RESUMEN

El artículo es un repaso del liberalismo en la historia contemporánea española y cómo se adaptó a las prácticas políticas a lo largo de este tiempo. En la parte final se abordan algunas de las insuficiencias del liberalismo en España y se valora hasta qué punto este pensamiento arraigó en los hábitos políticos del país.

Palabras clave: Liberalismo; democracia; historia; política; España.

ABSTRACT

The present article is a review of liberalism in contemporary Spanish history and how it adapted to political practices throughout this time. At the end of this paper addresses some of the shortcomings of liberalism in Spain and assesses the extent to which this thought took root in the political customs of the country.

Keywords: Liberalism; democracy; history; politics; Spain.

Cómo citar este artículo / Citation: Castells, L. (2025). El liberalismo en la historia contemporánea de España. ¿Una planta exótica? Revista de Estudios Políticos, 207, 273-‍301. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.207.09

I. INTRODUCCIÓN. LA ACTUALIDAD DEL LIBERALISMO[Subir]

Uno de los temas recurrentes en el debate público es la preocupación y el interés por un fenómeno global referido a que la democracia liberal vive un momento de tensión ante el auge de los populismos y nacionalismos, a la par que valores esenciales que se consideran liberales están siendo cuestionados. No es un tema cualquiera porque, aunque no entramos a valorar lo que se puede comprender como liberalismo

Dejar constancia de que Ruiz Soroa sintetiza el liberalismo en tres ejes: el individualismo, la noción de libertad y la limitación como técnica para controlar el poder (Ruiz Soroa, J. M. (2018). Elogio del liberalismo. Madrid: Los Libros de la Catarata. ‍Ruiz Soroa, 2018: 25). No obstante, es imposible de definir o limitar a un concepto único un término como liberalismo, que si por algo se distingue es por su carácter anfibológico, histórico y, por tanto, mudable. En este sentido, es útil la propuesta de Freeden de entender el liberalismo a través de distintas capas con diferentes contenidos, capas a veces comunicadas y a veces opuestas, que según el momento histórico se enfatizaba más en unas o en otras, y que en cualquier caso estaban y están en constante reorganización mutua (Freeden, M. (2019). Liberalismo. Una introducción. Madrid: Pagina Indómita. ‍Freeden, 2019: 81 y ss.).

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, sí hay señalar que este no es un ismo corriente o una ideología más, sino que es un pensamiento sobre cuyos cimientos reposan sistemas como la democracia, de la que es un nutriente fundamental. El liberalismo establece el marco en el que se mueve la democracia y tiene además —o debe de tener—, como señala el filósofo M. Walzer, una dimensión moral y personal relacionada con la tolerancia y la ausencia de dogmatismo (Walzer, M. (2020). What It Means to Be Liberal. Dissent, 67 (2), 73-‍82. Disponible en: https://doi.org/10.1353/dss.2020.0026.‍2020: 73). De hecho, como señala Arias Maldonado (Arias Maldonado, M. (2016). De qué hablamos cuando hablamos de liberalismo (I). Revista de Libros.‍2016), vivimos en sociedades liberales porque los principios básicos de la organización política liberal siguen en vigor: el imperio de la ley, la división de poderes, la independencia de los tribunales, las instituciones contramayoritarias, la representación política.

A pesar de lo dicho, y especialmente tras la crisis de 2008, se manifiesta una decepción y desencanto hacia los valores liberales y, dentro de unas sociedades polarizadas y movidas emocionalmente (González Férriz, R. (2024). Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical. Barcelona: Penguin. ‍González Férriz, 2024: 167 y ss.), se están primando criterios como el orden, la autoridad y la seguridad, en tanto que hay un reflujo de principios propios del liberalismo como el énfasis en la libertad, la tolerancia, la defensa de los derechos o el respeto a la división de poderes. En nuestra historia reciente esta llamada de atención sobre la disociación democracia/liberalismo a escala global no es nueva, pero sí quizá la intensidad con que tal hecho se produce. Hay una cierta fatiga social hacia la democracia a la par que un auge de los populismos, que son vistos como arietes que ofrecen soluciones donde las democracias liberales se han mostrado incapaces.

Pues bien, España no es una excepción en este panorama y se detecta entre sectores intelectualmente cualificados una preocupación por la calidad del sistema democrático liberal, preocupación que se ha agudizado con los Gobiernos de Sánchez y, más en particular, en esta última legislatura. Los términos que se emplean para calificar nuestro sistema democrático son reveladores («menguante», «degradada»…), considerándose que existe una deriva hacia formas populistas e iliberales. En uno de esos trabajos (Aragón Reyes, M., De Carreras Serra, F., Díez Nicolás, J., Fernández Rodríguez, T. R., García Delgado, J. L., Lamo de Espinosa Michels de Champourcin, E., Mangas Martín, A., Sosa Wagner, F., Tortella Casares, G. (2022). España. Democracia menguante. Madrid: Colegio Libre de Eméritos. ‍Aragón et al., 2022) se señalaba que los principales indicadores que apuntan en esa dirección eran la difuminación de la división de poderes, la debilidad del poder legislativo en favor de un sistema partitocrático, un funcionamiento institucional progresivamente presidencialista que concentra el poder en el jefe de Gobierno, la colonización de las instituciones del Estado, un Ejecutivo con menos controles, el abuso del decreto ley… En fin, un juicio severo que, además, se suele combinar con la crítica de que el actual Gobierno no apacigua sino que fomenta la polarización y la creación de muros o de construcciones retóricas divisorias (la fachoesfera), así como la descalificación del otro, tratado casi en términos smichttianos como enemigo y, por tanto, con aquel con el que no se puede llegar a acuerdos. Todo ello además se soportaría en la influencia de la idea podemita de que lo constitutivo de la sociedad es el conflicto en su dimensión antagonista, lo que implica la inviabilidad de los consensos. Se podía sintetizar estas críticas en la idea de que tales hechos suponen «el rechazo de aquello que la democracia liberal tiene de liberal» (Arias Maldonado, M. (2024). Casa Rorty XIV. Fernando Savater en los años peligrosos. Letras Libres.‍Arias Maldonado, 2024). Obviamente, es una opinión de parte. Contrastando con esta descripción otros medios señalan la buena calidad democrática de España

Editorial. El País, 17-2-2024.

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, pero en su valoración no se entra a considerar hasta qué punto se cuidan aspectos aquí citados, o sea, la parte liberal de toda democracia.

Si damos por buena la interpretación crítica, las preguntas que surgen son: ¿por qué este escaso respeto al contenido liberal de la democracia?, ¿puede ser debido al limitado poso de un liberalismo democrático y social en el pensamiento político español?, ¿a que dicha ideología o cultura han tenido un asentamiento superficial y no han llegado a generar un ethos conforme a esta idea? Y puestos en este terreno, ¿cuál ha sido el desarrollo del liberalismo español y su relación con la democracia en nuestra historia contemporánea? Hagamos, pues, un somero recorrido sobre esta cuestión por si podemos arrojar alguna luz.

II. EL LIBERALISMO: LLEGADA Y RECTIFICACIÓN[Subir]

Empecemos por indicar que, como señalan autores como Fernández Sebastián, la llegada del liberalismo a España fue temprana, ya que se manifestó en el transcurso de la Constitución de Cádiz con unos discursos por parte de distintos diputados en los que destacaban la idea de la libertad asociada a un profundo sentido moral. En este sentido, esta noción fuerte que emerge en Cádiz del liberalismo como sustantivo, como un concepto eje que delimita a un grupo, precederá a Europa, donde habrá que esperar a los años veinte para que su uso se extienda (Freeden, M. y Fernández Sebastián, J. (2019). Introduction. European Liberal Discourses: Conceptual Affinities and Disparaties. En M. Freeden, J. Fernández Sebastián y J. Leonhard. Search of European Liberalism. Concepts, Languages, Ideologies (pp. 1-‍36). Oxford: Bergham Books. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctv1850h1f.3.‍Freeden y Fernández Sebastián, 2019: 12). Es un hecho que en su momento le pareció irónico a Croce, pues el liberalismo recibió su «bautismo justamente donde menos se habría esperado, en el país que más que cualquier otro de Europa se había cerrado a la filosofía y a la cultura modernas» (Croce, B. (2011). Historia de Europa en el siglo xix. Barcelona: Ariel. ‍2011: 14). La formulación de este pensamiento en Cádiz aparece a través de unas batallas retóricas con otro segmento de diputados, viviéndose así una pugna entre los que se denominaban liberales y los serviles. Fue un enfrentamiento que sirvió para que los autoproclamados liberales percibieran que tenían unos principios políticos e ideológicos afines, una idea común acerca de las bases sobre las que debía formarse una nueva sociedad y, en definitiva, un sentimiento de pertenencia en torno a ese nuevo vocablo de liberalismo (Fernández Sebastián, J. (2006). Liberales y liberalismo en España, 1810-‍1850. La forja de un concepto y la creación de una identidad política. Revista de Estudios Políticos, 134, 125-‍176. ‍Fernández Sebastián, 2006: 125-‍176). En suma, supuso la plasmación política e institucional de un pensamiento y la aparición así de una nueva identidad.

Como se sabe, la Constitución gaditana implicó un nuevo marco normativo de enorme importancia con artículos que fijaban los nuevos principios por los que debía regularse la sociedad. Como un elemento vertebrador se señalaba en su artículo tercero que «la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales», remarcando así que la soberanía era un derecho de titularidad nacional. Era una definición sustancial, que marcaba el terreno a los liberales, los cuales, sin embargo, pronto lo corregirán.

Llamemos la atención, por lo que luego se expondrá, que es en la comunidad nacional donde estaba residenciado el derecho de soberanía, de manera que es la nación el sujeto básico del poder y no las personas. Es significativo este enunciado, conscientemente formulado, pues los constituyentes gaditanos tomaron como inspiración más directa la Carta francesa de 1791, en la que lo primordial era la declaración de los derechos, en tanto que en Cádiz la Nación (con mayúsculas) es colocada por encima de los individuos, reflejo de una cultura política comunitarista (Portillo, J. M. (2000). Revolución de la nación. Orígenes de la cultura constitucional en España. 1780-‍1812. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. ‍Portillo, 2000: 381-‍389; Suárez Cortina, M. (2022). El león durmiente. Democracia, republicanismo y federalismo en España 1812-‍1936. Santander: Universidad de Santander. Disponible en: https://doi.org/10.22429/Euc2022.006.‍Suárez Cortina, 2022: 51).

