RESUMEN
El artículo es un repaso del liberalismo en la historia contemporánea española y cómo se adaptó a las prácticas políticas a lo largo de este tiempo. En la parte final se abordan algunas de las insuficiencias del liberalismo en España y se valora hasta qué punto este pensamiento arraigó en los hábitos políticos del país.
Palabras clave: Liberalismo; democracia; historia; política; España.
ABSTRACT
The present article is a review of liberalism in contemporary Spanish history and how it adapted to political practices throughout this time. At the end of this paper addresses some of the shortcomings of liberalism in Spain and assesses the extent to which this thought took root in the political customs of the country.
Keywords: Liberalism; democracy; history; politics; Spain.
Uno de los temas recurrentes en el debate público es la preocupación y el interés
por un fenómeno global referido a que la democracia liberal vive un momento de tensión
ante el auge de los populismos y nacionalismos, a la par que valores esenciales que
se consideran liberales están siendo cuestionados. No es un tema cualquiera porque,
aunque no entramos a valorar lo que se puede comprender como liberalismo[1], sí hay señalar que este no es un ismo corriente o una ideología más, sino que es
un pensamiento sobre cuyos cimientos reposan sistemas como la democracia, de la que
es un nutriente fundamental. El liberalismo establece el marco en el que se mueve
la democracia y tiene además —o debe de tener—, como señala el filósofo M. Walzer,
una dimensión moral y personal relacionada con la tolerancia y la ausencia de dogmatismo
(
A pesar de lo dicho, y especialmente tras la crisis de 2008, se manifiesta una decepción
y desencanto hacia los valores liberales y, dentro de unas sociedades polarizadas
y movidas emocionalmente (
Pues bien, España no es una excepción en este panorama y se detecta entre sectores
intelectualmente cualificados una preocupación por la calidad del sistema democrático
liberal, preocupación que se ha agudizado con los Gobiernos de Sánchez y, más en particular,
en esta última legislatura. Los términos que se emplean para calificar nuestro sistema
democrático son reveladores («menguante», «degradada»…), considerándose que existe
una deriva hacia formas populistas e iliberales. En uno de esos trabajos ( Editorial. El País, 17-2-2024.
Si damos por buena la interpretación crítica, las preguntas que surgen son: ¿por qué este escaso respeto al contenido liberal de la democracia?, ¿puede ser debido al limitado poso de un liberalismo democrático y social en el pensamiento político español?, ¿a que dicha ideología o cultura han tenido un asentamiento superficial y no han llegado a generar un ethos conforme a esta idea? Y puestos en este terreno, ¿cuál ha sido el desarrollo del liberalismo español y su relación con la democracia en nuestra historia contemporánea? Hagamos, pues, un somero recorrido sobre esta cuestión por si podemos arrojar alguna luz.
Empecemos por indicar que, como señalan autores como Fernández Sebastián, la llegada
del liberalismo a España fue temprana, ya que se manifestó en el transcurso de la
Constitución de Cádiz con unos discursos por parte de distintos diputados en los que
destacaban la idea de la libertad asociada a un profundo sentido moral. En este sentido,
esta noción fuerte que emerge en Cádiz del liberalismo como sustantivo, como un concepto eje que delimita
a un grupo, precederá a Europa, donde habrá que esperar a los años veinte para que
su uso se extienda (
Como se sabe, la Constitución gaditana implicó un nuevo marco normativo de enorme importancia con artículos que fijaban los nuevos principios por los que debía regularse la sociedad. Como un elemento vertebrador se señalaba en su artículo tercero que «la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales», remarcando así que la soberanía era un derecho de titularidad nacional. Era una definición sustancial, que marcaba el terreno a los liberales, los cuales, sin embargo, pronto lo corregirán.
Llamemos la atención, por lo que luego se expondrá, que es en la comunidad nacional
donde estaba residenciado el derecho de soberanía, de manera que es la nación el sujeto
básico del poder y no las personas. Es significativo este enunciado, conscientemente
formulado, pues los constituyentes gaditanos tomaron como inspiración más directa
la Carta francesa de 1791, en la que lo primordial era la declaración de los derechos,
en tanto que en Cádiz la Nación (con mayúsculas) es colocada por encima de los individuos,
reflejo de una cultura política comunitarista (
Como señalara en su momento el profesor Artola, el enfrentamiento entre absolutistas y liberales fue lo que marcó la pugna política española en los primeros treinta o cuarenta años del siglo xix, lo que no quiere decir que el campo de estos segundos permaneciera inmutable; todo lo contrario, pues pronto se plasmó una divisoria entre exaltados y moderados si hablamos del Trienio, y entre moderados y progresistas si lo hacemos a partir de 1833. Se mantuvo, pues, una batalla retórica dentro del liberalismo formulada como dos polos de la que resultó políticamente triunfante la facción conservadora. Era una pugna que reflejaba una deriva del liberalismo hacia posiciones conservadoras, que contó con un soporte de intelectuales (Donoso, Alcalá Galiano, Pacheco) que daban cuerpo ideológico y normativo a lo que este nuevo liberalismo pretendía plasmar. Compaginándolo con esa confrontación discursiva, ambas facciones liberales mantuvieron ciertas similitudes; quizá la más importante era el rechazo a la democracia, así como que se desmarcaban de Cádiz como vía de tránsito del antiguo al nuevo régimen. Fue, pues, un giro hacia un nuevo tipo de liberalismo que huía de sus posibles aspiraciones revolucionarias cuando parte de los revolucionarios habían logrado para los años treinta lo sustancial y prioritario de sus demandas originales.
