I

Fray Luis de León, en su Exposición del libro de Job (1583), escribió que behemoth «es palabra hebrea […] que, al juicio común de todos sus doctores, significa el elefante, llamado así por su desaforada grandeza, que siendo un animal vale por muchos». La descripción que la Biblia hace de este animal se centra en su gran tamaño y fuerza en comparación con la pequeñez y la fragilidad humana de Job. El lenguaje moderno ha incorporado la descripción bíblica y utiliza el vocablo behemot, bahamuth o bégimo para definir «cualquier cosa de tamaño o poder monstruoso».

En 1942, vio la luz Behemoth: pensamiento y acción en el nacional-socialismo (1933-‍1944), la interpretación clásica de Franz Neumann sobre el funcionamiento del Gobierno en la Alemania nazi. Neumann fue testigo, opositor y uno de los intérpretes más sutiles del régimen nazi. Y es que en el Estado alemán conquistado por Hitler no percibió un bloque monolítico, sino su contrario: el desorden, el caos, «el antagonismo más salvaje de las fuerzas en juego» donde «la voluntad política se formaba a través de la competencia salvaje de los grupos de presión sociales más poderosos», en palabras de Theodor W. Adorno (Frankfurt, 1967). El behemoth nazi.

Una obra reciente, y quede dicho desde el principio meritoria, retoma el mito de la colosal bestia del mundo hebreo antiguo para adentrarse en el no menos extraordinario debate jurídico-político en torno a la República de Weimar (1918-‍1933) y su Constitución, aprobada en la capital del nuevo estado de Turingia en el verano de 1919. Es sabido que la Constitución de Weimar aparece en un momento en el que desde hace años se está discutiendo en Europa por eminentes juristas los principios mismos, los fundamentos, del derecho constitucional. Y es la época —y este hecho es especialmente significativo— en la que, por primera vez, unas fuerzas sociales, fundamentalmente obreras, tienen presencia política, acceden al Reichstag y tienen la posibilidad de expresar sus reivindicaciones, su ideología y hacer valer sus derechos y libertades.

Una obra cuyo autor es Sebastián Martín Martín, profesor titular de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla y acreditado especialista en la doctrina de los juristas en, sobre todo, el período que discurre entre el fin de la primera gran guerra y el comienzo de la segunda. Y una obra, en fin, con la que Sebastián Martín vuelve sobre la que cabría considerar su línea prioritaria de investigación, por lo que tiene mucho de contribuciones anteriores. Diría que ahora se matizan planteamientos precedentes, hay incluso alguna evolución de perspectivas, pero esa continuidad y coherencia se da.

La obra se abre con una presentación de las vicisitudes de la investigación y una introducción que sienta alguno de sus presupuestos metodológicos y conceptuales. Seguidamente, y a lo largo de once capítulos agrupados en cuatro partes —de amplia y algo confusa, por reiterativa, gama terminológica, todo sea dicho—, se aborda el debate fundacional weimariano sobre conceptos y categorías que han perdurado hasta nuestros días. El volumen se cierra con un elocuente epílogo, valiosas conclusiones y relevante bibliografía —histórica y actual—.

En lo que sigue se ofrecen algunas reflexiones personales nacidas, de un modo inmediato, de su lectura y que tienen la única intención de animarla.

II

La República de Weimar constituyó la primera experiencia de democracia en Alemania. Surgida en un contexto de crisis tras el final de la I Guerra Mundial, su decurso estuvo marcado por un cúmulo de dificultades (un Tratado de Versalles con clausulas sentidas por gran parte de la población como humillantes al orgullo nacional, la hiperinflación de 1923, unas tasas de paro tras la crisis de 1929 sin parangón en Occidente, la fragmentación y polarización políticas, un clima de violencia política permanente) que acabaron con el ascenso de Adolf Hitler a la cancillería del país el 31 de enero de 1933.

En este contexto, y sin descuidar la práctica institucional, Vísperas de Behemoth ilustra, ante todo, la variedad y simultáneamente la articulación de las diversas posiciones doctrinales que caracterizaron esos años cruciales; presenta distintos enfoques y pareceres de autores muy diferentes entre sí. Son contribuciones que se ubican en el campo de la teoría política y del derecho público, en especial del derecho constitucional. Sebastián Martín logra entretejer posturas diversas que confluyen en el esclarecimiento del debate sobre las posibles definiciones, formas, tareas y objetivos del Estado weimariano, sus condiciones y límites institucionales, éticos y legales, así como sobre el surgimiento y desarrollo histórico de esa norma superior en las sociedades humanas, que busca identificarlas y regularlas.