Como señalara en su momento el profesor Artola, el enfrentamiento entre absolutistas y liberales fue lo que marcó la pugna política española en los primeros treinta o cuarenta años del siglo xix, lo que no quiere decir que el campo de estos segundos permaneciera inmutable; todo lo contrario, pues pronto se plasmó una divisoria entre exaltados y moderados si hablamos del Trienio, y entre moderados y progresistas si lo hacemos a partir de 1833. Se mantuvo, pues, una batalla retórica dentro del liberalismo formulada como dos polos de la que resultó políticamente triunfante la facción conservadora. Era una pugna que reflejaba una deriva del liberalismo hacia posiciones conservadoras, que contó con un soporte de intelectuales (Donoso, Alcalá Galiano, Pacheco) que daban cuerpo ideológico y normativo a lo que este nuevo liberalismo pretendía plasmar. Compaginándolo con esa confrontación discursiva, ambas facciones liberales mantuvieron ciertas similitudes; quizá la más importante era el rechazo a la democracia, así como que se desmarcaban de Cádiz como vía de tránsito del antiguo al nuevo régimen. Fue, pues, un giro hacia un nuevo tipo de liberalismo que huía de sus posibles aspiraciones revolucionarias cuando parte de los revolucionarios habían logrado para los años treinta lo sustancial y prioritario de sus demandas originales.

No fue un caso aislado, sino que fue una deriva general en el liberalismo europeo, temeroso de lo que entendían los excesos que había cometido el revolucionarismo francés, lo que trajo un escoramiento hacia posiciones conservadoras y de rechazo a la democracia y a conceptos como la soberanía popular, marcándose así una nítida diferenciación entre liberalismo y democracia. Más en concreto, para el nuevo liberalismo la bestia negra era el «número», la masa, más específicamente la teoría de la soberanía del pueblo, que todos los «nuevos» liberales rechazaron y a la que Guizot nunca llamó así sino, con desdén, «soberanía del número». Frente a la «soberanía del número» se erigía, como planteamiento compartido por el espectro liberal, la soberanía de la razón, teoría que se etiquetará hacia 1826 como la "teoría del siglo"». (López Herráiz, P. (2016). En torno a la obra de Pierre Rosanvallon y el liberalismo doctrinario francés: un autor y un tema para la historia del constitucionalismo. Anuario de Historia del Derecho Español, 86, 865-‍885. ‍López Herráiz, 2016: 875-‍876).

Ello se plasmó en el tratamiento que otorgaron al principio de soberanía nacional, pues los liberales españoles, tanto moderados como progresistas, se mostraron contrarios a su aplicación estricta y buscaron prontamente la manera de desactivar esa doxa discursiva en un movimiento similar al que se produjo en Europa. Ello quedó formalizado tempranamente en la Constitución de 1837, un híbrido de las dos formaciones, que se presentaba a sí misma como una revisión de la de Cádiz y en la que la soberanía nacional fue sustituida por la compartida entre Corona y Parlamento

Para un análisis de la historia constitucional en la España contemporánea, Varela Suanzes (Varela Suances-Carpegna, J. (2020). Historia constitucional de España: Normas, instituciones, doctrinas. Marcial Pons: Madrid. ‍2020).

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. Compartida, además, nominalmente porque ya en el propio articulado constitucional se señalaba que es en la primera, en la Corona, donde se residencia el poder, lo que se corroboró en la constitución de 1845, donde la mención a la nación desaparece (Portillo, J. M. (2022), Una historia Atlántica. De los orígenes de la nación y el Estado. España las Españas en el siglo xix. Madrid: Alianza Universidad. ‍Portillo, 2022). Era una ingeniería constitucional común en Europa, que optaba también por conceder a la monarquía la capacidad de arbitraje político en tanto que poder regulador, lo que exigía de la institución mantener una actitud prudente y delicada.

Completando el edificio, se despojó a la representación parlamentaria del principio legitimador del sufragio, que quedó reservado a los más adinerados, todo ello conforme a los criterios del liberalismo doctrinario francés (Guizot, Constant), que inspiró a los liberales españoles, especialmente a los moderados (López Herráiz, P. (2016). En torno a la obra de Pierre Rosanvallon y el liberalismo doctrinario francés: un autor y un tema para la historia del constitucionalismo. Anuario de Historia del Derecho Español, 86, 865-‍885. ‍López Herráiz, 2016: 873). Era, como decimos, la versión conservadora del liberalismo, partidaria antes del orden que de la libertad. De esta forma, durante buena parte de este período prevaleció el criterio que expusiera Donoso Cortés:

Una nueva bandera cándida, resplandeciente, inmaculada ha aparecido en el mundo: su lema es: «Soberanía de la inteligencia, soberanía de la justicia». Sigámosla, señores: desde su aparición, ella sola es la bandera de la libertad; las otras (la de la soberanía popular, la del derecho divino; N. del A.) de la esclavitud: ella sola es la bandera del progreso; las otras de las reacciones: ella sola es la bandera del porvenir; las otras de lo pasado: ella sola es la bandera de la humanidad; las otras de los partidos (Donoso Cortés, J. (1848). Colección escojida de los escritos del Excmo. Sr. D. Juan Donoso Cortés. Madrid: Establecimiento Tipográfico de D. Ramón Rodríguez de Rivera. ‍Donoso Cortés, 1848: 119)

Por tanto, la soberanía dejaba de estar en la nación y pasaba a estar en la inteligencia o, dicho de otra forma, la soberanía (era) de algunos, de la aristocracia inteligente (ibid.: 156). En suma, el sistema liberal español decimonónico quedó asociado con una vulneración radical del procedimiento de la soberanía nacional por la cual las elites conservadoras, a través de la Corona, mantenían en exclusiva el poder político. A la par el Ejecutivo se afirmaba —junto con la monarquía— como eje del sistema, desapareciendo cualquier atisbo de la división de poderes.

Estos eran principios doctrinales básicos del moderantismo, pero otra cuestión era qué iba a hacer la otra gran formación política liberal, la progresista. No cabe duda de que entre moderados y progresistas hubo diferencias sustanciales: los primeros volcados en la conservación del orden, los segundos insistiendo en la necesidad de las reformas e, incluso, con referencias externas diferentes, pues los moderados se miraban más en el doctrinarismo francés, en tanto que los progresistas lo hacían en el sistema de la monarquía inglesa. No obstante, a pesar de esas confrontaciones, el progresismo aceptó el núcleo central de aquel sistema institucional, renunciando al principio de la soberanía nacional y abrazando el sufragio censitario, autoexpulsándose así del paraíso democrático, en palabras de M. Sierra (Sierra, M. (2007). Electores y ciudadanos en los proyectos políticos del liberalismo moderado y progresista. En M. Pérez Ledesma (dir.). De súbditos a ciudadanos. Una historia de la ciudadanía en España (pp. 103-‍135). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. ‍2007: 109), para acabar asumiendo el poder moderador de la Corona, fruto de su ilusión monárquica, según señala I. Burdiel (Burdiel, I. (2003). La consolidación del liberalismo y el punto de fuga de la monarquía (1843-‍1870). En M. Suárez Cortina (ed.). Las máscaras de la libertad. El liberalismo español (1808-‍1950) (pp. 101-‍135). Madrid: Marcial Pons. ‍2003: 107). Así, los progresistas, para evitar la democracia, se echaron en brazos de la Corona, faltándoles convicción en su propósito de parlamentarizar la institución y haciendo de la soberanía nacional un principio simbólico como fuente de derecho, pero no de poder. Como señala Martorell, el encuentro en la Constitución del 37 de ambas fracciones del liberalismo fue posible debido a que el grueso del Partido Progresista había ido atemperando su espíritu, embarcándose en una deriva utilitarista, posibilista, más conservadora, y porque, pese a defender nominalmente la soberanía nacional, podía sentirse cómodo en un régimen de fondo doctrinario (Martorell, M. (2018). Liberalismo en un país con pocos liberales: España, 1808-‍1874. AREAS, Revista Internacional de Ciencias Sociales, 37, 13-‍27. ‍2018: 17).

Aunque con el Sexenio los progresistas promovieron e implantaron el sufragio universal masculino, a lo largo de este período mantuvieron una política de desconfianza hacia los populares y de lo que implicaba la soberanía nacional, de manera que aceptaron las reglas de juego ya descritas y el sufragio limitado. La diferencia fundamental con los moderados era su voluntad de ampliar el censo electoral para que su electorado natural pudiera expresarse: así, a la altura de 1844 este sumaba 600 000 varones, una cifra ciertamente estimable, pues suponía alrededor del 5 % de la población total y muy por encima de los porcentajes de votantes que se registraban en los países liberales europeos (Díaz Marín, P. (2008). Espartero en entredicho. La ruina de su imagen en las elecciones de 1843. Ayer, 72, 185-‍214. ‍Díaz Marín, 2008: 208).

Fue también este el momento en que apareció el liberalismo democrático a través del partido demócrata, que nació en 1849 defendiendo la universalización del sufragio. También cuando se manifestaron los republicanos y los primeros socialistas, en simbiosis unos y otros. No obstante, a pesar de que fue una alternativa activa y con una implantación no desdeñable, no dejó de ser periférica y ello tiene que ver con la idea que expresa el profesor Martorell de que España era un país con pocos liberales.

