RESUMEN
El presente estudio examina la génesis del concepto de tercera España en la obra de Salvador de Madariaga, analizando cómo su interpretación se transformó de una crítica a la dicotomía de las dos Españas a una propuesta para la reconciliación nacional. En ese desarrollo intelectual pueden distinguirse tres fases clave: en la primera cuestiona la polarización ideológica al atribuir los problemas nacionales a la psicología colectiva; en la segunda, la experiencia de la Segunda República y la Guerra Civil le impulsa a plantear la tercera España como fuerza mediadora y solución política; y en la tercera, durante el exilio, el concepto se consolida como herramienta interpretativa en clave de alternativa político-ideológica a través de la europeización. A pesar de que no se llegó a materializar como alternativa política efectiva, la noción de tercera España consolidó un discurso que invitaba a superar las divisiones históricas, promoviendo una visión superadora del problema de España y orientada hacia la integración europea.
Palabras clave: Tercera España; Salvador de Madariaga; historiografía; reconciliación nacional; Guerra Civil Española; Segunda República; narrativa política; identidad nacional.
ABSTRACT
This study examines the genesis of the concept of Third Spain in the work of Salvador de Madariaga, analysing how his interpretation was transformed from a critique of the dichotomy of the two Spains to a proposal for national reconciliation. Based on the analysis of three key phases in his intellectual development, in the first phase he questions ideological polarisation by attributing national problems to collective psychology; in the second, the experience of the Second Republic and the Civil War prompts him to propose the Third Spain as a mediating force; and in the third, during his exile, the concept is consolidated as an interpretative tool in the form of a political-ideological alternative through Europeanisation. Although it did not materialise as an effective political alternative, the notion of the Third Spain consolidated a discourse that called for overcoming historical divisions, promoting a vision that overcame the problem of Spain and was oriented towards European integration.
Keywords: Third Spain; Salvador de Madariaga; Historiography; National reconciliation; Spanish Civil war; Second Republic; Political narrative; National identity.
Salvador de Madariaga (1886-1978), uno de los pensadores liberales españoles más reconocibles del siglo xx, fue quien popularizó el sentido general de la tercera España. El concepto debe su popularidad a su obra y su actividad políticas, a pesar de que no se le puede atribuir la paternidad del término. El uso común del concepto se asocia más a su actitud frente al franquismo que a su explicación teórica, lo que ha llevado a identificarlo principalmente con su postura política. Este capítulo aborda el desarrollo conceptual del término en la obra de Madariaga, que surge en un periodo de convulsión marcado por la Guerra Civil y la división fratricida de las dos Españas, ecos de una tradición machadiana vigente a comienzos del siglo, y se inspira en una interpretación liberal de la historia reciente de España.
Su visión de España se inscribe en un contexto más amplio en el que la imagen simbólica de las dos Españas ha ejercido un papel fundamental en las luchas ideológicas y políticas. Más que una realidad inmutable, esta imagen refleja un relato interpretativo de la evolución política del país en los últimos doscientos años. Su persistencia hasta el final del franquismo consolidó una visión polarizada que solo comenzó a revertirse con la narrativa de la reconciliación. Esta división histórica ha dificultado la articulación de un proyecto político estable sin rupturas abruptas en el poder, pues, como señala Andrés-Gallego (2003: 330), algunos de estos tópicos historiográficos han condicionado la interpretación del pasado español, afectando a la construcción de su identidad. En esta misma línea, la obra de Santos Juliá acierta en señalar que la clave es descubrir lo que esas visiones esconden o no dejan ver fácilmente (Juliá, 2004). Hablar de «tramas narrativas» implica que en la discusión sobre el destino de España se emplearon argumentos de conveniencia. Finalmente, este debate quedó en pura retórica y limitado a una minoría intelectual interesada en hacer discurrir el devenir político según sus propios intereses. La Segunda República y el franquismo prueban cómo las posturas de estas élites y la sociedad en general fueron, en muchos casos, divergentes.
En este sentido, la génesis del concepto de tercera España en Madariaga se inscribe en esa misma lógica narrativa. Más que una tercera vía política claramente definida, su significado oscila entre la crítica a la polarización y la aspiración a un punto de encuentro entre dos tradiciones enfrentadas. El debate sobre la identidad nacional giró en torno a dos grandes visiones: una España que miraba al extranjero en busca de modelos regeneradores y otra que reivindicaba sus esencias tradicionales. La tercera España surgió como un intento de conciliación historiográfica entre esas dos Españas antagónicas cuasi seculares —la liberal y la absolutista, la centralista y la periférica, la oficial y la popular, la tradicional y la europea (García Escudero, 1975)—. Sin embargo, como veremos, nunca llegó a convertirse en una alternativa política efectiva, aunque en ciertos momentos hubo inclinaciones en esa dirección.
Este artículo examina la evolución del concepto de tercera España en la obra de Salvador de Madariaga, estructurándolo en tres fases diferenciadas. En la primera fase (1923-1936), Madariaga desafía la dicotomía de las dos Españas del periodo de entreguerras, atribuyendo los problemas del país a la psicología colectiva de los españoles y postulando la unidad esencial de la nación. Esta etapa se plasma en una apasionada polémica que sostuvo con figuras como José Ortega y Gasset y Azorín. En la segunda fase (1934-1947), la experiencia de la Segunda República y la Guerra Civil conduce a Madariaga a reconocer la radical división izquierda-derecha del panorama político, centrándose en propuestas de mediación y de paz. Finalmente, en la tercera fase (1947-1962) populariza el concepto a través de sus obras de divulgación histórica y consolida el ideario de la tercera España en dos sentidos: como clave interpretativa de la historia española y como una actitud orientada al ideal de reconciliación y, posteriormente, a una solución práctica para la restauración política.
Al igual que todos los grandes intelectuales del primer tercio del siglo xx, la obra de Madariaga se inscribe en el razonamiento sobre el problema de España. Este concibe a España como una nación dotada de un carácter nacional propio, que se manifiesta a través de su historia, cultura y, especialmente, sus lenguas. Para él, estos elementos son fundamentales para comprender la esencia del país, ya que expresan la vivencia colectiva y configuran la identidad de la nación. Además, Madariaga destaca el individualismo como rasgo distintivo del carácter español, lo que le permite interpretar la historia y prever comportamiento futuros. Así, por ejemplo, señala que los rasgos constantes de la vida política en España son la dictadura y el separatismo (1978: 29), que amenazan con quebrar su unidad continuamente.
En ese mismo marco, en los años veinte Madariaga rechaza la dicotomía simplista de las dos Españas, una división impuesta por una historiografía que había enfatizado tanto la excepcionalidad como el distanciamiento cultural y político con Hispanoamérica y Europa. Según su análisis, esa visión fragmentada y polarizada desconecta a España de sus raíces históricas y culturales, y lo que para algunos se presenta como la dualidad nacional para él es un reflejo de una psicología colectiva mal interpretada. Así, plantea que el desarrollo de la «España real» exige la instauración de un régimen de libertad y un diálogo político que evite los extremos del dictatorial autoritarismo y el separatismo, abogando por una transición democrática que incluya un sistema federal para resolver la pluralidad regional.
