RESUMEN

El objeto de este trabajo es señalar la convergencia existente entre las dimensiones del statu quo, la paz y la restauración para construir una situación de equilibrio o pacto entendido como concepto civilizatorio. Por ello, seleccionamos sus hitos más importantes agrupados en tres fases, aduciendo ejemplos históricos y filosóficos relevantes. La primera remite al contexto de la guerra en la antigua Grecia y al monumento Ara pacis en Roma, cuyo sentido es político a la par que religioso. La segunda se localiza en la Modernidad temprana cuando F. Bacon plantea una instauratio religiosa como base para la nueva ciencia. Frente a ella, se erigen los modelos de «ilustración radical» en Spinoza y (tercera fase) de constitución (Verfassung) restauradora en Hegel. Como conclusión, señalamos la disolución del citado equilibrio orientado al pacto y su posterior neutralización en la actualidad.

Palabras clave: Equilibro civilizatorio; statu quo; paz; restauración; instauración.

ABSTRACT

The purpose of this paper is to highlight the convergence between the dimensions of the status quo, peace, and restoration to build a balanced situation or pact understood as a civilizing concept. To do this, we select its most important milestones that we group into three phases based on relevant historical-philosophical examples. The first refers to the context of war in ancient Greece and the Ara Pacis monument in Rome, whose meaning is political as well as religious. The second is located in early modernity when F. Bacon proposes a religious instauratio as the basis for the new science. In front of it are erected the models of radical Enlightenment in Spinoza and (third phase) of restorative Constitution (Verfassung) in Hegel. In conclusion, we point out the dissolution of the balance oriented to the pact and its subsequent neutralization today.

Keywords: Civilizational balance; statu quo; peace; restauration; instauration.

Cómo citar este artículo / Citation: Sánchez Fernández, J. M. (2025). En busca del equilibrio civilizatorio y su sentido filosófico como statu quo, paz y restauración. Revista de Estudios Políticos, 208, 77-‍107. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.208.03

I. INTRODUCCIÓN: ¿CÓMO SE GENERA UN PUNTO TRIPLE QUE CONVERJA CON UN CONCEPTO CIVILIZATORIO?[Subir]

En el ámbito de la física encontramos un estadio artificial donde elementos y sustancias coexisten en una forma paradójica de equilibrio inestable. Nos referimos al así conocido como punto triple o triple región, en la que los tres estados de la materia (sólido, líquido y gaseoso) se van transformando circular y repetitivamente entre sí[2]. Sin embargo, el proceso necesario para conseguirlo es complejo porque requiere de una combinación simultanea (aquí creemos que reside la clave), de alta presión y baja temperatura. Dos circunstancias contrapuestas e incompatibles en la naturaleza que solo se pueden obtener de forma artificial, generalmente en un laboratorio. Por este motivo, al menos en nuestro planeta Tierra, no encontramos una realidad natural en la que este punto triple se lleve a cabo sin intervención humana. A partir de esta metáfora extraída de la termodinámica ejemplificamos la peculiar coexistencia de un estadio en el que, debido a la tensión entre fuerzas contrapuestas, se genera un punto triple que interpretamos como concepto civilizatorio[3]. En consonancia con esta disposición artificial, desplegamos un primer momento en torno a las tres situaciones conceptualizadas como statu quo (estabilidad)[4], paz o ausencia de beligerancia (aunque no de conflicto) e instauración/restauración (relativo al orden)[5].

Nuestro punto de partida argumental equipara cada uno de los casos mentados con una dimensión del proyecto civilizatorio occidental establecido con firme solidez a lo largo de la historia. Para justificarlo se ofrecen dos razones principalmente, siendo la primera muy simple: porque lo contrario se entiende como un error. Nos referimos, particularmente, a la situación de desequilibrio y desestabilización (stasis), donde la guerra (beligerancia) y la anarquía (desorden; disnomía) surgen de forma casi espontánea en la realidad (‍Meier, 2004a: 822). Un fenómeno que se naturaliza, por ejemplo, con Hobbes, quien lo establece en el Leviathan como paradigma del «estado natural» puesto que resulta muy útil para instaurar políticamente los ámbitos de lo social y lo civilizado (‍Darat, 2023: 158)[6]. Frente a esto surge con fuerza una realidad que se traduce como statu quo: «Debemos considerar el statu quo no como algo estable por definición, no como una realidad fáctica, sino como una mera aspiración de estabilidad en un contexto cambiante y en constante adaptación» (‍Muñiz, 2020: 65). La segunda razón es más compleja de justificar, puesto que el mantenimiento de una «situación de equilibrio» (pacto), conlleva tanta carga de trabajo que es prácticamente imposible prolongarla en el tiempo, aunque con ello nos ofrezca mayores réditos conceptuales: «De este modo “statu quo” no solo se convierte en un equilibrio, sino que sirve incluso para definir un modelo de política internacional, precisamente aquella vinculada a grandes potencias y con la que persiguen mantener el ámbito de poder conseguido» (‍Muñiz, 2020: 65).

En resumidas cuentas, el objeto de nuestro presente trabajo consiste en rastrear los puntos de convergencia entre las tres dimensiones precitadas del statu quo, la paz y la restauración con ejemplos histórico-filosóficos relevantes, aunque para ello los debamos exponer separados en el tiempo, mostrando así los nudos que se entrecruzan en este peculiar laberinto conceptual. Por ende, agruparemos sus hitos en tres fases. La primera, donde el statu quo surge como una situación de equilibrio (pacto) en la Grecia de los siglos V-IV a. C., forzado por la tensión polar que intenta disolver la diferencia ínsita entre lo bárbaro y lo civilizado. Se trata, pues, de una época beligerante en la que el concepto de equilibrio va a caer del lado de la civilización. A continuación, Roma nos adentra en una época caracterizada por el Ara pacis (13-‍9 a. C.), un monumento cuyo trasfondo beligerante se instaura de forma metafórica como expresión fructífera en la diosa Pax. Este particular equilibrio político y religioso del Imperio romano que se produjo entre el 18 a. C. y el 180 d. C. (la Pax romana) genera una estabilidad que la acompañará sincrónicamente en el futuro a lo largo de distintos periodos, conservando intacto su contenido.

La segunda fase nos traslada a la Modernidad, ese amplio periodo donde se produce un fenómeno de equilibrio, antesala de la restauración, en uno de los mayores procesos de transformación cultural de la reciente historia de Occidente[7]. A este respecto, F. Bacon propone una Instauratio imperii como remedio al estado de desorden y anarquía propias de un tiempo convulso en el que se transformaron por completo las dimensiones de lo religioso, lo político o lo económico a través de distintas reformas[8]. Frente a esta posición se encuentra la de Spinoza, que comprende la Modernidad en estrecha sintonía con lo que posteriormente será la Ilustración. Esta fue la pretensión de la denominada Radikalaufklärung por J. Israel y M. Muslow (‍2014: 10), que promovió el tránsito de la potestas (exterior-ley) a la potentia (interior-conatus) como factor de dinamización del pacto orientado al cambio en la comunidad política. Una interpretación a todas luces contraria a la de Hobbes (‍1965: 103), que lo localiza como poder visible en la Commonwealth.