No fue un caso aislado, sino que fue una deriva general en el liberalismo europeo,
temeroso de lo que entendían los excesos que había cometido el revolucionarismo francés,
lo que trajo un escoramiento hacia posiciones conservadoras y de rechazo a la democracia
y a conceptos como la soberanía popular, marcándose así una nítida diferenciación
entre liberalismo y democracia. Más en concreto, para el nuevo liberalismo la bestia
negra era el «número», la masa, más específicamente la teoría de la soberanía del
pueblo, que todos los «nuevos» liberales rechazaron y a la que Guizot nunca llamó
así sino, con desdén, «soberanía del número». Frente a la «soberanía del número» se
erigía, como planteamiento compartido por el espectro liberal, la soberanía de la
razón, teoría que se etiquetará hacia 1826 como la "teoría del siglo"». (
Ello se plasmó en el tratamiento que otorgaron al principio de soberanía nacional,
pues los liberales españoles, tanto moderados como progresistas, se mostraron contrarios
a su aplicación estricta y buscaron prontamente la manera de desactivar esa doxa discursiva en un movimiento similar al que se produjo en Europa. Ello quedó formalizado
tempranamente en la Constitución de 1837, un híbrido de las dos formaciones, que se
presentaba a sí misma como una revisión de la de Cádiz y en la que la soberanía nacional
fue sustituida por la compartida entre Corona y Parlamento Para un análisis de la historia constitucional en la España contemporánea, Varela
Suanzes (
Completando el edificio, se despojó a la representación parlamentaria del principio
legitimador del sufragio, que quedó reservado a los más adinerados, todo ello conforme
a los criterios del liberalismo doctrinario francés (Guizot, Constant), que inspiró
a los liberales españoles, especialmente a los moderados (
Una nueva bandera cándida, resplandeciente, inmaculada ha aparecido en el mundo: su
lema es: «Soberanía de la inteligencia, soberanía de la justicia». Sigámosla, señores:
desde su aparición, ella sola es la bandera de la libertad; las otras (la de la soberanía
popular, la del derecho divino; N. del A.) de la esclavitud: ella sola es la bandera
del progreso; las otras de las reacciones: ella sola es la bandera del porvenir; las
otras de lo pasado: ella sola es la bandera de la humanidad; las otras de los partidos
(
Por tanto, la soberanía dejaba de estar en la nación y pasaba a estar en la inteligencia o, dicho de otra forma, la soberanía (era) de algunos, de la aristocracia inteligente (ibid.: 156). En suma, el sistema liberal español decimonónico quedó asociado con una vulneración radical del procedimiento de la soberanía nacional por la cual las elites conservadoras, a través de la Corona, mantenían en exclusiva el poder político. A la par el Ejecutivo se afirmaba —junto con la monarquía— como eje del sistema, desapareciendo cualquier atisbo de la división de poderes.
Estos eran principios doctrinales básicos del moderantismo, pero otra cuestión era
qué iba a hacer la otra gran formación política liberal, la progresista. No cabe duda
de que entre moderados y progresistas hubo diferencias sustanciales: los primeros
volcados en la conservación del orden, los segundos insistiendo en la necesidad de
las reformas e, incluso, con referencias externas diferentes, pues los moderados se
miraban más en el doctrinarismo francés, en tanto que los progresistas lo hacían en
el sistema de la monarquía inglesa. No obstante, a pesar de esas confrontaciones,
el progresismo aceptó el núcleo central de aquel sistema institucional, renunciando
al principio de la soberanía nacional y abrazando el sufragio censitario, autoexpulsándose así del paraíso democrático, en palabras de M. Sierra (
Aunque con el Sexenio los progresistas promovieron e implantaron el sufragio universal
masculino, a lo largo de este período mantuvieron una política de desconfianza hacia
los populares y de lo que implicaba la soberanía nacional, de manera que aceptaron
las reglas de juego ya descritas y el sufragio limitado. La diferencia fundamental
con los moderados era su voluntad de ampliar el censo electoral para que su electorado
natural pudiera expresarse: así, a la altura de 1844 este sumaba 600 000 varones,
una cifra ciertamente estimable, pues suponía alrededor del 5 % de la población total
y muy por encima de los porcentajes de votantes que se registraban en los países liberales
europeos (
Fue también este el momento en que apareció el liberalismo democrático a través del partido demócrata, que nació en 1849 defendiendo la universalización del sufragio. También cuando se manifestaron los republicanos y los primeros socialistas, en simbiosis unos y otros. No obstante, a pesar de que fue una alternativa activa y con una implantación no desdeñable, no dejó de ser periférica y ello tiene que ver con la idea que expresa el profesor Martorell de que España era un país con pocos liberales.
