RESUMEN
En el debate sobre los distintos significados y usos del concepto tercera España, es importante introducir el concepto tercera Europa para comprender el contexto histórico español dentro del periodo de entreguerras. En todos los países europeos hubo una fuerte división y grandes tensiones entre distintos proyectos políticos que, en muchos casos, tendieron a la radicalización. No en todos estalló una guerra civil, pero en casi todos hubo una latente, por lo menos desde el punto de vista ideológico, que en muchos se hizo patente durante la Segunda Guerra Mundial. En este artículo se presta atención a intelectuales europeos que, por sus ideas y acciones políticas, simbolizan posiciones ideológicas centradas que van desde la socialdemocracia a la democracia cristina y el liberalismo conservador, pasando por el liberalismo renovado. Son comunes a todos sus ideas contrarias a los extremismos, la crítica al totalitarismo fascista o bolchevique y la defensa de la libertad, la democracia y el Estado de derecho.
Palabras clave: Tercera España; tercera Europa; intelectuales; totalitarismo; libertad; Estado de derecho; fascismo; bolchevismo; democracia; liberalismo; Europa de entreguerras.
ABSTRACT
In the debate on the different meanings and uses of the concept of Third Spain, it is important to introduce the concept of Third Europe to understand the historical context of Spain in the interwar period. In all European countries there was a strong division and great tensions between different political projects that, in many cases, tended to radicalization. Not in all countries a civil war broke out, but in almost all there was a latent one, at least from the ideological point of view, which became evident in several countries during the Second World War. In this article, attention is paid to European intellectuals who, by their ideas and political actions, symbolize moderate ideological positions that range from social democracy to Christian democracy and conservative liberalism, passing through renewed liberalism. They are all characterized by 1) his ideas against extremism, 2) their criticism of totalitarianism whether fascist or Bolshevik, and 3) their defence of freedom, democracy and rule of law.
Keywords: Third Spain; Third Europe; intellectuals; totalitarianism; freedom; rule of law; fascism; bolshevism; democracy; liberalism; Interwar Europe.
Mientras que el concepto tercera España[1] está bastante consolidado, aunque sus significados y usos varíen en función de quién lo utiliza y del momento histórico en que se ha empleado (v. gr., Botti, 2023; Zerolo, 2025), como veremos más adelante —algo que, dicho sea de paso, sucede con todo concepto—, de la expresión tercera Europa no he encontrado usos similares al que aquí utilizo. El único que puede rastrearse, muy distinto, es la propuesta que en 1938 hizo el ministro polaco de Asuntos Exteriores Józef Beck para que Polonia, Hungría y Rumanía firmaran un pacto de defensa mutua frente a Alemania y la Unión Soviética ante el temor de que Hitler o Stalin atacasen sus territorios, como así sucedió enseguida. Era una propuesta que en cierto modo daba continuidad a la idea del político, militar y luego dictador polaco Józef Piłsudski de un Intermarium, una federación que uniese junto a Polonia a los Países Bálticos, Finlandia, Checoslovaquia, Bielorrusia, Ucrania, Rumanía, Hungría y Yugoslavia, a imitación de la Liga o Mancomunidad entre el Reino de Polonia y el Gran Ducado de Lituania que se había disuelto en 1795 después de estar vigente desde el siglo xvi, y que contaba con algún precedente medieval. Sobre esta propuesta de Piłsudski se hicieron varias reformulaciones que incluían o excluían países. El objetivo principal era protegerse de la Rusia bolchevique tras el triunfo de la Revolución en 1917.
Aunque el debate sobre la división de cada nación en dos, que, en general, representaban una visión tradicional y otra moderna, fue intenso desde finales del siglo xix en varios países europeos (Cacho Viu, 1986: 50-54), tampoco he encontrado usos similares al concepto tercera España en expresiones como Third Britain, Third Great Britain, Third United Kingdom, Terza Italia, aunque en este último caso sí hay utilizaciones de este concepto y algunos libros publicados con dicho título, pero en un sentido distinto al aquí empleado para tercera España y en un periodo más reciente, con el sentido de una Italia de espíritu industrial en el centro y norte peninsular, a partir de los años setenta del siglo xx, alejada del atavismo agrario del Sur y del viejo industrialismo fordista del Norte (Bartolini, 2016), o de una Italia del tercer sector con activas asociaciones y organizaciones no gubernamentales que trabajan dentro y fuera del país (Spadafora, 2014); y Drittes Deutschland, aunque se conoce así al conjunto de varios pequeños estados alemanes que defendían sus intereses frente a los grandes de la época, Prusia y Austria, u otros medianos como Baviera y Sajonia durante la Confederación Alemana de 1815 a 1866 —también se llamó Drittes Deutschland al Berlín occidental entre 1949 y 1989—. Solo en el caso de Francia la expresión «Troisième France» ha contado con un uso parecido al de tercera España. Fue en el libro que publicó Victor Giraud, titulado precisamente Troisième France (1917). No parece que el concepto haya tenido recorrido en la bibliografía francesa, a pesar de que se ha escrito mucho sobre las dos Francias. En el primer capítulo del libro citado, Giraud comenta el volumen del escritor suizo Paul Seippel, Les Deux Frances et leurs origines historiques (1905), que se hace eco del debate sobre la división entre la «France rouge» y la «France noire», la Francia de la Revolución y la Francia monárquica y católica, entre las que Giraud piensa que existe una «tercera Francia», la «France française», afirma citando a Émile Faguet: «Cette France sage, généreuse, libérale, avisée, prudente, éloignée des chimères, qui existe et dont, autour de nous, nous constatons tous les jours la présence», y añade: «Le plus nombreuse et la plus active, et qu’on lui devait presque tour ce que, dans le passé, avait fait de grand, de durable et de substantiel le génie français», una Francia que se había levantado y no solo se había salvado a sí misma, sino a la civilización occidental «de la grande invasion des Barberes» (Giraud, 1917: I-II). Recordemos que estamos en plena Gran Guerra y que Alemania había intentado, y en gran parte conseguido, invadir Francia. En el libro citado del escritor suizo Seippel, este entiende que estas «dos Francias» son hijas de una misma madre, la romanización, y, como su comentarista Giraud, recurre para mostrar el origen de la división a las luchas religiosas entre católicos y hugonotes. Esta división, con distintas fórmulas, se habría prolongado hasta los tiempos de la Revolución y proseguido durante todo el siglo xix, según estos autores. La tensión a finales de este entre los «dreyfusards» y los «antidreyfusards» tras el «Affaire Dreyfus» era una muestra más de esta lucha entre dos visiones diferentes de la nación que, después, tendría su máxima expresión en el enfrentamiento entre la Francia de Vichy y la Francia de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial[2].
Al poner en relación el concepto tercera España con el aquí inventado de tercera Europa —todo concepto se inventa, ya veremos si se consolida— relativizamos el primero al intentar comprenderlo en el contexto ideológico, político y social de la Europa de entreguerras, cuando las uniones sagradas que trajo la Gran Guerra ya se habían roto y las democracias nacidas o consolidadas tras la Primera Guerra Mundial sufrieron una fuerte crisis o quebraron (Linz, 1996; Linz y Stepan, 1978). En el uso del concepto tercera España se ha resaltado casi siempre la idea de dos Españas cainitas, eternamente enfrentadas, que no podían entenderse ni reconciliarse y parecían condenadas a un conflicto sangriento, el cual se produjo, finalmente, durante la Guerra Civil de 1936-1939, que no era otra cosa sino ese conflicto anunciado. La España ortodoxa y los heterodoxos españoles, por utilizar la expresión de Marcelino Menéndez Pelayo. Se veía, en general, esta división como una excepcionalidad dentro de Europa —aunque no lo era— por el supuesto carácter de los españoles, poco dados al diálogo y sí a la lucha. Esta dicotomía la podemos rastrear en diversos momentos de la historia de España desde muy atrás (Laín Entralgo, 1971). El siglo xix no estuvo exento de guerras civiles: las tres carlistas y la llamada de Independencia, que tuvo también mucho de civil. Recordemos la famosa frase de Mariano José de Larra en su artículo «El Día de Difuntos de 1836», publicado en El Español del 2 de noviembre del citado año, cuando, en un diálogo ficticio, mientras pasean por el cementerio va definiendo cada tumba con una frase: «Los Ministerios: Aquí yace media España, murió de la otra media». Esta visión de dos Españas enfrentadas política y socialmente, dispuestas a aniquilarse la una a la otra, se perpetuó durante el xix (Fernández Sebastián y Fuentes, 2002; Juliá, 2004: 62; Álvarez Junco, 2001: 383 y ss.). Para muchos intelectuales, se trataba de construir otra España desde las ruinas de la existente: «Crear una nación nueva», escribió Joaquín Costa en su discurso «Política quirúrgica», pronunciado en el teatro Pignatelli de Zaragoza el día 13 de febrero de 1906 (Costa, 1914). Recordemos que Francisco Giner de los Ríos quería oponer una «política nueva» a la «antigua» (Giner, 1875); que Miguel de Unamuno decía en 1895, en una serie de artículos que luego recogió en libro en 1902 con el título En torno al casticismo, que había que abrir España a los vientos europeos, aunque luego matizó, para secar el légamo de una nación caduca y poder construir de nuevo; y que Ramiro de Maeztu proponía ir Hacia otra España (1899) más industrial, más comercial, más profesional, más meritocrática, impulsada por hombres fuertes al estilo nietzscheano. En este contexto, aparecía claramente desde el siglo xviii la idea de otra España como una «España posible», por utilizar la expresión de Julián Marías para el tiempo de Carlos III (Marías, 1963), una España modernizadora en la línea del espíritu europeo, pero siempre como una opción remota o difícilmente alcanzable por el peso de los atavismos históricos. Para muchos, esta otra España era la de los traidores a una supuesta España auténtica: la que unía el altar y el trono. La tercera España sería, entonces, la heredera de esta España posible. A veces ha sido presentada como una minoría derrotada frente a la violencia de las otras dos, y otras se ha hablado de ella como la que contaba con más adeptos, pero que no pudieron llevar a la práctica sus ideas por la imposición de los extremos.
