Difícilmente podía ser más oportuna la edición a cargo del catedrático emérito de Filosofía Antigua de la Universidad de Sevilla, Antonio Hermosa, de este volumen que reúne dos de los textos cardinales del sionismo, Autoemancipación (1881) de Leo Pinsker y El Estado judío (1896) de Theodor Herzl. La espantosa guerra de Gaza, en efecto, ha devuelto a las primeras páginas de los periódicos (disculpe el lector esta imagen ya anticuada) un conflicto que, en los diez últimos años y a pesar de no haberse todavía resuelto, había perdido buena parte de su presencia mediática. A partir de los atentados terroristas del 7 de octubre y de la durísima respuesta israelí, se ha convertido en el principal problema político y humanitario del mundo, por encima, incluso, de la guerra de Ucrania. Se trata, además, de un problema que después de más de cien años de existencia —si se toma como referencia la Declaración de Balfour en 1917— parece imposible de resolver y que, lamentablemente, suscita un apasionamiento y una visceralidad insólitas (¿sospechosas?) entre personas que tienen la fortuna de vivir muy lejos del escenario donde la tragedia tiene lugar.
Constituye, por lo tanto, todo un acierto la presentación al lector de lengua española de estos dos textos, ambos escritos originalmente en alemán. Del primero, el de Pinsker, una soberbia pieza literaria, Antonio Hermosa ya había publicado en 2012 una magnífica traducción en la revista Araucaria, traducción que es la misma que se nos ofrece ahora. Respecto al texto de Herzl, asimismo, el editor había realizado otra acertada traducción al español en 2005 para la editorial argentina Prometeo, traducción que también es la misma que la de este volumen. Ambos textos son prologados por sendos estudios preliminares a cargo del propio Hermosa, sugerentes y densos, aunque, inevitablemente, también susceptibles de controversia.
Si bien Leo Spinsker (1821-1891) escribió Autoemancipación bastante antes que Herzl, su nombre es mucho menos conocido que el de este. Nacido en Odessa ciudad entonces parte del Imperio ruso, fue durante la mayor parte de su vida un partidario de la asimilación de los judíos y abogó por la abolición de las discriminaciones legales en contra de ellos. Los pogromos en su ciudad natal en 1871 y 1881 lo convencieron de la inviabilidad de ambas medidas. La emancipación legal no traía consigo la emancipación social, es decir, el fin del antisemitismo. El odio de las naciones gentiles hacia los judíos tenía un carácter general, irracional y congénito («todos los pueblos de la tierra, unánimes en su deseo de aniquilarnos»; «la judeofobia es una psicosis. En cuanto psicosis, es hereditaria, y en cuanto enfermedad heredada desde hace dos milenios, incurable»; «una demonopatía específica y congénita del género humano»). En realidad, matiza Pinsker, ese sentimiento, como toda fobia hacia los foráneos, constituye en parte un fenómeno comprensible, porque «ningún pueblo siente a priori amor hacia los extranjeros. Se trata de algo etnológicamente fundado, y de lo que no cabe reprochar a ningún pueblo». ¿Qué sucedía, entonces, con aquellos gentiles que no manifestaban ninguna hostilidad hacia los judíos? Que su tolerancia y protección eran «una máscara» y que, en el fondo, también los miraban con suspicacia. El motivo de este rechazo era que «el pueblo judío no tiene su propia patria […] no tiene centro de gravedad, no tiene un gobierno propio, ni representantes acreditados. Es en todas partes un huésped y en ninguna parte está en casa». En consecuencia, era preciso que los judíos se dotaran de un territorio y un Estado propios. Esto, sin embargo, advierte Pinsker, no tendría que hacerse necesariamente en Tierra Santa (una duda que hoy resultaría insólita en un sionista).
Dicha propuesta implicaba —como destaca Hermosa— una renuncia a la redención mesiánica o, por lo menos, a la interpretación más usual de cómo ésta tendría lugar. En ese sentido, se advierte en Pinsker —y en el conjunto del sionismo posterior— una comprensible desesperación ante la continua postergación de las promesas divinas de redención. Los judíos tenían que emanciparse no solo de la opresión gentil, sino también de sus propias tradiciones mesiánicas y, en definitiva, salvarse a sí mismos (de ahí el título de Autoemancipación).
