Alejandro Torres Gutiérrez: El sistema federal canadiense de inclusión de la diversidad: configuración del modelo federal y estructura de los poderes del Estado, Madrid, Dykinson, 2024, 582 págs.
El libro del profesor Torres, titulado El sistema federal canadiense de inclusión de la diversidad: configuración del modelo federal y estructura de los poderes del Estado, forma parte de una de sus recientes e interesantes líneas de investigación, que ya tuvo entre sus resultados la publicación de su excelente monografía La vertebración de Quebec en el modelo federal canadiense, publicada también por la editorial Dykinson en 2019, y que se ha beneficiado de la estancia de investigación que realizó en el Osgoode Hall, en la prestigiosa Universidad de York, en Toronto en 2017.
Quienes hemos seguido la trayectoria académica de Alejandro Torres no nos sorprendemos al encontrarnos con una obra de esta calidad. En ella, el autor aborda dos temas que domina a la perfección: el estudio del derecho comparado, centrado en un modelo político y constitucional poco analizado por la doctrina española, y la historia del derecho constitucional canadiense. Solo es posible entender la conformación actual del modelo federal canadiense y la estructura de los poderes del Estado si se comprenden los cimientos sobre los que se sustentan, algo que únicamente puede lograrse a partir del análisis de su proceso de evolución histórica.
El profesor Torres es un experto en ambas disciplinas, por lo que nos encontramos ante una investigación muy seria y de especial interés para los estudiosos del derecho público en general, y del derecho constitucional en particular.
La monografía se organiza en torno a ocho capítulos. El primer capítulo estudia los orígenes y configuración histórica del modelo federal canadiense. El segundo capítulo se centra en las tensiones secesionistas y las reformas constitucionales que han caracterizado la historia constitucional canadiense. El tercer capítulo analiza la Constitución canadiense, concretamente, el denominado «gobierno responsable». Los capítulos cuarto, quinto y sexto, se dedican respectivamente al estudio de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y destaca el papel que desempeña el poder judicial, como cabría esperar de un país con una fuerte tradición democrática. Los capítulos séptimo y octavo se centran en su complejo y, al mismo tiempo, eficaz modelo federal de distribución de competencias. La monografía concluye con un último epígrafe dedicado a las conclusiones, donde el autor ofrece reflexiones muy interesantes y novedosas sobre la temática referida.
El modelo constitucional canadiense es un fiel reflejo de la historia colonial del país y, especialmente, de su doble influencia francesa y británica en el terreno jurídico. En ese sentido, conviene recordar que los franceses se dotaron de su primera constitución en 1791, la cual venía precedida por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, mientras que los británicos, con independencia de que hayan aprobado declaraciones de derechos y cartas magnas muy relevantes, como la de 1215, carecen de una constitución formal.
Esto no quiere decir que los británicos no tengan un sistema constitucional, ya que disponen de un sistema de normas que organizan el poder político, los poderes del Estado y las competencias y funciones de sus principales instituciones políticas; toda vez que la ausencia de una constitución expresa no ha tenido consecuencias en la calidad del sistema democrático británico, que es de los más antiguos de Europa.
La Ley de la América del Norte Británica de 1867 fue aprobada por el Parlamento británico con el objeto de mantener ese territorio bajo el control británico, así como para diseñar un modelo político de contrapesos para que los canadienses pudieran controlar a su clase dirigente. Aquí radica, según el autor, una de las principales señas de identidad del modelo político canadiense, y es que, en clara sintonía con Estados Unidos, su sistema democrático se soporta en instituciones sólidas, inclusivas y justas, que van a permitir que el país prospere económica y culturalmente a partir de estas premisas.
A diferencia del modelo estadounidense, la independencia canadiense fue un proceso largo, lento y pacífico, aunque sin marcha atrás, de forma que de la fase colonial se pasó de una etapa de dominio británico, marcada por la Ley de la América del Norte Británica de 1867 (en virtud de la cual las normas aprobadas por asambleas legislativas canadienses no podían entrar en contradicción con las leyes británicas), para finalmente culminar, después de la aprobación del Estatuto de Westminster de 1931, en un Estado independiente con una monarquía parlamentaria.
Como señala el autor, «la paradoja canadiense es mayúscula, porque esa Constitución similar en principio a la de la Metrópoli, adoptada en 1867, tenía, y todavía conserva, dos notas distintivas de enorme calado, como son el tratarse de una norma escrita, y el que se opte además por una fórmula federal de organización del territorio, en claro contraste con el carácter marcadamente unitario que define el modelo aplicado en las islas británicas» (p. 20). Aquí radica una de las principales señas de identidad del modelo político canadiense, toda vez que el proceso de autonomía e independencia se soportó sobre pilares políticos diametralmente opuestos a los británicos.
