Josep Maria Castellà dirige una imprescindible obra sobre el tortuoso proceso constituyente chileno. El libro, que coordina Ramsis Ghazzaoui, se integra e inicia la línea de estudios y comentarios sobre constitucionalismo crítico en tiempo real, como parte sustancial de la nueva colección Derecho y Justicia Global, del sello editorial Universitas, que dirige Antonio López Castillo.
El volumen afronta el fracaso continuado del proceso constituyente de estos últimos años en el país andino, a través de la mirada de trece autores de referencia en la materia, que firman un total de diez capítulos, con estudio introductorio de su director y una sintética recapitulación del coordinador-editor.
Los temas abordados no pueden ser más atinados ni sugerentes: «Un fracaso constituyente permanente» (Sergio Verdugo); «Balance del proceso constituyente "2.0" de 2022» (Francisco Zúñiga Urbina); «Procedimientos para la elaboración del proyecto de Constitución chilena de 2023. Claves jurídicas y políticas» (Sebastián Soto Velasco); «Participación, representación y partidos: una aproximación a las propuestas constitucionales formuladas por dos textos fallidos, 2021-2022 y 2023» (Francisco Soto Barrientos); «El presidencialismo en los procesos constituyentes chilenos» (Luis Eugenio García-Huidobro y José Francisco García); «Justicia constitucional» (Marisol Peña Torres); Forma de Estado: Estado social y democrático de derecho» (Felipe Bravo Alliende), «Derechos colectivos: su discusión y reflejo en los proyectos constitucionales chilenos de 2022 y 2023» (José Ignacio Martínez Estay y Edgar Hernán Fuentes-Contreras); «La libertad religiosa en el anteproyecto de Constitución de la Comisión experta: un consenso innovador en derechos humanos conforme a la tradición constitucional chilena» (Marcela Peredo Rojas y Gloria Rivas Muñoz), y «¿Conservamos la Constitución de 1980 o intentamos nuevamente reemplazarla? Aprovechando el conocimiento adquirido en los fracasos anteriores» (José Manuel Díaz de Valdés Julià).
A modo de introducción, el profesor Castellá aporta una perspectiva global del proceso constituyente chileno, enmarcándolo en una época marcada por la contaminación de las democracias con el populismo. Y, en este escenario, ofrece sobradas razones de su afirmación primera: «Nada que se escriba a partir de ahora sobre el cambio constitucional podrá obviar lo ocurrido en Chile entre 2019 y 2023».
Frente a la reforma constitucional, que es una institución relativamente bien conocida, el cambio constitucional (o reemplazo) es una figura menos estudiada y, sobre todo, menos habitual. Advierte el autor sobre la conveniencia de no confundir ambos fenómenos y destaca el importante dato de que el cambio constitucional es, en democracias consolidadas, excepcional. Elemento imprescindible de ese cambio es el consenso como método y como actitud propia de las constituciones del siglo xx que se inaugura con la Constitución de Weimar y que está presente, entre otras, en la Constitución española de 1978. Se pregunta, entonces, sobre la vigencia práctica del modelo de constitución de consenso en nuestro siglo, que es un tiempo calificado como populista. Hechas determinadas precisiones y adelantadas las definiciones oportunas, el diagnóstico de Castellà es demoledoramente certero: «Los populistas impulsan reformas e, incluso, un cambio de constitución de parte: frente a las constituciones de consenso del siglo xx, vuelven las constituciones de mayoría y frente a las constituciones normativas se acentúa su dimensión política, con la incorporación de cláusulas finalistas, programáticas y transformadoras de menor densidad normativa, que deja en manos del legislador de turno o de los tribunales la concreción de dichos mandatos».
