RESUMEN

La tradición de pensamiento cosmopolita parte de la consideración de que existe una comunidad política universal, un espacio común de convivencia que la globalización no habría hecho sino reforzar y hacer más claramente perceptible. Dentro de este espacio confluyen agentes públicos y privados cuyas dinámicas y correlación de fuerzas está sometiendo a importantes tensiones a aquello que puede concebirse como lo común más allá del Estado, poniéndolo en muchas ocasiones al servicio de intereses privados y afectando a su adecuado cuidado y protección. Una realidad que, para el cosmopolitismo, demandaría mayores dosis de gobernanza democrática trasnacional y la progresiva construcción de un demos global sobre el que asentar dicha gobernanza. El presente artículo analiza cómo diversos elementos teóricos en los que descansa la tradición de pensamiento republicana pueden resultar útiles para el fortalecimiento y avance de las propuestas de carácter cosmopolita.

Palabras clave: Cosmopolitismo; republicanismo; democracia; globalización; bienes comunes; bienes públicos.

ABSTRACT

The tradition of cosmopolitan thought is based on the consideration that there is a universal political community, a common space for coexistence that globalization has reinforced and has made more clearly perceptible. Within this space, public and private agents converge, whose dynamics and correlation of forces are subjecting to significant tensions that which can be conceived as the common beyond the State, often putting it at the service of private interests and affecting its adequate care and protection. A reality that, for cosmopolitanism, would demand greater levels of transnational democratic governance and the progressive construction of a global demos on which to base this governance. This article analyzes how various theoretical elements on which the tradition of republican thought is based can be useful for the strengthening and advancement of cosmopolitan proposals.

Keywords: Cosmopolitanism; republicanism; democracy; globalization; common goods; public goods.

Cómo citar este artículo / Citation: Santander-Campos, G. (2025). Lo común más allá del Estado: aportaciones republicanas para una democracia cosmopolita. Revista de Estudios Políticos, 208, 109-‍133. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.208.04

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En las últimas décadas ha emergido un conjunto de problemas y desafíos que parecen aconsejar la necesidad de articular fórmulas supraestatales de gobernanza que refuercen y complementen la capacidad política de los Estados y que permitan responder de una manera más eficaz y democrática a los retos que presenta un mundo crecientemente globalizado e integrado como el actual. Parece una realidad de nuestro tiempo, difícilmente cuestionable, que el incremento de las interdependencias e interacciones de todo tipo que ha traído consigo el proceso de globalización ha provocado la irrupción o la intensificación de fenómenos —como la emergencia climática, las migraciones internacionales, la estabilidad financiera, las desigualdades de diverso tipo o la protección de la salud pública— cuyo adecuado abordaje trasciende ampliamente la capacidad particular de cada Estado y, por tanto, de las comunidades políticas que estos representan. Una dinámica que parecería reclamar la articulación de formas de gobernanza supraestatal.

Una de las corrientes de pensamiento que en mayor medida se ha centrado en esta cuestión en las últimas dos décadas ha sido la denominada democracia cosmopolita (‍Archibugi, 2009; ‍Beck, 2004; ‍Held, 2012; ‍Nussbaum, 2020). Como es sabido, la tradición de pensamiento cosmopolita, cuyos orígenes cabe situar en torno al siglo iv a. C., parte de la consideración de que existe una comunidad política universal, identificando así la existencia de un espacio común de convivencia de la que se derivan responsabilidades éticas para toda la humanidad. Sin embargo, para el cosmopolitismo político, con la llegada de la globalización, y con las interdependencias de todo tipo asociadas a ella, este espacio común de convivencia no habría hecho sino reforzarse y hacerse más claramente visible y significativo en los últimos tiempos. Asistiríamos en la actualidad a la existencia de un espacio compartido a escala global en el que confluyen e interactúan de manera constante agentes públicos —orientados por preferencias e intereses definidos colectivamente— y agentes privados —orientados por preferencias e intereses particulares—, cuyas dinámicas y correlaciones de fuerzas estarían sometiendo a importantes tensiones a aquello que puede concebirse como lo común dentro de la esfera internacional, poniéndolo en muchas ocasiones al servicio de intereses privados y desatendiendo su adecuado cuidado y protección.

En este sentido, el cosmopolitismo político recoge interesantes propuestas y potencialidades para tratar de ir dotándose de estructuras políticas que permitan gestionar democráticamente lo común en el espacio trasnacional (‍Archibugi, 2009; ‍Beck, 2004; ‍Held, 2012), pero también adolece aún de considerables vacíos y debilidades en su fundamentación teórica a la hora de ir construyendo una democracia cosmopolita que contribuya efectivamente a abordar los desafíos presentes en la globalización.

En este contexto, y con una metodología basada en el análisis teórico de los conceptos fundamentales en los que descansan, respectivamente, las tradiciones de pensamiento republicana y cosmopolita, el presente artículo se dedica a identificar y someter a estudio algunos elementos teóricos de la tradición de pensamiento republicana cuya adopción —y correspondiente adaptación a la escena global— puede resultar útil y funcional al cosmopolitismo político en su propósito de promover una gobernanza democrática por encima de los Estados y, en definitiva, de alentar la progresiva conformación de una democracia cosmopolita más sólida. Entre ambas tradiciones de pensamiento existe un elemento de partida que parece alejarlos, ya que mientras el cosmopolitismo incorpora una mirada global, el republicanismo suele enfocarse en comunidades políticas de menor escala. Sin embargo, a lo largo del artículo se tratará de defender que los planteamientos republicanos no presentan a priori una limitación de escala y que es posible su incorporación a la mirada cosmopolita.

Con ese objetivo, y tras este primer apartado introductorio, el segundo apartado presentará una contextualización que permita aproximarse adecuadamente a la propuesta política cosmopolita en la actualidad. El tercer apartado se dedicará a identificar y desarrollar algunos de los elementos fundamentales que parece que debieran caracterizar al cosmopolitismo político en un mundo crecientemente dinámico y complejo. A continuación, los tres siguientes apartados se dedicarán a analizar las aportaciones que desde la tradición de pensamiento republicana pueden ser útiles para fortalecer la propuesta cosmopolita en la actualidad. De esta forma, el cuarto apartado analizará la idea de bien común y su posible resonancia en el marco de la globalización a través de los denominados bienes públicos globales. El quinto apartado se centrará en la idea republicana de la libertad como no dominación y sus potenciales aportaciones a la construcción del discurso cosmopolita en la globalización. Y el sexto apartado abordará la noción republicana de virtud cívica y su funcionalidad a la hora de fortalecer la progresiva conformación de una ciudadanía universal y de una sociedad civil global. Por último, el artículo recoge un apartado final con las principales conclusiones.

Como se verá, el artículo concluye que la incorporación y adaptación al contexto global de algunos elementos teóricos tradicionalmente vinculados al republicanismo, como la idea de bien común, la libertad como no dominación o la noción de virtud cívica, pueden contribuir a la progresiva construcción de una comunidad política universal —o demos global— y, con ello, al fortalecimiento de la propuesta cosmopolita y a su propósito de impulsar una gobernanza democrática de lo común en el marco de la globalización.