Así, el liberalismo que se conformó durante el xix lo hizo desde una cultura política ajena a los ideales democráticos, situándose en medio de las dos polaridades, el absolutismo del antiguo régimen, por un lado, y la democracia y las masas por otro, y dentro de ese modelo ecléctico del «justo medio» tan afín a los moderados (Sierra, M. (2017). La vida política. En J. Canal (dir.). Historia contemporánea de España) (vol. 1) (pp. 299-‍345). Madrid: Taurus. ‍Sierra, 2017: 298). De este modo, como señalara hace tiempo una de las expertas en la materia, la profesora Burdiel, esa idea de crear un liberalismo respetable supuso que se pusiera en pie un sistema excluyente, oligárquico y poco afecto a los derechos individuales (Burdiel, I. (1999). Morir de éxito: El péndulo liberal y la revolución española del siglo xix. Historia y Política, 1, 181-‍203. ‍1999).

III. EL LIBERALISMO ANTE NUEVOS DESAFÍOS[Subir]

Este diseño institucional marcado por los moderados se prolongó en el tiempo y fue la base sobre la que operó el sistema conservador de la Restauración. No en vano, hubo una continuidad de las élites políticas, como lo prueban los alfonsinos Cánovas y Sagasta, con una larga trayectoria previa. Es ya conocido, y nos evita mayores comentarios, cómo el modelo ideado básicamente por Cánovas y plasmado en la Constitución de 1876 reproducía el esqueleto del liberalismo doctrinario de la de 1845 —constitución interna con rey y Cortes, en detrimento de la nación—, de manera que a la Corona se le continuaban concediendo atribuciones decisorias. En relación con la democracia, Canóvas no albergaba dudas: «La Constitución vigente no es una Constitución democrática, gracias a Dios; será preciso bastardearla, será preciso corromperla, será preciso violarla para que resulte una Constitución democrática» (Cánovas del Castillo, A. (1888). Diario de Sesiones del Congreso, sesión de 8 de febrero 1888. ‍1888: 1109).

Dado que estamos haciendo del tema de la soberanía nacional uno de los ejes del texto, puede ser de interés detenerse brevemente en Sagasta y en la aprobación del sufragio universal masculino en 1890, durante el Gobierno largo por él presidido. Fue una iniciativa que se debió más a compromisos del político riojano (con Castelar), a dificultades internas y a la necesidad de contentar a su ala izquierda que a un entusiasmo por el logro de la soberanía (Soria Moya, M. (2021). Adolfo Posada y la Ley de sufragio universal de 1890. La práctica política de la Restauración. Valencia: Tirant lo Blanch. ‍Soria, 2021: 134-‍135). No en vano, previamente a la aprobación de la ley, Sagasta expuso en varias ocasiones durante la década de los ochenta su distancia y desconfianza hacia este principio ciudadano, manifestando que «el sufragio universal […], en vez de ser procedimiento favorable a la libertad, es instrumento de reacción». Así, desde su perspectiva, «la gran masa es el gran inconveniente del sufragio universal». La solución era clara: «Ir ensanchando el sufragio a medida que avanza la educación» (Sagasta, P. M. (1882). Diario de Sesiones del Congreso. Sesión de 27 de mayo. ‍1882: 4482 y ss.). Pero quizá más relevante es lo que manifestaron diputados del partido liberal en la discusión del proyecto en el Congreso en el sentido de considerar el sufragio como función y no como derecho (Romanones Figueroa, A. (1889). Diario de Sesiones del Congreso. Sesión del 11 de noviembre. ‍Romanones, 1889: 1252)¸ tesis que recogía lo expuesto con anterioridad por el partido progresista y que implicaba hacer suya la tesis doctrinaria (De la Escosura, P. (1856). Diario de Sesiones del Congreso, sesión de 31 de enero. ‍De la Escosura, 1856: 10 427 y ss). Se entendía así que el sufragio no era un derecho natural, propio de las personas, sino una función política introducida a partir de una regulación legal (Serrano García, R. (2010). Ciudadanía y republicanismo en la España del siglo xix. Ayer, 77, 279-‍289. ‍Serrano, 2010: 282). Por lo demás, y como es sabido, la introducción del sufragio universal masculino no cambió el funcionamiento del sistema, pues la corrupción siguió campando y persistió la relación jerárquica Ejecutivo-Parlamento en favor del primero, y la intromisión del Estado en los distintos ámbitos de poder.

Tal situación varió con el fin de siglo y la aparición de una sociedad crecientemente movilizada. Podemos hablar así de una segunda etapa de la Restauración, cuando se acabaron los tiempos bobos y del aburrimiento nacional que señalara Galdós (Galdós Pérez, B. (2018). Cánovas. Madrid: Alianza Editorial. ‍2018: 85, 179), y la cuestión de la democracia pasó a un primer plano en la esfera pública.

En el nuevo marco de la sociedad de masas que se desarrolló en el mundo occidental, el liberalismo tradicional se mostraba agotado, lo que le forzó a transformarse. Surgió así un nuevo liberalismo a escala europea con distintas manifestaciones nacionales: son los casos del socialismo de cátedra alemán, el solidarismo francés o el new liberalism británico (Suárez Cortina, M. (2003). Republicanismo y nuevo liberalismo en la España del novecientos. En M. Suárez Cortina (ed.). Las máscaras de la libertad. El liberalismo español 1808-‍1950 (pp. 327-‍359). Madrid: Marcial Pons. ‍Suárez Cortina, 2003: 328; Suárez Cortina, M. (2007). El liberalismo democrático en España. De la Restauración de la República. Historia y Política, 17, 121-‍150. ‍2007: 137). Se trataba de fundir la idea de libertad con la de igualdad, preocupándose por el bien común y las cuestiones sociales, y proponiendo la intervención del Estado como procedimiento. Fue el momento en que el liberalismo alcanzó un compromiso con la democracia y propició que emergiese de manera más inclusiva como liberalismo democrático (Fawcett, E. (2018). Sueños y pesadillas liberales en el siglo xxi. Barcelona: Página Indómita. ‍Fawcett, 2018: 27).

Estas nuevas orientaciones del liberalismo tuvieron su plasmación en España tanto desde el punto de vista intelectual como político. Se abrió así otro ciclo en el liberalismo español, bien en su vertiente conservadora bien en la más progresista, que se enfrentó con los problemas sistémicos de la Restauración en lo que podía entenderse como un transitar del liberalismo a la democracia o, si se prefiere, de una fusión de ambas.

En este sentido, fue patente la influencia de estas corrientes extranjeras en los krauso-institucionistas, con una preocupación social relevante que les llevó a implicarse en los proyectos reformistas entonces aplicados por los Gobiernos liberales a través de figuras republicanas-liberales como Azcárate, Posada o Adolfo Buylla, definidos por su raíz liberal, social y democrática (Suárez Cortina, M. (2003). Republicanismo y nuevo liberalismo en la España del novecientos. En M. Suárez Cortina (ed.). Las máscaras de la libertad. El liberalismo español 1808-‍1950 (pp. 327-‍359). Madrid: Marcial Pons. ‍Suárez Cortina, 2003: 327). Representaban una nueva generación que en su expresión política tenía su plasmación en Canalejas o en Alba, además de Melquiades Álvarez, que reflejaban las novedosas corrientes y soluciones que aportaba el liberalismo.

Sin embargo, no se consiguió durante esta segunda etapa de la Restauración lograr esa fusión de liberalismo y democracia, aunque hubo momentos en los que se atisbó que tal empresa podía alcanzarse o, al menos, hubo tentativas. Quizá los más significativos fueron el Gobierno Canalejas (1910-‍1912), por un lado, y los últimos años de la Restauración, por otro, aunque ambas experiencias fueron fallidas. En el caso de Canalejas, el problema —como el de otros reformadores del sistema, como Maura— continuó siendo que más allá de sus apelaciones no se contó con la ciudadanía para que a través de procesos electorales limpios desmontaran la ficción del sistema y rompieran con su componente corrupto y caciquil. Persistía la desconfianza hacia los populares y consideraba que el cambio del sistema o la reforma constitucional no era lo más relevante en ese momento (Suárez Cortina, M. (2007). El liberalismo democrático en España. De la Restauración de la República. Historia y Política, 17, 121-‍150. ‍Suárez Cortina, 2007: 141). No hizo nada, pues, contra el entramado caciquil, lo respetó, poniendo en evidencia que la limpieza electoral no era una de sus prioridades y que se concebía, en todo caso, como un objetivo a largo plazo (Moreno Luzón, J. (2006). José Canalejas. La Democracia, el Estado y la Nación. En J. Moreno Luzón (ed.). Progresistas. Biografías de reformistas españoles (1808-‍1939) (pp. 161-‍195). Madrid: Taurus. ‍Moreno Luzón, 2006: 193; Moreno Luzón, J. (2013). Nacionalizar la monarquía. Proyectos, logros y fracasos del Partido Liberal Español (1898-‍1913). En M. García Sebastini y F. del Rey. Los desafíos de la Libertad. Transformación y crisis del liberalismo en Europa y América Latina (pp. 120-‍141). Madrid: Biblioteca Nueva. ‍2013: 137)

Llamativamente, una nueva etapa en la que se pudo atisbar la eventualidad de un paso del liberalismo a la democracia fue en los últimos años de la Restauración, en plena crisis del sistema liberal y de los valores que le caracterizaban en la Europa del final de la Gran Guerra. Sin embargo, la historiografía, tanto la reciente como la más clásica (Carr, R. (1969). España 1808-‍1939. Barcelona: Ariel. ‍Carr, 1969), pone también el acento acerca de cómo en aquella coyuntura se produjo en España una revalorización del Parlamento, propiciada porque el fraccionamiento partidista debilitó al Ejecutivo en favor del Congreso, asistiéndose así a una etapa de una vitalidad parlamentaria desconocida (Rivera, A. (2022). Historia de las derechas en España. Madrid: Catarata. ‍Rivera, 2022: 231). De este modo, y siguiendo esta interpretación, la intervención de Primo de Rivera tendría más que ver con abortar los nuevos usos democráticos que con rematar un cuerpo enfermo (Carr, R. (1969). España 1808-‍1939. Barcelona: Ariel. ‍Carr, 1969: 505), si bien, como señalara en su momento J. Tusell, llegado este momento de descomposición del régimen restauracionista, tal renovada vitalidad más parecía fuegos de artificio que una transformación real.