Esta postura se refleja claramente en la polémica en varios artículos publicados en El Sol, en los que se opuso rotundamente a la idea de las dos Españas propuesta por José Ortega y Gasset. En 1923, Madariaga y Ortega intercambiaron una serie de artículos en torno al llamado problema de España en las páginas del mencionado periódico (Madariaga, 1923a, 1923b, 1923c; Ortega y Gasset, 1923a, 1923b). La disparidad fundamental entre ambos radicaba en la creencia de Madariaga de que no existían «dos Españas», sino que los problemas del país se derivaban de la psicología colectiva de los españoles. La controversia se desató cuando, en la primavera de 1923, Madariaga desestimó públicamente una afirmación de Azorín sobre la existencia de una «nación pujante frente a un Estado caduco y corrompido». Madariaga consideraba que esta tesis, al igual que la idea de Ortega de la España oficial y la España vital en el teatro de la Comedia, era «un mito tan halagüeño y henchido de esperanzas» que se había visto «desmentido por los hechos crueles» (Madariaga, 1923a). Para Madariaga, el Estado no era necesariamente peor que la nación, pues se trataba de un instrumento necesario para luchar contra la corrupción, y el problema de los españoles es el excesivo estatalismo de su actitud.
Ortega contestó a su artículo señalando que sus «dos Españas» no eran comparables a la antigua dicotomía promovida por Costa, y que no había renunciado en modo alguno a sus tesis de 1914 en el Teatro de la Comedia. Según este planteamiento, podía distinguirse una «España vieja» —la oficial, inerte y caduca, conformada por instituciones tradicionales y partidos fantasmas (ministerios, periódicos, universidades, etc.) que reproducen un pasado obsoleto— y una «España nueva» —la emergente, vital y regeneradora, impulsada por una nueva generación comprometida con la organización concreta y el renacimiento de la nación—, representada entonces por la Liga de Educación Política Española.
La polémica continuó con un artículo en el que Madariaga expresaba con contundencia el argumento contrario: «Mi tesis es que no existe tal dualidad: no hay más que una España, en la que lo bueno y lo malo, lo “vital” y lo “oficial”, el “Estado” y la “nación” son tan consustanciales que todo intento de separación sistemática conduce a resultados erróneos» (Madariaga, 1923b). Esta realidad unitaria de España que aquí presenta contrasta vivamente con el posicionamiento en torno a tres Españas diversas, que será un desarrollo muy posterior del argumento sobre el «ser de España». Más que una visión tripartita del país, lo que Madariaga propone no es una nueva división, sino la evocación de una España que no fue, una esencia nacional perdida. En esta polémica comienza a gestarse la semilla de lo que más tarde conceptualizaría como la tercera España. Su rechazo frontal a la dicotomía de las dos Españas no es solo una crítica a la visión de un país fracturado, sino una propuesta de comprensión más profunda y matizada de la nación. Para Madariaga, las diversas realidades de España no debían oponerse entre sí, sino encontrar formas de coexistencia.
Esta idea anticipa que la tercera España, lejos de ser un simple intento de reconciliación, aspira a una mediación activa entre las polaridades de la sociedad española, en un contexto de creciente tensión interna. Sin embargo, aunque en un principio Madariaga rechaza la noción de una división irreconciliable, con el tiempo su pensamiento evoluciona. En la década siguiente, su perspectiva ya no se limita a refutar la fractura entre dos Españas, sino que incorpora la necesidad de un espacio intermedio que, finalmente, tomará forma como la tercera España: un lugar de encuentro, de diálogo y, en última instancia, de reconciliación nacional frente a una división que parecía insalvable.
No obstante, su polémica con Ortega deja entrever la idea vertebradora de que la oposición entre dos Españas no refleja adecuadamente la realidad del país. En este sentido, más que hablar estrictamente de una tercera España, cabría considerar una España única, no en el sentido de homogeneidad, sino en el de una identidad nacional que no puede reducirse a un conflicto dicotómico. Se trata de una concepción esencialista de la nación: España es una nación cuyo espíritu y legado cultural constituyen una esencia inalterable, que une a sus diversos componentes históricos y sociales más allá de las divisiones aparentes.
A pesar de todo, la España de entreguerras se presentaba ante Madariaga, al igual que ante Ortega y Unamuno, como una realidad profundamente problemática. Se evidenciaba el declive del sistema de la Restauración —reflejado en fenómenos tan dispares como la miseria de Las Hurdes, las costumbres decadentes en la corte de Alfonso XIII y el contencioso de Marruecos—, y de la dictadura de Primo de Rivera, que dejaba al descubierto la débil conciencia y el escaso compromiso cívico del pueblo. En ese mismo clima, Ortega escribiría España invertebrada (1922), en la que denunciaba la falta de una nacionalización robusta y un progreso cultural que respaldara el avance material. Madariaga, aún lejos de la fama que alcanzaría en la década siguiente, compartía gran parte de estas críticas, que plasmaría más tarde en sus ensayos de historia contemporánea.
Como la mayoría de los intelectuales liberales, Madariaga dio la bienvenida a la Segunda República con gran optimismo, viéndola como la oportunidad perfecta para modernizar el Estado, impulsar reformas sociales largamente postergadas y posicionar internacionalmente a España en un contexto de crisis de las democracias. Si bien la monarquía había fracasado rotundamente en su encargo de renovar la política española, la República se presentaba como el vehículo idóneo para efectuar las transformaciones necesarias (Navascués, 2023: 91-93). Sin embargo, muy pronto se desencantó con el rumbo del nuevo régimen.
En estos años críticos, Madariaga escribió una de las obras más significativas de su pensamiento: Anarquía y jerarquía. Publicado en 1935, el libro constituye tanto una crítica a la debilidad de los sistemas parlamentarios como una defensa de un modelo de gobierno de corte autoritario basado en una «democracia orgánica unánime». La obra refleja la inestabilidad del momento, tanto en España como en el contexto internacional. En el ámbito interno, la crisis de octubre de 1934, en especial la Revolución de Asturias, había puesto a prueba la viabilidad del sistema republicano. En el plano exterior, la Sociedad de Naciones se enfrentaba a uno de sus mayores desafíos: la invasión de Abisinia por parte de la Italia fascista y el rearme alemán, que plantaba cara abiertamente al orden de Versalles. En este contexto, el subtítulo del libro de Madariaga, Ensayo de constitución de una Tercera República, adquiere un significado revelador: antes del golpe de Estado de julio de 1936, Madariaga ya consideraba que la legitimidad de la Segunda República estaba agotada y que era necesario un nuevo marco político. Su análisis no solo respondía a la crisis española, sino que se inscribía en una preocupación más amplia sobre el destino de los sistemas parlamentarios liberales en una Europa cada vez más polarizada entre el comunismo y el fascismo.
En Anarquía y jerarquía Madariaga rechaza el sufragio universal y el sistema parlamentario, pues los considera mecanismos que, lejos de fortalecer la democracia, socavan la estabilidad social al abrir paso a la subversión y a la lucha de clases. En su lugar, propone un modelo en el que el Estado adopte un carácter autoritario y corporativo, capaz de integrar y contener las contradicciones sociales sin perder cohesión interna. Hasta la fecha, el mejor análisis sobre el liberalismo antidemocrático y organicista de Madariaga es el desarrollado por González Cuevas, quien sostiene que su pensamiento no representa una mera evolución del liberalismo, sino una respuesta de la burguesía española ante la crisis de hegemonía de los años treinta (González Cuevas, 1989: 180-181). Según este enfoque, la propuesta de Madariaga se enmarca en un contexto de radicalización política y ascenso de regímenes autoritarios, lo que ponía en entredicho la viabilidad del sistema democrático-liberal.
Desde esta perspectiva, la Tercera República que Madariaga propone no es solo una alternativa a la Segunda, sino el fundamento de una tercera vía que buscaba equilibrar autoridad y libertad. Su modelo aspiraba a sintetizar las virtudes del corporativismo fascista —su énfasis en la unidad nacional y el rechazo a la lucha de clases— con los principios del liberalismo burgués como base de la convivencia social (1934: 100). En este sentido, Anarquía y jerarquía anticipa, de alguna manera, la noción de una tercera España: una posición mediadora que rechaza los extremos y busca articular un espacio político equidistante entre posturas irreconciliables. Sin embargo, las ambigüedades y matices de esta obra no tardarían en ser utilizados en su contra, convirtiéndose en un argumento recurrente del régimen franquista para desacreditarlo en las décadas posteriores.