II. ¿DE LA POLIARQUÍA FEUDAL A LA DEMOCRACIA COSMOPOLITA?: ALGUNAS CONSIDERACIONES DE CONTEXTO[Subir]

Como es sabido, la organización y estructura política que da forma a los Estados modernos comenzó a conformarse fundamentalmente a partir del siglo xvi. Hasta ese momento prevalecía un orden político que, entre otros muchos rasgos, descansaba en lo que podría denominarse una poliarquía feudal, caracterizada por la existencia de una multitud de poderes políticos altamente fragmentados y, en muchos casos, solapados. En ese contexto comenzaron a surgir nuevas necesidades y desafíos propios de la época, tales como la búsqueda de una mayor eficacia en el recurso a la violencia y la guerra, la disposición de una hacienda pública, la existencia de códigos legales unificados o la dotación de determinadas infraestructuras básicas para fomentar el comercio, en buena medida en connivencia con una burguesía claramente emergente (‍Mann, 2000; ‍Morán y Benedicto, 2024; ‍Ramos, 2009; ‍Tilly, 1992). Así, a través de un lento y complejo proceso, en el que influyeron un conjunto más amplio de factores que no cabe abordar aquí, se fue alimentando una dinámica homogeneizadora y centralizadora del poder político, conformando unas nuevas formas y estructuras políticas, los Estados modernos, en las que se subsumieron buena parte de los poderes políticos preexistentes. Una nueva forma de organizar el poder político con el que se trataba de ir respondiendo de manera más eficaz a una nueva realidad y a esas necesidades específicas que habían ido surgiendo en dicho contexto. Esto dio lugar a un modelo de organización política que, pese a su variada casuística en función de la experiencia histórica de cada país, resultaría exitoso en su implantación. Un modelo que, particularmente en Europa, se vería fuertemente impulsado y asentado desde la Paz de Westfalia (1648), consolidándose un sistema de Estados que ha logrado mantenerse, no sin diversas transformaciones, hasta la actualidad.

Con toda la prudencia y cautelas necesarias, cabe preguntarse si se asiste en la actualidad a un proceso de cambio con algunos paralelismos al descrito anteriormente. Podría hablarse así de la existencia en la actualidad de una suerte de poliarquía estatal que, al igual que en el pasado, se estaría viendo sobrepasada por la irrupción de nuevas lógicas, desafíos y demandas, en este caso estrechamente relacionadas con la globalización, que desbordarían a los poderes políticos establecidos y reclamarían dotarse de formas de gobernanza y organización política que operen por encima de los propios Estados. Un paralelismo que, en todo caso, sería limitado y con carácter relativo, entre otras cosas porque si la transición de la poliarquía feudal al sistema de Estados modernos llevó a muchas de las estructuras políticas preexistentes a desaparecer o verse subsumidas en la nueva forma política surgida, ahora son pocas las voces que conciben o reclaman la posibilidad de que los Estados, como forma de organización política fundamental, deban diluirse en otras estructuras superiores que los absorba y trascienda. Más bien al contrario, como se desarrollará más adelante, se trataría ahora precisamente de fortalecer la capacidad política de los Estados, aunque para ello, paradójica y contraintuitivamente, estos tuvieran que ceder cuotas de soberanía y apostar por la construcción de formas de gobernanza supraestatal (‍Beck, 2004). Pero siempre con el fin, en última instancia, de fortalecer la capacidad política de los propios Estados.

Una de las propuestas que más han incidido en la necesidad de trascender los marcos del Estado y construir formas de gobernanza global en las últimas dos décadas es el cosmopolitismo político, particularmente con su propuesta de conformar lo que se ha dado en denominar una democracia cosmopolita (‍Archibugi, 2009; ‍Held, 1995 y ‍2012). Sin obviar la heterogeneidad que esta tradición de pensamiento encierra, puede decirse que esta visión presenta potencialidades importantes en la dirección señalada —dotarse de estructuras políticas por encima del Estado—, pero también considerables vacíos o debilidades en su fundamentación teórica.

Una de estas debilidades es la visión excesivamente consensualista y de marcado corte liberal-racional en la que han solido descansar las propuestas de democracia cosmopolita. Se trata de una cuestión que ya se ha analizado en trabajos anteriores (‍Santander, 2024), donde se ha señalado la necesidad de que el cosmopolitismo político incorpore elementos más conflictivistas a la hora de entender lo político, de modo que, en lugar de constituirse como una propuesta política que encarnaría una suerte de consenso global amparado en la existencia de un conjunto de valores universales —o universalizables—, debiera asumir e integrar los antagonismos que resultan inherentes a lo político, reconociendo su carácter también particular y, por tanto, en disputa con otros sistemas de valores. Se trataría, en cierto modo, de «equilibrar el reconocimiento de la naturaleza esencialmente conflictiva de toda vida política con la idea del poder como una acción concertada» (‍Innerarity, 2006: 23)

Sin embargo, otra debilidad teórica particularmente relevante, que es en la que se centrará este artículo, alude a la dificultad de cómo concebir y dar forma efectiva y sustantiva a la comunidad política —en este caso global— en la que pretende descansar la propuesta cosmopolita. En este sentido, el cosmopolitismo político parece necesitar ir más allá de señalar la existencia de un demos global, lo que resulta excesivamente difuso a la hora de construir una identidad colectiva sobre la que asentar la acción política. Pero, ¿cómo se puede ontologizar a esa comunidad política de carácter universal? Es decir, ¿cómo se puede impulsar que esa comunidad política global, más allá de una aspiración normativa, sea autopercibida como tal y se transforme en una realidad más tangible, autoconsciente y significativa para una parte importante de aquellas personas (la humanidad entera) que la conforman? ¿Cómo se puede, en definitiva, ir constituyendo esa comunidad política universal sobre la que hacer descansar una democracia cosmopolita? A estos interrogantes se tratará de responder en los siguientes apartados.

III. UNA FORMA DE ENTENDER EL COSMOPOLITISMO POLÍTICO[Subir]

Es importante observar que, mientras la tradición clásica de pensamiento cosmopolita había incidido en la existencia de unas responsabilidades éticas derivadas del hecho de pertenecer a una misma comunidad política —es decir, se asentaba más en convicciones morales—, las propuestas ligadas al cosmopolitismo político que han emergido en las últimas dos décadas no inciden tanto en este aspecto normativo, como en su carácter pragmático, en el sentido de vincularlo a la necesidad de dotarse de capacidad para gobernar democráticamente los procesos globales.