En definitiva, la imagen que resulta finalmente de la Restauración es la de un sistema representativo, parlamentario y constitucional, pero no democrático y con graves deficiencias en lo que atañe al funcionamiento de sistema institucional liberal. Los intentos reformistas fueron eso, intentos fracasados, lo que generó gran frustración. En definitiva, lo que se produjo fue esa idea formulada por T. Carnero de «democratización inacabada», lo que favoreció la salida involutiva de Primo de Rivera. Además, el sistema turnista, basado en la corrupción sistémica, nos separó de otros países europeos y nos acercó a los del mediterráneo, en concreto al transformismo italiano y al rotativismo luso.

IV. EL LIBERALISMO EN LA ENCRUCIJADA[Subir]

La II República fue una etapa especialmente compleja y difícil para el liberalismo si por tal cosa se entienden comportamientos políticos que llevan al encuentro y al entendimiento. No repetiremos lo ya muy sabido de que la creciente radicalización del escenario político y el incremento de la violencia eran marcos contrarios a las políticas liberales y a su espíritu. Ello no fue obstáculo para que en su transcurso se pusieran en práctica políticas liberales de distinto signo, de manera que durante este período se confrontaron cuando menos dos modelos liberales que prexistían ya, pero que en esta coyuntura se explicitaron y se enfrentaron. Emergió, así, como una opción de gobierno, un liberalismo radical que enlazaba con la tradición del democratismo republicano, popular, parlamentario, laico, rupturista con lo anterior, revolucionario según se entendían a sí mismos y con la voluntad de hacer frente a los problemas históricos de España para transformarlos. Es lo que representaba Azaña, sobre todo, pero también los radical-socialistas como Marcelino Domingo o Álvaro Albornoz. Como decía Marcelino Domingo, «los liberales en el siglo xx o son republicanos o son unos histriones»

El Liberal, 11 de abril de 1931.

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. De ellos la figura de Azaña es imponente y trajo consigo un lenguaje en el que se manifestaba la voluntad de crear un nuevo estado de cosas, una ruptura o, dicho con sus palabras, la «reconstitución del país y del Estado desde los cimientos hasta la cima» (Juliá, S. (2013). Las patrias de Manuel Azaña. En A. Morales, J. P. Fusi Aizpurúa y A. de Blas Guerrero (eds.). Historia de la nación y del nacionalismo español. (651-‍673). Barcelona: Galaxia Gutenberg. ‍Santos Juliá, 2013: 664). En este sentido, Azaña tomaba como referente negativo el liberalismo restauracionista, modelo de debilidad y timidez a su entender, ejemplo de lo que no hay que hacer, considerando en esta dirección que había que abandonar el moderantismo y pactismo que le había caracterizado (Ruiz Soroa, J. M. (2011). España ha dejado de ser católica. Claves de la Razón Práctica, 214, 24-‍32. ‍Ruiz Soroa, 2011: 28). Frente a ello, propuso una república asociada a la revolución popular, al pueblo como sujeto, en la idea de que la clase obrera estuviera integrada en el marco institucional, de fuerte contenido social y laico, que se constituya como la patria de la libertad y no como católica, que sea, sí, burguesa y parlamentaria, pero radical y fundamentada en una coalición de clases.

Ahora bien, junto a este liberalismo de izquierdas o progresista persistió otro emparentado con el tradicional, de tono conservador o conservador-centrista, que tuvo diversas expresiones, pero que fue asimismo influyente durante este período. Aunque su consideración y límites sea objeto de polémica historiográfica, fue integrado por antiguos liberales, deseosos de una republica de orden, no radical, moderada, con cambios pautados que contaran con un respaldo social. Algunos historiadores ponen el acento en que pretendían una república conservadora, en tanto que otros subrayan su pretensión de centrarla. Son los Maura o Alcalá Zamora, que representarían una derecha liberal republicana, los liberal-demócratas de Melquiades Álvarez o el partido radical con su diversidad también interna entre Lerroux y Martinez Barrio y su vocación centrista (Suárez Cortina, M. (2007). El liberalismo democrático en España. De la Restauración de la República. Historia y Política, 17, 121-‍150. ‍Suarez Cortina, 2007: 149). Dos corrientes del liberalismo, la de Azaña y esta segunda, que en los momentos iniciales de la Republica compartieron espacios y Gobierno, pero cuya colaboración pronto saltó por los aires ya en 1931, primero con la salida de Maura y Alcalá Zamora del ejecutivo por disconformidad con el tratamiento del tema religioso en la Constitución y dos meses más tarde, en la crisis de diciembre, cuando el partido radical se retiró del Gobierno. Fue este un momento significativo, pues Lerroux reclamó la salida de los socialistas del Gobierno como condición para su continuidad, exigencia que Azaña no aceptó y entrañó que el Ejecutivo se desplazara claramente hacia la izquierda. La alternativa para Azaña era clara: si pretendía aplicar su programa de gobierno, con las profundas reformas que implicaba, su aliado natural eran los socialistas, lo que, una vez llevado a cabo, le permitió además formar una coalición con una mayoría parlamentaria y un Gobierno fuerte y presto a ejecutar sus proyectos (Juliá, S. (1990). Manuel Azaña. Una biografía política. Madrid: Alianza Editorial. ‍Santos Juliá, 1990: 151). A partir de este momento, y aunque Alcalá Zamora ocupara la presidencia de la República, la brecha se fue ahondando, poniéndose en evidencia los diferentes proyectos que ambas corrientes mantenían: la más progresista escorándose a la izquierda, lo que implicaba la alianza con el socialismo, en tanto que la segunda rechazaba ese pacto y se mostraba incómoda con las medidas más radicales y propicia, por el contrario, a atraerse a los sectores conservadores. Predominaba en este segundo liberalismo el componente liberal-conservador frente al reformismo avanzado de Azaña, sustanciándose la diferencia de ambos proyectos en la política de alianzas y con quién se buscaban los pactos.

En la consideración sobre la II República está pesando una contaminación analítica presentista debida, sobre todo, a los medios de comunicación, que toman este período como un referente actual para delimitar lo que debe ser un modelo democrático. Ciertamente hasta hace bien poco la corriente predominante en la historiografía académica era una visión edulcorada de la República, idealizada y muchas veces descontextualizada. Frente a este estado de cosas ha surgido una corriente revisionista que propone otra lectura de la II República y que es muy crítica con el proyecto que sostuvieron los republicanos de izquierda y los socialistas. Aunque dentro de esta corriente hay historiadores con diferentes y significativos matices entre ellos, hay una común consideración negativa sobre la República que la izquierda puso en pie. Estiman así que republicanos de izquierda y socialistas hicieron de esta una democracia revolucionaria que se caracterizó por su intransigencia, exclusivismo y afán de patrimonializar el poder, nada liberal, de manera que solo los que aceptasen su idea de república estaban legitimados para acceder al Gobierno. Las discursos y voluntades integradoras, de pacto, les fueron ajenos, y lo que predominó por su parte fue un lenguaje extremista y antiliberal, a veces belicista, concluyendo que «los principios y valores liberal-democráticos se hallaron ausentes» en sus discursos y prácticas políticas (Del Rey, F. (2011). La democracia y la brutalización de la política en la Europa de entreguerras. En F. del Rey (dir). Palabras como puños (pp. 17-‍42). Madrid: Tecnos. ‍Fernando del Rey, 2011: 40; 2013: 238-‍239). La Constitución republicana sería un ejemplo de esa nula voluntad de consenso y de integración, en tanto que la concepción que defendía la izquierda de un Estado que no debía detenerse ante límites legales en su voluntad transformadora, era una vulneración del principio liberal de libertad (Álvarez Tardío, M. (2011). Libertad, poder y democracia: un debate transcendental en la España de la segunda república. Historia Contemporánea, 43, 653-‍684. ‍Álvarez Tardío, 2011).

Por el contrario, y como su opuesto, esta corriente historiográfica considera que radicales y republicanos conservadores fueron una fuerza liberal, que buscó conciliar democracia con liberalismo y que conforme a ello sostenían los valores de inclusión y consenso. Refiriéndose en especial al Partido Radical, se subraya su voluntad centrista e integradora, y cómo su objetivo fue establecer una democracia parlamentaria del mismo modo que las reformas que se acometieran deberían ser templadas y contar con un amplio respaldo. Como se aprecia, tras estos trabajos existe la reivindicación de un tercer espacio, una tercera España alejada de los extremismos y que fue engullida por ellos (Álvarez Tardío, M. (2011). Libertad, poder y democracia: un debate transcendental en la España de la segunda república. Historia Contemporánea, 43, 653-‍684. ‍Álvarez Tardío, 2011; Townson, N. (2013). Centrar la República: ¿una posibilidad o un espejismo? Hispania Nova, 11, 20-‍37. ‍Townson, 2013, Townson, N. (2018). El controvertido camino hacia la modernización 1914-‍1936. En J. Álvarez Junco y A. Shubert (eds.). Nueva historia de la España contemporánea (1808-‍2018) (pp. 128-‍158). Barcelona: Galaxia Gutenberg. ‍2018).

Es un enfoque que ha generado debate y contestaciones, señalándose en este sentido que se ubica artificialmente en esa idea de la tercera España, así como que es metodológicamente pobre (exclusividad de lo político, limitado en el análisis de la violencia), con una visión sesgada y catastrofista de la República, de manera que se pone un desmedido énfasis en la brutalización de la política, mientras que omite lo sustancial del proyecto republicano de izquierdas en tanto que laboratorio de todo tipo de reformas (González Calleja, E. (2013). La historiografía sobre la violencia política en la Segunda República española: una reconsideración. Hispania Nova, 11, 402-‍437. ‍González Calleja, 2013, González Calleja, E. (2017). Tendencias y controversias de la historiografía sobre la política en la Segunda República española. Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, 52, 23-‍55. Disponible en: https://doi.org/10.4000/bhce.279.‍2017).