Después de unos años intensos como diputado, embajador y ministro de la República, Madariaga eligió el verano de 1936 para retirarse a descansar en su cigarral de Toledo. Con el estallido de la Guerra Civil se exilió en Londres, pero aquellos años no serían menos frenéticos que los anteriores. Desde que salió de España, inició una intensa labor para mediar en la guerra a través del Foreign Office en Londres, varias series de conferencias por la paz en Estados Unidos, así como una importante colaboración con otros intelectuales españoles en París. Finalmente, fijaría su residencia en Oxford, donde pasaría las tres décadas venideras escribiendo un gran volumen de libros y artículos.
En los años siguientes, adoptó una postura de estricto neutralismo ante la Guerra Civil española, en parte por su pérdida de fe en la República, pero también por su rechazo al militarismo y el fascismo de los sublevados. Consideraba el conflicto como una lucha de carácter estrictamente nacional y, por ello, optó por un distanciamiento inicial, evitando pronunciarse en favor de ninguno de los bandos. Su actitud quedó reflejada en sus propias palabras cuando, en octubre de 1936, declaró en Londres: «No podía hablar en pro de los rebeldes, pues representaban una política contraria a la mía, ni por los revolucionarios, no solo porque no estaba de acuerdo con sus métodos, ni con los fines de algunos de ellos» (1978: 605).
En su desempeño de este papel mediador, Madariaga adoptó una posición equidistante que generó críticas en distintos sectores ideológicos. Desde la izquierda, el historiador Herbert Southworth lo incluyó en el grupo de intelectuales que, a su juicio, habían cometido una «traición» a la República al no respaldarla activamente, mientras que Narciso Bassols, embajador mexicano en la Sociedad de Naciones, lo calificó de «venal testaferro inglés» y consideró su papel en la diplomacia internacional como un «verdadero suicidio internacional». Por otro lado, desde la derecha Agustín de Foxá ridiculizó su neutralismo en un artículo publicado en Arriba España, acusándolo de ser un «lacayo de Londres», pálido desertor de las dos Españas; asimismo, Manuel Azaña, en La velada de Benicarló, parodió la actitud de los intelectuales que, como Madariaga, pretendían mantenerse al margen del conflicto. Finalmente, Pablo de Azcárate señaló que su intento de posicionarse au dessus de la mêlée no solo fracasó, sino que terminó en el descrédito al carecer de la autoridad moral y el prestigio necesarios para desempeñar el papel de mediador (Navascués, 2020: 290-292), lo que incluso se ha mantenido hasta la actualidad por la «aporía de su pensamiento» (Aubert, 2006: 24).
A pesar de las críticas, no es difícil comprender su posición. Madariaga, al igual que otros intelectuales liberales, como José Castillejo o Alberto Jiménez Fraud, vivió la traumática experiencia de ser amenazado de muerte en el Madrid de los milicianos, un hecho que influyó decisivamente en su decisión de buscar refugio en Inglaterra y en su posterior relación con la República. La postura de estos intelectuales, que en 1936 optaron por no tomar partido, fue expresada con claridad por José Castillejo, antiguo secretario de la Junta de Ampliación de Estudios, en War of Ideas in Spain, publicado en Londres pocos meses después de su exilio (1937). Según Castillejo, la República fracasó en su intento de crear una nueva base social, ya que «la estructura liberal y democrática cedió antes de que otra estuviese preparada para tomar su lugar». Añade además que, aunque el carácter español es poco proclive a un régimen rígido de signo comunista o fascista, la guerra y sus miserias «obstaculizarán la libertad seguramente por largo tiempo, a menos que una división del país haga posible una cierta agrupación de la población de acuerdo con la afinidad de ideas, y que abra el camino a una futura unidad basada en la libre determinación y en los intereses comunes» (Castillejo, 2009: 120-121). Una parte sustancial de estas ideas constituiría la base de lo que Madariaga consideraría el grave error de la Segunda República y la semilla de la llamada tercera España.
Aunque se ha estudiado ampliamente, conviene recordar algunos de los intentos más relevantes de Madariaga por mediar en la Guerra Civil. El más significativo fue su correspondencia con el ministro de Exteriores británico, Anthony Eden. En agosto de 1936, Madariaga envió una serie de cartas al Foreign Office instando a una intervención diplomática para frenar el conflicto, ante la ineficacia de la Sociedad de Naciones. En su primera carta, del 18 de agosto, rechazaba la visión simplista de la guerra como un enfrentamiento entre democracia y tiranía o entre legalidad e ilegalidad, argumentando que antes del golpe militar el Frente Popular ya había ejercido una política arbitraria que el Gobierno republicano no supo contener. Además, advertía de que, pese a proclamarse liberal-democrática, la República albergaba fuerzas que aspiraban a regímenes incompatibles con la democracia y la libertad (Pazos, 2009: 326).
Señalaba también que la solución militar no obtendría la paz, y calificaba la contienda como un empate inevitable en el que «ningún lado puede ganar y pronto lo reconocerán». Por ello, acuciaba al Gobierno británico a abandonar la política de no intervención en favor de una «intervención para la paz» que evitara la escalada internacional del conflicto, combinando el pragmatismo con un firme compromiso por la reconciliación nacional y la búsqueda de una solución negociada. Finalmente, alertaba sobre las consecuencias internas y externas de una victoria total: en España, el triunfo de la izquierda enfrentaría a socialistas, comunistas y sindicalistas, mientras que una victoria de la derecha dividiría a republicanos moderados y reaccionarios; y a nivel europeo, la guerra, malinterpretada como un choque entre fascismo y comunismo, podía derivar en un conflicto aún mayor. Su análisis subrayaba que la Guerra Civil no era solo un problema nacional, sino una amenaza a la estabilidad internacional que requería una solución política urgente (ibid.: 327-328).
Un año después del frustrado intento de involucrar a Eden, Madariaga concretaría estas ideas en otro llamamiento a la paz en España. El 18 de julio de 1937 publicó una carta —simultáneamente en The Times de Londres, Le Temps de París y La Nación de Buenos Aires— en la que ofrecía por primera vez la formulación de una idea de tercera España, aunque sin mencionarla con este término. En ella sostenía que «la verdadera España no podrá sentirse solidaria de una victoria que —quienquiera gane— será extranjera. De modo que, quienquiera que gane, España pierde siempre». Para Madariaga, el conflicto español había comenzado como una disputa interna, pero había adquirido una dimensión global, que reflejaba en su seno todas las tensiones de la Europa de la época. Advertía que el vencedor «no podrá gobernar más que con la buena voluntad del pueblo entero, que no se impone con la fuerza», y concluía que «solo hay un modo de que España se haga victoriosa en esta guerra: la paz por la reconciliación» (Navascués, 2020: 289-290). La idea de que los vencedores de la guerra serían, en última instancia, extranjeros —ya fueran alemanes, italianos o soviéticos— constituía un pilar fundamental de su concepción de la tercera España. En esta línea, la España franquista quedaba subordinada a la influencia del régimen nazi y se vería obligada a pagar un alto precio por su neutralidad en los años posteriores. Con la desaparición del Tercer Reich, España se convertiría en una anomalía dentro del contexto europeo, hasta terminar alineándose con el bloque atlántico en su lucha contra el comunismo.