Partiendo de este marco, cabe decir que el cosmopolitismo político reclama avanzar en los mecanismos de gobernanza supraestatal con un doble fin. Por un lado, superar la «brecha democrática» en curso, en el sentido de que las formas vigentes de articular la acción política no se corresponderían con la magnitud y dimensión de los desafíos presentes en la actualidad (‍Beck, 2004; ‍Sassen, 2001). Como parece claro, las respuestas unilaterales que pueden articular los Estados, aunque imprescindibles, resultan insuficientes para abordar eficazmente buena parte de los retos existentes: por muy sostenible que sea la política medioambiental de un Estado, en ningún caso podrá, por sí solo, frenar la emergencia climática; por muy robusta que sea su política sanitaria, no podrá prevenir ni afrontar de manera aislada la irrupción de una pandemia de alcance global; o, en fin, por muy solvente que sea su política económica, no quedará exento de recibir el impacto de una posible crisis financiera que puede surgir y extenderse desde cualquier punto del planeta.

Y, por otro lado, el cosmopolitismo político trata de evitar la proliferación de las dinámicas de «desgobierno» que se producen justo en aquellos espacios donde la acción colectiva internacional no llega, como resultado de esa brecha democrática (‍Beck, 2004; ‍Held, 2012). Unos espacios de desgobierno —en el sentido de ausencia de gobernanza democrática— que facilita su apropiación por parte de agentes privados, ya sean legales (como las empresas trasnacionales en el ámbito financiero y medioambiental, las corporaciones farmacéuticas en materia sanitaria, o los denominados «fondos buitre» en lo relativo a diversos derechos básicos como la vivienda o la educación) o abiertamente ilegales (como las mafias en el caso de las migraciones internacionales o el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado en el caso de la seguridad internacional). En suma, la ausencia de una efectiva acción pública internacional que opere en estas esferas y regule su adecuado funcionamiento, genera un notable déficit de gobernanza democrática, lo que, a su vez, permite a una tipología muy diversa de actores privados acceder al control de determinados espacios comunes —aunque de carácter trasnacional— y, con ello, subordinar la gestión de lo común a intereses particulares.

Para que el cosmopolitismo político pueda contribuir a reducir esta brecha y fortalecer estos procesos de gobernanza democrática, de modo que sea capaz de ofrecer marcos de respuesta útiles para abordar los retos actualmente existentes, parece preciso avanzar en su definición y fundamentación teórica. Teniendo en cuenta que la tradición cosmopolita es bastante heterogénea y multidimensional (‍Held, 2012; ‍Núñez, 2024; ‍Nussbaum, 2020) y que, además, está expuesta a interpretaciones muy diversas, conviene aclarar cómo se entenderá aquí el cosmopolitismo político y, fundamentalmente, incidir en aquellos rasgos que parece que deberían caracterizar a este cosmopolitismo en la actualidad (‍Santander, 2024). Varios elementos son los que podrían destacarse en este sentido.

Por un lado, debería tratarse de un cosmopolitismo no centralizador. Así, lejos de perseguir la conformación de una suerte de imperio global, como a veces se le presenta, el cosmopolitismo político debería asentarse, en lo vertical, sobre un modelo de gobernanza multinivel que respete y promueva la relevancia de las diversas escalas de acción política —local, estatal, regional y global— a partir de un modelo ascendente (de abajo a arriba) en la toma de decisiones políticas que otorgue preferencia al nivel de acción más próximo a la ciudadanía, con el fin de promover la inclusión social y la participación democrática (‍Archibugi, 2009); y, en lo horizontal, se debería conformar como una estructura policéntrica y reticular, alejada de la concentración de poder en un centro específico, de manera que exista una multitud de nodos que se conecten e interactúen a través de diversas formas de «iteraciones democráticas» (‍Benhabib, 2005, ‍2006a). Una estructura compleja y difícil de visualizar en la actualidad que, sin duda, requeriría de elevados grados de innovación e inteligencia colectiva en lo que se refiere a su diseño institucional y a la conformación de nuevas formas de organización política (‍Innerarity, 2020).

Por otro lado, debiera tratarse de un cosmopolitismo sin pretensiones homogeneizadoras o universalizantes en lo identitario. En este sentido, no parecería deseable —ni seguramente factible— que el cosmopolitismo político tratase de subsumir las identidades políticas particulares en una suerte de identidad global o universal. Al contrario, se trata de un cosmopolitismo que tendría que asumirse y construirse como una identidad política más en el marco de una amplia (y saludable) red de identidades políticas múltiples. La identidad cosmopolita no debiera, por tanto, tener una lógica absorbente que implicaría renunciar a la cultura o identidades políticas preexistentes, sino proteger y fortalecer —sin reificar (‍Benhabib, 2006b)— estas identidades particulares y complementarlas simultáneamente con una mirada «hacia afuera» de esa propia identidad, es decir, con el reconocimiento y asunción de la existencia de responsabilidades compartidas en un mundo globalizado, más allá de la comunidad política primaria de referencia. Esta autopercepción como agente o comunidad globalmente responsable, desde la propia particularidad y sin renunciar a ella, conformaría la esencia de esa identidad política cosmopolita.

Dotar al cosmopolitismo de este carácter multinivel, policéntrico, reticular y diverso es un reto clave que puede contribuir a construir un cosmopolitismo más democrático y funcional a la hora de responder a algunos de los problemas que enfrentan las sociedades contemporáneas. Pero, al tiempo, estos elementos no resuelven un reto previo y sustancial al que se enfrenta el cosmopolitismo político: cómo configurar y dar sentido práctico y operativo a esa comunidad política global sobre la que construir la respuesta cosmopolita que se ha descrito. No puede conformarse una acción política sólida y articulada si no está anclada en la existencia de un demos o comunidad política, de la cual aquella debiera ser reflejo y expresión; y no puede haber un demos o comunidad política global —que ahora no existe (‍Honohan, 2005)— sin que esta, de algún modo, sea autoconsciente y autorreflexiva, es decir, se reconozca, perciba e interprete como tal. Dicho de otro modo, una cosmópolis solo puede existir si, de alguna forma, lo hace en la mente y en el imaginario político de quienes la conforman; de lo contrario, la propuesta cosmopolita tendrá muy difícil transitar desde el discurso filosófico y normativo a la praxis política y, en definitiva, convertirse en una fuerza sustantiva y relevante a la hora de tratar de orientar la acción política y la configuración actual del mundo.

En suma, desde esta perspectiva, el desarrollo de un cosmopolitismo político que contribuya a fortalecer la gobernanza democrática de los procesos globales parecería requerir una ontologización de la comunidad política universal a la que pretende encarnar, entendida como un ejercicio de fortalecimiento de esa autopercepción y autoconsciencia que se señalaba anteriormente. Y es precisamente a esta progresiva tarea de construcción de autopercepción e identidad cosmopolita a la que pueden contribuir varios de los elementos teóricos en los que descansa el republicanismo a los que se aludía anteriormente: la idea de bien común, la libertad como no dominación o la noción de virtud cívica. A analizar cada uno de estos elementos desde su relación con la propuesta cosmopolita se dedican los siguientes epígrafes.

