RESUMEN

Este artículo revisa el reflotamiento de la editorial Revista de Occidente en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo con la intención de determinar si el liberalismo subyacente a su fundación alimentó tras su relanzamiento posbélico lo que se ha dado en llamar la tercera España, y en tal caso, de dónde procedió el impulso y si participó el conjunto de asesores de los que se rodeó su director para su reflote.

Palabras clave: Guerra civil española; tercera España; exilio interior; Revista de Occidente; José Ortega y Gasset; José Ortega Spottorno; liberalismo.

ABSTRACT

This paper examines, first, the revival of the Revista de Occidente in the forties, fifties and sixties of the twentieth century, in order to determine whether the liberalism that underpinned its foundation in the previous decade also fueled the so-called Third Spain after its postwar relaunch. In this case, the second purpose is to determine where this impulse came from and whether the group of advisors surrounding the director participated in it.

Keywords: Spanish Civil War; Third Spain; inner exile; Revista de Occidente; José Ortega y Gasset; José Ortega Spottorno; liberalism.

Cómo citar este artículo / Citation: López Cobo, A. (2025). Exilio interior y tercera España: el caso de Revista de Occidente. Revista de Estudios Políticos, 209, 125-‍139. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.209.06

Tras finalizada la Guerra Civil española, José Ortega y Gasset desde Buenos Aires conminó a sus hijos en España a que rescataran lo que hubiera quedado de la editorial Revista de Occidente, cuyas dependencias estaban en Gran Vía, una de las más castigadas por los bombardeos. Si bien los tres participaron inicialmente, fue el menor José quien asumió las tareas de gerente y director. Lo más urgente para el filósofo era frenar cuanto antes el declive de la economía familiar que con grandes dificultades había sostenido desde el verano de 1936 (‍Campomar, 1999, ‍2009: 799-‍823; ‍Zamora Bonilla, 2002). En las siguientes páginas me propongo determinar si el liberalismo subyacente a la creación de la empresa orteguiana —la revista y la editorial— en la década anterior alimentó tras su relanzamiento posbélico lo que se ha dado en llamar la tercera España, y en tal caso, de dónde procedió el impulso y si de él participaron los asesores de los que se rodeó José Ortega Spottorno para su reflote.

Pero antes quisiera empezar problematizando algunos de los términos que voy a manejar. En primer lugar, del título parece desprenderse que la etapa de recuperación de la editorial Revista de Occidente que arranca en el otoño de 1939 constituyó un espacio donde pudo desarrollarse no ya la idea, sino incluso la posibilidad de una tercera España en la inmediata posguerra. Sin embargo, a poco que se piense, se trata esta de una contraditio in terminis, un completo contrasentido. Porque para que podamos hablar de la tercera España en los años cuarenta tendrían que haberse podido dar las otras dos y, además, haberlo hecho en convivencia opositiva, de manera que la tercera viniera a ser una especie de fiel de la balanza[1]. Como sabemos, la victoria franquista zanjó toda posible existencia de una España diferente a la única —grande y libre—. Esto no frenó una resistencia organizada de carácter político militar, pero en todo caso clandestina y con riesgo de detención, cárcel y/o ejecución (‍Sesma, 2024: 67-‍259). Por otro lado, en la España visible, en la que trataba de vivir en la realidad impuesta, no cabía la manifestación contra el régimen, no ya públicamente, sino que incluso en el círculo familiar se corrió el velo del silencio. La pervivencia de la segunda España dentro del régimen o fue clandestina o se replegó a la intimidad de las consciencias. Con esto quiero decir que si no era posible lo que, siguiendo a Bergson, José Ferrater Mora (‍1945: 30) llamó «ley del doble frenesí» como «la exigencia de que cada una de las dos tendencias contrapuestas sea perseguida hasta el fin», mucho menos podemos hablar en esos primeros años de posguerra dentro del territorio nacional de una tercera posibilidad que pudiera ser visible, sea cual fuera la función que a esta pudiéramos otorgarle.