Sin embargo, el influjo spinoziano no queda circunscrito solo a la Modernidad, sino que llega hasta Hegel, autor que muestra una posición secularizada y mediatizada dentro del marco de la Ilustración, la tercera de nuestras fases. Por ejemplo, cuando la política napoleónica configuró un orden y una estabilización jurídico-institucional nunca vista antes en Alemania desde la época de Carlomagno[9] (‍Janssen, 2004: 545 y 563-‍566). En la base de esta posición restauradora se encuentra la desnaturalización de la realidad inherente a la obra hegeliana que culminará con la Constitución (Verfassung), último estadio del proyecto político-religioso del suabo. A modo de breve conclusión, señalamos la disolución del carácter vinculante del pacto a través de la sublimación a la que se somete nuestra realidad, que bloquea cualquier «equilibrio civilizatorio»[10].

A este respecto, nos preguntamos finalmente: ¿dónde encontramos los conceptos rectores del proceso que denominamos equilibrio civilizatorio? Cuestión de la que surge otra relativa a cómo se instaura particularmente en cada periodo histórico. Contestar ambas preguntas por completo, quizá sea una tarea que exceda el límite impuesto a estas líneas, aunque no por ello resulte imposible retomar el hilo que los conecta. Finalmente, nuestra intención no es la de deconstruir tal statu quo, ni tampoco disolver la paz que surge bajo su seno, sino comprender su relevancia como instauración de nuestra realidad presente.

II. EL CONCEPTO DE STATU QUO COMO EQUILIBRIO DINÁMICO EN LA ANTIGÜEDAD[Subir]

Comenzamos nuestro recorrido conceptual por Heródoto, un autor que determinó el sentido de la historia y su sincronía como una narración verídica de la realidad presente (‍Meier, 2004b: 595-‍597)[11]. Tras el relato de Heródoto subyace el contexto histórico de una contienda en la región conformada por la Hélade, que culmina con la conquista de un concepto civilizatorio. La guerra, aquello que la constituye, se erige como el «sustantivo singular colectivo» (Kollektivsingular; ‍Koselleck, 2004a: XVII; ‍2004c: 647-‍717), precursor de un proyecto social y cultural que se personifica en un gobernante, sujeto único de la soberanía, donde converge su sentido histórico. Frente a Heródoto, que trata de lo universal se encuentra Tucídides, su antagonista, que hace historia política centrado en lo particular, en su presente, por lo que este adquiere una utilidad práctica al comenzar con un término histórico y lingüístico: «El término ἡλληνίσθησαν tendría el valor de “convertir en heleno” […] y sería propio del siglo V. Resulta llamativo que para Tucídides no existieran unas fronteras lingüísticas rígidas, sino un atraso cultural respecto al resto de helenos que sería endémico del noroeste griego (Th. I. 5. 3-‍6) (‍Sierra, 2012: 52).

El preámbulo histórico-conceptual que antecede a estas líneas permite adentrarnos con éxito en la primera de nuestras etapas: el terreno del statu quo, aunque para ello se requiera, al menos, de una dirección que marque su decurso temporal (‍Abels, 1976: 110-‍115). De este modo, K. Schreiner considera que el tiempo de una época no solo es distinto, sino que se «distingue» del pasado y del orden que consiste en «superar en un continuo homogéneo temporal ideal, lo que configura la cesura del momento de cambio de los sucesos» (‍1987: 381). Esta posición complementa perfectamente la argumentación de H. Blumenberg respecto del cambio que se produce en los conceptos cuando traspasan su umbral epocal (Epochenschwelle) y se transforman en otros muy distintos «bajo la superficie de la cronología» (‍2016: 545). Entonces, cabe decir que la propia temporalidad es la que se somete también a epoché a través de los conceptos en cada época, sea en la Antigüedad o, como veremos, también en la Modernidad y en la Ilustración: «El término griego epoché significa la suspensión de un movimiento y también un punto en que se detiene o da marcha atrás» (ibid.: 533). Este breve texto de Blumenberg sintetiza claramente los tres vectores que acompañan nuestra reflexión: a) el concepto de statu quo o el punto donde el movimiento se detiene para generar b) una situación de equilibrio (pacto) pareja a la paz, que siempre es inestable, en la que c) se retrocede para restaurar o recuperar (aunque sea parcialmente) el contenido de la realidad perdido con el cambio (‍Lottes, 1976: 926).

Una vez delimitado nuestro umbral epocal, acometemos una definición plausible de statu quo, que establecemos en tres niveles consecutivos:

Podemos de este modo distinguir al menos tres usos distintos del término «statu quo»: su uso en sentido clásico, como mero estado de cosas. Este es el caso de la definición normativa. Si acudimos a la Real Academia española […], el «statu quo» carece de sentido positivo o negativo alguno, haciendo simplemente referencia al «estado de cosas en un determinado momento», independientemente de cuál sea dicho estado (‍Muñiz, 2020: 64).

El primer acercamiento al statu quo remite a una realidad aceptada tácitamente que revela una aparente neutralidad, aunque en el fondo implique una ausencia de neutralización, ya que lo contrario anularía todo proceso temporal o, lo que es peor, se bloquearía como sucede en la actualidad (‍Schmitt, 2005: 53 y 56). Resulta entonces que el statu quo es un referente experiencial, una pasarela o un camino de ida y vuelta que responde también a lo impreso en el término germánico experiencia (Erfahrung). De este modo, nos adentramos en una segunda definición contextual de statu quo cercana a la temática de la beligerancia que se refleja en nuestro estudio:

Referencia a la vuelta a la situación previa al momento en el que se produce el cambio […]. Una vez finalizada la guerra existen dos posibles situaciones, una la restauración o recuperación de la situación precedente (statu quo tunc o ante bellum) o bien la referida a la situación de los beligerantes al finalizar las hostilidades y que representa la base jurídica de una nueva situación política (statu quo nunc o post bellum) (‍Muñiz, 2020: 65)[12].

Así pues, la experiencia consiste en ese viajar (sich fahren) e ir de un sitio a otro para regresar, como Odiseo, al punto de partida completamente transformado. Con esta determinación se expresa el carácter repetitivo y restaurador del statu quo, sobre todo en contextos de beligerancia que se entienden como naturales o, al menos se tienden a naturalizar. Nos referimos a la Grecia expansiva de los siglos V-IV a. C. y a la Roma instituida a partir de la pax. Finalmente, existe una tercera definición relativa al equilibrio, otro de nuestros conceptos argumentales que reúne los tres significados anteriores: «Entendemos la expresión “statu quo” como “equilibrio”, y particularmente como equilibrio de poder» (‍Muñiz, 2020: 65). En definitiva, la realidad que supone el equilibrio derivado de un statu quo no es estática, sino plenamente dinámica; por tanto, sometida a embates y cambios tanto históricos como políticos. El concepto de statu quo implica necesariamente un proceso de implantación y mantenimiento, por lo que podemos denominarlo acertadamente instauratio en la Antigüedad.