IV. BIEN COMÚN, GLOBALIZACIÓN Y BIENES PÚBLICOS GLOBALES[Subir]

Uno de los conceptos clave sobre los que ha pivotado el republicanismo, aunque con muy distintas intensidades y perspectivas dentro de las diversas corrientes que cabe identificar dentro de esta tradición de pensamiento, ha sido la idea de bien común (‍Bertomeu, 2021; ‍Ovejero, 2008; ‍Ruiz, 2006; ‍Souroujon, 2014; ‍Villaverde, 2008). Como se verá, la noción de bien común puede resultar funcional para la propuesta cosmopolita si pretende ir conceptualizando una suerte de demos global.

Cabe precisar, no obstante, que no se aludiría aquí a la idea de bien común en un sentido ético o normativo, es decir, que pretendiese predefinir unos contenidos esenciales de ese ideal para orientar a la ciudadanía hacia el desarrollo de una supuesta «vida buena» o «virtuosa» en sintonía con una idea cerrada de bien común, lo que entraría en colisión con el pluralismo democrático que debe regir a la hora de definir la vida que cada cual quiere vivir (‍Agulló, 2016; ‍Villaverde, 2008). Se asume que el bien común alude a «algo plural e inconcluso, con diferencias internas y antagonismos», lo que refleja más fielmente la complejidad social (‍Innerarity, 2006: 21). Ni tampoco se alude aquí a bien común en un sentido jurídico, en relación con la titularidad o propiedad de dicho bien y que distinguiría a los bienes comunes de los bienes públicos o privados, como diversos autores se han dedicado a analizar en los últimos años, conformando un ámbito de estudio cada vez más relevante y fecundo (‍Laval y Dardot, 2015; ‍Rendueles, 2024; ‍Roa, 2017; ‍Vitale, 2024).

Se alude aquí, en cambio, a una noción de bien común en un sentido estrictamente político, que se relaciona con el hecho de concebir a la comunidad política no como un mero agregado de individuos —con sus preferencias e intereses predefinidos, más en línea con tradiciones de pensamiento como el liberalismo—, sino como un espacio necesariamente compartido, caracterizado por una densa red de lazos y vínculos de distinto tipo, cuyo cuidado y protección constituye una condición necesaria para el posterior desarrollo de los respectivos proyectos vitales. Como ha recogido Wences (‍2016: 206), es precisamente esta idea, que reconoce la existencia de asuntos comunes a todas las personas, la que da «unidad a todos los usos de la palabra «república»» (‍Grange, 2008: 19). Una mirada del bien común de carácter político y de raíz republicana que, por tanto, implica acompañar los derechos individuales de una serie de deberes ciudadanos en relación con la preservación de ese bien común y de esa comunidad política en cuyo seno —y, muy importante, solo en cuyo seno— puede discurrir la vida de las personas que la integran, ya que «la realización humana no es pensable fuera del espacio común» (‍Innerarity, 2006: 25).

De esta forma, partiendo de esta perspectiva política —y de carácter abierto y contingente— del bien común, y trasladándola al ámbito supraestatal, se pueden identificar algunos elementos en el escenario global que: i) a todos y todas nos afectan y ii) no pueden gestionarse de manera individual ni estatal, sino solo de manera colectiva. Una realidad que, como se verá, puede servir para constatar que, al margen de posicionamientos y preferencias de partida, hay elementos que nos interrelacionan más allá de las fronteras territoriales, que los individuos no constituiríamos una mera suma de seres o comunidades disgregadas (los Estados) y coincidentes en un mismo espacio y, en definitiva, que existe un conjunto de vínculos y lazos por encima de los Estados que, en última instancia, y aunque de manera débil y precaria, da forma a una suerte de bien común a escala global.

Para dotar a esta perspectiva de un contenido más sustantivo puede acudirse a la concepción de bien público que se ha desarrollado fundamentalmente desde la economía política y que atribuye a estos bienes dos características fundamentales que definen su naturaleza: se trata de aquellos bienes que poseen un carácter no excluible y no rival. Por un lado, sería no excluible en el sentido de que son bienes que, una vez provistos, no cabe discriminar quién puede acceder a él; mientras que, por otro lado, son no rivales en el sentido de que el disfrute de dicho bien por un agente no impide que otro agente pueda disfrutar ese mismo bien (‍Alonso, 2003). Para ilustrar este tipo de bienes, es habitual recurrir al clásico ejemplo de un faro de mar: este bien tiene un carácter no excluible ya que, una vez que el faro es instalado y puesto a funcionar, resulta imposible tratar de discriminar qué barcos pueden utilizarlo como guía y cuáles no; y es de naturaleza no rival porque el hecho de que un barco lo utilice para su orientación no impide que el resto de embarcaciones puedan hacer lo mismo. Así pues, el faro de mar se constituiría como un claro ejemplo de bien público.

Estas características que definirían a un bien público hacen que su provisión no pueda dejarse en manos de la lógica espontánea del mercado o, dicho de otra forma, a la acción racional individual: al tratarse de bienes cuyo disfrute estará disponible para todos los agentes, —independientemente de si han contribuido a financiar su provisión o no—, ningún agente privado tendrá incentivos para asumir su producción. Al contrario, desde la lógica de mercado da lugar a comportamientos «oportunistas» o de free rider, en los que ningún agente se muestra dispuesto a asumir el coste de la provisión de un bien que, posteriormente, será de disfrute general e ilimitado. Esto puede provocar la subproducción de un bien que, sin embargo, resulta socialmente deseable y demandado, haciendo necesaria alguna forma de acción colectiva que posibilite esa provisión (‍Ostrom, 2011). A nivel doméstico, esta acción colectiva es la que sería encarnada y vehiculada por el Estado.

Partiendo de este enfoque, la literatura se ha referido más recientemente a los denominados bienes públicos globales, que compartirían los rasgos antes señalados (no excluible y no rival) pero que, además, adquieren una dimensión y alcance global, en la medida en que generan externalidades que trascienden las fronteras estatales y afectan a todos los habitantes del planeta sin excepción. Este sería el caso de la preservación del medio ambiente, de la salud, de la estabilidad financiera, de la paz o de la movilidad humana, por señalar algunos ejemplos. Son fenómenos socialmente deseables, que a todos y todas benefician y que no pueden ser provistos de manera aislada por los agentes afectados (en este caso, tampoco siquiera por los Estados de manera unilateral) (‍Kaul, 2016). Se trata de una realidad que se ha hecho más visible e intensa en las últimas décadas y que, por tanto, demandaría la articulación de marcos de acción colectiva pero, en esta ocasión, a escala internacional; es decir, haría precisa la construcción de formas de gobernanza democrática global, a través de instituciones supraestatales, en línea con lo señalado por el cosmopolitismo político. Quizás el caso del Protocolo de Montreal, aprobado en 1987 para frenar la destrucción de la capa de ozono, constituya una de las experiencias más exitosas en este sentido. Por el contrario, la inexistencia de una adecuada gobernanza democrática de estos bienes públicos globales, como sucede en la actualidad, produciría un déficit en su provisión, que queda cautiva de intereses particulares diversos, deviniendo estos fenómenos en males públicos globales —que a todos y todas perjudican—, como ilustrarían, por ejemplo, la emergencia climática, la pandemia de la COVID-19, la pérdida de biodiversidad o una crisis financiera internacional.