No se trata en este artículo de hacer una definición precisa sino abierta de la tercera España y de la tercera Europa, ni de realizar un rastreo de los usos ni una nómina exhaustiva de quiénes componen cada una de estas durante el periodo de entreguerras, ni tampoco de analizar la evolución ideológica de cada uno de sus componentes, que fue notable en varios casos, aunque se citarán algunos nombres como ejemplos. Se trata de problematizar el concepto tercera España al ponerlo en relación con el inventado de tercera Europa. La tercera España, en el sentido que aquí se utiliza, solo se puede entender en el contexto de la Europa de entreguerras, durante la que existió también una tercera Europa, aunque no se haya denominado así. En todos los países hubo un grupo de intelectuales —y no solo intelectuales, sino también profesionales, como juristas, economistas, médicos, ingenieros, etc.— que se alejaron de los extremos políticos que trajeron dictaduras y totalitarismos[3]. Estos intelectuales fueron defensores de la libertad, la democracia, el Estado de derecho y contrarios a las dictaduras y al fascismo y al bolchevismo por su condición de ideologías y regímenes totalitarios. Esto es lo esencial para definir, en mi opinión, la tercera España y la tercera Europa. Son estos intelectuales los que mejor las representan. Circunscribo aquí estos dos conceptos al periodo de entreguerras y, en el caso de España, muy concretamente a la Guerra Civil[4].
Si bien muchos de los integrantes de la tercera España y de la tercera Europa militaron o actuaron en el antifascismo, no podemos considerar a todos los antifascistas parte ni de la tercera España ni de la tercera Europa porque son notables los casos entre ellos en los que no defendieron la democracia sino, por el contrario, posiciones totalitarias en la línea bolchevique. Como muestra Seidman (2017), el antifascismo se conjugó de muy diversas maneras. No obviamos por ello que algunos de los más pioneros e importantes opositores al fascismo, como el periodista italiano Piero Gobetti (2024), pueden incluirse en la tercera Europa. Lo mismo podría decirse de los anticomunistas porque entre ellos hubo muchos defensores de posiciones fascistas o fascistizantes y autoritarias, muy alejadas de los principios esenciales de la democracia y del Estado de derecho. Si algo caracteriza a los que aquí incluimos en la tercera España y en la tercera Europa es que fueron antifascistas y antibolcheviques, incluso habiendo militado algunos de ellos previamente en el comunismo o en el fascismo. Varios cambiaron su inicial adhesión al comunismo por posiciones democráticas tras visitar la Rusia soviética durante el mandato de Lenin; ni siquiera les hizo falta conocer las atrocidades y purgas de Stalin en la URSS para alejarse del bolchevismo (Courtois, 2009; Todorov, 2017; Schlögel, 2014), aunque no todos renunciaron plenamente al marxismo o lo siguieron en las interpretaciones democráticas que hicieron de él políticos e ideólogos como Eduard Berstein y Karl Hjalmar Branting, entre otros (Berman, 2006 y 1998). Otros de los aquí incluidos en la tercera Europa vieron pronto los peligros que traían aparejados Mussolini y Hitler, como veremos en el tercer apartado.
No son aquí empleados los conceptos tercera España y tercera Europa como significantes vacíos que puedan rellenarse de cualquier manera, pero sí los utilizo de un modo suficientemente amplio para que tengan cabida en ellos los que, como queda dicho, defendieron la libertad, la democracia y el Estado de derecho y se opusieron a las dictaduras y los totalitarismos, posiciones que van desde la socialdemocracia a la democracia cristiana y el liberalismo conservador, pasando por el liberalismo renovado o social, cuyos precedentes y desarrollo en el periodo de entreguerras ha estudiado Serge Audier en su libro Le socialisme libéral (2006) tomando como referentes a Gran Bretaña, Francia e Italia.
Los conceptos son útiles y necesarios para entendernos, pero también se utilizan para lo contario. A veces nos echamos los conceptos a la cara como si fueran armas arrojadizas. Todos los conceptos, además del uso normativo que podemos encontrar en los diccionarios —sea el de la lengua o sean diccionarios históricos, políticos, etc.— y sus distintas acepciones, tienen un uso que podemos denominar utilitario, el uso de hablantes y escritores. No voy a entrar aquí en las disquisiciones de las filosofías del lenguaje seguidas por Quentin Skinner (2002) sobre el carácter locucionario, ilocucionario o perlocucionario del habla y el marco conceptual disponible en cada momento, pero debemos tenerlas presentes en nuestros análisis de las narrativas y de los discursos históricos y políticos, principalmente por el carácter performativo de los conceptos, cuyos usuarios pretenden —y consiguen a veces— por medio del lenguaje, transformar una realidad existente o crear otra nueva. El debate sobre el relato, sea grande o chico, está estrechamente relacionado con todo esto, pero no podemos detenernos en ello ahora.
Joaquín Abellán (2011: 11; 2007), en la línea de Reinhart Koselleck (1983), ha mostrado cómo en cada momento histórico disponemos de conceptos políticos anclados en su época y vinculados al autor o autora que los inventa, pero también vemos que sobre la misma palabra o palabras sobre las que se asienta un concepto aparecen nuevos significados y distintas acepciones y usos, incluso en el mismo espacio temporal y geográfico, pero sobre todo a lo largo del tiempo. No es la misma la democracia que critican Platón y Aristóteles que la democracia liberal que se configura a lo largo de los siglos xix y xx. Koselleck afirma que los conceptos no tienen historia, sino que contienen historia, en el sentido de que los conceptos ideados por autores como los citados están fijados a su tiempo con un sentido más o menos preciso, pero luego han sido reutilizados y reinterpretados, dando lugar a distintas acepciones, que son la historia que contienen. Más allá de lo discutible que pueda ser esta idea koselleckiana, en lo que no podemos entrar ahora, lo importante es saber que los conceptos tenemos que entenderlos siempre en su contexto histórico y ver el cambio que se produce cuando este varía, incluso dentro de un mismo tiempo en la medida en que cada concepto es utilizado por diversos actores —sean individuos o grupos— con diferentes significados, intereses, finalidades, etc.
Entre las funciones de los conceptos está la de intentar aclarar nuestro propio pensamiento y expresarlo para hacerlo comprensible a los demás. Todo concepto tiene que ofrecer un mínimo de comprensión al otro, oyente o lector. Si no lo hiciera, no nos entenderíamos y los conceptos no servirían entonces para nada. Cuando decimos gato, mesa, pan, un oyente o lector hispanohablante o conocedor del español sabe a qué nos referimos, aunque haya una inmensa variedad de gatos, mesas, panes, cada uno individual y concreto. Hablamos y pensamos con conceptos, nuestro pensamiento es conceptual, sería interminable hacerlo solo con realidades concretas: cada gato, mesa, pan, etc. Cuando los conceptos son más complejos, esta comprensión mínima también se da, pero las divergencias en la interpretación suelen ser mayores. Por ejemplo, cuando hablamos de democracia, la mayoría entendemos hoy que nos referimos a la llamada democracia liberal, la cual en muchos países como España se concibe también como «Estado social y democrático de derecho», por utilizar la expresión del artículo 1.1 de nuestra Constitución de 1978, es decir, una democracia liberal que tiene un componente social importante: democracia socioliberal, podríamos decir. Mas algunos también utilizan o utilizaron el término para referirse a sistemas políticos que difícilmente encajan en este concepto tal y como aquí lo utilizamos: democracia popular, democracia orgánica, democracia iliberal.
El concepto tercera España, como muestra Alfonso Botti (2023), se ha empleado con distintas significaciones o acepciones desde que apareció —lo veremos— en 1932. Me interesa destacar que en muchos de estos usos, como se expuesto en la «Introducción», subyace una visión dicotómica de dos Españas cainitas, que viene de atrás pero que se consolida en el siglo xix, entre las que se introduce, como una cuña, una tercera, la de aquellos que no estaban ni con los «hunos» ni con los «hotros», con «h», por decirlo con Unamuno, en referencia a la guerra «incivil», por seguir con la terminología unamuniana (Erquiaga, 2025). Para muchos, esta tercera España sería la verdadera, la que realmente encarnaría lo mejor de una trayectoria histórica, la modernizadora de esta tradición, la europea y europeísta frente al tradicionalismo, al conservadurismo, al militarismo, al clericalismo, y también frente a ideologías como el comunismo o el anarquismo, que quisieron imponerse durante la Guerra Civil. Por el contrario, para otros, esta tercera España es la espuria, la bastarda, la hereje, la heterodoxa, la que traiciona las esencias patrias vinculadas a la monarquía y a la religión católica, la descristianizadora, la relativista en valores, la culpable en gran medida de la Guerra Civil por introducir desde el siglo xviii las ideas que iban contra las supuestamente verdaderas tradiciones seculares españolas.
Otros consideran espuria a la tercera España porque traicionó a la Segunda República, traicionó a la izquierda que se oponía a la otra España, tradicional y católica, que encarnaba los valores del «bloque oligárquico de poder» —expresión típica de la bibliografía marxista de los años sesenta, setenta y ochenta—, el cual se había levantado contra el legítimo Gobierno de la Segunda República.
El concepto tercera España nos es útil para establecer distinciones y comprender que hubo una diversidad de posiciones ideológicas, políticas y humanas que muestran una complejidad mucho mayor que la de dos bandos enfrentados fratricidamente. Cuando bajamos al suelo de la realidad histórica desde el cielo conceptual, desde el cielo platónico de las ideas, e intentamos ver aristotélicamente quiénes componían esta tercera España, aparecen las dificultades para fijar una nómina de personas. En situaciones de confrontación, como es una guerra civil, es difícil que los actores no tomen en algún momento posición o preferencia, no digo partido, que la mayoría tomaron. Para definir con precisión la tercera España nos vemos obligados primero a definir las otras dos, porque esta tercera España se ha presentado habitualmente por contraposición a estas, que tampoco son fáciles de definir porque incluyen cada una en su seno una enorme heterogeneidad, salvo que queramos reducir el concepto a un solo dato: quiénes apoyaron a cada bando enfrentado en la Guerra Civil, prescindiendo de los matices y de las actuaciones que cada uno realizó, las cuales van desde una participación plena y activa, completamente comprometida en la contienda, hasta silencios cómplices a favor de uno u otro bando, desde apoyos explícitos a políticas antiliberales y antidemocráticas en cualquier de los dos bandos a la apuesta por alguno de ellos como mal menor en la esperanza de que la situación, tras la guerra, pudiese reconducirse a vías democráticas.