Theodor Herzl (1860-1904) era también un judío asimilado, nacido en Budapest, pero de lengua y cultura alemanas. Hasta mediados de la década de 1890 fue incluso partidario de la conversión en masa de los judíos al cristianismo. Desconocedor del escrito de Pinsker en el momento de escribir el suyo, lo redacta también como reacción a los ataques antisemitas que se estaban produciendo en diversas partes del mundo. Y como aquel, tampoco entrevió otra salida que la creación de un Estado judío (o, literalmente, «de los judíos»).
El odio hacia estos era, según Herzl, omnipresente. Ni los países más civilizados se habían librado de él. La emancipación jurídica y los intentos de asimilación habían terminado mostrándose un fracaso. «En todas partes hemos intentado honestamente integrarnos en la comunidad popular con la que convivíamos, preservando solo la fe de nuestros padres. No se nos dejó»; «En nuestras patrias, en las que vivimos ya desde hace siglos, se nos vocifera que somos extranjeros»; «Los pueblos en los que viven los judíos son todos ellos […] antisemitas».
Los viejos prejuicios, en definitiva, estaban demasiado arraigados. Pero, destacaba Herzl para sorpresa del lector actual, no se trata solo de prejuicios, porque el antisemitismo es un fenómeno complejo que tiene cierta razón de ser. En él hay, en efecto, algo «de broma pesada, rivalidad genérica, prejuicio heredado, intolerancia religiosa, pero también de presunta legítima defensa». El autor se expresa aquí con cautela, como para no dar argumentos a los antisemitas ni hurtarse apoyos entre los judíos. Pero más adelante sentencia con rotundidad que estos son «el resultado del gueto». Estas extrañas afirmaciones, parecidas a las de otros sionistas posteriores, las desarrolla en otros párrafos: los judíos son un pueblo de clases medias que, objetivamente, representan «una temible competencia» para las clases medias no judías; además, «hacia abajo nos hacemos proletarios y subversivos —todos los cuadros subalternos de los partidos revolucionarios proceden de nosotros—, mientras hacia arriba aumenta al mismo tiempo nuestro temible poder financiero».
Herzl, de todas formas, pasa con rapidez por las causas reales o imaginarias del antisemitismo. Lo asume como un hecho incontestable y prefiere centrarse en la descripción del remedio: «Construir un Estado, o mejor: un Estado modelo». Al igual que Pinsker, duda acerca de su ubicación geográfica: «Dos son las zonas a tomar en consideración: Palestina y Argentina» (si bien añade que «Palestina es nuestra inolvidable patria histórica»). Con todo, tampoco consagra demasiado espacio a elucidar este problema. A lo que dedica la mayor parte de su ensayo es a proyectar las actividades de una futura «Society of Jews». A pesar de no haberse ni siquiera constituido, Herzl la imagina tratando con Estados soberanos, asumiendo parte de su deuda, ofreciendo al sultán otomano el saneamiento de sus finanzas, si finalmente les cede Palestina. Prevé, además, una larga serie de tareas en la construcción del Estado judío: la venta de inmuebles, la compra de tierras, la construcción de edificios y viviendas, las condiciones de trabajo, la planificación urbana, los tratados de extradición... En mucha mayor medida que Pinsker, Herzl es un soñador pragmático que necesita ir más allá de la mera declaración de intenciones, proponer medidas concretas y, sobre todo, ofrecer la perspectiva de un proyecto propicio. El nuevo Estado «ha de ser realmente la tierra prometida».
Al hilo de todas estas cuestiones, señala como otra de las tareas de esa «Society of Jews» la redacción de «una Constitución en todo lo posible buena y moderna». No deja de ser curioso que el actual Estado judío todavía carezca de este texto legal. En cualquier caso, nuestro autor revela aquí un espíritu abierto, modernista y bastante más liberal que conservador. Así, escribe: «Sobre nadie debe ejercerse más coacción que la necesaria en aras de conservar el Estado y el orden». Expresamente, además, rechaza toda impronta teocrática en el futuro Estado; reinarán en él la libertad religiosa y la igualdad de derechos entre los creyentes de las distintas confesiones. Su novela utópica Altneuland (1902), que describe un Estado judío en Palestina, coincide en esa descripción de un país abierto y tolerante.
