad de las cosas (Ol, III, 20) tres elementos centrales de la buena oratoria, elementos que a su vez él —como buen orador— utiliza retóricamente. Maquiavelo suscribe estos tres elementos como virtudes del orador, aunque al príncipe, como es sabido, lo exhonera de la fides y le permite el disimulo y la mentira si mantenere lo stato así lo exige (cfr. Skinner, 2017). Pero lo que aquí quiero subrayar es que en la exhortación final de El príncipe, Maquiavelo deja volar la imaginación y se olvida de la evidencia empírica y de la «verdad efectiva de la cosa». Lejos de ello, mete al mismo Dios en la argumentación y toda la fantasía del mesías y el redentor.
Maquiavelo se da perfecta cuenta de que la unidad nacional italiana es perentoria y de que el signo de los tiempos modernos lo van a marcar los grandes Estados y no las pequeñas ciudades. En buena lógica, Maquiavelo quiere una Italia unificada, un moderno Estado nacional italiano porque es la única manera en que Italia puede mantener el pulso a la modernidad y salvar, en el naufragio de la ciudad Estado, los restos del ideal clásico de libre ciudadanía, aunque sea en el formato del principado civil. Maquiavelo tenía razón en esto y la historia —siglos después— terminará dándosela: Italia se unificará. Pero lo cierto es que a principios del siglo xvi no había nada en la «verdad efectiva de la cosa» italiana que apuntara en la dirección de la unidad nacional: ningún mar se había abierto, ni había nubes indicando el camino, ni manaba agua de la roca, ni llovía maná (Pr., oc., XXVI: 87). Todos los Estados regionales de la península luchaban por mantener su autonomía dentro de un inestable equilibrio de poder condicionado por la geopolítica de las nuevas potencias monárquicas extranjeras. La unificación italiana no estaba en los planes de nadie. Por eso, en la exhortación final de El Príncipe Maquiavelo no piensa como político práctico ni sigue los dictados de la razón ni se atiene a los hechos. La ocasión que Maquiavelo ve sencillamente no existe. Si la ve, es porque aquí piensa como visionario, no partiendo de la observación sino imaginando futuribles. En ese momento necesitaba del mito.
Maquiavelo tiene una mente afilada, sin duda, pero —como escribió Burckhardt (1985: 90)— «su mayor enemigo es una vigorosa fantasía, que domina con dificultad». Su inteligencia creativa y su gran capacidad de observación no estaban dirigidas por una cabeza científica que busca verdades objetivas y ofrece explicaciones causales, sino por un alma eminentemente política orientada a la acción e imbuida de amor a la patria y de afán de gloria. Su discurso no es el de la ciencia, sino el de la oratoria; su imaginación no era una herramienta al servicio de la construcción teórica, sino al servicio de la deliberación sobre lo particular y la decisión sobre lo que, siendo contingente, podría ser de otro modo; al servicio, en fin, del diagnóstico de la situación concreta y la previsión del futuro.
Tan poderosa es esa imaginación que, sin dar la espalda a la Antigüedad, anticipa a la vez un futuro lejano: la futura versión (o degradación) de la democracia de masas en la que un pueblo inerte entrega el poder a un líder carismático que sabe reconocer y aprovechar la oportunidad (el kairós), abriendo la puerta a un nuevo modelo de relación política, mas no de emancipación ni redención, sino de dominación en el sentido weberiano de la dominación carismática. Desgraciadamente, muchos de los monstruos que creó la modernidad se forjaron en ese molde del principado civil convertido en tiranía, en autorità assoluta, aunque en este punto convendría atender al profesor Rahe, quien argumenta que el principado eclesiástico —al que nadie presta demasiada atención— podría servir mejor que el civil para explicar el despotismo suave de las democracias liberales contemporáneas, que irían camino de convertirse en «principados cuasi eclesiásticos con una mucha mayor capacidad [que los totalitarismos del siglo xx] para ejercer un control total» (Rahe: 2017: 225).