Ahora bien, conviene advertir que eso no significa que deba entenderse la definición de un bien público como una cuestión técnica y estrictamente basada en los rasgos objetivos e inherentes de un bien en particular (‍Lloredo, 2024). No es la naturaleza de ese bien la que lo hace público o no; sus características pueden facilitar esta concepción, ya que no es lo mismo el acceso al conocimiento —un bien potencialmente no rival— que comerse una manzana, que no puede ser consumida por distintos agentes simultáneamente; pero es importante no perder de vista que la consideración de un fenómeno como bien público es, en última instancia, una construcción política, de carácter contingente y, por tanto, constantemente abierta al cambio y sometida a disputa. Son las sociedades —con sus particularidades culturales y sus complejas correlaciones de fuerzas— las que definen qué bienes deben estar al acceso indiscriminado de todas las personas y cuáles no.

Pero lo que es más relevante destacar aquí es que esta identificación y conceptualización de los bienes públicos globales puede ser útil para ir fortaleciendo la percepción de que existe una suerte de bien común por encima de los Estados, un bien común universal, aunque sea en un sentido todavía muy laxo y abierto, que alude a la existencia de un conjunto de fenómenos que a todos y todas nos afectan, que requieren un tratamiento mancomunado y cuya regulación y gobernanza son indispensables para el desarrollo de los respectivos proyectos vitales (o ideas particulares del bien en sentido ético), tanto de los Estados, como de las personas que los habitan. Este fenómeno refuerza así la idea cosmopolita de que, por encima de nuestras organizaciones políticas de referencia (los Estados) se superpone una cierta comunidad de destino a escala global; y que este espacio global, cada vez más integrado e interdependiente, no debe percibirse como una simple agregación de individuos o de comunidades políticas que pueden operar como compartimentos estancos, sino que existen elementos por encima de ellos que los trascienden y que necesariamente vinculan a estos individuos y Estados más allá de dónde se ubiquen. Un planteamiento de base republicana que obliga a atender a una suerte de bien común global y que, en suma, puede contribuir a la ontologización de esta comunidad política global que parece requerir el avance de las propuestas cosmopolitas.

V. LIBERTAD Y DOMINACIÓN MÁS ALLÁ DEL ESTADO[Subir]

Otra tarea que parece clave para que el cosmopolitismo político pueda ir fortaleciendo su capacidad de construir y ontologizar una comunidad política universal es la de ir definiendo con mayor precisión alguno de los fundamentos en los que descansaría esa forma política cosmopolita. La identificación de un bien común a escala global y la argumentación racional en torno a la necesidad de ofrecer «respuestas globales a problemas globales» no pueden constituir, por sí solas, una aspiración o proyecto político alternativo. Incluso en el supuesto de que se compartiera dicho diagnóstico, las respuestas políticas a las que puede dar lugar son muy diversas: desde aquellas que, efectivamente, y en línea con el cosmopolitismo, propugnen la necesidad de fortalecer la gobernanza democrática global, hasta aquellas otras que, al contrario, adopten una postura más defensiva frente a la globalización y reclamen un nuevo repliegue hacia el Estado nación, incluso alentando conductas manifiestamente excluyentes hacia otras personas, comunidades e identidades políticas y culturales, como las provenientes de la extrema derecha. Un marco en el que también caben respuestas simplemente inerciales, continuistas o retardatarias —seguramente las predominantes hoy— que se limiten a asumir los costes (exponencialmente crecientes) que generará seguir respondiendo a desafíos globales desde una lógica estrictamente estatal o westfaliana o, en fin, respuestas que lo fíen todo a la acción espontánea del mercado y a la innovación tecnológica (‍Millán y Santander, 2020).

En síntesis, se puede compartir un diagnóstico cosmopolita y defender, a la vez, respuestas políticas alejadas de la visión cosmopolita. Esto implica que el cosmopolitismo político debe no solo convencer de la existencia de esos desafíos de alcance global (que, en realidad, ya pocas voces autorizadas niegan) sino, fundamentalmente, persuadir de que el tipo de respuesta que propugna es la más adecuada. Percibir que los desafíos que uno enfrenta son comunes a otros, puede contribuir a fortalecer la idea de que se forma parte de una misma comunidad política, de una suerte de destino común; pero convencerse de la necesidad de aplicar soluciones compartidas con esos otros posee aún más fuerza en este sentido.

El cosmopolitismo político se ve, pues, impelido a definir y profundizar en algunos conceptos fundamentales en los que quiere hacer descansar su propuesta política, con el fin de presentarse como un proyecto político alternativo, viable y sugerente. Sin embargo, hasta la fecha las propuestas políticas cosmopolitas han concentrado una mayor atención en, por un lado, plantear unos principios normativos básicos (existencia de una comunidad universal y de responsabilidades éticas derivadas de ello) y, por otro lado, aunque con un largo trecho aún por recorrer, esbozar el diseño institucional en el que estas deberían descansar para responder a los desafíos globales (aludiendo, fundamentalmente, a la conformación de una gobernanza multinivel basada en el principio de subsidiariedad) (‍Archibugi, 2009; ‍Held, 2012; ‍Held y Maffettone, 2017). En cambio, habría dedicado una menor atención a definir y adentrarse más en otros conceptos fundamentales en los que se pretende sustentar esta propuesta política alternativa. Unos conceptos que, sin embargo, parecen resultar ineludibles para que el cosmopolitismo pueda erigirse en una propuesta capaz de persuadir, de granjearse mayores dosis adhesión ciudadana y, en definitiva, de incrementar su capacidad de generar y movilizar una identidad colectiva articulada en torno a la visión cosmopolita.

Desde luego son varios los conceptos políticos fundamentales que, desde este punto de vista, el cosmopolitismo podría ir perfilando con mayor precisión —lo que, por otro lado, también podría contribuir a clarificar las diferencias existentes en el propio seno de esta tradición de pensamiento—, pero uno que parece especialmente relevante a la hora de persuadir y construir identidad política es el de su noción de la libertad: ¿cómo debe entender el cosmopolitismo la libertad en un mundo globalizado? ¿A qué idea de libertad aspira? ¿En qué concepto de libertad pretende asentarse esta nueva forma de organización política que, en principio, vendría a tratar de mejorar las condiciones de vida y ampliar las oportunidades de las personas?