¿Es la misma la España de los falangistas de primera hora, de los carlistas —a su vez divididos—, de los jonsistas, de los monárquicos —liberales o no— que apoyaron a Franco, de las derechas más o menos radicales que contribuyeron con su apoyo a la victoria del autollamado bando nacional, de los tecnócratas del Opus Dei, de los católicos —tan diversos— que impulsaron o apoyaron el golpe, y que van desde posiciones ultramontanas a democristianas, de los militares sublevados que provocaron la guerra, entre los que también había enormes diferencias ideológicas? ¿Es la misma la España de los republicanos de Azaña, de los de Martínez Barrio, de los de Portela Valladares, de los de Alcalá Zamora, de los de Ángel Ossorio, de los de Miguel Maura, de los socialistas de Prieto y Fernando de los Ríos —si es que son los mismos—, de los de Largo Caballero y Luis Araquistáin, de los de Negrín, de los anarquistas, de los comunistas, de los del POUM críticos con Stalin y represaliados por orden de este durante la misma guerra, de los intelectuales del entorno de la Institución Libre de Enseñanza, de los en su mayoría jóvenes militantes en la Alianza de Intelectuales Antifascistas con Alberti, Bergamín y Zambrano a la cabeza, de los dirigentes de Esquerra Republicana de Catalunya o del Partido Nacionalista Vasco? Pienso que todos estaremos de acuerdo en la heterogeneidad que encontramos en los distintos grupos y personas que compondrían estas dos Españas enfrentadas en sus distintas concepciones de lo que es la nación, la sociedad, las políticas que desarrollar, etc.
Pues bien, esta misma heterogeneidad la encontramos en la tercera España, con el agravante de que en este caso no podemos definirla solo por la no adscripción de sus integrantes a alguno de los dos bandos en lucha. Es difícil divisar a alguien que no se adscribiera, con su acción o con su decir o, incluso, con su silencio, en algún momento de la contienda o de la postguerra, a alguno de los dos bandos. Esta confrontación venía de atrás. Estas Españas se presentaban cada una a sí mismas como la verdadera, y a la otra como la anti-España. Durante la Guerra Civil, acusaban a la otra España de estar entregada a fuerzas extranjeras: Rusia, por un lado; Alemania e Italia, por otro (Núñez Seixas, 2006, Álvarez Junco, 2008: 482-483).
Para mí, ejemplos de la tercera España, tomando como referencia la defensa de la democracia frente a los totalitarismos y autoritarismos, la apuesta por la libertad y el Estado de derecho, y centrándome en el mundo intelectual, son, entre otros, Miguel de Unamuno —a pesar de su preferencia por el bando autollamado «nacional» al comenzar la guerra, pensando que este sería el salvador de la civilización cristiana occidental frente al comunismo, y su distanciamiento inmediato con sus famosas palabras en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 ante el general Millán Astray: «Venceréis, pero no convenceréis»—, muchos de los exiliados de 1936-37, como José Ortega y Gasset, Clara Campoamor, Manuel Chaves Nogales, algunos representantes del círculo orteguiano al que se ha llamado exilio interior, como Fernando G. Vela, Xavier Zubiri, Julián Marías y Antonio Rodríguez Huéscar y, por otro lado, del exilio exterior, como Juan Ramón Jiménez, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro y Francisco Ayala, entre otros, junto a Alberto Jiménez Fraud y José Castillejo, que simbolizan el grupo institucionista que tuvo que salir de España durante la guerra por miedo a ser represaliados por su propio bando republicano. Se ha incluido tradicionalmente en esta tercera España a Fernando de los Ríos por su «socialismo humanista», alejado del marxismo, y su formación institucionista. Sus actuaciones durante la República —sobre todo el apoyo en los órganos directivos del Partido Socialista al golpe de Estado de octubre de 1934, la llamada Revolución de Octubre, a pesar de sus reticencias iniciales—, la guerra y la postguerra hacen más compleja esta adscripción (Zamora, 2008). Igual de complicada me parece la de Julián Besteiro, único dirigente de alto rango del PSOE que se quedó en Madrid hasta el final de la guerra y que promovió el golpe del coronel Segismundo Casado contra el Gobierno de Negrín para negociar, ingenuamente, una entrada pacífica de las tropas franquistas en la capital de forma que se evitasen venganzas y no hubiera mayor derramamiento de sangre. Nunca renunció al marxismo, aunque fue muy crítico con los comunistas y con el ala bolchevizante del PSOE, con la que se enfrentó y, por ello, lo persiguieron desde sus medios periodísticos y desde los órganos institucionales del PSOE y del sindicato UGT, que durante tantos años había dirigido. Igual de problemática me parece la adscripción a la tercera España de Gregorio Marañón. Sus posiciones profranquistas y sus campañas públicas a favor del autollamado bando nacional durante el conflicto hacen compleja esta adscripción, a pesar de que tras la guerra mantuviese sus ideas liberales (López Vega, 2011: 328; Martín Cabrero, 2023: 579 ). Lo mismo podríamos decir de Salvador de Madariaga, a pesar de sus intentos de buscar la paz entre los bandos enfrentados en la Guerra Civil y de sus propuestas para constituir algún acuerdo político que diera una salida a la dictadura franquista integrando a las gentes del exilio, y de que él mismo se definiese en varias ocasiones como miembro, incluso representante, de la tercera España. No podemos olvidar su propuesta de un régimen autoritario que prescindiese del sufragio universal y del Parlamento en su libro de 1935 titulado Anarquía y jerarquía: ideario para la constitución de la tercera República (Madariaga, 2005). Podríamos, incluso, cuestionarnos si puede Ortega y Gasset formar parte de la tercera España a tenor de su único texto durante la Guerra Civil, «En cuanto al pacifismo», que añadió a su famosa obra La rebelión de las masas dentro del «Epílogo para ingleses», en el que intentó hacer ver que de algún modo entendía el golpe de Estado de julio de 1936, texto que luego suprimió en ediciones posteriores (Ortega y Gasset, 2004-2010: IV, 989-997), y de que en 1946 aceptó reinaugurar el Ateneo de Madrid que estaba en manos del Movimiento Nacional (Giustiniani, 2009; Zamora, 2002: 415 y ss.).
No pretendo aquí excluir de esta tercera España ni a Fernando de los Ríos ni a Julián Besteiro ni a Gregorio Marañón ni a Salvador de Madariaga ni a Ortega y Gasset —tema que daría para una larga discusión en cada caso—, sino mostrar la complejidad de la definición de la tercera España según a quiénes incluyamos en ella. ¿Podríamos incluir en la tercera España a Luis Araquistáin, arrepentido en la postguerra de sus posiciones bolchevizantes durante la República y la Guerra Civil ? (Fuentes, 2002).
Paul Preston, en su libro Las tres Españas del 36, plantea ampliar el concepto tercera España a «un reducido grupo de exiliados y a grandes sectores de ambos bandos durante la contienda. Había —prosigue— otros que sufrieron de varias maneras, a manos de los de izquierda y los de derecha, a causa de su moderación» (Preston, 1998: 16). Cita como ejemplos al expresidente del Gobierno de la República Manuel Portela Valladares, al político católico catalán Joan Baptista Roca i Caball, al político catalán Manuel Carrasco i Formiguera, al arzobispo de Tarragona Frances Vidal i Barraquer, a muchos católicos vascos moderados, como el obispo de Vitoria Mateo Múgica y Urrestarzu, al político valenciano Luis Lucia, al republicano valenciano Sigfrido Blasco, hijo del novelista Vicente Blasco Ibáñez, a los generales Miguel Campins, Eduardo López Ochoa y Domingo Batet. Añade Preston que «existen numerosos casos de personas que no se incluyeron en la tercera España porque apoyaron lealmente a uno u otro bando, pero que nunca se encontraron cómodos y sufrieron moralmente» (Preston, 1998: 19), y cita entre ellos al dirigente de la CEDA José María Gil Robles, sin llegar a incluirlo en la Tercera España. Para Preston, el líder socialista Julián Besteiro y el diplomático Salvador de Madariaga son los dos ejemplos de la tercera España en el citado libro, pero incluye expresamente entre todos los mencionados a Lucia, Carrasco i Formiguera, Roca i Cabal, Batet, Vidal i Barraquer y los sacerdotes vascos moderados. Preston se plantea si no se debería incluir también en esa tercera España al presidente Manuel Azaña y al líder socialista Indalecio Prieto, que en su libro aparecen como integrantes de la España republicana junto a Dolores Ibárruri, y concluye el «Prólogo» afirmando que en la Transición «las dos Españas que lucharon en 1936 se habían convertido en la tercera España de consenso democrático prevista en el discurso de Azaña en Barcelona» (Preston, 1998: 25), de 1937, en que pidió «paz, piedad y perdón» a los dos bandos enfrentados. Como podemos ver, el uso del concepto tercera España puede ensancharse o encogerse según quién lo utilice.