En segundo lugar, tampoco me siento cómoda con el sintagma exilio interior. Empleado con éxito por el niño exiliado en Francia y después periodista, Miguel Salabert, que en su artículo «L’exile interieur» en L’Express de 1958 lo vinculó a una realidad histórica que contraponía una España (la peregrina y exiliada) a aquella otra que no pudiendo o no queriendo huir del país permanecía dentro en una actitud de rechazo íntimo al régimen. En 1988 publicó la novela homónima en la que definía la España del exilio interior como una

[…] España aherrojada, cautiva y marginada en sus propias entrañas físicas, es decir, incluía a todos aquellos españoles que resistieron pasivamente o cuya única forma de colaboración con el franquismo consistió en no luchar activamente contra él. […] Exilio interior era: constituirse en islotes dispersos; coger el petate y acampar a extramuros de la polis: sumirse en la fascinante contemplación del propio ombligo o deleitarse cultivando en él margaritas; […] comprarse un biombo y aislarse del mundo; responder con una fuga hacia adentro a la agresión que se nos infligía desde muros y periódicos con «esa inmunda imagen que querían darnos de nosotros mismos». El exilio interior era, en dos palabras, el autismo social (‍Salabert 1988: 11).

Esta definición se me antoja farragosa en la medida que ofrece un espacio único y estable, el «autismo social», a una realidad plural y en constante movimiento. Porque si se dice que el exilio interior es sinónimo de resistencia pasiva «cuya única forma de colaboración con el franquismo consistió en no luchar activamente contra él», ¿podemos encajar esta definición en el intento de reactivación y, finalmente, la exitosa recuperación de la editorial Revista de Occidente durante los años cuarenta y cincuenta, y el posterior renacimiento de la publicación periódica entre 1963 y 1975? ¿Podemos decir sin más que José Ortega Spottorno y el círculo de intelectuales a la editorial vinculada eran islotes dispersos, acampados a extramuros, aislados del mundo, fugados hacia dentro en respuesta a la agresión oficial? ¿Podemos incluso considerarlos como un bloque? Algunos de los hombres de este círculo puede que respondan a ciertas características propuestas por Salabert, pero ¿a todas?, ¿todos?, ¿de manera sostenida en el tiempo? ¿Los consideramos exiliados interiores, o no? ¿Los podemos llamar tercera España?

Me he formulado todas estas preguntas y la única respuesta que he conseguido encontrar por el momento es que aventurarse a la España de la inmediata posguerra con una mirada que pretenda incluir bajo un mismo apelativo, sea el de tercera España o el de exilio interior —por citar los dos sintagmas que he unido en mi desafortunado título—, a personas con algún grado de disidencia con el franquismo que desde la Península pretendieran mediar entre las partes enfrentadas en la guerra, me parece que requiere de un cuidadoso trabajo del más afilado escalpelo que en esos años diseccione muy bien a qué comportamientos podrían otorgárseles tales apelativos y, de poder determinarlos, si se practicaron individual o colectivamente. Y en el caso de que fuera una actitud colectiva, si fue producto de una estrategia diseñada para dotar de visibilidad esa voluntad de mediación y si, por último, pretendían ofrecer un espacio para el reconocimiento de aquellos exiliados interiores que quisieran sumarse a la iniciativa. Creo que la travesía intelectual de un Pedro Laín Entralgo o de un Antonio Marichalar, por citar dos nombres próximos a Revista de Occidente y porque no siguen precisamente caminos paralelos, es indicativo de la dificultad de utilizar los sintagmas empleados en mi título sin una exégesis tanto de los conceptos como de las trayectorias de cada uno de los hombres que en las décadas de los cuarenta y cincuenta tuvieron algún tipo de presencia pública.

Por otro lado, una vez podamos delimitar con cierta certidumbre qué decimos cuando decimos tercera España, quizá debamos plantear el dilema de cómo llamar a esa otra España que nacida bajo la dictadura en los años posteriores a la guerra, creció en una sociedad donde no era posible el cuestionamiento político, religioso, cultural o social. ¿En qué parte de esas tres Españas cabe situar a aquellos jóvenes cuya frustración se articuló en movimientos político-culturales y contraculturales de los sesenta y los setenta, que de algún modo se vuelven a vincular con los rescoldos de la tercera España» en la Transición?