Así, el liberalismo que se conformó durante el xix lo hizo desde una cultura política ajena a los ideales democráticos, situándose en
medio de las dos polaridades, el absolutismo del antiguo régimen, por un lado, y la
democracia y las masas por otro, y dentro de ese modelo ecléctico del «justo medio»
tan afín a los moderados (
Este diseño institucional marcado por los moderados se prolongó en el tiempo y fue
la base sobre la que operó el sistema conservador de la Restauración. No en vano,
hubo una continuidad de las élites políticas, como lo prueban los alfonsinos Cánovas
y Sagasta, con una larga trayectoria previa. Es ya conocido, y nos evita mayores comentarios,
cómo el modelo ideado básicamente por Cánovas y plasmado en la Constitución de 1876
reproducía el esqueleto del liberalismo doctrinario de la de 1845 —constitución interna
con rey y Cortes, en detrimento de la nación—, de manera que a la Corona se le continuaban
concediendo atribuciones decisorias. En relación con la democracia, Canóvas no albergaba
dudas: «La Constitución vigente no es una Constitución democrática, gracias a Dios;
será preciso bastardearla, será preciso corromperla, será preciso violarla para que
resulte una Constitución democrática» (
Dado que estamos haciendo del tema de la soberanía nacional uno de los ejes del texto,
puede ser de interés detenerse brevemente en Sagasta y en la aprobación del sufragio
universal masculino en 1890, durante el Gobierno largo por él presidido. Fue una iniciativa
que se debió más a compromisos del político riojano (con Castelar), a dificultades
internas y a la necesidad de contentar a su ala izquierda que a un entusiasmo por
el logro de la soberanía (
Tal situación varió con el fin de siglo y la aparición de una sociedad crecientemente
movilizada. Podemos hablar así de una segunda etapa de la Restauración, cuando se
acabaron los tiempos bobos y del aburrimiento nacional que señalara Galdós (
En el nuevo marco de la sociedad de masas que se desarrolló en el mundo occidental,
el liberalismo tradicional se mostraba agotado, lo que le forzó a transformarse. Surgió
así un nuevo liberalismo a escala europea con distintas manifestaciones nacionales:
son los casos del socialismo de cátedra alemán, el solidarismo francés o el new liberalism británico (
Estas nuevas orientaciones del liberalismo tuvieron su plasmación en España tanto desde el punto de vista intelectual como político. Se abrió así otro ciclo en el liberalismo español, bien en su vertiente conservadora bien en la más progresista, que se enfrentó con los problemas sistémicos de la Restauración en lo que podía entenderse como un transitar del liberalismo a la democracia o, si se prefiere, de una fusión de ambas.
En este sentido, fue patente la influencia de estas corrientes extranjeras en los
krauso-institucionistas, con una preocupación social relevante que les llevó a implicarse
en los proyectos reformistas entonces aplicados por los Gobiernos liberales a través
de figuras republicanas-liberales como Azcárate, Posada o Adolfo Buylla, definidos
por su raíz liberal, social y democrática (
Sin embargo, no se consiguió durante esta segunda etapa de la Restauración lograr
esa fusión de liberalismo y democracia, aunque hubo momentos en los que se atisbó
que tal empresa podía alcanzarse o, al menos, hubo tentativas. Quizá los más significativos
fueron el Gobierno Canalejas (1910-1912), por un lado, y los últimos años de la Restauración,
por otro, aunque ambas experiencias fueron fallidas. En el caso de Canalejas, el problema
—como el de otros reformadores del sistema, como Maura— continuó siendo que más allá
de sus apelaciones no se contó con la ciudadanía para que a través de procesos electorales
limpios desmontaran la ficción del sistema y rompieran con su componente corrupto
y caciquil. Persistía la desconfianza hacia los populares y consideraba que el cambio
del sistema o la reforma constitucional no era lo más relevante en ese momento (
Llamativamente, una nueva etapa en la que se pudo atisbar la eventualidad de un paso
del liberalismo a la democracia fue en los últimos años de la Restauración, en plena
crisis del sistema liberal y de los valores que le caracterizaban en la Europa del
final de la Gran Guerra. Sin embargo, la historiografía, tanto la reciente como la
más clásica (
En definitiva, la imagen que resulta finalmente de la Restauración es la de un sistema representativo, parlamentario y constitucional, pero no democrático y con graves deficiencias en lo que atañe al funcionamiento de sistema institucional liberal. Los intentos reformistas fueron eso, intentos fracasados, lo que generó gran frustración. En definitiva, lo que se produjo fue esa idea formulada por T. Carnero de «democratización inacabada», lo que favoreció la salida involutiva de Primo de Rivera. Además, el sistema turnista, basado en la corrupción sistémica, nos separó de otros países europeos y nos acercó a los del mediterráneo, en concreto al transformismo italiano y al rotativismo luso.
