RESUMEN
En la primera parte de este trabajo se analizará el primer posicionamiento y sucesivo desarrollo hasta el estallido de la Guerra Civil del pensamiento político de la joven María Zambrano como caso representativo de la generación de 1930. Es la hora de la búsqueda de una identidad personal y generacional en diálogo con los maestros de la generación de 1914. En la segunda parte, en cambio, se analizará la ruptura de Zambrano con sus maestros a través de la exégesis de su «Carta al Dr. Marañon», texto emblemático tanto del posicionamiento político de Zambrano durante la Guerra Civil como del ajuste de cuentas personal e intelectual que iba a llevar a cabo con sus maestros.
Palabras clave: María Zambrano; liberalismo; Guerra Civil; tercera España; dos Españas.
ABSTRACT
In the first part of this work, the initial positioning and subsequent development of the political thought of the young María Zambrano will be analyzed, as a representative case of the Generation of 1930, until the outbreak of the Civil War. It was time for the search for a personal and generational identity in dialogue with the teachers of the Generation of 1914. In the second part, however, Zambrano’s break with her teachers will be analyzed through the exegesis of her «Carta al Dr. Marañón», an emblematic text both of Zambrano’s political positioning during the war and of the personal and intellectual settling of scores that she was to carry out with her teachers.
Keywords: Maria Zambrano; liberalism; Civil War; tercera España; dos Españas.
En este apartado se analizará el primer posicionamiento y sucesivo desarrollo hasta el estallido de la Guerra Civil del pensamiento político de la joven María Zambrano como caso representativo de la generación de 1930. El maestro con quien se mide es Ortega y Gasset, aunque haya también otros, como Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, por ejemplo, pero es el liberalismo de Ortega, su exposición en sus cursos universitarios y en sus libros, de España invertebrada a La rebelión de las masas, el acicate de su primer ejercicio de pensamiento con voluntad de constitución teórica.
El ámbito de la discusión es, pues, el del liberalismo: no en general, en tanto que teoría liberal, sino en la concreción del espacio intelectual español de los años treinta del siglo pasado o, para ser más precisos, desde los años finales de la dictadura de Primo de Rivera hasta la Guerra Civil. Un espacio intelectual este dominado aún en su primera parte por las grandes figuras del liberalismo de la generación de 1914, llamados «los maestros» porque tal era la consideración de los supuestos discípulos de la generación más joven, aunque muchas veces se tratara de discípulos bien díscolos, como es el caso de José Díaz Fernández, cuyo «nuevo romanticismo» supuso el ataque más contundente a la línea de flotación del «arte deshumanizada» de Ortega y Gasset. El nombre de Díaz Fernández no es casual aquí, claro está, sino funcional para el entendimiento de que lo que seguirá en adelante referido a la joven Zambrano es parte de algo más amplio que trata precisamente de la confrontación entre los maestros de la generación de 1914 y los jóvenes intelectuales de la generación de 1930. En este sentido, cabe decir ya que el primer libro de Zambrano, Nuevo liberalismo u Horizonte del liberalismo, es compañero de viaje inseparable de aquel otro libro de Díaz Fernández que fue en su tiempo signo identitario de la joven generación, El nuevo romanticismo, libro publicado también en 1930, como el de Zambrano, aunque antes, y que fue para los jóvenes de entonces factor de cohesión y de identidad generacional (semejante en eso al rol que jugó años atrás el primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, con relación a la generación del 14).
Antes de proceder en lo específico que hace al caso de Zambrano, y con el fin de no perder de vista ese nivel general —o más bien generacional— al que acaba de hacerse referencia, tal vez valga la pena hacer unas breves consideraciones preliminares con el fin de enmarcar el estudio que se ha llevado a cabo sobre una parte del corpus zambraniano.
La primera es sobre el espacio intelectual: justo es verlo en movimiento, como un proceso cambiante, pero justo es también discernir los eventos que supusieron un punto de inflexión sin retorno. Hubo tres: la proclamación de la República, la Revolución de Asturias y la Guerra Civil. De los tres, el más importante es el de 1934. Entiéndase bien, el más importante en lo que hace a nuestro caso con relación al liberalismo, el que marca un antes y un después en la joven generación con relación al liberalismo de los maestros. Se trata, pues, de un espacio intelectual dividido en dos partes: en la primera, que abarcaría desde los últimos años de la dictadura hasta la Revolución de Asturias, la joven generación busca encontrar su lugar de acción política en diálogo y deuda conceptual con el liberalismo de los maestros (el primer libro de Zambrano, Nuevo liberalismo, es precisamente eso, un diálogo con los maestros que intenta encauzar el liberalismo hacia un mayor compromiso social); en la segunda parte, en cambio, de 1934 hasta la Guerra Civil, la joven generación busca un camino propio en una cada vez mayor distancia de los maestros y en un paulatino acercamiento hacia posiciones de mayor radicalismo político que después iban a encontrar su lugar más proprio dentro de la Alianza de Intelectuales Antifascistas (en el caso de Zambrano tal camino se hace desde la experiencia de la revista Cruz y Raya, en la senda abierta por José Bergamín de diálogo abierto y colaboración eficaz entre católicos y comunistas).
La segunda consideración se refiere a los agentes de ese espacio intelectual, a la convergencia de tres generaciones en ese mismo espacio intelectual en movimiento: la del 98 o de los mayores, con figuras carismáticas como las de Unamuno y Machado (carismáticas entonces para los jóvenes porque antes eran otras las que acaso habían sido más carismáticas —piénsese aquí, por ejemplo, en Azorín, Baroja y Maeztu—); la del 14 o de los maestros, con Ortega a la cabeza, sin duda, pero sin olvidar el magisterio liberal de Gregorio Marañón o de Ramón Pérez de Ayala, a la sazón fundadores con Ortega de la Agrupación al Servicio de la República, o las figuras de Manuel Azaña, Américo Castro, Luis Araquistáin o Fernando de los Ríos (nombres que abren bien el abanico de las diversas posiciones políticas en que fue a parar la unidad de intentos de antaño); y la del 30 o de los jóvenes, muy bien enmarcada en un trabajo de Santós Juliá de 2003 titulado «Ser intelectual y ser joven en Madrid hacia 1930». Es interesante notar cómo la joven generación, a medida que avanzamos en el espacio intelectual de los años treinta, desplaza su interés de las figuras del 14 a las del 98 (en el caso de Zambrano es muy claro cómo las figuras de Machado y Unamuno, a las que habría que añadir en su caso la de Galdós, desplazan y sustituyen al correr de esos años a las de Ortega y Marañón en su consideración de modelos intelectuales).