En cuanto al contenido de las reformas de la constitución o su propuesta, se señalan algunos ejemplos que permiten hacerse una idea de las preocupaciones y prioridades populistas: la reducción sustancial del número de parlamentarios de ambas cámaras (un tercio) en Italia en 2022; el mantenimiento del Congreso unicameral en el referéndum sobre la reforma constitucional de 2018 en Perú (revertido por el Congreso en 2024); la reforma constitucional en México de septiembre de 2024 para la elección popular de jueces y magistrados del Poder Judicial, inclusive la Corte Suprema; o en Italia la propuesta de 2023 de fortalecer la figura del presidente del Consejo de Ministros mediante una elección popular y la supresión de los senadores vitalicios. Destaca, asimismo, la incorporación de contenidos, como una cláusula de preservación de la identidad nacional, la creación de la categoría de ley fundamental que requiere dos tercios del Parlamento para determinadas materias, así como la modificación de la composición y funciones de los contrapoderes en la Constitución de Hungría de 2011; o la ampliación de derechos colectivos (población indígena, medioambientales etc.), la constitucionalización de institutos de participación, así como de la reducción o eliminación de los límites a la reelección presidencial en Colombia, Bolivia o Ecuador (aunque esta última medida fue revertida en los países citados como consecuencia del resultado de referéndums).
En ese contexto de populismo tiene lugar el momento constitucional chileno de 2019-2023, cuyas motivaciones —también económicas y sociales— explica muy bien el autor. De ahí que en los dos procesos constitucionales que lo conforman aparezcan igualmente elementos populistas, como la ampliación exorbitada del catálogo de derechos, sobre todo sociales y colectivos, y de principios, el hiperpresidencialismo, especialmente en la parte transitoria, la previsión de instrumentos participativos que podían provocar enfrentamiento con las instituciones representativas, o el debilitamiento de los poderes clásicos con la creación de múltiples autonomías territoriales, indígenas y de poderes independientes.
En ambos procesos, la obtención de sendas mayorías de parte en el órgano electivo, expresión de un electorado volátil y movido por factores de la política contingente, no ayudó a un desenlace exitoso de los mismos. Alcanzado el quorum requerido para la aprobación de la nueva constitución, no hubo incentivos suficientes para lograr un consenso sustantivo en torno a los proyectos de cambio constitucional. Las razones: en el primer proceso, el protagonismo de nuevos actores políticos, independientes e indígenas, además de la opción por la democracia paritaria en ambos procesos, no sirvieron para tejer un gran acuerdo nacional legitimador que convenciera a la ciudadanía del cambio propuesto, más bien al contrario. El diseño normativo del segundo proceso, por su parte, trataba de corregir la deriva anterior y la concentración en un solo órgano de la elaboración de la Constitución, pero también faltó voluntad política para lograr un acuerdo constitucional amplio. Los proyectos de constitución, sobre todo el primero, se convirtieron en la bandera ideológica de algunos sectores políticos, dando lugar a textos muy extensos, con contenidos que desbordan la materia constitucional y que son más bien propios de la acción política de las mayorías ordinarias en el Congreso. Al menos —señala Castellà—, operaron frenos difusos pero efectivos procedentes de la opinión pública y la cultura constitucional, que impidieron que se pusiera en riesgo la continuidad de la tradición constitucional liberal democrática o republicana consolidada.
En conclusión, la enseñanza que puede extraerse del caso chileno, según el autor, es que resulta mejor anticiparse a una crisis constitucional con reformas adaptativas y evitar rupturas mediante nuevos procesos constituyentes de resultado incierto, al menos mientras no haya disposición de los actores políticos a lograr amplios consensos sustantivos en torno a los valores constitutivos comunes de una comunidad política, lo que se hace complicado en una época populista como la nuestra. Por su parte, los dos referéndums en que se rechazaron ambos proyectos de constitución demostraron que, en la lucha contra el populismo, el propio pueblo tiene un papel fundamental.
Al permanente fracaso constituyente dedica su contribución a este libro Sergio Verdugo. En ella se pone de manifiesto cómo la experiencia postdictadura del constitucionalismo chileno ha fracasado en reemplazar la Constitución en un sentido simbólico porque el marco constitucional vigente se sigue percibiendo como conectado con la dictadura, pese a que dista mucho de su proyecto político, ya que nuevas reglas electorales y reformas constitucionales han removido los enclaves autoritarios y generado nuevas dinámicas políticas en el país. En cuanto a las experiencias específicas de Bachelet, de la Convención el 2022 y del Consejo el 2023, se presentan como fracasos de activación jurídico-positivos.