Pocas semanas después del llamamiento, con el objetivo de impedir la internacionalización del conflicto y promover una solución pacífica basada en la reconciliación, se formó en París un grupo de católicos exiliados. Entre sus miembros destacaban Alfredo Mendizábal, José María Semprún Gurrea y Joan Baptista Roca i Caball. En 1937 fundaron el Comité espagnol pour la paix civile y publicaron un manifiesto titulado Appel espagnol, instando a todas las víctimas de la guerra a hacer de la paz una prioridad urgente. En respuesta, un grupo de católicos franceses emitió el Appel français y creó el Comité pour la paix civile et religieuse en Espagne, incorporando la demanda de paz religiosa como condición para la paz civil, en línea con el pensamiento del filósofo católico Jacques Maritain. Como señala Santos Juliá (2017), el jurista ucraniano Boris Mirkine-Guetzévich (1892-1955) acuñaría posteriormente el término tercera España para referirse a este grupo.
Madariaga se uniría a la iniciativa meses más tarde, dado que coincidía con su planteamiento esencial. Sin embargo, las tensiones en torno al papel de los intelectuales liberales seguían siendo intensas. Durante el verano de 1937 se produjeron dos controversias clave: una con José Ortega y Gasset y otra con Gregorio Marañón. Ortega rechazó la propuesta de Madariaga de lanzar un manifiesto por la paz, argumentando que la existencia de una tercera España era inviable. En una carta a Lorenzo Luzuriaga, Ortega expresaba: «Mi extrañeza de que crea Vd. y crean otros que podemos tener una intervención pública según las cosas están hoy; los que nos encontramos fuera de España». A su juicio, solo era posible intervenir desde el exilio en favor de uno de los dos bandos; pretender representar una tercera España carecía de sentido: «La cosa es deplorable pero, a mi juicio, inevitable por ahora». Ortega consideraba que la postura de Madariaga era «ridícula y contraproducente» porque evidenciaba la «inanidad» de una «tercera posición». Su apuesta se centraba en el liberalismo como vía de regeneración de España y, en ese contexto, veía preferible la victoria de Franco, pues consideraba que el comunismo representaba el mayor peligro para la unidad del país (Navascués, 2020: 299-300).
El Gobierno de Burgos no tardó en condenar la iniciativa pacifista lanzada por el Comité espagnol pour la paix civile et religieuse. En septiembre de 1938, el Ministerio del Interior emitió un comunicado dirigido a la prensa en el que declaraba inviable cualquier mediación. En particular, atacó la iniciativa ginebrina de Madariaga con un argumento ad hominem: «Desconoce en absoluto a España. Ni se educó ni vivió en nuestro país. Su españolismo carece de toda raíz. Por unas u otras razones, el testimonio de todos los partidarios de la tercera España es recusable» (Gobierno de Burgos, 1938).
No fueron pocos los que desalentaron estas iniciativas, incluidos intelectuales liberales como Marañón, quien tenía una visión más optimista del Gobierno de Burgos y, posteriormente, tuvo varias controversias con Madariaga (Navascués, 2020: 302-303). En todo caso, el coruñés mantuvo a lo largo de aquel lustro una actitud equidistante e intermedia, como también se aprecia en el prólogo de la versión inglesa de Anarchy or Hierarchy, publicada en 1937. En dicho texto, Madariaga manifestaba su afinidad con Erasmo de Rotterdam, explicando su posición: «While one side stands for authority and the other side claims to stand for liberty the true sense of mental and general liberty is absent from both, so that, now as in the sixteenth century, men of the Erasmian type can but look on and wonder into which of the two abysses their own sweet liberty is to be precipitated» (Madariaga, 1937: 8).
En las siguientes décadas, mantuvo con firmeza esta misma postura. Cuando ya se vislumbraba la victoria de los Aliados a finales de 1944, publicó una célebre carta abierta al general Franco en la que le instaba a abandonar el poder con las siguientes palabras: «General, márchese usted… No lo digo por ofenderle, pero el Caudillo de un bando de la guerra civil no sirve para hacer la unidad española» (Madariaga, 1959b). España no podría ser gobernada por un régimen partisano de una de las partes en una guerra fratricida, que no supo reconciliar las dos Españas ni abandonar la retórica de la anti-España.
En los años de posguerra, Madariaga se consolidó como uno de los españoles exiliados en Europa más conocidos. A lo largo de las décadas, fue publicando diversas ediciones ampliadas de España: ensayo de historia contemporánea, en el que narraba los acontecimientos más recientes: la Segunda República, la Guerra Civil, la guerra mundial, el franquismo, etc. En el centro del proyecto de escritura se encontraba una idea clave: la necesidad de recuperar a España para el naciente proyecto europeo, como parte de un esfuerzo por encontrar una tercera vía europea, separada tanto del bloque comunista como del americano —aunque sin duda, con una preferencia clara por el segundo—.
La segunda y la tercera edición de la obra, publicadas en Buenos Aires en 1942 y 1944, son las más relevantes. Su ajuste de cuentas con la Segunda República es particularmente severo. En una de sus sentencias más lapidarias, sostiene que «con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936» (1979: 363). Según su interpretación, la Guerra Civil fue el resultado de una radicalización progresiva y de sucesivos golpes de Estado (ibid.: 323-324). En su análisis, España estaba atrapada en un ciclo de traiciones internas: «En España, siempre, la extrema izquierda traiciona a la izquierda y la extrema derecha traiciona a la derecha» (1974: 251) Así, sentenciaba que «la circunstancia que hizo inevitable la guerra civil en España fue la guerra civil dentro del partido socialista» (1979: 380). De hecho, no duda en calificar de revolucionaria la situación que siguió al triunfo del Frente Popular en la primavera de 1936:
Aumentaron, en proporción aterradora, los desórdenes y las violencias, volviendo a elevarse llamaradas y humaredas de iglesias y de conventos hacia el cielo azul, lo único que permanecía sereno en el paisaje español. Continuaron los tumultos en el campo, las invasiones de granjas y heredades, la destrucción del ganado, los incendios de cosechas. […] En el país pululaban agentes revolucionarios a quienes interesaba mucho menos la reforma agraria que la revolución. Huelgas por doquier, asesinatos de personajes políticos de importancia local. […] Había entrado el país en una fase francamente revolucionaria (1978: 376-377).
Según su interpretación, el clima de violencia revolucionaria se extendió también al ámbito intelectual desde el inicio del conflicto. En esa atmósfera brutal, «la vida del espíritu era imposible» (1979: 421). Así, al comenzar la guerra se obligó a los intelectuales del país a firmar un manifiesto en favor de la República, es decir, a respaldar una revolución que en el extranjero se presentaba bajo un disfraz republicano. Tan pronto como tuvieron la posibilidad de exiliarse, los tres escritores que en 1931 habían fundado la Asociación al Servicio de la República —Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala— repudiaron dicho manifiesto (ibid.: 422).
Con la Guerra Civil se cerraban definitivamente las posibilidades de una tercera España. En el capítulo «La batalla de los tres Franciscos», Madariaga describía por primera vez el término. En la colisión de tres Españas representadas por Francisco Franco, Francisco Largo Caballero y Francisco Giner de los Ríos, solo este último encarnaba la «verdadera España»:
Azaña, harto tardíamente, también encarnaba la otra tradición española, la de la transición razonable y el acuerdo mutuo, que tan admirablemente cultivaba Francisco Giner. En esta batalla, el verdadero, el grande, el creador, el que era la esperanza de España, fue la víctima de la acción violenta. Y, sin embargo, aunque todavía demasiado inorgánica para hacerse oír, la verdadera España estaba con Francisco Giner (ibid.: 408).
Mediante esta metáfora organicista —con reminiscencias de la España invertebrada de Ortega y de su propia concepción de la nación en términos de anarquía y jerarquía—, Madariaga ofrecía una explicación inicial al dilema de la tercera España. En su visión, el krausismo-institucionismo representaba el «camino no tomado» en la evolución española, un proyecto renovador de la vida pública que prometía una transformación profunda a través de la educación y la regeneración del espíritu nacional (Navascués, 2023: 52).