Entrevistado Manuel Castells en El País (‍Fanjul, 2023), afirmaba que su activación política tuvo lugar al incorporarse a la Universidad en 1958, y que para los jóvenes universitarios de entonces «el enemigo era el Estado» en tanto que estructura política y social. Cabría preguntarse si esa animadversión al Estado era entendida en toda la Península por igual, es decir, si se trataba de una actitud generacional, la de la España congelada dentro del destino al que estaba siendo forzada a vivir (la exiliada intramuros), mientras la otra, la exiliada extramuros, se mantenía igual de congelada en sus recuerdos de lo que pudo haber sido y no fue, en tanto se negociaban apoyos internacionales para zanjar el reducto del fascismo en Europa, la dictadura franquista. Unas negociaciones que dieron como resultado más visible el IV Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich en 1962. En esos momentos, ensayada ya la dictadura durante dos decenios, ¿quién conformaba la tercera España dentro de la Península? Si ningún hombre de los asiduos de la editorial Revista de Occidente participó de este segundo «contubernio de Múnich», ¿podemos decir que, no obstante, los hombres de Ortega Spottorno alimentaron esa tercera España? ¿O quizá no lo hicieron? Es curioso que Dionisio Ridruejo, el único de los que participó en las reuniones de Múnich y que pudiéramos vincular a la casa orteguiana, no se le incluyera en su catálogo hasta después de la aventura bávara de 1962. ¿Puede trazarse alguna relación entre estos dos hechos?

Como consecuencia de no saber dar respuesta a las múltiples preguntas que me surgen, me propuse revisar el episodio de nuestra historia intelectual que consistió en la reconstrucción de la segunda etapa de la editorial Revista de Occidente. Había trabajado sobre este tema unos años atrás (‍Cabrera, 2016: 175-‍207) y cuando volví sobre mis pesquisas para este artículo, me percaté de que el recuerdo que había llevado a mi cerebro a pensar que ahí estaban ya las respuestas no era tan evidente y conclusivo como me parecía, porque la realidad se manifestaba mucho más compleja a la luz de las nuevas preguntas.

Para empezar, estoy convencida de que el desafío enfrentado por los Ortega al finalizar la guerra para reconstruir la editorial no fue menor. Cabe recordar que los hijos varones del filósofo, Miguel y José, combatieron uno como médico y otro como soldado en el ejército franquista. Incluso para ellos, recuperar la empresa familiar tan estrechamente vinculada al liberalismo entrañaba considerables riesgos y exigía actuar con la máxima delicadeza. Desde la lejanía de Buenos Aires, el padre resolvía las dudas e imprimía el valor necesario para dar los primeros pasos. Miguel compatibilizaba esta tarea con su carrera de médico. También Soledad Ortega Spottorno hizo lo posible hasta que José pudo habérselas solo. Fue este, el hijo menor, quien asumió la mayor responsabilidad. Tenía apenas veintidós años y ni siquiera había pasado por la universidad, en cuya Facultad de Ingeniería Agrónoma se matriculó en 1941.

Visto desde hoy parece que el resultado de aquella tarea fue todo un éxito, pero las cartas de José con el padre traslucen el temor a que cada obstáculo, y fueron muchos, frenara en seco el proyecto. En José Ortega Spottorno confluyeron una enorme intuición para los negocios editoriales, un tremendo olfato para saber qué autores y títulos podían interesar a una España en todo diferente a la democrática anterior; en tercer lugar, el hecho de que contara con la larga experiencia editorial del padre y, no menos importante, que tuvo a su disposición una red de contactos que aunaban, por un lado, algunos de los mejores profesionales universitarios del momento —los que habían quedado— y, por otro, aunque a veces no resulta fácil hacer separaciones taxativas, personas clave situadas en el entramado cultural y administrativo franquista, algunos de ellos salidos de las aulas universitarias del filósofo a comienzos de la década. Y por encima de todo esto, la convicción de que lo importante era devolver a la editorial su posición de antaño con independencia de la singularidad política de sus autores españoles. Bien mirado, el arco ya no era muy amplio, y a pesar de eso no todos contaban con el placet del régimen.

Ninguna de las razones descritas carece de peso en el éxito de la empresa. Ortega Spottorno supo moverse en una España con serias restricciones para conseguir financiación y papel, con un tejido editorial prácticamente inexistente después de que buena parte de las profesiones ligadas a las artes gráficas hubieran sufrido importantes bajas, bien durante la guerra o por el exilio, con pérdidas también considerables e insustituibles en el terreno intelectual; una España que además había puesto en marcha un sistema de control gubernamental sobre la producción editorial que hacía casi imposible proponer un título cuyo contenido no fuera rechazado en mayor o menor grado (‍Martínez Martín, 2015b). Por otro lado, ser el hijo del filósofo en según qué ámbitos ayudaba poco en la medida que desde su exilio argentino Ortega seguía sin pronunciarse a favor de los vencedores.