1. El modelo de civilización griega: un equilibrio forzado[Subir]

En este momento nos adentramos en el proceloso océano de la Antigüedad, donde el statu quo se establece, si no por primera vez, al menos de un modo completo como un modelo civilizatorio. En aras de una mayor concreción, trataremos exclusivamente de unos pocos jalones históricos relativos al origen del concepto de statu quo, entendido como «equilibrio dinámico» y paz. Por ello, el primer statu quo relevante para Occidente datado fehacientemente se produce con la Paz de los Treinta Años» (446-‍432 a. C.). Y aunque realmente solo durase trece, surgió directamente como consecuencia de la primera guerra del Peloponeso en el siglo V. a C. (‍Echeverría, 2019: 192).

El sentido de este primer conflicto adquiere un tinte político para Tucídides, su gran narrador, cuando lo utiliza como herramienta para instaurar y deponer Gobiernos. A juicio del historiador ateniense, esto es lo que aumenta la dynamis social frente a las distintas stasis o revueltas internas que se producen en las poleis (ibid.: 191)[13]. De este modo, la dynamis consiste en un movimiento horizontal de desplazamiento y de temporalización, como sucede diacrónicamente en el caso de las democracias. Por el contrario, la stasis supone una elevación vertical, algo propio de las revoluciones que implican cambios abruptos e inconstantes: la institución o eliminación brusca de Gobiernos, por lo que con ella no se puede alcanzar el tan deseado equilibrio propio de la ideologización (‍Koselleck, 2004e: 654; ‍Chr. Meier, 2004c: 665-‍670). En ambos casos, la comunidad humana se organiza naturalmente alrededor de la guerra para delimitar una estructura gubernamental que se somete a politización (‍Echeverría, 2019: 191). De este modo, podemos definir la guerra, polemós (en latín, bellum), como el umbral dinámico a partir del cual efectuar cambios políticos, sociales y culturales[14]. Por el contrario, la pugna u hostilidad echthrós (en latín hostes), se corresponde con la enemistad entre dos adversarios irreconciliables que, salvando la distancia temporal y conceptual, podemos ubicar radicalizándolo aún más en el «concepto de lo político» de C. Schmitt (‍1996: 16).

Al margen de esta interesante temática, que remite a otras investigaciones (‍Sánchez, 2023: 201), Tucídides deja clara las diferencias en cuanto a la concepción que tenían los atenienses de la polis frente, por ejemplo, a la espartana. Para el historiador ateniense, la guerra acrecienta la jerarquía de las potencias fuertes (ciudades-Estado), que se encuentran siempre en un equilibrio inestable y en constante renegociación (‍Sierra, 2012: 59). La cuestión de la hegemonía política y, por ende, de la cultural, que ponemos en juego en nuestro planteamiento, se entiende como el mantenimiento de un statu quo o «equilibrio dinámico» (‍Echeverría, 2019: 191). Este se perfila como una situación reversible, que se torna de un lado o del otro dependiendo de las necesidades naturales de una comunidad. Por ende, si es preciso se hace la guerra (polemós), y si no conviene, entonces se mantiene la paz (eiréne):

Según Tucídides, estamos ante la creación de un tratado de paz mediante una alianza (ξυμμαχία) entre la vencedora Acarnania y la derrotada Ampracia. La naturaleza de esta alianza es claramente defensiva (ἐπιμαχία), distinguible de otros acuerdos como los armisticios (ἐκεχειρία) y las alianzas totales (ἕπεσθαι). No obstante, las condiciones del pacto no favorecían especialmente al vencedor, cosa que a priori nos haría pensar en una contienda tensa e igualada. Concretamente, los vencidos tenían la única obligación de devolver los rehenes y las plazas conquistadas, lo cual refleja la voluntad de restablecer la situación previa. Además, se buscó estabilizar el tratado mediante la cláusula de cien años de duración (‍Sierra, 2012: 50).

La tensión correspondiente a la civilización frente a la barbarie impresas en la obra de Tucídides periclita el límite de la última: esa zona periférica o fronteriza en la que los pueblos se encuentran en el camino de convertirse en auténticos griegos. Nos referimos tanto a su umbral de desarrollo como a su respectiva politización (ibid.: 52)[15]. Por ello, la preocupación de Tucídides fue respecto de aquellos que se encuentran al otro lado, los limítrofes, que constituyen un auténtico peligro para los atenienses y su hegemonía, constituida por los griegos de verdad[16]. El auténtico concepto de civilización, creemos, reside en su concepción como singular colectivo. De hecho, apuntamos a la única ocasión en que el statu quo pudo ser una realidad factible: el periodo de la paz estable o común (koiné eiréne), desarrollado alrededor del año 386 a. C. (‍Fornis, 2005: 270). Este se perfila como otra «situación de equilibrio» (pacto) inestable forzada por uno u otro bando, aunque en este caso la acometiesen los espartanos, al inclinar la balanza del lado más beligerante y, por tanto, poderosamente estabilizador (ibid.: 276).

En definitiva, el marco de la paz fue algo puntual, incluso en aquel breve periodo de trece años sujeto a equilibrio inestable y a constantes reorganizaciones: «Por un lado, las nuevas convencerían a Esparta de que era preferible mostrarse más flexible y tolerar el statu quo actual de Atenas y Tebas, lo que no era tan grave y le dejaría las manos libres para acabar con la injerencia argiva en Corinto» (‍Fornis, 2005: 283). Parece que nadie encontraba un anclaje seguro en el dique de lo político y cuando este se afianzaba, inmediatamente volvía a modificarse en aras de intereses más mundanos. El equilibrio dinámico (statu quo) fue, por tanto, una más que fehaciente realidad. Recordemos, finalmente, que en el siglo IV. a. C. (330-‍322) se promulga una constitución en Atenas que ofrece poder a los demoi, esas tribus que controlaban la polis y que cristalizaron en lo que se ha denominado democracia[17]. Momento que nos ofrece las claves estructurales de un periodo histórico que se erige plenamente como una época en la que los conceptos de la política y de la sociedad (‍Fornis, 2005) cambian sustancialmente en favor de una nueva realidad[18].