Y en lo que se refiere a los problemas en el sistema político chileno, se relacionan con el bloqueo legislativo, la dificultad de establecer coaliciones de gobierno, el presidencialismo de minoría y la excesiva fragmentación que eleva los costes de transacción de la política y reduce la calidad de la representación sustantiva. Todos estos problemas no fueron creados por una reforma en particular, sino que obedecen a una serie de reformas y prácticas políticas que no se han entendido bien entre sí. Por ello, frente a lo concluido por Castellà, Verdugo parece advertir que la vía de reformas graduales e incrementales no fue capaz de generar un sistema político coherente. Ello dio alas al argumento de que un cambio constitucional total podría dar la oportunidad para discutir estos problemas de manera holística. Sin embargo, y al mismo tiempo, la experiencia de la Convención y del Consejo parecía sugerir que el modelo de asamblea constituyente no es necesariamente la solución.
Los diseños institucionales del sistema político contenidos en las propuestas, tanto de la Convención como del Consejo, no daban solución efectiva a la crisis de los partidos y para el autor hay buenas razones para pensar que, de haber sido aprobadas, podrían haber agudizado los problemas del sistema político. En cualquier caso, es un hecho que Chile ha vuelto actualmente (por buenas o malas razones) al camino de la discusión gradual e incremental.
Volviendo la mirada a pactos de elites como posible vía para corregir algunos de los problemas existentes hoy en día, duda el autor que puedan darse en el corto plazo, debido a la existencia de dinámicas políticas negativas estimuladas por un marco constitucional deficiente. De tales dinámicas se extrae que, paradójicamente, las razones que aconsejan continuar con la agenda del cambio constitucional son las mismas que lo desaconsejan, por sus escasas probabilidades de éxito.
Al balance del proceso constituyente «2.0.» de 2022 dedica principalmente Francisco Zúñiga Urbina su contribución, con una reflexión previa sobre los tres procesos constituyentes fallidos en una década y una final prospectiva del también fallido proceso constitucional «3.0».
Pese a los resultados obtenidos en todos los procesos abordados, el autor es optimista: no han sido años perdidos, pues los intentos frustrados dejan material para futuras reformas constitucionales: a la Propuesta del proceso «2.0» y el Anteproyecto de la Comisión Experta del proceso «3.0»). Asimismo, las experiencias ensayadas, como la participación incidente, la paridad, la representación de pueblos indígenas, etc., servirán seguramente —en su opinión— de antecedentes o bases sobre las que forjar un amplio pacto o acuerdo para un diseño institucional que haga posible la gobernabilidad y legitimidad democrática de las instituciones, y un mínimo de cohesión social para darle progreso al país.
Los procedimientos para la elaboración del proyecto de constitución chilena de 2023 se aborda por Sebastián Soto Velasco, quien ofrece al respecto no solo claves jurídicas, sino también políticas.
Para ello se examinan las diversas reglas que determinaron la integración de los órganos constituyentes y los procedimientos que debieron seguirse para proponer un proyecto de nueva constitución. Particular importancia tienen las claves que se ofrecen sobre procedimientos que pueden servir como lección para otros ordenamientos, como la importancia de concentrar el esfuerzo en presentar textos escritos que faciliten la deliberación y la negociación, que se extrae de la experiencia del segundo proceso constitucional en el que se delegó la elaboración del reglamento en un grupo de secretarios legislativos de marcado perfil técnico y la elaboración de borradores correspondió a una Comisión Experta.
A este respecto, se realiza un contraste entre el trabajo de las comisiones en ambos procesos: en el primero operaron como «punta de lanza»; en el segundo, como «antesala del pleno». En este último rol —señala el autor— las comisiones se transforman en la verdadera sala de máquinas del trabajo constituyente.