Pronto se vio que el joven Ortega iba a tomar una serie de buenas decisiones que explican por qué la editorial en pocos años volvió a situarse entre las de referencia intelectual del país. Las decisiones fueron: a) reeditar obra de los años anteriores a la guerra mientras se preparaba un nuevo catálogo; b) reorientar el público diana hacia el estudiantado universitario y preparar títulos adaptados a sus necesidades; c) recuperar para el proyecto intelectual a los hombres de la generación del padre próximos a la revista que todavía estuvieran en el país, sin que su ideología —pero sin extremismos— supusiera un impedimento, y d) abrir la editorial a los jóvenes más solventes que fueran egresando de las aulas universitarias para que el círculo asesor de la casa se renovara constantemente.

Las exigencias editoriales del régimen no eran menores. Por un lado, se debía reducir al mínimo la narrativa de ficción; además se daba predilección a autores alemanes e italianos y, en caso de proponer a españoles, bajo ningún concepto podían ser sospechosos para el régimen. Por último, la temática de las publicaciones no podía contravenir la moral católica o, cuando menos, la materia no podía ser susceptible de alimentar a los «enemigos del régimen». Cierto es que tales exigencias reducían la variabilidad del tradicional catálogo de la editorial, si bien su cuerpo central de ensayística daba margen de maniobra. Eso sí, quedaban fuera por el momento las colecciones de textos políticos y todos los de autores repudiados por el régimen. Lo que parecía un escollo difícil de salvar eran las versiones del alemán. No se podía contar con ninguno de los traductores habituales: los unos por estar entrado o saliendo de su refugio espiritual (Manuel García Morente se había hecho sacerdote y Xavier Zubiri estaba colgando la sotana para casarse en Roma con Carmen Castro) y los otros por estar exiliados (José Gaos, Eugenio Ímaz, Fernando Vela). Había que recurrir a alguien intelectualmente solvente y lingüísticamente confiable. Había un joven, pero había que ir a buscarlo a la cárcel donde estaba cumpliendo condena de tres meses tras la delación por parte de un antiguo amigo. Hablo de Julián Marías, egresado de las aulas de Filosofía de la Universidad Central días antes del levantamiento militar y que había trabajado junto a Julián Besteiro en las semanas previas a la caída de Madrid. Marías había decidido no exiliarse. A la cárcel fue a visitarlo Soledad Ortega para contratarlo. A su salida se le encargó la traducción de una parte del texto de Max Scheler, De lo eterno en el hombre, que José padre consideraba «por muchas razones el libro más adecuado para romper fuego»[2].

Los primeros volúmenes de esta segunda etapa fueron el libro del hijo mayor, Miguel, Vitaminas como biocatalizadores: función, clínica, terapéutica (1939); dos traducidos por Julián Marías, el que acabo de citar de Max Scheler y el del político jurista Hermann Höpker-Aschoff, El dinero y el oro, ambos de 1940. También de este año es la segunda edición del estudio filológico de Karl Vossler, Lope de Vega y su tiempo, que había traducido Ramón de la Serna en 1933. Antes de empezar a componer estos títulos, Ortega Spottorno puso también a la venta la tercera edición de La filosofía moderna desde el Renacimiento a Kant de August Messer que había quedado impreso a comienzos de la guerra y que había quedado sin encuadernar ni distribuir[3]. Como se ve, cumpliendo con las directrices marcadas por el régimen, la editorial echaba de nuevo a andar con un catálogo que en nada traicionaba al de la etapa anterior y cumpliendo con las limitaciones de la censura.

En paralelo a este trabajo editorial, José inicia sus estudios de agrónomo y es ahí donde se da cuenta del que sería el primer gran acierto de esta segunda etapa: la necesidad que los estudiantes universitarios tienen de manuales técnicos[4]. Se trataba de un proyecto rentable porque el público al que iba destinado estaba necesitado de tales materiales. Al ser libros muy especializados, los encargaría a profesores universitarios en activo, afines a la tradición de la revista y, cuando no los hubiera, recurriría a los intelectuales que habían conformado la tertulia de su padre que no se habían podido o querido ir del país o quienes estaban conformes con el régimen. Poco a poco estos hombres recuperaron el hábito de reunirse en las oficinas en la nueva sede de la editorial en la calle Bárbara de Braganza de Madrid.