2. El monumento ara pacis en Roma: su instauración y permanencia en el tiempo[Subir]

Los helenos no lograron instaurar una expectativa tan elevada como la que supone un equilibrio civilizatorio, ni tampoco consiguieron que su duración se prolongase en el tiempo. Por ello, Fornis (‍2005: 292) señala que «el triunfo definitivo (de Esparta) se haría esperar aún seis años. El de una paz estable muchos más, los griegos solo la conocieron romana». En esta misma línea encontramos un ejemplo perfecto en Roma a través del impulso de monumentos conmemorativos como el Ara pacis, señales inequívocas de que su civilización se extendiera lo máximo posible. Nuestro punto de partida es, como siempre, la etimología de un sustantivo: «La raíz de pax se encuentra en el verbo pascisci, cuyo significado original no es la paz, sino el pacto con el que se acaba con una guerra y lleva a la sumisión, la amistad o alianza» (‍Weinstock, 1960: 45). En este mismo sentido, aparece la paz perfecta como la consecución de una «situación de equilibrio» por la que «más de un pacto es posible al mismo tiempo» (‍Weinstock, 1960: 45). En el marco de esta temática podemos tratar de la simultaneidad del pacto, como elemento central, articulador del discurso político y su doble objetivo: si vis pacem, para bellum.

Por otra parte, la paz se convierte en una consigna política: «En el año 366 a.C. […] la constitución de la República llegó a una madurez de plenitud y su observancia aseguraba la paz y la prosperidad, la equidad y el equilibrio entre todos los ciudadanos» (‍Guillén, 1982: 164), un rótulo orientado hacia dos vertientes fundamentales. La primera apelaba al ciudadano romano, para el que la paz dependía de la concordia y proporcionaba otius. Recordemos que en la época romana el término latino compensatio se aplica a aquella realidad excepcional de carácter religioso en la que no se pueden realizar negocios (nec-otius) y el otius es obligatorio (‍Marquard, 1976: 916). Una posición de statu quo que en los tiempos de César se representó, por ejemplo, en las monedas con la diosa Pax portando un caduceo en el anverso y un apretón de manos en el reverso (Weinstock, 1980: 46).

Todos estos monumentos al equilibrio, apunta Cicerón en sus Filípicas (‍1983: 2, 113), implican que «la paz es una libertad tranquila» (pax est tranquilla libertas) y que el pacto mantiene el statu quo porque, de lo contrario, la rebelión estaría justificada. Tal y como lo indicara Virgilio en la Eneida (‍1977: I, 294), el objetivo de la paz implica que «serán cerradas las puertas de la guerra» (claudentur belli portae) para que la violencia se contenga dentro, abriendo con ello un nuevo horizonte de expectativas. El templo de Jano (fundado por Numa Pompilio en el 700 a. C.) ofrecía el umbral epocal que distinguía, como en el anverso y el reverso de las monedas, la paz de la guerra: dos escenarios que ni fueron ni son antagónicos. Desde el punto de vista histórico, Augusto fue el primer emperador que instauró la paz como un hecho político. Este inaugura, para Roma, dos siglos de estabilidad conocida como la Pax romana, que culmina con Marco Aurelio en el siglo II. d. C. En efecto, el nexo entre la figura del emperador y la consecución de la paz fue un tópico en la política romana (Weinstock, 1980: 49).

Una segunda vertiente nos lleva al poeta romano Estacio (Statius), quien emplea en su obra Silvae el término instauratio con un significado parejo al de «civilización» que, posteriormente, veremos reflejado en el periodo moderno como la ejemplificación del cambio y la flexibilidad de lo temporal (‍Whitney, 1989: 374-‍376). En la época de Estacio (siglo I. d. C.), el desarrollo del tiempo tiene que ver directamente con el dios Janus y la transformación que se lleva a cabo en la duplicidad de sus caras, como en el ejemplo de las monedas, puesto que cada una de ellas representan también el punto de unión o umbral entre lo mundano y lo espiritual, encarnado por la figura divina del emperador Domiciano. El poeta latino alaba la vitalidad y la durabilidad del poder del emperador comparándolo con el poder divino, momento que veremos condensado posteriormente en el concepto de espíritu y de renovación, ínsitos en el término instauratio (ibid.: 374). Por otra parte, la instauratio se asocia con la concepción cíclica de la historia y en particular con la celebración de fiestas y festivales basados en la repetición (íd.). Una realidad que se refleja parcialmente en la secularización o, al menos, en los elementos que la componen: tiempo y linealidad, frente a las crisis y la repetibilidad de la historia que marcan su sentido. Finalmente, existe una proyección de la instauratio que restaura el orden del mundo; por ejemplo, la acometida por el emperador Constantino (siglo IV d. C.), quien emplea este término para estabilizar la reforma religiosa cuando el Imperio romano se plegó al cristianismo. Su influjo en el Renacimiento se corresponde con la revitalización y la revivificación de las artes y de las ciencias, en especial respecto del poder que los monarcas convierten para sí en absoluto.

Instauratio es, en definitiva, un sinónimo religioso de la restauración, esto es, de la unidad y del sentido teleológico que se le otorga a la historia y al devenir humano (‍Lottes, 1976: 927). Frente a él surge de inmediato su contrario, como ese Jano bifronte que mencionaba Estacio: la corrupción, la anarquía y el desorden, propios de los bárbaros incivilizados, de los increyentes e incluso de los herejes. De este modo, la instauratio representa una situación de equilibrio; en definitiva, un pacto donde el orden supera la contradicción generando estabilidad y continuidad para un modelo civilizatorio[19]. Como conclusión parcial de la época antigua podemos decir que la paz se presenta como un umbral bifronte: el reverso de la guerra y su fundamento en el pacto, por lo que es una situación dinámica, frágil y dispuesta siempre al reequilibrio y la reorganización. La paz es el umbral que se traspasa cuando emerge una nueva época, una circunstancia que se proyectará, sobre todo en la Modernidad, tanto en la Paz de Westfalia de 1648 (y otras precedentes también de tipo religioso, como la de Ausburgo de 1555) como en la ilustración con las constituciones burguesas durante el siglo xix[20].

III. LA MODERNIDAD COMO RESTAURACIÓN DE UN EQUILIBRIO NATURAL[Subir]

Recapitulemos: ¿qué ha sucedido entre el final del Imperio romano y, por consiguiente, la Antigüedad hasta el surgimiento de la Modernidad? Ni el medievo, como muestra fehacientemente Schreiner (‍1987: 410), es un periodo intermedio o de tránsito ni su potencia expira cuando cristaliza aproximadamente en los siglos xv-xvi. El orden y la estabilidad de este periodo comienzan con una reforma que invierte la temporalización de los conceptos de Estado y religión, aunque todavía sea demasiado pronto para que se efectúe una plena democratización, salvo la honrosa excepción representada por B. Spinoza, de la que trataremos brevemente. En la Modernidad se optó mayoritariamente por el concepto político de Estado-nación bajo el paraguas de la monarquía absoluta, hasta su posterior disolución tras la stasis de las revoluciones americana (1776) y francesa (1789): esa oportunidad para la democratización que tanto se ansiaba. Hasta entonces, procedemos con cautela adentrándonos en una etapa crucial, donde el proyecto civilizatorio de Occidente se traduce como concepto en instauratio, cuyo impulsor es F. Bacon, de quien nos ocuparemos a continuación. Por otro, traspasar la barrera constitutiva del statu quo requiere de una restauración que lo devuelva, si no con la misma cantidad o potencia de la que surgió, al menos manteniendo idéntica su calidad procesual como status restaurandus (‍Lottes, 1976: 927)[21]. Este último hito es el que provoca un salto lógico y especulativo que Hegel (‍1980: 122) aprovechará para instaurar en el absoluto, un lugar en el que es posible también el regreso (Rückkehr) y su completa reconciliación (Versöhnung).