La II República fue una etapa especialmente compleja y difícil para el liberalismo
si por tal cosa se entienden comportamientos políticos que llevan al encuentro y al
entendimiento. No repetiremos lo ya muy sabido de que la creciente radicalización
del escenario político y el incremento de la violencia eran marcos contrarios a las
políticas liberales y a su espíritu. Ello no fue obstáculo para que en su transcurso
se pusieran en práctica políticas liberales de distinto signo, de manera que durante
este período se confrontaron cuando menos dos modelos liberales que prexistían ya,
pero que en esta coyuntura se explicitaron y se enfrentaron. Emergió, así, como una
opción de gobierno, un liberalismo radical que enlazaba con la tradición del democratismo
republicano, popular, parlamentario, laico, rupturista con lo anterior, revolucionario
según se entendían a sí mismos y con la voluntad de hacer frente a los problemas históricos
de España para transformarlos. Es lo que representaba Azaña, sobre todo, pero también
los radical-socialistas como Marcelino Domingo o Álvaro Albornoz. Como decía Marcelino
Domingo, «los liberales en el siglo xx o son republicanos o son unos histriones» El Liberal, 11 de abril de 1931.
Ahora bien, junto a este liberalismo de izquierdas o progresista persistió otro emparentado
con el tradicional, de tono conservador o conservador-centrista, que tuvo diversas
expresiones, pero que fue asimismo influyente durante este período. Aunque su consideración
y límites sea objeto de polémica historiográfica, fue integrado por antiguos liberales,
deseosos de una republica de orden, no radical, moderada, con cambios pautados que
contaran con un respaldo social. Algunos historiadores ponen el acento en que pretendían
una república conservadora, en tanto que otros subrayan su pretensión de centrarla.
Son los Maura o Alcalá Zamora, que representarían una derecha liberal republicana,
los liberal-demócratas de Melquiades Álvarez o el partido radical con su diversidad
también interna entre Lerroux y Martinez Barrio y su vocación centrista (
En la consideración sobre la II República está pesando una contaminación analítica
presentista debida, sobre todo, a los medios de comunicación, que toman este período
como un referente actual para delimitar lo que debe ser un modelo democrático. Ciertamente
hasta hace bien poco la corriente predominante en la historiografía académica era
una visión edulcorada de la República, idealizada y muchas veces descontextualizada.
Frente a este estado de cosas ha surgido una corriente revisionista que propone otra
lectura de la II República y que es muy crítica con el proyecto que sostuvieron los
republicanos de izquierda y los socialistas. Aunque dentro de esta corriente hay historiadores
con diferentes y significativos matices entre ellos, hay una común consideración negativa
sobre la República que la izquierda puso en pie. Estiman así que republicanos de izquierda
y socialistas hicieron de esta una democracia revolucionaria que se caracterizó por su intransigencia, exclusivismo y afán de patrimonializar el
poder, nada liberal, de manera que solo los que aceptasen su idea de república estaban
legitimados para acceder al Gobierno. Las discursos y voluntades integradoras, de
pacto, les fueron ajenos, y lo que predominó por su parte fue un lenguaje extremista
y antiliberal, a veces belicista, concluyendo que «los principios y valores liberal-democráticos
se hallaron ausentes» en sus discursos y prácticas políticas (
Por el contrario, y como su opuesto, esta corriente historiográfica considera que
radicales y republicanos conservadores fueron una fuerza liberal, que buscó conciliar
democracia con liberalismo y que conforme a ello sostenían los valores de inclusión
y consenso. Refiriéndose en especial al Partido Radical, se subraya su voluntad centrista
e integradora, y cómo su objetivo fue establecer una democracia parlamentaria del
mismo modo que las reformas que se acometieran deberían ser templadas y contar con
un amplio respaldo. Como se aprecia, tras estos trabajos existe la reivindicación
de un tercer espacio, una tercera España alejada de los extremismos y que fue engullida
por ellos (
Es un enfoque que ha generado debate y contestaciones, señalándose en este sentido
que se ubica artificialmente en esa idea de la tercera España, así como que es metodológicamente pobre (exclusividad de lo político, limitado en