Por formación y afinidad, Madariaga se había integrado en el círculo de intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza entre 1912 y 1914, absorbiendo profundamente la influencia transformadora de ese entorno. Para él, la Institución no era simplemente un foro de debate o un espacio de innovación pedagógica, sino un verdadero instrumento de cambio capaz de reestructurar el país desde sus cimientos (Madariaga, 1924). La concepción gineriana de la Institución se resumía en la idea de un establecimiento educativo autónomo, exento de la injerencia de la Iglesia y el Estado, a través del cual Giner implementó sus ideas pedagógicas y ejerció una influencia sobre el pueblo español de manera más efectiva que la política, creando una escuela modelo tanto para España como, en muchos aspectos, para Europa. En este contexto, el krausismo como «tradición perdida» se convertía en el núcleo de la visión de la tercera España. Con este entramado de influencias y convicciones, Madariaga concluía su reflexión dejando claro que la esperanza de España residía en aquel proyecto renovador heredado del legado de Giner, un camino alternativo que, a pesar de haber sido ahogado por la violencia de la guerra, prometía superar el conflicto y transformar la nación desde sus bases.
Así, la convicción en un proyecto renovador inspirado en el legado de Giner y en el espíritu krausista no se limitaba a la esfera educativa, sino que se extendía a una profunda crítica de la realidad política española. Al igual que otros exiliados, como Arturo Barea, José Castillejo o Alberto Jiménez Fraud, Madariaga veía en el rechazo a los extremos ideológicos el primer paso hacia un cambio de régimen (Roberts, 2023: 144). En los últimos capítulos de España: ensayo de historia contemporánea, Madariaga criticaba tanto al Ejército y a la Iglesia como a los partidos de izquierda, denunciando la impaciencia de todas estas fuerzas por imponer su visión. Destacaba, además, la necesidad de que España desarrollase «la cooperación, la continuidad, la técnica, el método, el sentido del crecimiento, de la necesidad del tiempo, para que maduren las cosas de la vida colectiva». Solo así se evitaría la oscilación constante entre los extremos ideológicos: «Para impedir que España retroceda a la extrema izquierda de su viaje a la extrema derecha» (1942: 759).
Como muchos exiliados, Madariaga veía la historia de España marcada por un fatalismo que impedía intervenir para cambiarla. Desde sus primeras obras, analizó el carácter español en clave europea. Según Juan Francisco Fuentes, para los sublevados esto justificaba la fuerza como último recurso; para los vencidos reforzaba su sentido de responsabilidad histórica (Fuentes, 2024: 22-23). Su visión encajaba en una tradición pesimista: España oscilaba entre extremos sin espacio para consensos duraderos. Azaña compartía este determinismo, pues creía que los españoles sentían una atracción fatal por la discordia y la Guerra Civil, y en 1939 escribía que la historia mostraba su incapacidad para construir un Estado estable (Azaña, 2007: 244). Para Araquistáin, el exilio republicano revivía el mito de Numancia: una nación heroica, víctima de su propio destino. De los Ríos coincidía: «Numancia, ¡era España! ¡Era España! ». Así, el exilio republicano debía ser nacionalista o no sería (Fuentes, 2024: 31-32).
Pero, a diferencia de sus contemporáneos, que proponían soluciones basadas en un socialismo reformista (como Arturo Barea) o en una transformación educativa inspirada en Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza (Castillejo y Jiménez Fraud), Madariaga insistía en que la situación española debía entenderse desde una perspectiva continental (Roberts, 2023: 134-136). Para él, las particularidades de España solo cobraban sentido dentro de «el organismo vivo de Europa». Esta visión ya se había manifestado en sus ensayos sobre la «psicología colectiva» de las naciones, especialmente en Englishmen, Frenchmen, Spaniards (1928), donde exploraba el papel de la raza, el clima y las condiciones económicas en la configuración de las identidades nacionales. Más tarde, en Bosquejo de Europa (1951) trazó un esquema en el que Francia e Italia proporcionaban las reglas del escenario europeo, mientras que Inglaterra, España y Alemania encarnaban a los personajes que actuaban en él. Así, asociaba a Inglaterra con Hamlet, «el hombre de la acción y la duda»; a España con Don Quijote, «el hombre de la pasión», y Don Juan, «el representante de la libertad individual absoluta»; y a Alemania con Fausto, «el hombre del intelecto, así como de las reglas y las leyes» (Madariaga, 2010: 77-196). Desde esta perspectiva, su postura ante la Guerra Civil también se alejaba de los bandos enfrentados. La «verdadera España», además de no poder sentirse representada por la victoria franquista, solo podría alinearse con un bando que hiciera las paces y la reconciliación entre españoles. La introducción de este matiz en el concepto de tercera España puede rastrearse en una serie de declaraciones al Diario de la Marina de La Habana en 1947:
Yo pertenezco a una Tercera España. Para mí, Franco es la guerra civil, y los que quieren imponer la República son también guerra civil, y yo no quiero para mi país una catástrofe más. No estoy ni con la España de los republicanos ni con la España de Franco, sino con una Tercera España. Creo en la necesidad de ir a la Restauración, para que quede terminada, al menos simbólicamente, la guerra civil, y España pueda volver a vivir en paz (Lázaro, 1947).
En ese mismo viaje concedió una entrevista en la que señalaba su deseo de «enfriar» las pasiones de la vida política en España. Así, el país podía dividirse en tres partes: «Derechas, izquierdas y la gran mayoría del país que, en frío, no es de derechas ni de izquierdas. En frío, quiero decir, cuando no es atraída por la agitación política de los extremos. Por tanto sería una buena técnica política la que mantuviera al país en frío; todo lo contrario de lo que han venido haciendo derechas e izquierdas» (Baquero, 1947).
Bajo la premisa de que había que volver a esa «Restauración», con alternancia política entre partidos dispares, inició una serie de movimientos políticos para reconciliar a socialistas y monárquicos en el exilio. Hasta cierto punto, algunas de esas iniciativas dieron su fruto, en especial con la celebración del IV Congreso del Movimiento Europeo de Múnich en 1962. En los años cincuenta y sesenta, Salvador de Madariaga se destacó por impulsar una cultura de consenso y reconciliación en un contexto en el que, pese a la consolidación internacional del régimen franquista, ya se habían gestado iniciativas de acuerdo en el exilio, como el Pacto de San Juan de Luz. Aunque se identificaron puntos de convergencia entre monárquicos y socialistas —como la aceptación provisional de una monarquía, la instauración de un Estado de derecho— la falta de apoyo de las potencias democráticas y las divisiones internas impidieron materializar un consenso pleno (Navascués, 2022: 620-624).
Madariaga proponía una visión centrista que veía en la restauración monárquica una herramienta transitoria para alcanzar una transformación profunda a través de la educación y la regeneración del espíritu nacional. Inspirado en el krausismo —que promovía la integración del individuo en una comunidad ética y cultural y defendía la libertad de pensamiento— ofrecía un camino alternativo para superar la violencia del pasado. Además, el auge del europeísmo, impulsado a partir del Congreso de La Haya en 1948, reforzó esta estrategia al obligar a España a alinear sus principios políticos con los estándares supranacionales, encarnando así la esperanza de una tercera España basada en el consenso.