Sin embargo, cara a una mejor comprensión de este argumentario, acaso, habría sido útil que el estudio preliminar lo hubiese puesto en relación con la trayectoria personal de Herzl y comparado con otros escritos, sobre todo sus diarios, redactados entre 1895 y 1905. Allí se manifiestan en ocasiones ideas y se desvelan actuaciones notablemente menos liberales y benéficas que las que nos presenta en El Estado judío o en Altneuland. Herzl, por ejemplo, responde en 1899 al interrogante «¿Qué es una nación?» de este modo: «Un grupo histórico de personas de reconocible homogeneidad que es mantenido unido por un enemigo común». «El enemigo es el anillo de hierro que mantiene una nación unida […]. Las naciones permanecerán tanto como continúen siendo hostiles las unas a las otras». En otras palabras, condicionado lógicamente por sus experiencias vitales, Herzl solo comprende las naciones como sujetos en eterno enfrentamiento.
Esta puesta en contexto de El Estado Judío permitiría un retrato ideológico de su autor en toda su complejidad (una complejidad que suelen pasar por alto tanto quienes ven en él una suerte de Gandhi avant-la-lettre, como quienes lo pintan como el cínico teórico de un colonialismo despiadado). Tal ponderación del personaje resulta muy relevante, puesto que atañe al propio proyecto de Estado que, a la postre, conformó Israel. Así, desde cierto punto de vista, como reflejan el folleto de Herzl o el texto la Declaración de independencia de 1948 —que Hermosa cita—, ese proyecto se diría ilustrado, democrático, pluralista, pacífico, universalista y emancipador. Pero, lo cierto es también que, desde otro punto de vista, tan alto afán humanitario implicó la expulsión violenta de los palestinos de sus tierras, la muerte y el encarcelamiento de muchos de ellos, el impedimento de su derecho a autodeterminarse y la propia negación de su existencia. Un precio bastante alto, cabe reconocer.
Esto nos lleva a las apreciaciones que Hermosa realiza acerca del conflicto palestino-israelí y la política interna israelí a lo largo de ambos estudios preliminares. No se trata, naturalmente, de emprender en este espacio tan reducido un debate, pero, a la vez, el hecho de que las haya incluido obliga prácticamente a comentar (por descontado, cordialmente) algunas de ellas.
De entrada, Hermosa no se hurta a sí mismo ni hurta al lector la paradoja que acabo de mencionar. Amante de un Israel libre y laico, por lo mismo que no puede ser indiferente al destino del pueblo del Holocausto, no puede serlo tampoco a la suerte de quienes han sufrido y todavía sufren las consecuencias de la Nakba. Así, reflexiona: «Si la cuestión judía fue una tragedia, su posible prolongación palestina en el nuevo Estado judío constituiría una tragedia aún más dramática». Sin embargo, resulta llamativo el que, a la hora de atribuir culpas, señale específicamente, por la parte judía, a los ortodoxos religiosos y a los nacionalistas extremistas, como si la derecha liberal, el centro y la izquierda israelíes hubiesen vivido al margen de las políticas de colonización y la negación de derechos a los palestinos. En relación con esto, sorprende también que considere a los «nacionalistas extremistas» como «herederos» del judaísmo ortodoxo que se opuso a Herzl.
Por otro lado, en segundo lugar, Hermosa señala a Yaser Arafat como «principal responsable del fracaso de las propuestas de paz de Camp David-Taba, en las que el primer mandatario israelí, Ehud Barak, aceptaba la casi totalidad de las exigencias palestinas». Arafat fue seguramente un líder de virtudes muy discutibles, pero ¿se cuenta de verdad entre sus tachas que no aceptara la pérdida de más del 75 % del territorio histórico de los palestinos? Al fin y al cabo, después de más de trescientos años, los españoles no aceptamos la pérdida de cinco kilómetros cuadrados en Gibraltar, una parte ínfima de nuestro territorio nacional. A este particular, es difícil comprender que la resistencia de los palestinos a reconocer la existencia de Israel sobre sus tierras sea vista con frecuencia como poca realista o antijudía, cuando, al mismo tiempo, se señala con admiración la perseverancia de los judíos en no renunciar a Tierra Santa después de dos milenios y el que brindaran cada año por celebrar la próxima Pascua en Jerusalén.