Si alguien aparece casi siempre como representante de la tercera España por sus actuaciones durante la Guerra Civil y la postguerra, es Salvador de Madariaga, aunque ya he señalado que me parece discutible. Conviene recordar y matizar su famosa expresión en la que simboliza «las tres Españas» en tres «Franciscos»: Franco, Largo Caballero y Giner de los Ríos. Madariaga añadió un capítulo titulado «The battle of three Franciscos» a su libro Spain (1942: 367 y ss.). La primera edición se había publicado en inglés en la editorial Benn, de Londres, y en la editorial Charles Scribner’s Sons, de Nueva York, en 1930, y a partir de estas se realizaron numerosas ediciones en inglés, español y otros idiomas, con ampliaciones diversas. La primera en español se publicó en Madrid por la Compañía Ibero-Americana de Publicaciones en 1931[5]. La fuerza simbólica del dictum es enorme, pero el momento histórico de cada uno de ellos es bien distinto. Francisco Giner de los Ríos nació en 1839 y falleció en 1915, por lo que no vivió la guerra civil de 1936 a 1939, aunque sí la Revolución Gloriosa, el Sexenio Democrático y las guerras carlistas del xix, que también supusieron una enorme división de la sociedad española. Largo Caballero, nacido en 1869 y fallecido en 1946, es un hombre a caballo entre dos siglos, pero más volcado al xx desde su marxismo decimonónico. Pensó que el proceso revolucionario bolchevique iniciado en 1917 en Rusia era la constatación del fin de la historia anunciada por la dialéctica marxista. Franco, nacido en 1892 y fallecido en 1975, aunque con muchas ideas decimonónicas vinculadas al catolicismo más conservador y al militarismo más tradicionalista, es un hombre del siglo xx, defensor de las formas autoritarias de gobierno que se dieron en este al estilo de la dictadura que impuso de forma violenta en España tras su victoria en la Guerra Civil. Franco y Largo Caballero protagonizaron esta y son, según Madariaga, los más claros ejemplos de las dos Españas radicalmente enemigas. Cuando entre estos dos «Franciscos», Madariaga introduce a Giner, lo que implica incluir al krausoinstitucionismo como principal representante de la tercera España, se quiere mostrar que frente a estas dos Españas irreconciliablemente beligerantes, había una tercera, reformista y modernizadora, europeísta, que se había ido fraguando en pequeños grupos desde mediados del siglo xix, si no antes, y que había protagonizado la primera experiencia democrática de la historia de España, el Sexenio, y el proceso modernizador que ya en la Restauración se inicia con la Institución Libre de Enseñanza, sigue con el Museo de Instrucción Pública —luego conocido como Museo Pedagógico—, la Comisión de Reformas Sociales —más tarde transformada en Instituto de Reformas Sociales—, la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y sus distintos laboratorios, la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos, la Residencia de Señoritas, el Instituto Escuela, etc., etc., y desemboca en las políticas educativas y culturales de la Segunda República. Conviene, no obstante, estar atentos aquí también a los matices porque Giner fue muy crítico con algunas políticas del Sexenio y no apostó nunca por el sufragio universal, sino que fue un liberal clásico del xix, aunque con notable conciencia social.
Madariaga fue cambiando su perspectiva sobre la tercera España a lo largo del tiempo, como muestra el artículo de Santiago de Navascués en este mismo monográfico. Si hasta la Guerra Civil, sin utilizar la expresión, había insistido sobre todo en una crítica de la visión dicotómica de España, fundamentándola en la psicología de los españoles y hablando de la unidad esencial de la nación y de la necesidad de una política reformista, durante los años del conflicto la tercera España aparece en Madariaga como una posibilidad mediadora entre las dos Españas enfrentadas, de las que tomó distancia. Tras la victoria de los autollamados «nacionales», sobre todo en los años en torno al «contubernio» de Múnich, como se refirieron los gerifaltes del franquismo al IV Congreso del Movimiento Europeo de 1962, en que se juntaron distintas tendencias opositoras a la dictadura, tanto del exilio como de cierta oposición interior, la tercera España aparece en la obra de Madariaga como una declaración de principios que tiene una historia detrás desde la que fundamenta la posibilidad de otra España que permitiera una salida de la dictadura por medio de una monarquía parlamentaria que respetase el Estado de derecho y se integrase en la Comunidad Económica Europea.
La idea de Madariaga de vincular la tercera España a Francisco Giner de los Ríos y al mundo institucionista la recogió a su manera Vicente Cacho Viu en una conferencia que se publicó con el título «Las tres Españas de la España contemporánea» (Cacho Viu, 1962a), la cual era en cierta forma síntesis de su tesis doctoral defendida el año anterior con el título La universidad española en la época de la Restauración, que se publicó en 1962 retitulada como La Institución Libre de Enseñanza. I. Orígenes y etapa universitaria (1860-1881), con prólogo de su mentor Florentino Pérez Embid (Cacho Viu, 1962b). Que un joven del Opus Dei, apoyado por una de las figuras más representativas de la Obra, el citado Pérez Embid, recuperase en plena dictadura franquista el pensamiento y la labor institucionista y la figura de Giner de los Ríos como representante de una tercera España que había fracasado, pero cuyo interés y valía no negaba sino que estudiaba objetivamente, tuvo una importancia notable, hasta el punto de que se le concedió el Premio Nacional de Literatura Menéndez Pelayo de 1962 (Orden de 31 de diciembre de 1962 por la que se conceden los premios nacionales de literatura José Antonio Primo de Rivera, Miguel de Cervantes y Menéndez Pelayo, BOE n.º 46, del 23 de febrero de 1963: 3040-3041). Frente a los que calificaban el institucionismo como la anti-España, especialmente desde el mundo católico, Cacho Viu miraba con buenos ojos esta tradición.
Recordemos que ya desde el siglo xix la jerarquía de la Iglesia española y muchos intelectuales católicos vieron en los krausistas y en la obra de la Institución Libre de Enseñanza una amenaza, un demonio al que calificaron de «anti-España», el cual venía a corroer las esencias nacionales. La represión de los institucionistas durante la Guerra Civil y la postguerra incivil fue violentísima. Se purgó a un gigantesco número de maestros formados en las ideas institucionistas. Los textos recogidos en el libro Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza, publicado en 1940, dan testimonio del odio que la Institución provocó en gentes como Fernando Martín-Sánchez Juliá, presidente de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, que promovió la publicación del citado libro, quien afirmó en el mismo que los institucionistas eran «anacoretas del diablo que, entenebreciendo nuestras aulas, envenenaron a la juventud». José Pemartín, quien ocupó cargos importantes en el Ministerio de Educación Nacional durante los primeros tiempos de la dictadura franquista, escribió que «de la Institución Libre de Enseñanza, anti-Católica, anti-Española, no ha de quedar piedra sobre piedra» (Pemartín, 1938: 192). Enrique Suñer, que presidió el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, escribió un libro en plena guerra titulado Los intelectuales y la tragedia española (Suñer, 1937), en el que acusaba a los intelectuales, especialmente a los institucionistas, de ser los responsables de la Guerra Civil. Afirma en él que Giner es uno de los hombres «más terriblemente funestos que ha visto nacer España» (citas en Juliá, 2012: 354).
Años más tarde, hacia el final de la dictadura, el clima era ya diferente y otras voces dentro del régimen vieron en el concepto tercera España, como lo había definido Cacho Viu, un instrumento útil para la reconciliación. Así lo refleja la Historia política de las dos Españas, publicada en 1975 por José María García Escudero. El uso del concepto tercera España para referirse a una España posible que quedó derrotada en la Guerra Civil, y que podría haber sido la que modernizara la sociedad y la vida política en una perspectiva europeísta, es el que más se ha popularizado en la historiografía referente a este contexto histórico, pero sin duda hay otros usos (Botti, 2023, 2020; Eve Giustiniani, 2009: 1 y 12). Paul Aubert ve en estos exiliados de 1936 los primeros representantes de la tercera España (Aubert, 2006: 37). Por el contrario, Eve Giustiniani problematiza que el concepto sea utilizado para referirse a los exiliados de 1936, que lo fueron de la República por temor de sus vidas ante la revolución social que se desencadenó tras el golpe de Estado de los autollamados «nacionales». Entre los exiliados del 36 están Pío Baroja, Azorín, José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Marañón, a los que la autora denomina «los blancos de París».
Uno de los primeros usos del concepto en que aparece la expresión tercera España en el contexto de la Guerra Civil es el del círculo de católicos republicanos y demócratas de Alfredo Mendizábal (Giustiniani, 2009: 8 y ss.), que promovieron varias iniciativas de paz durante la guerra en el marco del recién constituido Comité Español por la Paz Civil y Religiosa en España. Santos Juliá afirma tajante que «los usos que de la marca Tercera España se han hecho posteriormente son, en su mayor parte, inapropiados, y en no pocas ocasiones, oportunistas o insensatos» (Juliá, 2015: 324). Nos parece una restricción inapropiada, como vamos viendo. En febrero de 1937, Mendizábal convocó a varios intelectuales españoles residentes en Francia, casi todos huidos de la guerra temiendo por sus vidas, para conseguir apoyos que hiciesen que la política de no intervención de Francia y Gran Bretaña se transformase en una política de intervención por la paz. Entre estos intelectuales estaban Xavier Zubiri, que parece que no acudió a la reunión, y José Ortega y Gasset, que parece que sí acudió, pero que no se sumó a la propuesta. En este mismo momento, el jurista ruso-ucraniano nacionalizado francés Boris Mirkine-Guetzevitch publicó en L’Europe Nouvelle el 20 de febrero de 1937 un artículo titulado «La troisième Espagne». En él criticaba la política de no intervención de Francia, que favorecería la victoria de Franco y de Alemania y el establecimiento de una dictadura. Aunque la victoria de los republicanos podría dar lugar, según el autor, a un régimen pro bolchevique y a una nueva guerra civil, habría más posibilidades de que en un plazo más breve se instaurase una democracia, por lo que Francia tenía que ser activa a favor de la República y abandonar su política, junto a Inglaterra, de no intervención y actuar a favor de la paz. En el contexto de la Guerra Civil española era la primera vez que el término tercera España aparecía de forma pública, aunque Mendizábal, entre otros, había hablado de ello —por ejemplo en un artículo publicado en la revista francesa Sept, sin firma, en agosto de 1936, con el título de «La voix d’un Español»—. Poco después, el expresidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, haciéndose eco del artículo de Mirkine-Guetzevitch, al que había conocido en la visita de este a España en 1933, utilizó también de forma pública la expresión en un artículo precisamente titulado «La tercera España», publicado en L’Ère nouvelle el 12 de mayo de 1937, en este caso para simbolizar en ella un centro político que ya había existido durante la República y que debía recuperarse como la España del futuro (Botti, 2023: 23 y ss.).