El debate jurídico-doctrinal —genuino leitmotiv de la obra, reitero— que se ofrece es ingente, monumental y excelente. Es un debate, en primer lugar, que se extiende a toda la órbita, en su conjunto, de profesores de Derecho Público de habla alemana y con conexión con Weimar. Por su brillantez y valía, Sebastián Martín se detiene en el pensamiento de autores comprometidos en la defensa de la figura constitucional republicana, como Hugo Preuss, Gerhard Anschütz, Richard Thoma, Gustav Radbruch, Hans Nawiasky, Rudol Laun, Hermann Heller, Franz Neumann u Otto Kirchheimer, y en el de otros a los que, en cambio, cabría imputar una cierta responsabilidad en el, conforme al subtítulo de la obra, hostigamiento a la república democrática, como Carl Heinrich Triepel, Erich Kaufmann, Rudolf Smend, Gerhard Leibholz, Otto Koellreutter, Ernst Forsthoff, Arnold Kottgen, Ernst Rudolf Huber o Carl Schmitt.

El debate, y sus protagonistas, revela la trascendencia política del momento. Desde la plataforma académica que era la Vereinigung der deutschen Staatsrechtslehrer (Asociación de Profesores Alemanes de Derecho público) se discutió de manera recurrente la cuestión de la forma del Estado, y ello desde una doble perspectiva: una, referida a la situación de Alemania en el orden internacional a partir de la firma del Tratado de Versalles, y otra, más interna, relativa a las relaciones del conjunto (Reich) con las partes (Länder). Se debatió, asimismo, en torno a la representación política, el sistema electoral y la caracterización de la República de Weimar como un Estado de partidos y régimen parlamentario y democrático con sus formas extraordinarias de legislar, como las del artículo 48 de la Constitución o las abundantísimas leyes de autorización. Y obviamente los derechos fundamentales, los posibles límites a la reforma constitucional, la definición de ley, el control de constitucionalidad de la ley y la polémica sobre quién ha de ser el guardián de la Constitución hicieron correr ríos de tinta.

III

A partir de la consideración de este elenco de autores, ideas u opiniones, Sebastián Martín traza, en último análisis, las profundas diferencias teóricas y, claro está, ideológico-políticas entre el paradigma constitucional de la república democrática y el del nacionalconservadurismo. El contraste entre lo que denomina «la noción democrática de la política» y «la concepción nacionalista». Weimar como modelo y contramodelo, si se me permite expresarlo así.

1919 supuso, en efecto, el alumbramiento de un modelo constitucional democrático, cimentado en el parlamentarismo liberal y el federalismo, para un joven Estado alemán que abrazaba por fin el principio de la soberanía popular. Además, la Constitución de Weimar supuso el advenimiento del Estado social de derecho, en expresión acuñada por Heller. Una fórmula de convivencia política destinada a conciliar las críticas socialistas al Estado liberal, de un lado, y los planteamientos del Estado capitalista, de otro, y a dotar a los poderes públicos de una serie de instrumentos que fortalecieran su papel ante la creciente conflictividad social y la lucha por la igualdad, dejando a un lado fórmulas basadas en el totalitarismo —obligada es aquí la alusión al decisionismo de Schmitt— o en el puro formalismo jurídico —con Kelsen, con todos los matices que se quiera, a la cabeza—. Como ha resumido Peter Häberle, la de Weimar fue «una buena Constitución […] por su catálogo de derechos fundamentales, su orientación hacia la justicia y el interés general, la división de poderes, afianzando la independencia judicial, la democracia parlamentaria en el contexto de un Estado social, la pluralidad cultural federal»[1], y todo ello al servicio de una propuesta renovadora de primera magnitud.