Podría verse el IV Congreso del Movimiento Europeo en Múnich como el canto de cisne de ese proyecto de tercera España. Allí se reunieron opositores del franquismo de distintas corrientes, tanto del interior como del exilio, que habían intentado, desde décadas anteriores, forjar una vía de consenso y reconciliación que superara las divisiones heredadas de la Guerra Civil. En Múnich, el abierto rechazo del régimen materializó, en parte, la esperanza de una transformación pacífica de España. Tal como proclamó Madariaga en el Congreso, «la guerra civil que comenzó en España el 18 de julio de 1936, y que el régimen ha mantenido artificialmente con la censura, el monopolio de la prensa y la radio y los desfiles de la victoria, la guerra civil terminó en Múnich anteayer, 6 de junio de 1962» (Navascués, 2020: 571).
Sin embargo, este logro simbólico no se tradujo en una transición inmediata hacia la democracia. La reacción del régimen fue rápida y severa: reprimió a los asistentes y minó la cohesión de la oposición. Así, aunque Múnich representó el máximo exponente del esfuerzo por una tercera España basada en el consenso y en la unión de fuerzas heterogéneas, también evidenció las limitaciones de una propuesta que, a pesar de su noble aspiración, quedó relegada frente a la intransigencia del franquismo y las divisiones internas. Significativamente, en el mismo año en que tuvo lugar el Congreso de Múnich para celebrar el «fin de la guerra civil», un historiador con inclinaciones liberales como Vicente Cacho Viu publicó un pequeño panfleto, Las tres Españas de la España contemporánea, en el que recogía las ideas fundamentales de Madariaga (Cacho Viu, 1962). La vía política estaba cerrada, pero incluso en el interior de España se valoraba positivamente la idea de la reconciliación de «las Españas» y la búsqueda de un consenso.
En la década siguiente, Madariaga se apartaría definitivamente de la vida política, aunque no abandonaría nunca la vida pública con abundantes escritos en prensa. Una década después de la reunión de Múnich, en una entrevista para ABC, volvió a reafirmar esa postura de rechazo a las etiquetas de izquierda y derecha para abarcar posturas intermedias: «Ni izquierda ni derecha. Yo soy un trabajador intelectual. Veo lo uno y lo otro. Para eso tengo los dos ojos. El izquierdista es un tuerto del ojo derecho; el derechista lo es del izquierdo. Afortunadamente, ambos, mis ojos, ven bien. Así que mi barca no se desvía ni a un lado ni a otro. Sigue la proa. Y la proa está en el medio, y por eso es lo primero que hiende las aguas del porvenir» (Madariaga, 1971).
Para Madariaga, en la tercera España convergen, como hemos apuntado anteriormente, tanto una clave interpretativa de la historia de España como una actitud proyectiva sobre el futuro del país. A partir de los años cincuenta cobra más fuerza esta segunda faceta por la necesidad de construir un proyecto integrador y superador, una propuesta de reconciliación de las distintas tradiciones y de apertura hacia lo europeo. Así, en su promoción del diálogo y de una modernización que permitieran trascender la confrontación de bandos irreconciliables para definir un claro proyecto de restauración, la idea de la tercera España podría encuadrarse perfectamente en una prehistoria de la Transición democrática.
En este sentido, es interesante subrayar la ruptura entre esa posible transición democrática surgida entre los exiliados y la Transición posterior. El momento clave en esa quiebra fue el fracaso de Múnich como alternativa política, que puso de manifiesto cómo la Transición española no fue impulsada desde el exilio republicano, sino que se forjó en el seno mismo del régimen. Fuerzas reformistas del interior, conscientes de la necesidad de modernización y de un diálogo que superara las antiguas confrontaciones, fueron quienes articularon el proceso que condujo a la apertura democrática. Así, como señala Juliá, aunque el exilio desempeñó un papel crucial al denunciar la represión y mantener viva la alternativa política, fue la transformación autóctona, emergente del consenso interno, la que definió el camino hacia la Transición (Juliá, 2017).
De ese modo, la Transición abordó a los liberales como portavoces de una realidad naciente, integrándolos en una nómina que incluía a los intelectuales del exilio de 1939. Estos últimos, una vez despolitizados y despojados de su carga histórica, se convirtieron en instrumentos de conciliación, lo cual facilitó su incorporación a un canon nacional que pretendía alcanzar una presunta normalidad. Especialmente significativo fue el homenaje por su centenario, al que se sumaba una larga nómina de personalidades: del ámbito de la política y diplomacia, como Raúl Morodo, José María de Areilza y José Vidal Beneyto; académicos e historiadores, como Hugh Thomas, y Genoveva García Queipo de Llano. El vicerrector de la UIMP, el profesor Bobillo, resumía bien su posición de tercera España, muy crítica con los estallidos populares de la izquierda durante la República, defensores de una difícil armonía social: «Sin militar en ningún partido, formó parte de esas imprecisas filas de lo que ha dado en llamarse la tercera España. Grupo heterogéneo, disperso e invertebrado compuesto por intelectuales que se sintieron decepcionados por la evolución de la República (tras una alborozada colaboración inicial), que no se avinieron con el Frente Popular y, por lo general, se opusieron al levantamiento militar» (Bobillo, 1986: 41).
En esa ruptura con el pasado violento coincidían la mayoría de participantes del homenaje. El filósofo Julián Marías, por ejemplo, reivindicó estas cualidades reconciliadoras y de consenso en Madariaga, cuyo exilio no era sino una muestra de la «lealtad» inquebrantable a España y su defensa de la libertad. En este sentido, añadía que Madariaga se había interesado en su juventud por los asuntos mundiales y europeos, pero se había vuelto «crecientemente español», y tras cuarenta años seguidos de ausencia, «había dejado de ser “cosmopolita” para ser fieramente español» (Marías, 1978). Según Marías, su europeísmo no era una contradicción, sino una extensión natural de su visión de España como parte de un todo mayor. Fiel a sus principios, Madariaga nunca cedió ante la impopularidad ni ante las presiones ideológicas, pagando el precio del exilio sin renunciar a su lucha por la libertad. Su pensamiento no miraba al pasado con nostalgia, sino que proyectaba el futuro de España, Europa y América con la convicción de que solo en la libertad radica la verdadera posibilidad de avance. A juicio de Marías, su ausencia dejaba un vacío en la intelectualidad hispánica, pero su legado seguía vivo en la defensa de los valores que tanto promovió.
Otra muestra de esa identificación con el liberalismo, europeísmo y centrismo de Madariaga es la consideración del historiador Javier Tusell, entonces integrante de las filas de la UCD, para quien Madariaga era un símbolo, «un hombre de reconciliación». Tusell se remitía a la tesis sobre los «tres Franciscos», ubicándolo como un epónimo de Giner de los Ríos, «aplastado por los otros dos que representaron a las Españas enfrentadas en el campo de batalla» (Tusell, 1978). Para Antonio Fontán, otra figura clave en UCD, además de primer presidente del Senado de la España democrática y exministro de Administración Territorial, la Constitución de 1978 representaba una oportunidad para sellar el fin de la Guerra Civil y del régimen que le siguió: había sido de la concordia y el consenso porque había puesto «fin de verdad a la Guerra Civil y al régimen que la había seguido. Se aspiraba a que los herederos o continuadores del régimen surgido de la guerra, los herederos o continuadores del régimen republicano y las personas que se encontraban entre ambos, la tercera España, pudieran convivir» (Casas, 2006: 351).
Una significativa apropiación de la figura de Madariaga —aunque sin mención a la tercera España— fue la de Manuel Fraga Iribarne. En sus memorias rescata lo que supuestamente escribió al enterarse de su fallecimiento: «Fallece Salvador de Madariaga; una de las grandes figuras del pensamiento político europeo de este siglo y un historiador de una cualidad excepcional. Las paradójicas circunstancias de nuestra irracional vida política habían hecho aparecer a este liberal-conservador del lado de la izquierda, que no era el suyo, del mismo modo que obligaron a este español de raza y europeo convencido a vivir demasiado tiempo fuera de su patria» (1987: 138). Como rescata con acierto Botti, en realidad Fraga había silenciado en varias ocasiones la aparición de fragmentos de sus memorias, había impedido la publicación del homenaje a Pablo Casals y había alimentado la campaña posterior a la reunión de Múnich de 1962. Un último detalle, también significativo: Alianza Popular intentó crear una Fundación Madariaga en 1984, que fracasó por la oposición de la familia (Botti, 2023: 50-51).