Sin entrar en este debate, sí considero que pueden convenirse dos aspectos: a) la estanqueidad social y política que caracterizó a la República, con unas retóricas beligerantes y hostiles (Grandío, J. y Prada, J. (2013). ¡Cómo hemos cambiado…! Presentismo y Segunda República. Hispania Nova, 11, 604-‍620. ‍Grandío, Prada 2013: 613), y b) «la escasa impregnación de valores liberales y democráticos, tanto en la clase política como en la sociedad» (Del Rey, F. (2013). Antiliberalismo y democracia en la España de entreguerras. En M. García Sebastiani y F. Rey Reguillo (coords.). Los desafíos de la libertad: transformación y crisis del liberalismo en Europa y América Latina (pp. 221-‍244). Edición en formato digital. ‍del Rey, 2013: 245). Como se sabe, este segundo aspecto no fue una excepción en la Europa de aquellos años, con sociedades cansadas de la democracia y que buscaron otras alternativas políticas, de corte autoritario, ajenas a sus tradiciones, pero que daban respuesta a las demandas sociales.

En cualquier caso, la apuesta de los republicanos era clara: establecer un sistema democrático basado en el juego de mayorías y minorías. Proyectar desde el hoy la idea de que la República debería haber buscado el acuerdo amplio y el consenso resulta poco verosímil en aquella sociedad marcada por una intensa politización y polarización, en la que la violencia formaba parte de la vida cotidiana (véase el excelente trabajo de Del Rey, F. y Álvarez Tardío, M. (2024). Fuego cruzado. La primavera de 1936. Barcelona: Galaxia Gutenberg. ‍Del Rey y Álvarez Tardío: 2024).

V. EL FRANQUISMO: MALOS TIEMPOS PARA EL LIBERALISMO[Subir]

En lo que atañe al período franquista, el liberalismo fue una de las principales figuras retóricas que denunciara el régimen y formó junto con el comunismo y la masonería, además del separatismo, el conjunto de referentes que extirpar. Así, para el dictador la vigencia del liberalismo durante el xix y parte del xx había sido la causa del declive de España y «de la pérdida de nuestro Imperio y un desastroso ocaso»

Declaraciones a Le Figaro, 13 de junio de 1958.

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. Era una tesis que se recobró en los primeros momentos de la posguerra, cuando los jóvenes intelectuales falangistas, como Laín, señalaban que «el origen de todos los males del presente, de la división del hombre, de la desagregación y pérdida de la nación, radicaba en el liberalismo» (Juliá, S, (2004). Historia de las dos Españas. Madrid: Taurus. ‍Juliá, 2004: 325).

No es de extrañar, por tanto, que los liberales españoles, en el número que fuere, estuvieran hibernados, fuera de la circulación pública, sin intervenir en el ágora, encerrados en sí mismos o a lo sumo en intercambios privados, como si estuviera soterrados (Marías, J. (1978). Sobre el liberalismo. El País, 4-6-1978. ‍Marías, 1978). Los escasos liberales reconocidos (los Baroja Azorín, Ortega, Marañón…) renunciaron a sí mismos y se constituyeron en una retaguardia discretísima y agazapada, evitando molestar al régimen y acomodándose a él (Gracia, J. (2004). La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España. Barcelona: Anagrama. ‍Gracia, 2004: 34; Ródenas de Moya, D. (2004). El virus fascista y el criptoliberalismo. Revista de Libros, 95, 37-‍38. ‍Ródenas, 2004). En todo caso, como señalaba G. Marañón, quizá el más notorio liberal público, ceñían su significación ideológica a fijarla en talantes personales, en mantener una conducta que se tomara como tal, pues, a su entender, el liberalismo es mucho más que una política (Marañón, G. (1946). Ensayos liberales. Madrid: Espasa Calpe. ‍1946: 9). Era una idea que reproduciría lo expuesto ya por Ortega de que el «liberalismo, antes que una cuestión de más o de menos en política, es una idea radical sobre la vida» (Ortega y Gasset, J. (1972). El espectador. VII-VIII. Madrid: Revista de Occidente. ‍1972: 273), era una «emoción», un «temple» radicado en la idea de la exaltación de la individualidad. En suma, eran, como señaló Julián Marías en un artículo en 1953, la generación silenciosa que debían hacer frente a un régimen maniqueo de buenos y malos, y que no consentía los matices o las críticas. Pero el régimen no solo consiguió el silencio también de los liberales, sino su práctica desaparición como alternativa cultural o política. En este punto se puede convenir con A. Rivera que la tradición política del liberalismo quedó laminada por el franquismo, siendo, quizás, «su operación liquidadora más exitosa» (Rivera, A. (2022). Historia de las derechas en España. Madrid: Catarata. ‍2022: 398).

Es a partir de los sesenta cuando de manera nítida se manifiesta la conversión de antiguos fascistas en liberales de nuevo cuño (Ridruejo, Laín, Tovar), en liberales sin más (a los señalados añádase el católico Ruiz Giménez…), lo que les hizo, a su vez, proyectar hacia su pasado las semillas de su evolución reinterpretando desde el presente esa etapa (Muñoz Soro, J. (2016). Los intelectuales en España, de la dictadura a la democracia (1939-‍1986). Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne 50, 15-‍32. Disponible en: https://doi.org/10.4000/bhce.479.‍Muñoz Soro, 2016: 20). Fue en cualquier caso la culminación de un proceso sincero hacia posiciones democráticas y liberales, poniendo en pie, por ejemplo, Ruiz Giménez iniciativas de encuentro como Cuadernos para el Diálogo, o bien constituyéndose en referentes de la oposición, como Ridruejo. A ellos, y desde un punto de vista político, se les debe incorporar gentes como J. Satrústegui o J. Miralles, que participaron en la reunión de Munich en 1962, por lo que a su vuelta fueron confinados por el régimen, al igual que otros asistentes. No obstante, eran figuras aisladas, personalidades con una proyección política muy limitada y sin estructura organizativa, ceñidas al ámbito académico o a círculos restringidos. Por lo general, y hasta fines de los sesenta, los intentos de revitalizar políticamente el liberalismo se produjeron, pues, desde el ámbito de la derecha, muy vinculados a la opción de don Juan y con un alcance doctrinal y organizativo muy limitado. Bien es verdad que en los últimos años del franquismo se asiste a una proliferación de entidades privadas destinadas a impulsar el ideario liberal desde el marco de la derecha democrática, pero sin que tales proyectos llegaran a tener un calado social. Como suele decirse, sus promotores cabían un autobús (Gil Pecharrromán, J. (2019). La estirpe del camaleón. Una historia política de la derecha española. Madrid: Taurus. ‍Gil Pecharromán, 2019: 230).

Ciertamente, esos proyectos de recomposición del liberalismo político no se vieron favorecidos por la emergencia de una nueva cultura izquierdista de contenido marxista, doctrinalmente no liberal, que rechazaba la democracia parlamentaria como algo formal y burgués, aunque participaba activamente en la lucha por la libertad. Fue una cultura hegemónica en ese ámbito de la izquierda, con una mezcla confusa de radicalismo marcusiano, estructuralismo althuseriano, tercermundismo y maoísmo, cuyo resultado fue el asentamiento en la izquierda extrema del dogmatismo e intolerancia y ajena a los principios liberales. Valores como la individualidad eran rechazados en favor de lo colectivo entendido como una vía para ejercer la solidaridad (Del Río, E. (2023). Jóvenes antifranquistas (1965-‍1975). Madrid: Los Libros de la Catarata. ‍del Río, 2023: 50).

VI. TRANSICIÓN. DEMOCRACIA. ¿EL ASENTAMIENTO DEL LIBERALISMO?[Subir]

No hace mucho el profesor Carreras se hacía eco de que el término liberal es todavía maldito en la España del siglo xxi (2017), lo que resulta paradójico en un país con una democracia estable. Puede que no lo sea tanto si observamos la trayectoria del liberalismo durante esta etapa y, adelantémoslo ya, su escasa impregnación.

Hay que empezar señalando que el tiempo de la Transición puede razonablemente interpretarse como el triunfo no solo de la democracia, sino también, y para lo que aquí interesa, de los valores políticos del liberalismo y del tipo de cultura con la que se asocia: conciliación, encuentro, búsqueda del consenso, cuya arquitectura final se plasmó en la Constitución de 1978. Fue una etapa en la que se aplicaron las bases de lo que se puede entender como el liberalismo político (la libertad y las libertades, el pluralismo, los derechos individuales, la igualdad política, la idea de la división de poderes…), pero si esto fue manifiesto no lo fue tanto la percepción o consciencia de lo que esta vertiente liberal comporta en toda democracia. Se buscaba por parte de las fuerzas que impulsaron este proceso la implantación principalmente del sustantivo (la democracia) y se relegaba el adjetivo (lo liberal), que no aparecía como un concepto agregado ni sustancial.

Ciertamente, durante la Transición y el periodo democrático posterior ideas propias del liberalismo político estaban presentes en buena parte de los partidos políticos y, al decir de El País, era una cultura inmersa en distintas formaciones

«Liberales». Editorial de El País, 6-10-1985.

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(1985), lo cual nos resulta una consideración excesiva. En cualquier caso, estos partidos ni se definían ni se consideraban como liberales. Y no es que no hubiera intentos de poner en pie una organización con esta etiqueta como principal reclamo, lo que supuso que se crearan una miríada de pequeños partidos (Gil Pecharrromán, J. (2019). La estirpe del camaleón. Una historia política de la derecha española. Madrid: Taurus. ‍Gil Pecharromán, 2019: 235), pero todos ellos fracasaron. El recorrido de esos fracasos es numeroso y en ellos se embarcaron personalidades de distinto signo dentro del espectro del liberalismo de centro derecha (los Garrigues Walker, Satrústegui, Camuñas… primero; Schwartz, Segurado, después), que finalmente, y dada la escasa entidad de las formaciones constituidas, acabaron por engrosar las filas de los partidos mayoritarios de este signo (AP, PP, por un lado; UCD y CDS por otro).