En este sentido, y aunque se han desarrollado distintas corrientes dentro del cosmopolitismo, cabe señalar que la democracia cosmopolita ha estado tradicionalmente más asociada a una visión de corte liberal. Sin embargo, una construcción amplia y coherente del cosmopolitismo político, capaz de atender a la envergadura de los desafíos que se plantea, parece tener difícil encaje con la visión de la libertad en la que tradicionalmente ha descansado el liberalismo (‍Santander, 2023). Como es sabido, sin obviar la rica heterogeneidad que caracteriza a esta tradición de pensamiento (‍Freeden, 2015), y tomando la clásica distinción entre libertad negativa y libertad positiva propuesta por Berlin (‍2017), el liberalismo ha puesto el énfasis fundamentalmente en una concepción negativa de la libertad, según la cual las personas disfrutan de libertad cuando no padecen ningún tipo de injerencia externa —ni por parte del Estado ni de otros individuos— sobre aquellas decisiones y acciones que afectan a su vida. Es esta ausencia de interferencias la que garantizaría la libertad individual de cada persona, entendida, en definitiva, como la capacidad de autogobernarse individualmente sin someterse a la voluntad ajena. De ahí que la tarea primordial desde esta perspectiva sea la de proteger esta autonomía de cualquier injerencia exterior, basándose en la idea de la libertad como no interferencia.

Sin embargo, buena parte de la originalidad y de las contribuciones que, potencialmente, el cosmopolitismo político puede realizar en el contexto actual parece residir en la construcción de nuevas formas de interferencia o, dicho de otro modo, en la necesidad de desplegar formas de interferencia que atraviesen el espacio que existe por encima de los Estados. Formas que, desde algunas visiones, podrían aspirar a conformar una suerte de «constitucionalismo cosmopolita» (‍Núñez, 2024). Es precisamente la no interferencia que actualmente opera en este espacio la que, para el cosmopolitismo, como se vio, estaría en la base de la brecha democrática y de los procesos de desgobierno antes señalados. Parece claro, pues, que gobernar estos procesos trasnacionales y generar las normas —y la institucionalidad— compartidas que requiere dicha gobernanza supone poner en marcha diversos tipos de «interferencias trasnacionales» que entrarían en colisión con la libertad de los diversos Estados entendida en un sentido negativo.

Por ello, este propósito que persigue el cosmopolitismo parece estar más en sintonía con una visión de la libertad más apegada a los planteamientos de la tradición republicana. De nuevo sin ignorar la heterogeneidad de corrientes que también acoge en su seno el republicanismo en lo que se refiere al concepto de libertad —algunas de ellas, incluso, difícilmente distinguibles de determinadas corrientes liberales (‍Villaverde, 2008)— se trata de una tradición de pensamiento que, generalmente, ha denunciado la inadecuación de la no interferencia como elemento determinante de la libertad. Así, en su lugar, el republicanismo ha defendido una concepción de la libertad más entendida como no dominación (‍Pettit, 1999, ‍2023; ‍Viroli, 2014) que, de manera sintética, parte de dos postulados que le alejarían de la visión negativa de la libertad: en primer lugar, el republicanismo considera que el simple hecho de que una persona no se vea sometida a ninguna interferencia no garantiza por sí mismo que esa persona disfrute automáticamente de condiciones de libertad, ya que pueden darse situaciones de privación y ausencia de libertad sin que se produzca ningún tipo de interferencia directa. Y, en segundo lugar, el republicanismo considera que, además, en muchas ocasiones es precisamente la articulación de alguna forma de interferencia —en forma de norma o ley— la que permite evitar o reducir las relaciones de dominación y, con ello, generar los entornos adecuados en cuyo marco ese ejercicio de la libertad se hace más real y efectivo que el basado simplemente en la no interferencia (‍Pettit, 1999; ‍Viroli, 2014).

En este sentido, es importante observar que la visión republicana de la libertad descansa, por tanto, en la convicción de que existen estructuras de poder que condicionan los grados efectivos de libertad, de modo que hay afectaciones que van más allá de lo meramente relacional (de la interferencia o interacción directa) entre los agentes implicados, ya sean los individuos o, trasladado a la esfera internacional, los Estados. La libertad puede verse resentida así sin que se produzca ningún tipo de interferencia precisamente porque hay estructuras de dominación que, de manera más difusa e indirecta, coartan o limitan esa libertad. Unas estructuras que, en la actualidad, además, trascienden claramente a las comunidades políticas definidas por el Estado y que impiden abordar estos problemas de forma atomizada por estas comunidades.

Por ello, desde la noción negativa de la libertad parece difícil que pueda adquirir fuerza la percepción de que existe una comunidad política universal, como reclama el cosmopolitismo. En todo caso, se puede plantear una concepción mínima de este, un cosmopolitismo débil, basado en estar sujetos a un mismo conjunto de procedimientos y arreglos institucionales a nivel global que garanticen la no interferencia; pero siempre entendido, por tanto, desde la óptica de los límites hacia el otro y no desde una imbricación más estrecha que permita ir construyendo una idea más profunda de comunidad, tal y como requeriría un cosmopolitismo político más denso. Así, la construcción de una cosmópolis o demos global y la defensa de la libertad negativa parecen, en realidad, mensajes difícilmente compatibles: mientras, por un lado, se asume que hay un vínculo y una responsabilidad ética global (como plantea el cosmopolitismo), por otro lado, se defiende que esos vínculos deben medirse solo en términos de no interferencia (como plantea el liberalismo), y no en términos de las relaciones y estructuras más profundas de las que derivan las relaciones de dominación.

Todo ello parece indicar que un cosmopolitismo más denso debiera integrar una visión republicana de la libertad, ya que la noción de la libertad como no dominación contribuye a fortalecer la percepción de que el espacio global conforma una comunidad política universal que trasciende a un mero agregado de comunidades políticas (Estados) que confluyen en ese espacio y que, simplemente, no deben interferirse. Ejemplo de esta noción de la libertad como no dominación aplicada al ámbito global podrían ser propuestas ligadas a cuestiones como la regulación de la actividad de las corporaciones trasnacionales, la gestión y tratamiento de los residuos tóxicos o una incipiente fiscalidad global.

La visión republicana ofrece argumentos que inciden en «la necesidad de responder a una interdependencia in crescendo, y a oponerse a una dominación arbitraria, ya sea del Estado o de actores no estatales» (‍Honohan, 2005: 171). Incorporar esta óptica republicana y su aspiración a la libertad como no dominación le permitiría al cosmopolitismo incidir y poner el foco en el carácter estructural e interdependiente del espacio internacional y, por tanto, en la existencia de una suerte de demos global. Es claro que una parte creciente de los fenómenos que afectan a las comunidades políticas delimitadas por los Estados, y que limitan su libertad, no tienen que ver solo con su relación directa con otros Estados (con sus niveles de interferencia), sino que también dependen de su ubicación en esas estructuras trasnacionales de poder. Piénsese en diversas formas de dominación económica, claramente ligada a reglas y estructuras trasnacionales, en la dominación cultural, asentada también en dinámicas comunicativas y simbólicas de alcance global, o en fenómenos como la denominada «dominación verde», con un carácter multidimensional y complejo que trasciende lo estatal (‍Wences, 2024). Y es precisamente la existencia de estas estructuras de dominación la que, en última instancia, parece justificar la necesidad de asumir responsabilidades colectivas y globales por parte de los Estados más allá del propio territorio, como reclama el cosmopolitismo. Por supuesto, eso no quita que exista el riesgo de que, en nombre del cosmopolitismo, se trate de articular nuevas formas de dominación supraestatal, que serían contrarias al pensamiento republicano. Existen ejemplos históricos de ello. De ahí también la importancia de que el cosmopolitismo político vaya adquiriendo ese carácter multinivel, policéntrico, reticular y diverso que se señaló anteriormente, ya que disminuye la posibilidad de que se conforme como una propia estructura de dominación.