En junio, fue Madariaga el que buscó sumar a Ortega y Gasset a otra iniciativa por la paz. Medió Zubiri en una carta a su maestro del 15 de junio de 1937. En ella le informa de que ya ha avisado a Madariaga de que no pensaba que pudieran contar con Ortega si mantenía su posición de unos meses atrás, se entiende que cuando Ortega y Zubiri habían hablado de la propuesta de Mendizábal. El 2 de agosto de 1937 es Ortega el que escribe a Lorenzo Luzuriaga desde Oegstgeest, en Países Bajos, para insistir en la posición que había mantenido en una reunión en París hacía unos meses, seguramente la propiciada por Mendizábal, mostrando, dice, «mi extrañeza de que crea Vd. y crean otros que podemos tener una intervención pública, según las cosas están hoy, los que nos encontramos fuera de España». En esta misma carta, añade el filósofo que cree «factible trabajar por uno de los dos bandos, pero carece de sentido pretender, hoy por hoy, representar una Tercera España». Esto le parecía «deplorable», pero «inevitable, por ahora», por lo que la propuesta de Madariaga no solo le resultaba «ridícula», sino contraproducente porque mostraría la «inanidad» de la «tercera posición». Para Ortega, según cuenta a Luzuriaga en esta carta, la situación se resumía así: «Dos minorías extremas» luchaban entre sí, pero ante la «revolución total» que había intentado realizar «una parte de la clase obrera, alcoholizada por los eternos demagogos», el «gran torso de España» se había puesto al lado de Franco (Corominas y Albert, 2025: 42-44; Scotton, 2023: 217; Giustiniani, 2009: 8-9). A algunos, como Agustí Calvet, que firmaba con el seudónimo Gaziel, silencios como el de Ortega le parecían una traición. Así lo escribió el 21 de febrero de 1937 en el diario bonaerense La Nación (Gaziel, 1937). Madariaga, desencantado con la República ya antes del comienzo de la guerra, aunque había sido embajador en París y ministro de Instrucción Pública y de Justicia en dos Gabinetes de Alejandro Lerroux, adoptó una posición neutral durante el conflicto, sin vincularse a ninguno de los dos bandos, buscando mediaciones internacionales, especialmente de Inglaterra, donde residía, para propiciar la paz (Navascués, 2023: 155 y ss.).
En el año 1937 se publicaron dos libros que, sin citar expresamente el concepto tercera España, acabaron simbolizándola. Nos referimos a las obras de Clara Campoamor, La révolution espagnole vue par une républicaine, y Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego: héroes, bestias y mártires de España. Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución. Ambos autores, que habían tenido una participación notable en la República, sobre todo Clara Campoamor como defensora del voto femenino en las Cortes Constituyentes, denunciaban ahora la represión que se estaba produciendo en el bando republicano tras el golpe de Estado de los autollamados «nacionales», lo que llevaba a ambos a separarse de la actual República sin adherirse a los militares golpistas, cuyos desmanes y violencias también conocían y denunciaban. Lo resume muy bien Chaves Nogales en el prólogo a la citada obra: «Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos, se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España» (Chaves Nogales, 2009 [1937]: 27).
No todos creían en la existencia de la tercera España. Unamuno, por ejemplo, que falleció el 31 de diciembre de 1936, confinado en su casa por el Gobierno franquista tras retirarle sus cargos y distinciones, veía años antes la lucha entre las dos Españas como una necesidad de confrontar las distintas visiones en una «guerra civil», pero en su sentido etimológico, una guerra de los ciudadanos, de los cives, no de los militares, una guerra de palabras, opiniones y razones, pero no de armas, dentro de un régimen liberal (Unamuno, 1921, cit. en Erquiaga, 2025). Para él no era negativo por principio que en la nación hubiera una lucha interna, incluso intestina, la cual tenía que fructificar en realizaciones en beneficio del común, pero lo que encontraba era una sociedad mortecina que no se lanzaba a producir; ni siquiera cada bando era capaz de defender sus propias ideas para remover la conciencia social, sino que se empeñaba en negar al otro calificándolo de la «anti-España».
Según ha rastreado Andrés Trapiello (Trapiello, 2019: 19, cit. en Botti, 2023: 54), la expresión tercera España la utilizó Melchor Fernández Almagro antes de la Guerra Civil en un artículo publicado en El Sol, titulado «El debate sobre las Españas», el 4 de abril de 1933, en el que comentaba el libro Las dos Españas del profesor portugués afincado durante un tiempo en España, Fidelino de Figueiredo, publicado el año antes en portugués y traducido al español en 1933. En él, Figueiredo analizaba históricamente la división dicotómica de las dos «Españas», pero tenía la esperanza de que surgiese una «tercera» que facilitase la convivencia pacífica entre las otras dos, no por equidistancia, sino por superación de los extremos (Figueiredo, 2014 [1932]). Fernández Almagro, en su comentario a este libro abogaba también por una «tercera España […] mayor en número y mejor en calidad» que superase el conflicto entre las otras, que no habían sido dos sino muchas a lo largo de la historia» (Fernández Almagro, 1933). No le falta razón a Andrés Trapiello cuando afirma que «aquella [Guerra Civil] no fue una guerra civil entre dos Españas […], sino la determinación de dos Españas minoritarias y extremas para acabar con otra, la mayoritaria tercera España en la que podían haberse integrado gentes de toda condición, edad, clase e ideología, excluyendo de ella naturalmente aquellas otras dos, la fascista, por un lado, y la anarquista, comunista, trotskista o socialista radical por otro» (Trapiello, 2010: 21).
Para entender mejor el concepto tercera España conviene verlo en una perspectiva histórica más larga, aunque no podemos entrar aquí en su análisis, y apreciar así que las divisiones y enfrentamientos entre distintas formas de entender el país y su cultura han sido bien diferentes. Podríamos remontarnos al siglo xviii: austracistas y borbónicos, absolutistas del despotismo ilustrado e ilustrados propiamente dichos frente al absolutismo tradicional. En el xix, también encontramos muy diversas Españas: la liberal —que se dividirá pronto en doceañistas y exaltados, y más tarde en progresistas y moderados, con la Unión Liberal por medio—; la fernandina absolutista; la carlista, que se dividirá asimismo en distintas facciones; la republicana, también con muy distintas tendencias; y más tarde la de los socialistas, que no siempre pueden ser considerados dentro de la herencia republicana. Podríamos añadir más y sumar las distintas visiones de España, integradoras o rupturistas, de los regionalistas y nacionalistas. Vemos, pues, que hay muchas Españas.
En resumen, el concepto tercera España puede sernos útil siempre que seamos conscientes de la heterogeneidad interna de cada una de estas tres Españas y estemos abiertos a sumar más Españas para que la tercera no parezca un tertio excluso, una España espuria, traidora a alguna de las otras dos.
El concepto tercera España se entiende mejor si lo utilizamos teniendo presente el contexto de la Europa de entreguerras, como queda dicho. La mayoría de las sociedades y del mundo político de los países europeos estuvieron muy divididos y polarizados. Pongamos algunos ejemplos: la recién nacida República de Weimar sufrió desde el principio ataques de los grupos radicales de derechas e izquierdas que querían sepultarla desde el primer día, y la propia coalición que la sostenía era muy diversa. Basta con recordar el levantamiento espartaquista (Spartakusaufstand) de enero de 1919 y el Putsch de Múnich o de la Cervecería de 1923. Es muy significativo que de los cuatros grandes filósofos que estudia Wolfram Eilenberger en su libro Tiempo de magos: la gran década de la filosofía, 1919-1929, Walter Benjamin, Martin Heidegger, Ludwig Wittgenstein y Ernst Cassirer, diga que este «fue el único que en 1919 dio su apoyo explícito a la naciente República de Weimar; más aún: fue el único demócrata convencido» (Eilenberger, 2019: 111).
La división no era menor en Francia, como mostró luego la dicotomía entre la Francia de Vichy y la de la Resistencia, tras la ocupación nazi, ambas compuestas por grupos de lo más heterogéneos. La Italia fascista tampoco logró la unidad que Mussolini pretendía tras la Marcha sobre Roma de 1922 frente a la tremenda división y enfrentamientos de los años del biennio rosso, aunque la verdadera fuerza del antifascismo no se mostró hasta la liberación propiciada por los aliados, ya durante la Segunda Guerra Mundial. Incluso de un país tan prototípico del triunfo de la democracia liberal como Gran Bretaña, el historiador Hugh Thomas decía hace unos años en una entrevista que no entendía por qué la guerra civil no había estallado en Inglaterra antes que en España, pues la polarización social era enorme. Recordemos los estudios de Juan José Linz y de Alfred Stepan sobre la crisis y la quiebra de las democracias en la Europa de entreguerras, que muestran muy bien la complejidad de cada país (Linz, 1996; Linz y Stepan, 1978).
Lo cierto es que estas divisiones venían de antes de la Gran Guerra, y la union sacrée que produjo la misma se descompuso incluso antes del fin del conflicto. Frente a la imagen un tanto idílica, entre entretenida y somnífera, que describe Florian Illies (2013) en su exitoso 1913. Der Sommer des Jahrhunderts —traducida al español como 1913: un año hace cien años—, lo cierto es que The Vertigo Years anteriores a la guerra del 14, como los denominó Philipp Blom (2008), Les années électriques, como los caracterizó Christophe Prochasson (1991), fueron muy ajetreados. Las ideas y las formas de vida se fueron cambiando no solo soterráneamente por la crisis intelectual, política, social y moral de fin de siècle (Cerezo, 2003), sino de modo muy visible en las nuevas sociedades de masas, en medio de un importante crecimiento económico y de transformaciones sociales nunca vistas que provocaron una serie de tensiones en sociedades y regímenes que se resistían o entregaban, según los casos, a la modernidad y en una diplomacia aristocrática de potencias anquilosadas en moldes arcaicos, como mostró Mayer (1981). Ian Kershaw afirma con razón que «Europe before the First World War, despite its superficial peacefulness, bore the seeds of the later explosion of violence. Enmities and hatreds —nationalist, religious, ethnic, class— defaced practically every society» (2016: 21). Y la Gran Guerra no puso fin a estas enemistades y odios. Durante la Europa de entreguerras se consolidaron los dos mundos que estaban fraguando antes de la Gran Guerra. Todos los países estaban divididos internamente en estos dos mundos, a su vez complejos cada uno en su interior: el mundo de la modernidad creciente, que vivió su auge en las grandes ciudades, y dentro del cual apareció una sociedad obrera movilizada, y el antiguo mundo victoriano de burguesías y aristocracias urbanas sobre un fondo rural predominantemente tradicional a pesar de las corrientes modernizadoras que habían llegado al campo durante el xix.