Frente a este modelo, y sin negar la dificultad de apreciar un hilo conductor común en el razonamiento de orientaciones metodológicas tan dispares, el nacionalconservadurismo insistiría en la necesidad de superar el formalismo positivista, integrando en la argumentación jurídica los elementos de la vida real y de la historia, en los que únicamente puede encontrar aquella su verdadera razón de ser y sentido. Bajo esta premisa, el cuestionamiento de las soluciones del constituyente de Weimar responderá, unas veces, a un radicalismo extremo en la valoración de los elementos sociales, en los que los supuestos políticos se diluyen en un puro positivismo sociológico, y otras veces, a un radicalismo contrario en el que los criterios políticos terminan primando sobre las consideraciones históricas y sociales. Entre ambos radicalismos quedarían otras posiciones que, al considerar que los valores, principios y contenidos de las normas solo tienen sentido y solo pueden explicarse cuando responden a los valores y principios que conforman la realidad social, abrían teóricamente el camino para que la colisión entre normatividad jurídica y realidad política pudiera resolverse.

Pero, en el fondo, como bien precisa Sebastián Martín, el empeño respondía a la voluntad de perpetuar el orden, el contenido tradicional de las instituciones sociales y la unidad del pueblo bajo un «orden objetivo de valores». De ahí que esos juristas juzgasen críticamente el entramado weimariano como el de una república de partidos en la que imperaba el caos y la falta de integración. Se entiende así, sin ir más lejos, la proximidad en los años de Weimar entre Smend y Schmitt a la hora de denostar el sistema democrático y parlamentario, y la coincidencia también en la rotunda oposición al positivismo kelseniano. Conceptos como los de armonía (contrario de conflicto), comunidad (antítesis de sociedad) y homogeneidad (opuesto de pluralismo) se utilizaban entonces con una inequívoca intención conservadora. La teoría de Kelsen, como programa para un constitucionalismo orientado al pluralismo y propio de las sociedades abiertas, chocaba con esa cultura política que no quería o no era capaz de prescindir de la idea de nación como base del Estado y de la de pueblo como sustrato de la democracia.

En la filosofía política contemporánea se cruzan dos fuertes orientaciones representadas en Kant y Hegel. Para la tradición kantiana, la comunidad política estatal se funda en el acuerdo de individuos libres que a través de la cooperación en libertad tratan de mantener e incrementar su autonomía y su bienestar y lo hacen a través de la herramienta de la ley general. El valor de los individuos prima sobre el del Estado y el interés estatal, del Estado como entidad grupal, no puede prevalecer sobre el de los ciudadanos, quienes con su acuerdo, a través del contrato social, lo conforman. La moralidad reside en el interior de las conciencias y la herramienta para la coordinación política es la legalidad, espacio común en medio de la diversidad moral entre individuos libres. En cambio, la tradición hegeliana insiste en que solo es posible la libertad auténtica de los sujetos en el contexto del Estado y en tanto que integración vital de cada uno en una comunidad política superior a cada cual y que orgánicamente toma la forma de Estado, aunque sustancialmente sea antes que nada nación, comunidad de sentir en la que cada ser individual halla su acomodo real y su plenitud existencial. Para los hegelianos, la libertad solo deja de ser un valor abstracto y se torna verdadera vivencia en tanto que históricamente encuadrada en las instituciones sociales. El asedio de los juristas nacional-conservadores a la república democrática bebía, mutatis mutandis, en el manantial de la tradición hegeliana.

El enfoque histórico de Sebastián Martín es sugestivo y, en cierto sentido, original, en la medida en que se aleja del relato convencional de una democracia, la de Weimar, frágil cuya caída se explica a partir de la estrategia de acoso y derribo que siguieron sus violentos enemigos de ultraizquierda y ultraderecha, el comunismo y el fascismo. La controversia en la que se apoya Vísperas de Behemoth evidencia más bien la tensión y el conflicto entre una apuesta liberal conservadora y una apuesta liberal democrático-republicana. La imagen de una democracia liberal asediada por un extremo y otro no capta bien las pugnas internas entre las diferentes familias liberales y sus concepciones constitucionales.