Muy aleccionadora resulta también la constatación de la necesidad de contrapesos internos y externos que se deriva de las reglas utilizadas en los dos procesos chilenos, como por ejemplo la existencia de prohibiciones expresas y el control de procedimiento, incorporados por la Mesa Técnica el año 2019, y las «bases institucionales» y el Comité Técnico de Admisibilidad añadidos en el segundo proceso. Como señala Soto, este tipo de contrapesos permiten contener la siempre presente tentación de todo momento constituyente: la idea de un poder ilimitado.
En la última parte del capítulo se examinan los mecanismos procedimentales para canalizar los consensos con la conciencia de que estos pueden ser esenciales para facilitar los acuerdos entre distintas posiciones políticas. Así, se da cuenta de algunas reglas utilizadas por la Comisión Experta para escribir el texto de consenso que le propuso al Consejo Constitucional. También se argumenta a favor de contemplar mecanismos eficaces para el desbloqueo y una votación final, que fueron omitidos en el primer proceso, pero se incluyeron en el segundo.
En definitiva, el autor resalta la importancia de las reglas procedimentales en la elaboración de constituciones, pues con ellas esta tarea deja de ser un mecanismo para la revolución para pasar a ser una fórmula para la evolución reglada del orden constitucional.
Francisco Soto Barrientos se aproxima a varias propuestas formuladas por los dos textos fallidos (2021-2022 y 2023). En particular, a las que se refieren a cuestiones de tanto calado como la participación, la representación y los partidos políticos. Y lo hace partiendo de la propuesta participativa de la vigente Constitución chilena, para pasar posteriormente al análisis de las incluidas en el proyecto de la convención (2021-2022) y en el proyecto del Consejo Constitucional (2023).
La cuestión planteada tiene una especial relevancia en Chile, donde la idea de participación y representación, así como el rol de los partidos políticos, ha sido repetidamente un asunto muy controvertido.
Las propuestas de los dos procesos constituyentes recientes se formulan frente al modelo de la constitución vigente, en la que el espacio para la participación y los partidos políticos se encuentra muy acotado. La del primer proceso surge como respuesta a los movimientos que surgen del estallido social y, en consecuencia, desconfía de los partidos políticos. Contiene una amplia oferta para que, a través de una participación ciudadana al margen de los órganos representativos y organizada mediante movimientos sociales, se controle al poder político. La idea es evolucionar desde los mecanismos formales de representación presentes en la tradición constitucional chilena hacia una representación más sustancial, vinculada a los nuevos principios institucionales que consagra el texto de la convención, como son la plurinacionalidad, la protección del patrimonio ambiental o la paridad, entre otros.
El modelo del Consejo (segundo proceso) también aspira a una participación sustantiva, que se activa a través de los mecanismos de participación consagrados en el capítulo III de la propuesta constitucional. Aquí, sin embargo, y a diferencia de los textos anteriores, la participación tiene lugar en cooperación con los partidos y los órganos representativos. Sin embargo, más allá de acuerdos puntuales (que se describen en el capítulo), tampoco esta propuesta constitucional logró alcanzar un acuerdo más transversal y fue finalmente otra la que se impuso en la versión sometida a plebiscito.
En cualquier caso, la discusión a que dieron lugar ambos procesos (que sigue abierta en Chile) ha puesto de manifiesto la necesidad de reformas en materia de participación, representación y partidos políticos.
Luis Eugenio García-Huidobro y José Francisco García analizan el papel del presidencialismo en los ensayos constituyentes, partiendo de la Constitución de 1980 y dentro de las coordenadas del sistema electoral y de partidos políticos.
Para estos autores, la reciente experiencia constituyente chilena evidencia que el poder presidencial es un concepto multidimensional, que comprende innumerables variables institucionales de naturaleza dinámica que muchas veces son tan difíciles de conceptualizar como de medir. En cualquier caso, los ensayos constituyentes, aunque por razones distintas, han fracasado a la hora de clarificar y ordenar el presidencialismo chileno. La Convención Constitucional, al buscar rediseñar el presidencialismo desde una hoja en blanco, enfrentó muchas dificultades en ofrecer un nuevo equilibrio en las atribuciones presidenciales y parlamentarias. La Comisión Experta y el Consejo Constitucional, por su parte, restringieron artificial e innecesariamente las alternativas de diseño constitucional que disponían al eludir la pregunta sobre el régimen político. De diversas maneras, además, ambas propuestas empoderaban aun más la autoridad presidencial en diferentes dimensiones.