El grupo con que contó Ortega Spottorno para pulsar las necesidades editoriales universitarias lo constituyó lo mejor de la intelectualidad del país en ese momento. Filósofos, economistas, matemáticos, psiquiatras, ingenieros, filólogos, profesionales todos del ámbito académico, a quienes abrió la editorial para que publicaran sus investigaciones o las de sus discípulos, así como para que orientaran en materia de autores, títulos y traductores[5]. La universidad sería el semillero y el destino natural de las ediciones de Revista de Occidente.

¿Se trataba este de un grupo homogéneo más allá de su vinculación común a las aulas universitarias? Detengámonos un momento en las trayectorias personales de los más cercanos a la empresa orteguiana antes y después de la guerra para determinar el grado de variabilidad en sus circunstancias vitales en unos años que, no olvidemos, son los de la inmediata posguerra. De este modo pretendo ofrecer una muestra sincrónica de la diversidad en el seno de los liberales de Revista de Occidente.

El primero es Fernando Vela, quien naturalmente habría de haber dirigido esta segunda etapa o, al menos, haber sido la mano derecha del hijo como lo fue del padre. Por aquel entonces, estaba instalado en el norte de África como número dos del periódico franquista España de Tánger, que dirigía el que había sido periodista taurino de ABC, Gregorio Corrochano: le había ofrecido el trabajo en un periódico de nueva creación no solo porque era una de las personas más preparadas que podía haber encontrado entonces, sino también para sacarlo de una España aún en guerra. En el otoño de 1936 había sido perseguido por las «brigadas del amanecer», que era como se llamaba a grupos de milicianos descontrolados e incitados por la prensa socialista más radical (‍Anónimo 1936a, ‍1936b) y se había tenido que ocultar bajo bandera cubana en el Consulado de Haití a la espera de poder salir del Madrid asediado por el ejército franquista. Una vez liberado, pasó a la zona sublevada y fue interrogado y depurado por considerársele izquierdista como director que fue de El Sol entre los años 1933 y 1934. Ambos bandos lo consideraron un traidor. En 1938 se había trasladado a Tánger y no había vuelto a Madrid hasta mayo de 1940 para una estancia de cuatro semanas. En Madrid tuvo ocasión de hablar largo y tendido con los Ortega Spottorno. José le pidió que se hiciera cargo de la editorial, pero no pudo aceptar el compromiso, aunque sí un papel menor. Las razones en ese momento eran la carga laboral que desarrollaba en Tánger y que no podía abandonar, a pesar de que estaba buscando la manera de dejar atrás la colonia española. Este viaje también le permitiría averiguar si había posibilidades de volver a su puesto como funcionario de Aduanas del que había sido depurado. Ahora sabemos que regresó a Madrid en 1942 y que lo hizo a requerimiento judicial en una causa que lo declaró en 1944 «enemigo de la patria» por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo.

José Miguel Sacristán, discípulo directo de Ramón y Cajal y miembro de la llamada «generación de Archivos de Neurobiología», fue acusado de republicano y antifranquista en 1940. Hubo de enfrentar un juicio en el Tribunal de Responsabilidades Políticas, que lo condenó a inhabilitación para cargos y prohibición del ejercicio profesional en Madrid durante seis meses (‍Lázaro, 1997; ‍Rodríguez Lafora, 2000; ‍Otero 2006).

El también psiquiatra del círculo de Archivos de Neurobiología, José Germain Cebrián, sufrió un destino similar. Su maestro Gonzalo Rodríguez Lafora, estrecho colaborador de Cajal, se lo había presentado a Ortega en 1927, momento a partir del cual se convertiría en asiduo a la tertulia de Revista de Occidente. Manifiesto republicano, durante la guerra civil se exilió a París. A su regreso a la Península, Germain trató de retomar su puesto como director del Instituto Nacional de Psicotecnia, siendo esta la causa de que fuera investigado y depurado. Sin embargo, la calidad del trabajo que siguió desempeñando fuera de los círculos oficiales y en casi completa soledad, así como su lucha por la recuperación para la psicología española del nivel formativo, científico e investigador previos a la guerra civil, obligaron al régimen a dejar de ignorarlo a partir de 1946 (‍Carpintero et al., 2000).

José Tudela, amigo personal de Ortega y el que fuera protagonista en 1925 de «Pepe Tudela vuelve a la Mesta» (El Espectador IV) había estado preso en una checa en el Madrid de 1936 de la que había sido liberado por uno de sus carceleros que conocía su filiación en la Agrupación al Servicio de la República. Había huido a Francia en los últimos días de la guerra y en la primavera de 1940 acababa de regresar a la capital donde trataba por todos los medios de que se le restituyera en su puesto de funcionario del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos del Estado (‍Ortega Spottorno, 1995). Cuando se abrió el Museo de América en 1941 fue nombrado su subdirector.