La tercera consideración, y última, tiene que ver con la comprensión del concepto de tercera España que aquí se sostiene, que se entiende como algo ligado a la experiencia intelectual y humana del exilio de 1936 o del Grupo de París o como quiera que se lo llame. En nuestra comprensión, la tercera España nace ahí, en París, mientras en España se combatía una guerra, y no una guerra cualquiera, desde luego; en París, es decir, fuera de España, o por mejor decir, en el exilio. Cabe imaginar aquí la sorpresa o contrariedad de muchos lectores, acostumbrados a considerar exiliados solo a los derrotados en la guerra, a los vencidos, y a estos otros o a no considerarlos o a considerarlos simplemente fugitivos y traidores a no se sabe muy bien qué. Tienen mala prensa, es cierto, pero aquí no toca juzgar su actuación, sino entenderla y comprenderla dentro del efectivo movimiento del campo de la cultura española durante la guerra. En aquel París que en modo alguno era cómodo —aunque fueran sin duda mucho más incómodas las trincheras— hay que colocar las figuras de Azorín, Ortega y Marañón, sin duda, junto a otras como las de Pérez de Ayala o Baroja y un largo etcétera bien conocido. Pero no son las figuras, sea claro, sino lo que en París y en el exilio de la guerra escriben algunas de ellas lo que configura un modo de entender la categoría de tercera España, un modo que en nuestra comprensión se hace textual, filológico, sin duda, pero donde la filología se presenta como requisito hermenéutico de la historia intelectual: un método, pues, cualitativo y no cuantitativo porque ni la significación ni el sentido son nunca cosa de cantidad de ocurrencias sino de cualidad poiética. Así, la idea de tercera España adquiere cuerpo textual a partir de algunos escritos de ese período o de poco sucesivos: por ejemplo, Españoles en París, de Azorín; Miseria y esplendor de la traducción, de Ortega; Españoles fuera de España, de Marañón (habría otros, claro, pero estos constituyen sin duda la base insoslayable de cualesquiera acercamientos a esta idea filológica de tercera España).
Hechas estas consideraciones preliminares, necesarias o cuanto menos funcionales a la mejor comprensión de lo que sigue, podemos adentrarnos en el estudio del caso de María Zambrano, un caso específico dentro de un cuadro más amplio, generacional, como queda dicho, del que también se hace representativo a través de su específica singularidad. Es decir, vamos a analizar el desarrollo del pensamiento político de la joven Zambrano como un caso propio de la generación de 1930. Y lo primero que hace al caso ahora es explicitar el corpus de referencia (un detalle necesario en un método filológico, como quiere ser este nuestro para la historia intelectual). Los años de referencia van de 1928 a 1938 y el corpus tomado en examen comprende los siguientes escritos:
—los artículos publicados por la joven filósofa en ciernes en los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, entre los que cabe destacar la serie publicada en el diario madrileño El Liberal (a la sazón fundado por Miguel Moya, suegro de Gregorio Marañón) del 28 de junio al 8 de noviembre de 1928;
—su primer libro, Nuevo liberalismo u Horizonte del liberalismo, publicado en septiembre de 1930;
—las «Tres cartas a Ortega» de 1930 y 1932;
—los artículos publicados en la revista Nueva España en 1930 y 1931 (nótese que la revista estaba dirigida por José Díaz Fernández, Antonio Espina y Adolfo Salazar);
—sus colaboraciones (artículos, reseñas, notas) en Revista de Occidente y Cruz y Raya durante los años de la República (es obvio que también publicó en otras, pero son estas dos revistas las que marcan el pulso de su pensamiento y dan la medida de su íntima tensión);
—sus colaboraciones en el diario El Sol durante los años de la República;
—el artículo publicado en El Mono Azul al poco de empezar la Guerra Civil;
—los artículos publicados durante su estancia en Chile de noviembre de 1936 a mayo de 1937 (entre los que hay que destacar, sobre todo, por su principal importancia para nuestro caso, la «Carta al Dr. Marañón»);
—el «libro chileno», es decir: Los intelectuales en el drama de España, publicado en Santiago de Chile en mayo de 1937;
—la reseña publicada en agosto de 1937 sobre el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (al que Zambrano asiste como miembro de la delegación española);
—los artículos publicados en Hora de España durante la guerra.
Excede de los límites de este trabajo el poder dar cuenta detallada del estudio llevado a cabo a partir del análisis textual, por lo que procederemos a continuación a la expresión de sus líneas sintéticas en lo que hace al posicionamiento inicial de la joven Zambrano dentro del liberalismo de sus maestros y su sucesivo ‒digamos así‒ corrimiento a la izquierda (acaso paralelo a un corrimiento a la derecha de los maestros). De ese corrimiento a la izquierda, o más a la izquierda, hay que decir que Zambrano lo hizo en vecindad a la experiencia intelectual representada por la revista Cruz y Raya, cuyos director y secretario, respectivamente José Bergamín y Eugenio Ímaz, dieron voz en España a un catolicismo progresista abierto al diálogo y a la colaboración con los comunistas. Ese corrimiento a la izquierda, o más a la izquierda, acabó posicionando a Zambrano al principio de la Guerra Civil en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la que conviene recordar que fue presidente precisamente Bergamín, y en cuyo seno se llevaron a cabo acaso las críticas más duras contra lo que antes se ha llamado tercera España, entre ellas, como veremos, la de Zambrano en su conocida «Carta al Dr. Marañón».
Sintetizando mucho los resultados del estudio podría decirse que el acercamiento a la política por parte de la joven Zambrano es algo que acontece dentro del horizonte del liberalismo tal y como este se ofrecía en España dentro del debate intelectual proprio de los años veinte y treinta del siglo pasado. Esto es claro en sus inicios como intelectual y en su inicial compromiso con la escritura, y es claro también que se trata de un acercamiento tanto teórico como práctico (en sentido amplio y no simplemente ideológico: liberalismo entendido como espacio intelectual y como forma de vida). En uno de sus artículos de El Liberal («Hemos hecho alusión», 26 de julio de 1928) afirma sin ambages ni medios términos «la función social reconstructora del liberalismo» (Zambrano, 2007: 86). Lo dice con plena conciencia de la situación política española, que no es otra que una dictadura, pero que ella ve ya abocada hacia su final, y es en ese final previsto de la dictadura al que la joven Zambrano otorga al liberalismo el «deber» de «velar» por la «estructura esencial de la civitas», cosa que hace apelándose a una cita noble del filósofo Max Scheler (tomada probablemente de El resentimiento de la moral, en traducción de José Gaos publicada por la editorial Revista de Occidente en 1927, o de El saber y la cultura, publicada en 1926 por la misma Revista de Occidente en traducción de José Gómez de la Serna y Favre). Los quince artículos de El liberal, publicados entre junio y noviembre de 1928, mantienen esa misma idea según la cual el liberalismo debía constituir la base sobre la que construir la nueva ciudad democrática (una construcción en la que ella se sentía muy decididamente implicada). Y en ello no hace sino seguir una idea que habían empezado a promover los principales exponentes de la generación de 1914, con Marañón y Ortega a la cabeza, con algunos otros de la del 98, como Azorín (recuérdese su artículo del 4 de junio de 1931, en Crisol, en el que se preguntaba: «¿Quién ha traído la República?», a lo que Azorín respondía que «La República la han hecho posible los intelectuales»). Y la joven Zambrano de estos años está ahí, intelectualmente situada en las coordenadas políticas que marcaban los maestros dentro del orden liberal, tal vez queriendo incidir en ese orden, pero sin cuestionarlo, sino simplemente intentando encauzarlo hacia posiciones con un mayor sentido social.