Existen, sin embargo, dos aspectos en que ambos procesos muestran coincidencias. Primero, en su incapacidad para abordar satisfactoriamente las debilidades del sistema de partidos políticos, que para los autores es, tal vez, el principal problema de gobernabilidad que enfrenta el país. La Convención eludió refractariamente este problema, no solo al omitir incorporar un estatuto constitucional, sino también al establecer mecanismos de democracia directa y límites a la reelección parlamentaria que debilitaban el poder de agenda de los partidos en la gobernanza democrática. La Comisión y el Consejo ofrecieron, en cambio, propuestas que buscaban hacer frente al problema, pero descuidando por completo incentivar una diferenciación o competencia programática entre partidos. Segundo, ninguna de las propuestas hizo esfuerzo alguno por contrarrestar la irrelevancia del Gabinete de Ministros o fortalecer su colegialidad en la gobernanza del Ejecutivo. Para los autores, esta omisión es especialmente relevante respecto de la propuesta de la Comisión Experta, que buscaba ensayar fórmulas presidenciales de coalición. Señalan, con razón, que esta ausencia contrasta con otras experiencias latinoamericanas que han hecho esfuerzos por aumentar la intervención de los partidos con representación parlamentaria a interior del Gabinete. Y también indica un desconocimiento de las lecciones que ofrece la historia política chilena bajo las constituciones de 1925 y 1980, en las que diseños presidenciales formalmente exacerbados fueron domesticados por los principales partidos políticos del Congreso a través de su participación en el Gabinete.
Marisol Peña Torres es la encargada de dar cuenta de la posición de la justicia constitucional en los dos procesos constituyentes chilenos, partiendo de una reflexión general sobre el papel de la institución en el moderno Estado constitucional de derecho y exponiendo previamente las críticas a la labor del Tribunal Constitucional recibidas con anterioridad al inicio de dichos procesos. Todo ello, en un marco sociopolítico que la autora califica como de fuerte polarización, que dificulta el logro de los consensos necesarios para avanzar en temas más importantes para la ciudadanía que la novación de la Constitución.
En lo que se refiere a la justicia constitucional, señala cómo sobrevivió el modelo original de la Constitución de 1980, aunque dejando varias lecciones que describe en su trabajo y que, en su opinión, deben saberse canalizar de forma que el Tribunal Constitucional pueda cumplir con su importante función en aras del fortalecimiento de la democracia y del Estado de derecho.
El trabajo de Felipe Bravo Alliende comprende un estudio sobre la forma de Estado y, en concreto, sobre los tres elementos que integran la formulación del Estado social y democrático de derecho para exponer, en concreto, la discusión constitucional en torno a la necesidad o no de consagrar explícitamente en el texto constitucional la fórmula del Estado social y democrático de derecho.
Particular importancia tiene el adjetivo social, pues no se encuentra consagrado de forma explícita en la Constitución y la doctrina se encuentra dividida en cuanto a si existe o no un reconocimiento implícito.
Por su parte, en la propuesta de 2022 se intentó incorporar elementos innovadores, como la plurinacionalidad, la interculturalidad y el énfasis en un Estado ecológico sin que haya habido un consenso social en la necesidad de incorporarlos en la forma de Estado. Esto generó un rechazo importante de la ciudadanía a estos adjetivos novedosos y que se percibieron como estandartes de grupos de interés concretos, más que elementos integradores de toda la sociedad.
En cambio, en la propuesta de nueva Constitución de 2023 la cláusula de Estado social y democrático de derecho se intentó incluir como una fórmula de acuerdo, pero el autor advierte de que resultó más bien un falso consenso: lo fue solo respecto al continente y no respecto al contenido. Los debates en el Comité Experto y Consejo Constitucional demostraron la ausencia de un elemento común interpretativo para el adjetivo social.