Intelectuales como el poeta futurista Fillipo Tommaso Marinetti veían la guerra como una posibilidad higiénica y una moral educadora. El jovencísimo Ernst Jünger, con un infinito espíritu aventurero, sentía la misma como un juego varonil para reconstituir los valores germanos. El poeta y novelista Gabriele D’Annunzio, con su nacionalismo exaltado, no le hacía ascos a la violencia para dar rienda suelta a la imposición del superhombre nietzscheano. Esta misma invocación a la violencia está en la base del sindicalismo revolucionario de Georges Sorel, como muestran sus Réflexions sur la violence (1908). Fueron años en los que la Action Française de Charles Maurras, con su nacionalismo tradicionalista y católico, aunque luego se enfrentase al Vaticano, contemplaba la guerra como una necesidad que permitiría a Francia salir de su decadencia, y para ello buscó la colaboración del grupo soreliano. En esto andaban por aquellos tiempos también el antes anarquista Georges Valois, que militó en el grupo de Maurras y después fundó Le Faisceau en 1925, y Édouard Berth, que colaboró con Valois en la fundación del Cercle Proudhon en 1911 y terminó luego en el Partido Comunista Francés. Estos cambios de bando ideológico fueron frecuentes. Lenin había teorizado en 1902, en su libro ¿Qué hacer?, cómo el proletariado debía tomar el poder sin despreciar el uso de la violencia para establecer la dictadura del proletariado, que en realidad lo era de una élite, la bolchevique, la vanguardia de la revolución.
El llamado espíritu de 1914, que se expresa en el clima nacionalista exaltado y militarista del verano de aquel año, no surgió de la nada ni acabó con la Paz de París de 1919, aunque durante unos años se viviese en esta ilusión, sobre todo tras los acuerdos de Locarno de 1925. Como ha señalado Margaret MacMillan, «nunca deberíamos subestimar el poder de las ideas» (MacMillan, 2014: 19) en la conformación de estos climas sociales y políticos, para bien y para mal. Este espíritu exaltado y nacionalista lo muestran bien las palabras que el primero de agosto de 1914 pronunció el emperador alemán Guillermo II: «Ich kenne keine Parteien mehr, Ich kenne nur noch Deutsche» —«Yo no conozco ningún partido, ahora solo conozco el alemán» (cit. por Verhey, 2000: 2)—. La guerra fue como un gran diván freudiano en el que, en expresión de Emilio Gentile, se produjo L’apocalisse della modernità (Gentile, 2008). Mas en aquel clima de exaltación, muchos quisieron estar au-dessus de la mêlée (1915)[6], por decirlo con el título de un artículo de Romain Rolland que sirvió para denominar su famoso libro. Lo publicó en el Journal de Genève el día 22 de septiembre de 1914, cuando la guerra llevaba no más de dos meses. El libro apareció a principios de 1915, año en el que consiguió el Premio Nobel de Literatura. En su libro-manifiesto, el intelectual francés recogía varios textos publicados durante los meses que duraba la guerra junto a alguno más no publicado y varios escritos de terceros en torno al conflicto.
Autores como Hermann Hesse, Stefan Zweig, Eugeni D’Ors —en aquel momento, pues conocemos su evolución profranquista posterior—, con los que Rolland mantuvo una correspondencia abundante en estos años (Rolland y Zweig, 2014; Hesse y Rolland, 1972; Hesse et al., 1984)[7], o Bertrand Russell, Bernard Shaw, Robert Graves, Albert Einstein, Max Born, Erwin Schrödinger, Georg Friedrich Nicolai o Hermann Weyl, también supieron estar al margen del agresivo nacionalismo guerrero del momento.
Según Stefan Zweig, que puso un prólogo a una de las numerosas ediciones de este compendio de Rolland, su libro era «una declaración de guerra al odio», una «piedra fundacional de la invisible iglesia europea», «el brote de un corazón desgarrado» y la «voz [...] que habla en nombre de la multitud silenciosa». Zweig añade: «Lo verdaderamente escandaloso era que, tras el estallido de la guerra, los líderes intelectuales deberían haber preservado la pureza de su pensamiento. Era monstruoso que la inteligencia se dejara esclavizar por las pasiones de una política racial y pueril. Jamás deberíamos olvidar, en medio de la guerra, la unidad esencial de nuestras patrias» (Zweig, en Rolland, 2014: 7-9).
En su artículo, Rolland muestra su profunda preocupación por una «Europe démente» y pregunta a los que la han llevado a la guerra si «notre civilisation est-elle donc si solide que vous ne craigniez pas d’ébranler ses piliers?». El intelectual francés, que veía desconcertado la participación de tropas no europeas en el conflicto, pensaba que hubiera sido mucho mejor buscar una solución pacífica, pero le parecía que ni siquiera se había intentado. Según él, los jefes de Estado, que eran los auténticos promotores de las guerras, no aceptaban su responsabilidad, pero esto no podía hacer olvidar que no eran los únicos culpables: «Cette élite intellectuelle, ces Églises, ces partis ouvriers, n’ont pas voulu la guerre… Soit!… Qu’ont-ils fait pour l’empêcher? Que font-ils pour l’atténuer? Ils attisent l’incendie. Chacun y porte son fagot».
A Rolland le chocaba «l’unanimité pour la guerre» que se percibía en todas las naciones:
Plus une pensée libre qui ait réussi à se tenir hors d’atteinte du fléau. Il semble que sur cette mêlée des peuples, où, quelle qu’en soit l’issue, l’Europe sera mutilée, plane une sorte d’ironie démoniaque. Ce ne sont pas seulement les passions de races, qui lancent aveuglement les millions d’hommes les uns contre les autres, comme des fourmilières, et dont les pays neutres eux-mêmes ressentent le dangereux frisson; c’est la raison, la foi, la poésie, la science, toutes les forces de l’esprit qui sont enrégimentées, et se mettent, dans chaque État, à la suite des armées.
Rolland pone algunos ejemplos de cómo los intelectuales se habían puesto al servicio de la guerra: «Deutchland über Alles!, le vieux philosophe [Wilhelm] Wundt, âgé de quatre-vingtdeux ans, appelle de sa voix cassée les étudiants de Leipzig à la guerre sacrée». Henri Bergson, como presidente de la Academia de Ciencias Morales de París, declaraba que «la lutte engagée contre l’Allemagne est la lutte même de la civilisation contre la barbarie». Tampoco las iglesias ni los movimientos obreros habían estado a la altura necesaria, según Rolland, y el cristianismo y el socialismo, señala expresamente, se habían movilizado en cada país a favor de la guerra. Según el escritor francés, «il n’y avait aucune raison de guerre», ni había razón para el odio. Por eso, Rolland invoca a los «frères de France, frères d’Angleterre, frères d’Allemagne, nous ne nous haïssons pas», aunque una prensa envenenada por una minoría que tenía sus propios intereses afirmara lo contrario (citas de los párrafos anteriores en Rolland, 1914).
A pesar del clima intelectual que vemos aquí reflejado, Rolland todavía confiaba en que algunos intelectuales pudieran jugar «un rôle de modérateurs» si eran capaces de reunirse en un país neutral y trabajar para «dissiper les malentendus meurtriers entre les nations et à diminuer les horreurs de la guerre», como le propone a Zweig en una carta del 10 de octubre de 1914 (Rolland y Zweig, 2014: 82). No olvidemos, no obstante, que luego Rolland mostró su admiración durante un tiempo por la Revolución rusa. Las posiciones ideológicas eran fluctuantes y complejas en muchos intelectuales.
Uno de los grandes filósofos del momento, el judío alemán Edmund Husserl, vio con claridad que lo que la Gran Guerra ponía al descubierto era «la indescriptible miseria, no solo moral y religiosa, sino filosófica de la humanidad». La guerra, decía Husserl en otra carta ese mismo año, «ha puesto a prueba todas las ideas vigentes en su impotencia e inautenticidad» (carta de Husserl a William Hocking del 3-VII-1920, y carta de Husserl a Winthrop Bell del 11-VIII-1920, respectivamente, cit. en Hoyos, 1988: VIII). Se necesitaban nuevos valores que conformaran el mundo y pudieran ser vividos con autenticidad. Mas la Gran Guerra, lejos de poner fin a la «brutalización» de la política, por decirlo con George Mosse (1999), abrió el camino a los totalitarismos, primero al bolchevique, con el triunfo de la Revolución rusa en 1917, y luego al fascista con Mussolini en 1922 y Hitler en 1933. Tzvetan Todorov y Stéphane Courtois consideran a Lenin el inventor del totalitarismo. Para Courtois, Lenin es «l’inventeur du totalitarisme» y afirma que «la question du totalitarisme m’est apparue comme la clef de compréhension principale du communisme bolchevique, ce phénomène central du xxe siècle» (Courtois, 2009: 13 y 12, respectivamente). Todorov, por su parte, afirma que «L’histoire du xxe siècle en Europe est indissociable de celle du totalitarisme» y califica a la Rusia soviética como «l’État totalitaire inagural», nacido de la Primera Guerra Mundial (Todorov, 2000: 17). Siguiendo a Vasili Grossman, sobre todo en su novela Vida y destino, Todorov describe los «traits estructurels» del régimen soviético como totalitarios: sumisión del individuo al Estado, que se confunde con el partido y, en último término, con la policía del Estado, de manera que los ciudadanos renuncien a su autonomía, a su libertad, y obedezcan «aux lois impersonnelles de l’Histoire» (ibid.: 71); y el terror como medio del Estado para asegurar la sumisión de la población. Lo importante del concepto de totalitarismo, simplificando, es: a) el uso de la violencia no solo como forma legítima de imponer la propia ideología, sino como prima ratio: «la terreur n’est pas une caractéristique facultative des États totalitaires, elle fait partie de leur fondement même» (ibid.: 43), y b) el intento de control totalizador de la sociedad desde el Estado en todos sus ámbitos. Otras características de los regímenes totalitarios, si los definimos como un tipo ideal como hace Todorov (ibid.: 25 y ss., y 88), son: el colectivismo o la sumisión del individuo y de la sociedad civil al fin del Estado, vulnerando los derechos y libertades fundamentales; su oposición a las normas políticas del liberalismo y de la democracia, imponiendo un régimen de partido único; el deseo de promover una fase revolucionaria que cambie la historia; la movilización de las masas, dirigidas ideológicamente desde el partido o el Estado; la impregnación de la ideología oficial a toda la sociedad a través de la propaganda por medio de diversas organizaciones; el control de la economía por parte del Estado, por lo menos parcialmente; la comprensión de la vida como conflicto y lucha que exige la erradicación de los diferentes y, por tanto, la crítica a todo pluralismo, y la exaltación de un líder carismático. Todorov resalta que en aras de «l’idéal d’unité, de commmunauté, de lien organique, l’État totalitaire impose le monisme dans toute vie publique», erigiendo un ideal único teológico-político —en algún momento lo califica de «religion sans Dieu» (ibid.: 30)— en dogma de Estado que exige la adhesión espiritual de los sujetos (ibid.: 25-26).