Hay que decir que en esta hora temprana de su pensamiento Zambrano acomete la comprensión de lo social y de lo político desde categorías orteguianas, como es, por ejemplo y entre otras, el concepto de masa. En la serie de los artículos de El Liberal Zambrano habla de masa o masas, y no de pueblo, que va a ser en cambio a partir de 1936 el concepto central de su filosofía política. Nótese que lo mismo sucede con su primer libro, Nuevo liberalismo, donde la conceptualización de lo social sigue haciéndose a través de la categoría de masa y no de la de pueblo, categoría esta última que ni tan siquiera aparece y que va a ser después central en su pensamiento sucesivo, sobre todo en la arquitectura conceptual de su segundo libro, Los intelectuales en el drama de España, de 1937. En el primero, Nuevo liberalismo, de 1930, Zambrano busca dar sustancia a un «nuevo liberalismo» acorde con los nuevos tiempos y con el espíritu de la nueva juventud, pero es claro que el liberalismo de base, que se discute en el sentido de querer ampliarlo, es el de Ortega y el de Marañón. Y es también claro que la ampliación que Zambrano propone con relación al liberalismo de los maestros es en la dirección de un liberalismo social, donde lo social resiente influencias claras tanto del «socialismo humanista» de Fernando de los Ríos como de un cierto cristianismo progresista que se había ido abriendo paso en la época como nuevo espíritu del tiempo frente a lo que representaban las estructuras del poder temporal de la Iglesia (de ese cristianismo era bandera en España la revista Cruz y Raya, de Bergamín, al igual que lo era en Francia la revista Esprit de Emmanuel Mounier).
Muchos años después, cuando Zambrano había regresado del exilio, en el prólogo a la edición de 1987 de Hacia un saber sobre el alma, iba a recordar que en el verano de 1931 renunció a un ofrecimiento que le hizo Luis Jiménez de Asúa para ser candidata a las Cortes constituyentes por el Partido Socialista. Zambrano renunció, dijo después, para dedicarse a la filosofía, lo cual no hay que poner en cuestión aquí, pues se trata de la vocación que ella sentía dentro de sí, como varias veces repite en su obra, pero quizá convenga precisar que en ese mismo prólogo también dice que le dijo entonces a Jiménez de Asúa que «el socialismo me era muy cercano» (Zambrano, 2016: 429), lo cual no quiere decir sino lo que dice, que le era cercano, pero que en la cercanía hay distancia, y que la cercanía le venía por vía familiar, pues su padre, Blas Zambrano, sí estuvo vinculado al socialismo (Mora, 1998). Pero ella no, lo más que dice es que le era cercano. Y la distancia de esa cercanía está en su pensamiento de estos años, pensamiento, como queda dicho, estructurado con categorías orteguianas desde las que no era fácil subscribir plenamente el orden teórico del socialismo de entonces. Esto se dice a sabiendas de que una lectura importante de la joven Zambrano fue entonces El sentido humanista del socialismo, de Fernando de los Ríos, de 1927, un libro de alguien que sí militaba en el partido socialista, pero que enlazaba más con el socialismo de cátedra anterior a la Alemania de Weimar que con las líneas fuertes del socialismo de los años treinta (en propiedad, el libro de De los Ríos es bien heterodoxo dentro de las líneas de acción, teóricas y prácticas, dominantes entonces dentro del socialismo español).
En consideración al estudio de esta parte del corpus zambraniano, pues, cabe establecer un primer grupo de escritos que significativamente abarcaría desde los artículos del diario El Liberal de 1928 hasta los de la revista Nueva España de 1930-1931, y que incluye de manera central su primer libro, Nuevo liberalismo. Aquí Zambrano está claramente identificada con el proyecto liberal de los maestros, lo cual no significa que carezca de capacidad crítica, sino que la crítica se hacía dentro del proyecto. Ese es, en propiedad, el sentido de su primer libro.
Luego puede observarse en el desarrollo de su pensamiento un salto de cualidad que se manifiesta en 1934 o, si se quiere, una escritura que se aleja de la inmediata circunstancia política y se adentra en las honduras de la reflexión filosófica o de la búsqueda de una propia voz dentro de la filosofía de la razón vital orteguiana: en efecto, ese es el año de publicación de dos importantes artículos, «Por qué se escribe» y «Hacia un saber sobre el alma», ambos publicado en Revista de Occidente, respectivamente en los números de junio y de diciembre de ese año. Después Zambrano hará del año 34 un punto de inflexión de su propia reflexión política, pero esto es algo que hace a posteriori, en los escritos de la guerra, sobre todo en los artículos del período chileno y en su segundo libro, Los intelectuales en el drama de España, pero lo cierto es, y es en lo que aquí se llama la atención ahora, que en la escritura de la joven Zambrano de los años que van de 1934 al inicio de la Guerra Civil no hay todavía rastro de ello. Puede que fuera como un proceso de su pensamiento, algo implícito o que empieza en 1934, pero que solo aflora a partir del estallido de la guerra, o puede también que sea la misma guerra la que da al inmediato pasado un distinto sentido del que en su transcurrir presente había tenido. Sea como fuere, lo cierto es que en lo que Zambrano escribe ese año de 1934 no hay rastro aún de ese otro sentido sucesivo que aparecerá después en su obra, como se desprende de un artículo de ese año publicado en el diario El Sol, concretamente el 4 de febrero, titulado «Fascismo y antifascismo en la Universidad» (donde queda clara su posición política en ese año y donde se condena, además, tanto el fascismo como el antifascismo):
Por eso es bien significativo y evidente cuanto sucede. Tras de unos incidentes gravísimos dentro del propio recinto universitario, que ha mantenido cerradas sus puertas durante varios días, al reanudarse las clases apenas se nota alguna efervescencia. El estudiante medio calla y rechaza, se refugia por el momento en un silencio defensivo de las falsedades que pretenden captarle. Comienza ya el joven a no amar la agitación por la agitación misma, a no entregarse porque sí a una rebeldía sistemática. «La rebelión de la juventud» va finalizando su imperio. De aquí en adelante iremos viendo cómo el joven, para rebelarse, necesita encontrar, cada vez más, motivos necesarios y suficientes. Justamente los que han faltado en la «hazaña» de San Carlos. No creemos, en su virtud, que «fascismo» ni «antifascismo» (que son fascismos de signo contrario o sin signos) prendan en la vida universitaria. Todo lo más, pasarán de modo fugaz y superficial, como una epidemia. Todos los que crean que ser español constituye un modo de ser incanjeable por otro, tienen que esperar de nuestra manera de sentir la vida una inspiración original y verdadera, con estilo propio. Y de ella únicamente podrán salir los movimientos espirituales y políticos, las acciones que enciendan a los estudiantes ‒y a todos los jóvenes‒ en un fervor unánime. Y todas estas cosas ‒fascismo, antifascismo y otras por el estilo‒ van a ser un poco de comedia, aunque en la comedia haya quien pierda la vida de veras, tristemente, por un efímero equívoco al margen de la verdadera Historia, que se irá haciendo, como siempre, de modo genialmente imprevisible.