el análisis de la violencia), con una visión sesgada y catastrofista de la República,
de manera que se pone un desmedido énfasis en la brutalización de la política, mientras que omite lo sustancial del proyecto republicano de izquierdas
en tanto que laboratorio de todo tipo de reformas (
Sin entrar en este debate, sí considero que pueden convenirse dos aspectos: a) la
estanqueidad social y política que caracterizó a la República, con unas retóricas beligerantes
y hostiles (
En cualquier caso, la apuesta de los republicanos era clara: establecer un sistema
democrático basado en el juego de mayorías y minorías. Proyectar desde el hoy la idea
de que la República debería haber buscado el acuerdo amplio y el consenso resulta
poco verosímil en aquella sociedad marcada por una intensa politización y polarización,
en la que la violencia formaba parte de la vida cotidiana (véase el excelente trabajo
de
En lo que atañe al período franquista, el liberalismo fue una de las principales figuras
retóricas que denunciara el régimen y formó junto con el comunismo y la masonería,
además del separatismo, el conjunto de referentes que extirpar. Así, para el dictador
la vigencia del liberalismo durante el xix y parte del xx había sido la causa del declive de España y «de la pérdida de nuestro Imperio y un
desastroso ocaso» Declaraciones a Le Figaro, 13 de junio de 1958.
No es de extrañar, por tanto, que los liberales españoles, en el número que fuere,
estuvieran hibernados, fuera de la circulación pública, sin intervenir en el ágora,
encerrados en sí mismos o a lo sumo en intercambios privados, como si estuviera soterrados (
Es a partir de los sesenta cuando de manera nítida se manifiesta la conversión de
antiguos fascistas en liberales de nuevo cuño (Ridruejo, Laín, Tovar), en liberales
sin más (a los señalados añádase el católico Ruiz Giménez…), lo que les hizo, a su
vez, proyectar hacia su pasado las semillas de su evolución reinterpretando desde
el presente esa etapa (
Ciertamente, esos proyectos de recomposición del liberalismo político no se vieron
favorecidos por la emergencia de una nueva cultura izquierdista de contenido marxista,
doctrinalmente no liberal, que rechazaba la democracia parlamentaria como algo formal
y burgués, aunque participaba activamente en la lucha por la libertad. Fue una cultura
hegemónica en ese ámbito de la izquierda, con una mezcla confusa de radicalismo marcusiano,
estructuralismo althuseriano, tercermundismo y maoísmo, cuyo resultado fue el asentamiento
en la izquierda extrema del dogmatismo e intolerancia y ajena a los principios liberales.
Valores como la individualidad eran rechazados en favor de lo colectivo entendido
como una vía para ejercer la solidaridad (
No hace mucho el profesor Carreras se hacía eco de que el término liberal es todavía maldito en la España del siglo xxi (2017), lo que resulta paradójico en un país con una democracia estable. Puede que no lo sea tanto si observamos la trayectoria del liberalismo durante esta etapa y, adelantémoslo ya, su escasa impregnación.
Hay que empezar señalando que el tiempo de la Transición puede razonablemente interpretarse como el triunfo no solo de la democracia, sino también, y para lo que aquí interesa, de los valores políticos del liberalismo y del tipo de cultura con la que se asocia: conciliación, encuentro, búsqueda del consenso, cuya arquitectura final se plasmó en la Constitución de 1978. Fue una etapa en la que se aplicaron las bases de lo que se puede entender como el liberalismo político (la libertad y las libertades, el pluralismo, los derechos individuales, la igualdad política, la idea de la división de poderes…), pero si esto fue manifiesto no lo fue tanto la percepción o consciencia de lo que esta vertiente liberal comporta en toda democracia. Se buscaba por parte de las fuerzas que impulsaron este proceso la implantación principalmente del sustantivo (la democracia) y se relegaba el adjetivo (lo liberal), que no aparecía como un concepto agregado ni sustancial.
Ciertamente, durante la Transición y el periodo democrático posterior ideas propias
del liberalismo político estaban presentes en buena parte de los partidos políticos
y, al decir de El País, era una cultura inmersa en distintas formaciones «Liberales». Editorial de El País, 6-10-1985.