Demóstenes, como Pericles un siglo antes, fue un gran líder, con gran carisma, pero su poder y su influencia estaban circunscritos y ceñidos por un entramado de control democrático que el pueblo ateniense —en absoluto inerte— jamás entregó. Lejos de estar basado en algún tipo de fe mística, su liderazgo estaba sujeto a evaluación permanente. Las propuestas y decisiones de los líderes no solo eran consideradas a la luz de su plausibilidad o de sus resultados (Finley, 1986: 149; y Hansen, 2022: 243-252, 257-270, 331-360, 485-490), sino que podía acarrearles consecuencias no deseadas. Las propuestas anticonstitucionales o los malos resultados podían ser castigados severamente hasta el punto de convertir el ejercicio de la política en una actividad peligrosa (Hansen, 2022: 295-360, 421 y ss., 485). Pericles fue destituido y multado por la Asamblea ateniense en 430 a. C. También fue severamente sancionado Demóstenes en 324 a. C. En ambos casos, la Asamblea juzgó y sancionó actos de sus líderes, pese a su carisma y su prestigio reputacional. Muy al contrario, el principado civil que reclama Maquiavelo no tiene por qué estar republicanamente circunscrito ni controlado; antes bien, el príncipe nuovo debe tener las manos libres y reclamar el mayor grado de poder para sí al objeto de fundar un nuevo Estado. Aquí Maquiavelo no solo es moderno, es premonitorio. Y su premonición es singularmente inquietante porque muchos de los líderes carismáticos de la modernidad prometieron devolver la dignidad y la libertad a sus pueblos, y a menudo no fueron sino príncipes nuevos que crearon enormes Estados represivos que terminaron devorando a unos pueblos ya inertes. Por eso Gramsci, que también hace suya la necesidad del mito para el nuevo príncipe moderno (en la era de la democracia de masas y el fordismo), tiene tanto interés en escapar a la concepción soreliana del mito, a la que considera meramente destructiva y efímera. Para fundar positivamente un nuevo Estado de forma efectiva, piensa Gramsci, el «príncipe-mito» solo puede ser «un organismo»: «Este organismo es dado ya por el desarrollo histórico y es el partido político, la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales» (Gramsci, 1999, V: 15).
Desgraciadamente, la historia reciente ha demostrado que da igual que el príncipe moderno sea un individuo concreto (modelo cesarista de liderazgo carismático) o un partido que aspira a encarnar orgánicamente la voluntad colectiva de un pueblo. Lo irracional es una fuerza que, una vez desatada, nadie controla y que puede y suele acabar trágicamente: un líder-mito que es encumbrado al poder para acabar descubriendo —demasiado tarde— que solo era un líder de carne y hueso, con todas sus demasiado humanas debilidades y todos sus instintos de poder. O un partido-mito que termina engendrando en su seno al mismo príncipe-mito individual y concretísimo al que pretendía substituir y que pervierte por completo el vínculo orgánico del partido con la sociedad, convirtiéndose en un malévolo instrumento de dominación del Estado sobre el pueblo.
Conviene recordar, con Weber, que siendo el medio de la política el poder y la violencia legítima, el caudillo que entra en el juego —el político en general— desata fuerzas demoníacas difícilmente controlables (Weber, 1971: 557-558) y que, en cualquier caso, necesita de un «aparato humano» de poder sobre el que apoyarse y al que habrá de suministrar «premios internos» (entre ellos, la satisfacción del resentimiento y el deseo de revancha) e «incentivos externos» (entre ellos: poder, botín, prebendas) si lo quiere conservar (ibid.: 556). Incluso el mejor de los caudillos depende por completo de ese aparato para alzarse con el poder y mantenerlo. E incluso el político más auténtico y vocacional, el que a sus fuertes convicciones une una ética de la responsabilidad y la antigua virtud de la mesura —Augenmass, dice Weber (ibid.: 545), sophrosyne decían los antiguos— no podrá evitar a los «pícaros (Spitzeln) y agitadores (Agitatoren) que entran en las filas de ese aparato (ibid.: 556). Harían falta muchos mecanismos republicanos de control, vigilancia y división del poder —amén de una sólida cultura cívica— para evitar, o cuando menos mitigar, la tendencia natural de todo aparato humano de poder —también el organismo gramsciano— a convertirse en una férrea oligarquía.
El siglo xx ha dado terribles pruebas —a derecha e izquierda— de las consecuencias funestas de lo irracional en la política, de la pesadilla en la que el mito —el del príncipe-mito, individuo o partido— puede convertirse. Fascismos y totalitarismos compartían la misma pasión por la innovación política, los mismos mitos del uomo nuovo y del nuovo stato, y un mismo lenguaje simbólico: el desfile militar, la horda enardecida o el trabajador felizmente socializado. Gramsci tampoco escapa a esa urdimbre trágica de la política, pero era muy consciente del problema. Por ello abogaba por un partido de nuevo cuño que se construye pacientemente desde abajo, orgánicamente, con liderazgos distribuidos, trabajando día a día no por la conquista inmediata del poder político, sino por ganar la hegemonía en la sociedad civil, impulsando una integral reforma moral e intelectual de la sociedad. También Demóstenes intentó recuperar un ethos republicano-democrático —sin mitos ni pensamiento mágico— en el momento de la gran agonía de Grecia, momento trágico que concluiría en la definitiva derrota infligida por el príncipe nuevo que fue Filipo de Macedonia, tan admirado por Maquiavelo, un príncipe-mito individual que sin duda anticipaba la modernidad de su tiempo, y del nuestro. No solo nuestra modernidad en sentido amplio, sino también nuestro inmediato presente, que está presenciando un nuevo auge de los principados civiles en forma de autocracias electorales, y posiblemente también, como teme el profesor Rahe, de los «eclesiásticos».