En suma, integrar y aprovechar en el discurso cosmopolita la «capacidad explicativa crítica de los estados de cosas del presente» (‍Marey, 2021:13) que puede ofrecer el republicanismo, parece resultar una tarea clave para avanzar en la construcción de una comunidad política universal, tal y como persigue la democracia cosmopolita.

VI. ¿HACIA UNA VIRTUD CÍVICA COSMOPOLITA?[Subir]

La progresiva construcción de la comunidad política global sobre la que debe descansar la conformación de una propuesta política cosmopolita no parece que pueda ser una tarea circunscrita a los poderes públicos, ya sea de alcance estatal o supraestatal. Al contrario, esta tarea requerirá también la implicación, en muy diversas formas y niveles, de la ciudadanía y del tejido social y asociativo de esta comunidad en construcción. De ahí la relevancia que para el cosmopolitismo puede adquirir otro de los fundamentos clave sobre los que suelen pivotar las propuestas republicanas (aunque también con notorias diferencias dentro de ellas), como es el caso de la virtud cívica.

Como es sabido, a través de este concepto se atiende a la relación que el individuo mantiene con su comunidad política, vinculándolo de manera más específica con una predisposición de la ciudadanía a ocuparse del bien común y centrándose en la necesidad de que tome sus deberes —y no solo sus derechos— con seriedad (‍Skinner, 2003; ‍Wences, 2016). Esta perspectiva conlleva, pues, la responsabilidad de participar en los asuntos colectivos con el fin de proteger el bien común, en la medida en que, como se vio, este constituye el sustrato que permite el desarrollo de los diversos proyectos de vida. Por tanto, el concepto republicano de virtud cívica implica que hay deberes que asumir y que la relación de la ciudadanía con la comunidad no es tanto de carácter defensivo —es decir, que aquella no interfiera en sus libertades—, sino fundamentalmente proactivo o constructivo, participando en la esfera pública y en la elaboración de las normas y leyes a través de las que, finalmente, se acaba expresando el autogobierno y la libertad de esa comunidad y de los individuos que habitan en su seno.

Partiendo de esta idea, parece crucial que el cosmopolitismo político dedique especial atención y esfuerzos a promover una virtud cívica de carácter cosmopolita para poder avanzar en los objetivos que persigue. Solo desde la implicación en los asuntos colectivos que comporta la virtud cívica y su aprecio por el cuidado de lo común (‍Wences, 2007) se puede aspirar a disponer de una ciudadanía activa y reflexiva que cada vez sea más consciente de cómo influyen en sus propias condiciones de vida fenómenos que traspasan las fronteras estatales y, por tanto, a su comunidad política de referencia.

Así, estimular que la ciudadanía disponga de una comprensión más amplia y compleja de los procesos en los que se inscriben sus propias circunstancias vitales puede contribuir a que se identifiquen mejor las fuerzas y dinámicas a las que, inexorablemente, se está expuesto en un mundo globalizado. Se trata de una cuestión que, a la vez, puede contribuir a una mejora de la calidad democrática, en la medida en que se desarrollen pautas de rendición de cuentas y de atribución de responsabilidades más informadas, precisas y acordes con la complejidad del contexto en el que operan hoy las democracias. Esto es relevante, por ejemplo, a la hora de atribuir y exigir responsabilidades a gobiernos estatales por el impacto de procesos y dinámicas trasnacionales que, en muchas ocasiones, trascienden sus propias capacidades (sin que ello exima, por supuesto, de su responsabilidad directa en la gestión de estos fenómenos). Piénsese en problemas tan relevantes para la ciudadanía como el acceso a la vivienda, el desempleo, el coste de los alimentos básicos o la adaptación al cambio climático, todos ellos relacionados con fenómenos trasnacionales como la especulación financiera, la actividad internacional de los denominados «fondos buitre», la deslocalización productiva de las empresas o el calentamiento global que, sin duda, escapan en buena medida a las capacidades de los gobiernos estatales.

Y, a la inversa, la existencia de una ciudadanía activa y crítica también es fundamental para que se adquiera progresiva conciencia de cómo influyen las propias acciones individuales y, muy especialmente, las colectivas —es decir, las que se articulan a través de los poderes públicos, particularmente el Estado, pero no solo— en otras personas y comunidades políticas. Se trata de un elemento que también puede contribuir a robustecer la calidad democrática en la medida en que permita activar o estimular un mayor interés por parte de la ciudadanía —y, asociado a ello, una mayor exigencia de rendición de cuentas— en torno a las posiciones que su gobierno estatal defiende en los foros internacionales donde se abordan estas cuestiones que trascienden el marco estatal y que, generalmente, suelen quedar bastante alejadas del interés y escrutinio públicos.

Al tiempo, se requerirá la existencia no solo de una ciudadanía crítica y activa, sino también, y como producto estrechamente relacionado con ello, de una robusta sociedad civil organizada, que permita dar forma y articular las diversas demandas democráticas y de derechos de la ciudadanía, de manera que fortalezca el pluralismo y la profundidad de las democracias contemporáneas. En este sentido, y en lo que aquí afecta, en un mundo globalizado, una buena parte de las demandas ciudadanas no podrán verse satisfechas sin adoptar estrategias de acción globales y sin articular redes asociativas por encima de los Estados que puedan actuar como plataformas para la canalización de estas demandas (‍Kaldor, 2005). El claro referente aquí son los movimientos sociales que mayor resonancia han tenido en la última década —con expresiones como el 8M o el #MeToo en lo que se refiere al feminismo, Fridays for Future en lo referido al movimiento ecologista o el Black Lives Matter y la lucha contra el racismo—, todos ellos articulados con una lógica claramente trasnacional y que, en ese sentido, actúan en cierto modo como portadores de una virtud cívica más allá de los Estados. Parece claro así que «las formas de lealtad ya no se circunscriben estrictamente al horizonte territorial del Estado, sino que abarcan espacios y territorios supra o meta-nacionales en donde se juegan fidelidades cruzadas por temas como el medio ambiente, la emigración, los derechos humanos, el pacifismo, la desigualdad, etc.» (‍Ortiz, 2007: 177).

El cosmopolitismo requeriría, en suma, disponer de una ciudadanía activa y crítica, capaz de atesorar esta virtud cívica cosmopolita, de tal modo que sin dejar de estar ineludiblemente más apegada —tanto física como afectivamente— a su realidad más cercana y cotidiana vaya, al tiempo, integrando una mirada global que le permita tener una comprensión más integral y reflexiva de esa realidad, fortaleciendo la noción de comunidad de destino compartido en la que se asienta el cosmopolitismo.