Unas concepciones constitucionales divergentes que, a la postre, respondían, en el marco del salto del Estado liberal al social y democrático, a la dicotomía democracia identitaria versus procedimental, sin ignorar la posibilidad de una tercera vía a favor de una ordenación que, desde la forma jurídica, no renuncie a su definición sustantiva. Weimar fue, en efecto, un momento crucial como manifestación de la toma de conciencia en torno al devenir histórico y a la necesidad de estabilizar la política para equilibrarlo. Y lo cierto es que, ante ese reto, algunos eminentes juristas estuvieron más a la altura que otros, igual de eminentes. Unos defendieron decididamente el paradigma de la Constitución racional-normativa, acentuando el elemento lógico-formal, mientras que otros optaron por un concepto más sociológico en virtud del cual la Constitución se percibe como la forma a través de la cual la plural voluntad del pueblo estructurado orgánicamente se transformaba en voluntad estatal. En este segundo sentido, Schmitt apelaría a una «Constitución sustancial», pero no para fundamentar el derecho positivo, como había hecho Jellinek, sino para contraponerla al documento constitucional aprobado por el Parlamento, con el deliberado propósito de minar, asediar su legitimidad. La disyuntiva entre una Constitución parlamentaria sin fundamento histórico y axiológico previo (Kelsen) o la apelación a una Constitución sustancial como ariete contra la Constitución aprobada por el Parlamento (Schmitt) obligará a buscar una solución mediadora, capaz de fundamentar y legitimar en un conjunto de principios y valores el texto constitucional de una determinada comunidad política (Smend, aun con contradicciones).

IV

El estudio histórico-jurídico de Vísperas de Behemoth cumple, finalmente, un objetivo político: llamar la atención acerca de cómo el funcionamiento del Estado democrático requiere siempre de lealtad a sus valores e instituciones. Teóricamente las preocupaciones de los juristas nacional-conservadores giraron en torno a los mecanismos para mantener la unidad del Estado y la forma de gobierno más adecuada, pero nunca se comprometieron con sus valores. Algunos —los síes de 1933— no tuvieron reparos en optar por el nacionalsocialismo como definitivo baluarte contra la desunión y la inestabilidad social.

De algún modo, concluye Sebastián Martín, alimentaron el monstruo; elaboraron las condiciones que propiciaron el ascenso del bégimo nazi. El temor compartido —por los juristas nacional-conservadores y el nacional-socialismo— a la complejidad social conectaba uno y otro polo bajo el mantra del nacionalismo. Al no dejar vivir, al no dejar experimentar a la república democrática, incurrieron en negligencia grave. La complicidad del nacionalconservadurismo, a veces disimulada en trampas argumentativas a modo de trampantojo democrático, contribuyó a la descomposición de la democracia. Desmonte que no sucedió de manera automática, sino que ocurrió a partir de una concatenación de acciones y omisiones a cargo de actores políticos y jurídicos encaminadas hacia la concentración de poder en el Führer, en su calidad de «supremo juez de la Nación y más alto legislador» —según la definición del momento de Schmitt en «Es el Fuhrer quien defiende el Derecho» (1934)—.

Despreciando el Estado constitucional de Weimar y sus instituciones por las contradicciones alarmantes de sus praxis política, abrieron, fácil y demagógicamente, el portillo para negar su sistema de principios y proclamar una nueva concepción del Estado, basada en el decisionismo y en las formas plebiscitarias legitimadoras del Estado total.

Vísperas de Behemoth anima, en suma, a reflexionar sobre el papel de los juristas que contribuyen activa o pasivamente en la instauración y permanencia de regímenes de injusticia, al mismo tiempo que detona preguntas como cuáles pueden ser las responsabilidades ulteriores a las que se pueden hacer acreedores por haber generado las condiciones para que el terror estatal se cometiese en nombre de la ley. Y, aunque resulte evidente que el tiempo político actual y el nivel de la doctrina jurídica se presentan afortunadamente bien distintos a los de aquel régimen de injusticia y barbarie, alerta también del peligro de la antipolítica. A pesar de la crítica legítima a los mecanismos de representación y a los partidos, no hay que dejar de apreciar la democracia y hasta las utopías en la vida política. Solo la política democrática puede evitar que los excesos a que siempre se predispone el poder sean controlables y limitados. Y solo a través de ella cabe hacer frente a fuerzas paralelas al quehacer político-institucional democrático que limitan y hasta contrarían la soberanía derivada de las decisiones de la sociedad en las urnas.

V

Queden aquí estas sucintas consideraciones a modo de simple guion de las no pocas aportaciones de Vísperas de Behemoth, de Sebastián Martín Martín. De su contenido esta reseña tan solo da alguna noticia; que el lector profundice y la disfrute como bien merecen el valioso proyecto editorial de Athenaica y, sobre todo, el apreciable esfuerzo intelectual que hay detrás.