Estados Unidos y Canadá comparten concepciones políticas de carácter federal y, tradicionalmente, se han configurado como países de acogida. Ambos se han beneficiado de los intensos flujos migratorios que, desde el siglo xviii, han contribuido a su prosperidad, especialmente debido a su enorme extensión territorial y a la gran demanda de mano de obra necesaria para su desarrollo económico. De hecho, una de las principales diferencias entre ambos países reside en el tratamiento y el papel que la población aborigen ha tenido en ambos contextos geográficos, brillando con luz propia las políticas de inclusión de la diversidad canadienses.
El proceso de independencia de Canadá estuvo profundamente influido por su papel en las dos guerras mundiales. Durante la Primera Guerra Mundial, Canadá entró en el conflicto tras la declaración de guerra británica. Sin embargo, el Reino Unido otorgó a Canadá una autonomía considerable, eximiendo temporalmente a los canadienses residentes en el Reino Unido del servicio militar británico y a los barcos registrados en Canadá de cumplir con la legislación naval y las normas que prohibían comerciar con el enemigo. Asimismo, Canadá fue uno de los países firmantes tanto del Tratado de Paz de Versalles, sometido a ratificación por el Parlamento británico, como del resto de los tratados internacionales que se firmaron a la conclusión del conflicto bélico.
La aprobación del Estatuto de Westminster de 1931, que regula la relación entre los integrantes de la Commonwealth y la Corona británica, impide la modificación unilateral por parte del Reino Unido de las leyes aprobadas por los dominios. Este hecho tuvo consecuencias directas en la posición internacional de Canadá durante la II Guerra Mundial. Fue el Parlamento de Canadá, y no el británico en su nombre, quien declaró la guerra a Alemania. Esto ocurrió con independencia de que la declaración formal fuera realizada por el rey Jorge VI, manteniéndose así una relación de lealtad modélica entre ambos países.
El autor explica de forma sobresaliente las tensiones secesionistas y las reformas constitucionales que estas provocaron en las décadas de los sesenta y setenta en Quebec, debido al fortalecimiento del sentimiento nacionalista. En los referéndums de 1980 y de 1995 vencieron aquellos que estaban en contra de la secesión. En el primer caso, con el 59,56 % de los votos, y en el segundo, con el 50,58 %. En esta parte de la obra, el profesor Torres pone de manifiesto las principales incongruencias del sistema. Destaca especialmente las referidas a la ley constitucional de 1982, los acuerdos del lago Meech y Charlottetown, así como la posición del Tribunal Supremo a raíz de su dictamen de 19 de agosto de 1998.
En este apartado son especialmente interesantes las conclusiones a las que llega el autor en su análisis de las consecuencias de una eventual secesión de Quebec. Destaca la pérdida de un 25,3 % de la población y un 15,5 % del territorio de Canadá. También subraya la necesidad de vertebrar el territorio remanente de acuerdo con la nueva organización territorial. Analiza, además, la situación lingüística en la que quedaría el país y las consecuencias que la secesión tendría tanto en la estructura federal como en la economía.
En el capítulo dedicado a la Constitución de Canadá, el profesor Torres analiza el control de constitucionalidad. La Constitución canadiense, en clara sintonía con el modelo británico, otorga plena soberanía al Parlamento en el contexto legislativo. No prevé un mecanismo específico para resolver disputas sobre la distribución del poder legislativo. Asimismo, la Ley de la América del Norte Británica de 1867 tampoco contemplaba un mecanismo expreso de control de constitucionalidad de las leyes ni de judicial review.
Ahora bien, en caso de dudas acerca de a qué esfera de poder compete legislar (a la federación o a la provincia), ¿qué órgano tiene la competencia para resolver esta cuestión? El autor responde a esta cuestión analizando, entre otras fuentes, la interesante posición del Tribunal Supremo canadiense y su protagonismo en este terreno especialmente a partir de 1949.
En mi opinión, es especialmente interesante el tratamiento que el autor realiza en el capítulo IV, dedicado al estudio del poder ejecutivo. Destaca la diferenciación entre la jefatura del Estado y la jefatura del Gobierno. En Canadá, la jefatura del Estado corresponde al monarca británico, mientras que el primer ministro es el titular de la jefatura del Gobierno.
Como señala el profesor Torres, «en un sistema de gobierno responsable, la legitimación democrática del Gobierno depende de su capacidad para mantener el apoyo de la Cámara de los Comunes. En caso de pérdida de confianza parlamentaria, es necesario que alguien intervenga para asegurar que el Gabinete dimita, y se forme uno nuevo que pueda contar con dicha confianza, y dicho papel lógicamente no puede ser asumido por el Primer Ministro cesante, sino por el Gobernador General, que actúa como representante del Monarca británico» (p. 258). En la actualidad, las funciones del monarca y las del gobernador general, que en ausencia del monarca en territorio canadiense asume sus obligaciones constitucionales, tienen un carácter meramente simbólico, dado que la casi totalidad de las decisiones políticas son adoptadas por el primer ministro y su Gabinete. Con esta fórmula, tan simple como eficaz, se mantiene viva la tradición monárquica y la representatividad del modelo parlamentario, que, a su vez, es clave para el modelo político y democrático canadiense.