Esta noción de virtud cívica cosmopolita puede permitir al cosmopolitismo transitar de su clásica y limitada noción de «responsabilidad ética» a la más exigente consideración republicana de «obligaciones y deberes» respecto a la comunidad de pertenencia, combinando la necesidad de revisar nuestra noción de interés tanto en términos colectivos (gracias a la dimensión republicana) como en términos globales (gracias a la dimensión cosmopolita). Una virtud cívica cosmopolita que necesitaría ir desplegándose a través de acciones muy diversas, entre las que cabe destacar las relativas a la denominada Educación para la Ciudadanía Global. En este sentido, la funcionalidad de la Educación para la Ciudadanía Global puede ser relevante en tres sentidos. En primer lugar, a la hora de conocer y comprender las causas, estructuras y dinámicas que están detrás de los problemas de gobernanza democrática que se padecen en la actualidad, impulsando estrategias pedagógicas en esta dirección.

En segundo lugar, para poner en valor que, en muchas ocasiones, y particularmente en un mundo crecientemente integrado e interdependiente, no se trata tanto de anteponer el interés general al interés particular —como si ambos fueran realidades antagónicas o excluyentes, como a veces parece desprenderse de algunos enfoques—, sino que más bien se trataría de ampliar la propia noción de interés individual y redefinirlo en términos colectivos y globales. Sin duda, la virtud cívica implica un componente de compromiso con el bien común o interés colectivo de la comunidad; pero es importante destacar que en muchas ocasiones no supone renunciar al interés individual, sino escapar de una concepción estrecha —además de contingente y construida— del mismo, para reinterpretarlo y formularlo en términos más amplios y colectivos, lo cual implica un profundo cambio cultural. Además, sería necesario estimular una identificación positiva entre el «amor a la patria» (‍Viroli, 2019) y el amor a cosmópolis, explorando fórmulas en las que se pueda producir una retroalimentación entre ambas lealtades, para evitar que se perciban como una especie de realidades contrapuestas, lo que en muchas ocasiones no casa con las propias lógicas de la globalización (‍Peña, 2003).

Y, por último, las acciones ligadas a la Educación para la Ciudadanía Global también pueden ser relevantes para disponer de una ciudadanía más virtuosa que comprenda los costes individuales y colectivos —es decir, las decisiones trágicas— que necesariamente comportan las transformaciones ecosociales pendientes, con el fin de que asuma la complejidad de la tarea y apoye las políticas encaminadas a tal fin.

VII. CONCLUSIONES[Subir]

En las últimas décadas han irrumpido o se han intensificado un conjunto de desafíos que trascienden con claridad las fronteras estatales. La falta de gobernanza de estos procesos o la brecha democrática que esta realidad ha provocado hace que en muchas ocasiones asistamos a un desgobierno de lo común en el espacio trasnacional, incrementando las opciones de que este acabe siendo controlado por lógicas, intereses y agentes privados (legales o no) y sustrayendo su gestión del interés colectivo.

Como se ha visto, a pesar de la heterogeneidad que caracteriza a esta corriente de pensamiento, la necesidad de fortalecer la gobernanza democrática de estos procesos está en la base de algunas propuestas planteadas por el denominado cosmopolitismo político. Una corriente de pensamiento que, al tiempo, debiera ir adoptando un carácter multinivel, policéntrico, reticular y diverso, si pretende articular un marco de acción en mayor sintonía con los retos que pretende abordar en un mundo que se muestra crecientemente dinámico y complejo.

No obstante, incluso asumiendo esos rasgos, la conformación del cosmopolitismo político como una propuesta política más relevante y significativa en el contexto actual requerirá en todo caso la progresiva construcción de un demos global, es decir, deberá cimentarse sobre la sustanciación de una comunidad política cosmopolita que se autoperciba e identifique como tal. A este proceso, que aquí se ha denominado como ontologización de la comunidad política cosmopolita, pueden contribuir diversos elementos de la tradición de pensamiento republicano. Aunque, por supuesto, dentro de esta tradición de pensamiento también cabría detectar algunas limitaciones que no son objeto de este artículo, que se ha centrado en identificar aquellos elementos teóricos presentes en esta tradición cuya incorporación y adaptación al contexto global podría fortalecer las propuestas cosmopolitas.

Por una parte, la noción de bien común permite visualizar y fortalecer la existencia de lazos y vínculos dentro de una comunidad política. Trasladado al escenario actual, la construcción de una idea de bien común a escala internacional puede asentarse en la existencia de un conjunto de fenómenos que la literatura especializada ha conceptualizado como bienes públicos globales, cuya gestión reclamaría un fortalecimiento de la gobernanza democrática supraestatal en línea de lo que plantean algunas propuestas cosmopolitas. En la medida en que la conceptualización de estos bienes públicos globales pone de relieve la existencia lazos y vínculos a escala global, al tiempo que recalcan la necesidad articular respuestas concertadas y dotarse de marcos de acción colectiva internacional, pueden concebirse como un germen de ese bien común universal y contribuir a la progresiva construcción de esa comunidad política global.

Por otra parte, como se ha visto, el cosmopolitismo político parte de un diagnóstico (la existencia de desafíos que trascienden las fronteras estatales) que, incluso compartiéndose, no lleva necesariamente a la adopción de respuestas de corte cosmopolita. En este sentido, un reto fundamental del cosmopolitismo, si pretende construir identidad política en torno a él, es erigirse en una propuesta capaz de presentarse como la respuesta más adecuada a esos desafíos, frente a otras opciones políticas que propugnan respuestas bien distintas—incluso abiertamente antagónicas— a la cosmopolita. Por ello, más allá del considerable esfuerzo que esta corriente ha hecho a la hora de identificar unos principios normativos básicos y plantear elementos para una posible arquitectura institucional, el cosmopolitismo requiere perfilar con mayor precisión su posición en torno a algunos conceptos fundamentales en los que descansaría su propuesta política. Entre ellos, uno particularmente relevante a la hora de construir esa comunidad política global es el de libertad como no dominación y su aplicación al espacio trasnacional.

Por último, los objetivos que persigue el cosmopolitismo parecen requerir la promoción de una virtud cívica de carácter cosmopolita, de manera que se pueda disponer de una ciudadanía activa, reflexiva y crítica en relación con los procesos globales que operan en la actualidad y de una sociedad civil global que permita articular las demandas ciudadanas orientadas a ampliar la democracia y los derechos de las personas en un mundo globalizado.

A modo de conclusión, varios elementos teóricos en los que descansa la tradición de pensamiento republicana pueden ser funcionales para el cosmopolitismo político a la hora de ir construyendo una comunidad política global que se autoperciba como tal y que permita, en definitiva, ir avanzando en una gobernanza democrática de lo común más allá del Estado.