1. La instauratio imperii en F. Bacon: la reconstrucción del edificio de la ciencia[Subir]

F. Bacon es un referente esencial para la construcción del «proyecto civilizatorio» en el periodo histórico (y epocal) de la Modernidad. Por este motivo, nos referimos a su afamada obra Novum organum scientiarum de 1620, que incluye dentro de su corpus como introducción la Instauratio magna imperii humani in universum (‍1900). A este respecto, el proyecto civilizatorio de Bacon «corresponde con las formas en que la palabra [instauratio] combina los sentidos de cambio cíclico, lineal o progresivo» (‍Whitney, 1989: 371). Circunstancia que influye directamente en la idea de progreso: ese cambio acometido en uno de los periodos más influyentes del pensamiento humano, donde la ciencia busca nuevos elementos orgánicos (novum organum) para su desarrollo. Por ejemplo, cuando el concepto de revolución, cuyo origen todavía era cósmico para Galileo, se equipara con el cambio científico, social y político, hasta llegar incluso al económico. Recordemos, aunque sea anecdóticamente, que la primera Revolución Industrial se localiza en Inglaterra en el siglo xviii como resultado de una reforma religiosa a la que se denominará reconstrucción.

Otra temática relevante en la obra de Bacon consiste en verificar si el dominio sobre la naturaleza implica también una dominación sobre el resto de los seres humanos[22]. De este modo, una posición epistemológica nos lleva de cabeza a otra disposición política correlativa, como veremos en el apartado siguiente en Spinoza o, por lo menos, a reconocer la codependencia que ambas mantienen. Por tanto, la nueva ciencia se desprende definitivamente de su halo de prístina virtud e incondicionalidad, incorporándose a la realidad como una acción más del ser humano, que se orienta hacia la transformación de lo que le rodea, porque él mismo es quien la acomete siendo, por ende, su último responsable.

Instauratio se refiere a un tipo de edificación cultural y espiritual: un proyecto de tipo civilizatorio establecido en torno a la reconstrucción del templo de Salomón y la restauración que anunciaba la profecía de Daniel (12:4), señalando con ello su origen bíblico y su dependencia teológica[23]. En efecto, es en el ámbito de lo teológico donde el proyecto de Bacon encuentra el auténtico sentido de la historia y su decurso, que conecta el pasado con el futuro. En caso contrario, debido a las diferentes rupturas y puntos de quiebra a las que se ha sometido la Modernidad, nos encontraríamos con un periodo de sucesos yuxtapuestos sin ninguna continuidad. Algo que acrecentaría la incertidumbre en un momento en el que se acometieron grandes cambios en todos los niveles: desde los religiosos a los científicos, desde los políticos a los institucionales. La civilización europea ha requerido siempre un elemento estabilizador para esos cambios que sea dinámico: un statu quo que imprima sincronía al presente y otorgue, además, diacronía a un futuro que es, cuando menos, incierto. Entonces, Bacon aprovecha el potencial estabilizador de la Biblia para restaurar las profecías del antiguo testamento y proyectarlas en un presente que se extiende, como si de una goma elástica se tratara, hacia el futuro que se antoja prometedor.

Por ello, de entre todos los significados del término instauratio, resaltamos principalmente el de «edificación», del que derivará la mentada reconstrucción del templo de Salomón y la consiguiente fundación de un nuevo proyecto civilizatorio basado en la ciencia (‍Whitney, 1989: 378-‍379). La raíz del término que maneja Bacon para «edificación» proviene del griego stao: la estaca que se emplea para la construcción[24]. Este, además vincula el carácter religioso de instauratio a través del término staurós, que se asocia con la cruz del cristianismo, y, más in especifico con Cristo, su genuino portador. En este sentido, la secularización desarrollada en la Modernidad implica también una redención científica, única acción capaz de reparar las pérdidas causadas por las múltiples transformaciones sucedidas en los ámbitos de lo religioso, lo político y lo social (ibid.: 380-381). Esta vertiente compensatoria se traduce en la implantación de nuevas realidades en el mundo que la ciencia y el avance tecnológico hacen posible. Por ejemplo, en la mentada profecía de Daniel (12: 9-‍13), que se basa en el acrecentamiento del conocimiento a partir de la clausura de las palabras, por lo que los augurios no son lo relevante, sino el escatón o punto de fuga que compensa el tiempo perdido, a través de la acción transformadora mundana, siempre a la espera de la segunda venida de Cristo (parousía) y su salvación.

Con esta maniobra especulativa la ciencia aumenta su operatividad y se convierte, a la vez, en el elemento estabilizador del cambio: un statu quo o punto dinámico donde llevar a cabo el equilibrio civilizatorio. En cada nueva realidad que se descubre aparece la ciencia para darle una respuesta fehaciente y estabilizadora, compensando aquello que es irremediable: el inexorable paso del tiempo, la llegada del último día y la resolución de todos los conflictos (‍Koselleck, 2022: 361). Una realidad, esta última, a la que Hegel denominó posteriormente «reconciliación» (Versöhnung) (1980: 361) en su Fenomenología del espíritu, cuyo subtítulo refleja el culmen especulativo de la Modernidad: ciencia de la experiencia de la conciencia. Por este motivo, la ciencia es la gran emperatriz: el imperium que dominará los arcanos de la naturaleza que, hasta ese momento, eran ignotos. Por ejemplo, el deseo de inmortalidad que se proyecta a través de la ciencia moderna y está destinado a redimir y compensar la pérdida que Adán y Eva sufrieron tras la expulsión del paraíso[25].

Sin embargo, para llevar a cabo esta tarea, la ciencia, asevera Bacon, se construye a base de cooperación, por lo que ha de proyectarse hacia la sociedad. De este modo, el ingenio (wit) impulsa al ser humano para innovar y revolucionar las cosas, construyendo un lugar social y político donde la verdad es inseparable de su realización tecnológica, puesto que cualquier mejora de lo cotidiano restaura la vida y la actualiza adecuadamente (‍Whitney, 1989: 383). Ahora bien, el cambio, para Bacon, no puede ser infinito sino equilibrado, y para ello requiere de una instauratio que estabilice la aceleración a la que se ve sometido (‍Koselleck, 2022: 368). Por todos estos motivos, la instauratio baconiana implica una paz duradera como la que se producirá en Westfalia en 1648 y de pacto tácito, donde la ciencia será la restituidora del conocimiento y, además, la portadora del equilibrio necesario para construir el progreso[26]. Empero, todavía existe en el siglo xvii una alternativa poco explorada que elude las pretensiones totalizadoras de la instauratio baconiana. Nos referimos a Spinoza y a su propuesta que preconiza una «ilustración radical».