Todo ello lleva a concluir al autor que, en el caso chileno, las distintas visiones sobre el Estado social no colaboraron con la integración de la comunidad, sino todo lo contrario, significaron un elemento más de disenso y polarización. La cláusula de Estado social tampoco logró el efecto integrador esperado, haciendo, en cambio, aflorar las divisiones en la sociedad respecto al rol del Estado.
José Ignacio Martínez Estay y Édgar Hernán Fuentes-Contreras presentan un estudio sobre los derechos colectivos en los procesos constitucionales de 2022 y 2023, que resulta particularmente novedoso para el lector español.
En lo referente al proyecto constitucional de 2022, señalan que se incorporó por primera vez, de manera expresa, el concepto de derechos colectivos, al disponer en su artículo 1.3 que «la protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad». Por otra parte, el artículo 5 del texto reconocía la coexistencia de diversos pueblos y naciones (numeral 2), y contemplaba el deber del Estado de respetar, promover, proteger y garantizar los derechos colectivos e individuales de aquellos pueblos y naciones (numeral 3). A su vez, artículos como el 18.2 o el 34 hacían referencia a los derechos colectivos de los pueblos y naciones indígenas, refiriéndose en particular «a la autonomía; al autogobierno; a su propia cultura; a la identidad y cosmovisión; al patrimonio; a la lengua; al reconocimiento y protección de sus tierras, territorios y recursos, en su dimensión material e inmaterial y al especial vinculo que mantienen con estos; a la cooperación e integración; al reconocimiento de sus instituciones, jurisdicciones y autoridades, propias o tradicionales; y a participar plenamente, si así lo desean, en la vida política, económica, social y cultural del Estado».
Junto al reconocimiento de los derechos a los colectivos indígenas, se encontraban otros artículos, como el 52.1, relativo al derecho a la ciudad, y el artículo 365, sobre bienes jurídicos colectivos.
En el caso del proyecto de 2023 se diseñó procurando corregir los fallos del anterior, aunque como es sabido tampoco encontró aprobación ciudadana, a pesar de no romper con la tradición constitucional ni incorporar derechos colectivos vinculados a la idea de estado plurinacional y pueblos indígenas.
No obstante, los autores no consideran imprescindible la reforma constitucional en este punto, pues entienden que, aun sin la aprobación de esos proyectos, los derechos colectivos no se encuentran desatendidos por la normativa chilena, tanto legal como reglamentaria. A ello han de añadirse las normas de derecho internacional vinculantes para Chile, donde ha habido una tendencia hacia el reconocimiento de los derechos colectivos y el asumir que estos son compatibles y complementarios con los derechos individuales. Todo ello sin perjuicio de que se pueda mejorar desde el punto de vista legislativo.
Dentro de los derechos individuales, Marcela Peredo Rojas y Gloria Rivas Muñoz se ocupan de la libertad religiosa. Sentadas algunas premisas y antecedentes (incluido el primer anteproyecto constitucional de 2022), exponen cuál es el lugar de la libertad religiosa en el anteproyecto de nueva Constitución elaborado en 2023 por la Comisión Experta y hacen hincapié en los debates y enmiendas principales incluidas en la materia en el texto final elaborado por el Consejo Constitucional.
Como conclusiones de su análisis destacan que el anteproyecto de 2023 sigue, en realidad, la tradición constitucional chilena en relación con dicha libertad desde 1925. Partiendo de dicha base expresan que en el proceso constitucional de 2023 se mantuvo la tradición constitucional y, al mismo tiempo, se pretendió aclarar la regulación en consonancia con lo dispuesto en los tratados internacionales. En este sentido, me parece destacable la inclusión de la posibilidad de celebrar acuerdos entre el Estado y las distintas confesiones religiosas, lo que las autoras valoran positivamente, como reconocimiento jurídico expreso del importante papel desempeñado en el país por las confesiones religiosas, que han venido desarrollando diversas actividades sociales con las que han contribuido significativamente al cumplimiento de los fines estatales.