En tercer lugar, Hermosa ve en «el antisionismo del que hacen gala cuantos desean ver al Estado de Israel desaparecer de la faz de la tierra» una manifestación del «odio antijudío». No obstante, reconoce que este «paradójicamente no comporta odio personal a los judíos». Pero en otro lugar escribe: «Antaño el odio se cebaba en judíos a título personal; hoy lo hace sobre el blanco de ayer al que ha yuxtapuesto el Estado judío real: Israel». La identificación entre antisionismo y antijudaísmo se ha convertido en un lugar común en todo Occidente, pero ni en esta ocasión ni nunca —que tenga noticia el autor de esta reseña— se ofrecen pruebas falsables que demuestren esa conexión. Acaso, el que el antisionismo no comporte un odio personal hacia los judíos demuestra que, en realidad, no se relaciona con el antisemitismo histórico. Sin duda, sorprende que una izquierda que se reclama laicista, antipatriarcal y feminista muestre tanta empatía hacia una sociedad tan tradicional, a grandes rasgos, como la palestina; pero tanto como sorprende la afinidad a Israel y al sionismo por parte de quienes desde el centro y la derecha se reclaman tan críticos de los nacionalismos identitarios y partidarios del lema de «libres e iguales» (consigna válida, al parecer, en todas partes menos en los territorios ocupados). Por eso, en lugar de aludir a «la deforme criatura producida por el connubio entre izquierda e islamismo radicales», tal vez habría que sopesar seriamente los argumentos de quienes, desde la izquierda o la derecha, critican al Estado judío. Porque Israel, siendo honestos, no es señalado en Occidente por la condición judía de la mayoría de sus ciudadanos, sino por haberse quedado con las tierras de los palestinos, por negarle la ciudadanía a la mayoría de ellos, por internarlos sin juicio en prisiones militares, por practicar ejecuciones extrajudiciales, etc. Estas críticas no parecen tener nada que ver con el odio al judío que padecieron Pinsker y Herzl (y mucho menos con el que practicó el Holocausto). Hay que recordar, a este respecto, que muchos judíos —liberales, conservadores, socialistas, etc.— han sido también convencidos antisionistas. ¿Eran judíos que se odiaban a sí mismos, acaso, como suelen repetir muchos sionistas en Israel? ¿Por qué no reconocer que, simplemente, eran judíos que se negaban a ser obligatoriamente nacionalistas judíos?
En cuarto lugar, el papel de la religión en la política israelí es también objeto de reflexión por parte del editor. Así, se refiere expresamente a la «incompatibilidad entre una religión de naturaleza totalitaria y cualquier tipo de autonomía personal o social». La vida moderna, sugiere, exigiría «el divorcio […] entre política y religión». Ambos apuntes son, sin duda, apasionantes y polémicos.
La frontera entre religión y cultura es extremadamente confusa. De hecho, desde un punto de vista sociológico, la primera puede ser interpretada como la sacralización de las creencias colectivas fundamentales que conforman la segunda. Por eso, la posibilidad de una sociedad libre de creencias religiosas públicas y basada, por ejemplo, en un acuerdo racional entre sus integrantes (al estilo del que ha postulado Habermas), suscita no pocas dudas a la luz de la antropología política. Dicha sociedad requeriría la previa existencia de un lenguaje asimismo racional y libre de prejuicios culturales (y esto significa libre de figuras del discurso) con el que los integrantes de aquella puedan debatir y alcanzar acuerdos. ¿Sería ese lenguaje imaginable? ¿Cabe figurarnos desprovistos de cultura, de prejuicios, de creencias? No es necesario ser un admirador de Carl Schmidt para asumir que todo concepto político tiene detrás un concepto teológico (parcialmente) secularizado. En realidad, nuestras ideas de progreso, pueblo, derecho o soberanía esconden en su interior una carga religiosa profunda e irremovible. La sociedad judía y la sociedad palestina podrían tumbarse, juntas o por separado, en el diván y seguir una terapia para deconstruir su religiosidad tóxica… Pero, ¿quién sería el deconstructor que las deconstruyese? Por otro lado, parece innegable que el pueblo judío ha perdurado a lo largo de la historia gracias, precisamente, a su religión. ¿Puede esperarse que perdure desconectado de ella? En apariencia la existencia de un Estado judío podría permitir la subsistencia de una conciencia colectiva judía laica, pero, acaso, esa identidad, sin el revestimiento de lo sagrado, termine deshecha en el mar de la cultura global, al modo de lo que está sucediendo en el resto del mundo desencantado. Tal vez Israel esté afrontando las aporías de la política ilustrada, esto es, la dificultad de un contrato social y de una identidad sin magia (i.e. sin lo sagrado).
Añadir, para finalizar esta reseña, que sería muy deseable que esta oportuna edición de los escritos de Pinsker y Herzl se viera completada en un futuro con la adición de otros textos fundamentales de la historia del sionismo, al modo en que existen, por ejemplo, en inglés (A. Hertzberg ed. The Zionist Idea: A Historial Analysis and Reader, 1959, 1984, 2014) y francés (D. Charbit ed., Sionismes. Textes Fondamentaux, 1998).