Bien es verdad que las formaciones de derechas o conservadoras —no la extrema, que seguía demonizando la democracia liberal— incorporaban cierta compresión liberal de lo que debía ser el sistema político, pero con lo que sintonizaban especialmente era con el discurso económico que se tiene por liberal, es decir, el mercado como elemento regulador y, por tanto, las prácticas de liberalización y privatización económica, replicando en suma las formulas neoliberales en boga a partir de los años ochenta del siglo pasado. Prueba de tal orientación es que si había un término totémico en los programas electorales de AP, primero, y del PP, después, era el de liberalización, concebido como instrumento esencial para la eficiencia económica

En el programa electoral del PP de 1996 se cita en nueve ocasiones.

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. Ello no quiere decir que no se aceptara la filosofía política liberal, con el ejemplo más claro del giro hacia el centro-derecha del congreso de 1990 del PP (Gil Pecharrromán, J. (2019). La estirpe del camaleón. Una historia política de la derecha española. Madrid: Taurus. ‍Gil Pecharromán, 2019: 387,194), que supuso que se remarcara también el componente liberal de la nueva formación, pero dentro de esa visión escorada en la que el énfasis se situaba en la vertiente económica en clave neoconservadora. Ello se manifestó en las políticas aplicadas por los gobiernos de Aznar, que destacaron por la implantación sin complejos del liberalismo manchesteriano que antes dijera Unamuno (Unamuno, M. (1908). La conciencia liberal y española de Bilbao. Bilbao: Sociedad El Sitio. ‍1908: 14), lo que en este momento suponía aplicar las recetas económicas del neoliberalismo (privatización, desregulación, liberalización como la trinidad salvadora) y haciendo suya la idea de la libertad negativa de I. Berlin en su proyección antiestatista (Rivera, A. (2022). Historia de las derechas en España. Madrid: Catarata. ‍Rivera, 2022: 411).

En cualquier caso, hubo también con el tiempo una evolución del PP en la dirección de recuperar la cultura liberal en su sentido político, y así, en su programa electoral del 2008, se señalaba expresamente que era una formación «que asume la tradición del liberalismo español surgida de la Constitución de Cádiz» (PP, 2008: 9). En dicha ocasión uno de los más reconocidos liberales «renovadores», Lasalle, escribía dentro del contexto de la confrontación política interna que «el Partido Popular no necesita abrir ningún debate sobre el liberalismo, ya que lo ha asumido como soporte de la mayoría de sus propuestas»

Declaraciones hechas frente Esperanza Aguirre con motivo de aquel congreso.

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. Debemos también significar que en los últimos años se producen con mayor frecuencia en el PP declaraciones en las que se introduce la idea de la «defensa de la democracia liberal y el Estado de derecho». Expresión de ello es el reciente libro de M. Rajoy en el que se hace una glosa de tales valores y, en especial, de la limitación del poder (Rajoy, M. (2021). Política para adultos. Madrid: Plaza Janés. ‍2021: 40 y ss.).

¿Y la izquierda? Pues durante el tiempo de la Transición y la democracia ha manejado con dificultad la idea de lo liberal y el liberalismo. El franquismo había roto el cordón con el liberalismo de corte social, que resultaba una tendencia desconocida especialmente entre la mayoritaria oposición de izquierda, muy radicalizada, cuya visión en aquel momento era vincular la idea de lo liberal a la economía política y al fomento de la desigualdad social. Era una imagen extendida en la que incluso se producían equívocos, pues cuando se daba una noticia con críticas a una de las formas del liberalismo —la neoliberal— se reproducía como si fueran al liberalismo en su totalidad

Así en El País del 7-‍1-1997 se dice que «González cree que el socialismo del futuro debe frenar al liberalismo», pero luego en el cuerpo de la noticia se lee que se refiere al neoliberalismo.

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. Como se señalaba en un artículo reciente, «la confusión del liberalismo económico con el político ha sido la circunstancia que más daño ha hecho a los liberales en los últimos años» (Mañas, J. A. (2017). En el ojo del huracán: populistas frente a liberales. El País, 16-9-2017. ‍Mañas, 2017).

Bajo estas coordenadas, y especialmente en un espacio temporal que abarca hasta fines del s. xx, la izquierda marxista se manifestó en contra de la idea de lo liberal, bien sea a través de figuras intelectuales (Vázquez Montalbán, por ejemplo) o de personalidades de este ámbito ideológico, asociándolo con la derecha y con las fórmulas económicas neoconservadoras. No obstante, se fue expresando también otra izquierda, más numerosa, la socialista, que fue normalizando el concepto de socialdemocracia y ha tratado de introducir la idea que dentro de esta cabía un liberalismo social. De todos modos, no ha sido un proceso sencillo y, más aún, cabe dudar del calado que ha tenido en el mundo del socialismo ese liberalismo democrático y social como un componente de su propio relato. Una expresión de la complicada sintonía de la izquierda con el liberalismo lo refiere J. Borja a cuenta de una reunión de la Internacional Socialista en Borja, J. (1995). Paradojas liberales. El País, 21-6-1995. ‍1995; pues bien, el borrador del comunicado final expresaba sin ambages «la denuncia de la ideología liberal», párrafo que fue suprimido a iniciativa del italiano PSD (excomunista), embarcado en aquel momento en una «revolución liberal» (El País, 1995).

Como se sabe, fue Felipe González el que promovió esa idea de poder entender el socialismo en clave socialdemócrata y de que lo liberal podía ser compaginable con este modelo (véase, por ejemplo, sus declaraciones, El País, 11-10-1990). Ello se plasmaría en las políticas gubernamentales y en la designación de socialistas con notables simpatías hacia lo liberal en puestos destacados tanto en su vertiente político-social (Maravall, Peces Barba) como en la económica (Boyer o Solchaga).

Años más tarde, Zapatero puso en boga una variante de la familia del liberalismo, el republicanismo argumentado por Pettit, que se sintetizaba especialmente en la idea de la no dominación, en la defensa de la autonomía del individuo y de ponerle a salvo de las arbitrariedades del Estado o de los grupos económicos. Era una propuesta de renovación que ha sido criticada por superficial, oportunista y extravagante, nada interiorizada en el partido, y que servía de relleno con un fin utilitarista de revestir de una cierta aureola intelectual una oferta política (Ovejero, F. (2020). Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política. Barcelona: Página Indómita. ‍Ovejero, 2020: 27 y ss.). Más al margen de esta propuesta de Zapatero, que tuvo un cierto recorrido temporal, la fórmula del socialismo liberal, así enunciada, se resistía a salir como un signo de identificación del partido socialista, al margen de reflexiones intelectuales de interés —por ejemplo, Quintanilla (Quintanilla, M. A. (1990). Socialismo liberal. El País, 5-11-1990. ‍1990) o publicaciones de Peces Barba—.

Recientemente, sin embargo, se está generando desde sectores socialistas una reivindicación expresa de un socialismo liberal, tanto en un ámbito preferentemente intelectual (Maravall, J. M. (2019). El socialismo liberal. Papeles. Fundación Felipe González, 1, 1-‍18. ‍Maravall, 2019; Cruz, M. (2021). Democracia. La última utopía. Madrid: Espasa. ‍Cruz, 2021: 351 y ss.) como político (Redondo Terreros, N. (2023). No me resigno. Populismo, nacionalismo y los retos del socialismo español. Madrid: La Esfera de los Libros. ‍Redondo, 2023: 210 y ss.), sin obviar su utilización instrumental contra la actual dirección del PSOE (Guerra, A. (2023). La España en la que creo. En defensa de la Constitución. Madrid: La Esfera de los Libros. ‍Guerra, 2023: 16)

Llamativamente en la edición inicial de su libro, en 2019, esta referencia al socialismo liberal como una tradición histórica del PSOE no figura.

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. A través de este marbete se vendría a postular que en la actualidad es el socialismo el que mejor defiende y congenia dos ideas vertebrales de lo que debe ser un liberalismo democrático y de mentalidad social, como son la libertad y la igualdad. Pero más allá de tal hecho, llama la atención, especialmente, dos aspectos: que son posturas defendidas fuera del socialismo oficial o en todo caso en sus aledaños y, en segundo lugar, que son lecturas hechas desde el hoy y con una distorsión en su proyección hacia el pasado. A este respecto, y sin entrar en la afirmación de que el socialismo liberal es lo que ha caracterizado la historia del PSOE —Guerra dixit—, nos parece de mayor interés la idea de que fue en 1979, en el congreso extraordinario de septiembre, el momento en el que el PSOE «asume explícitamente los principios y criterios del socialismo liberal» (Luena, C. y Sánches Illán, J. C. (2023). La fuerza de la Socialdemocracia. José María Maravall, biografía de un político e intelectual reformista. Valencia: Tirant lo Blanch. ‍Luena y Sánchez Illán, 2023: 66). Sin duda fue un congreso decisivo en «la gran conversión» del PSOE, que supuso la «refundación» del partido operada en un breve lapso de tiempo en su camino de homologación con las socialdemocracias europeas (Juliá, S. (1996). Los socialistas en la política española, 1879-‍1982. Madrid: Taurus. ‍Santos Juliá, 1996: 505, 570). No obstante, el radicalismo ideológico y terminológico en el que se había movido el PSOE durante la dictadura, y que se pretendía superar, exigía una cautela en la forma de expresar esos cambios y en este punto el término liberal no entraba en esa necesaria prudencia. Resulta sintomático que posiblemente el principal inspirador teórico de ese giro, J. M. Maravall, evitase a la hora de encuadrar esta transformación el empleo ya no del término socialismo liberal, sino ni siquiera el de socialdemócrata, pues, como señala Santos Juliá, era un concepto desacreditado en aquel momento entre los socialistas españoles (Juliá, S. (1996). Los socialistas en la política española, 1879-‍1982. Madrid: Taurus. ‍Santos Juliá, 1996: 554). De hecho, Maravall se desmarcó en aquella circunstancia de la socialdemocracia por su componente «derechista» y propuso en su lugar otro sintagma, el del «reformismo radical», que bebía de la Revolución francesa (Maravall, J. M. (1979). Del milenio a la práctica política: el socialismo como reformismo radical. Zona Abierta, 20, 89-‍97. ‍1979: 94).