El desmentido es fácil y cabe decir que Zambrano se equivocaba y que ni el fascismo ni el antifascismo fueron una comedia. A principios de 1934 Zambrano estaba ahí, en ese medio o lugar intermedio entre uno y otro, lejos de ambos, y en esto cabe decir que más cercana aún a sus maestros liberales que a ninguno de los extremos opuestos. Es verdad que Ortega callaba desde hacía tiempo y que Marañón tampoco hablaba mucho, sobre todo desde la disolución de la Agrupación al Servicio de la República, y que los jóvenes a veces vieron ese silencio de los maestros como abandono, no porque en efecto lo fuera, sino porque ellos, los jóvenes, así se sintieron: abandonados a la deriva de los acontecimientos.
Después llegó octubre de ese año, y dos años después, ya en la guerra, Zambrano dirá que a partir de la Revolución de Asturias empieza otra historia. Pero hay que insistir en que lo dice después porque, de hecho, en sus escritos del 34 hasta el inicio de la guerra no hay rastro de esa valoración distinta. Y hay que decir, además, que esa distinta valoración es perfectamente coherente con la comprensión del proceso de la vida republicana que iba a promoverse después desde la Alianza de Intelectuales Antifascistas.
La Alianza, como se sabe, se fundó al poco de empezar la guerra, y Zambrano estuvo ahí desde ese mismo momento fundacional y durante toda la guerra. Estuvo ahí aunque estuviera en Chile con su marido, el diplomático Alfonso Rodríguez Aldave, y aunque tan lejos acaso fue la más eficaz colaboradora de Bergamín, a la sazón presidente de la Alianza. Pero hay un detalle que conviene no pasar por alto porque es muy significativo para entender bien el antifascismo de Zambrano. La Alianza tuvo durante la guerra dos revistas a ella muy vinculadas, aunque la vinculación era distinta y estaba marcada sobre todo por el mayor o menor predominio o presencia de las distintas militancias que en su seno convivían. Por un lado estaba El Mono Azul y por otro Hora de España. En la primera, Zambrano publicó un solo artículo, tal vez el más radical de cuantos escribió durante la guerra: «La libertad del intelectual» (n.º 3, 10 de septiembre de 1936), un artículo que en cierto modo hay que considerar como germen del libro chileno, Los intelectuales en el drama de España. En Hora de España, en cambio, colaboraría muy a menudo y al volver de Chile se incorporaría a su consejo de redacción. Cabe una advertencia, breve y simple: que el antifascismo se declina de muchas maneras y que no es lo mismo el antifascismo de Zambrano que el de María Teresa León o el de Rosa Chacel, por decir de tres mujeres muy representativas de su tiempo pero en modo alguno convergentes en la comprensión del antifascismo, algo que a la postre habría de ponernos en la cuenta de que acaso sea más conveniente hablar de antifascismos, en plural, como proponen Michael Seidman (2017) para la escena mundial y Hugo García (2015) para la española.
Es en los escritos de la guerra donde Zambrano cambia la estructura conceptual de su filosofía política. El cambio principal es el abandono del concepto de masa, y la consiguiente comprensión de la vida social como dialéctica entre élites y masas, para dar paso a una comprensión de la política y de lo político basados en el concepto de pueblo, un concepto tardorromántico desarrollado en el pensamiento alemán del siglo xix por Humboldt y Herder y central en España a partir del krausismo y el institucionismo, pero que a Zambrano llega directamente a través de su padre, Blas Zambrano, y sobre todo de Antonio Machado, el Machado de los escritos de Juan de Mairena, un mismo pueblo que ella ve perfectamente representado en las novelas de Benito Pérez Galdós. Es claro que la operación intelectual de Zambrano supone un salto hacia atrás en el tiempo de la historia de la filosofía, un abandono de la teoría social más moderna, la orteguiana, en favor, de la crítica que a esa teoría social se hacía entonces desde ciertas figuras ligadas al institucionismo, como Machado, crítica que en el caso de Zambrano no acoge la otra crítica que se hacía a la teoría social orteguiana desde el lado socialista, el de Araquistáin, para entendernos.
Y es desde aquí, desde este nuevo lugar intelectual donde el pueblo se convierte en centro de su consideración política y de su filosofía política, en el que Zambrano lleva a cabo la crítica al liberalismo de sus maestros. Una crítica que encuentra su punto más alto, más contundente y duro en la «Carta al Dr. Marañón», publicada el 20 de marzo de 1937 en el diario Crítica de Buenos Aires y después recogida como cierre de su libro chileno, Los intelectuales en el drama de España. En dicha Carta Zambrano no habla de tercera España, sino que el nombre que emplea es el de «neutrales»: habla de los neutrales de manera despectiva, claro está, condenando su actitud, algo que ella considera una traición a la República, pero trazando para esos neutrales un perímetro que bien podría decirse que coincide exactamente con el perímetro de consideración de la llamada tercera España.
Dos breves conclusiones a este primer apartado. La primera, que la crítica de Zambrano no es, en fondo, ni contra el liberalismo como ideología política ni contra el liberalismo como forma de vida, sino contraria a la actitud frente a la guerra de sus maestros liberales. Y la segunda, sin duda más compleja y que aquí queda solo apuntada en espera de mejor desarrollo en el segundo apartado: que la crítica a la tercera España se hace desde la comprensión de España dentro de la metáfora de las dos Españas. Es decir, que se trata de una crítica que se hace reduciendo la realidad española (lo que Castro llamaría la «realidad histórica» de España) a la dicotomía entre las dos Españas. Fuera de esa dicotomía, la crítica cae por su propio peso, sobre todo porque olvida que la tercera España lo que pretendía era escapar al corsé intelectual de las dos Españas sempiternamente enfrentadas.