2. La modernidad paradójica de Spinoza y su ilustración radical[Subir]

Como hemos anticipado, Spinoza representa una anomalía en la Modernidad, ya que imprime una nueva dirección a las acciones transitando de la potestas (fuerza exterior o ley) a la potentia (interior): ese esfuerzo o conatus que representa lo propio del sui iuris. La interpretación política del esfuerzo al que Spinoza denomina conatus se entiende en el Tratado político como: «Tamtum iuris ex Natura habere, quantum potentia habet ad existendum et operandum» (en ‍Cerezo, 2016: 17). Este contenido (potentia) permite acrecentar el ser personalmente y llenar la realidad de determinaciones positivas conformes a la razón. El máximo esfuerzo racional nos devuelve una recompensa correlativa: la plenitud interior de la que surge el obrar y la exterior que pasa inexorablemente por la consecución de la felicidad. Por ello, Spinoza circunscribe el concepto de soberanía al cuerpo que lo porta y lo asocia con su potencia de obrar. Así pues, habrá mayor o menor derecho dependiendo del esfuerzo que cada cuerpo haga por determinarse en la realidad, completando con ello su esencia y perfeccionándose (íd.).

Para distinguir claramente entre agencia y pasividad en el obrar, Spinoza cuenta con el papel de las afecciones y con la movilidad o dynamis que provocan en los seres humanos. De ahí que actuar de acuerdo con la razón o, por el contrario, dejarse llevar por las pasiones sean la clave ontológica de la posición política propia de los seres humanos y el fundamento de su ilustración radical. Luego, la máxima utilidad singular y colectiva vendría representada por el conatus o virtud (ibid.: 23), por ejemplo, en la Ética donde Spinoza asevera que «en la medida en que una cosa concuerda con nuestra naturaleza, es necesariamente buena» (‍1972a: IV, 31). Así, en aras de la utilidad máxima, aparece la comunidad política en el Tratado político (‍1972c: V, 2.ª): 1) como base de la conservación vital, y 2) para que la razón se vigorice o, como se dice actualmente, «se empodere». De ahí que la expresión de su potencia jurídica, que también aparece en el Tratado político, sea el término conveniant (‍1972c: II, 13.ª y VI, 4.ª), «acordar», «llegar» (como en inglés arrival) y «unir», que se traducirá posteriormente al término germánico Bund (‍Bredenkamp, 1881: 21-‍30; ‍Koselleck, 2006: 46-‍47 y 95). Un convenio que se basa en la ruptura de la inmediatez fáctica y la creación de una mediación constituyente como equilibrio civilizatorio: «El verbo convenire (acordar) es aquí decisivo. No es una simple suma sino un acuerdo para sumar fuerzas en beneficio de todos y cada uno… [en] el texto del Tratado político [‍1972c: IV, 37, esc. 2.º], no deja de referirse Spinoza a un conmuni consensu, esto es, al producto de una puesta en común, de un pacto que se sella con garantías recíprocas de cumplimiento (‍Cerezo, 2016: 28)».

Sin embargo, aunque esta sucinta explicación sea quizá más que suficiente para hilar el sentido político del pacto en Spinoza y su proyección social, en aras de una comprensión más detallada y precisa, hemos de remitir al significado original del término hebreo berith, cuyo origen es teológico. Tras el pacto mosaico que aparece en el Libro del Éxodo (19: 5-‍6), el pueblo de Israel se consolida plenamente en los ámbitos de lo político y lo social. El punto de partida argumental del pacto mosaico comporta una alianza entre el Dios alto testamentario abrahámico Yahvé y el pueblo hebreo, algo que Hobbes (‍1965: 252) entiende como una mera renovación (renewed). Ahora bien, dicho pacto supera la concepción de reciprocidad entre particulares, de la que luego derivará el contractualismo británico y suizo, abundando en su carácter sacro:

Lo que indica la raíz de berith (בְּרִית) según el diccionario de Gesenius [1812] (del hebreo barath בָּרָא = cortar o separar) que se ha traducido por determinación o también por estabilidad y, también en un sentido derivado, es el acuerdo entre dos particulares que regula una relación mutua. El origen etimológico no es diatheké, esto es, exclusivo (en su sentido primitivo de monopleuros, o unilateral) [disposición, arreglo, incluso testamento], sino synthetiké, mutualidad [acuerdo, vinculación] o reciprocidad, cuya prueba es la frecuente construcción con la preposición «con» [syn] y «entre» [dia] […]. Sin duda, la forma común karah berith se corresponde con la expresión paralela griega horkia temmein y la latina foedus icere [cerrar un trato: acordar], que muestra, tanto en el primer como en el último sentido de berith, un pacto concluido con sacrificios. Y su significado primario todavía aparece en berith con el sentido preciso de cortar en piezas (zerschneiden) (‍Bredenkamp, 1881: 22).

Del texto precitado, podemos extraer dos conclusiones parciales: a) que el pacto es un elemento vinculante recíproco entre las partes —por ejemplo, en el Tratado Político (‍1972c: VI, 4.ª)—, algo que ya sabíamos, pero b) que necesita algo más, un plus que lo complete y lo lleve a buen término (como también sucede en ‍Hobbes, 1965: 105). Por ello, la inclusión del sacrificio: ese cortar en piezas o separar (barath) implica un tercer elemento que cierra el trato, a la par que lo estabiliza y lo compensa definitivamente, restaurando una relación que es original y natural. Nos referimos al límite del todo infranqueable que existe entre la divinidad: una marca, aflicción o tavá (del hebreo: תָּוָה) y el pueblo elegido. Por este motivo, aunque no se considere equiparable con un negocio, «el pacto constituye una relación legal ofrecida con la misma obligación y derechos por ambas partes» (ibid.: 23). Algo semejante a la acción prototípica religiosa de la compensatoria que surgiera en Roma (‍Marquard, 1976). Pero entonces, ¿por qué Yahvé (el mismo Dios) puede relacionarse en igualdad de derechos y obligaciones con los seres humanos? Porque el sacrifico es vinculante y permite que se instaure una comunidad con su propia legitimidad religiosa y política. Tal sacrificio vinculante constituye el tercer elemento ínsito del pacto mosaico y esa tan deseada restauración de la relación entre lo humano y lo divino: «En todo el mundo antiguo pacto y sacrifico se encuentran estrechamente relacionados […] el libro del pacto [Deuteronomio] incluye al sacrificio como la fuerza vinculante» (‍Bredenkamp, 1881: 23).