Bien es verdad que las formaciones de derechas o conservadoras —no la extrema, que
seguía demonizando la democracia liberal— incorporaban cierta compresión liberal de
lo que debía ser el sistema político, pero con lo que sintonizaban especialmente era
con el discurso económico que se tiene por liberal, es decir, el mercado como elemento
regulador y, por tanto, las prácticas de liberalización y privatización económica,
replicando en suma las formulas neoliberales en boga a partir de los años ochenta
del siglo pasado. Prueba de tal orientación es que si había un término totémico en
los programas electorales de AP, primero, y del PP, después, era el de liberalización, concebido como instrumento esencial para la eficiencia económica En el programa electoral del PP de 1996 se cita en nueve ocasiones.
En cualquier caso, hubo también con el tiempo una evolución del PP en la dirección
de recuperar la cultura liberal en su sentido político, y así, en su programa electoral
del 2008, se señalaba expresamente que era una formación «que asume la tradición del
liberalismo español surgida de la Constitución de Cádiz» (PP, 2008: 9). En dicha ocasión
uno de los más reconocidos liberales «renovadores», Lasalle, escribía dentro del contexto
de la confrontación política interna que «el Partido Popular no necesita abrir ningún
debate sobre el liberalismo, ya que lo ha asumido como soporte de la mayoría de sus
propuestas» Declaraciones hechas frente Esperanza Aguirre con motivo de aquel congreso.
¿Y la izquierda? Pues durante el tiempo de la Transición y la democracia ha manejado
con dificultad la idea de lo liberal y el liberalismo. El franquismo había roto el
cordón con el liberalismo de corte social, que resultaba una tendencia desconocida
especialmente entre la mayoritaria oposición de izquierda, muy radicalizada, cuya
visión en aquel momento era vincular la idea de lo liberal a la economía política
y al fomento de la desigualdad social. Era una imagen extendida en la que incluso
se producían equívocos, pues cuando se daba una noticia con críticas a una de las
formas del liberalismo —la neoliberal— se reproducía como si fueran al liberalismo
en su totalidad Así en El País del 7-1-1997 se dice que «González cree que el socialismo del futuro debe frenar
al liberalismo», pero luego en el cuerpo de la noticia se lee que se refiere al neoliberalismo.
Bajo estas coordenadas, y especialmente en un espacio temporal que abarca hasta fines
del s. xx, la izquierda marxista se manifestó en contra de la idea de lo liberal, bien sea a
través de figuras intelectuales (Vázquez Montalbán, por ejemplo) o de personalidades
de este ámbito ideológico, asociándolo con la derecha y con las fórmulas económicas
neoconservadoras. No obstante, se fue expresando también otra izquierda, más numerosa,
la socialista, que fue normalizando el concepto de socialdemocracia y ha tratado de
introducir la idea que dentro de esta cabía un liberalismo social. De todos modos,
no ha sido un proceso sencillo y, más aún, cabe dudar del calado que ha tenido en
el mundo del socialismo ese liberalismo democrático y social como un componente de
su propio relato. Una expresión de la complicada sintonía de la izquierda con el liberalismo
lo refiere J. Borja a cuenta de una reunión de la Internacional Socialista en
Como se sabe, fue Felipe González el que promovió esa idea de poder entender el socialismo en clave socialdemócrata y de que lo liberal podía ser compaginable con este modelo (véase, por ejemplo, sus declaraciones, El País, 11-10-1990). Ello se plasmaría en las políticas gubernamentales y en la designación de socialistas con notables simpatías hacia lo liberal en puestos destacados tanto en su vertiente político-social (Maravall, Peces Barba) como en la económica (Boyer o Solchaga).
Años más tarde, Zapatero puso en boga una variante de la familia del liberalismo,
el republicanismo argumentado por Pettit, que se sintetizaba especialmente en la idea
de la no dominación, en la defensa de la autonomía del individuo y de ponerle a salvo de las arbitrariedades
del Estado o de los grupos económicos. Era una propuesta de renovación que ha sido
criticada por superficial, oportunista y extravagante, nada interiorizada en el partido,
y que servía de relleno con un fin utilitarista de revestir de una cierta aureola
intelectual una oferta política (
Recientemente, sin embargo, se está generando desde sectores socialistas una reivindicación
expresa de un socialismo liberal, tanto en un ámbito preferentemente intelectual ( Llamativamente en la edición inicial de su libro, en 2019, esta referencia al socialismo
liberal como una tradición histórica del PSOE no figura.
Esa prevención o rechazo hacia el término socialismo liberal venía impulsado por la referida asociación que existía entre liberalismo y neoliberalismo,
o sea, su vínculo con las recetas económicas que este modelo estaba implicando. Estas
reticencias globales se concretaron en el seno del socialismo español en el rechazo
que dentro del partido implicaron las políticas económicas de los ministros identificados
como «social-liberales», como fue el caso de Solchaga, alejado de la ortodoxia socialdemócrata
y con una importante contestación interior ( Véase, por ejemplo, en El País, 4-10-1993, las declaraciones de Borrell y Benegas.