La «Carta al Dr. Marañón» es un artículo en forma de carta abierta que se publicó el sábado 20 de marzo de 1937 en el diario Crítica de Buenos Aires. La circunstancia de la publicación y los avatares de su sucesiva incorporación a la segunda parte de Los intelectuales en el drama de España han sido detallados en Martín Cabrero (2023). Aquí nos centraremos en su análisis textual (Zambrano en Martín Cabrero, 2022: 755-758).
La carta arranca explicitando el deseo o la necesidad de fijar posiciones en la hora definitiva de la guerra, pero enseguida se entiende que es algo que trasciende lo personal: detrás de Zambrano hay un «nosotros» (que es expresión generacional: nosotros los jóvenes, «los que quedamos de este lado, en las trincheras del pueblo») y detrás de Marañón hay un «ustedes» (que también es generacional: ustedes que fueron nuestros maestros, «de quienes hemos esperado tanto y por diversos sucesos, entre ellos la muerte, el silencio o la deserción neutral, quedan para siempre separados de las que van a ser nuestras tareas»). Esa «fijación de posiciones», como la llama ella, incumbe los años de la II República, todos ellos, pero solo a la luz sucesiva que arrojan los hechos consumados de la guerra. Es decir: la guerra tiene en Zambrano un efecto catártico al servicio del desvelamiento de la verdad (entendida como alétheia, algo propio de la koiné orteguiana). Lo había dicho con énfasis en el cierre de su primer artículo de la guerra: «Esta verdad que solo al pueblo puesto en pie se muestra» (Zambrano, 2015: 299). La guerra —indeseada, sin duda, indeseada tanto para Zambrano cuanto para Marañón— deviene, pues, luz que opera un desvelamiento de verdades que permanecían ocultas en el fondo de la historia de España. Es desde aquí que hay que entender el distinto posicionamiento de una y otro, no tanto en cuanto su participación y apoyo a uno u otro de los bandos enfrentados en la guerra, sino, más radicalmente, en cuanto a su colocación en el eje dentro/fuera de la guerra. Es cierto que a la postre la guerra afecta a todos, pero no por igual y no de igual manera, sobre todo porque no es lo mismo querer estar en la guerra que no querer estar en ella. Para Zambrano la guerra es reveladora de verdades ocultas, mientras que para Marañón no revela nada, salvo el fracaso del intento de civil convivencia democrática durante la República. Bien es cierto que Marañón iba a hablar desde su salida de España de una nueva aurora que apuntaría en el horizonte tras la guerra, pero se trataba, como se sabe (Martín Cabrero, 2023: 596), de una aurora que habría de devolver el mundo a un orden liberal renovado.
Habla Zambrano de una «conciencia humana» que estaba ya en crisis antes de la guerra, algo que desemboca en lo que llama la «imposibilidad de comunicación que tenía lugar entre los españoles». Es, pues, una imposibilidad de la que se certifica el hecho («tenía lugar», dice). Este es el punto de arranque de la carta: la certificación de la incomunicabilidad[1] y falta de diálogo que dominaban las relaciones entre los españoles (todas ellas y entre todos, también, pues, en lo que hace a las relaciones intergeneracionales). Pero de paso dice también otra cosa sin duda muy importante para entender el desarrollo de su pensamiento: «La catástrofe [de la guerra] nos ha alumbrado una nueva fe» (nótese que no dice «me», sino «nos», lo que testimonia la voluntad generacional de la carta de Zambrano). Y se trata de una nueva fe que —dice— habrán de defender la «sangre derramada» y el «dolor alerta de todo un pueblo», y que la inteligencia «tendrá que cuidarla y repararla de todo lo que sin ser ella misma se le parezca o quiera confundirse con ella». La guerra es, pues, luz que alumbra una nueva fe: la fe en el pueblo, como luego se verá.
La carta sigue con el señalamiento del hecho: «Este es el hecho», dice Zambrano, como si con ello quisiera descender a un nivel de la realidad efectiva que a sus ojos no podía ser objeto de debate o disputa. Es su manera de fijar posiciones en la carta: se parte del hecho, de lo que para ella es «el hecho» (lo que antecede en la carta es a modo de introducción, a modo de marco o encuadre). Y el hecho es para ella algo «sin precedentes» en la historia: la «connivencia» de «un grupo de ciudadanos de un país […] con otros países, con la codicia y ambición de otros países, para que invadan el propio con tal de tomar el poder». Es clara la alusión al bando nacional con relación al fascismo italiano y al nazismo alemán, y es una idea que ya había salido en el primero de los artículos publicados en Crítica: «[…] prepararon esta sublevación de acuerdo con naciones extranjeras codiciosas de nuestra tierra, y riquezas, en contra del Estado español» (Zambrano en Martín Cabrero, 2022: 751).
Luego traza una distinción entre el caso español y los casos de la Revolución francesa y de la Revolución rusa, cuya diferencia estaría en que los revolucionarios franceses y rusos hicieron lo que hicieron «contando con sus propias fuerzas», es decir, sin ningún tipo de ayuda extranjera, «pensando o sintiendo que la historia estaba de su lado y que cumplían su mandato al hacer lo que hacían». Todo lo contrario de lo acontecido en España, donde la sublevación militar se hizo —dice Zambrano— no solo sin contar con el pueblo sino contra el pueblo. Frente al simbolismo de la toma del Cuartel de la Montaña dice lo siguiente: «El pueblo luchaba de nuevo por su independencia, mientras los señoritos, como en la invasión napoleónica, ayudaban al invasor». El hecho es, pues, que la guerra se hizo de espaldas al pueblo y contra el pueblo. Y en este punto, como refuerzo de su línea expositiva y argumentativa, Zambrano se apela a su condición de testigo y pone algunos ejemplos (de un antiguo compañero de estudios, de un amigo nacionalista y de un joven escritor) que según su pensar confirmarían «el hecho» antes descrito.