El pacto contiene una potencia genuina de tipo sacro, esto es, esencial en el que la naturaleza (o Dios) abre la posibilidad de una convención racional y recíproca (‍Cerezo, 2016: 40). Por ello, ni en Moisés ni en Spinoza hay alternativas: lo intelectual posee más fuerza y supedita la necesidad mundana[27]. De la primera deriva todo pacto, su único lugar legítimo de instauración, mientras que la segunda atañe a los afectos. Por este motivo, para Spinoza todo lo que emana del poder de la razón y del ámbito de lo intelectual se considerará ontológicamente superior a cualquier sensación que brote de la experiencia mundana. Sin embargo, lo intelectual necesita de un complemento en la experiencia que refleje su poder: una potentia adecuada que contribuya a su determinación plena para alcanzar su perfección. Por ende, el pacto spinoziano es tanto horizontal, ya que se basa en el consenso, como vertical o de transferencia (‍Cerezo, 2016: 29 y 31-‍32). De este último surgirá la potestad (en una crítica a la obediencia de ‍Hobbes, 1965: 71) como summum imperium, dominio entendido como potentia o cantidad de ius que tiene una persona, realidad o comunidad. Luego, la democracia, como aparece en el Tratado teológico-político (‍1972b: XVI) se reflejará en el Tratado político como el lugar «locum habet» (‍1972c: Lema) donde el ius es pleno (potentia y no potestas como sucede en la ley, que es ius civile) y puede ser compartido por todos, ya que allí alcanza su máxima extensión y podría ser equivalente a una «ilustración radical», como lo caracterizan Israel y Muslow (‍2014: 16).

En definitiva, Spinoza interioriza el pacto porque la lex, que es siempre exterior, proviene del ius, su potentia, y está mediada por una comunidad que se pliega al consenso común, siendo completamente ajena a la neutralización (‍Cerezo, 2016: 30). Por el contrario, en Hobbes el pacto es neutralizante (‍Jiménez, 2016: 22 y 34) a la vez que aliena la voluntad pública de los contratantes únicamente en favor del Estado. Realidad que se equipara con el surgimiento del auténtico Leviathan, que nos trae «paz y defensa […] paz en el hogar» (‍Hobbes, 1965: 106) y cuyo poder es total e «inconmensurable», como se anunciaba en el lema icónico-religioso que aparece en su portada: «Non est potestas super terram quae comparetur ei» (Job, 41:24). Todo monopolio de la fuerza se basa, según Spinoza, en el miedo de los individuos y los particulares, que les obliga a pactar, como sucede en Hobbes (ibid.: 86 y 88). Esta condición les resta ius y quantum de potencia, es decir, los neutraliza públicamente en su potestas y, además, va contra natura[28]. No se trata tan solo de estabilizar el pacto o de renovarlo, como sucede en la lectura de Hobbes, sino de alcanzar las condiciones que lo hacen fuerte y con él a la comunidad que lo gestiona, como indica Spinoza. Lamentablemente, el modelo democrático de Spinoza cayo en el olvido y el de Hobbes, empero, es el que ha predominado hasta nuestros días[29].

3. Los ecos de la modernidad en la ilustración: reforma y constitución (Verfassung) en Hegel[Subir]

La constitución se asienta como el statu quo propio de la Ilustración, una realidad jurídica y gubernamental que pretende restaurar el equilibrio deseado frente a la inestabilidad producida en el periodo anterior (‍Lottes, 1976: 929). Una época clave para entender las transformaciones sociales, políticas y, en definitiva, culturales que se acometieron de modo incompleto en la Modernidad (aquello que la reforma no pudo alcanzar) y que se presentan, la mayor parte de las veces, bajo la forma de crisis (‍Koselleck, 2004d: 624-‍634). A tal efecto, entre los años 1802-‍1803 se estaba gestando el Código Civil napoleónico (promulgado en marzo de 1804), que Hegel, nuestro autor de referencia para este periodo, interpreta como el primer intento de consolidación jurídica y el auténtico comienzo de las reformas sociales y conceptuales que posteriormente se impusieron en toda Europa (‍Duque, 2008: 66 y 72). El impulso gubernamental que confirió la figura de Napoleón supuso para Hegel el restablecimiento del orden y la recuperación del statu quo perdidos tras la stasis propia de la revolución (‍Bienenstock, 2000: 86). Entre tanto, y como un remedo plausible a la beligerancia, surge la crítica (‍Koselleck, 2004d: 665-‍662), cuyo objetivo fundamental es acabar con las revueltas producidas y construir un escenario de paz y de estabilidad en el que poder «progresar» (‍Hammerstein, 2004: 465-‍475).

Ambas acciones de crítica y crisis (‍Koselleck, 2021: 5-‍9) se reflejan en las situaciones de statu quo y de paz, inherentes a toda constitución (Verfassung). Término que adopta el rol de la institutio moderna, puesto que reúne el sentido impreso en la restauración del proyecto bíblico y cultural entendido como una restitución (‍Lottes, 1976: 928). Por ello, constitución no es solo un término jurídico, sino también un concepto civilizatorio pleno. En efecto, podríamos decir que no hay otro periodo como el ilustrado donde las constituciones aparezcan con tanta fuerza epocal, ya que su pretensión es la de estabilizar los ámbitos de lo jurídico y de lo institucional. Para entender esta problemática de especial relevancia en nuestro estudio, remitimos brevemente a dos trabajos de Hegel datados en 1802, que se relacionan entre sí y se ubican en el periodo de Jena: el Naturrechtaufsatz y la Kritik der Verfassung Deustchland. Y, quizá, no sea óbice señalar que las claves de la teoría política de Hegel expuestas en ellos se plasmarán posteriormente en la Filosofía del derecho.

En el primero, se despliega el concepto de eticidad (Sittlichkeit), un término que Hegel distingue claramente de la mera costumbre (Sitten) (‍1968: 467). Sin embargo, aquel se corresponde con el contenido o la sustancia de la realidad y su determinación como espíritu (Geist) en la Constitución, entendida como la expresión de la voluntad de un pueblo (Volksgeist). Hegel destaca en el Naturrechtsaufsatz (1968: 470) que el ideal de eticidad lo representan las leyes que se corresponden con la figura absoluta, por lo que para él es más importante el hombre sabio y soberano que la ley, siempre más fría y abstracta; aunque el valor de la ley suponga para Hegel la vida del espíritu, que permite la sociabilidad y la sociedad misma (‍Bienenstock, 2000: 103). En definitiva, sin ley no habría cultura (Bildung) ni formación (sich-bilden), solo bárbaros, como en la época de Gengis Kan, lo que muestra su carácter «civilizatorio» (‍Hegel, 1998: 313-‍315). A partir del segundo texto, relativo al periodo de Jena, Kritik der Verfassung Deutschland (al que Hegel cataloga directamente como una «crítica»), se inaugura su periplo constitucional, certificando lo que la barbarie implica: «Una masa es un pueblo, sin ser al mismo tiempo un Estado, ya que ambos, individuo y Estado, pueden existir separadamente» (1968: 202). Esto significa que hay una correlación necesaria entre el Estado y el cemento de la comunidad que es la ley y, por extensión, la Verfassung: un acuerdo o pacto supremo y vinculante que comporta su auténtico concepto civilizatorio que apela a la comunidad, como precisó Spinoza.