| [1] |
Agradezco a los profesores F. Herreros, V. A. Rocafort, J. M. Forte, J. Mirás, J.M. Díaz, y a mis exalumnos de máster, A. Berga y L. Gómez, sus comentarios a una versión previa de este artículo. Huelga decir que ninguno de ellos es responsable de lo aquí escrito. Asimismo, presenté una versión anterior de este artículo en el workshop Maquiavelo y la Mirada Contemporánea, dirigido por el profesor J. M. Forte, en la Facultad de Filosofía de la UCM (7 de nov. De 2023). |
| [2] |
G. Bock et al. (1990: esp. Parte III); Pocock (1975; 1989: cap. 4); Fuller (2016); Kahn (2010); Barthas (2010), y Rahe (2006), entre otros. |
| [3] |
En Najemy (2010). V. Cox es la única que lo menciona, una sola vez pero en passant, y G. Giorgini es el único que lo cita —también de forma marginal— en Johnston et al. (2017). |
| [4] |
Todas las citas en castellano a las obras de Maquiavelo proceden de Maquiavelo (2011). |
| [5] |
Las citas literales de Isócrates son de la edición de Gredos (1979, 1980). |
| [6] |
En el Panegírico todavía defendía Isócrates la hegemonía de Atenas en Grecia (Panegírico, 21), aunque su programa de lucha panhelénica contra el persa estaba ya perfectamente definido entonces (380 a. C.). |
| [7] |
Como veremos, en este punto Maquiavelo estaría más cerca de Isócrates que de Demóstenes. En efecto, y salvando todas las distancias, Maquiavelo también pedía a su Principe nuovo que uniera a Italia contra los nuevos bárbaros, franceses y españoles. |
| [8] |
En la antigua Grecia no había partidos políticos en el sentido moderno del término, pero como ha demostrado Hansen (2022: 437-9), puede hablarse de partidos en el sentido de grupos más o menos organizados de seguidores de un líder en torno a unos determinados intereses. También Weber (2001: 271) habla de Parteien en ese sentido. Sin embargo, la existencia en Atenas de un partido pro-macedonio —expresión que sigue usándose entre historiadores— es más controvertida. Para un análisis escéptico, cf. Sealy, R. (1993: 165-167). |
| [9] |
Sabido es, por ejemplo, que la historiografía nacionalista, tanto alemana como italiana, del siglo xix, identificaba a las potencias militares de Prusia y Savoya, agentes de las correspondientes unificaciones políticas, con Macedonia. Bismark, Cavour y Filipo II se veían en un mismo plano metahistórico como agentes portadores de las fuerzas históricas que apuntaban hacia la unidad nacional. (cf. Jaeger, 1994: 11). |
| [10] |
Todas las citas de Demóstenes son de Demóstenes (1985). |
| [11] |
Citado por Viroli (2014: 122). |
| [12] |
Sigo a W. Jaeger en su concepción del destino como una realidad inclusiva de esas dos «fuerzas» en la cultura griega antigua. Cf. Jaeger (1994: 286, nota 14), pero sobre todo Jaeger (1981: 125-26). |
| [13] |
El uso retórico de un pasado glorioso, o glorificado (era dorada), es una constante en la oratoria deliberativa ateniense. Demóstenes no es excepción. Como explica Hansen (2022: 465-467), había dos grandes modelos del pasado que se utilizaban según las necesidades del momento. En los debates sobre política exterior se utilizaba el momento de las guerras médicas y los días de la gran Liga Délica, que es el que utiliza Demóstenes en la Tercera Olintíaca. Pero si se discutía la constitución propiamente dicha el modelo de patrios politeia se remontaba más atrás, a Solón y al mismo rey mítico Teseo. |
| [14] |
Ciertamente, entre el verano y el otoño de 349 A.C. Atenas envió tres refuerzos militares a Olinto. El primero, poco después de la Primera Olintíaca, fue prácticamente simbólico. El segundo, hacia el momento en que Demóstenes escribe su Segunda Olintíaca, fue criticado por insuficiente. El tercero, enviado más o menos cuando Demóstenes pronuncia su Tercera Olintíaca, fue más significativo pero tardío. |
| [15] |
El Teórico era una paga por asistir al teatro en los días festivos que se instauró a mediados del siglo IV, pero ya en la segunda mitad, probablemente a iniciativa de Eubulo, el Teórico se fue gradualmente extendiendo para cubrir otras necesidades como la financiación de edificios y caminos y la administración de la armada. Eubulo, siendo miembro del Consejo del Teórico, promulgó una ley para que no se transfiriera dinero del Fondo del Teórico al Fondo Militar. Durante la crisis de 339 a. C. Demóstenes consiguió anular esa ley y concentrar todos los recursos en el Fondo Militar (cf. Hansen. 2022: 416-7). |
| [16] |
Tito Livio (2000: 297). |
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