De la máxima importancia estratégica en la carta es el posicionamiento del pueblo en el espacio de la guerra. Si la metáfora de las dos Españas dividía la realidad española en dos mitades, lo que hace Zambrano es proceder a posicionar al pueblo solo dentro de una de ellas. O mejor: en propiedad procede primero a desvincularlo por completo del espacio nacionalista y luego a situarlo en el republicano (pero esto es algo que Marañón mismo, incluso antes de la carta, contestaba cuando decía que también había pueblo entre los nacionales). Para Zambrano los nacionalistas eran fascistas antes que españoles, y aquí el pathos de la carta toca uno de sus puntos más altos: «Antes que españoles eran… fascistas y su pertenencia a España estaba condicionada. Y eso es lo que nos separa, doctor Marañón: nosotros antes y sobre nada pertenecemos al pueblo español, y estamos unidos a su suerte y a su porvenir incondicionalmente porque tenemos fe y confianza en él, porque le amamos y este amor nos da esperanza en sus decisiones». Después sigue una suerte de apología del pueblo, muy en línea con los escritos de Zambrano de esa época, por lo demás coherente con su recuperación intelectual de la comprensión tardorromántica a través del doble horizonte institucionista y noventayochista (en concreto de Blas Zambrano, su padre, de Machado y de Galdós, como atrás queda dicho).
Es obvio que todo esto es más que discutible: declararse con el pueblo no significa ni siempre ni de necesidad estar de veras con él, ni mucho menos aún ser pueblo o ser del pueblo. Del mismo modo que lo que se dice de los nacionales (que eran fascistas antes que españoles) podría decirse también de los comunistas y de los trotskistas y de una buena parte de los anarquistas (que eran tales antes que españoles, o por lo menos podría decirse en la misma medida que podía decirse de los fascistas). Pero esto Zambrano no lo admitiría: «No niego, antes afirmo que después del internacionalismo de la postguerra, y de la desesperación española de más de dos siglos, la juventud última de España tuvo la intuición de lo nacional, y el sentimiento ardiente que la acompaña. En esta intuición de la juventud se ha apoyado criminalmente el fascismo para hacer todo lo contrario». A lo que añade: «Y digo criminal con plena conciencia» (Zambrano en Martín Cabrero, 2022: 757).
Recrimina luego Zambrano a Marañón que en su carta a Agustín Edwards (sobre los asilados en las embajadas extranjeras en Madrid) hubiera puesto su atención y levantado su voz en favor del sufrimiento de unos pocos (y el sobrentendido es el de unos pocos privilegiados o incluso el de señoritos): «No es justo ni humano que le dejen indiferente sus [del pueblo] sufrimientos infinitos mientras le preocupan los de quienes al fin cómodamente vivían protegidos por banderas extranjeras». Le echa en cara que no haya dicho nada del sufrimiento del pueblo, de los «niños carbonizados», de las «mujeres muertas mientras hacían cola en barrios pobres esperando la ración de arroz o de lentejas». La carta aquí se hace espesa de sentimientos que empañan la justa comprensión de las cosas: la protesta de Marañón (en su carta a Edwards) se inscribía en el contexto del interés de la Sociedad de las Naciones por el caso de los refugiados en las embajadas extranjeras en Madrid, es decir, Marañón respondía con su testimonio a ese preciso interés. De la carta de Marañón no puede inferirse o deducirse —como hace Zambrano— que a Marañón le dejaran indiferente los sufrimientos de los niños carbonizados o de las mujeres muertas mientras hacían cola. Todo lo más que puede decirse es que no habla de ello. Ese silencio tiene valor significativo, sin duda. Pero el modo de argumentar de Zambrano es resbaladizo porque de la misma manera podría decirse que ella es indiferente al sufrimiento y al dolor de los refugiados en las embajadas extranjeras, quienes también eran —sin duda y sin que importe el número— personas, seres humanos dignos por eso mismo de piedad, cosa que ella evita precisamente rebajándolos de su condición humana a seres despreciables, meros señoritos privilegiados a los que se puede y acaso debe odiar.
Hacia el final, con ese sentido implícito de lo que va llegando al final (de la carta sin duda, de la estimación personal acaso también), Zambrano dice que la «quiebra política del régimen liberal […] no es ni mucho menos la quiebra de la libertad humana, la cual habrá que conquistar por otros caminos». Y añade: «Buscaremos la libertad y la razón con más esfuerzos que nunca y buscaremos allí donde el poder de Creación se alberga en las entrañas de la historia, que no puede estar más que en el pueblo». Solo en el pueblo. Tal vez no esté claro en el texto, pero en esa hora del pensar zambraniano ya es claro que de ese poder de creación han de salir hermanadas una nueva libertad y una nueva razón. Muy atrás quedaba en esta hora su intento de reforma del liberalismo desde dentro, como de manera orteguiana aparecía en su primer libro: aquel «horizonte» de un «nuevo liberalismo» pertenecía al espacio y al tiempo anterior a la guerra. Ahora la guerra había desvelado verdades ocultas en las entrañas de la historia, y con ellas una nueva fe y una nueva razón con las que había que salir a la conquista de una nueva libertad.
Concluye la carta declarando «fe en la razón y en la condición humana». Conmueve la total implicación de Zambrano en la guerra, algo que se manifiesta como un desgarro sereno, la lúcida claridad con la que describe el odio, su odio personal, que va a juntarse con la fe, también personal, en una convergencia empática tal vez insuperable que la lleva a «gritar» su «protesta irreconciliable: mi odio, mi fe».
«Una declaración así podría parecer inaudita de la pluma de quien escribe en 1990 un libro como Los bienaventurados» (Cámara, 2015: 259). «¿Cómo hubiera podido soportarse ese odio, si se hubiera sentido? », se preguntaba años después en Delirio y destino. Allí habla de la impasibilidad como cifra de la filosofía, cuando era aún una forma de vida: «Y entonces hasta el amor y el odio serían impasibles, como lograron, se le parecía, los místicos en el amor y ciertas almas de vencidos en el odio» (Zambrano, 2014: 937). ¿Acaso se reconocía ella en la experiencia de alguna de esas «almas de vencidos»?
No es una fe cualquiera, desde luego, y tendrá que hacer aún un largo camino, pero parece claro que ya aquí habla Zambrano desde los primeros pasos del camino recibido como exigencia filosófica de búsqueda de una nueva razón que habrá de llevarla hasta la «razón poética».
Turba el final de la carta. Turba descubrir el odio en quien después, en su búsqueda efectiva de una nueva razón, hubo de sentir la necesidad de apelar a los calificativos de poética, o mediadora, misericordiosa o de la piedad. Turba descubrirlo también en quien pocos años antes había escrito y publicado en Revista de Occidente dos artículos ejemplares: «Por qué se escribe» y «Hacia un saber sobre el alma». Eran horizontes distintos, ya queda dicho, los de antes y los de después, pero su radical diferencia pone en evidencia que la guerra no fue solo un punto de inflexión entre los antes y los después de la historia, sino un verdadero grado cero de las vidas que en su historia quedaron atrapadas. Importan más los caminos que las posadas, como decía Ortega que decía Cervantes, pero lo cierto es que las hay muy necesarias para no extraviar el buen camino (ese que según Machado solo se hace al andar). En el de la razón poética la hubo, hubo de haberla y no cabe imaginarla. Pudo ser antes de salir de España, en algún punto o momento de la guerra, cuando la sabía perdida y no la abandonaba, o después, en algún punto o momento del destierro, de seguro antes de entrar en el exilio. Y no tuvo que ser fácil desnudarse de aquel odio, desnudarse o renacer del odio que la envolvía y casi con candor confiesa que llevaba dentro. Afuera también lo había, claro está, pero en ella estaba también dentro y hacía compañía a la nueva fe que la guerra le había revelado. La guerra como zarza ardiendo al borde del camino o como caída del caballo acaso blanco en el camino hacia Damasco. Pero después tuvo que haber otras caídas y otros caballos, sin duda, para llegar como llegó tan lejos de aquel odio.