Otra cuestión de calado abordada es el debate desarrollado en el Consejo Constitucional sobre la objeción de conciencia, que fue resuelto en la Comisión Mixta acordando la necesidad de regulación de sus diversas manifestaciones, conforme con un precepto constitucional abierto que deja en manos del legislador su concreción.
El último de los trabajos incluidos en este volumen lo firma José Manuel Díaz de Valdés Juliá con una mirada hacia el futuro, que parte inevitablemente de la fatigosa experiencia reciente. Quizá la pregunta clave que se plantea es si Chile necesita realmente una nueva Constitución, pues de la respuesta que demos a ella dependerá las que puedan darse a eventuales cuestiones subsiguientes.
Para tratar de contestarla señala el autor que, a primera vista, las alternativas parecen nítidas: o se continúa con la Constitución de 1980 y sus reformas, asumiendo su nacimiento en un régimen no democrático, o se intenta nuevamente redactar una Carta. Sin embargo —advierte con razón Díaz de Valdés—, la realidad es más compleja, pues nos enseña que tanto el proceso de renovación como el contenido importan, según demuestra el rechazo de los chilenos a dos propuestas consecutivas.
Por ello, se inclina a pensar que la posibilidad de mantener la Constitución de 1980 es bastante probable, al menos para los próximos años. Incluso, los procesos frustrados han llevado a su revaloración o, al menos, a su aceptación resignada, al considerarla un mal menor frente a las posibles alternativas, dada también las intensas reformas a las que ha sido sometida desde 1990. A esas reformas, no obstante, el autor recomienda añadir, en caso de un nuevo intento, otras atinentes al sistema político (particularmente, la relación presidente-Congreso Nacional-partidos políticos); al Poder Judicial; a las competencias e integración en el sistema del Tribunal Constitucional; la conformación de la Contraloría General de la República, etc. Dichas reformas vendrían facilitadas por la rebaja, en 2022, del quórum para la reforma constitucional, y podrían ratificarse mediante un referéndum.
En caso de que se decidiera emprender un nuevo proceso constituyente, aconseja: comprender, sobre todo, que las constituciones no son la llave del paraíso, que su capacidad para cambiar la realidad es limitada y que no sustituyen la normal deliberación democrática; asumir que el poder constituyente no es absoluto e ilimitado, y que plantearlo así no hace sino sembrar temor; evitar una excesiva polarización, que privilegia la imposición y la confrontación sobre el diálogo y el acuerdo; contar con partidos políticos sólidos y comprometidos, capaces de articular el proceso con disciplina y propósito; fomentar la inclusión sin adoptar medidas toscas y controvertidas de representación descriptiva; negociar un pacto político previo que construya una base común para el proceso, que otorgue seguridades a la mayor cantidad de sectores políticos; diseñar previamente el procedimiento, cuyo estricto cumplimiento demuestre el respeto por la legalidad vigente; asumir que la Constitución siempre es producto de élites, que la influencia de los expertos es fundamental en su redacción, pero que el proceso también puede incorporar mecanismos de participación popular, prefiriendo la calidad por sobre la cantidad; saber que, si bien otorgarse una Constitución es una decisión soberana de cada nación, la influencia internacional está siempre presente y puede ser sumamente útil.
En definitiva, recomienda que en el escenario de un nuevo proceso constitucional prevalezca el realismo sobre el idealismo, la calidad técnica sobre la improvisación, la deliberación y el acuerdo sobre la imposición de las mayorías coyunturales, aceptando la íntima relación entre constitución y política, pero rechazando su completa identificación. Finalmente —y esto es lo verdaderamente difícil a mi modo de ver—, debe asumirse que el resultado puede no satisfacer a algunos o, incluso, a muchos.
La obra termina con la recapitulación de Ramsis Ghazzaouil, como valiosa guía de contenidos, que hace más evidente si cabe que este trabajo colectivo resulta fundamental para comprender el proceso constituyente chileno, no solo desde el punto de vista jurídico, sino también político y social.