Esa prevención o rechazo hacia el término socialismo liberal venía impulsado por la referida asociación que existía entre liberalismo y neoliberalismo, o sea, su vínculo con las recetas económicas que este modelo estaba implicando. Estas reticencias globales se concretaron en el seno del socialismo español en el rechazo que dentro del partido implicaron las políticas económicas de los ministros identificados como «social-liberales», como fue el caso de Solchaga, alejado de la ortodoxia socialdemócrata y con una importante contestación interior (Maravall, J. M. (2003). Una peligrosa manera de pensar. En M. A. Iglesias. La memoria recuperada (pp. 33-‍89). Madrid: Aguilar. ‍Maravall, 2003: 39; Solchaga, C. (2003). Socialismo y provocación. En M. A. Iglesias. La memoria recuperada (pp. 93-‍147). Madrid: Aguilar. ‍Solchaga, 2003: 97)

Véase, por ejemplo, en El País, 4-10-1993, las declaraciones de Borrell y Benegas.

[11]
. En suma, el PSOE no abandonó sus reticencias hacia el liberalismo, más teniendo en cuenta que al partido le caracterizaba «una cultura impregnada de los valores socialistas tradicionales» (Ysás, P. (2014). El PSOE en el Gobierno: del «socialismo democrático» al «socialismo liberal». En C. Navajas (coord.). España en democracia: actas del IV Congreso de Historia de Nuestro Tiempo (pp. 47-‍62). Logroño: Universidad de la Rioja. ‍Ysás, 2014: 54), de manera que no ha llegado a formar parte de la identidad de la formación ni de sus valores, a pesar de alguna aislada y tardía reivindicación (Zaragoza, J. (2007). Socialismo liberal. La Vanguardia, 25-11-2007. ‍Zaragoza, 2007).

Tras lo dicho, creemos que puede convenirse que en esta nueva etapa política que se inaugura en España con la Transición el liberalismo sigue sin echar raíces sólidas entre las distintas familias políticas. Continúa siendo una ideología secundaria, si bien su creciente cuestionamiento a escala global ha supuesto que recupere actualidad. No obstante, la falta de sedimentación en España de una visión compleja de lo que entraña el liberalismo, su comprensión superficial o parcial, son factores que ayudan a entender la facilidad con que se producen vulneraciones de nuestro funcionamiento político y el deterioro institucional que padecemos. Continúa estando vigente lo que nos dejó escrito Álvarez Junco: «De ahí también el carácter hasta cierto punto engañoso de la Transición a la democracia. Como en 1812, una sociedad que se acostó un día autoritaria se levantó al siguiente demócrata y moderna. Pero no liberal. No es el respeto al discrepante lo que se enseña en la escuela. Y quien gana las elecciones se cree con derecho a ejercer un poder con muy escasas restricciones» (Álvarez Junco, J. (2015). El famoso individualismo español. El País, 2-1-2015. ‍2015).

La Transición primero y luego la democracia no supusieron una reflexión densa sobre lo que debe implicar el liberalismo en un sistema democrático, los componentes morales que implica y lo que apareja su doctrina política. Así también puede entenderse la indiferencia con que en la actualidad se observan los lastres de nuestro sistema político, su carácter partitocrático, la dependencia del Estado y su colonización por el Ejecutivo.

VII. A MODO DE CODA[Subir]

Llegados a este punto quisiera exponer algunas sugerencias de debate, algunas reflexiones y preguntas que se suscitan tras este somero repaso.

Hay una primera cuestión que llama la atención, como es la decisoria intervención de la Corona en el sistema político, circunstancia que tuvo lugar durante los años 1814-‍1931, lo que a la larga socavaba a la institución y a la vez al propio sistema. Ciertamente no fue algo específico de España, pues, como hemos visto, tenía un anclaje normativo en el modelo extendido en Europa, que consistía en su caracterización como monarquías constitucionales con poderes ejecutivos, a la par que recogían el espíritu doctrinario de erigirse en un poder moderador y arbitral. Tal fue la cultura dominante en Europa tras la Restauración de 1814, animada por una común prevención: el miedo al pueblo.

Había así semejanzas, pero en el caso español esa activa función política de la corona se combinó durante el siglo xix con una reina como Isabel II, con sus camarillas y sus veleidosas políticas palaciegas, que acabaron en un enorme desprestigio de su figura. Y es que, como señala Burdiel, su mundo estuvo más cerca del absolutismo que del liberalismo (Burdiel, I. (2004). Isabel II. No se puede reinar inocentemente. Madrid: Espasa. ‍2004: 394). En el caso de Alfonso XIII su constante intervencionismo e injerencias, su negativa a una reforma constitucional y, por último, su acercamiento paulatino a las posturas más autoritarias y su consentimiento con el golpe militar de Primo de Rivera, dictaron su suerte (Moreno Luzón, J. (2023) El rey patriota. Barcelona: Galaxia Gutenberg. ‍Moreno Luzón, 2023).

De otro cariz distinto, pero asimismo muy importante, fue la intervención de dos instituciones como la Iglesia y el Ejército en la vida política y social española, apoyando las opciones más conservadoras y derechistas. Ello fue no solamente resultado de su iniciativa, sino también del amparo que desde Gobiernos liberales se otorgó a ese intervencionismo. Habría que matizar en este punto que la decantación ideológica de los militares hacia la derecha se produjo a partir de la Restauración, pues antes intervinieron también de forma decisiva en favor de las oleadas insurreccionales de los progresistas. Será también a partir del período restauracionista cuando se desarrolle un fuerte sentido corporativo en la oficialidad del Ejército, que le llevará a que la violencia pretoriana que protagonizaron durante el siglo xx se caracterice por intervenir como institución y no según el modelo anterior, que lo hacían conforme a intereses partidistas.

Por otro lado, hubo a lo largo de todo este tiempo una cuestión fundamental: el rechazo del Ejército a su subordinación al poder civil, considerándose los militares un poder autónomo que no debía dar cuenta de sus actos a ninguna otra institución del Estado y capacitados para velar por el orden político. Ello se formuló ya inicialmente también en la Constitución gaditana, en la que se consagró el «fuero particular» de los militares, además de encargarles la conservación del orden interior. Se implantó, pues, un modelo que se alejaba del liberalismo clásico de otros países en los que se velaba tanto por la primacía del poder civil como por reservar labores de policía al mando civil. De hecho, esta autonomía jurisdiccional de los militares, su conformación como una sociedad independiente, ha llegado casi hasta nuestros días, como lo evidencia que fuera uno de los puntos de fricción más importantes que se registraron durante la Transición y los primeros años de la democracia. Así, el que fuera ministro de Defensa, N. Serra, señalaba cómo el eje de su actuación al frente del Ministerio (1982-‍1991) fue romper con ese papel tutelar que se asignaba el Ejército y poner fin a la autonomía jurisdiccional que mantenía. Este proceso no culminó hasta 1989, lo que marcaba, a su modo de ver, el final de la Transición (Serra, N. (2008). La transición militar. Reflexiones en torno a la reforma democrática de las fuerzas armadas. Madrid: Debate. ‍Serra, 2008; 59, 170).

Pero junto a estas anomalías, hubo otros aspectos que afectaron a la vida política española y, por ende, al desarrollo de un sistema y de una cultura liberal y que, recogiendo el modelo de capas que hemos citado de Freeden, interactuaron unos con otros.

Así, por ejemplo, estaríamos hablando de un liberalismo deficiente —o de unas formas que se pretenden de él—, que prima lo colectivo (nación, pueblo, proletariado...) frente al individuo, entendiendo el cuerpo social como una realidad natural en lugar de como un artificio producto de un contrato. Es la tesis que en su momento formulara el profesor Álvarez Junco (Álvarez Junco, J. (2004). Todo por el pueblo. El déficit de individualismo en la cultura, política española. Claves de la Razón Práctica, 143, 4-‍9. ‍2004) y que ha sido desarrollada asimismo por M. Sierra en el sentido de que la «lógica individualista fue extraña al liberalismo español» (Sierra, M. (2009). La sociedad es antes que el individuo: el liberalismo español ante los peligros del individualismo. Alcores, 7, 63-‍84. Disponible en: https://doi.org/10.69791/rahc.213.‍2009: 65). Se pensaba más que en el individuo autónomo e independiente en las comunidades que se entendían como naturales y con sólidas raíces, como podían ser la familia o la vecindad, que era donde las personas estaban insertas, de manera que fue lo comunitario lo que se erigió como el marco de referencia fundamental. Es una vocación que sigue presente en nuestro pensamiento político actual, en el que es común encontrarse con referencias a los «derechos de las lenguas» o a afianzar las identidades culturales respectivas.

En estrecho contacto con esta cuestión, y tal como lo expusiera M. Pérez Ledesma (Pérez Ledesma, M. (2004). El lenguaje de la ciudadanía en la España contemporánea. Historia Contemporánea. 28, 237-‍266. ‍2004, Pérez Ledesma, M. (2007). El lenguaje de la ciudadanía en la España contemporánea. En M. Pérez Ledesma (dir.). De súbditos a ciudadanos. Una historia de la ciudadanía en España (445-‍483). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. ‍2007), ha habido una llamativa ausencia del término ciudadanía en el vocabulario político español y en su imaginario, así como en el dispositivo normativo. Ya se ha dicho cómo, de alguna forma, ello comienza en Cádiz, pues, aunque en la Constitución emerge este vocablo en distintos artículos, el depositario del poder es la comunidad nacional. En las siguientes constituciones el ciudadano no aparece, siendo sustituido por los términos «españoles» o «electores». No es una ausencia inocua, pues ciudadano nos remite a la idea del individuo, lo que implicaría una referencia a su capacidad autónoma y decisoria, posibilidad que se evita con esa prevalencia de lo colectivo. En la Constitución de 1931 figura un nuevo sujeto de poder, pero tampoco será el ciudadano, sino que nos seguimos moviendo en términos comunitarios y en este caso ese depositario era el «pueblo». Matizar que una excepción a esta ola fueron los republicanos de Pi y Margall, contemplándose, por ejemplo, en el proyecto republicano constitucional de 1873 que la soberanía residía en los ciudadanos.