Casi con candor se lo dice a Marañón al final de esa carta que abre la zanja de su definitiva distancia: en la guerra siente «algo nuevo», algo que no ha sentido nunca en su vida, y eso que siente es «el odio». Antes no, o al menos eso dice. Lo siente en la guerra, «ante el crimen contra el porvenir del mundo y por el dolor infinito de mi pueblo». El odio no le era desconocido, desde luego, y antes de la carta aparece en su obra alguna que otra vez, pero siempre estaba referido al enemigo: de «ciego odio sin entrañas» (Zambrano, 2015: 377), por ejemplo, califica la acción de los militares sublevados. En la misma carta a Marañón es así cuando se refiere a un antiguo compañero de universidad que «expandía el odio» en una conferencia y en cuya voz dice que vio «tal odio» que la dejó «llena de amargura». Pero en los escritos de la guerra no solo pone de manifiesto que el odio era un atributo del enemigo, sino que se esfuerza también en dejar claro que no es algo propio del pueblo: de su entrega en la guerra dice que es algo que «permite estar en las mismas trincheras sin odio» (ibid.: 183). Es decir: que el final de la carta a Marañón sabe de confesión, de íntima confesión de un sentimiento de odio que en el antes y en el después de su escritura iba a quedar circunscrito en la parte del enemigo y como uno de sus atributos más propios. La confesión de la carta es, pues, algo que se separa de esa línea de su pensamiento anudado con la propaganda que atribuía el odio a los otros, esos «otros» que no son ni pueden ser nunca los «nuestros». Pero no, pues que la confesión lo desmiente: lo que se confiesa en esa intimidad es un odio que es propio y no ajeno, un odio personal y no genérico. En el curso de la escritura de la carta la sinceridad se hace inevitable porque no se trata de un artículo más, algo que escribe un filósofo o una filósofa en el ejercicio de su función intelectual, sino de algo que se escribe desde una inevitable implicación personal que trasciende las militancias y las propagandas y desciende hasta el fondo mismo de la desnudez de su alma.
Es un odio que «no esconde la cara», dice, que no «busca rincones oscuros donde agazaparse», un odio que «busca rostros humanos», que busca «ojos que miren de frente», como los hombres, hombres y mujeres de bien en quienes mirar de frente y a los ojos es atributo de una humanidad reñida con los engaños, con el mirar avieso o torvo y actuar con segundas; un odio que busca «cabezas verticales», es decir, erguidas, en pie, signo de la dignidad de la hombría (término que Zambrano utiliza mucho en esta época y que hoy no sería bien visto o escuchado con agrado); un odio que busca también «lo que haya de luminoso en el mundo», una luminosidad o una luz que enseguida especifica como «la inteligencia», o «Dios mismo», es decir, un odio que busca la inteligencia o Dios «para gritar» —dice— «mi protesta irreconciliable: mi odio, mi fe». Nótese que es irreconciliable la protesta de Zambrano en este punto de la carta, en este punto de su pensamiento y de su vida, y que en ella, en la protesta que es irreconciliable se concilian y van envueltos el odio y la fe. Fe en el pueblo, aunque más justo sería decir en una idea de pueblo, en un pueblo sublimado y exaltado en el sacrificio de la guerra, un pueblo perfectamente situado del lado republicano que en modo alguno podría estar con los «otros», con los nacionales. Y odio contra todo lo que se opone a esa idea, contra lo que se pone frente o se enfrenta o simplemente no la acepta o lo hace con distingos o incluso defiende otra.
Tal vez sea esta conciliación de odio y fe el último estadio del desarrollo histórico de la metáfora de las dos Españas. Y fue sin duda su punto más bajo, pues el odio sin fe o la fe sin odio no llevaron nunca tan lejos.
Sobre lo inevitable referido al mundo social habría mucho que decir, empezando porque en general se trata de un concepto que suele aplicarse a posteriori, pero haciendo la trampa de querer colocarse en la perspectiva de los hechos, en el antes de la llegada de los historiadores, lo cual es imposible, salvo para quienes estén o hayan estado involucrados directamente en los hechos, incluso antes de que fueran hechos, pero en ese caso hay que decir también que su involucración, su distinta implicación en la forma y en el grado, pero no en el fondo, acaso no permita la distancia que requiere el juicio —todo juicio—. Que Marañón dijera, como dijo, que la dictadura era entonces un paso inevitable en España y en Europa, no significa que de veras lo fuera; de hecho no lo fue, como después mostró el curso sucesivo de los eventos en cualesquiera forma histórica en que se den o aparezcan. Que Zambrano a su vez dijera lo que dijo de los «neutrales» o de los que guardaron o iban a guardar «silencio» tampoco confiere a su discurso ninguna superioridad moral sobre ellos, todo lo más desvela un espacio intelectual no exento de gestos totalitarios y de cierto punto de fanatismo en el que ella se movía en los primeros meses de la guerra y durante toda su estancia chilena (nunca como entonces estuvo tan cerca de las orientaciones comunistas que dominaban en la Alianza de Intelectuales Antifascistas: lo prueban su temprana colaboración en El Mono Azul y el entramado de sus publicaciones chilenas en La Mujer Nueva, Onda Corta en Defensa de la Cultura y Frente Popular).
La crítica más oficialista de los estudios zambranianos suele en este punto mirar para otro lado y poner los acentos en el compromiso de Zambrano con la causa republicana dentro de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, sin parar mientes en las muchas diferencias que se daban en seno a la Alianza, sobre todo con relación a los distintos modos en los que el susodicho antifascismo se declinaba. Se desvía de esa orientación común de la crítica Ana Bundgard (2009: 235-236), quien sí se atreve a señalar el «dogmatismo» del discurso de Zambrano, al menos en lo que hace al primero de sus artículos de la guerra, «La libertad del intelectual». También lo hace Madeline Cámara (2015: 259), quien por su parte habla de «la contradictoria ideología de Zambrano en su juventud , donde se entremezclan cristianismo, antifascismo, populismo, todo ello destilado en su vocación de intelectual de servicio».