Al encontrarnos ante un modelo federal, el reparto de competencias entre la federación y las provincias es muy relevante, toda vez que en el caso canadiense se ha optado por un sistema de distribución de competencias de naturaleza exclusiva, que se complementa con un grupo muy reducido de competencias compartidas, como pueden ser las pensiones, la inmigración y la cultura. El reparto competencial que ordena la Ley de la América del Norte Británica de 1867 fue el resultado del debate entre, por un parte, los partidarios de un poder central fuerte, y por la otra, los defensores de un modelo equilibrado que beneficiase en mayor medida a las provincias. Finalmente, la Federación asumió la competencia en materia de regulación penal, comercio, moneda, banca y pueblos indígenas, y mucho más importante, a modo de cajón de sastre acerca de todo lo que tenga relación con la «paz, orden y buen gobierno de Canadá» (p. 471). Por su parte, las provincias obtuvieron, entre otras competencias muy relevantes, la de la ordenación de los derechos civiles, lo cual va a habilitar a las provincias a promulgar su propio derecho civil, lo que en el caso de Quebec supondrá que esta pueda dotarse de un modelo claramente diferenciado del resto de las provincias.
Las conclusiones de la obra son muy valiosas, y a través de estas el autor analiza las principales virtudes y defectos del modelo federal canadiense. El profesor Torres justifica la adopción de un modelo federal en Canadá porque es la fórmula que favorece en mayor medida la inclusión de la diversidad que ha caracterizado tradicionalmente a este país. De forma que, complementariamente a un Gobierno central fuerte y con competencias muy relevantes, los Gobiernos territoriales pueden atender a las necesidades específicas de cada provincia de forma eficaz, así como gestionar las diferencias lingüísticas, étnicas y culturales de cada territorio. Ahora bien, y aquí el autor es muy preciso, la elección de un modelo federal para Canadá no se hizo en contraposición al modelo político británico, fuertemente centralizado, sino que fue una demanda de las elites canadienses que vieron en el federalismo una fórmula eficaz para desarrollar su economía y poner freno al expansionismo estadounidense (p. 560).
En este apartado, el profesor Torres destaca la necesidad de reformar el Senado para que sea una cámara de representación territorial eficaz. En la actualidad, sus miembros son nombrados por el gobernador general, en ausencia del monarca, de acuerdo con la propuesta del primer ministro. Según Torres, esta es «una fórmula que es más propia de un modelo de Estado unitario que de un sistema verdaderamente federal» (p. 556).
Esta situación se agudiza desde la perspectiva de la representatividad de las provincias. Esto se debe a la infrarrepresentación de las provincias occidentales, ya que cuando se constituyó la federación, estas no existían como tales. Posteriormente, debido a su escasa población, se les asignó un número muy reducido de senadores, que actualmente no se ajusta a su situación demográfica.
Pese a esto, un sector de la doctrina es partidario de no modificar el modelo de elección del Senado. Argumentan que si los senadores fueran elegidos, podría darse el caso de que ambas Cámaras estuvieran gobernadas por mayorías parlamentarias políticamente opuestas. Esto podría llevar al bloqueo del sistema parlamentario, con las consecuencias negativas que este tipo de parálisis tendría en la gobernabilidad del país.
Ahora bien, como acertadamente señala el autor, en el caso de conservar el modelo actual «se estaría renunciando a cuando menos intentar mejorar efectivamente el funcionamiento de la monarquía parlamentaria canadiense y su sistema democrático, pues a pesar de las imperfecciones que caracterizan la actual configuración constitucional del Senado, no debería renunciarse a convertirlo en una institución complementaria, responsable y práctica, que contribuya a un mejor funcionamiento del parlamentarismo y el federalismo canadiense» (p. 556).
Por los motivos señalados, sin lugar a dudas, la monografía del profesor Torres está llamada a ser una obra de referencia en el derecho constitucional comparado, ya que, por una parte, estudia de forma magistral el peculiar proceso histórico constitucional canadiense, a caballo entre un modelo de civil law y otro de common law; y por la otra, precisamente como consecuencia de la peculiar evolución histórica que ha experimentado la nación canadiense, esta cuenta con una serie de especificidades que la dotan de un fuerte carácter propio.
Para finalizar, me gustaría señalar que estamos ante un estudio muy bien escrito y cuidado en su presentación, que analiza de forma impecable la abundante doctrina canadiense sobre la materia, la legislación y las principales decisiones judiciales. En otras palabras, desde la perspectiva jurídica, estamos ante un trabajo de enorme actualidad, que agota la materia objeto de investigación y que ayuda al lector a comprender los principales hitos del modelo constitucional canadiense, así como los interesantes equilibrios políticos que han permitido a Canadá dotarse de un modelo federal soportado en valores y principios innovadores. Por todo ello, felicitamos al autor y recomendamos a los estudiosos del derecho público la lectura de su obra.