Salvador Lissarrague, quien fuera amigo de María Zambrano antes de la guerra y, como ella, alumno de Ortega en la Universidad Central de Madrid, tenía a sus espaldas una biografía reciente de corte opuesta. Durante la confrontación armada había participado activamente con Falange Española hasta el punto de que se le consideraba, junto con el destacado falangista Antonio Luna, «la máxima representación de las fuerzas clandestinas de la Falange en la zona roja» (‍Catalá, 1967). Hacia 1940 Lissarrague había reunido méritos suficientes como para ser considerado para diversos cargos políticos y académicos. Había sido nombrado director del Ateneo de Madrid y formaba parte del recién creado Instituto Nacional del Libro Español (INLE). En la correspondencia entre padre e hijo se lee que el buen posicionamiento de Lissarrague en el régimen franquista, así como el de otros conocidos afines como Manuel Halcón, jugará un papel destacado en el sorteo de la censura para las ediciones de Revista de Occidente de esos primeros años de posguerra.

A ese mismo círculo de exalumnos de Ortega pertenece el historiador José Antonio Maravall Casesnoves. Había sido colaborador de Revista de Occidente y de la cristiana Cruz y Raya de Bergamín. Como Pepe Tudela, había militado en la Agrupación al Servicio de la República. Durante la contienda se incorporó al bando republicano, según Fresán Cuenca (‍2003: 156), muy a su pesar:

El estallido de la Guerra Civil no solo volvió a truncar el desarrollo de su investigación doctoral, sino que sorprendiéndole en Madrid le obligó a pasar los tres años de lucha en la llamada zona roja, donde tuvo que disfrazarse y enrolarse en el grupo miliciano de una amistad para sobrevivir. Deseando y confiando en la victoria de Franco, su edad hizo, sin embargo, que fuese movilizado por el Ejército de la República, donde alcanzó el grado de sargento y conoció los frentes de la Zarzuela, Almansa, Jaén y Figueras.

Este mismo historiador asegura que su proximidad a Falange desde las postrimerías del 18 de julio hizo que asentada la dictadura se incorporara sin grandes dificultades a la estructura del nuevo régimen.

Un asiduo de la revista y la editorial había sido Emilio García Gómez, arabista catedrático de la Universidad de Granada y discípulo de Miguel Asín Palacios, que había publicado en la Revista de Occidente (‍García Gómez, 1928) un fragmento de El collar de la paloma del poeta del siglo XI Hazm de Córdoba (‍García Gómez, 1934a, ‍1934b). Años más tarde, Ortega le prologaría esta traducción (‍Hazm de Córdoba, 1952), que recibió una dura crítica del aparato científico franquista del CSIC a través de la revista Arbor y que él atribuyó a su pasado vinculado a la ILE.

Los aristócratas Antonio Marichalar y Carmen Muñoz Rocatallada, también cercanos a los Ortega, presentaban circunstancias algo diferentes. La condesa de Yebes fue denunciada y encarcelada en el San Sebastián republicano durante un mes. Consiguió zafarse de presidio y huyó del país. Regresó a España pasado el verano de 1939 (El País, 1988). Por su parte, el marqués de Montesa firmó la adhesión al Gobierno legítimo que apareció en la prensa el 31 de julio de 1936, junto a Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Antonio Machado y Menéndez Pidal, entre otros (El Liberal, 1936c; Marcelino, 1936). Cuando asaltaron su piso de la plaza de la Independencia, decidió escapar a Francia y desde allí se apresuró a desmentir su adhesión republicana, enviando notificaciones a la prensa sublevada y extranjera (‍Herrero y Ródenas, 2017; La Falange, 1936d). Regresó a España en octubre de 1939 y de inmediato se incorporó como asesor en el relanzamiento de la editorial Revista de Occidente (‍Cabrera, 2016: 187).