Las similitudes entre el bolchevismo y el fascismo como regímenes totalitarios las apreciaron pronto autores como Simone Weil, quien, en medio de la experiencia de la Guerra Civil española, escribe que comunismo y fascismo son «conceptos políticos similares» y destaca la
apropiación estatal de casi todas las formas de vida individual y social; la misma militarización delirante; la misma unanimidad artificial, lograda mediante coacción, en beneficio de un solo partido que se fusiona con el Estado […]; el mismo régimen de servidumbre impuesto a las masas trabajadoras en lugar de un estatus clásico de trabajador asalariado. No hay dos naciones más parecidas en su estructura que Alemania y Rusia […]. No hace falta decir que, en estas circunstancias, el antifascismo y el anticomunismo tampoco tienen sentido» (cit. en Eilenberger, 2021: 166-167).
Palabras como las de Rolland, Zweig y Husserl mostraban la posibilidad de una tercera Europa, que es, como hemos señalado, muy diversa, frente a los totalitarismos. Sus integrantes principales son los que no comulgaron ni con el fascismo ni con el comunismo y los que, habiendo militado en alguno de ellos, regresaron antes o después a posiciones de defensa de la democracia liberal o socioliberal tras breves periodos de militancia radical de derechas o de izquierdas. Fueron intelectuales que se movieron en un amplio espacio ideológico que va desde la socialdemocracia a la democracia cristiana y el liberalismo conservador, pasando por una concepción renovada del liberalismo. Todos defendieron la libertad y el Estado de derecho.
Entre los que se distanciaron del comunismo, en el que en algún momento militaron, podemos citar, entre otros muchos, a Manès Sperber, André Gide y Arthur Koestler. El primero, recordando su militancia comunista en los años treinta, escribe tras apartarse del partido después del pacto entre Hitler y Stalin: «El terror rojo, a nuestros ojos, propiamente ni existía, pues —de eso no dudábamos— no era sino legítima defensa que lo nuevo y lo bueno se ve obligado a oponer a lo viejo y malo» (cit. en Dahrendorf, 2009: 20). El historiador norteamericano Fritz Stern ha hablado, por su parte, de «el nacionalsocialismo como tentación» para muchos intelectuales (Stern, 1987). Fascismo y comunismo fueron dos grandes tentaciones en la época para muchos jóvenes y no tan jóvenes intelectuales, que veían en estas ideologías algo nuevo, moderno que oponer al ideario supuestamente caduco de la vieja democracia liberal, la cual, en realidad, no era tan vieja, sino que prácticamente estaba naciendo tras la Gran Guerra, cuando llegó el sufragio universal a varios países y algunos incorporaron el sufragio de las mujeres. Muchos, también intelectuales de renombre, vieron en Hitler al salvador, al regenerador nacional. No hace falta recordar cómo Carl Schmitt participó por un tiempo activamente en el régimen nazi, aunque luego se distanciara, ni el famoso discurso de Martin Heidegger como rector de la Universidad de Friburgo el 27 de mayo de 1933. El historiador francés François Furet, en su famosa obra Le passé d’une illusion: essai sur l’idée communiste au xxe siècle, escribe:
Bolchevisme et fascisme se suivent, s’engendrent, s’imitent et se combattent, mais auparavant ils naissent du même sol, la guerre; ils sont les enfants de la même historie [...]. Fils de la guerre, bolchevisme et fascisme tiennent d’elle ce qu’ils ont d’élémentaire. Ils transportent dans la politique l’apprentissage reçu dans les tranchées: l’habitude de la violence, la simplicité des passions extrêmes, la soumission de l’individu au collectif, enfin l’amertume des sacrifices inutiles ou trahis» (1995: 197).
En la tercera Europa es muy importante el grupo de liberales que desde finales del xix entendieron que el buen camino era la democratización de los sistemas políticos decimonónicos y la aprobación de derechos sociales que permitieran un ejercicio cierto de la libertad al establecer unos mínimos de igualdad real, por lo menos de oportunidades, y no solo de igualdad ante la ley. En el caso de Gran Bretaña, lo ha estudiado atentamente Michael Freeden (1978 y 1986) y Edward R. Pease (2004) para el caso de la Fabien Society. Asimismo es relevante el grupo de los socialistas que acabaron renunciando oficialmente al marxismo, muchos ya después de la II Guerra Mundial, y entendieron que los fines del socialismo tenían que ser compatibles y enriquecerse con los principios del liberalismo y de la democracia, renunciando a la idea de revolución violenta y de dictadura del proletariado (Berman, 1998). Igualmente son significativos los democratacristianos que siguiendo el pensamiento social de la Iglesia tras la Rerum novarum del papa León XIII se incorporaron a la política activa de los regímenes liberales y contribuyeron más tarde a la construcción del Estado del bienestar.
Centrándome en los intelectuales, sin ánimo de ser exhaustivo y tomando una pequeña muestra de algunos países, podemos incluir en la tercera Europa a Stefan Zweig, Thomas Mann, Ernst Cassirer, Joseph Roth, Hans Kelsen, Hannah Arendt, muchos del entorno de la Fabian Society —como Herbert George Wells—, los liberales reformistas Leonard Trelawny Hobhouse y John A. Hobson, Arthur Koestler, George Orwell, John Maynard Keynes, Albert Thibaudet, Émile-Auguste Chartier (Alain), Albert Camus, Raymond Aron, Benedetto Croce, Carlo Rosselli, Norberto Bobbio —a pesar de contemporizó con el fascismo en un primer momento como se supo en los años noventa—, Piero Gobetti, etc. Entre los socialistas ya hemos citado a Berstein y a Branting. Podemos añadir a Karl Kautsky, quien evolucionó desde posiciones marxistas doctrinarias que le llevaron a enfrentarse a Berstein a finales del siglo xix a posiciones socialdemócratas que le hicieron tener una dura disputa con Lenin después de 1917.
Para entender la idea de tercera Europa me parece importante deslindarlo del concepto antifascismo, como ya se ha dicho, porque bajo este paraguas se ocultaron muchas posiciones antidemocráticas. Si algo caracteriza a muchos integrantes de la tercera Europa, como asimismo se ha indicado, es su anticomunismo (Audier, 2006: 54) y su apuesta por la libertad. Esto lo podemos ver bien en tres libros que a mí me parecen representativos de esta atmósfera que respiraban los integrantes de la tercera Europa, una «comunidad del espíritu», como la llamaban Romain Rolland y Stefan Zweig en su correspondencia proeuropeísta durante la Gran Guerra, y también del ambiente totalitario al que se enfrentaba. Me refiero al libro de Tony Judt, The burden of responsability: Blum, Camus, Aron and the French Twentieth Century (1998), al de Tzvetan Todorov Mémoire du mal. Tentation du bien. Enquête sur le siècle (2000) y al de Ralf Dahrendorf, La libertad a prueba: los intelectuales frente a la tentación totalitaria (2009), del que son protagonistas principales Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Norberto Bobio, junto a una amplia nómina.
Ralf Dahrendorf llama erasmistas a un grupo de intelectuales que, frente a los totalitarismos, bolchevismo y fascismo, apostaron por la defensa de la libertad, de los derechos y libertades fundamentales nacidos del debate ilustrado y plasmados en las primeras revoluciones liberales y en sus constituciones: derechos civiles, derechos políticos y derechos individuales. Entre los erasmistas, Dahrendorf incluye a Raymond Aron, Isaiah Berlin, Karl Popper, Norberto Bobbio, Jan Patocka, Theodor W. Adorno, Hannah Arendt, Theodor Eschenburg, Manès Sperber y Arthur Koestler. También habla de candidatos a erasmistas, miembros externos, impulsores y candidatos rechazados, entre los que el más sonado es Jean-Paul Sartre.
Solo uno de estos erasmistas coincide con los «íntegros» de los que habla Judt en el libro citado (1998: 15-16): George Bernanos, Margarete Buber-Neumann, George Orwell, Arthur Koestler, Ignazio Silone y Czeslaw Milosz. Por su parte, en el citado libro de Todorov los protagonistas son Vassili Grossmann y Margarete Buber-Neumann, David Rousset, Primo Levi, Romain Gary y Germaine Tillion. Podemos incluir también a muchos intelectuales rusos que Todorov analiza en su libro Le triomphe de l’artiste: la révolution et les artistes, Russie, 1917-1941 (2017), muchos exiliados y otros muchos que tuvieron que amoldarse y mal vivir dentro de la Rusia leninista y estalinista.
Lo que caracteriza a los «erasmistas», según Dahrendorf, es: su defensa a ultranza del valor de la libertad en la persona humana; su afán por mantener su independencia; su autocontrol; su disciplina; «la templanza necesaria para determinar por sí mismos su propio «itinerario intelectual»»; su sabiduría o prudencia; su apuesta por la racionalidad a sabiendas de que no todo es racional y de que hay que tener en cuenta los sentimientos; su cosmopolitismo; su preferencia por la soledad antes que tener que entregarse a círculos en los que no se sentían a gusto; lo que Berlin llamó la «retirada a la ciudadela interior», que en muchos casos se tradujo también en un exilio de su patria; en fin, su espíritu liberal. También señala que los erasmistas «no son combatientes» (Dahrendorf, 2009: 78, 80, 119 y 132).