Tras lo dicho, creemos que puede convenirse que en esta nueva etapa política que se
inaugura en España con la Transición el liberalismo sigue sin echar raíces sólidas
entre las distintas familias políticas. Continúa siendo una ideología secundaria,
si bien su creciente cuestionamiento a escala global ha supuesto que recupere actualidad.
No obstante, la falta de sedimentación en España de una visión compleja de lo que
entraña el liberalismo, su comprensión superficial o parcial, son factores que ayudan
a entender la facilidad con que se producen vulneraciones de nuestro funcionamiento
político y el deterioro institucional que padecemos. Continúa estando vigente lo que
nos dejó escrito Álvarez Junco: «De ahí también el carácter hasta cierto punto engañoso
de la Transición a la democracia. Como en 1812, una sociedad que se acostó un día
autoritaria se levantó al siguiente demócrata y moderna. Pero no liberal. No es el
respeto al discrepante lo que se enseña en la escuela. Y quien gana las elecciones
se cree con derecho a ejercer un poder con muy escasas restricciones» (
La Transición primero y luego la democracia no supusieron una reflexión densa sobre lo que debe implicar el liberalismo en un sistema democrático, los componentes morales que implica y lo que apareja su doctrina política. Así también puede entenderse la indiferencia con que en la actualidad se observan los lastres de nuestro sistema político, su carácter partitocrático, la dependencia del Estado y su colonización por el Ejecutivo.
Llegados a este punto quisiera exponer algunas sugerencias de debate, algunas reflexiones y preguntas que se suscitan tras este somero repaso.
Hay una primera cuestión que llama la atención, como es la decisoria intervención de la Corona en el sistema político, circunstancia que tuvo lugar durante los años 1814-1931, lo que a la larga socavaba a la institución y a la vez al propio sistema. Ciertamente no fue algo específico de España, pues, como hemos visto, tenía un anclaje normativo en el modelo extendido en Europa, que consistía en su caracterización como monarquías constitucionales con poderes ejecutivos, a la par que recogían el espíritu doctrinario de erigirse en un poder moderador y arbitral. Tal fue la cultura dominante en Europa tras la Restauración de 1814, animada por una común prevención: el miedo al pueblo.
Había así semejanzas, pero en el caso español esa activa función política de la corona
se combinó durante el siglo xix con una reina como Isabel II, con sus camarillas y sus veleidosas políticas palaciegas,
que acabaron en un enorme desprestigio de su figura. Y es que, como señala Burdiel,
su mundo estuvo más cerca del absolutismo que del liberalismo (
De otro cariz distinto, pero asimismo muy importante, fue la intervención de dos instituciones como la Iglesia y el Ejército en la vida política y social española, apoyando las opciones más conservadoras y derechistas. Ello fue no solamente resultado de su iniciativa, sino también del amparo que desde Gobiernos liberales se otorgó a ese intervencionismo. Habría que matizar en este punto que la decantación ideológica de los militares hacia la derecha se produjo a partir de la Restauración, pues antes intervinieron también de forma decisiva en favor de las oleadas insurreccionales de los progresistas. Será también a partir del período restauracionista cuando se desarrolle un fuerte sentido corporativo en la oficialidad del Ejército, que le llevará a que la violencia pretoriana que protagonizaron durante el siglo xx se caracterice por intervenir como institución y no según el modelo anterior, que lo hacían conforme a intereses partidistas.
Por otro lado, hubo a lo largo de todo este tiempo una cuestión fundamental: el rechazo
del Ejército a su subordinación al poder civil, considerándose los militares un poder
autónomo que no debía dar cuenta de sus actos a ninguna otra institución del Estado
y capacitados para velar por el orden político. Ello se formuló ya inicialmente también
en la Constitución gaditana, en la que se consagró el «fuero particular» de los militares,
además de encargarles la conservación del orden interior. Se implantó, pues, un modelo
que se alejaba del liberalismo clásico de otros países en los que se velaba tanto
por la primacía del poder civil como por reservar labores de policía al mando civil.
De hecho, esta autonomía jurisdiccional de los militares, su conformación como una
sociedad independiente, ha llegado casi hasta nuestros días, como lo evidencia que
fuera uno de los puntos de fricción más importantes que se registraron durante la
Transición y los primeros años de la democracia. Así, el que fuera ministro de Defensa,
N. Serra, señalaba cómo el eje de su actuación al frente del Ministerio (1982-1991)
fue romper con ese papel tutelar que se asignaba el Ejército y poner fin a la autonomía
jurisdiccional que mantenía. Este proceso no culminó hasta 1989, lo que marcaba, a
su modo de ver, el final de la Transición (
Pero junto a estas anomalías, hubo otros aspectos que afectaron a la vida política española y, por ende, al desarrollo de un sistema y de una cultura liberal y que, recogiendo el modelo de capas que hemos citado de Freeden, interactuaron unos con otros.