Y por ello, Hegel se fija en Inglaterra, único país que hasta ese momento supo acometer sin violencia (o, al menos, la mínima necesaria) un proceso de cambio y transformación revolucionario. A propósito de esta transformación restauradora o, mejor dicho, renovadora, Hegel presenta como corolario en 1831 el proyecto de reforma (Reformbill) británica (‍Hegel, 2001: 360). Esta gran reforma o renovación (‍Lottes, 1976: 927) supone un contrato basado en el pacto (berith-Bund) que hay que retribuir compensadamente en su sentido de documento vinculante (incluso como abono de una factura: pay the bill), para que su resultado sea plenamente satisfactorio. Ese es, entonces, el quid pro quo de la Ilustración, la compensación que Hegel traduce a una restauración, e implica, en primer lugar, la recuperación del contenido moral o eticidad (Sittlichkeit) perdido con y en la Revolución francesa. Tal es su influjo que, tras la caída de Napoleón (‍Duque, 2008: 74 y 77), la Constitución ejerce una función aglutinante o amalgama ontológico-política de una comunidad (Volksgeist). En dicha comunidad, el pacto se completa, está cerrado o es exclusivo (Ausgeschlossen) y todo vuelve a estar otra vez de nuevo en su sitio[30]. Esta disposición es la que imprime dynamis funcional a la sociedad hasta nuestros días, precisamente porque en ella se llevó a cabo la escisión entre la naturaleza y el espíritu, la conciencia y el fenómeno, la identidad y la alteridad, plasmados, sobre todo, en el fenómeno de la secularización[31]. En este sentido, consideramos a Hegel como un filósofo ilustrado defensor de la Constitución, cuya terminología transita del concepto orgánico constitution, propio de la Ilustración anglosajona, a otro estructural (Verfassung) que adopta un matiz más propio de la cultura alemana, entendida como reunión (Bund), compilación (sich-verfassen) o consenso (Stimmung)[32]. De esta temática tratará Hegel en el citado opúsculo póstumo sobre el proyecto de reforma constitucional británico: «El proyecto de reforma (Reformbill) que se contrapone al anterior sistema, fundamentando el camino hacia el Parlamento, más a través de su principio que de sus disposiciones, permite que este se inaugure justo en el punto medio del poder gubernamental, para que adopte tal significación que sea capaz de superar las anteriores reformas radicales» (‍2001: 403).

Constitución significa para Hegel el muro de contención que se erige firme frente al libérrimo desastre (Umwälzung) acaecido con la revolución de 1789, que desestabilizó por completo aquella realidad epocal. A pocos años del fin del «terror», Hegel piensa en la Constitución como el estrato (Stand) que garantiza la paz y el ansiado «equilibrio civilizatorio» (‍Duque, 2008: 65). En resumen, para dar cuenta de qué es constitución para Hegel y cuál es su alcance, apelamos nuevamente al texto precitado: «Al proyecto de reforma (Reformbill) le afecta la base anterior de este sistema, en efecto, solo el principio del derecho positivo por el que los privilegios que alcanzados quieren tener una relación de libertad aceptable en el Derecho, que asegure su título de propiedad (Besitzstand)» (2001: 399).

Por tanto, consideramos la Verfassung de Hegel como el comodín epistemológico y jurídico con el que construir una época, donde los cambios sociales y culturales cristalizan en la época ilustrada. Esta realidad, portará el tan ansiado statu quo, traducido a términos políticos y sociales como restauración monárquica, aunque no la debamos contemplar personificada en una figura, sino relativa a su único principio rector monarchés: «Aquí no se trata del desempeño de un poder absoluto. Lo que se ha descubierto como inadecuada es tan solo la autoridad o el influjo que puede desempeñar la disposición personal del rey» (‍Hegel, 2001: 396). Precisamente, esta disposición establece un puente directo con la Antigüedad, donde se efectuaban las mismas funciones (‍Weinstock, 1960; ‍Guillén, 1982; ‍Fornis, et al., 2019). De hecho, Hegel deduce que la soberanía es un principio de acción y no constituye un mero sistema de gobierno, posición que va en contra del formalismo kantiano (‍Hegel, 2001: 376). Por ello, Hegel introduce inmediatamente el término soberanía como garante jurídico de lo real y, además, el principio de legitimación efectuado a través de la toma de posesión representada por el sufragio (‍2001: 373 y 375). Una instancia que ofrece equilibrio pleno y statu quo frente a la realidad que surgía como ilustración en su más inmediato presente.

IV. CONCLUSIÓN: ¿ES POSIBLE REBASAR LA SUBLIMACIÓN A LA QUE SE SOMETE LA REALIDAD ACTUALMENTE?[Subir]

Llegamos al último hito donde, a modo de conclusión, retomamos nuevamente una metáfora física para explicar el decurso de nuestra realidad desde la Ilustración: la sublimación que comporta el tránsito inmediato y simultáneo del estado sólido al gaseoso sin pasar, siquiera, por el líquido. Una realidad que nos hace oscilar polarizadamente de un lado al otro, incluso delirando, como señala su origen latino: «Yendo de un lado al otro del surco (lirum)» o, también errando, puesto que en idioma alemán se corresponde con los vocablos Irrtum e Irrweg. Como hemos anticipado, alcanzar una situación de equilibrio o un pacto a toda costa no implica que esta beneficie a unos pocos y sea para ellos la más adecuada. Tampoco es deseable que para conseguir un equilibrio único, completo e inamovible se requiera de una desestabilización completa de la realidad e, incluso, se invierta. Quizás por este motivo en la actualidad hayamos cambiado de coordenadas y las que Koselleck aplicaba correctamente al periodo ilustrado, más en concreto al tránsito entre los siglos xvii-xix, Kollmeier (‍2012) las torne en otras relativas a la «cientifización (Verwissenschaftlichung), popularización/populismo (Popularisierung), espacializacion (Verräumlichung) y licuefacción (Verflüssigung)». Estos vectores representan fehacientemente nuestra volátil cultura actual que es inestable, imposible de aprehender y actúa «derritiendo los sólidos» (melting the solids), como señala con acierto Bauman (‍2000: 3). Algo que hace cada vez más difícil alcanzar cualquier statu quo y mucho menos aplicarlo a un proyecto civilizatorio que se encuentra completamente neutralizado. Nos referimos, por último, a la pérdida de soberanía que disuelve en la actualidad el vínculo que mantiene el individuo con la comunidad y en la que se inserta a través del pacto, acabando con su reversibilidad, circunstancia que imposibilita alcanzar una «situación de equilibrio», sino más bien la contraria.