El espaldarazo final que identificaba a Madariaga con esa tercera España liberal, europeísta y cosmopolita, fue el que le dio el hispanista Paul Preston, quien presentó a finales de siglo Las tres Españas del 36. Preston ya se había interesado previamente por Madariaga: en un discurso pronunciado en 1987 en la Universidad de Oxford, titulado «Salvador de Madariaga and the quest for liberty in Spain», lo destacó como una de las figuras más notables de la España del siglo xx, alabando su «idealismo quijotesco e impulsivo» (Preston, 1987). Preston no dudaba a situar a Madariaga, junto con Besteiro, como auténticos representantes de esa tercera España, dos posturas intermedias entre cuatro miembros de la España rebelde (Millán Astray, Franco, José Antonio Primo de Rivera y su hermana Pilar) y la España republicana (Azaña, Prieto y Dolores Ibárruri). En este sentido, definía algunas diferencias en el espacio que había trabajado por reestablecer la paz. Por un lado, aquellos para los que la neutralidad constituyó la premisa para el compromiso de encontrar una solución negociada al conflicto (Madariaga); por otro, aquellos que se resignaron pasivamente (Ortega y Gasset); y en tercer lugar, aquellos para los que la perspectiva de una solución negociada a la guerra fue sostenida por personalidades que eran todo menos neutrales entre los dos bandos, como Azaña (Preston, 1998).
Todos esos homenajes póstumos y los intentos de resaltar la figura emblemática del liberalismo y europeísmo español constituyen parte de la mitificación —y posterior desuso— de Madariaga. Su figura representaba un horizonte de liberalismo perdido, desterrado y exiliado durante el franquismo (Navascués, 2024: 199), y fue rescatada como emblema de un antifranquismo moderado que facilitaba un rearme moral del liberalismo durante la Transición. Políticamente, resultaba útil recuperar esa tradición liberal eclipsada por la dictadura, aunque sin asumir realmente los elementos más incómodos de su pensamiento, como su concepción jerárquica del orden político o su particular visión del Estado.
La evolución del concepto de tercera España en Madariaga no solo rechaza la dicotomía de las dos Españas, sino que también condena explícitamente tanto la sublevación de las izquierdas durante la Segunda República como el golpe de Estado de 1936. Para él, ambos intentos de imponer un orden político por la fuerza evidenciaban la ausencia de un verdadero Estado en España, un problema estructural que venía de lejos. Frente a este vacío institucional, su propuesta de tercera España no era simplemente una postura intermedia, sino la formulación de un modelo nacional capaz de articular un Estado moderno que mediara entre las élites políticas y la sociedad. En su visión, España necesitaba una estructura que superara el fracaso del liberalismo del xix, la inestabilidad de la Restauración y la polarización de la República, construyendo un orden capaz de evitar la repetición cíclica del enfrentamiento entre facciones. De ahí la importancia retrospectiva de una obra como Anarquía y jerarquía, una de las más primitivas obras de teoría del Estado en España.
Desde esta perspectiva, la tercera España es un proyecto de futuro por la reconciliación y la restauración que, inevitablemente, pasaba por Europa y por una federalización de España (Madariaga, 1967). Paradójicamente, su idea de un Estado renovado fue finalmente desbordada por la propia evolución política de España. La Transición democrática de 1978, lejos de materializar una solución estable y superadora del conflicto histórico, se convirtió en lo que Dalmacio Negro ha descrito como una «Tercera Restauración», basada en un consenso en torno a la monarquía socialdemócrata y la Constitución (2007: 114-115). En lugar de fortalecer el Estado, la Constitución del 78 institucionalizó el «Estado de las autonomías», radicalizando la tendencia histórica española hacia el antiestatalismo y fragmentando la unidad nacional. Así, mientras Madariaga había imaginado una nación capaz de hacer de puente entre Estado y sociedad, la realidad posterior condujo a un modelo que acentuó la descomposición de la estructura estatal en favor de dinámicas centrífugas. Su tercera España, concebida como un espacio de equilibrio y cohesión, quedó así desplazada por una transición pactada que, en su intento de evitar la repetición del enfrentamiento civil, terminó por institucionalizar la fragmentación.
Esta perspectiva cuadra perfectamente con el concepto de tercera España que Madariaga había postulado en su reconstrucción histórica del pasado reciente. La tercera de España es para Madariaga una realidad profunda de la historia nacional, salpicada por la violencia de las bajas pasiones del carácter español. De esta forma, podría decirse que se trata de una noción sintética, que abarca tanto una convicción no demostrable —en cierto sentido tópica— sobre la naturaleza del país, como un intento de explicación histórica del mismo Madariaga, que sacó a relucir su carácter mediador en el exilio tratando de conciliar tradiciones políticas diversas.
No obstante, también es importante destacar que, salvo la idea de reconciliación y consenso como actitud social, buena parte de las doctrinas de Madariaga se han hundido en la irrelevancia para la vida política en democracia. Quizás, como ha señalado González Cuevas, por la ubicación en un espacio centrista que se caracteriza por una falta de sustancia ideológica, presentándose como una posición de perfiles imprecisos y carente de contenido propio (2008: 210). Esta postura, que ha dominado en la derecha española desde la Transición, ha llevado a la consagración del oportunismo político. Ejemplos de ello son partidos como UCD o Ciudadanos, que para sus críticos carecen de una ideología definida o de una tradición política propia (Jiménez, 2024: 88). Esta carencia no es un defecto específico de estos partidos, sino una característica inherente a cualquier proyecto centrista, que estaría condenado a la insustancialidad y a una falta de fundamento doctrinal.
En última instancia, la tercera España de Madariaga quedó atrapada en su propia ambigüedad: concebida como un espacio de conciliación, terminó difuminada entre la mitificación intelectual y la irrelevancia política. Recuperada como símbolo de consenso durante la Transición, su propuesta de un Estado renovado y de un equilibrio entre nación y sociedad quedó desbordada por la realidad de un sistema basado en el pacto de élites y en la fragmentación territorial. Quizás su mayor contradicción radica en que, pese a su empeño en descifrar el destino de España, su pensamiento terminó siendo interpretado según las necesidades del presente más que como una verdadera hoja de ruta para el futuro. En la actualidad, la revisión historiográfica de la Transición ha puesto de manifiesto un empeño por resignificar ese periodo, cuestionando el locus fundacional de la realidad actual, lo que en última instancia puede implicar la desaparición de la identidad española (Mlčoch, 2021: 247). Como afirma Stanley G. Payne, «España es el único país occidental, y probablemente del mundo, en el que una parte considerable de sus escritores, políticos y activistas niegan la existencia misma del país, declarando que “la nación española” sencillamente “no existe”» (2017: 283).