Además de los asesores de la editorial cabe mencionar un cambio en el accionariado tan temprano como en la primavera de 1940, cuando Spottorno decidió recuperar las participaciones en manos que no controlaba. Quería que la empresa familiar dependiera lo menos posible de los intereses de personas que iban resituándose en el nuevo marco político y que, por presencia o ausencia, pudieran lastrar su plan editorial. Se refería específicamente a Ramón Ferrer Galdiano, Julio Arteche Villabaso[6] y a Serapio Huici (director de Espasa-Calpe en Argentina, quien mostró a Ortega que ya no se le tenía la misma consideración en la editorial). También recuperó las de María de Maeztu[7]. Con las acciones en poder de la familia (Rodríguez Acosta era como de la familia) y con el fin de la autarquía, José se sintió seguro para ampliar el arco de acción del negocio.

Si entre 1939 y 1940 la editorial había conseguido componer cuatro títulos, en 1941 publicaría hasta once. Fue el año de inflexión y a ello contribuyeron la Historia de la filosofía de Julián Marías, con prólogo de Xavier Zubiri, que tuvo un enorme éxito (hasta treintaitrés ediciones), y dos ensayos de Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor (primero había salido en Alemania en 1933 y luego en Argentina en 1939) e Historia como sistema y Del Imperio Romano (previamente aparecidos en inglés y en alemán). En 1945 las ventas anuales fueron de 800 ejemplares. En 1946 alcanzaron los 1600. En enero de ese año, Revista de Occidente abrió la sucursal en Argentina, ampliando considerablemente las ventas[8]. En 1951 los ingresos alcanzaron 1,5 millones de pesetas y en 1952 los 2,5 millones. A comienzos de los sesenta, José tenía las manos libres y el respaldo económico para convertir la editorial en un espacio de debate intelectual y de apertura de pensamiento en paralelo a la reorientación económica del país y justo después de los intentos de Salvador Madariaga de superar el paradigma de las dos Españas en Múnich. El momento ya sí parecía propicio para impulsar la segunda etapa de Revista de Occidente, la publicación periódica, que se iniciaría en abril de 1963. Pero además hizo dos movimientos más: le dio un giro completo a una pequeña empresa de venta y distribución de libros que había fundado en marzo de 1953, Alianza Editorial, para convertirla en una de las referencias editoriales de la España que se encaminaba hacia la democracia[9]. El otro golpe fue la creación del diario El País.

La segunda etapa de Revista de Occidente comenzó su despedida en 1978, después de dar cabida a algunos autores liberales que regresaban del exilio, como fue el caso de Francisco Ayala. En ese año dejó de sacar nuevos títulos. Los últimos ejemplares datan de 1989. Durante medio siglo, la editorial no solo se había recuperado y, por momentos, alcanzado niveles similares y superiores a la primera etapa, sino que además había dado inicial refugio a los liberales de la generación de sus fundadores, para ir abriendo un espacio de limitada pero eficaz libertad para jóvenes y no tan jóvenes. Ortega Spottorno supo mantener los estándares de calidad de la producción científica de la etapa fundacional con independencia del grado de proximidad a la autoridad gubernamental de sus autores. A finales de los cincuenta, la progresiva apertura económica del país se acompañó de una multiplicación en las líneas editoriales que fueron ofreciendo al público —siempre minoritario y en la órbita universitaria— temas y enfoques científico-técnicos y de las humanidades cada vez más plurales.

Corresponde ahora, para cerrar el círculo abierto al comienzo, retomar aquella reflexión primera sobre si el liberalismo en la segunda etapa de Revista de Occidente puede considerarse una labor conjunta y en bloque y si, en todo caso, puede asimilarse a los rasgos e idea de la tercera España. A la luz de lo dicho tengo la impresión de que la casa editora reunió en su catálogo autores que en algún momento de su trayectoria pudieron haberse consignado en esa categoría de tercera España. De lo que no estoy tan segura es de que todos ellos en todo momento pudieran agruparse bajo ese rótulo y mucho menos que hubiera organización colectiva de resistencia al régimen, fuera silenciosa o no. Otra cosa es que íntimamente cada uno de ellos en contacto dialéctico con los demás (la tertulia, la lectura y el debate) atisbara la existencia de una conciencia colectiva de estar haciendo aportaciones en forma de granitos de arena que pudieran en un futuro empedrar un camino diferente a la dictadura. Pero nada más. Por otro lado, el liberalismo en el tuétano de la familia Ortega sirvió de directriz para la empresa familiar, que era mucho más que la empresa de una familia, mientras todos los que se iban incorporando a ella aportaban algo al reflotado colectivo del barco que había llevado a los españoles al fondo de los océanos, donde unos corrieron con mejor fortuna que otros.