Pongamos, por ejemplo, el caso de Raymond Aron, a quienes sus antiguos compañeros como Sartre y Simone de Beauvoir nunca le perdonaron la denuncia de los intelectuales comunistas, ciegos al terror del estalinismo, en su obra L’opium des intellectuels (1955), ni su nítida defensa de la democracia liberal frente al totalitarismo, entre ellos el soviético (Aron, 1965).
Dahrendorf afirma que es difícil «encuadrar políticamente a Popper, Aron o Berlin». Los tres, diciéndolo con Popper, defendieron que «la libertad es más importante que la igualdad», pero «también los tres dieron siempre a lo social un puesto relevante en su pensamiento». Dahrendorf se pregunta si se les podría encuadrar en lo que Bobbio denomina «social-liberales» y contesta que «probablemente no, pero lo cierto es que pertenecieron a un tipo especial de liberales» (Dahrendorf, 2009: 49). Bobbio, buscando una tercera vía, afirma que «en la derecha se da el error del liberalismo agnóstico o conservador, que conduce a una libertad sin justicia. En la izquierda se da el error del colectivismo autoritario, que lleva a una justicia sin libertad» (cit. por ibid.: 100).
No se trata en este artículo de conceder o negar carnés de terceristas —permítaseme la ironía, pues de ningún modo me refiero a los integrantes de la Tercera Internacional, todo lo contario—, sino de mostrar las dificultades de una definición restrictiva de los conceptos tercera España y tercera Europa en relación con la idea de dos Españas o dos Europas, dos Francias, dos Alemanias, etc. La diversidad de posiciones políticas en el periodo estudiado, que se focaliza en entreguerras, fue enorme, tanto en Europa como en España. Hablamos, por tanto, de conceptos abiertos, pero no de significantes flotantes o vacíos, cuyo uso tenemos que analizar según el hablante o escritor, el contexto histórico y las finalidades que se persiguen al utilizarlos. El concepto tercera Europa es, en realidad, una invención propia para estudiar de forma compleja el de tercera España, que lo entenderemos mejor si somos conscientes de esta diversidad y lo analizamos con una perspectiva europea, teniendo presente que en cada país hubo confrontaciones importantes que solían asociarse también a una visión dicotómica de la nación y de la política, pero que en realidad esa división era mucho más compleja que una descomposición binaria. La primera conclusión, por tanto, es que entendemos mejor el concepto tercera España desde esta perspectiva diversa de Europa para ver también la diversidad de posiciones ideológicas y políticas en España que van mucho más allá de una dicotomía frentista e, incluso, de una tripartición un tanto forzada para incluir en una supuesta tercera España a los que tienen difícil acomodo en alguna de las otras dos. De esta forma, evitamos la costumbre de analizar la historia de España como una excepcionalidad en relación con Europa.
En segundo lugar, concluimos que al analizar el concepto tercera España desde esta perspectiva europea, siguiendo a autores como Judt, Todorov y Dahrendorf, entre otros, encontramos una tercera Europa que intentó eludir los extremismos políticos y buscó un centro de convivencia y comprensión desde los valores democráticos, y apostó por la libertad y el Estado de derecho. Fueron estas ideas las que permitieron construir el mundo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial. Fueron, en realidad, las ideas triunfantes en buena parte de Europa, la occidental, frente a los totalitarismos. La diferencia principal con España es que aquí estas ideas no pudieron desarrollarse en un modelo constitucional democrático hasta el fin de la dictadura franquista, mientras que en la mayoría de los países de la Europa occidental las mismas se consolidaron después de la Segunda Guerra Mundial. Otra diferencia esencial es que en la derrota del fascismo en Europa fue muy importante la labor desempeñada por algunos partidos comunistas, caso de Francia e Italia, por ejemplo, los cuales no defendían entonces —ni defendieron durante varios años— la ideas de libertad, Estado de derecho y democracia tal y como en este artículo las asumimos, sino que para estos partidos comunistas, hasta la evolución muy posterior hacia el eurocomunismo, la democracia era para ellos un régimen burgués que había que destruir. Poco a poco, como pasó con la socialdemocracia —en este caso antes—, asumieron que esa democracia burguesa podía transformase en una democracia social sin renunciar a los principios esenciales del liberalismo político, una democracia socioliberal o un «Estado social y democrático de derecho», como dice nuestra Constitución.
No tiene sentido considerar estas ideas de los que defendieron una Europa enfrentada a los totalitarismos como una utopía liberal, como a veces se ha hecho, porque realmente consiguieron desarrollarse en buena parte de los Estados europeos y dieron lugar a los llamados treinta años gloriosos a partir de 1945 (Rawls, 1996). La construcción progresiva del Estado del bienestar fue fruto del consenso de las grandes fuerzas políticas: liberaldemócratas, demócratacristianos y socialdemócratas, que, como dice Tony Judt recordando a William Beveridge, dieron por supuesto que «social cohesion was not merely a desirable goal but something of a given» (Judt, 2010: 71).
No me parece acertado referirse con el adjetivo utópico a la tercera España como inspiradora de la Transición a la democracia o decir que «el liberalismo español» se refugió en «la ilusoria fantasía de una tercera España», como escribió Santos Juliá (2004: 328), porque, en el fondo, la democracia llegó con mucho retraso al suelo español, pero inspirada en los mismos principios que habían hecho posible la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. La palabra utopía viene del griego οὐ (ou) τόπος (tópos), es decir, un no-lugar, un lugar inexistente. No sé si es muy acertado, entonces, denominar utopía liberal a los principios que acabaron estructurando la vida política de la mayoría de los países de la Europa occidental después de la II Guerra Mundial, y plasmándose en sus constituciones y en sus formas de gobierno. Es cierto que en España y en otros países como Portugal o Grecia, por la fuerza de las dictaduras allí establecidas, estos principios de la democracia socioliberal tardaron en consagrarse en un texto constitucional casi cuarenta años en algunos países. En la Europa del Este, la demora fue aún mayor por los poderosos regímenes comunistas que oprimían las libertades. Allí, el triunfo de estos principios no se produjo hasta la caída del Muro de Berlín en 1989. Además, este triunfo no podemos darlo por consolidado porque algunos países, incluso de la Unión Europea, como Hungría, caminan hacia lo que llaman democracias iliberales, y en otros, como Rusia o Bielorrusia, nunca han llegado a estar vigentes del todo. Por desgracia, el comunismo soviético, chino, cubano, etc. y el fascismo italiano y el nazismo alemán, entre otros regímenes totalitarios, tampoco fueron utopías.
En tercer lugar, concluimos que si algo caracteriza a los que podemos considerar miembros de la tercera Europa y de la tercera España es que fueron antifascistas y antibolcheviques porque su defensa de la libertad, la democracia y el Estado de derecho no se podía conjugar con las ideologías totalitarias de estos regímenes. Que algunos contemporizaran en algún momento con alguna de las ideologías totalitarias o que —como en el caso, por ejemplo, de Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo— salvaguardasen de alguna forma la figura de Lenin, no impide ver que en el conjunto de su labor intelectual y, sobre todo, en algunos casos ya avanzada su vida, al ver o sufrir las brutalidades de los regímenes totalitarios, defendieron los valores democráticos.
Por último, concluimos que en la tercera Europa y la tercera España caben posiciones ideológicas que van desde la socialdemocracia a la democracia cristiana y el liberalismo conservador, pasando por el liberalismo renovado o social. Lo esencial para nosotros, como queda dicho, es que defendían la libertad, el Estado de derecho y la democracia, fuera esta liberal o socioliberal.
| [1] |
Este artículo se enmarca en el proyecto de investigación «La tercera España: génesis y usos públicos de un concepto político (1936-2020)», ref. PID2020-114404GB-I00, financiado por la Agencia Estatal de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación. |
| [2] |
Las búsquedas de estos conceptos se han realizado en Google y Karlsruhe Virtual Catalog el 17 de febrero de 2025. También he empleado la inteligencia artificial a través del programa Perplexity el 27 de febrero de 2025. He limitado las búsquedas a Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia por una cuestión de economía de espacio, pues resulta complicado contemplar en un artículo todos los idiomas europeos. |
| [3] |
Diferencio entre «intelectuales» y «profesionales» en función de que los primeros tienen siempre una actuación pública más allá de sus propias profesiones, participan en el debate comunitario e intentan influir en la configuración de la opinión pública. Los «intelectuales» pueden ser literatos, filósofos, artistas, médicos, abogados, economistas, profesores universitarios, funcionarios de cualquier tipo, ingenieros, etc.; se diferencian de los «profesionales», liberales o funcionarios, porque estos solo ejercen su labor en su ámbito profesional, mientras que los «intelectuales» se implican en la vida pública, no necesariamente política, aunque a veces también. |
| [4] |
Utilizo aquí la expresión en mayúsculas, tanto en el sustantivo como en el adjetivo, porque así se conoce como nombre propio la guerra civil de 1936-1939, a pesar de que en la historia de España ha habido numerosas guerras civiles. El uso del adjetivo en mayúscula, siguiendo el criterio de la Real Academia Española para este tipo de expresiones antonomásticas, me parece necesario porque es el que da realmente sentido a la expresión tal y como se ha conceptualizado y consolidado, tanto en el habla coloquial como en el lenguaje académico. |
| [5] |
El capítulo en cuestión, «La batalla de los tres Franciscos», además de en la citada edición en inglés de 1942, lo he consultado en otras ediciones (Madariaga, 1950: 593 y ss.; 1979: 407 y ss.). |
| [6] |
He manejado también la más reciente edición, con prólogo de Christophe Prochasson, de este libro de Rolland (2013) y la edición española con el título Más allá de la contienda (2014), con prólogo de Stefan Zweig. No obstante, cito los artículos recogidos por Rolland en este libro en sus versiones originales aparecidas casi todas en el Journal de Genève, que he consultado en la https://is.gd/nzxopE. Existen algunas diferencias con lo agrupado después por Rolland en su famosa obra y me parece importante referirse a los textos que suscitaron las primeras impresiones. |
| [7] |
La correspondencia entre Romain y D’Ors la cita Fuentes Codera (2009). |
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Texto inédito que he podido consultar por gentileza de su autora. |
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