En el terreno discursivo, señalar la pervivencia de la metáfora de las dos Españas y su efecto performativo en el sentido de acentuar las polaridades. Se conviene con Santos Juliá (Juliá, S. (1998). España sin guerra civil. ¿Qué hubiera pasado sin la rebelión militar de julio de 1936? En N. Fergurson (dir.). Historia virtual. Qué hubiera pasado si… (pp. 181-‍211). Madrid: Taurus. ‍1998, Juliá, S, (2004). Historia de las dos Españas. Madrid: Taurus. ‍2004, Juliá, S. (2006). En torno a los relatos de las dos Españas. Revista Internacional de Filosofía Política, 27, 220-‍224. ‍2006, Juliá, S. (2018). De «dos Españas» a «España plural». Claves de Razón Práctica, 258, 12-‍21. ‍2018) que es un sintagma que implica una interpretación de España en términos metafísicos y místicos, de manera que hay que reducirla a su verdadero sentido como recurso retórico para movilizar voluntades y despojarla así de cualquier contenido descriptivo o analítico. Ello no impide que sea una metáfora binaria presente en los discursos intelectuales y en las luchas políticas de estos siglos a través de diversos pares de opuestos: liberales/absolutistas, oligarquía/pueblo, monárquico/republicano, centralista/nacionalista… o, ahora, progresista/derechista. Son construcciones sostenidas en una metanarrativa mítica, reduccionista, que desvelan tanto como omiten y que en su trazo grueso dejan de lado elementos sustantivos, pero que en su proyección social pueden convertirse en mitos tomados como verdaderos que proporcionan un relato movilizador. Es una autoimagen que a fuer de repetida acaba siendo asumida. Como señala Louzao (Louzao, J. (2023). Breve historia de la Iglesia católica. Madrid: Catarata. ‍2023: 183), el acusado contraste ante cuestiones fundamentales dio lugar a respuestas «binarias entre oposiciones simples» que se vivían con dramatismo en una cultura política como la española, que funcionaba en clave monista. Con distintas intensidades, la representación de las dos Españas se mantuvo con el tiempo, si bien, como señalara Santos Juliá, con la generación de la oposición al franquismo y la de la Transición hubo una voluntad de romper con ese esquema binario en favor de una noción integradora sintetizada en la idea de la «pluralidad» (Juliá, S. (2018). De «dos Españas» a «España plural». Claves de Razón Práctica, 258, 12-‍21. ‍2018: 12). Era la voluntad de construir un discurso político que, respetando la diversidad, pudiera establecer unas reglas básicas compartidas.

No obstante, y como un fenómeno que se manifiesta globalmente, estamos asistiendo en la actualidad a un proceso de polarización (González Férriz, R. (2024). Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical. Barcelona: Penguin. ‍González Férriz, 2024) que en nuestro país se manifiesta con crudeza e intensidad. El enfoque agonístico de la política ha propiciado una polarización afectiva y emocional (Miller, L. (2023). Polarizados. La política que nos divide. Barcelona: Deusto. ‍Miller, 2023), que se manifiesta en una fragmentación social como no se había conocido desde la Transición y que de alguna manera viene a revitalizar la idea de las dos Españas.

Por otro lado, hay que significar también como una constante en los hábitos y comportamientos de los liberales españoles del xix y xx su renuencia a aplicar principios doctrinales de esta teoría, como la división de poderes, frente a lo que se produjo una tendencia constante a la patrimonialización del Estado, así como la interferencia del Ejecutivo en distintas esferas y el debilitamiento del Parlamento. A este respecto, y frente a otros casos, el sistema constitucional español navegará sobre la base de un parlamentarismo débil, construido por el Ejecutivo, subordinado a él, a la par que con un elevado grado de intervención en los aparatos del Estado. Es una característica que se ha manifestado a lo largo de este tiempo y que ha llegado hasta nuestros días, como se decía al comienzo del texto (Jiménez Asensio, R. (2023). Instituciones rotas. Separación de poderes, clientelismo y partidos en España. Zaragoza: Estudio Sector Público. ‍Jiménez Asensio, 2023). Lo venía a reconocer implícitamente de manera excesivamente severa J. Almunia cuando señalaba que los Gobiernos socialistas (1982-‍1996) no habían logrado solventar la «inmadurez democrática», de manera que la «cultura política democrática (era) superficial en España», lo que suponía no respetar la distribución de poderes (Almunia, J. (2003). El dedo en todas las llagas. En M. A. Iglesias. La memoria recuperada (pp. 147-‍195). Madrid: Aguilar. ‍2003: 192).

Del mismo modo habría que señalar como una tendencia fuerte, aunque no constante, la ausencia de una tradición política del acuerdo, en alguna medida debido una inclinación a rechazar la pluralidad ideológica, a la negación del otro político. Esta vocación exclusivista corría pareja con planteamientos como la atribución de la voluntad de la nación o la apropiación de la idea de la república. Ello se ha plasmado en la vertiente normativa de las constituciones, que, por lo general, eran de parte y no nacionales. A este respecto, como dice el profesor Solozábal refiriéndose al siglo xix, aunque lo podemos extender también a la Constitución republicana, «hubo múltiples Constituciones, pero sin constitucionalismo» (Solozábal, J. J. (2021). La democracia en apuros. Anotaciones de un constitucionalista. Madrid: Minerva. ‍2021: 225). Y es que en buena medida se carecía, o más llanamente se rechazaba, una idea fundamental: las constituciones asentadas y estables tienen que ser de integración, de incorporación y negociación de elementos en tensión, de manera que lo que se busque es que sectores políticos y sociales diversos se encuentren cómodos en ese marco. Señalar aquí que la Constitución actual ha sido un punto de inflexión en esta tendencia secular y uno de tantos legados positivos que nos ha dejado la Transición.

A la par, el componente oligárquico de los Gobiernos en unos casos, o bien que fueran vividos como parciales en otros, derivó en el hecho de que el poder no fuera sentido como público, sino como algo ajeno, no legítimo, al que no se le debía lealtad, de lo que se infería, por tanto, que la insurrección o el rechazo rotundo estaría legitimado. En este sentido, diversos historiadores señalan la pervivencia y socialización durante buena parte de este tiempo de una cultura de la violencia política y su utilización como un recurso natural y, por contra, la debilidad de una «cultura cívica» (Ucelay da Cal, E. (2004). Tristes tópicos: supervivencia discursiva en la continuidad de una «cultura de guerra civil» en España. Ayer, 55, 83-‍105. ‍Ucelay da Cal, 2004: 83). Santos Juliá señalaba así que el fracaso a la hora de construir una nación cohesionada fue «la persistencia de un estado de guerra civil, en acto o larvado» (Juliá, S. (2018). De «dos Españas» a «España plural». Claves de Razón Práctica, 258, 12-‍21. ‍2018: 14), a lo que podríamos añadir la carencia de valores comunes y de una lealtad sistémica a ellos y a las instituciones.

En definitiva, y acabando por donde empezamos, dejo para su reflexión la idea de que la historia de estos dos siglos en España viene marcada por la confrontación liberalismo-democracia, primero como dos opuestos, y con el transcurrir del tiempo su difícil conciliación. Asimismo, la limitada o sesgada sedimentación del liberalismo en el pensamiento político español y en sus prácticas, su «falta de arraigo efectivo» (Jiménez Asensio, R. (2023). Instituciones rotas. Separación de poderes, clientelismo y partidos en España. Zaragoza: Estudio Sector Público. ‍Jiménez Asensio, 2023: 29), a la par que el escaso calado que tiene en nuestra cultura esa interpretación del liberalismo asociada a lo social y a la igualdad. Pueden ser factores que ayuden a explicar las fallas de nuestra democracia, los abusos del poder, la degradación del sistema político, así como el olvido de un cierto sentido moral que deben tener la política y sus representantes, que debieran interiorizar la regla de Weber de combinar la ética de la responsabilidad con la de la convicción.

NOTAS[Subir]

[1]

Dejar constancia de que Ruiz Soroa sintetiza el liberalismo en tres ejes: el individualismo, la noción de libertad y la limitación como técnica para controlar el poder (Ruiz Soroa, J. M. (2018). Elogio del liberalismo. Madrid: Los Libros de la Catarata. ‍Ruiz Soroa, 2018: 25). No obstante, es imposible de definir o limitar a un concepto único un término como liberalismo, que si por algo se distingue es por su carácter anfibológico, histórico y, por tanto, mudable. En este sentido, es útil la propuesta de Freeden de entender el liberalismo a través de distintas capas con diferentes contenidos, capas a veces comunicadas y a veces opuestas, que según el momento histórico se enfatizaba más en unas o en otras, y que en cualquier caso estaban y están en constante reorganización mutua (Freeden, M. (2019). Liberalismo. Una introducción. Madrid: Pagina Indómita. ‍Freeden, 2019: 81 y ss.).

[2]

Editorial. El País, 17-2-2024.

[3]

Para un análisis de la historia constitucional en la España contemporánea, Varela Suanzes (Varela Suances-Carpegna, J. (2020). Historia constitucional de España: Normas, instituciones, doctrinas. Marcial Pons: Madrid. ‍2020).

[4]

El Liberal, 11 de abril de 1931.

[5]

Declaraciones a Le Figaro, 13 de junio de 1958.

[6]

«Liberales». Editorial de El País, 6-10-1985.

[7]

En el programa electoral del PP de 1996 se cita en nueve ocasiones.

[8]

Declaraciones hechas frente Esperanza Aguirre con motivo de aquel congreso.

[9]

Así en El País del 7-‍1-1997 se dice que «González cree que el socialismo del futuro debe frenar al liberalismo», pero luego en el cuerpo de la noticia se lee que se refiere al neoliberalismo.

[10]

Llamativamente en la edición inicial de su libro, en 2019, esta referencia al socialismo liberal como una tradición histórica del PSOE no figura.

[11]

Véase, por ejemplo, en El País, 4-10-1993, las declaraciones de Borrell y Benegas.

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