En ese sentido, como toda reconstrucción histórica, la tercera España no es inmune a la distorsión del tiempo y a la resignificación de su mensaje. Tal vez, como escribió Tony Judt, la historia no está escrita como ha sido experimentada, ni debería estarlo, pues
los que habitaron el pasado saben mejor que nosotros cómo era vivir en él, pero no estaban bien situados, la mayoría de ellos, para comprender qué les estaba pasando y por qué. Cualquier imperfecta explicación que podamos ofrecer de lo que tuvo lugar antes de nuestro tiempo depende de las ventajas de la retrospectiva, incluso aunque esta sea en sí misma un obstáculo insuperable para una completa empatía con la historia que estamos tratando de comprender. Cada forma de los acontecimientos pasados depende de una perspectiva tomada en el lugar y en el tiempo; todas ellas son verdades parciales, aunque algunas adquieran una credibilidad más duradera (Judt, 2014: 15).
|
Andrés-Gallego, J. (2003). El problema (y la posibilidad) de entender la historia de España. En J. Andrés-Gallego (coord.). Historia de la historiografía española (pp. 297-338). Madrid: Encuentro. |
|
|
Aubert, P. (2006). Los intelectuales y la quiebra de la democracia: entre la Tercera República y la tercera España. En La Guerra Civil española 1936-1939: Congreso Internacional, Madrid 27, 28 y 29 noviembre de 2006 (pp. 1-39). |
|
|
Azaña, M. (2007) [1939]. La insurrección libertaria y el «eje» Barcelona-Bilbao. En S. Juliá (ed.). Obras completas VI (p. 244). Barcelona: Crítica. |
|
|
Baquero, G. (1947). Cree Madariaga necesaria la restauración en España para que esta pueda vivir en paz. Diario de la Marina, 26-1-1947. |
|
|
Bobillo, F. (1986). Madariaga, un liberal herético. En C. Antonio Molina (coord.). Salvador de Madariaga. Libro homenaje (pp. 41-55). La Coruña: Ayuntamiento de La Coruña. |
|
|
Botti, A. (2023). Historias de las «Terceras Españas» (1933-2022). Valencia: Universitat de València. |
|
|
Cacho Viu, V. (1962). Las tres Españas de la España contemporánea. Madrid: Editorial Nacional. |
|
|
Casas, S. (2006). Conversación con Antonio Fontán. Anuario de Historia de la Iglesia, 15, 333-366. Disponible en: https://doi.org/10.15581/007.15.10245. |
|
|
Castillejo, J. (2009) [1937]. Guerra de ideas en España. Filosofía, política y educación. Madrid: Siglo XXI de España Editores. |
|
|
Fraga Iribarne, M. (1987). En busca del tiempo servido. Barcelona: Planeta. |
|
|
Fuentes, J. F. (2024). «Numancia errante»: la idea de España en el exilio republicano. Madrid: Real Academia de la Historia. |
|
|
García Escudero, J. M. (1975). Historia política de las dos Españas. Madrid: Editorial Nacional. |
|
|
Gobierno de Burgos (1938). Palabras de Burgos. La mediación es inadmisible. Diario de la Marina, La Habana, 22-10-1938. |
|
|
González Cuevas, P. C. (1989). Salvador de Madariaga, pensador político. Revista de Estudios Políticos, 66, 145-181. |
|
|
González Cuevas, P. C. (2008). Centro. En J. F. Fuentes y J. Fernández Sebastián (eds.). Diccionario político y social del siglo xix español (pp. 206-211). Madrid: Alianza. |
|
|
Jiménez Torres, D. (2024). «La tercera España está aquí»: Ciudadanos y el discurso del centrismo en España (2005-2023). Historia del Presente, 44, 79-97. Disponible en: https://doi.org/10.5944/hdp.44.2024.43683. |
|
|
Judt, T. (2014). El peso de la responsabilidad. Barcelona: Taurus. |
|
|
Juliá, S. (2004). Historias de las dos Españas. Barcelona: Taurus. |
|
|
Juliá, S. (2017). Transición: Historia de una política española (1937-2017). Barcelona: Taurus. |
|
|
Lázaro, A. (1947). La actitud de Madariaga. Diario de la Marina, 26-1-1947. Instituto José Cornide de Estudios Coruñeses, C142/9/8. |
|
|
Madariaga, S. de (1923a). ¿Dónde está la nación pujante? El Sol, 24-3-1923. |
|
|
Madariaga, S. de (1923b). Fin de una polémica. El Sol, 3-6-1923. |
|
|
Madariaga, S. de (1923c). Rectifico y ratifico. El Sol, 14-4-1923. |
|
|
Madariaga, S. de (1924). Nota sobre Don Francisco Giner de los Ríos. Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, 48. |
|
|
Madariaga, S. de (1935). Anarquía y jerarquía. Ideario para la constitución de la tercera República. Madrid: Aguilar. |
|
|
Madariaga, S. de (1937). Anarchy or Hierarchy. London: George Allen And Unwin. |
|
|
Madariaga, S. de (1951). Bosquejo de Europa. Barcelona: Hermes. |
|
|
Madariaga, S. de (1959b). General, márchese usted. Barcelona: Ediciones Ibérica. |
|
|
Madariaga, S. de (1967). Memorias de un federalista. Buenos Aires: Editorial Sudamericana. |
|
|
Madariaga, S. de (1971). Diálogos ante el espejo. ABC, 28-11-1971. |
|
|
Madariaga, S. de (1974). Memorias (1921-1936). Amanecer sin mediodía. Madrid: Espasa-Calpe. |
|
|
Madariaga, S. de (1979). España. Ensayo de historia contemporánea. Madrid: Espasa-Calpe. |
|
|
Madariaga, S. de (2010) [1951]. Bosquejo de Europa. Madrid: Encuentro. |
|
|
Marías, J. (1978). Las lealtades de Madariaga. El País, 15-12-1978. Disponible en: https://doi.org/10.3406/antaf.1978.999. |
|
|
Mlčoch, J. (2021). La Transición española como época clave en la reformulación de la identidad española actual. Tropelías: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 36, 238-249. Disponible en: https://doi.org/10.26754/ojs_tropelias/tropelias.2021365294. |
|
|
Navascués, S. de (2020). La trayectoria política e intelectual de Salvador de Madariaga [tesis doctoral]. Universidad de Navarra. |
|
|
Navascués, S. de (2022). Otro modelo de transición: el centrismo de Madariaga como lugar de convergencia de la oposición al franquismo (1944-1948). Historia Contemporánea, 69, 605-633. Disponible en: https://doi.org/10.1387/hc.21804. |
|
|
Navascués, S. de (2023). Salvador de Madariaga. El hombre que entró por la ventana. Madrid: Marcial Pons. |
|
|
Navascués, S. de (2024). Los rostros cambiantes del liberalismo. Una revisión historiográfica de la figura de Salvador de Madariaga. Historia Actual Online, 64, 191-204. |
|
|
Negro, D. (2007). Sobre el Estado en España. Madrid: Marcial Pons. |
|
|
Ortega y Gasset, J. (1923a). Fe de erratas. El Sol, 5-3-1923. |
|
|
Ortega y Gasset, J. (1923b). Nueva fe de erratas. El Sol, 25-4-1923. |
|
|
Payne, S. (2017). En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras. Madrid: Espasa. |
|
|
Pazos, A. M. (2009). «My dear de Madariaga»: Correspondencia entre Madariaga e Eden en 1936 en prol dunha paz negociada na Guerra Civil española. Cuadernos de Estudios Gallegos, 56 (122), 317-332. Disponible en: https://doi.org/10.3989/ceg.2009.v56.i122.67. |
|
|
Preston, P. (1987). Salvador de Madariaga and the Quest for Liberty in Spain. Oxford: Clarendon Press. |
|
|
Preston, P. (1998). Las tres Españas del 36. Barcelona: Plaza y Janés. |
|
|
Roberts, S. (2023). El exilio en el Reino Unido: ideas sobre España y Europa de Arturo Barea, José Castillejo, Alberto Jiménez Fraud y Salvador de Madariaga (1936-1951). Transatlantic Studies Network: Revista de Estudios Internacionales, 15, 134-146. Disponible en: https://doi.org/10.24310/TSN.2023.vi15.18165. |
|
|
Tusell, J. (1978). Con Madariaga, en Locarno. El País, 3-8-1978. |