Lo dicho es constatación y no juicio: aquí no hay juicio ninguno o, por lo menos, se intenta, ni político ni de ningún otro tipo; hay, o se intenta, voluntad de comprensión, que eso es lo que debe ser el estudio, en el sobrentendido de que comprender no es juzgar, sino simplemente entender o, mejor, querer hacerlo. Y el entendimiento es —tiene que ser— previo al juicio: lo posibilita, incluso podría decirse que hace posible un mejor juicio, pero sin que arrastre su obligación, pues que comprender no obliga a juzgar. Y esto se dice aquí hacia el final, para quien llegue y por si no estuviera claro que entre la crítica y los estudios zambranianos ha solido predominar el juicio sin comprensión más que la comprensión sin juicio, sobre todo en lo tocante al compromiso político de Zambrano —y hay hasta quien habla de militancia— durante la guerra de España: en general, y perdónese que no se hagan nombres, los estudios zambranianos de esta época, al menos los dominantes que visten de oficiales, han solido posicionarse de manera acrítica frente al texto (piénsese, por ejemplo, en lo que hace a la «Carta al Dr. Marañón»), tomando innecesariamente por oro colado lo que dice Zambrano y estableciendo y dando por buena, y de hecho sancionando con sus estudios, la dicotomía desde cuyo horizonte ella escribía, que no es otro, claro está, que el de la dos Españas.
La carta pone en evidencia una cosa muy simple: el lugar desde el que Zambrano escribe. No un lugar físico o geográfico (sabemos que está en Chile, en la trinchera en que había convertido Rodrigo Soriano la Embajada de España), sino un lugar intelectual y sentimental perfectamente situado dentro de la metáfora de las dos Españas —solo que ya no era tan solo una metáfora—. Hay en Zambrano, y se advierte, un esfuerzo intelectual notable, no cabe duda, pero todos sus distingos caen a la postre dentro de la lógica binaria de las dos Españas: todo cae o de un lado o de otro, incluso los distingos, o del lado de la República, de la lealtad que se canta con acentos positivos o del lado de los militares sublevados, descrito siempre con acentos todos ellos negativos (deslealtad, traición, ilicitud, impiedad, etc.). Lo cual viene a significar que en ese posicionamiento intelectual de Zambrano se opera una identificación entre la realidad española y la metáfora de las dos Españas, ahora ya de veras metáfora encarnada en medio de la guerra, una confusión del plano ontológico con el epistemológico que comporta por ello una evidente reducción de lo uno a lo otro.
¿Y Marañón? ¿Es de veras su lugar el de la tercera España? ¿No sería más adecuado o pertinente o justo situarlo también a él dentro de las dos Españas, sobre todo a raíz de su apoyo explícito y sin ambages al bando nacional? Porque de ser así, la carta de Zambrano no presentaría problema ninguno: ambos —Marañón y Zambrano— se moverían en el mismo plano intelectual, y ello aunque se tratara siempre de una reducción de la efectiva realidad española. Pero no, hay que ir despacio y con cuidado porque hay que decir que lo que caracteriza a la tercera España no es la equidistancia (con relación a los dos bandos en guerra): nótese que en ella caben experiencias como la de Marañón junto a otras de signo bien contrario en lo que se refiere al capítulo de los apoyos en la guerra (piénsese, por ejemplo, en los casos de Juan Ramón Jiménez o de Américo Castro y a sus actitudes decididamente críticas con el bando nacional y de indudable lealtad republicana). Ninguna equidistancia, pues. Y cabe decir, en propiedad, pues, que lo que define lo común de las actitudes de la tercera España es el hecho de no combatir la guerra, el sustraerse al combate y el posicionarse fuera del espacio bélico. Cada cual con sus ideas y con sus afectos políticos, unos más de un lado que de otro y otros al revés, pero todos ellos fuera, todos ellos siendo a la vez españoles fuera de la España en guerra.
Acaso pueda decirse que también Zambrano estaba fuera, pero era, en propiedad, un estar fuera estando a la vez muy adentro, y no solo porque la Embajada de Chile era simbólica y jurídicamente territorio español y estaba por ello en guerra, sino porque ella misma se sentía dentro de aquella España en guerra, implicada en cuerpo y alma con la causa republicana en la guerra. Acaso pueda decirse también, u objetarse, que Zambrano tampoco combatió la guerra, lo cual es cierto, pero solo en parte: no estuvo en el frente bélico donde se dispara con el fusil, pero estuvo claramente en una trinchera de la guerra, o en varias, primero en la de la Embajada de Chile y luego en la de Hora de España (tampoco esto es un juicio de valor político, sino el intento de dar el justo sentido a su posicionamiento intelectual). ¿Y no estuvo Marañón también, de algún modo, en alguna trinchera del otro lado de la guerra? La respuesta que aquí se da es negativa: sí lo estuvieron sus hijos, en las trincheras, y ello hubo de pesar no poco en su ánimo y en sus mismas ideas, pero él no lo estuvo, aunque a veces pasara cerca o incluso llegara acaso a visitarlas. De ello dan fe no los escritos circunstanciales de la guerra (porque en este sentido Liberalismo y comunismo se asemeja mucho a Los intelectuales en el drama de España), sino ese gran horizonte intelectual en el que trabajó incansablemente en París sobre los exilios de la historia de España, un proyecto inconcluso del que dejó huella en Españoles fuera de España. Es probable, además, que el hecho de no haber respondido a la carta de Zambrano —y nótese que se dice hecho— también tenga que ver con eso. O con la conciencia de estar en espacios distintos y sin conexión, y ello aunque antes de la guerra la hubiese habido y fuera buena (conviene aquí tener presente que lo primero que se hace saltar en las guerras, en todas las guerras, son precisamente los puentes del diálogo).
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Nótese que de esa incomunicabilidad entre los españoles de la que habla aquí Zambrano también se ocupó por extenso Ortega en los artículos de Miseria y esplendor de la traducción publicados ese mismo año de 1937 en el diario La Nación de Buenos Aires, si bien él lo hacía con un muy distinto sentido y en aras de dar fundamento intelectual a la idea de tercera España: la traducción como símbolo del puente entre las riberas de la incomunicabilidad de las lenguas y, a la postre, como emblema del esfuerzo humano en favor del diálogo y de la civil convivencia (Martín Cabrero, 2024). |
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Bungard, A. (2009). Un compromiso apasionado. María Zambrano: Una intelectual al servicio del pueblo (1928-1939). Madrid: Trotta. |
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Martín Cabrero, Fr. (2023). María Zambrano y Gregorio Marañón en la trinchera de la propaganda de la Guerra Civil española (microhistoria de un episodio mínimo). Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 40, 3. Disponible en: https://doi.org/10.5209/ashf.85598. |
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