Así, por ejemplo, estaríamos hablando de un liberalismo deficiente —o de unas formas
que se pretenden de él—, que prima lo colectivo (nación, pueblo, proletariado...)
frente al individuo, entendiendo el cuerpo social como una realidad natural en lugar
de como un artificio producto de un contrato. Es la tesis que en su momento formulara
el profesor Álvarez Junco (
En estrecho contacto con esta cuestión, y tal como lo expusiera M. Pérez Ledesma (
En el terreno discursivo, señalar la pervivencia de la metáfora de las dos Españas
y su efecto performativo en el sentido de acentuar las polaridades. Se conviene con
Santos Juliá (
No obstante, y como un fenómeno que se manifiesta globalmente, estamos asistiendo
en la actualidad a un proceso de polarización (
Por otro lado, hay que significar también como una constante en los hábitos y comportamientos
de los liberales españoles del xix y xx su renuencia a aplicar principios doctrinales de esta teoría, como la división de
poderes, frente a lo que se produjo una tendencia constante a la patrimonialización
del Estado, así como la interferencia del Ejecutivo en distintas esferas y el debilitamiento
del Parlamento. A este respecto, y frente a otros casos, el sistema constitucional
español navegará sobre la base de un parlamentarismo débil, construido por el Ejecutivo,
subordinado a él, a la par que con un elevado grado de intervención en los aparatos
del Estado. Es una característica que se ha manifestado a lo largo de este tiempo
y que ha llegado hasta nuestros días, como se decía al comienzo del texto (
Del mismo modo habría que señalar como una tendencia fuerte, aunque no constante,
la ausencia de una tradición política del acuerdo, en alguna medida debido una inclinación
a rechazar la pluralidad ideológica, a la negación del otro político. Esta vocación exclusivista corría pareja con planteamientos como la atribución
de la voluntad de la nación o la apropiación de la idea de la república. Ello se ha
plasmado en la vertiente normativa de las constituciones, que, por lo general, eran
de parte y no nacionales. A este respecto, como dice el profesor Solozábal refiriéndose
al siglo xix, aunque lo podemos extender también a la Constitución republicana, «hubo múltiples
Constituciones, pero sin constitucionalismo» (
A la par, el componente oligárquico de los Gobiernos en unos casos, o bien que fueran
vividos como parciales en otros, derivó en el hecho de que el poder no fuera sentido
como público, sino como algo ajeno, no legítimo, al que no se le debía lealtad, de
lo que se infería, por tanto, que la insurrección o el rechazo rotundo estaría legitimado.
En este sentido, diversos historiadores señalan la pervivencia y socialización durante
buena parte de este tiempo de una cultura de la violencia política y su utilización
como un recurso natural y, por contra, la debilidad de una «cultura cívica» (
En definitiva, y acabando por donde empezamos, dejo para su reflexión la idea de que
la historia de estos dos siglos en España viene marcada por la confrontación liberalismo-democracia,
primero como dos opuestos, y con el transcurrir del tiempo su difícil conciliación.
Asimismo, la limitada o sesgada sedimentación del liberalismo en el pensamiento político
español y en sus prácticas, su «falta de arraigo efectivo» (
[1] |
Dejar constancia de que Ruiz Soroa sintetiza el liberalismo en tres ejes: el individualismo, la noción de libertad y la limitación como técnica para controlar
el poder ( |
[2] |
Editorial. El País, 17-2-2024. |
[3] |
Para un análisis de la historia constitucional en la España contemporánea, Varela
Suanzes ( |
[4] |
El Liberal, 11 de abril de 1931. |
[5] |
Declaraciones a Le Figaro, 13 de junio de 1958. |
[6] |
«Liberales». Editorial de El País, 6-10-1985. |
[7] |
En el programa electoral del PP de 1996 se cita en nueve ocasiones. |
[8] |
Declaraciones hechas frente Esperanza Aguirre con motivo de aquel congreso. |
[9] |
Así en El País del 7-1-1997 se dice que «González cree que el socialismo del futuro debe frenar al liberalismo», pero luego en el cuerpo de la noticia se lee que se refiere al neoliberalismo. |
[10] |
Llamativamente en la edición inicial de su libro, en 2019, esta referencia al socialismo liberal como una tradición histórica del PSOE no figura. |
[11] |
Véase, por ejemplo, en El País, 4-10-1993, las declaraciones de Borrell y Benegas. |
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