Tal vez Ortega Spottorno y su proyecto editorial fueran el resultado de poner en práctica la consabida salvación de las circunstancias para contribuir a la salvación de sus protagonistas, pero siendo liberales y tratando de crear un entorno que propiciara a la larga las libertades y la posibilidad de que pudiera construirse una nueva democracia, la Revista de Occidente asumió la realidad del país y se movió en los estrechos márgenes de libertad editorial para continuar la labor paterna con que nació la empresa: contribuir a la educación de la sociedad española como la mejor vía de aportar soluciones al problema de España.

NOTAS[Subir]

[1]

Origen del sintagma y evolución en Giustiniani (‍2009; ‍2011).

[2]

Carta de José Ortega y Gasset (en adelante JOG) a José Ortega Spottorno (en adelante JOS) con fecha 21 de junio de 1939. Archivo Ortega Spottorno (en adelante: Archivo JOS). Agradezco a Andrés Ortega Klein y al resto de herederos de José Ortega Spottorno el que me permitieran consultar el archivo cuando hace algunos años trabajé en la segunda etapa de la editorial.

[3]

La excelente calidad del papel revela que había quedado impreso antes de que Fernando Vela tuviera que esconderse al ser denunciado a las «brigadas del amanecer» según él mismo relata en «Después de la lectura de Dostoiewski» (‍Vela, 1966).

[4]

José escribe a su padre el 7 de octubre de 1939: «Hay una falta absoluta de libros de texto. Se da el caso [de] que en las preparaciones de ingenieros, por ejemplo, es preciso cambiar los textos habituales por otros de lo[s] que existan ejemplares. Cabe pues pensar en editar libros que no se editaban por estar en francés o italiano y ser asequibles al público». Carta de JOS a JOG de 7 de octubre de 1939. Archivo JOS.

[5]

Algunos de ellos fueron el catedrático de Filosofía Salvador Lissarrague; también Xavier Zubiri, Manuel García Morente y Fernando Vela; el catedrático de Matemáticas Tomás Rodríguez de Bachiller; el de Economía (y narrador del «arte nuevo») Valentín Andrés Álvarez; el catedrático de Derecho Civil Alfonso García Valdecasas; los psiquiatras José Miguel Sacristán y José Germain Cebrián; el historiador Enrique Lafuente Ferrari; el arabista Emilio García Gómez; los escritores Antonio Marichalar y Carmen Muñoz de Rocatallada, y el archivero Pepe Tudela. A ellos se fueron adhiriendo los recién llegados al círculo: los filósofos Julián Marías y Paulino Garagorri; los ingenieros José Vergara Doncel (que llegó a ser catedrático de Economía en la Escuela de Ingeniería Agrónoma) y José Torán; los juristas y politólogos Manuel García Pelayo y Luis Díez del Corral; el catedrático de Derecho Penal José María Rodríguez Devesa; el economista Miguel Paredes Marcos; el historiador José Antonio Maravall; el médico, historiador y ensayista Pedro Laín Entralgo; el farmacéutico Faustino Cordón o el filólogo y poeta Dámaso Alonso.

[6]

En 1950 era presidente del Banco Bilbao, vicepresidente primero de Telefónica, además de presidente de otras seis empresas y consejero en veintiocho. Recibió el título de conde de manos de Franco. Véanse Eiroa San Francisco (‍2015: 107-‍160 [142n]) y Alzugaray (‍2004: 54-‍55).

[7]

Carta de JOS a JOG de 9 de abril de 1941 y de JOG a JOS de 22 de abril de 1941. Archivo JOS. El accionariado inicial de la publicación periódica Revista de Occidente lo formaban: «Tres amigos de Ortega —María de Maeztu, el pintor granadino José Rodríguez Acosta y el financiero don Serapio Huici— se reúnen treinta mil pesetas, repartidas en treinta acciones. Ninguno de los dos hermanos Ortega —el fundador y el administrador— cuenta con medios para suscribir ninguna» (‍Ortega Spottorno, 1983: 44).

[8]

Los primeros títulos del sello publicados fueron: Dámaso Alonso, Ensayos sobre poesía española; Julián Marías, Historia de la filosofía y Eduard Sprangler, Formas de vida.

[9]

Véase «El capitalismo de edición moderno. Las empresas editoriales: negocios, política y cultura. Los años sesenta» (‍Martínez Martín, 2015a: 306-‍312).

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